18. ELI

Cuánta razón han tenido al elegir este lugar esmirriado e infecto como emplazamiento del Monasterio de los Cráneos. Los antiguos necesitan un decorado inaccesible y misteriosamente romántico si quieren seguir adelante a pesar de las fogosas resonancias altisonantes de un siglo XX materialista y escéptico. El desierto resulta un lugar muy apropiado. El aire es azulmente doloroso, el suelo aparece con una delgada costra incendiada sobre un zócalo rocoso, las plantas y los árboles son contorneados, extraños y espinosos. El tiempo se detiene en un sitio así. El mundo moderno no puede inmiscuirse para profanarlo. Aquí prosperan los antiguos dioses. Los viejos cánticos se elevan hasta el cielo sin temor al ulular de los automóviles o el estrépito de las máquinas.

Ned no está de acuerdo en absoluto acerca de este asunto: cree que el desierto es teatral y hasta que está superado. El lugar perfecto para los sobrevivientes de la Antigüedad, como los Guardianes de los Cráneos, piensa, es el corazón de la ciudad moderna, donde el contraste entre su contextura y la nuestra se intensifica. Un inmueble burgués de la Calle 63 Oeste, donde los sacerdotes se podrían dedicar tranquilamente a sus ritos, entre una galería de arte y un salón de belleza para caniches. Sugería que otra posibilidad sería la de montar un taller de ladrillos y cristales entre los grandes talleres dedicados a la fabricación de equipos de oficinas y acondicionadores de aire. El contraste lo hace todo, dice. La incoherencia es indispensable. El sentido del arte reside en el sentido de sus adecuadas yuxtaposiciones. ¿Qué es la religión sino una categoría del arte? Pero creo que Ned me estaba dando marcha, como siempre. De todas maneras, no puedo despreciar sus teorías sobre la yuxtaposición y el contraste. Este desierto, estas áridas soledades, son para mí el lugar perfecto de quienes no van a morir.

Cruzando Nuevo México y el sur de Arizona dejamos a nuestras espaldas los últimos vestigios del invierno. En la zona de Albuquerque el aire era fresco, incluso frío, pues la altitud era mayor. El terreno es cuesta arriba hasta la frontera mexicana, allá donde empezamos a torcer hacia Phoenix. Como una flecha, la temperatura subió de diez a veintiún grados, incluso más. Las montañas se hicieron más bajas, parecían hechas de partículas comprimidas en moldes parduzcos, unidos con cola. Parecía que se pudieran hacer agujeros con sólo un dedo en aquellos pilares de roca. Colinas suaves, vulnerables, casi desnudas. Marcianas. También la vegetación había cambiado. En lugar de las vastas extensiones de artemisas y pequeños pinos, atravesábamos ahora bosques de espaciados cactus que, fálicamente, surgían de la tierra desconchada y oscura. Ned se convirtió en profesor de botánica. He aquí las sagitarias, decía, esos cactos con brazos más altos que los postes telegráficos; y ahí, los arbustos verdeazulados, deshojados y de ramas espinosas que parecen provenir de otro planeta, son el palo verde; y esos racimos de ramas verticales y nudosas se llaman ocotilo. Ned se conoce esta región de memoria. Después de su estancia en Nuevo México hace como dos o tres años, se siente aquí como en su casa. Ned, por otro lado, está como en su casa en cualquier sitio. Le gusta hablar de la hermandad internacional de los maricas. Allá donde vaya sabe que encontrará alojamiento por medio de los suyos. A veces me da envidia. A veces el saber que, por el hecho de formar parte de la tribu, te reciben bien en todas partes, a lo mejor compensa los traumas subyacentes. Mi tribu no es completamente hospitalaria.

Después de cruzar la frontera de Arizona, nos dirigimos hacia el oeste, hacia Phoenix. A veces el terreno se volvía montañoso, menos desolado. País indio, los Pimas. Avistamos el pantano de Coolidge: recuerdo las lecciones de geografía de tercero de Bachillerato. Aún estábamos a ciento cincuenta kilómetros de Phoenix, cuando empezamos a ver carteles que nos invitaban, nos ordenaban, mejor dicho, a alojarnos en un motel de la ciudad: «Pasen unas agradables vacaciones en el Valle del Sol». En aquel amanecer, el sol lo invadía todo, colgado encima del parabrisas, nos lanzaba sus dardos de fuego. Oliver conducía como un robot; sacó unas ingrávidas gafas con montura de plata y continuó. Rápidamente, atravesamos una ciudad llamada Miami. No había ni playas, ni rumberas con abrigo de vísón. El vapor de las chimeneas le daba al aire un tono malva y rosa; el olor de la atmósfera era puro Auschwitz. ¿Qué quemaban? Poco antes de penetrar en el centro de la ciudad, vimos la enorme pila cubierta de residuos grises acumulados durante años de una mina de cobre. Enfrente, al otro lado de la carretera, se alzaba un gigantesco hotel de deslumbrante fachada, supongo que lo edificaron allí para regodeo de quienes se dedican en plan bestia a la violación ecológica. Lo que aquí incendian es la Naturaleza. Abatidos, abandonamos aquel espectáculo para reencontrar otros espacios deshabitados. Sagitaria, palo verde, ocotilo. Un túnel enorme atravesaba las montañas. Paisaje desolador, sin ciudades. Las sombras se alargaban. Calor, calor, calor. Y, después, intemperie, los tentáculos de la vida urbana nos hacen añorar un Phoenix todavía lejano: suburbios, centros comerciales, gasolineras, mostradores de intercambio, vendedores de cosas indias, moteles, neón, restaurantes que recomiendan tacos, perritos calientes, pollo frito, bocadillos. Convencimos a Oliver para que parara y nos comimos unos tacos a la luz amarillenta e irreal de las farolas callejeras. Después continuamos nuestro camino. Grandes supermercados sin ventanas en medio de los aparcamientos. Es el país de la pasta, habitáculo de garantías. Yo era un extranjero en tierra extraña, triste y desorientado judío de Manhattan, corriendo a través de cactos y palmeras. Muy lejos de casa. Ciudades llanas, bancos sin pisos de vidrios verdes y escaparates de plástico psicodélico. Casas pastel con estuco verde y rosa. País que jamás conoció la nieve. Por todas partes flotando banderas americanas. ¡Tómalo o déjalo! Main Street, Mesa, Arizona. ¡La granja experimental de la Universidad de Arizona erguida al borde de la carretera! Montañas lejanas se perfilan sobre el azulado crepúsculo. Ahora estamos en Apache Boulevard, en la ciudad de Tampa. Chirriar de neumáticos. La carretera gira. Otra vez estamos en el desierto. Ya no hay calles, no hay banderas, no hay nada. Una tierra de nadie. A nuestra izquierda, masas sombrías: montañas y colinas. Luces de faros visibles en la lontananza. Unos minutos más y termina la desolación. Pasamos de Tampa a Phoenix y estamos ahora en Van Burent Street. Tiendas, casas, moteles. «Sigue hasta el centro», dice Timothy. Parece que su familia tiene algunas acciones de un motel de la ciudad. Pararemos ahí. Otros diez minutos y estaremos en un barrio de libreros y motor lodges a cinco dólares la noche. Y ya estamos en el centro. Rascacielos: diez o doce pisos. Bancos. El edificio de un diario, grandes hoteles. El calor es terrible, cerca de treinta y tres grados. Y estamos a finales de marzo. ¿Cómo será en agosto? Aquí está nuestro motel. Una estatua de camello en el escaparate. Una gran palmera. Un vestíbulo pequeño y poco acogedor. Timothy va a rellenar las fichas. Tendremos una suite. Primer piso al fondo del pasillo. Hay una piscina. «¿Quién quiere nadar?», pregunta Ned. «Y después una cena mexicana», propone Oliver. Los ánimos están excitados. Después de todo estamos en Phoenix, ya casi hemos llegado. Mañana iremos hacia el norte, hacia el retiro de los Guardianes de los Cráneos.

Se diría que todo esto empezó hace muchos años. Una alusión breve, anodina y pasajera, en el periódico del domingo:

Un monasterio en el desierto, cerca del norte de Phoenix, donde doce o quince clérigos practican su propia versión del cristianismo. Hace unos veinte años que llegaron de México, y se cree que pasaron de España a México en tiempos de Cortés. Económicamente independientes, viven replegados en sí mismos y no se meten con los visitantes, aunque se muestran amables con cualquiera que ponga un pie en su retiro rodeado de cactos. El decorado es extraño y parece una combinación de estilo cristiano medieval con algo que pueden ser motivos aztecas. Un símbolo predominante, que da al monasterio una apariencia austera y un poco grotesca, es el cráneo humano.

Por todas partes hay cráneos, crispados, amenazadores, en altorrelieve o en relieves ovalados. El largo friso representando cabezas de muerto parece inspirarse en motivos que pueden verse en Chichen Itzá, Yucatán. Los monjes son delgados, desbordan vida interior, su piel está curtida, bronceada por el sol y el viento del desierto. Curiosamente, tienen a la vez un aspecto joven y viejo. El que, rehusando dar su nombre, habló conmigo, pudiera muy bien tener treinta o trescientos años. Imposible decirlo…

Leí esto por casualidad en las páginas de viajes del periódico, por casualidad. Estos fragmentos de extraña imaginería, el friso de los cráneos, los rostros jóvenes y viejos, se habían fijado en mi memoria. Y por casualidad, algunos días más tarde tropecé con el manuscrito de El Libro de los Cráneos en la biblioteca de la universidad.

Nuestra biblioteca tiene un genizah, una reserva de inutilizados libros viejos, deshechos, manuscritos apócrifos o abandonados que nadie todavía se ha molestado en traducir, descifrar, clasificar, o, incluso, examinar con detalle. Supongo que en todas las universidades debe haber una sala parecida, llena de documentos adquiridos por alguna donación o descubiertos con ocasión de algún rastreo, y que, pacientemente, esperan (¿Venticinco años? ¿Cincuenta años?) la llegada de un erudito que les eche una mirada. La nuestra es más copiosa que la mayor parte de ellas, seguramente porque tres generaciones de ávidos bibliófilos han acumulado todos estos tesoros de la Antigüedad con más rapidez que aquella con que nuestros bibliotecarios pudieran asimilarlos. En un sistema así se dejan de lado necesariamente ciertos artículos que, inundados por el torrente de nuevas adquisiciones, acaban olvidados, escondidos, perdidos. Tenemos estantes enteros llenos de documentos cuneiformes, sumerios o babilónicos, entre los cuales la mayor parte han sido puestos al día entre 1902 y 1905, con motivo de las célebres excavaciones de Mesopotamia. Poseemos ingentes cantidades de papiros sin tocar de las últimas dinastías, kilos de material que proceden de sinagogas iraquíes, contratos de matrimonios, decisiones judiciales, poesías, tenemos listones grabados sobre madera de tamarí de las cavernas de Tun-Huang, antiguo y olvidado don de Aurel Stein; cajas de archivos parroquiales de los castillos de Yorkshire; tenemos fragmentos de manuscritos precolombinos, y legajos de cánticos y misas que pertenecieron a los monasterios pirenaicos del siglo XIV. Si la Roseta pudiera encontrarse, nuestra biblioteca permitiría descifrar los secretos del manuscrito Mohenjo-Daro, o el manual etrusco de gramática del emperador Claudio. A lo mejor tienen, sin descubrir, las memorias de Moisés o el Diario de san Juan Bautista. Si algún día se descubrieran estas cosas, otros curiosos llegarían a las oscuras cavas del pabellón central de la biblioteca. Yo me contento con el hallazgo del manuscrito de El Libro de los Cráneos. No lo estaba buscando en absoluto, ni siquiera había oído hablar de él. Conseguí obtener permiso para cotejar en las cavas en busca de una colección de manuscritos catalanes de poesía mística, comprados en principio a un proveedor de antigüedades barcelonés, llamado Jaime Maura Gudiol; esto fue en 1893. El profesor Vázquez Ocaña, de quien fui seleccionado colaborador para hacer una serie de traducciones del catalán, había oído hablar del tesoro de Maura de boca de su propio profesor, treinta o cuarenta años antes, y creía recordar vagamente el haber tenido en sus manos algunos de los auténticos manuscritos. Consultando unas fichas hechas con tinta sepia medio descolorida, logré descubrir el lugar de la reserva en que se hallaba el tesoro Maura, así que decidí explorar la cava. Luz parpadeante. Cofres condenados. Infinidad de clasificadores de cartón. El polvo me hace toser. Tengo los dedos negros, carbonilla en la cara. Un cartón más y abandono. Y luego: un relieve de cartón rojo que contiene un manuscrito finamente estampado sobre una vitela de hermosa calidad. Un título ornado con riqueza: Líber Calvarium. Libro de los Cráneos. Siniestro, fascinante, romántico. Vuelvo a la primera página. Elegantes letras en la escritura neta y desprendida del siglo X, u XI. Las palabras no estaban en latín sino en un catalán muy primariamente latinizado que traduje automáticamente. Escuchad, noble Señor: Te ofrecemos la vida eterna. El epígrafe más demente que había encontrado hasta entonces. ¿Interpretaría mal el texto? No. Te ofrecemos la vida eterna.

La página contenía el primer párrafo del texto, en el cual, las otras líneas no eran tan fáciles de descifrar como el epígrafe. Al final de la página, y a lo largo del margen izquierdo, se alineaban ocho cráneos humanos perfectamente grabados, separados cada uno por una filigrana de columnas y una pequeña voluta romana. Solamente un cráneo tenía el maxilar inferior. Otro estaba de lado. Pero todos eran amenazadores, y se notaba como algo malvado en las ensombrecidas órbitas. Parecen decir con voz de ultratumba: Os resultaría muy conveniente aprender lo que nosotros hemos conocido.

Me siento encima de un cofre de pergaminos viejos y empiezo a hojear el manuscrito. Una docena de páginas, ordenadas todas con grotescos motivos funerarios —fémures cruzados, lápidas abiertas, una pelvis o dos, y cráneos por todas partes, cráneos, cráneos. Traducirlo sin esfuerzo resultaba una tarea fuera de mi alcance; gran parte del vocabulario me resultaba impenetrable, pues aquello no era ni catalán ni latín, sino una cosa vaga e intermedia. A pesar de esto, el significado global de mi descubrimiento se me impuso con rapidez. El texto estaba dirigido a un príncipe cualquiera por el superior de un monasterio bajo su protección y, esencialmente, era una invitación para que abandonara los placeres mundanos y compartiera los «misterios» de la orden monástica. La disciplina de los sacerdotes, decía el superior, está orientada para derrotar a la Muerte, entendiendo esto no como el triunfo del espíritu en el otro mundo, sino el triunfo del cuerpo en éste. Te ofrecemos la vida eterna. La contemplación, el ejercicio físico y espiritual, un régimen adecuado y lo más eficaz posible. Aquéllos eran los postulados de la vida eterna.

Una hora de encarnizado esfuerzo me dio los pasajes siguientes:

Tal es el primer misterio: que el cráneo se halla detrás del rostro de igual forma que la muerte se encuentra al lado de la vida. Pero sabed, ¡oh, nobles señores!, que no existe paradoja, pues la muerte es la compañera de la vida y la vida la mensajera de la muerte. Si se pudiera alcanzar el cráneo a través del rostro y tratarlo como a un amigo, sería posible… (ilegible).

Tal es el sexto misterio: que nuestro don sea despreciado, que, entre los hombres, seamos fugitivos con el fin de huir de lugar en lugar, desde las cavernas del norte hasta las cavernas del sur, del (incierto) de los campos (incierto) de la villa, como fue durante los siglos que he vivido y los siglos que han vivido mis ancestros…

Tal es el noveno misterio: que el precio de una vida sea otra vida. Sabed, ¡oh, nobles señores!, que cada eternidad debe compensarse con una extinción y que de vos pedimos que el equilibrio ordenado se ampare en la serenidad. De entre vosotros, sólo admitimos a dos. Los otros dos deben reunirse con la oscuridad. Del mismo que, por el hecho de vivir, morimos cada día, por la misma razón, por el hecho de morir, viviremos eternamente. ¿Hay alguno entre vosotros que en beneficio de sus hermanos renuncie gustoso a la eternidad reservada a sus hermanos de la figura de cuatro lados, para que ganen así la comprensión de la abnegación auténtica? ¿Hay alguno entre vosotros al que sus compañeros estén dispuestos a sacrificar con el fin de ganar la comprensión de la exclusión? Que las víctimas se elijan entre ellas. Que definan la cualidad de su vida por la cualidad de su partida…

Había más: dieciocho misterios en total, luego, una perorata en unos versos completamente opacos. Estaba fascinado. Era la fascinación intrínseca del texto lo que me traía, su sombría belleza, sus revelaciones siniestras, sus rítmicos golpes de gong, todo menos el acercamiento inmediato a aquel monasterio de Arizona. Naturalmente, resultaba imposible sacar el manuscrito de la biblioteca, pero yo lo subía, emergiendo de los subterráneos como el fantasma polvoriento de Banquo, y dispuse las cosas para que me reservaran una mesa privada en un rincón tranquilo. Después, volvía a casa y me duchaba sin decir a Ned ni una sola palabra, aunque mi azoramiento le resultaba evidentemente visible. Volvía deprisa a la biblioteca, dispuesto, con provisión de papel, una pluma y mis diccionarios particulares. El manuscrito ya estaba sobre la mesa que había reservado. Hasta las diez, hora de cenar, me incliné sobre el texto, alumbrado por una débil bombilla. No había ninguna duda: aquellos españoles creían poseer una técnica que abría las puertas de la inmortalidad. El manuscrito no hacía alusiones al método que se utilizaba, pero insistía en su eficacia. Gran parte de la simbología gravitaba en torno al cráneo-detrás-del-rostro. Mediante un culto orientado hacia la vida, me cercioré que daban mucha importancia a la imaginería de la tumba. Puede que fuera esto la discontinuidad necesaria, el sentido de las yuxtaposiciones chocantes de las que Ned habla tanto en sus teorías estéticas. El resto dejaba entender con toda claridad que, si no todos, ciertos sacerdotes adoradores de los cráneos, habían vivido durante siglos (¿quizá milenios? ¿Un ambiguo trozo del misterio decimosexto parecía implicar una línea más vieja de la de los faraones?). Esta longevidad había logrado que los mortales estuvieran resentidos con ellos, campesinos, pastores y barones, y, en varias ocasiones, se vieron obligados a establecerse fuera del cuartel general, buscando siempre un lugar donde practicar en paz sus ejercicios.

Finalmente, tres días de duro trabajo me proporcionaron una traducción aproximada del ochenta y cinco por ciento del texto, y un conocimiento suficiente del resto. Me hacía bien el trabajo yo solo, aunque, a veces, cuando se trataba de alguna frase particularmente indescifrable, consultaba al profesor Vázquez Ocaña, cuidándome de no revelar la naturaleza de mis investigaciones. (Cuando me preguntaba si había encontrado los manuscritos de Maura Gudiol, respondía cualquier cosa.) En este estado, todavía consideraba la historia como un enternecedor cuento de hadas. En mi infancia leí Horizontes Perdidos, y no había olvidado Shangri-La, el monasterio secreto del Himalaya, donde los monjes practicaban el yoga y aprendían a respirar aire puro, ni esa línea que me había impresionado: ¡Todavía está usted vivo, padre Perrault! No se podían tomar en serio aquellas cosas. Me imaginaba publicando mí traducción en Speculum, por ejemplo, con un adecuado comentario sobre la creencia medieval en la inmortalidad, y referencias al mito de Preste Juan, a Sir John Mandeville y a los romanos de Alejandro. La Fraternidad de los Cráneos y los Guardianes, que son los grandes sacerdotes, y la Prueba que debe ser suscrita por cuatro candidatos simultáneamente, de entre los cuales, sólo dos tienen derecho a sobrevivir, la alusión a los viejos misterios transmitidos a lo largo de milenios, ¿no crees que todo esto podría ser el argumento de un cuento de Sherezada? Me dediqué a indagar escrupulosamente la versión de Burton, dieciséis volúmenes, de Las Mil y Una Noches, pensando que quizá fueron los moros los que introdujeron esta historia en Cataluña, en los siglos VIII y IX. Pero no, cualquier cosa que mi hallazgo fuera, no era un trozo de Las Mil y Una Noches. Quizás una parte de la saga de Carlomagno. ¿O un anónimo cantar de gesta? Consultaba ingentes cantidades de la mitología medieval. Sin éxito. Remontaba siglos. En una semana me convertí en un experto sobre literatura de la inmortalidad y longevidad. Tithon, Matusalén, Gilgamesh, Uttarakurus y el árbol de Jambu, el pescador de Glaukus y los inmortales taoístas. Sí, toda la bibliografía. Y después un relámpago de intuición, el golpe en la frente. El grito que hizo girar todas las cabezas en la sala de lectura. ¡Arizona! Monjes llegados de México y antes de España. Los frisos con cabezas de muerto. Iba a buscar nuevamente aquel artículo que apareció en el suplemento del domingo. Lo releo en un estado que muy bien pudiera ser el delirio. Esto es:

Hay cráneos por todas partes, crispados, amenazantes, en altos relieves o en relieves ovalados. Los monjes son delegados, desbordan vida interior. Aquel con quien hablé… podría tener treinta años como trescientos. Resultaba imposible decirlo…

¡Todavía está usted vivo, padre Perrault! Estupefacta, mi alma se contrajo. ¿Podría creer yo en semejantes cosas? ¿Yo, el escéptico, bromista, materialista, pragmático? ¿La inmortalidad? ¿Un culto antiguo como el tiempo? ¿Podría existir algo parecido? Los Guardianes de los Cráneos viviendo en medio de los cactos, ni un mito medieval, ni una leyenda, sino una institución que ha sobrevivido incluso a nuestra época mecanizada, al alcance de cualquiera que desee hacer el viaje. Si quisiera, podría ser uno de los candidatos. Eli Steinfeld, viviente para asistir al alba del siglo XXXVI. El asunto estaba fuera de todo crédito. No admitía la cercanía del manuscrito y el artículo del periódico como una loca casualidad; después, a base de meditar, tampoco admitía mi rechazo y, poco a poco, me encaminaba hacia la aceptación. Era necesario que cumpliera un acto formal de fe, el primero que cumpliría en mi vida, para empezar a aceptar semejante idea. Me obligué a admitir la existencia de fuerzas exteriores a la comprensión de la ciencia contemporánea. Me obligaba a deshacerme de una antigua costumbre que consistía en ignorar lo desconocido en tanto que no ha sido oficialmente apoyado por pruebas rigurosas. Me reuní alegremente con las castas de creyentes en platillos volantes, los atlanteístas y los dianéticos, la de los defensores de la tierra plana y de Charles Fort, con los macrobióticos y astrólogos, la de las legiones de hombres crédulos que rara vez mis compañías me habían puesto al alcance. Al menos, adquirí la fe. Una fe total pero que no excluía la posibilidad de un error. Creía. Hablé a Ned, luego, algún tiempo después a Oliver y a Timothy. Moviendo la zanahoria delante de las narices. Te ofrecemos la vida eterna. Y ahora estamos en Phoenix. Las palmeras, los cactos, el camello delante del motel. Hemos llegado, Y mañana comenzaremos la fase final de nuestra búsqueda del Monasterio de los Cráneos.

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