El día amaneció claro y frío, auténticamente invernal, pero no había hielo en las carreteras alrededor de Londres. Angel y Danny Fahy, en la furgoneta Morris, seguían a Dillon. Angel conducía con bastante habilidad. A través del retrovisor Dillon pudo comprobar que le seguía perfectamente hasta entrar en Londres y durante todo el recorrido hasta Bayswater Road. Tenía ya un plan medio concebido en su mente cuando aparcó el Mini Cooper en la acera, se apeó y abrió el portón del garaje de Tania.
Cuando Angel y Danny llegaron y se detuvieron ante la puerta les dijo:
– Meted también la furgoneta.
Lo que ella ejecutó con presteza; cuando ambos se hubieron apeado salieron del garaje.
Dillon cerró y se volvió hacia sus acompañantes:
– ¿Seréis capaces de acordaros de la calle y el garaje aunque yo no esté?
– No digas tonterías, primo. Claro que sí -respondió Angel.
– Está bien. Es importante. Ahora, subamos en el Mini y vámonos a dar una vuelta.
En su apartamento de Cable Wharf, sentado detrás de su escritorio, Harry Flood repasaba las cuentas de la noche anterior. Charlie Salter entró portando una bandeja con un servicio de café. Cuando sonó el teléfono, el pequeñín lo descolgó y luego se lo pasó a Flood.
– Es el profesor.
– ¿Martin? ¿Cómo va todo? -dijo Flood-. Lo pasé muy bien anoche. Esa Tanner es una chica extraordinaria.
– ¿Hay alguna noticia? ¿Habéis conseguido averiguar algo? -preguntó Brosnan.
– Todavía no, Martin. Espera un momento -Flood cubrió el micrófono con la mano y le preguntó a Salter-: ¿Dónde está Mordecai?
– Haciendo la ronda, Harry. Para correr la voz con discreción, como tú dijiste.
Flood habló de nuevo al teléfono:
– Lo siento, chico. Estamos haciendo todo lo que podemos, pero llevará algún tiempo.
– Que es lo único que no tenemos -dijo Brosnan-. Está bien, Harry, sé que harás todo lo que esté en tu mano. Volveré a llamar.
Brosnan estaba de pie junto al escritorio de Mary Tanner, en la sala del piso de ella en Lowndes Square. Colgó y se acercó a la ventana al tiempo que encendía un cigarrillo.
– ¿Hay novedad? -preguntó ella, cruzando la habitación para reunirse con él.
– Me temo que no. Como dice Harry, lleva su tiempo. He sido un estúpido al no darme cuenta.
– Procura tener un poco de paciencia, Martin -le tocó ella el brazo.
– ¡Si es que no puedo! -replicó él-. Es una sensación difícil de explicar, como hallarse en medio de una tormenta esperando a que descargue el gran rayo que uno sabe que no tardará en llegar. Conozco a Dillon. Sé que se moverá con rapidez. Estoy seguro de ello, Mary.
– ¿Qué quieres hacer, entonces?
– ¿Estará Ferguson en Cavendish Square esta mañana?
– Sí.
– Pues vamos a hablar con él.
Dillon estacionó el Mini Cooper cerca de Covent Garden. Tras preguntar en una librería cercana entraron en otro establecimiento, no lejos de allí, especializado en mapas y guías de todas clases. Dillon se puso a rebuscar entre los mapas a gran escala del Servicio Topográfico los correspondientes a la zona centro de Londres, hasta hallar el que representaba el barrio de Whitehall.
– ¿Qué te parece el detalle de ese plano?-le susurró Fahy-. Podrías calcular el tamaño del jardín del número diez casi al milímetro.
Dillon adquirió el mapa y el dependiente lo enrolló y lo introdujo en el tubo protector de cartón. Después de pagar, salieron de la tienda y regresaron al coche.
– Ahora, ¿qué? -preguntó Danny.
– Vamos a dar una vuelta. Para estudiar la situación.
– Me parece bien.
Angel se sentó atrás y su tío al lado de Dillon. Bajaron hacia el río y enfilaron por la avenida Horse Guards. Dillon hizo una breve parada en la esquina antes de doblar por Whitehall en dirección a Downing Street.
– Mucho guripa por aquí -comentó Danny.
– Vigilan que no estacione nadie.
Delante y a la izquierda de ellos, un coche se había detenido junto a la acera y cuando iban a adelantarlo, vieron que el conductor estaba consultando un plano.
– Un turista, supongo -dijo Angel.
– Ya verás lo que pasa ahora -le dijo Dillon.
Ella se volvió y vio que se acercaban al coche dos guardias; hubo un breve diálogo y el forastero se despegó de la acera y reemprendió la marcha.
– No pierden el tiempo -comentó Angel.
– Downing Street -anunció Dillon instantes después.
– ¡Qué te parece esa verja! -comentó Danny con asombro-. Me gusta ese toque de estilo feudal. Seguro que habrán hecho un buen trabajo ahí.
Dillon se unió a la caravana que daba la vuelta a Parliament Square y entró de nuevo en Whitehall para regresar en dirección a Trafalgar Square.
– Regresamos a Bayswater -anunció-. Fijaos en el recorrido que he elegido.
Saliéndose de la caravana de Trafalgar Square, cruzó el arco del Almirantazgo, rodeó el monumento a la reina Victoria, frente al palacio de Buckingham, y después de pasar Constitution Hill y Mable Arch por Park Lane entró en la calle Bayswater.
– Es bastante fácil -comentó Danny Fahy.
– Bien, pues subamos a mi deprimente hotel, que tomaremos una taza de té para calentarnos.
Ferguson dijo:
– Está usted demasiado nervioso, Martin.
– Es la espera -respondió Brosnan-. Ya sé que Flood hará cuanto pueda, pero estoy seguro de que el tiempo juega contra nosotros.
Ferguson se alejó de la ventana y bebió un sorbo de té de la taza que tenía en la mano.
– ¿Qué le gustaría que hiciéramos?
Brosnan titubeó un instante, y luego miró a Mary y dijo:
– Preferiría ir a Kilrea para hablar con Liam Devlin. Es posible que se le ocurra algo.
– Nunca en la vida le ha faltado una ocurrencia, desde luego -se volvió Ferguson hacia Mary-. ¿Qué te parece?
– Creo que sería lo más sensato, señor. Al fin y al cabo, un viaje a Dublín no es gran cosa, hora y cuarto desde Heathrow con la Aer Lingus o la British Airways, lo mismo da.
– Y la casa de Liam en Kilrea está a sólo media hora de la ciudad -apuntó Brosnan.
– De acuerdo -asintió Ferguson-. Ustedes dos me han convencido, pero que sea desde Gatwick y con la Lear, por si hubiese alguna novedad y se viesen obligados a regresar en seguida.
– Gracias, señor -contestó Mary.
Mientras se encaminaban hacia la salida, Ferguson agregó al tiempo que alargaba la mano hacia el teléfono:
– Ahora mismo llamo al viejo granuja, sólo para prevenirle de que va a tener visita.
Mientras bajaban la escalera, Brosnan dijo:
– ¡Gracias a Dios! Al menos eso me da la sensación de que hacemos algo.
– Y yo conoceré por fin al gran Liam Devlin -contestó Mary tomando la delantera para indicarle dónde quedaba el coche.
En la pequeña cafetería del hotel, Dillon, Angel y Danny Fahy se sentaron a tomar el té en una mesa del rincón. Fahy tenía sobre las rodillas el mapa topográfico parcialmente desplegado.
– Es extraordinario, ¡la cantidad de detalles que revelan con toda exactitud!
– ¿Puede hacerse, Danny?
– ¡Ah, sí! Sin ninguna dificultad. ¿Recuerdas ese cruce de Horse Guards con Whitehall? Ése podría ser el lugar, un poco esquinado. Lo estoy viendo mentalmente. Con este mapa yo puedo calcular la distancia exacta entre la esquina y el número diez.
– ¿Estás seguro de poder superar los edificios que quedan en medio?
– ¡Claro! Como te dije el otro día, Sean, la balística es una ciencia exacta.
– Pero no podéis parar ahí -dijo Angel-. Ya visteis lo que pasó con aquel turista. Los guardias lo echaron de allí en cuestión de segundos.
Dillon se volvió hacia Fahy.
– ¿Danny?
– No hace falta más. Estará todo cronometrado con anterioridad, Angel. Aprietas el botón para activar el circuito, te apeas de la furgoneta y los morteros se disparan automáticamente antes de un minuto. Ningún guardia podría anticiparse para impedirlo.
– Pero ¿qué haréis vosotros? -insistió ella.
Fue Dillon el que contestó.
– Escucha. Por la mañana a primera hora salimos de Cadge End. Tú, Danny, en la Ford Transit, y Angel y yo en la Morris, donde llevaremos escondida la moto BSA. Angel meterá la Morris, como lo hemos hecho hoy, en el garaje al fondo de la calle. Colocaremos una rampa en la trasera para que yo pueda salir con la BSA en marcha.
– Para seguirme a mí, ¿no es cierto?
– Yo iré detrás de ti, y cuando lleguemos a la esquina de Horse Guards con Whitehall, pones en marcha tu aparato, te sales de la furgoneta, te montas conmigo en la moto y salimos a todo gas. El gabinete de Guerra se reúne todas las mañanas a las diez. Con un poco de suerte, nos los cargamos a todos.
– ¡Jesús!, Sean, y nunca sabrán de dónde les llovió el pepinazo.
– En seguida regresamos a Bayswater, donde estará Angel esperándonos al volante de la Morris, metemos la BSA en la trasera y nos largamos. Con eso nos plantamos rápidamente en Cadge End mientras ellos estarán apagando el fuego todavía.
– Es brillante, primo -dijo Angel.
– Excepto en un detalle -advirtió Fahy-. Sin los malditos explosivos no hay malditas bombas.
– Eso déjamelo a mí -agregó Dillon-. Yo te conseguiré los explosivos.
Se puso en pie.
– Tengo algunas cosas que hacer. Vosotros dos, regresad a Cadge End y esperad. Ya me pondré yo en contacto con vosotros cuando pueda.
– Y ¿cuándo será eso, Sean?
– Pronto, muy pronto -sonrió Dillon mientras ellos se disponían a salir.
Tania llamó a la puerta a las doce en punto. Él fue a abrir y dijo:
– ¿Lo tiene?
Ella abrió sobre la mesa el maletín que traía y expuso los treinta mil dólares que él había pedido.
– Bien -dijo-. Necesitaré sólo diez mil para empezar. -¿Qué hará con el resto?
– Lo entregaré en recepción. Que guarden el maletín en la caja fuerte del hotel.
– Tiene algo preparado, lo sé -aseguró ella con animación-. ¿Qué ha pasado en esa aldea de Cadge End?
Dillon le contó el plan entero sin omitir detalle.
– ¿Qué le parece? -preguntó por último.
– Increíble. Un golpe de los que sólo se dan una vez en la vida. Indudablemente necesitará explosivos. Lo mejor sería el Semtex.
– Efectivamente. En el ochenta y uno, cuando operaba aquí en Londres, tuve tratos con un individuo que disponía de Semtex -soltó una carcajada-. O mejor dicho, tenía cualquier cosa que uno pudiese necesitar.
– ¿Quién es ese hombre, y cómo puede estar seguro de que anda todavía por aquí?
– Es un hampón llamado Jack Harvey, y sigue por aquí. Lo he comprobado.
– No le entiendo.
– Entre otras cosas, tiene una compañía de pompas fúnebres en Whitechapel. La he buscado en las páginas amarillas y ahí sigue. Por cierto, ¿me permite que siga usando el Mini un poco más?
– Desde luego.
– Bien. Lo estacionaré en alguna calle. Necesito mantener despejado ese garaje.
Recogió el abrigo.
– Acompáñeme; vamos a comer algo y luego iré a hablar con ese tipo.
– ¿Habrá leído el expediente de Devlin, supongo? -le preguntó Brosnan a Mary Tanner mientras cruzaban el centro de Dublín y el río Liffey por el muelle St. George a fin de pasar al otro lado de la ciudad, conducidos por un chófer uniformado de la embajada.
– Sí, pero ¿son verdad todas esas historias? Como la de su intervención en el plan alemán para atentar contra Churchill, durante la guerra. *
– ¡Ah, eso! Pues sí.
– ¿Y es el mismo hombre que le ayudó a escapar de esa cárcel francesa en mil novecientos setenta y nueve?
– El mismo Devlin.
– ¡Pero Martin! Según usted, él dice tener setenta años. Forzosamente, debe ser más viejo.
– Un par de años son un detalle sin importancia, tratándose de Liam Devlin. En una palabra, usted va a conocer al hombre más extraordinario que haya visto en su vida, un sabio, un poeta y un pistolero del IRA.
– Esa última parte no constituye ninguna recomendación para mí -dijo ella.
– Lo sé -contestó-. Pero no cometa el error de confundir a Devlin con la hez que está utilizando el IRA en estos últimos tiempos.
Dicho lo cual guardó silencio, víctima de una. súbita melancolía, mientras el coche se internaba en el paisaje rural irlandés, dejando atrás la capital.
Kilrea Cottage, como llamaban a la casa, estaba a las afueras de la aldea y vecina a un convento. Era de construcción antigua, de una sola planta, con tejado de falso estilo gótico y ventanas con cristales emplomados a ambos lados del porche, donde se vieron obligados a resguardarse de la llovizna mientras Brosnan accionaba el pulsador de la anticuada campanilla. Se oyeron unos pasos y se abrió la puerta.
– Cead míle fáilte-dijo Liam Devlin en irlandés, abrazando a Brosnan-. Mil veces bien venido.
El interior de la casa era de intenso carácter Victoriano. Casi todo el mobiliario era de caoba y el empapelado William Morris, de imitación, pero en cambio los cuadros, todos de Atkinson Grimshaw, eran auténticos.
Liam Devlin regresó de la cocina con un servicio de té en una bandeja.
– Mi ama de llaves sólo está aquí durante la mañana. Es una de las hermanitas del convento vecino; necesitan el dinero.
Mary Tanner estaba absolutamente atónita. Esperaba ver a un anciano y se encontraba con un hombre sin edad definida, que vestía camisa negra de seda italiana, jersey negro y pantalón gris cortado a la última moda. Quedaba todavía bastante color en los cabellos otrora negros y tenía la cara muy pálida, aunque se notaba que siempre había sido así. Los ojos azules eran tan extraordinarios como la sempiterna sonrisa irónica con que parecía burlarse tanto de sí mismo como del resto del mundo.
– ¿Así que trabaja usted para Ferguson, joven? -se volvió hacia Mary para servirle el té.
– En efecto.
– Ese asunto en Derry, el otro año, cuando retiró usted el coche que llevaba la bomba. Fue algo fuera de serie.
Ella se dio cuenta de que estaba ruborizándose.
– No hay que darle tanta importancia, señor Devlin. En aquella situación no se podía hacer otra cosa.
– Sí, por lo general lo que hay que hacer está claro, pero lo que cuenta es el ser capaces de hacerlo -se volvió hacia Brosnan-. Lo de Anne-Marie. Mala suerte, chico.
– Voy por él, Liam -dijo Brosnan.
– ¿Lo haces por ti o por el interés general? -meneó la cabeza Devlin-. Deja aparte la venganza personal, Martin, o cometerás algún error y eso es algo que no puedes permitirte, tratándose de Sean Dillon.
– Sí, lo sé -asintió Brosnan-. Vaya si lo sé.
– Así que va a intentar un golpe contra el tal John Major, el nuevo primer ministro -dijo Devlin.
– Y ¿cómo cree que lo intentará, señor Devlin? -preguntó Mary.
– Pues según mis noticias en cuanto a la seguridad del diez de Downing Street actualmente, no creo que tenga muchas oportunidades de introducirse -miró a Brosnan y sonrió con ironía-. Fíjese usted, mi querida Mary, en que hace menos de diez años un muchacho conocido mío, llamado Martin Brosnan, logró colarse disfrazado de camarero en una recepción que se celebraba en el número diez. Y dejó una rosa sobre el escritorio de la primera ministra, claro que entonces el cargo lo ocupaba una mujer.
– Ésas son historias pasadas, Liam. Háblanos del presente -le interrumpió Brosnan.
– ¡Ah! Ése trabajará como siempre, recurriendo a sus conocidos del mundo del hampa.
– ¿No del IRA?
– Dudo que en estos momentos el IRA tenga ninguna relación con nada de esto.
– Pero sí la tuvo hace unos diez años, cuando trabajó en Londres.
– ¿Y qué?
– Estaba pensando que si supiéramos quién lo reclutó entonces, eso podría sernos útil.
– Entiendo. Quizá podría decirnos a quiénes recurrió en esa oportunidad.
– Ya sé que no es muy probable, pero es lo único que tenemos, Brosnan.
– Todavía nos queda tu amigo Flood, el de Londres.
– Lo sé, y me consta que no dejará piedra por remover, pero necesita tiempo y no nos sobra.
Devlin asintió.
– Está bien, muchacho, déjamelo a mí y veré lo que puedo hacer -consultó su reloj-. La una. Vámonos a tomar un bocadillo y a lo mejor un par de Bushmills, y os aconsejo que luego cojáis vuestra Lear y os volváis a Londres. Me pondré en contacto con vosotros tan pronto como haya algo, os lo prometo.
Dillon estacionó en la esquina más cercana al negocio de pompas fúnebres de Jack Harvey en Whitechapel, y anduvo hasta la puerta con el maletín en la mano. Todo era de un estilo bellamente discreto, hasta el pulsador del timbre que hizo acudir al portero.
– El señor Harvey me está esperando -mintió alegremente.
– Al fondo del corredor, después de las capillas, verá la escalera. El despacho está en el primer piso. ¿A quién debo anunciar, señor?
– Señor Hilton -Dillon contempló la exposición de ataúdes, las flores-. Poco movimiento aquí.
– ¿Se refiere al negocio? -el portero se encogió de hombros-. En esta casa los clientes entran por la puerta de atrás.
– Ya veo.
Dillon recorrió el pasillo y se detuvo a curiosear ante una de las capillas, observando las coronas amontonadas, las velas. Entró y contempló el cadáver de un hombre de mediana edad, pulcramente ataviado de traje oscuro, con las manos cruzadas y la cara retocada de maquillaje.
– Pobre cretino -dijo Dillon, y salió.
En la recepción el portero descolgaba el teléfono.
– ¿Señorita Myra? Hay un visitante, el señor Hilton. Dice que tiene cita concertada.
Dillon abrió la puerta del antedespacho de Harvey y entró. No contenía muebles de oficina, sólo un par de plantas en macetas y varios sillones. Se abrió la puerta que daba al despacho y entró Myra. Vestía pantalón negro de lycra ceñido como una segunda piel, botas negras y un caftán escarlata tres cuartos, y estaba sumamente atractiva.
– ¿El señor Hilton?
– En efecto.
– Soy Myra Harvey. ¿Dice usted que tiene cita con mi tío?
– ¿Lo dije?
Ella le miró con desdén y detrás de ella volvió a abrirse la puerta y entró Billy Watson; se echaba de ver que la aparición había sido acordada con anterioridad. Él se apoyó de espaldas contra la puerta, con los brazos cruzados; el atuendo negro le prestaba un aire oportunamente amenazador.
– ¿A qué juega usted? -dijo ella.
– Eso se lo reservo al señor Harvey.
– Échalo de aquí, Billy -ordenó ella, y se volvió hacia la puerta.
Billy dejó caer la mano sobre el hombro de Dillon, en un gesto nada cordial. Dillon descargó el pie sobre el empeine derecho de su adversario y acto seguido giró sobre sí mismo con el brazo extendido y el puño cerrado, cuyos nudillos conectaron con la sien de Billy; éste lanzó un grito de dolor y cayó pesadamente de espaldas en uno de los sillones.
– Anda poco listo ése, ¿verdad? -comentó Dillon.
Sacó la cartera, extrajo diez billetes de cien dólares atados con una goma y se los arrojó a Myra. Ella no acertó a atraparlos en el aire, por lo que tuvo que agacharse a recogerlos del suelo.
– Fíjate en eso -exclamó Myra-: ¡Billetes nuevos!
– Sí, son los que huelen mejor -espetó Dillon-. Ahora dile a Jack que un viejo amigo quiere verle y trae más de lo mismo.
Ella se quedó inmóvil, mirándole unos momentos con los ojos convertidos en rendijas; luego se volvió y abrió la puerta del despacho de Harvey. Viendo que Billy trataba de incorporarse, Dillon le dijo:
– No te lo aconsejo.
Billy desistió y Myra volvió a aparecer de nuevo.
– De acuerdo, le recibirá.
Era un despacho sorprendentemente correcto, de hombre de negocios, con entarimado de roble, alfombra verde georgiana de seda y una estufa de gas que representaba una chimenea de leña casi al natural. Harry estaba detrás de un voluminoso escritorio de roble, fumándose un puro.
Tenía ante sí los mil dólares y contempló a Dillon con calma.
– Tengo poco tiempo, así que no intentes jugar conmigo, muchacho -tomó en la mano los billetes-. ¿Más de lo mismo?
– Cierto.
– No te conozco. Le has dicho a Myra que eras un viejo amigo, pero yo nunca te he visto antes.
– Me viste hace mucho tiempo, Jack, diez años para ser exactos, sólo que yo tenía otro aspecto entonces. Recién llegado de Belfast, y traía una misión. Hicimos negocios tú y yo. Y no te resultaron mal, según recuerdo. ¡Todos aquellos ricos dólares recaudados por los simpatizantes del IRA en Norteamérica!
Harvey dijo:
– Coogan. Michael Coogan.
Dillon se quitó las gafas.
– El mismo que viste y calza, Jack.
Harvey dio una lenta cabezada de asentimiento y se volvió hacia su sobrina.
– Myra, te presento a un viejo amigo, el señor Coogan de Belfast.
– Ya veo -dijo ella-. Uno de ésos.
Dillon encendió un cigarrillo y se sentó, colocando el maletín junto a sus pies, y Harvey dijo:
– La otra vez pasaste por Londres como Atila el rey de los hunos. Debí cobrarte más por todo aquel material.
– Tú me diste un precio, y yo lo pagué -contestó Dillon-. No hay nada más justo.
– ¿Y qué será esta vez?
– Necesito un poco de Semtex, Jack. Podría arreglármelas con cuarenta libras, pero eso es un mínimo. Cincuenta estarían mejor.
– ¿No pides demasiado tú? Ese género es como el oro. Todo estrictamente controlado por la autoridad.
– Tonterías -dijo Dillon-. Lo pasan de Checoslovaquia a Italia, a Grecia y hasta Libia. Lo hay en todas partes, Jack, y tú lo sabes, conque no me hagas perder el tiempo. Veinte mil dólares.
Se colocó el maletín sobre las rodillas y fue arrojando el resto hasta diez mil sobre el escritorio, un paquete de billetes tras otro.
– Diez ahora y diez a la entrega.
La Walther con el silenciador Carswell montado estaba en el mismo maletín, lista para su uso. Esperó con la tapadera del maletín levantada, y luego Harvey sonrió.
– De acuerdo, pero te va a costar treinta.
Dillon cerró el maletín.
– Imposible, Jack. Puedo llegar hasta veinticinco, pero ni uno más.
Harvey asintió.
– De acuerdo. ¿Para cuándo lo quieres?
– Dentro de veinticuatro horas.
– Creo que podré solucionarlo. ¿Dónde podemos localizarte?
– No lo has entendido bien, Jack. Yo me pondré en contacto contigo.
Dillon se puso en pie y Harvey dijo con amabilidad:
– ¿Algo más en que podamos servirte?
– En realidad, sí -dijo Dillon-. A manera de prenda de buena voluntad, como si dijéramos. Me iría bien un arma corta de repuesto.
– Sírvete tú mismo, muchacho -Harvey empujó hacia atrás su sillón y abrió el segundo cajón del escritorio, a su derecha-. Puedes elegir.
Contenía un revólver Smith & Wesson del 38, una pistola checa Cesca y una Beretta italiana, que fue la que escogió Dillon, quien tras comprobar el cargador se guardó el arma en el bolsillo.
– Ésta servirá.
– Es una pistola de señorita -dijo Harvey-, pero no te discuto el gusto. Hasta mañana, entonces.
Myra le abrió la puerta y Dillon se despidió diciendo:
– Ha sido un placer, señorita Harvey -y salió rozando a Billy, que se había puesto en pie.
– Me gustaría romperle las piernas a ese enano cabrón.
Myra le palmeó la mejilla.
– No lo pienses más, cielito. Tú cuando estás de pie no sirves para nada; todo tu talento se manifiesta en la posición horizontal. Anda, vete a jugar con tu motocicleta o lo que quieras -y se metió de nuevo en el despacho de su tío.
Dillon hizo alto al pie de la escalera y guardó la Beretta en el maletín. La única cosa mejor que una pistola eran dos pistolas. A veces el detalle marcaba la diferencia, pensó mientras se encaminaba a paso rápido hacia el Mini Cooper.
Mary dijo:
– De ése no me fiaría yo ni tanto así.
– Es un tipo duro ese pequeño bastardo -advirtió Harvey-. Cuando estuvo aquí en el ochenta y uno, por cuenta del IRA, yo le suministré armas, explosivos, todo lo que pidió. Tú estabas en la universidad entonces, no en el negocio, así que seguramente no lo recordarás.
– ¿Coogan no será su nombre auténtico?
– Claro que no -corroboró él-. ¡Un demonio colorado! En aquellos tiempos a mí me estaba fastidiando mucho un tal George Montoya, allá en Bermondsey, apodado George el Español. Una noche Coogan me hizo el favor de apiolarlos, a él y a su hermano, detrás de un bar que llamaban El Flamenco. Lo hizo de balde.
– ¿De veras? -dijo Myra-. Y ¿dónde vamos a encontrar el Semtex que pide?
Él soltó una carcajada, abrió el cajón superior y sacó un manojo de llaves.
– Voy a enseñarte una cosa.
Salieron del despacho a un pasillo, él primero, y abrió una puerta con llave.
– He aquí algo que ni siquiera tú sabías, querida.
Las paredes de la pieza estaban revestidas de estanterías. Él apoyó una mano en la fila central de las correspondientes a la pared del fondo, y toda la estantería giró sobre unos goznes ocultos. Buscó el interruptor, y cuando encendió la luz descubrió un pañol que contenía armas de todas clases.
– ¡Dios mío! -exclamó ella.
– Lo que quieras, aquí lo tengo -dijo él-. Pistolas, fusiles de asalto AK y MI5.
Rió con burla y agregó:
– Y Semtex -señaló con un ademán tres cajas de cartón puestas sobre una mesa-. Hay cincuenta libras en cada una de ésas.
– Entonces, ¿por qué le has pedido un plazo?
– Para que baile un poco -se volvió hacia la salida y lo dejó todo como estaba antes-. A lo mejor servirá para sacarle un poco más de pasta.
Cuando se hallaron de nuevo en el despacho, ella le preguntó:
– ¿Qué crees tú que se propone?
– Me trae sin cuidado, y además ¡a ti qué te importa! ¿No te habrá salido una vena patriótica de repente?
– No es eso, era sólo curiosidad.
Él recortó la punta de otro cigarro.
– ¿Sabes una cosa? Se me ha ocurrido una idea. Sería muy práctico que el pequeñín me ayudase a librarme de Harry Flood -y se echó a reír estentóreamente.
Eran poco más de las seis y Ferguson se disponía a dejar su despacho en el Ministerio de Defensa cuando sonó el teléfono. Era Devlin.
– Hola, viejo carcamal. Tengo novedades para ti.
– Desembucha -dijo Ferguson.
– En el ochenta y uno, el control de Dillon en Belfast era un tipo llamado Tommy McGuire, ¿te acuerdas de él?
– Ya lo creo que me acuerdo. ¿No lo liquidaron hará un par de años, por no sé qué rencillas internas del IRA?
– Eso fue lo que contaron, pero anda por ahí con otra identidad.
– Y ¿cuál sería ésa?
– Todavía no lo he averiguado. He de ver a unas personas en Belfast. Voy allá esta noche. Dicho sea de paso, entiendo que al actuar de esta manera me convierto en agente oficial del Grupo Cuarto. Quiero decir que no me gustaría dar con los huesos en la cárcel, a mi edad.
– Tienes nuestro pleno respaldo, te lo prometo. ¿Qué quieres que hagamos nosotros?
– He pensado que si Brosnan y esa capitana tuya, la Tanner, quieren intervenir en la operación, podrían volar mañana por la mañana a Belfast con la Lear. Que me esperen en el bar del hotel Europa. Dile a Brosnan que debe identificarse ante el jefe de recepción; seguramente me pondré en contacto con ellos hacia mediodía.
– Me ocuparé de ello -dijo Ferguson.
– Sólo una cosa más. ¿No te parece que deberíamos jubilamos en vez de meternos en esa clase de cacerías?
– Habla por ti -dijo Ferguson, y colgó el teléfono.
Lo pensó un rato y luego llamó pidiendo una secretaria.
Después llamó al piso de Mary Tanner en Lowndes Square; mientras estaba hablando con ella entró Alice Johnson provista de su bloc de notas y su lápiz. Ferguson le hizo seña de que se sentase y continuó hablando con Mary.
– Será a primera hora de la mañana. Desde Gatwick otra vez, supongo. Con la Lear os plantaréis allí en una hora. ¿Salís a cenar esta noche?
– Harry Flood ha propuesto el River Room del Savoy, le gusta la orquestina que tienen allí.
– Creo que os divertiréis.
– ¿Le gustaría acompañarnos, señor?
– Pues sí me gustaría -dijo Ferguson.
– Está bien, le esperamos allí a las ocho.
Ferguson colgó y se volvió hacia Alice Johnson.
– Un comunicado breve, confidencial y reservado a la atención del primer ministro, para el expediente especial -y dictó rápidamente un informe sobre las últimas novedades, incluyendo su conversación con Devlin-. Original y copia, y ya puede llamar al mensajero mientras lo pasan a máquina para mi firma. Dése prisa, debo salir.
Ella volvió a su despacho con rapidez. Gordon Brown estaba junto a la copiadora y ella se sentó a la máquina.
– Creí que Ferguson había salido -inquirió él.
– Yo también, pero está aquí y acaba de darme un trabajito extra. Otro informe confidencial para el primer ministro.
– ¿De veras?
Ella empezó a teclear con rabia y acabó en dos minutos. Entonces se puso en pie y dijo:
– Pues tendrá que esperar, necesito ir al lavabo.
– Yo te hago las copias.
– Gracias, Gordon.
Recorrió el pasillo y estaba a punto de abrir la puerta del lavabo cuando se dio cuenta de que había olvidado su bolso sobre el escritorio. Volvió sobre sus pasos y regresó deprisa a la oficina. La puerta estaba entreabierta y vio a Gordon, de pie junto a la copiadora, leyendo el informe. Con no poco asombro por parte de ella, lo dobló, se lo guardó en el bolsillo interior de la americana y sacó rápidamente otra copia.
Alice estaba totalmente estupefacta y no supo qué hacer. Recorrió otra vez el pasillo y se encerró en el lavabo, mientras procuraba dominar su nerviosismo. Al cabo de un rato salió.
El informe y la copia estaban sobre su escritorio.
– Hecho -dijo Gordon-, y acabo de llamar al mensajero.
Ella respondió con forzada sonrisa:
– Lo paso a la firma.
– Bien, y yo voy a bajar a la cantina. Hasta luego.
Alice enfiló el pasillo, llamó a la puerta del despacho de Ferguson y entró. Él alzó la mirada de lo que estaba escribiendo:
– ¡Ah! Muy bien. Voy a firmarlo ahora, y despache usted el envío para el primer ministro en seguida -Ella temblaba, y Ferguson al darse cuenta frunció el ceño-. ¡Mi querida señorita Johnson! ¿Qué le pasa?
Ella se lo contó. Él la escuchó con expresión preocupada y cuando la explicación hubo terminado, descolgó el teléfono.
– ¿Sección especial? Con el inspector jefe Lane. De parte del brigadier Ferguson, Grupo Cuarto. Máxima urgencia. En mi despacho y sin demora, por favor -y después de colgar se volvió hacia ella-. Esto es lo que hará usted. Vaya a su despacho y compórtese como si no hubiese ocurrido nada.
– Pero si no estará allí, brigadier. Ha bajado a la cantina.
– ¿De veras? -dijo Ferguson-. ¿Por qué habrá hecho una cosa así?
Cuando Tania oyó la voz de Gordon Brown montó en cólera inmediatamente.
– ¿No te lo tengo dicho, Gordon?
– Sí, pero es urgente.
– ¿Dónde estás ahora?
– En la cantina del ministerio. Tengo otro informe.
– ¿Es importante?
– Mucho.
– Léemelo.
– No, te lo daré cuando termine mi turno, a las diez.
– Nos veremos en tu piso, Gordon, te lo prometo, pero necesito saber ahora lo que hay y si te niegas, no hará falta que te molestes en llamarme otra vez.
– No, no. Está bien, lo leeré.
Cuando hubo terminado, ella dijo:
– Buen chico, Gordon. Hasta luego.
Él colgó y se volvió al tiempo que doblaba la copia del informe. La puerta de la cabina se abrió de golpe y Ferguson le arrebató el informe de los dedos.