Harry Flood y Mordecai aguardaban sentados en el Mercedes, conducido por Salter. Un taxi se detuvo frente a la funeraria de Whitechapel y se apearon Brosnan y Mary, que caminaron con precaución sobre la nieve que recubría la acera. Flood les abrió la puerta del coche y consultó el reloj.
– Faltan segundos para las nueve y media. Entremos.
Se sacó una Walther del interior de la americana y accionó la corredera.
– ¿Necesitas algo, Martin? -preguntó.
– No sería mala idea -asintió Brosnan.
Mordecai abrió la guantera, sacó una Browning y la pasó por encima del respaldo.
– ¿Le parece bien, profesor?
Mary exclamó:
– ¡Por el amor de Dios! ¡Ni que nos dispusiéramos a comenzar la tercera guerra mundial!
– Tal vez se trata de evitarla -dijo Brosnan-. ¿A que no habías pensado en eso?
– Vamos allá -dijo Flood al tiempo que se apeaba del coche, Brosnan le imitó y Mordecai salió por el otro lado. Cuando Mary quiso hacer lo mismo, Flood le dijo:
– Aquí no, querida. Le dije a Myra que acudiría acompañado por mi contable y eso explicará la presencia de Martin. En cuanto a Mordecai, siempre viene conmigo. Es lo que ellos esperan ver.
– Espere un momento -dijo ella-. Yo soy la autoridad encargada del caso, la representante oficial del ministerio.
– Pues peor para usted. Ocúpate de ella, Charlie -ordenó Flood a Salter, y se encaminó hacia la puerta, donde Mordecai llamaba ya al timbre.
El portero los recibió con modales obsequiosos.
– Buenos días, señor Flood. El señor Harvey les presenta sus excusas y les ruega que pasen a la sala de espera unos minutos. Está en camino, procedente de Heathrow.
– Muy bien -dijo Flood, siguiendo al cancerbero.
La sala de espera tenía una decoración discreta, con sillones de cuero negro y moqueta y empapelado de colores también oscuros. Unos falsos candelabros daban una tenue claridad, y se oía a través de un sistema de altavoces empotrados una música adecuada a la naturaleza del establecimiento.
– ¿Qué opinas? -preguntó Brosnan.
– Que está en camino, procedente de Heathrow -dijo Flood-. No nos pongamos nerviosos.
Mordecai escrutaba la entrada y luego curioseó en una de las capillas.
– ¡Flores! Es lo que más me molesta de estos establecimientos. Siempre he asociado las flores con la muerte.
– Lo recordaré cuando te toque la vez: no se admiten coronas -bromeó Flood.
Eran aproximadamente las nueve y cuarenta minutos cuando la Ford Transit se subió en una acera del Victoria Embankment. Fahy tenía las manos sudorosas. Por el retrovisor vio que Dillon detenía la BSA en la acera y se acercaba para asomarse a la ventanilla.
– ¿Va todo bien?
– De primera, Sean.
– Nos quedaremos aquí mientras sea posible. Un cuarto de hora sería lo ideal. Si se acerca un guardia de la circulación limítate a salir de frente y yo te seguiré. Seguiremos por el muelle poco menos de un kilómetro y luego damos la vuelta.
– De acuerdo, Sean -dijo Fahy, castañeteándole los dientes.
Dillon sacó un paquete de cigarrillos, se puso dos en los labios, los encendió y pasó uno a Fahy.
– Sólo para que veas que soy un loco romántico -y soltó una carcajada.
Cuando Harry Flood, Brosnan y Mordecai pasaron al antedespacho, Myra les aguardaba. Lucía su traje pantalón negro y las botas, y llevaba un legajo de documentos en la mano.
– Pareces muy ocupada, Myra -le dijo Flood.
– Así es, Harry. Yo me encargo de todo aquí -le besó en la mejilla y saludó con un ademán a Mordecai-. Hola, músculos.
Luego se volvió hacia Brosnan:
– ¿Y ése quién es?
– Mi nuevo contable, el señor Smith.
– ¿De veras? Jack os espera -los invitó a pasar, al tiempo que abría la puerta del despacho y los precedía.
En la chimenea chisporroteaba un buen fuego y el ambiente estaba caldeado y confortable. Harvey, sentado tras su escritorio, fumaba su acostumbrado puro. A la izquierda, sentado en el brazo de un sofá, se había situado Billy, con la gabardina doblada sobre una rodilla.
– Hola, Jack -dijo Harry Flood-. Me alegro de verte.
– ¿Realmente? -dijo Harvey, mirando a Brosnan-. ¿Y ése quién es?
– Es el nuevo contable de Harry, tío Jack -rodeó el escritorio Myra, quedándose de pie a espaldas de su tío-. El señor Smith.
– Nunca había visto a un contable con el aspecto del señor Smith; ¿y tú, Myra? -meneó la cabeza Harvey, y luego se volvió hacia Flood-. El tiempo es oro, Harry. ¿Qué te trae por aquí?
– Dillon -dijo Harry Flood-. Sean Dillon.
– ¿Dillon? -puso cara de total extrañeza Harvey-. ¿Y quién diablos es Dillon?
– Un tipo bajito -dijo Brosnan-. Irlandés, aunque sabe hacerse pasar por lo que él quiera. Usted le vendió armas y explosivos en mil novecientos ochenta y uno.
– Estuvo muy feo eso por tu parte, Jack -dijo Harry Flood-. Dillon hizo volar manzanas enteras de Londres, y sospechamos que ahora vuelve a las andadas.
– Y ¿a quién habrá recurrido para equiparse, si no a su viejo compinche Jack Harvey? -dijo Brosnan-. Parece lógico, ¿no?
Myra apretó los dedos sobre el hombro de su tío y Harvey, con el rostro encendido, dijo:
– ¡Billy!
Flood alzó una mano.
– Iba a decir que si es una escopeta recortada lo que esconde bajo la gabardina, será mejor que la tenga amartillada.
Billy disparó al instante a través de la gabardina y le acertó en el muslo izquierdo a Mordecai cuando el gigante se disponía a sacar la pistola. En rápido movimiento, Flood sacó la mano del bolsillo empuñando la Walther y le pegó a Billy un tiro en el pecho, derribándolo sobre el respaldo del sofá. Al mismo tiempo se disparó el otro cañón de la escopeta y Flood recibió parte de la perdigonada en el brazo izquierdo.
Jack Harvey abrió el cajón del escritorio y su mano apareció empuñando un revólver Smith & Wesson, pero Brosnan le disparó en el hombro con toda intención. Hubo unos instantes de caos; la habitación se llenó de humo y olor a cordita.
Myra se inclinó sobre su tío, que estaba derrumbado en el sillón, gimiendo. La sobrina gritó con furor, aunque su rostro no expresaba ningún temor:
– ¡Cabrones!
Flood se volvió hacia Mordecai.
– ¿Estás bien?
– Lo estaré cuando el doctor Aziz se haya ocupado de mí, Harry. Ese pequeño bastardo estuvo muy rápido.
Flood, sin soltar la Walther, se sujetó el brazo izquierdo y la sangre goteó entre sus dedos. Miró a Brosnan.
– Acabemos con eso.
En dos pasos se acercó al escritorio y alzó la Walther apuntando a Harvey.
– Te voy a dar entre los ojos si no nos cuentas lo que queremos saber. ¿Qué hay de Sean Dillon?
– ¡Que te parta un rayo!- replicó Jack Harvey.
Flood bajó un momento la Walther y luego apuntó con intención, a lo que Myra gritó:
– ¡No! Por favor, dejadle en paz. El hombre al que buscáis se hace llamar Peter Hilton. Es el mismo que hizo tratos con tío Jack en el ochenta y uno, y que entonces usaba el nombre de Michael Coogan.
– ¿A qué ha venido?
– Compró cincuenta libras de Semtex. Anoche las recogió y pagó al contado. Hice que Billy le siguiera por ahí con la BMW.
– ¿Y dónde dices que está?
– Aquí -les pasó un papel que tenía sobre el escritorio-. Lo había anotado todo para Jack.
Flood ojeó el papel y se lo pasó a Brosnan, sonriendo pese al dolor de la herida:
– Cadge End Farm, Martin. Parece prometedor. Vámonos de aquí.
Se volvió hacia la salida y Mordecai le siguió, arrastrando la pierna herida y goteando sangre. Myra se acercó a Billy, que empezaba a gemir en voz alta; luego se volvió y dijo en tono áspero:
– Me las pagaréis por esto.
– Nada de eso, Myra -replicó, Harry Flood-. Si tienes dos dedos de frente lo archivarás a título de experiencia. ¡Ah!, y no dejes de llamar a un médico de confianza.
Dicho lo cual se volvió y salió, seguido por Brosnan.
Faltaba poco para las diez cuando se subieron en el Mercedes, y Charlie Salter dijo:
– Por Dios, Harry, vais a poner el coche todo perdido de sangre.
– Tú conduce, Charlie. Ya sabes adónde tienes que ir.
Mary preguntó, ceñuda:
– ¿Qué ha ocurrido ahí dentro?
– Esto ha ocurrido -Brosnan le mostró el papel con las señas de Cadge End Farm.
Mary lo leyó y exclamó:
– ¡Dios mío! Será mejor que llame al brigadier.
– Nada de eso -dijo Flood-. Me figuro que ahora es asunto nuestro, después del jaleo que se ha armado y de haber puesto en juego nuestro propio pellejo, ¿no te parece, Martin?
– Desde luego que sí.
– Así que vamos a pasarnos por esa discreta residencia que tiene mi buen amigo el doctor Aziz en Wapping, para que remiende a Mordecai y le eche una ojeada a mi brazo. Luego nos vamos a Cadge End.
Cuando Fahy se sumó a la corriente de la circulación procedente del muelle Victoria, para entrar en la avenida Horse Guards delante del edificio del Ministerio de Defensa, sudaba a pesar del frío. Debido a la intensidad del tráfico rodado la calzada estaba limpia de la nieve que, en cambio, se acumulaba sobre las aceras, los árboles y los edificios a ambos lados. A través del retrovisor veía a Dillon, siniestro en su traje de cuero negro sobre la BSA. Era la hora de la verdad y todo se desarrolló en un abrir y cerrar de ojos.
Al llegar al cruce de Horse Guards con Whitehall maniobró la camioneta y la detuvo en la posición calculada de antemano. Al otro lado de la calle, en Horse Guards Parade, dos soldados de la guardia montada, como de costumbre, permanecían inmóviles con los sables en posición de presentando armas.
Algo más allá un guardia urbano se volvió y reparó en la camioneta. Fahy cortó el contacto, puso en marcha los temporizadores y se caló el casco de motorista. Cuando salió y echó llave a la puerta de la furgoneta el policía le interpeló desde lejos y echó a correr hacia él. Dillon frenó la BSA al lado de Fahy, éste se subió a horcajadas en el asiento trasero y la moto reanudó la marcha, describiendo un círculo alrededor del asombrado guardia y enfilando a toda velocidad hacia Trafalgar Square. La primera detonación se oyó en el mismo instante en que Dillon se confundía con la circulación que entraba en la plaza. Luego hubo otra, o quizá dos, y por último todo pareció fundirse en la gigantesca explosión que destruyó automáticamente la Ford Transit.
Dillon continuó no demasiado deprisa, pasando por Admiralty Arch y la avenida del Mall; diez minutos más tarde cruzaba Marble Arch y doblaba hacia Bayswater Road, y poco después entraba en la zona de estacionamiento del supermercado. Angel se apeó de la camioneta al verlos, abrió las puertas traseras y colocó la plataforma en posición. Dillon y Fahy metieron la moto y cenaron las puertas sin pérdida de tiempo.
– ¿Ha funcionado? -preguntó Angel-. ¿Ha salido todo bien?
– No te preocupes por eso ahora. Tú sube y conduce -ordenó Dillon; mientras ella se disponía a obedecer, los dos hombres subieron a su lado.
Un minuto después salían otra vez a Bayswater Road.
– Ahora nos volvemos por donde hemos venido, y sin correr demasiado -dijo Dillon.
Fahy conectó la radio y se puso a buscar entre las diferentes sintonías de la BBC.
– Nada, ¡maldita sea! Sólo música y cháchara.
– Déjala encendida y ten paciencia -ordenó Dillon-. No tardará en salir.
Encendió un cigarrillo y se arrellanó en el asiento, silbando quedamente.
Mordecai Fletcher estaba tendido sobre un quirófano en la pequeña sala de operaciones de la clínica próxima a la carretera de Wapping. Un indio canoso, con gafas redondas de montura de acero, el doctor Aziz, examinaba su pierna.
– Amigo Harry, ¿no habíamos convenido que no volveríamos a correr este género de aventuras? -dijo-. Henos aquí otra vez como después de una noche de algaradas en Bombay.
Flood se había quitado la americana y estaba sentado en una silla, mientras una joven enfermera india se ocupaba de su brazo. Había recortado la manga de la camisa y le limpiaba la herida con unos algodones. Brosnan y Mary, de pie, contemplaban la cura.
Flood pregunto a Aziz:
– ¿Cómo está?
– Permanecerá ingresado dos o tres días. Necesito anestesiarlo para extraer esos perdigones, y además han afectado a una arteria. A ver lo tuyo, ahora.
Sosteniendo el brazo de Flood, lo exploró cuidadosamente con unas pinzas, mientras la enfermera acercaba una bandeja esmaltada. Aziz dejó caer en ella un perdigón, luego dos, mientras Flood hacía muecas de dolor. El indio localizó otro perdigón.
– Creo que ya está, Harry, pero tendré que sacar una radiografía.
– Por ahora véndalo y ponme un cabestrillo -dijo Flood-.
Volveré más tarde.
– Si te empeñas…
Vendó el brazo con habilidad, ayudado por la enfermera. Luego abrió un armario y halló una caja de viales de morfina, de los cuales inyectó uno a Flood.
– Como en Vietnam, Harry -comentó Brosnan.
– Esto te aliviará el dolor -dijo Aziz a Flood mientras la enfermera le ayudaba a ponerse la americana-. Te espero por la tarde; no lo demores más.
La enfermera pasó el cabestrillo por la nuca de Flood. Estaba poniéndole el abrigo sobre los hombros cuando se abrió la puerta de golpe y entró Charlie Salter de estampida.
– Hay un jaleo de mil demonios. Acabo de oírlo en la radio. Ataque de mortero contra el diez de Downing Street.
– ¡Dios mío! -exclamó Mary Tanner.
Flood la tomó del brazo y la condujo hacia la salida, al tiempo que ella se volvía hacia Brosnan.
– Vámonos, Martin. Al fin ya sabemos adónde ha ido el muy bastardo.
El gabinete de Guerra estuvo más concurrido que otras veces aquella mañana. Eran quince, contando al primer ministro. Apenas había dado principio la reunión en la sala del Gabinete, situada hacia la parte posterior del edificio, cuando cayó el primer obús, describiendo una gran parábola de unos doscientos metros de alcance, desde la esquina de Horse Guards con Whitehall donde estaba la furgoneta. Hubo una explosión tremenda, tan fuerte que se escuchó con toda claridad en el despacho del brigadier Charles Ferguson, del lado del ministerio que daba a la avenida Horse Guards.
– ¡Cristo! -exclamó Ferguson, y al igual que la mayoría de los funcionarios del ministerio, corrió hacia la ventana más próxima.
En la sala del gabinete de Downing Street, los cristales especiales de las ventanas se quebraron, pero la mayor parte de la onda expansiva quedó absorbida por las cortinas blindadas. La primera bomba arrancó un cerezo y dejó un cráter en el jardín. Las otras dos cayeron más lejos del blanco, en Mountbatten Green, donde se hallaban estacionadas algunas unidades móviles de la radio. Sólo una de ellas estalló, pero al mismo tiempo se produjo la explosión de la furgoneta, al actuar el dispositivo de autodestrucción programado por Fahy. Cosa sorprendente, hubo poco pánico en la sala del gabinete. Todos se agacharon y algunos buscaron refugio debajo de la mesa. Hubo una corriente de aire procedente de las ventanas rotas y una confusión de voces distantes.
El primer ministro se puso en pie y forzó una sonrisa, diciendo luego con extraordinaria tranquilidad:
– Caballeros, me parece que será menester que nos reunamos en otra parte -y salió de la habitación mostrando el camino a los demás.
Mary y Brosnan ocuparon los asientos posteriores del Mercedes, y Harry Flood iba al lado de Charlie Salter, que luchaba por abrirse paso entre la aglomeración.
– He de ponerme en comunicación con el brigadier Ferguson -estaba diciendo Mary-. Es indispensable.
Cruzaban Putney Bridge y Flood se volvió para consultar con la mirada a Brosnan, quien asintió.
– De acuerdo -dijo Flood-. Haga lo que le parezca mejor.
Usando el teléfono portátil, ella llamó al Ministerio de Defensa, pero Ferguson estaba ilocalizable. Parecía reinar bastante confusión en el ministerio; ella comunicó el número del portátil a la telefonista y desconectó.
– Estarán corriendo de un lado para otro, como todo el mundo -dijo Brosnan, encendiendo un cigarrillo.
Flood ordenó a Salter:
– Pues ya lo sabes, Charlie. Hacia Dorking, pasando por Epsom, y tomamos luego la carretera de Horsham. Pisa a fondo.
Los pasajeros de la furgoneta Morris escucharon el boletín de la BBC, emitido en el habitual tono tranquilo, desprovisto de toda alarma. Anunciaba que hacia las diez de la mañana se había producido un atentado con bombas contra el diez de Downing Street, que el edificio había sufrido algunos daños pero que el primer ministro y los integrantes del gabinete de Guerra reunidos a la misma hora habían salido ilesos.
La camioneta patinó de repente mientras Angel gemía:
– ¡Oh, no! ¡Dios mío!
Dillon retuvo el volante con una mano.
– Tranquila, muchacha. Tú sigue conduciendo -pidió con calma.
Fahy parecía a punto de desmayarse.
– Si me hubieras dado tiempo para montar esos estabilizadores, el resultado habría sido bien distinto. Tenías demasiada prisa, Sean. Dejaste que Brosnan te comiera los nervios y eso ha sido fatal.
– No digo que no -reconoció Dillon-. Pero hemos fallado y eso es lo único que cuenta.
Sacó un cigarrillo, lo encendió y de súbito se echó a reír como un loco.
Aroun salió de París a las nueve y media, dispuesto a pilotar personalmente la Citation, ya que Rashid poseía una licencia que le calificaba cómo copiloto y con ello quedaban satisfechos los requisitos reglamentarios. En la cabina del pasaje, Makeiev leía la prensa de la mañana mientras Aroun llamaba a la torre de control del aeropuerto de Maupertus, cerca de Cherburgo, para solicitar el aterrizaje en su pista privada de St. Denis.
El controlador le autorizó la maniobra y luego agregó: -Acabamos de recibir un boletín informativo. Atentado con bombas contra el gabinete británico en Downing Street, Londres.
– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Aroun.
– No han dicho nada más.
Sonriendo, excitado, Aroun se volvió hacia Rashid, que también había oído el mensaje, y le dijo:
– Anda, coge los mandos y aterriza tú -tras lo cual salió medio agachado de la cabina y se sentó frente a Makeiev- Acabamos de recibir un boletín por radio. Atentado con bombas contra el número diez de Downing Street. Makeiev arrojó a un lado el periódico.
– ¿Qué ha sucedido?
– Es cuanto se sabe por ahora -Aroun volvió los ojos al cielo y abrió las manos-. ¡Alabado sea Dios!
Ferguson estaba en el parque Mountbatten, junto a las furgonetas de la radio, con el inspector Lane y el sargento Mackie. Nevaba un poco y los especialistas de la policía se dedicaban a inspeccionar con precaución el tercer obús de Fahy, el que no había hecho explosión.
– Mal asunto, señor -estaba diciendo Lane-. Usando una frase anticuada, podríamos decir que han golpeado en el corazón mismo del imperio. Quiero decir, ¿cómo se atreven a tanto?
– Porque estamos en una democracia, inspector, y porque la vida debe continuar, y eso significa que no se puede hacer de Londres una fortaleza erizada de defensas como si estuviéramos en algún país del Este europeo.
Un policía joven se acercó provisto de un teléfono móvil y habló al oído de Mackie. El sargento se acercó y dijo:
– Usted perdone, brigadier, pero es urgente. Su oficina ha intentado localizarle. Una llamada de la capitana Tanner.
– Démela -Ferguson tomó el teléfono-. Al habla Ferguson. Entiendo. Déme el número.
Hizo un ademán hacia Mackie, que sacó su bloc de notas y un lápiz para anotar el número que le dictaba Ferguson.
El Mercedes cruzaba por Dorking cuando sonó el teléfono. Mary lo recogió al instante.
– ¿Brigadier?
– ¿Qué hay? -preguntó él.
– El atentado contra el número diez. Sin duda ha sido Dillon. Hemos averiguado que anoche compró en Londres cincuenta libras de Semtex, suministradas por Jack Harvey.
– ¿Dónde estáis ahora?
– Saliendo de Dorking, señor, por la carretera de Horsham. Están conmigo Martin y Harry Flood. Tenemos una dirección donde quizá se encuentre Dillon.
– Dímela -hizo de nuevo una seña a Mackie y repitió en voz alta los detalles que le daban para que el sargento los anotase.
Mary prosiguió:
– La carretera no se halla en buenas condiciones, señor. Hay mucha nieve, pero confiamos en llegar a Cadge End dentro de media hora.
– Muy bien. Procura no exponerte, Mary, pero no dejes que se escape ese bastardo. Te envaremos refuerzos tan pronto como sea posible. Estaré en mi coche, para que sepas dónde localizarme.
– A la orden, señor.
Dejó el receptor y Flood se volvió hacia ella.
– ¿Qué hay?
– Que envían refuerzos, pero tenemos orden de no permitir que huya.
Brosnan se sacó la Browning del bolsillo y revisó el cargador.
– No lo hará -dijo con rabia-. Esta vez no.
En pocas palabras Ferguson puso a Lane al comente de lo sucedido.
– ¿Usted qué cree, inspector? ¿Qué estará haciendo el tal Harvey?
– Haciéndose remendar por algún médico del hampa en alguna clínica clandestina, señor.
– Seguro. Investíguenlo, pero si le localizan no interfieran. Mantengan la vigilancia. Lo que nos interesa ahora es el escondrijo de Cadge End. Hágase con unos cuantos coches y vayamos allá cuanto antes.
Lane y Mackie se alejaron a toda prisa y cuando Ferguson se disponía a seguirlos, apareció por la esquina el primer ministro. Llevaba un abrigo oscuro y le acompañaban el Secretario de Interior y varios subsecretarios. Cuando vio a Ferguson se acercó.
– ¿Esto es obra de Dillon, brigadier?
– Así lo creo, primer ministro.
– Faltó poco -sonrió-. Demasiado poco para tomarlo a broma. Un hombre notable ese Dillon.
– No seguirá siéndolo por mucho tiempo, primer ministro. Al fin le tenemos localizado.
– Pues no pierda más tiempo conmigo, brigadier. Dése prisa y no escatime recursos.
Ferguson se volvió y salió corriendo.
La pista forestal de Cadge End estaba todavía más recubierta de nieve que a primera hora de la mañana. Angel la sorteó como pudo hasta que llegó al patio de la granja y metió el vehículo en la cuadra. Cuando paró el motor se hizo un silencio opresivo. Fahy lo rompió diciendo:
– ¿Y ahora qué?
– Una taza de té bien caliente, diría yo -contestó Dillon al tiempo que se apeaba, rodeaba la furgoneta y abría las puertas traseras para colocar la plataforma.
– Ayúdame, Danny -bajaron la BSA y la dejaron sobre su trípode-. Se ha portado bien. Hiciste un trabajo magnifico ahí, Danny.
Angel enfiló hacia la casa y mientras la seguían, Fahy le preguntó a Dillon:
– ¿Tú nunca te pones nervioso, Sean?
– Aprendí hace tiempo que no sirve de nada.
– Pues yo sí, Sean, y lo que necesito ahora no es un puñetero té sino un buen trago de whisky.
Mientras él se metía en la sala de estar, Dillon subió a su habitación. Encontró un viejo petate y, con rápidos movimientos, empezó a meter en él su traje, la gabardina, las camisas, los zapatos y demás enseres. Comprobó su cartera. Le quedaban unas cuatrocientas libras. Abrió el portafolios que contenía los cinco mil dólares sobrantes del dinero que había solicitado para gastos, así como la Walther con el silenciador Carswell montado. Armó la pistola y le quitó el seguro, dejándola lista para la acción, y la devolvió al portafolios junto con el permiso de conducir expedido en Jersey y la licencia de piloto. Abrió la cremallera de su cazadora, sacó la Beretta y la comprobó; luego volvió a guardarla en el cinto de los pantalones de cuero, hacia la espalda, ocultando la culata bajo la cazadora de motorista.
Cuando bajó la escalera acarreando el petate y el portafolios, Fahy estaba de pie, abajo, mirando la televisión. El noticiario daba unos planos de Whitehall cubierto de nieve, de Downing Street y de Mountbatten Green.
– Acaba de salir el primer ministro en ronda de inspección de daños, y estaba tan tranquilo, como si nunca en la vida hubiese tenido ninguna preocupación.
– Sí, es un tipo con suerte -dijo Dillon.
Angel entró y le sirvió una taza de té.
– ¿Qué va a pasar ahora, Sean?
– Lo sabes muy bien, Angel. Que me voy volando y me pierdo en el infinito azul.
– ¿A ese lugar, St. Denis?
– Eso es.
– Muy bonito, Sean, y nosotros aquí, ¡a cargar con el paquete! -dijo Fahy.
– ¿Se puede saber de qué paquete hablas?
– Tú ya me entiendes.
– Nadie tiene ni la menor pista acerca de ti, Danny. Aquí estarás seguro hasta el día del juicio universal. Es a mí a quien persiguen los pies planos, Brosnan y su amiga, y ese brigadier Ferguson. A mí me atribuyen lo que ha pasado.
Fahy se volvió sin decir nada y Angel intervino:
– ¿No podríamos irnos contigo, Sean?
Él dejó la taza sobre la mesa y apoyó ambas manos en los hombros de la muchacha.
– No es necesario, Angel. El fugitivo soy yo, no tú ni Danny. Ni siquiera saben que existís.
Cruzó hacia el teléfono, lo descolgó y llamó al campo de aviación de Grimethorpe. En seguida oyó la voz de Grant:
– ¿Sí? ¿Quién es?
– Aquí Peter Hilton, muchacho -recobró Dillon sus modales de clase alta británica-. ¿Todo preparado para mi vuelo? ¿No habrá demasiada nieve?
– Atmósfera despejada desde aquí hasta la punta occidental del país -contestó Grant-. Podría encontrar alguna dificultad para despegar, eso sí. ¿A qué hora quiere salir?
– Estaré ahí dentro de media hora, ¿de acuerdo? -preguntó Dillon.
– Le espero.
Mientras Dillon colgaba, Angel gritó:
– ¡No, tío Danny!
Al volverse, Dillon vio que Fahy estaba en el umbral y le encañonaba con una escopeta.
– Soy yo el que no está de acuerdo -dijo, amartillando los dos cañones.
– Danny, muchacho -abrió ambas manos Dillon-. No hagas eso.
– Nos vamos contigo, Sean, y punto.
– ¿Es tu dinero lo que te preocupa, Danny? ¿No te dije que el hombre para quien trabajo puede transferir dinero a cualquier continente?
Fahy empezó a temblar. La escopeta osciló levemente en sus manos.
– No, no es el dinero -se descompuso un poco-. Estoy asustado, Sean. ¡Cristo! ¡Cuando vi aquello en la televisión! Si me atrapan me pasaré el resto de mis días entre rejas. Estoy demasiado viejo, Sean.
– Entonces, dime: ¿por qué aceptaste ayudarme, para empezar?
– ¡Y yo qué sé! Tantos años metido en este agujero, muerto de aburrimiento. La camioneta preparada, los obuses, eran una fantasía con la que mataba el tiempo, y entonces apareciste tú y la convertiste en realidad.
– Lo comprendo -dijo Dillon resignado.
Fahy alzó de nuevo la escopeta.
– Así es, Sean. O nos vamos todos, o tú no sales de aquí.
Dillon echó la mano a la espalda y aferró la culata de la Beretta; un giro del brazo y Fahy recibió dos balazos en el corazón que le enviaron trastabillando hasta el recibidor, donde chocó de espaldas contra la pared y cayó lentamente al suelo.
Angel exhaló un grito, echó a correr y se arrodilló al lado de su tío. Luego se irguió poco a poco, mirando fijamente a Dillon.
– ¡Lo has matado!
– No me dejó otra salida.
Ella se volvió, abrió la puerta principal y salió corriendo. Dillon la persiguió. La chica cruzó el patio y desapareció en una de las cuadras. Dillon se acercó a la entrada y se detuvo para escuchar. Se oía un rumor en el altillo, y cayeron algunas briznas de paja.
– Escucha, Angel. Te llevo conmigo.
– No lo creo. Quieres matarme como hiciste con tío Danny. ¡Eres un maldito asesino! -su voz sonaba ahogada.
Por un instante, él alzó el brazo armado con la Beretta apuntando hacia el altillo.
– Pero ¿tú qué esperabas? ¿Cómo creías que iba a terminar todo esto?
No hubo respuesta. Él se volvió, corrió hacia la casa y entró saltando sobre el cadáver de Fahy, al tiempo que se guardaba otra vez la Beretta en el cinto. Recogió el portafolios y el petate que contenía sus ropas, regresó a la cuadra y lo arrojó todo en el asiento posterior de la furgoneta Morris.
Lo intentó por última vez.
– Vente conmigo, Angel. Te juro que nunca te haría daño.
Tampoco esta vez obtuvo contestación.
– ¡Al diablo contigo, pues!-dijo él, poniéndose al volante y arrancando el vehículo.
Largo rato más tarde, cuando todo quedó en silencio, Angel se atrevió a bajar del altillo y cruzó hacia la casa. Allí permaneció sentada en el suelo, inmóvil junto a su tío, con la espalda contra la pared y una expresión ausente en los ojos. Y no se movió tampoco cuando se oyó fuera el ruido de un coche que entraba en el patio.