Anochecía cuando Dillon salió del callejón y se detuvo en la esquina. Caía sobre el Sena un torbellino de aguanieve formando barrillo en las calles, y hacía mucho frío incluso para ser enero en París. Él vestía chaquetón marino, gorro de lana, pantalón tejano y botas, como un marinero más de las barcazas que recorrían el río, lo que definitivamente no era.
Hizo copa con las dos manos para encender un cigarrillo y se quedó unos momentos al abrigo de un zaguán, escrutando la callejuela empedrada y las luces del pequeño café en la acera de enfrente. Al cabo de un rato arrojó la colilla, sepultó los puños en los bolsillos de la casaca y se dispuso a cruzar.
Junto a la entrada del establecimiento, dos sujetos recogidos en lo más oscuro de la calleja le siguieron con la mirada.
– Debe de ser él -susurró el primero, haciendo un ademán.
– No -le retuvo el otro-. Espera a que haya entrado.
Los sentidos de Dillon aguzados por muchos años de mala vida no dejaron de fijarse en la pareja, pero no dio muestras de haberlos visto. Hizo alto en la entrada y deslizó una mano bajo el chaquetón para asegurar la Walther PPK en el cinto de los tejanos, hacia el hueco de la espalda. Luego abrió la puerta y entró.
Era un establecimiento típico de aquella orilla: media docena de mesas, mostrador forrado de cinc, hileras de botellas delante de un espejo rajado, una cortinilla de abalorios en la entrada de la trastienda.
El camarero, un vejestorio de canoso bigote que cubría su camisa sin cuello con una chaqueta de lana, friolero, dejó a un lado la revista que estaba leyendo y abandonó el taburete.
– ¿Monsieur?
Dillon se desabrochó el chaquetón y puso el gorro sobre la barra. Era un hombre menudo, de poco más de metro sesenta y cinco, rubio y con unos ojos en los que el camarero no logró discernir ningún color determinado, excepto que eran los más fríos que el anciano había visto en su larga vida. Se estremeció, víctima de un temor inexplicable, pero luego Dillon sonrió. El cambio fue asombroso; con un simple rictus manifestaba calor humano y una simpatía enorme. Al fin dijo en perfecto francés:
– ¿Se encontraría en este local media botella de champaña o algo parecido?
El viejo se quedó mirándole con asombro.
– ¿Champaña, señor? Lo dirá en broma. Sólo tengo los vinos de la casa, uno blanco y uno tinto.
Colocó sendas botellas sobre la barra. Eran vinos de ínfima categoría, de los que llevan una cápsula de plástico en vez de tapón de corcho.
– Muy bien, quiero el blanco. Déme un vaso -dijo.
Después de cubrirse otra vez con su gorra, fue a ocupar una mesa junto a la pared, desde donde veía tanto la puerta de entrada como la cortinilla de la trastienda. Destapó la botella, escanció un poco de vino en el vaso y lo probó.
– Será de la cosecha de la semana pasada, digo yo -se volvió hacia el camarero.
– ¿Monsieur? -repitió el camarero afectando no comprender.
– No importa -Dillon encendió otro cigarrillo y se arrellanó en la silla, dispuesto a esperar.
Detrás de la cortina de la trastienda, mirando hacia fuera, un cincuentón de estatura mediana y facciones algo demacradas levantaba el cuello de piel de su abrigo negro como defensa contra el frío. La prenda y el Rolex de oro en la muñeca izquierda le daban aspecto de comerciante próspero, lo que en cierto sentido era, ya que se trataba de un agregado comercial de la embajada soviética en París. Además Josef Makeiev era coronel del KGB.
A su lado y mirando por encima del hombro del otro, un joven moreno llamado Michael Aroun, que lucía un fastuoso abrigo de vicuña, susurraba en francés:
– Esto es ridículo, Ése no puede ser nuestro hombre; parece un don nadie.
– Craso error, Michael, que muchos han cometido antes que tú -replicó Makeiev-. Espera y verás.
Sonó la campanilla al abrirse la puerta, y con un golpe de lluvia entraron los dos hombres que habían permanecido emboscados afuera mientras cruzaba Dillon. Uno de ellos tendría más de metro ochenta de estatura, barbudo, con la cara desfigurada por una cicatriz sobre el ojo derecho. El otro era mucho más bajo. Ambos vestían chaquetón marino y vaqueros. Parecían exactamente lo que eran, unos buscavidas.
El camarero se inquietó un poco al verlos de codos sobre la barra.
– Tranquilo, viejo -dijo el más joven-. Sírvenos unas copas.
El grandullón se volvió hacia Dillon.
– Creo que ya están servidas -se acercó a la mesa, apoderándose del vaso de Dillon, y lo vació de un trago-. Nuestro amigo no tendrá inconveniente, ¿a que no?
Sin levantarse, Dillon alzó la pierna izquierda y pateó con fuerza la rodilla del barbudo, tirando hacia abajo. El hombre cayó con un grito ahogado, tratando de sujetar el tablero de la mesa, y Dillon se puso en pie. El barbudo quiso incorporarse y cayó derrumbado en una de las sillas. Su amigo sacó la mano del bolsillo y accionó el resorte de su navaja automática, pero entonces apareció la mano de Dillon esgrimiendo la Walther PPK.
– Déjala sobre la barra. ¡Cristo! ¿Es que no vais a aprender nunca? Ahora llévate a ese mierda de aquí, mientras todavía estoy de buen humor. ¡Ah!, y que lo ingresen de urgencia en el hospital más próximo; me parece que le he dislocado la rótula.
El bajito se acercó a su compañero y, no sin dificultad, consiguió que se incorporase. La pareja se quedó un momento en medio del local, el rostro del barbudo retorcido en una mueca de dolor.
Dillon fue a abrirles la puerta de la calle, donde proseguía el diluvio.
Cuando pasaron por su lado los despidió:
– Tengan ustedes muy buenas noches -y cerró la puerta.
Sin soltar la Walther, encendió un cigarrillo con la derecha después de tomar una cerilla del expositor de la barra, y sonrió al espantado camarero.
– No te preocupes, abuelo, que no es problema tuyo -y luego, recostándose contra la barra, alzó la voz para decir en inglés-: Vamos, Makeiev. Sé que está usted ahí, así que salga.
La cortinilla se abrió y Makeiev y Aroun se hicieron presentes.
– Mi querido amigo Sean, cuánto me alegro de verte otra vez.
– ¿No es extraordinario? -replicó el aludido, con ligerísimo acento del Ulster en la voz-. Primero intenta hacer que me cosan a puñaladas y luego resulta que somos íntimos.
– Ha sido inevitable, Sean -contestó Makeiev-. Para demostrar cierto punto de discusión a este amigo. Voy a presentaros.
– No es necesario -dijo Dillon-. Le he visto a menudo en fotografía. Cuando no aparece en las páginas financieras sale en las revistas de sociedad. ¿Michael Aroun, si no me equivoco? El hombre que tiene todo el dinero del mundo.
– No todo, no todo, señor Dillon -alzó una mano Aroun.
Dillon no hizo caso.
– Dejemos las cortesías, amigo, hasta que me diga usted quién es el que ha quedado al otro lado de la cortina.
– Sal, Rashid -ordenó Aroun en voz alta, y luego explicó volviéndose hacia Dillon-: No es más que un ayudante mío.
Apareció entonces un joven de rostro moreno y facciones astutas; llevaba cazadora de cuero con el cuello levantado, y las manos hundidas en los bolsillos.
Dillon sabía reconocer a un profesional en cuanto le echaba el ojo encima.
– Las manos fuera. -Hizo un ademán con la Walther, y en efecto Rashid sonrió y sacó las manos de los bolsillos-. Bien, ahora ya puedo irme.
Se volvió hacia la puerta.
– Por favor, Sean. Sé razonable. Queremos hablarte de un trabajo -rogó Makeiev.
– Lo siento, Makeiev. No me gusta tu manera de hacer negocios.
– ¿Ni siquiera por un millón, señor Dillon? -intervino Michael Aroun.
Dillon se detuvo un momento para mirarle fríamente, y luego sonrió poniendo en juego su gran cordialidad.
– ¿Un millón de dólares o un millón de libras, señor Aroun? -tras lo cual salió a la calle, bajo el aguacero.
Cuando se cerró la puerta, Aroun comentó:
– No contamos con él.
– Al contrario -replicó Makeiev-. Es un tipo muy extraño ése, puedes creerme.
Volviéndose hacia Rashid, le preguntó:
– ¿Traes el teléfono portátil?
– Sí, coronel.
– Bien, pues ve tras él. Síguele y no le pierdas de vista. Cuando haya entrado en su casa, dondequiera que sea, me llamas. Estaremos en la avenida Victor Hugo.
Rashid salió sin pronunciar palabra. Aroun sacó la cartera y dejó sobre la barra un billete de mil francos.
– Le quedamos muy agradecidos -aclaró en beneficio del estupefacto camarero, y luego él y Makeiev salieron.
Mientras se ponía al volante del sedán Mercedes negro, se volvió de nuevo hacia el ruso.
– No se le ha visto ni un solo titubeo.
– Un tipo muy notable el tal Sean Dillon -respondió Makeiev mientras el automóvil se ponía en marcha-. La primera vez que empuñó una pistola fue por cuenta del IRA, en mil novecientos setenta y uno. Figúrate, Michael. Hace de eso veinte años y aún no ha visto nunca una celda por dentro. Intervino en el caso Mountbatten, tras lo cual los suyos le consideraron quemado, por lo que pasó al continente. Como te decía, ha trabajado para todos, la OLP, el Ejército rojo alemán de los primeros tiempos, incluso para ETA. Mató a un general español por encargo de los nacionalistas vascos.
– ¿Y para el KGB?
– Naturalmente. Ha trabajado para nosotros en varias ocasiones. Contratamos siempre a los mejores, y Sean Dillon es de ésos. Además de inglés e irlandés, que no hace al caso, habla francés y alemán con soltura; árabe, italiano y ruso pasablemente.
– Y no le han atrapado nunca en veinte años. ¿Cómo ha podido tener tanta suerte?
– Porque posee un extraordinario talento de actor, amigo. O mejor dicho, es un genio. Cuando era un adolescente su familia se mudó de Belfast a Londres, y allí consiguió ingresar en la Real Academia de Arte Dramático con una beca. Incluso figuró en el elenco del Teatro Nacional cuando tenía diecinueve o veinte años. Nunca he conocido a nadie tan capaz de cambiar de personalidad o de aspecto recurriendo sólo al lenguaje corporal. No suele utilizar disfraces, aunque tampoco los desdeña cuando hace falta. Según la leyenda, a los servicios secretos de varios países les falta una fotografía que poner en su ficha, de manera que no saben a quién deberían buscar.
– ¿Ni siquiera los británicos? Al fin y el cabo, tratándose de un agente del IRA deben ser los mejor informados.
– Ni siquiera los británicos. Como te decía, no le han detenido nunca, ni le interesó jamás la celebridad, a diferencia de otros amigos suyos irlandeses. No creo que exista una foto suya en ninguna parte, excepto los viejos retratos del colegio.
– ¿Tampoco de sus tiempos de actor?
– Eso quizá, pero han transcurrido veinte años, Michael.
– ¿Crees que se encargará de nuestro asunto si le ofrezco una cantidad suficiente?
– El dinero por sí solo nunca ha sido móvil suficiente para él. Dillon se fija sobre todo en la naturaleza del trabajo… ¿Cómo decirlo? Que sea interesante. Y por encima de todo, es un actor. Vamos a ofrecerle un nuevo papel. En el teatro del mundo, si se quiere, pero no deja de ser una interpretación.
Sonrió mientras el Mercedes se unía a la caravana que enfilaba hacia el Arco del Triunfo.
– Espera y verás. Recibiremos noticias a través de Rashid.
En aquellos momentos el capitán Ali Rashid se hallaba a orillas del Sena, al final de un pequeño malecón que daba directamente al río. Seguía lloviendo a raudales agua mezclada con barro; Nôtre Dame iluminada por los focos parecía pintada en una pantalla de gasa. Contempló a Dillon, que venía por el estrecho malecón y enfilaba hacia un barracón edificado sobre pilotes. Esperó a que el otro entrase y luego le siguió.
Era un local bastante vetusto, hecho de madera y rodeado de barcas, barcazas y botes de todas clases y tamaños. Sobre la puerta, una enseña decía: Le Chat Noir. Miró con disimulo por la ventana. Había una barra y varias mesas, casi exactamente igual que en el establecimiento anterior, sólo que allí servían comidas y, al fondo, un tipo sentado en un taburete tocaba el acordeón. Todo muy parisién. Dillon estaba de pie junto a la barra hablando con una muchacha.
Rashid se hizo prudentemente atrás, regresó a la entrada del malecón y, deteniéndose al abrigo de una breve marquesina, marcó en su teléfono portátil el número de la casa de Aroun en la avenida Victor Hugo.
Se oyó un ligero clic al amartillar la Walther y en seguida Dillon le metió el cañón por la oreja derecha, lo que resultaba no poco doloroso.
– Sólo un par de preguntas, muchacho -exigió-. Para empezar, ¿tú quién eres?
– Me llamo Rashid, Ali Rashid -dijo el joven.
– ¿Eres de la OLP, supongo?
– No, señor Dillon. Soy capitán del ejército iraquí, con la misión de escoltar al señor Aroun.
– Y Makeiev y el KGB, ¿qué tienen que ver?
– Digamos que están de nuestro lado.
– Según están saliendo las cosas en el golfo, falta os hace tener a alguien de vuestro lado, muchacho -se oyó la tenue vibración de una voz en el teléfono portátil-. Vamos, contéstale.
– ¿Dónde está nuestro hombre, Rashid? -le preguntó Makeiev.
– Aquí mismo, al lado de un café de la orilla, cerca de Nôtre Dame -explicó Rashid-. Con la boca del cañón de su Walther apoyada en mi oreja.
– Que se ponga -ordenó Makeiev.
Rashid le pasó el aparato a Dillon, que dijo:
– ¿Qué pasa, viejo sinvergüenza?
– Un millón, Sean. En libras, si prefieres esa moneda.
– ¿Qué hay que hacer a cambio de tanto dinero?
– El trabajo más importante de tu vida. Deja que Rashid te acompañe hasta aquí y lo discutimos.
– No creo -replicó Dillon-. Preferiría que movieras el trasero y te pasaras por aquí a recogernos.
– Hecho -dijo Makeiev-. ¿Dónde estáis?
– En la orilla izquierda, frente a Nôtre Dame. En una taberna del malecón que se llama Le Chat Noir. Te esperamos.
Mientras se guardaba la Walther en el bolsillo, le devolvió el teléfono a Rashid, quien preguntó:
– ¿Viene?
– Naturalmente -sonrió Dillon-. Y ahora, ¿qué te parece si entramos y nos tomamos unas copas cómodamente sentados?
En el salón del piso principal de un inmueble de la avenida Victor Hugo que daba al Bois de Boulogne, Josef Makeiev colgó el teléfono y se encaminó hacia el sofá en donde había dejado el abrigo.
– ¿Era Rashid? -preguntó Aroun.
– Sí, está con Dillon en un local junto al río ahora. Voy a recogerlos.
– Te acompaño.
Makeiev se puso el abrigo.
– No es necesario, Michael. Tú quédate aquí vigilando la casa. No tardaremos.
Y salió, mientras Aroun tomaba un cigarrillo de la tabaquera de plata que estaba sobre la mesita y lo encendía. Luego puso en marcha la televisión. Estaban dando las noticias, en directo desde Bagdad. Los bombarderos Tornado de la Royal Air Force británica atacaban la capital en vuelo rasante. Saboreó la amargura de la impotencia, apagó el aparato y, tras servirse un coñac, fue a sentarse junto a la ventana.
Michael Aroun era un hombre de unos cuarenta años, muy notable en muchos sentidos. Nacido en Bagdad, de madre francesa y padre iraquí y militar, había tenido además una abuela norteamericana. Al morir, ésta le había dejado a su madre una fortuna de diez millones de dólares y cierto número de concesiones petroleras en Texas.
Su madre murió el mismo año que Aroun terminaba la carrera de derecho en Harvard y le dejó heredero de toda la fortuna, ya que el padre, retirado del ejército iraquí con el grado de general, prefirió pasar los últimos días de su vida recluido en la antigua mansión familiar de Bagdad, repleta de libros.
Como muchos grandes hombres de negocios, Aroun carecía de estudios empresariales. Nada sabía de planificación financiera ni de administración comercial. Como solía decir, en frase copiada luego por muchos: «Si necesito otro contable, voy y me compro otro contable».
Su amistad con Saddam Husein era consecuencia natural del hecho de que el padre de Aroun había sido gran partidario del presidente iraquí cuando éste inició su carrera política, y además un destacado miembro del partido Baas. De ahí la privilegiada posición de Aroun en la explotación de los yacimientos petrolíferos de su país, que hizo de él un multimillonario de incalculable peculio.
«Después de los primeros mil millones ya no te molestas en seguir contando», era otro de sus dichos. Y sin embargo, ahora se enfrentaba a un desastre. No sólo se esfumaba la prevista participación en los ansiados campos petrolíferos kuwaitíes, sino que veía arruinados, además, sus intereses domiciliados en Iraq por culpa de los devastadores bombardeos con que la coalición castigaba el país desde el 17 de enero.
Él no se llamaba a engaño; sabía que la partida estaba perdida, que lo más prudente habría sido seguramente no comenzarla, y que el sueño de Saddam Husein se había acabado de una vez por todas. Como hombre de negocios estaba acostumbrado a sopesar probabilidades, y no le concedía ninguna a Iraq en la campaña terrestre que tarde o temprano tendría que empezar.
Distaba mucho de quedar arruinado en términos de fortuna personal. Le quedaban sus intereses petroleros en Estados Unidos, y su doble nacionalidad francesa e iraquí convertía una posible confiscación en un asunto bastante delicado. Estaba además su imperio naviero y sus numerosas propiedades inmobiliarias en varias capitales repartidas por todo el mundo. Pero no era eso lo que más le importaba. Cada vez que ponía en marcha el televisor y veía lo que estaba ocurriendo todas las noches en Bagdad montaba en cólera, pues se había descubierto un patriotismo, aunque sincero, sorprendente en un hombre tan atento a sus propios intereses. Además, y esto era mucho más importante, su padre había muerto durante uno de los bombardeos, la tercera noche de la guerra aérea.
Había un gran secreto en su vida. En agosto, poco después de la invasión de Kuwait por las fuerzas iraquíes, Saddam Husein en persona le hizo llamar. En aquellos momentos, mientras miraba junto a la ventana, y con la copa de coñac en la mano, la lluvia que azotaba la terraza y más allá, el parque, recordaba aquella entrevista.
Por estar realizándose un simulacro de alarma aérea, las calles de Bagdad que recorría el Land Rover del ejército se hallaban completamente a oscuras. El conductor era un joven capitán del servicio de información militar, llamado Rashid, a quien ya conocía de otras ocasiones. Era uno de los de la nueva generación, diplomado por la academia británica de Sandhurst. Aroun le ofreció un cigarrillo inglés y encendió otro para sí mismo.
– ¿Qué te parece? ¿Crees que habrá alguna reacción?
– ¿De los americanos y los ingleses? -Rashid tomaba sus precauciones-. ¡Quién sabe! Algo habrá. Creo que el presidente Bush va a optar por la postura fuerte.
– No; estás equivocado -replicó Aroun-. He hablado con él personalmente dos veces, en recepciones de la Casa Blanca. Es lo que nuestros amigos yanquis llaman un buen muchacho. No hay acero en ese carácter.
Rashid se encogió de hombros.
– Yo soy un hombre sencillo, señor Aroun, un simple soldado, y quizá veo las cosas de un modo algo simplista. Sólo sé que estamos hablando de un hombre que fue piloto de la marina a los veinte, que participó en muchas operaciones, que fue derribado sobre el mar del Japón y logró sobrevivir y ganar una condecoración. Yo no subestimaría a un hombre así.
Aroun frunció el ceño.
– ¡Vamos, hombre! Los americanos no enviarán un ejército al otro extremo del mundo para defender un insignificante emirato árabe.
– ¿No fue eso exactamente lo que hicieron los británicos para defender sus islas Falkland? * -le recordó Rashid-. Los argentinos no creyeron que tal reacción fuese a producirse. Por supuesto, contaban con la energía de la Thatcher. Los ingleses, quiero decir.
– Condenada mujer -se limitó a replicar Aroun, arrellanándose en el asiento mientras el coche enfilaba la entrada principal del palacio presidencial, y sintiendo el comienzo de una súbita depresión.
Siguió a Rashid por una sucesión de pasillos de marmóreo boato. El joven militar le precedía con una linterna en la mano. Era fantasmagórica aquella procesión por corredores a oscuras, donde los pasos adquirían una resonancia sepulcral. Finalmente se detuvieron ante una puerta flanqueada por dos guardias. Rashid abrió, y ambos entraron.
Saddam Husein, a solas, de uniforme y sentado detrás de un voluminoso escritorio alumbrado por una única lámpara apantallada, escribía con lenta aplicación. En seguida alzó los ojos y sonrió, abandonando la pluma.
– Michael -salió al encuentro del visitante para abrazar a Aroun como a un hermano-. ¿Cómo está tu padre? ¿Se encuentra bien?
– En excelente estado de salud, mi presidente.
– Transmítele mis respetos. Tienes buen aspecto, Michael. Salta a la vista que París te favorece -volvió a sonreír-. Puedes fumar si quieres. Sé que te agrada. A mí me lo han prohibido los médicos.
Volvió a ocupar su puesto detrás del escritorio y Aroun se sentó en uno de los sillones, consciente de la presencia de Rashid en la sombra, junto a la pared.
– París es buena cosa, pero mi lugar está aquí ahora, en estos tiempos difíciles.
Saddam Husein meneó la cabeza.
– No estoy de acuerdo, Michael. A mí me sobran soldados, pero tengo pocos hombres como tú. Eres rico, famoso, plenamente aceptado en los más altos círculos de la sociedad y entre los gobiernos de todo el mundo. Y además, por causa de tu madre, a quien Dios tenga en su gloria, no sólo eres iraquí sino también ciudadano francés. No, Michael. Quiero que te quedes en París.
– Pero ¿por qué, mi presidente? -preguntó Aroun.
– Porque es posible que algún día te solicite un servicio para mí y para nuestro país, que sólo tú podrías prestarnos.
– Cuente conmigo para lo que sea necesario -replicó Aroun.
Saddam Husein se puso en pie y fue hacia la ventana más próxima, abrió las contraventanas y salió a la terraza. Las sirenas ululaban quejumbrosamente dando fin al simulacro y las luces de la ciudad empezaron a encenderse poco a poco.
– Confío en que nuestros amigos americanos y británicos se limiten a ocuparse de sus propios asuntos, de lo contrario… -se encogió de hombros-. De lo contrario, tendremos que decirles que lo hagan. Recuerda, Michael, que, como dejó escrito el profeta en el Corán, hay más verdad en una espada que en diez mil palabras.
Hizo una pausa y luego prosiguió, sin dejar de contemplar el panorama de la ciudad:
– Un francotirador en la oscuridad, Michael. Del SAS británico, o de los israelíes, ¡qué más da! Pero… ¡menudo golpe, la muerte de Saddam Husein!
– Dios no lo quiera -dijo Michael Aroun.
Saddam se volvió hacia él.
– Cúmplase siempre Su voluntad, Michael, pero ¿entiendes lo que quiero decir? Lo mismo podría pasarles a Bush o a esa mujer, la Thatcher. Una prueba de que mi brazo alcanza a todas partes. El golpe definitivo -se volvió nuevamente de espaldas-. ¿Serías capaz de organizar una cosa así, en caso necesario?
Aroun se sintió excitado como nunca en su vida.
– Ya lo creo, mi presidente. Todo es posible, en especial si se dispone de dinero suficiente. Sería un obsequio mío para usted.
– Bien-asintió Saddam-. Regresarás a París inmediatamente. El capitán Rashid te acompañará. Él tiene los detalles de ciertos códigos que usaremos en las emisiones públicas de radio, cosas así. Puede suceder que el día no llegue nunca, Michael, pero si se da el caso…
Otra vez se encogió de hombros.
– Tenemos amigos influyentes -se volvió hacia Rashid-. Ese coronel del KGB, de la embajada soviética en París…
– El coronel Josef Makeiev, mi presidente.
– Sí -corroboró Saddam Husein-. Como muchos de los suyos, no está muy conforme con los cambios que ocurren ahora en Moscú. Nos ayudará en todo cuanto pueda. En realidad, ya se nos ha ofrecido.
De nuevo encerró a Aroun en un abrazo de hermano.
– Ve ahora. Tengo quehacer.
En el palacio aún no habían dado las luces. Aroun salió a la oscuridad del corredor guiándose por el círculo de claridad de la linterna que portaba Rashid.
Desde su regreso a París había visto con frecuencia a Makeiev, aunque deliberadamente limitó sus relaciones a los actos de sociedad, como las recepciones de las diversas embajadas. Saddam Husein estaba en lo cierto; el ruso, decididamente inclinado en favor de su causa, se manifestaba más que dispuesto a hacer cualquier cosa que supusiera dificultades para Estados Unidos y Gran Bretaña.
Las noticias del Próximo Oriente, desde luego, eran desfavorables. Quién hubiera dicho que llegaría a organizarse tan descomunal ejército. Y luego, en la madrugada del 17 de enero empezó la batalla del aire. Un revés tras otro, y la ofensiva terrestre que no tardaría en desencadenarse.
Se sirvió otro coñac, mientras recordaba la rabia y la desesperación que había sufrido cuando se enteró de la muerte de su padre. Aunque nunca fue hombre demasiado religioso, acudió a una mezquita de París y rezó. Pero no le sirvió de consuelo. La sensación de impotencia le roía, hasta que, por fin, una mañana irrumpió en el gran salón barroco Ali Rashid, pálido y excitado, con un bloc de notas en la mano.
– Por fin ha salido, señor Aroun. La señal que esperábamos. Acabo de escucharla por radio Bagdad.
El viento del cielo está soplando. Servíos de lo que
está en la mesa y que Dios os acompañe.
Aroun miró con asombro a su interlocutor y la mano temblorosa que aferraba el bloc, pero él también tenía la voz ronca cuando dijo:
– Tenía razón el presidente. El día ha llegado.
– Exacto -dijo Rashid-. «Servíos de lo que está en la mesa.» Hay que poner manos a la obra. Voy a ponerme en contacto con Makeiev y celebraremos una entrevista cuanto antes.
De pie junto a la ventana y silbando bajito una cancioncilla que nadie conocía, Dillon contempló el panorama de la avenida Victor Hugo y el Bois de Boulogne.
– Esto debe de ser lo que los agentes de la propiedad llaman una vista privilegiada.
– ¿Me aceptaría una copa, señor Dillon?
– Un champán no caería mal.
– ¿Tiene usted alguna preferencia? -preguntó Aroun.
– ¡Ah, sí! ¡El hombre que tiene de todo! -dijo Dillon-. Desde luego, me gustaría un Krug, pero no de gran añada. Prefiero saborear la combinación de varietales.
– Hombre de gustos finos, según veo. -Aroun hizo una seña a Rashid, que abrió una puerta lateral y salió.
Dillon se desabrochó el chaquetón, sacó un cigarrillo y lo encendió.
– ¿Conque precisan ustedes de mis servicios, por lo que me ha dicho ese viejo zorro? -indicó con un ademán hacia Makeiev, que se calentaba junto a la chimenea-. El trabajo más importante de mi vida, según me explicó, más un millón de libras. ¿Qué hay que hacer?
Rashid regresó en seguida con el Krug en una cubitera y tres copas en una bandeja; tras dejar ésta sobre la mesita se puso a descorchar la botella. Aroun contestó:
– No estoy seguro, pero tendría que ser algo muy especial, algo que demuestre al mundo entero que Saddam Husein puede golpear donde se le antoje.
– Buena falta le hace al pobre chico -replicó alegremente Dillon-. No están saliéndole bien los asuntos últimamente.
Cuando Rashid hubo llenado las tres copas, el irlandés agregó:
– ¿Qué problema tienes, muchacho? ¿No vas a beber con nosotros?
Rashid sonrió y Aroun explicó:
– Pese a Winchester y a Sandhurst, señor Dillon, el capitán Rashid sigue siendo un musulmán muy musulmán. No toma alcohol.
– A su salud, pues -alzó la copa Dillon-. Respetemos a un hombre de principios.
– Tendría que ser algo grande, Sean. No vale la pena intentar nada de importancia secundaria. Aquí no se trata de volar a cinco paracaidistas británicos en Belfast -dijo Makeiev.
– ¡Ah! ¿Prefieren a Bush? -sonrió Dillon-. ¿Es eso lo que quieren, el presidente de Estados Unidos tumbado de espaldas con una bala alojada en la cabeza?
– ¿Sería tan absurdo eso? -preguntó Aroun.
– Hoy por hoy, sí, colega -replicó Dillon-. George Bush no se ha enfrentado sólo a Saddam Husein, sino a toda la nación árabe. Ya sé que eso es una tontería, pero así es como lo ven muchos árabes fanáticos. Grupos como Hezbollah, OLP o las partidas incontroladas como los Vengadores de Alá, de los que serían capaces de atarse una bomba a la cintura y hacerla estallar mientras el presidente se inclina para estrechar una mano de entre la muchedumbre. Conozco a esa gente, sé cómo funciona su mentalidad. He colaborado en el entrenamiento de agentes del Hezbollah en Beirut y he trabajado para la OLP.
– Así pues, ¿cree que nadie puede acercarse a Bush en estos momentos?
– Lea los periódicos. Las aceras de Washington y de Nueva York han sido limpiadas de cualquiera que tenga el más ligero aspecto de árabe.
– Pero usted, señor Dillon, no tiene ningún aspecto de árabe -dijo Aroun-. Para empezar, es rubio.
– También Lawrence de Arabia era rubio y solía hacerse pasar por árabe -meneó la cabeza Dillon-. El presidente Bush tiene el mejor servicio de seguridad del mundo, pueden creerme. Un círculo de acero, y además, en las circunstancias presentes va a quedarse en casa hasta que termine ese jaleo del golfo, ya lo verán.
– ¿Y el secretario de Estado, James Baker? -preguntó Aroun-. Está dedicado a la diplomacia itinerante por toda Europa.
– Sí, pero la dificultad estriba en saber cuándo. Usted se entera de que ha estado en Londres o en París cuando ya ha terminado su estancia y lo sacan por la televisión. No, olvídense de los norteamericanos por ahora.
Aroun cayó en un silencio sombrío. Makeiev fue el primero en romperlo.
– Aconséjanos con tu experiencia profesional, Sean. ¿Quién tiene el sistema de seguridad más débil en lo tocante a líderes nacionales?
Dillon prorrumpió en una sonora carcajada.
– ¡Ah! Supongo que podrán contestar a eso aquí, los de Winchester y Sandhurst.
Rashid sonrió.
– Tiene razón. Los británicos seguramente son los mejores del mundo para operaciones clandestinas. Los éxitos de su Special Air Service Regiment hablan por sí solos, pero en otros aspectos… -meneó la cabeza.
– El primer obstáculo con que tropiezan es la burocracia -explicó Dillon-. Los servicios de seguridad británicos operan a través de dos departamentos principales. Los que muchos siguen llamando el MI5 y el Ml6. El MI5, o DI5 si verdaderamente queremos ser exactos, está especializado en contraespionaje en el interior de Gran Bretaña; los demás actúan en el extranjero. Luego tenemos la sección especial de Scotland Yard, a la que hay que llamar si realmente queremos detener a alguien. El Yard también tiene una brigada antiterrorista, y además están los diferentes servicios de información militar, todos en plena actividad, y todos rivales de los demás y por ahí, señores, es por donde se cuelan los errores.
Rashid le llenó de nuevo la copa de champaña.
– ¿Y dice usted que, debido a eso, sus dirigentes no están bien protegidos? ¿La reina, por ejemplo?
– ¡Vamos! -se sorprendió Dillon-. No hace tantos años que la reina despertó en Buckingham Palace y encontró a un intruso sentado en su cama. ¿Y cuántos días habrán transcurrido, seis nada más diría yo, desde que el IRA estuvo a punto de cargarse a Margaret Thatcher y a todo el gabinete británico en un hotel de Brighton, durante el congreso del partido conservador?
Dillon dejó la copa sobre la mesita y dio lumbre a otro cigarrillo.
– Los británicos son gente de mentalidad anticuada. Les gusta que los policías vayan de uniforme para que se sepa que lo son, y no quieren que les digan lo que deben hacer, y esto se refiere a los ministros del gabinete que van a pie dando un paseo por las calles desde su casa de Westminster hasta el Parlamento.
– Por fortuna para los demás que no somos como ellos -comentó Makeiev.
– Exacto -remachó Dillon-. Incluso a los terroristas tienen que tratarlos con miramientos, o digamos hasta cierto punto, no como los servicios secretos franceses. ¡Cristo!, si los muchachos del Action Service pudieran echarme el guante me tendrían despatarrado y con un cable eléctrico en los huevos antes de lo que se tarda en contarlo. Pero, ¡ojo!, que también ésos se equivocan de vez en cuando.
– ¿Qué quieres decir con eso? -preguntó Makeiev.
– ¿Tienen a mano un periódico de la tarde?
– Ciertamente. Estaba leyéndolo hace un rato -afirmó Aroun-. Sobre mi escritorio, Ali.
Rashid regresó con un ejemplar de Paris Soir.
– Página dos. Léalo en voz alta. Les interesará -dijo Dillon.
Se sirvió otra copa de champaña mientras Rashid leía el suelto en el periódico.
– «Mrs. Margaret Thatcher, hasta fecha reciente primera ministra de Gran Bretaña, pernoctará en Choisy como invitada del presidente Mitterrand, con quien proseguirá conversaciones mañana por la mañana. A las dos de la tarde abandonará su residencia para regresar a Inglaterra en un avión de la RAF que despegará de una pista militar de Valenton.»
– ¿Increíble, no? ¡Cómo se puede permitir que aparezca una gacetilla así! Pues les aseguro que los principales periódicos de Londres la habrán publicado también.
Hubo un silencio solemne y luego Aroun dijo:
– ¿No estará insinuando que…?
Dillon se volvió hacia Rashid:
– Tendrán ustedes mapas de carreteras en esta casa. Vaya por ellos.
Rashid salió sin pérdida de tiempo y Makeiev dijo:
– ¡Por Dios, Sean! Ni siquiera tú…
– ¿Cómo que no? -replicó tranquilamente Sean-. ¿No dijiste que tenía que ser algo importante, un gran golpe? ¿Servirá Margaret Thatcher o bien estamos jugando a las batallitas aquí?
Antes de que Aroun pudiese responder, regresó Rashid con dos o tres mapas. Desplegó uno sobre la mesita y todos se volvieron a contemplarlo, excepto Makeiev, que permaneció junto a la chimenea.
– Esto es Choisy -dijo Rashid-. A cincuenta kilómetros de París, y aquí está Valenton, con el aeropuerto militar, a sólo doce kilómetros.
– ¿No tienen otro mapa a escala más amplia?
– Sí -desplegó Rashid otro.
– Bien -dijo Dillon-. Aquí se ve bien claro que no hay más comunicación que la carretera comarcal entre Choisy y Valenton, y aquí, a unos cinco kilómetros de la pista, hay un paso a nivel del ferrocarril. Perfecto.
– ¿Para qué? -quiso saber Aroun.
– Para una emboscada. Mire, yo sé cómo se montan esas operaciones. Habrá un solo coche, dos a lo sumo, y una escolta. Quizá media docena de motoristas de las CRS.
– ¡Dios mío! -susurró Aroun.
– Sí, bueno. Él no tiene mucho que ver con eso. Podría salir bien. Muy rápido y muy sencillo, lo que los ingleses dicen un pedazo de tarta.
Aroun se volvió a Makeiev en busca de auxilio, pero el otro se encogió de hombros.
– Lo dice en serio, Michael. Tú lo has pedido así, conque decídete.
Aroun respiró hondo y se volvió de nuevo hacia Dillon. -Está bien.
– De acuerdo -dijo tranquilamente Dillon. Tomó de la mesita un bloc y un lápiz, y garabateó con rapidez-. He aquí los datos de mi cuenta numerada en Zúrich. Le transferirán un millón de libras mañana por la mañana a primera hora.
– ¿Por adelantado? -se extrañó Rashid-. ¿No es mucho pedir?
– No, muchacho. Vosotros sois los que pedís mucho, así que las reglas han cambiado. Terminado el encargo con éxito, espero recibir otro millón.
– ¡Un momento! -empezó Rashid.
Pero Aroun le hizo callar con un ademán.
– Conformes, señor Dillon, y me parece incluso barato. ¿En qué podemos servirle ahora?
– Necesitaré dinero para los primeros gastos. Supongo que un hombre como usted no dejará de tener en casa una buena cantidad de vil metal.
– Una gran cantidad, ciertamente -sonrió Aroun-. ¿Cuánto necesita?
– ¿Podría ser en dólares? Unos veinte mil, digamos.
– Naturalmente. -Aroun hizo un gesto a Rashid, que se encaminó al fondo del salón y descubrió una caja fuerte empotrada detrás de un cuadro al óleo.
– Y yo, ¿qué hago? -preguntó Makeiev.
– El antiguo almacén de la calle Helier, el que hemos usado otras veces. ¿Todavía tienes la llave?
– Desde luego.
– Bien. Allí encontraré casi todo lo que necesito. Para este trabajo, no obstante, me falta una ametralladora ligera. Con trípode. Una Heckler & Koch o una M60, cualquier cosa por el estilo servirá -consultó su reloj-. Las ocho. Me gustaría que estuviese allí a las diez, ¿de acuerdo? Debe ser puntual.
– Desde luego -repitió Makeiev.
Rashid se acercó con un portadocumentos.
– Veinte mil. En billetes de cien, lo siento.
– ¿Alguna posibilidad de que estén controlados? -preguntó Dillon.
– Descartado -le aseguró Aroun.
– Bien. Me llevaré los mapas.
Anduvo hacia la puerta, salió y empezó a bajar la escalera semicircular rumbo al portal. Aroun, Rashid y Makeiev le acompañaron.
– Pero ¿eso es todo, señor Dillon? -preguntó Aroun-. ¿No podemos hacer nada más por usted? ¿No necesita más ayuda?
– La que ahora necesito voy a buscarla en el hampa -explicó Dillon-. Los sinvergüenzas honrados que trabajan por dinero suelen inspirarme más confianza para estas cosas de los fanáticos de una causa política. No siempre, pero la mayoría de las veces sí. No se preocupen. Tendrán noticias mías, sean las que fueren. Para entonces habré empezado a actuar.
Rashid abrió el portal. Entró una ráfaga de aguanieve, y Dillon se caló la gorra.
– Cochina noche, por cierto.
– Una cosa más, señor Dillon -añadió Rashid-. ¿Qué pasa si algo sale mal? Quiero decir que, como usted habrá cobrado su millón por adelantado, nosotros…
– ¿Os quedaríais sin nada a cambio? No te preocupes, muchacho. En ese caso, propondré un objetivo alternativo. Nos queda el nuevo primer ministro británico, ese tal John Major. Estoy seguro de que a vuestro jefe en Bagdad tampoco le disgustaría ver su cabeza en una bandeja.
Sonrió por última vez, salió a la calle, bajo el aguacero, y cerró el portal a sus espaldas.