2

Por segunda vez aquella, noche Dillon se detuvo delante de Le Chat Noir, al extremo del pequeño malecón. Estaba casi desierto; en una mesa rinconera una pareja hacía manitas sobre una botella de vino. El acordeón tocaba quedo y el músico charlaba al mismo tiempo con el encargado de la barra. Eran los hermanos Jobert, gángsteres de poca monta en el hampa de París, cuyas actividades fueron a menos desde que Pierre, el de la barra, perdió una pierna en un desgraciado accidente de automóvil, tres años antes, durante un atraco a mano armada.

Cuando se abrió la puerta y entró Dillon, el otro hermano, dejó de tocar.

– ¡Ah! ¿Otra vez por aquí, monsieur Rocard?

– Hola, Gaston -le estrechó la mano Dillon y luego se volvió hacia el de la barra-. Hola, Pierre.

– Escuche. Todavía me acuerdo de esa canción, esa melodía irlandesa que le gusta a usted. -Gaston tocó unas notas en su instrumento.

– Muy bien. Eres un artista -dijo Dillon.

A espaldas de ellos, la parejita abandonó sus asientos y salió. Pierre sacó del frigorífico media botella de champaña.

– ¿Champaña como siempre, supongo? No es nada del otro jueves, amigo, pero aquí somos pobres.

– Conseguirás que me eche a llorar -replicó Dillon.

– ¿En qué podemos servirle? -inquirió Pierre.

– ¡Bah! Pensaba proponeros un pequeño negocio -hizo Dillon un ademán hacia la puerta-. Sería mejor cerrar, me parece.

Gaston dejó el acordeón sobre la barra y fue a bajar la persiana metálica. Luego corrió el cerrojo de la puerta y retornó a su taburete.

– ¿Y bien, amigo?

– Puede ser el negocio de vuestra vida, muchachos -dijo Dillon abriendo el maletín para sacar uno de los mapas de carreteras, con lo que descubrió al mismo tiempo los fajos de billetes de cien-. Veinte mil, americanos. Diez ahora y el resto después del trabajo -anunció.

– ¡Santo cielo! -exclamó Gaston, impresionado, pero Pierre no desfrunció el ceño-. ¿Qué hay que hacer a cambio de tanto dinero?

Por experiencia Dillon procuraba decir la verdad hasta donde fuese posible.

– Se me ha encargado por parte de la Unión Corsa resolver un pequeño problema -dijo mientras empezaba a desplegar el mapa, citando el nombre de la organización criminal más temida de Francia-. Un caso de rivalidad comercial, podríamos decir.

– ¡Ah! Entiendo -añadió Pierre-. Usted se ocupará de eliminar el problema.

– Exacto. Las personas en cuestión pasarán por esta carretera en dirección a Valenton mañana, poco después de las dos. Iré a su encuentro aquí, cerca del paso a nivel.

– ¿Y cómo se llevará a cabo el trabajo?

– Una sencilla encerrona. Todavía estáis en el negocio del transporte, ¿verdad? ¿Coches robados, camiones?

– Bien lo sabe usted, que nos los ha comprado tantas veces -contestó Pierre.

– Un par de camionetas no sería demasiado pedir, ¿no es cierto?

– Y luego, ¿qué?

– Esta noche iremos a inspeccionar el terreno -consultó su reloj-. Será a las once, saliendo de aquí. No nos llevará más de una hora.

Pierre meneó la cabeza.

– Escuche. Puede que haya jaleo. Estoy demasiado mayor para andar a tiros por ahí.

– Estupendo -le replicó Dillon-. ¿A cuántos pelaste cuando andabas con los de la OAS?

– Entonces yo era joven.

– Sí, supongo que a todos nos espera lo mismo. Nada de tiros. Vosotros dos iréis y os largaréis en seguida, tan rápidos que ni siquiera os enteraréis de lo que ocurra. Un pedazo de tarta -sacó del portafolios varios fajos de billetes y los extendió con parsimonia sobre la barra-. Diez mil, ¿hay trato?

La codicia se impuso, como siempre, tan pronto como Pierre hubo acariciado los billetes con los dedos.

– Creo que sí, amigo.

– Bien. Hasta las once, pues.

Dillon cerró el maletín y Gaston fue a abrirle la puerta. Cuando el irlandés hubo salido, Gaston volvió a cerrar y luego se volvió.

– ¿Qué opinas?

Pierre sirvió dos copas de coñac.

– Opino que nuestro común amigo Rocard es un gran embustero.

– Pero también es un hombre muy peligroso -añadió Gaston-. ¿Qué hacemos?

– Esperar y ver -brindó Pierre con su copa-. Salut.

Dillon se encaminó a pie hacia el almacén de la calle de Helier, aunque no sin dar rodeos de unas calles a otras y refugiándose alguna que otra vez en la oscuridad para ver si le seguía alguien. Hacía tiempo había aprendido que todos los grupos políticos revolucionarios estaban plagados de facciones y de chivatos, lo cual era particularmente cierto en el caso del IRA. Por la misma razón, y tal como había explicado a Aroun, prefería recurrir a delincuentes profesionales siempre que necesitase ayuda, a hampones honrados que hacían las cosas sólo por dinero, como él solía decir. Por desgracia, ni siquiera esto era del todo seguro. Creyó adivinar algo raro en la actitud del gordo Pierre.

En la puerta del almacén se abría un portillón por donde entró Dillon tras descorrer la cerradura. Dentro guardaba un sedán Renault, un Ford Escort y una moto BMW de la policía cubierta con una lona. Tras verificar que todo estuviese en orden, enfiló la escala de madera y se metió en la vivienda del altillo. No era éste su único hogar, ya que tenía además una barcaza en el río, por si acaso.

Sobre una mesa de la salita encontró un petate de lona con una tarjeta que sólo decía: SU PEDIDO. Sonriendo, abrió la cremallera y halló una ametralladora Kalashnikov PK último modelo, con el trípode doblado y el cañón desmontado para mayor facilidad de transporte. En el petate venía además una caja con la cinta de cartuchos y, a su lado, otra caja similar. Dillon fue a abrir un cajón de la cómoda, sacó una manta plegada y la guardó en el petate; luego cerró la cremallera, se ajustó la Walther al cinto y salió hacia la escalera portando el voluminoso bulto.

Después de echar el cierre del portillón, regresó por donde había venido sintiéndose presa de excitación, como siempre le ocurría en tales ocasiones. Aquél era el momento más emocionante del mundo: cuando la acción se ponía en marcha. Salió a una calle principal y pocos instantes después hizo señas a un taxi que le llevó nuevamente a Le Chat Noir.


Salieron de París en dos camionetas Renault idénticas, excepto en que la una era negra y la otra blanca. Gaston abría camino, mientras Dillon viajaba en el asiento del acompañante y Pierre los seguía con el otro vehículo. Hacía mucho frío y seguía cayendo aguanieve, aunque no llegaba a cuajar. Apenas hablaron; Dillon se arrellanó en el asiento con los ojos cerrados para que el francés creyera que iba dormido.

No lejos de Choisy la camioneta patinó y Gaston soltó un juramento mientras luchaba con el volante.

– Tranquilo, hombre. No nos conviene ir a parar a la cuneta. ¿Dónde estamos?

– Acabamos de tomar la desviación hacia Choisy. Falta poco.

Dillon se incorporó. Había nieve en las cunetas pero no en la calzada.

– Cochina noche -dijo Gaston-. ¡Hay que ver!

– Recuerda esos hermosos billetes de cien dólares -le recordó Dillon-. Eso te ayudará a soportarla.

Al poco dejó de nevar y se aclaró el cielo, asomando la media luna. Al coronar una loma vieron abajo el semáforo del paso a nivel. Junto a éste se alzaba un barracón en desuso, las ventanas tapadas con tablones y un montón de adoquines delante, cubiertos de nieve en polvo.

– Para aquí -ordenó Dillon.

Gaston obedeció y frenó en el lugar indicado cortando al mismo tiempo el contacto. Pierre detuvo la camioneta blanca al lado y se apeó no sin dificultad, debido a la pierna artificial, para reunirse con ellos.

Dillon contempló la encrucijada desde una veintena de metros de distancia y asintió.

– Perfecto. Dame las llaves.

Gaston lo hizo y el irlandés abrió la puerta trasera de la furgoneta. Allí estaba el petate de hule; abrió la cremallera mientras sus acompañantes miraban, extrajo la Kalashnikov, montó el cañón con pericia y puso el arma en posición apuntando hacia la trasera del vehículo. Luego acercó el cajón de las municiones y montó la cinta.

– Parece peligrosa de veras -dijo Pierre.

– Cartuchos de siete coma dos milímetros, mezclando trazadoras y perforadoras de blindaje -explicó Dillon-. Desde luego es un arma de cuidado la Kalashnikov. Con una de ésas yo he visto hacer pedazos un Land Rover cargado de paracaidistas británicos.

– ¿De veras? -dijo Pierre, y cuando Gaston fue a decir algo le impuso silencio tocándole el brazo con la mano-. ¿Qué hay en la otra caja?

– Más munición.

Dillon sacó del petate la manta, cubrió con ella la ametralladora y luego cerró la puerta trasera con la llave. A continuación se puso al volante, arrancó y maniobró con la camioneta varios metros, hasta dejarla con la trasera apuntando hacia el cruce. En seguida se apeó y cerró con llave la puerta. Las nubes cubrieron la Luna y empezó a llover, aunque esta vez más nieve que agua.

– ¿Así que piensa dejarla aquí? ¿Y si se fija alguien? -preguntó Pierre.

– En efecto, ¿qué pasaría entonces? -Dillon se arrodilló junto a la rueda posterior del lado de la carretera, sacó del bolsillo una navaja y tras accionar el muelle pinchó el neumático cerca de la llanta. Salió el aire con un silbido y el neumático quedó plano en seguida.

Gaston asintió.

– Muy hábil. Si alguien repara en ella, creerá que está averiada.

– Pero, ¿y nosotros? -preguntó Pierre-. ¿Qué quiere que hagamos?

– Muy sencillo. A las dos de la tarde Gaston se presenta con la Renault blanca y la deja cruzada en la carretera. No en la vía, ¡ojo!, sólo bloqueando la carretera. Se apea, echa la llave y se larga a toda velocidad, dejándola abandonada -se volvió hacia Pierre-. Tú, que le habrás seguido en otro coche, le recoges y os volvéis a París sin pérdida de tiempo.

– ¿Y usted? -preguntó el gordo.

– Yo estaré aquí esperando, escondido en la otra camioneta. Ya me las arreglaré. Ahora nos volvemos a París, me dejáis en Le Chat Noir y nada más. No me volveréis a ver más.

– ¿Y el resto del dinero? -preguntó Pierre mientras se ponía al volante de la otra furgoneta y Gaston y Dillon entraban.

– Lo tendréis, perded cuidado -le tranquilizó Dillon-. Yo siempre cumplo, como espero que cumplan los demás. Es un punto de honor, amigo. Ahora, vámonos de aquí.

Cerró los ojos de nuevo y se tumbó en el asiento. Pierre miró de soslayo a su hermano y puso en marcha el vehículo.


Regresaron a Le Chat Noir sobre la una y media. Tenían un garaje frente al establecimiento. Gaston abrió la puerta y Pierre metió la camioneta.

– Me voy -anunció Dillon.

– ¿No quiere pasar? -le preguntó el gordo-. Gaston le llevará a casa.

Dillon sonrió.

– A mí nunca en la vida me ha llevado nadie a casa.

Echó a andar y desapareció en una callejuela. Pierre le dijo a su hermano:

– Síguele y no pierdas la pista.

– ¿Por qué? -quiso saber Gaston.

– Porque necesito saber dónde para, eso es. Este negocio apesta, Gaston, apesta peor que pescado podrido. Vamos, ¡vete ya!


Dillon se movió rápidamente de una calle a otra, según su costumbre, pero Gaston, caco desde la infancia, también era experto en aquellos menesteres y logró seguir la pista sin acercarse demasiado en ningún momento. Dillon pensaba regresar al almacén de la calle de Helier, pero en un momento dado, al detenerse en una esquina para encender un cigarrillo echó una ojeada hacia atrás y habría jurado que había visto un movimiento. Lo que era cierto; se trataba de Gaston, que acababa de refugiarse en un portal para no ser sorprendido.

Para Dillon, sin embargo, la simple sospecha era suficiente. La actitud de Pierre le había inquietado durante toda la noche y le daba un mal presentimiento. Dobló a la izquierda, desanduvo el camino en dirección al río y recorrió unos muelles, dejando atrás un par de camiones con los parabrisas recubiertos de nieve.

Por fin llegó a un hotel de mala muerte, de los visitados únicamente por prostitutas y camioneros en tránsito, y decidió entrar.

El recepcionista era un vejete con abrigo y bufanda para protegerse contra el frío. Le miró con sus ojos llorosos, abandonando la novela que estaba leyendo.

– ¿Monsieur?

– Acabo de traer una carga desde Dijon hace un par de horas y pensaba regresar esta misma noche, pero se me ha estropeado el maldito camión. Necesito una cama.

– Son treinta francos, monsieur.

– No lo dirá en serio -replicó Dillon-. Me voy de aquí en cuanto amanezca.

El viejo se encogió de hombros.

– Por veinte, puedo darle la número dieciocho del segundo piso, pero no se han cambiado las sábanas.

– ¿Cuándo las cambian, una vez al mes? -aceptó Dillon la llave, y tras pagar los veinte francos subió.

La habitación, incluso bajo la tenue luz del descansillo, resultó tan innoble como cabía esperar. Cerró la puerta, se movió con precaución en la habitación a oscuras y se acercó a la ventana con cautela. Hubo un movimiento bajo un árbol en la otra acera, la que daba a los muelles. Gaston Jobert salió corriendo a toda prisa hasta perderse en la bocacalle.

– Qué fatalidad -susurró Dillon en voz baja; luego encendió un cigarrillo y se tumbó en la cama, mirando al techo, mientras reflexionaba sobre la situación.


Sentado a la barra de Le Chat Noir esperando el regreso de su hermano, Pierre hojeaba el Paris Soir a falta de mejor cosa que hacer, y fue entonces cuando se fijó en el suelto sobre la entrevista de Margaret Thatcher con Mitterrand. Sintió un acceso de náuseas y releyó el artículo, horrorizado. En ese preciso instante se abrió la puerta y entró Gaston a toda prisa.

– ¡Qué noche! Estoy calado hasta los huesos. Dame un coñac.

– Toma -sirvió una copa Pierre-. Y mientras te lo bebes, puedes leer esta interesante noticia de Paris Soir.

Gaston hizo lo que le mandaba su hermano, y se le atragantó el coñac.

– ¡Dios mío! ¡Es ella la que pernocta en Choisy!

– Y despegará de la antigua pista militar de Valenton.

Sale de Choisy a las dos. ¿Cuánto se necesitará para llegar hasta el paso a nivel? ¿Diez minutos?

– ¡Santo Cielo! ¡Estamos perdidos! -dijo Gaston-. No es asunto para nosotros, Pierre. Si llega a ocurrir, todos los guripas de Francia se echarán a la calle.

– No ocurrirá. Yo sabía que la presencia de ese malnacido era mal presagio. Siempre me pareció algo raro. ¿Lograste seguirle?

– Sí, estuvo dando vueltas por las calles durante un rato y luego se metió en ese hotelucho del viejo François, junto a los muelles -se estremeció y prosiguió en tono lloriqueante-: ¿Qué vamos a hacer? ¡Esto es el fin, Pierre! Nos encerrarán en una celda y echarán la llave al mar, ¡ya lo verás!

– Te digo que eso no sucederá -replicó Pierre-. No, si nos chivamos. A lo mejor hasta nos lo agradecen. Puede que incluso den recompensa por él. Dame el teléfono particular del inspector Savary.

– Estará acostado ya.

– Claro que lo estará, ¡idiota!, y bien calentito con su gorda, como deberían estar siempre los buenos detectives. Tendremos que sacarlo de la cama.


El inspector Jules Savary despertó con una maldición cuando sonó el teléfono de la mesita de noche. Se hallaba solo, porque su mujer estaba pasando una semana en Lyon, en casa de su madre. La noche había sido larga: dos atracos a mano armada y un intento de violación. Acababa de conciliar el sueño. Descolgó.

– Savary al habla.

– Soy yo, inspector, Pierre Jobert.

Savary miró hacia el despertador.

– ¡Por todos los santos, Jobert! Son las dos y media de la madrugada.

– Ya lo sé, inspector, pero tengo algo muy especial para usted.

– Eso no es una novedad, así que puede esperar hasta que amanezca.

– No lo creo, inspector. Le ofrezco la oportunidad de convertirse en el policía más famoso de Francia. El golpe de su vida.

– A otro perro con ese hueso -dijo Savary.

– Margaret Thatcher. Duerme en Choisy esta noche y sale de Valenton a las dos, ¿no es cierto? Si quiere, le digo todo lo que sé acerca del hombre que se ha propuesto no dejar que llegue.

Jules Savary despabiló en una fracción de segundo.

– Dónde estás, ¿en Le Chat Noir?

– Sí -respondió Jobert.

– Dentro de media hora. -Savary colgó, saltó de la cama y empezó a vestirse.


En aquel mismo momento Dillon decidía mudarse. El hecho de que Gaston le hubiera seguido no tenía por qué significar sino que los hermanos querían averiguar más detalles acerca de él. Pero, por otra parte…

Salió, no sin cerrar la puerta con la llave, buscó la escalera de incendios y bajó con cautela. Abajo había una puerta que se abrió con facilidad, y se halló en un patio trasero, en el que desembocaba un callejón por el que fue a parar a la calle principal. Cruzó siguiendo una fila de camiones aparcados, y eligió uno que estaba a cincuenta metros del hotel, pero con buena visibilidad. Sacó la navaja y actuó sobre el borde superior de la ventanilla del acompañante. El cristal no tardó mucho en ceder un poco y le permitió meter los dedos para seguir forzándolo. Al cabo de un minuto estaba dentro; dominando el deseo de fumar, se levantó el cuello del chaquetón, embutió las manos en los bolsillos y esperó medio tumbado en la banqueta. Eran las tres y media cuando los cuatro coches sin identificación se detuvieron delante del hotel y saltaron ocho hombres, ninguno de ellos de uniforme, lo que no dejaba de ser curioso.

– Action Service, si no estoy equivocado -se dijo Dillon.

Gaston Jobert se apeó del último coche y habló con los demás unos momentos; luego todos entraron en el hotel. Dillon no estaba enfadado, sino más bien complacido al comprobar que su instinto no le engañaba. Se apeó del camión y buscó el refugio de la bocacalle más próxima, para continuar luego hacia el almacén de la calle de Helier.


El servició secreto francés, tantos años famoso bajo la sigla SDECE, decidió rebautizarse bajo la administración Mitterrand con el nombre de Direction Générale de la Sécurité Extérieure, o DGSE, como parte de un lavado de imagen de aquella organización tan misteriosa como expeditiva y, según decían, ajena a cualquier clase de escrúpulos. Aunque, incluso concediendo eso, contadas organizaciones análogas del mundo podían medirse con ella en términos de eficacia.

Como en los viejos tiempos, el servicio seguía dividido en cinco secciones y numerosos departamentos; de aquéllas la más famosa, o la más infame según como se mire, era la Sección Quinta, más comúnmente llamada Action Service, la responsable de haber desarticulado la OAS.

El coronel Max Hernu había intervenido en todo eso y había cazado a los OAS tan encarnizadamente como cualquiera, pese a haber sido antes paracaidista en Indochina y en Argelia. Tenía sesenta y un años; canoso, presentaba aspecto de caballero elegante detrás de su escritorio, en un despacho de la primera planta de las oficinas centrales de la DGSE, sitas en el bulevar Mortier. Faltaban pocos minutos para las cinco y Hernu se había calado las gafas de montura de concha para leer el informe. Le habían sacado de su casa de campo a sesenta y cinco kilómetros de París, y acababa de llegar. El inspector Savary aguardaba en actitud respetuosa. Hernu se quitó las gafas.

– Aborrezco esta hora de la mañana. Me recuerda las madrugadas de Dien Bien Phu, cuando faltaba poco para el final. Sírvame otro café, si no le importa.

Savary tomó la taza, se acercó a la cafetera eléctrica y sirvió un café muy cargado.

– ¿Qué opina usted, señor?

– Esos hermanos Jobert, ¿cree usted que nos lo han contado todo?

– Absolutamente seguro. Hace años que los conozco. Pierre, el mayor, estuvo en la OAS y aunque cree que eso le da categoría, en realidad son dos pillos de segunda. Se defienden bien con los coches robados.

– ¿De modo que un asunto como éste se saldría de su especialidad?

– Desde luego. Me han confesado que habían vendido coches a ese tal Rocard otras veces.

– ¿De los trucados?

– Sí, señor.

– Por supuesto, han dicho la verdad. Los diez mil dólares que han dejado en esta mesa lo corroboran. Pero ese Rocard… Usted tiene experiencia policial, inspector. ¿Cuántos años de servicio de calle?

– Quince, señor.

– Déme su opinión.

– La descripción física es interesante porque, según los hermanos Jobert, no hay tal descripción. No es un tipo corpulento, no medirá más de metro sesenta y cinco. Ojos sin color definido, cabello rubio. Gaston dice que cuando lo conoció creyó que era un enclenque, y luego dejó medio muerto a un tipo dos veces más grande que él en menos de cinco segundos.

– Adelante -encendió un cigarrillo Hernu.

– Pierre dice que su francés es demasiado perfecto.

– ¿Qué quiere decir con eso?

– No se sabe; sólo que siempre le pareció que había algo extraño en él.

– ¿Cómo si no fuese francés en realidad?

– Exacto. Dos puntos de interés al respecto. Suele silbar una cancioncilla rara, y Gaston se ha quedado con ella de oído, ya que es acordeonista. Dice que Rocard le explicó una vez que era una tonada irlandesa.

– Esto empieza a ponerse interesante.

– Segundo punto. Mientras estaba montando la ametralladora en la plataforma de la camioneta, allá en Valenton, les dijo a los muchachos que era una Kalashnikov y que además de munición normal disparaba trazadoras y perforadoras, etcétera. Dijo haber visto cómo se destrozaba con eso un Land Rover lleno de paracaidistas ingleses. Pierre no se atrevió a preguntarle dónde había visto tal cosa.

– ¿Así que olfatea usted el IRA por ahí, inspector? ¿Qué medidas ha tomado al respecto?

– He solicitado al personal de su departamento la colección de fotografías. Los Jobert están viéndolas ahora.

– Excelente -Hernu se puso en pie y esta vez llenó su taza personalmente-. ¿Cómo interpreta lo del hotel? ¿Cree posible que alguien le haya puesto sobre aviso?

– Quizá, pero no necesariamente -contestó Savary-. Quiero decir que… ¿qué tenemos ahí? Un verdadero profesional, dispuesto a dar el golpe de su vida. Quizá fue sólo que adoptaba precauciones excepcionales, para asegurarse de que nadie le siguiera hasta su verdadero destino. En una palabra, yo no me fiaría ni un pelo de los Jobert, conque ¿por qué iba a hacerlo él?

Se encogió de hombros y Max Hernu apuntó con astucia:

– Hay algo más. Dígalo ya.

– Me da mala espina ese individuo, coronel. Creo que nos las tenemos que ver con alguien fuera de lo corriente. Podemos suponer que hizo lo del hotel porque sospechaba que Gaston estaba siguiéndole, pero luego querría averiguar por qué. Es decir, si era sólo curiosidad de los Jobert o si había algo más.

– ¿Significa eso que pudo quedarse por allí hasta que llegaron los nuestros?

– Es muy posible. Aunque por otra parte, quizá no sabía que Gaston estuviera siguiéndole, y lo del hotel fue sólo una precaución rutinaria, un truco aprendido en la Resistencia, durante la guerra.

Hernu asintió.

– Correcto. Vamos a ver si han terminado. Dígales que pasen.

Savary salió y regresó con los hermanos Jobert, que traían muecas de preocupación en las caras.

– ¿Y bien? -dijo Hernu.

– No hubo suerte, coronel. No está en los libros.

– De acuerdo -contestó Hernu-. Vayan abajo ahora, que les conducirán de vuelta a casa. Más tarde pasaremos a recogerles otra vez.

– ¿Para qué, coronel? -preguntó Pierre.

– Para que el hermano de usted pueda ir a Valenton con la furgoneta Renault y usted pueda seguirle con el coche, tal como les indicó Rocard. Ahora, salgan -lo que hicieron los hermanos a toda prisa, mientras Hernu se volvía hacia Savary-. Nos encargaremos de que la señora Thatcher sea conducida por otro camino más seguro, pero sería una lástima decepcionar al amigo Rocard.

– Si es que aparece, coronel.

– Nunca se sabe. A lo mejor lo hace. Ha conducido usted este asunto con mucha habilidad, inspector. Me parece que voy a tener que secuestrarle para la Sección Quinta, ¿le importaría?

«¿Le importaría?» Savary estaba casi sofocado de emoción.

– Sería un honor para mí, señor.

– Bien. Vaya y tome una ducha y un desayuno. Nos veremos luego.

– ¿Y usted, coronel?

– Yo, inspector… -rió Hernu al tiempo que consultaba su reloj-. Las cinco y cuarto. Voy a llamar al Intelligence Service británico de Londres. Para sacar de la cama a un antiguo amigo mío. Es el que puede ayudarnos a resolver nuestro misterio, si alguien puede.


La dirección general del British Security Service ocupa un voluminoso edificio de ladrillo blanco y rojo, no lejos del hotel Hilton de Park Lane, aunque muchas de las secciones de aquél están repartidas en diferentes lugares de la capital. El número especial al que llamó Max Hernu era el de un departamento llamado Grupo Cuarto, establecido en el tercer piso del Ministerio de Defensa. Fue creado en 1972 para encargarse de la lucha contra el terrorismo y la subversión en las islas Británicas. Sólo rendía cuentas al primer ministro, y desde su fundación había sido administrado por un solo hombre, el brigadier Charles Ferguson, que se hallaba durmiendo en su piso de Cavendish Square cuando le despertó el teléfono de la mesita de noche.

– Ferguson -despabiló al segundo, sabiendo que debía ser algo importante.

– Es. París, brigadier -anunció una voz anónima-. Prioridad uno. El coronel Hernu.

– Pase la llamada y conecte el secráfono.

Ferguson se sentó en la cama. Era un hombre desaliñado, corpulento, de sesenta y cinco años, de alborotado cabello gris y papada.

– ¿Charles? -Hernu hablaba inglés a la perfección.

– Querido Max, ¿a qué debo esta llamada en hora tan intempestiva? Has tenido suerte al encontrarme; el poder establecido quiere mi jubilación y la de todo el Grupo Cuarto.

– Qué absurdo.

– Tienes razón, pero hace años que nuestra situación de autonomía molesta al director general. ¿En qué puedo servirte?

– La señora Thatcher pernocta en Choisy. Tenemos los detalles de un complot para atentar contra ella mañana, en el recorrido hacia la pista militar de Valenton.

– ¡Dios mío!

– Está todo controlado. La señora regresará a su casa por otro camino, pero aún es posible que el individuo en cuestión se haga presente. Aunque lo dudo, le esperaremos de todos modos esta tarde.

– ¿Quién es? ¿Alguien a quien conozcamos?

– Por lo que dicen nuestros informantes, sospechamos que es irlandés, aunque habla nuestro idioma lo bastante bien como para hacerse pasar por nativo. La cuestión es que los testigos han pasado revista a nuestros ficheros sobre el IRA, sin ningún resultado.

– ¿Tienes una descripción?

Hernu le repitió lo que sabía.

– Me temo que no es gran cosa.

– Voy a hacer que lo pasen por el ordenador y te pondré al corriente. Cuéntame los detalles -lo que Hernu hizo, y cuando hubo terminado Ferguson comentó-: A ése no le veréis más el pelo, muchacho. Te apuesto una cena en el grill del Savoy la próxima vez que te asomes por aquí.

– Tengo un presentimiento en este caso; creo que es un tipo diferente -dijo Hernu.

– Y sin embargo no está en vuestros libros, y eso que procuramos teneros al día.

– Lo sé -dijo Hernu-. Y tú eres el experto en materia de IRA, conque, ¿qué te parece que hagamos?

– En eso estás equivocado -dijo Ferguson-. El experto principal en materia de IRA lo tenéis allá en París. Es nuestro amigo irlandés-norteamericano Martin Brosnan. Al fin y al cabo, estuvo en las filas de ellos hasta mil novecientos setenta y cinco. Tengo entendido que ahora es profesor de filosofía política en la Sorbona.

– Tienes razón -respondió Hernu-. Lo había olvidado.

– Está hecho un ciudadano respetable, publica libros y vive bastante bien gracias a los millones que le dejó su madre al fallecer en Boston hace cinco años. Si tienes un misterio entre manos, él puede ser el hombre indicado para solucionarlo.

– Gracias por la sugerencia -dijo Hernu-. Pero veamos antes qué pasa en Valenton. Te pondré al corriente.

Ferguson colgó, pulsó un llamador de pared y se levantó. Al momento se abrió la puerta y apareció su sirviente, un ex gurja, poniéndose una bata sobre el pijama.

– Emergencia, Kim. Voy a llamar a la capitana Tanner y luego tomaré un baño. El desayuno, cuando llegue ella.

El gurja se retiró. Ferguson descolgó el teléfono y marcó un número.

– ¿Mary? Aquí Ferguson. Asunto importante. Te necesito en Cavendish Square antes de una hora. ¡Ah, sí! Y será mejor que te pongas el uniforme; recuerda que tenemos reunión en Defensa a las once. Siempre los impresionas más con las pinturas de guerra.

Colgó y pasó al cuarto de baño sintiéndose muy despierto y sumamente animado.

Eran las seis y media cuando el taxi recogió a Mary Tanner a la puerta de su vivienda de Lowndes Square. El conductor quedó impresionado, aunque esto le ocurría a mucha gente cuando ella, como en esta ocasión, lucía el uniforme de capitana del cuerpo femenino con las alas del cuerpo aéreo del ejército sobre la pechera izquierda; debajo de éstas, la cinta de la medalla de San Jorge, condecoración al valor de no pequeña distinción, así como otras por servicios en la campaña de Irlanda y en el cuerpo de pacificación de las Naciones Unidas en Chipre.

Era menuda de cuerpo, de cabello negro y corto, con veintinueve años de edad y muchos de servicio. Hija de un médico, estaba licenciada en letras por la universidad de Londres y había intentado dedicarse a la enseñanza, pero le pareció una ocupación tediosa en exceso. Tras enrolarse en el ejército hizo casi toda su carrera en la policía militar, y pasó una temporada en Chipre. Destinada por tres veces al Ulster, fueron los incidentes de Derry los que le valieron una cicatriz en la mejilla izquierda y la medalla que llamó la atención de Ferguson, del que hacía dos años había pasado a ser ayudante.

Pagó el taxi y subió a toda prisa por la escalera hasta el piso de la primera planta, cuya puerta abrió con su propia llave. Ferguson estaba en su elegante estudio, sentado en el sofá delante de la chimenea, con una servilleta al cuello, mientras Kim le servía unos huevos escalfados.

– Llegas a tiempo -dijo-. ¿Qué te gustaría tomar?

– Un té, por favor. Earl Grey, Kim, y una tostada con miel.

– Conservando la figura, ¿eh?

– Demasiado temprano para chistes machistas, ¿no le parece, brigadier? ¿Cuál es el caso?

La puso al corriente al tiempo que desayunaba. Ella escuchó con atención mientras Kim le servía el té y la tostada.

Cuando hubo concluido la explicación, ella comentó:

– Ese Brosnan… Nunca oí hablar de él.

– Es porque pertenece a los viejos tiempos, querida. Tendrá unos cuarenta y cinco años ahora. En la biblioteca encontrarás un expediente acerca de él. Nació en Boston, de una de esas familias de Norteamérica asquerosamente ricas. De muy alta sociedad. Su madre era dublinesa. Empezó como chico rico, estudios en Princeton y todo eso. Luego lo estropeó todo presentándose como voluntario para el Vietnam. Creo que eso fue en mil novecientos sesenta y seis. Sirvió con los Rangers en la aerotransportada y se licenció con el grado de sargento y cargado de condecoraciones.

– ¿Qué tiene eso de raro?

– Pudo ahorrarse el ir al Vietnam a través de las prórrogas por estudios, pero no lo hizo. Y se alistó como soldado raso. No deja de ser excepcional en una persona de su extracción social.

– Viejo cargado de prejuicios, eso es lo que es usted. ¿Qué hizo luego?

– Ingresó en el Trinity College de Dublín para preparar el doctorado. Es protestante, dicho sea de paso, aunque su madre era una católica muy devota. En agosto del sesenta y nueve estaba visitando a un tío materno, sacerdote en Belfast. Recordarás lo que ocurrió allí y cómo empezó todo, ¿verdad?

– ¿Cuando los extremistas protestantes quisieron pegar fuego al barrio católico? -dijo ella.

– Y la policía no hizo gran cosa por impedirlo. La plebe incendió la iglesia del tío de Brosnan y luego echó a andar por Falls Road. Un puñado de veteranos del IRA hizo frente con algunos fusiles y pistolas, y cuando uno de ellos cayó, Brosnan recogió el fusil. Un reflejo instintivo, supongo. Quiero decir, después de lo del Vietnam y todo eso.

– ¿Y quedó comprometido a fondo desde entonces?

– Más o menos. Recordarás que por aquel entonces había muchos hombres así en el movimiento. Idealistas que creían en la libertad de Irlanda y todo lo demás.

– Lo siento, señor. He visto demasiada sangre en las calles de Derry para pasar por eso.

– Sí. En fin, no intento disculparle. Mató a más de uno entonces, pero siempre cara a cara, dicho sea en su favor. Llegó a hacerse bastante famoso. Entonces apareció esa corresponsal de guerra, una fotógrafa francesa llamada Anne-Marie Audin. Él le salvó la vida en Vietnam cuando su helicóptero fue derribado. Es una historia bastante romántica. Ella se presentó en Belfast y Brosnan la introdujo durante una semana en la clandestinidad. Ella publicó una serie de reportajes en la revista Life, puedes figurarte, la lucha de los valientes independentistas irlandeses, etcétera.

– ¿Qué pasó luego?

– En mil novecientos setenta y cinco pasó a Francia para negociar una compra de armas. Resultó que era una emboscada y que la policía le estaba esperando. Por desgracia, mató a un agente. Le sentenciaron a cadena perpetua. En el setenta y nueve se escapó de la cárcel… con mi ayuda, si me está permitido decirlo.

– ¿Por qué?

– Es otro caso anterior a tu época. El de un terrorista llamado Frank Barry. Empezó en el Ulster con un grupo incontrolado llamado Los Hijos de Erín y luego entró en el circuito del terrorismo europeo. Un genio del mal como se han visto pocos. Trató de atentar contra lord Carrington durante una estancia de éste en Francia como secretario de Exteriores. Los franceses echaron tierra al asunto, pero el primer ministro montó en cólera y recibí órdenes de cazar a Barry costara lo que costara.

– ¡Ah! Ahora lo comprendo. ¿Necesitó usted a Brosnan para conseguirlo?

– Sí, hace falta un ladrón para atrapar a un ladrón, como suele decirse, y éste colaboró.

– ¿Y luego?

– Regresó a Irlanda y consiguió su doctorado.

– ¿Y la tal Anne-Marie Audin? ¿Se casaron?

– No, que yo sepa, pero ella le hizo un favor más grande. Su familia es de las de más rancio abolengo de Francia y disfruta de una influencia política enorme. Además él tiene la Legión de Honor por aquel salvamento en el Vietnam. En todo caso, presionaron entre bastidores y hace cinco años el presidente Mitterrand le concedió una amnistía. Ahora ha quedado completamente limpio.

– ¿Y cómo es que ahora da clases en la Sorbona? Debe de ser el único profesor que haya matado a un policía.

– No lo creas; después de la guerra hubo uno o dos que habían hecho exactamente lo mismo durante la Resistencia.

– Pues yo digo que la cabra siempre tira al monte.

– ¡Mujer de poca fe! Como te decía, puedes consultar el expediente en la biblioteca si quieres saber más -le pasó una hoja de papel-. He aquí una descripción de nuestro hombre misterioso. No es mucho, pero pásalo por el ordenador de todas maneras.

Ella salió, y entró Kim con un ejemplar de The Times. Ferguson ojeó los titulares y luego pasó a la segunda página, donde reparó inmediatamente en el suelto de agencia que, al igual que Paris Soir, daba la noticia de la visita de la señora Thatcher en Francia.

– Que tengas suerte, Max -dijo en voz baja mientras se servía otra taza de café.

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