11

– Todavía recuerdo cuando inauguraron este establecimiento en mil novecientos setenta y uno -dijo Brosnan volviéndose hacia Mary. Estaba de pie junto a una ventana de la sexta planta, en el hotel Europa de Great Victoria Street, junto a la estación del ferrocarril-. Durante una temporada se convirtió en blanco privilegiado de las bombas del IRA. Parecía como si no tuvieran otra cosa que hacer.

– Usted no se hallaría entre ellos, supongo.

Él prefirió no hacer caso del leve sarcasmo que advirtió en el comentario.

– Ciertamente, no. A Devlin y a mí nos agradaba el bar, y lo frecuentábamos mucho.

Ella soltó una carcajada de incredulidad.

– ¡Qué absurdo! ¿De veras quiere que crea que mientras el ejército británico los buscaba a ustedes por toda Belfast, usted y Devlin estaban sentados en el bar del Europa?

– O en el restaurante, a veces. Acompáñeme, voy a enseñárselo. Pero será mejor que nos llevemos los abrigos, por si se recibe algún mensaje mientras estamos abajo.

Mientras bajaban en el ascensor, ella preguntó:

– ¿Supongo que no irá usted armado?

– No.


– Está bien. Lo prefiero.

– ¿Y usted?

– Yo sí -dijo ella tranquilamente-. Pero eso es distinto. Soy una funcionaría de la Corona, en comisión de servicio y en zona activa.

– ¿Qué lleva?

Ella abrió el bolso y le dejó ver el arma un instante. Era una automática pequeña que cabía en la palma de la mano.

– ¿Qué es? -preguntó él.

– Una pieza bastante rara, una vieja Colt del veinticinco. La adquirí en África.

– No sería para matar elefantes, supongo.

– No, pero sirve para lo que ha de servir -dijo ella con una sonrisa nada alegre-. Siempre que se sepa disparar con ella, claro.

Las puertas se abrieron y salieron al vestíbulo.


Dillon avanzó con rapidez por Falls Road. Nada había cambiado, en absoluto; todo seguía como en los viejos tiempos. En dos ocasiones vio patrullas de la policía del Ulster reforzadas por tropas, y luego vio pasar dos blindados de transporte, pero nadie hacía caso. Por último halló lo que buscaba en Craig Street, como a kilómetro y medio del hotel. Era un pequeño comercio con dos escaparates protegidos por persianas de hierro. Sobre la entrada colgaba la enseña de las tres bolas de latón, símbolo de las casas de empeños, con el letrero patrick macey.

Dillon abrió la puerta y entró en un recinto polvoriento. La tienda apenas iluminada era un batiburrillo de objetos, televisores, vídeos, relojes; en un rincón incluso se divisaba una cocina a gas y un oso de peluche.

El mostrador tenía una defensa de malla de acero y, al otro lado, un hombre sentado en un taburete se dedicaba a reparar un reloj de pulsera, con la lente de aumento puesta en un ojo. Alzó la mirada y el visitante vio las facciones pálidas y avejentadas de un individuo que podría contar unos sesenta años.

– ¿En qué puedo servirle?

Dillon replicó:

– Nada cambia nunca, Patrick. Este lugar tiene el mismo olor de toda la vida.

Macey se quitó la lupa del ojo y frunció el ceño.

– ¿Nos conocemos de algo?

– Ya lo creo, Patrick. ¿No recuerdas aquella noche caliente de junio del setenta y dos, cuando pegamos fuego a los almacenes de aquel protestante y le matamos a él y a sus dos sobrinos cuando salían corriendo? A ver si me acuerdo bien. Estábamos los tres -Dillon se colocó un cigarrillo en los labios y lo encendió despacio-. Tú y tu hermanastro, Tommy McGuire, y yo.

– ¡Virgen Santísima! ¿Eres tú? ¿Sean Dillon?-exclamó Macey.

– El mismo de siempre, Patrick.

– Jesús! Sean, no creí que volvería a verte nunca en Belfast. Pensábamos que estabas…

Hizo una pausa y Dillon preguntó:

– ¿Pensabas que yo estaba dónde, Patrick?

– En Londres -contestó Patrick Macey-. O en algún sitio así -añadió en tono desmayado.

– Y ¿de dónde sacasteis semejante idea? -Dillon se encaminó hacia la puerta, la cerró y bajó la persiana.

– ¿Qué haces? -preguntó Macey, alarmado.

– Será una pequeña charla en privado, Patrick, muchacho. Nada más.

– No, Sean. No quiero nada de eso. Ya no tengo nada que ver con el IRA, estoy retirado.

– Ya sabes lo que se dice, Patrick. Cuando te metes con ellos no hay jubilación que valga. ¿Cómo está Tommy últimamente, dicho sea de paso?

– ¡Ah, Sean! Creí que estabas enterado. El pobre Tommy murió hace cinco años, liquidado por uno de los suyos. Una querella estúpida entre los provisionales y uno de los grupos escindidos. Se sospechó del Ejército Nacional de Liberación de Irlanda.

– ¿Estás seguro? -cabeceó Dillon-. ¿Has visto últimamente a alguno de los viejos? ¿A Liam Devlin, por ejemplo?

Entonces vio que lo tenía atrapado, porque Macey no supo evitar que la alarma asomase a su rostro.

– ¿Liam? No le he visto desde los años setenta.

– ¿De veras? -Dillon levantó la trampilla que estaba al final del mostrador y se coló en el interior de la tienda.

– ¡Qué mal embustero eres! -se burló, y le cruzó la cara de una bofetada-. Entra ahí.

De un empujón, lo metió en el despacho de la trastienda. Macey estaba aterrorizado.

– No sé nada.

– Nada, ¿de qué? Todavía no te he preguntado, pero antes voy a decirte un par de cosas. Tommy McGuire no está muerto, sino que vive en algún lugar de esta bonita ciudad, bajo otro nombre, y tú vas a decirme dónde está. Segundo, que Liam Devlin ha estado aquí para hablar contigo. Tengo razón en los dos puntos, ¿verdad? -Macey estaba helado de pavor, atemorizado, y Dillon le abofeteó nuevamente-. ¿A que sí?

La resistencia del viejo se rompió en seguida.

– Por favor, Sean, ¡por favor! Estoy enfermo del corazón. Podría darme un ataque.

– Y te dará, si no hablas. Te lo prometo.

– Está bien. Devlin estuvo aquí esta mañana para preguntar por Tommy.

– ¿Quieres que adivine lo que dijo?

– Por favor, Sean -Macey estaba temblando-. Me encuentro mal.

– Dijo que el malvado de Sean Dillon andaba suelto por Londres y que era menester echarle el guante, y qué mejor fuente de información sino Tommy McGuire, el antiguo compañero de Dillon, ¿estoy en lo cierto?

Macey asintió.

– Sí.

– Bien. Por fin vamos a alguna parte. -Dillon encendió otro cigarrillo y contempló la voluminosa y anticuada caja fuerte del rincón-. ¿Es ahí donde están las armas?

– ¿Qué armas, Sean?

– Vamos, no quieras tomarme el pelo. Has sido traficante de armas toda la vida. Ábrela.

Macey sacó la llave de un cajón del escritorio y fue a abrir la caja. Dillon lo apartó a un lado. Contenía varias armas cortas, una Webley antigua y un par de revólveres Smith & Wesson.

Pero su vista reparó en seguida en una automática Colt 45 del ejército americano. La tomó en la mano para sopesarla y comprobó el cargador.

– Magnífico, Patrick. Sabía que se puede confiar en ti -dejó la pistola sobre el escritorio y se sentó frente a Macey-. Dime, ¿qué más pasó?

El rostro de Macey tenía un color muy extraño.

– No me encuentro bien.

– Te encontrarás mejor cuando me lo hayas dicho todo. Continúa.

– Tommy vive solo, como a ocho manzanas de aquí, en Canal Street. Hizo reformar el viejo almacén al final, y se hace llamar Kelly, George Kelly.

– Conozco esa zona palmo a palmo.

– Devlin preguntó el número del teléfono de Tommy y le llamó desde aquí mismo. Dijo que necesitaba hablar con él, y que se trataba de Sean Dillon, y Tommy quedó en recibirle a las dos.

– Muy bien -dijo Dillon-. ¿Has visto lo fácil que es? Ahora iré a verle yo antes de que lo haga Devlin, y hablaremos de los viejos tiempos, sólo que yo no voy a molestarme en telefonear. Prefiero darle una sorpresa; me parece que será más divertido.

– No te dejará entrar -replicó Macey-. Sólo se puede entrar por delante, todas las demás puertas están condenadas. Está paranoico desde hace años, aterrorizado pensando que alguien podría venir por él. Y la puerta de delante está llena de alarmas y cámaras de televisión y todo eso.

– Siempre hay una manera -dijo Dillon.

– Siempre la hubo para ti -Macey tiraba del cuello de su camisa como si le ahogase-. Las píldoras -jadeó al tiempo que intentaba abrir el primer cajón del escritorio. Pero el frasco del medicamento se le cayó de la mano y se derrumbó en la silla.

Dillon se puso en pie y acudió a recoger el botellín.

– Lo malo es, Patrick, que tan pronto como salga yo por esa puerta tú telefonearás a Tommy, y eso no estaría bien, ¿verdad?

Se acercó a la chimenea y arrojó el frasco a las brasas. A su espalda se oyó el ruido de un gran golpe y cuando se volvió pudo ver que Macey había caído de la silla al suelo. Dillon se acercó un instante. Macey tenía el rostro de un color púrpura intenso y sus piernas se agitaban convulsivamente. De súbito exhaló un gran suspiro, como si se le escapara el aire, volvió la cabeza a un lado y quedó completamente inmóvil.

Dillon se guardó la Colt en un bolsillo, salió a la tienda y fue a abrir. Luego predispuso el cierre de seguridad, dejando la persiana bajada, e instantes después doblaba la esquina para regresar a Falls Road y se encaminó a su hotel andando con la mayor celeridad posible.


Extendió el contenido de la maleta sobre la cama, en la mugrienta habitación del hotel, y luego se desnudó. Primero se puso los pantalones vaqueros, las zapatillas viejas y un grueso suéter. Luego se ajustó la peluca. Sentado frente al espejo del pequeño tocador, desordenó los grises cabellos hasta darles el aspecto de una melena despeinada y descuidada. Después se ató el pañuelo a la cabeza y estudió su propio aspecto. Por último se puso la falda, que le cubría hasta los tobillos, y completó el personaje con la vieja gabardina de talla demasiado grande.

Estudió el resultado frente al espejo del armario. Cerró los ojos, se concentró en el papel y cuando volvió a abrirlos ya no había allí ningún Dillon, sino una vieja mendiga decrépita y deforme.

Apenas necesitó ningún maquillaje, sólo un poco de fondo para dar el tono marchito al cutis y un trazo de lápiz labial rojo violento, completamente fuera de lugar pero que entraba en el estilo del disfraz. Tomó del portafolios una petaca de whisky y se echó una cantidad en las manos, frotándose la cara y echándose otro poco en la pechera de la gabardina. Luego guardó el Cok, un par de periódicos y la botella de whisky en una bolsa de plástico y se dispuso a salir.

Contempló en el espejo la extraña figura de anciana vagabunda.

– ¡A escena! -dijo en voz baja, y salió con precaución.

La escalera estaba desierta. Salió al patio, cerrando la puerta cuidadosamente a su espalda, y se encaminó hacia la salida que daba al callejón. La había alcanzado ya cuando se abrió detrás de él la puerta del hotel. Una voz exclamó:

– ¡Eh! ¿Adónde vas, si se puede saber?

Al volverse Dillon vio un cocinero con un mandil bastante sucio, que echaba una caja de cartón al cubo de la basura.

– ¡Vete a tomar por saco! -graznó Dillon.

– ¡Lárgate de aquí, vieja bruja! -replicó el otro.

Dillon cerró la verja a su espalda.

«Diez sobre diez, Sean», se dijo, satisfecho, mientras echaba a andar por la calle.

Salió a Falls Road arrastrando los pies, y tan extraño era su aspecto que los transeúntes se hacían a un lado para no tropezarse con él.


Era casi la una y en el bar del hotel Europa, Brosnan y Mary Tanner pensaban ya en ir a almorzar cuando hizo su aparición un botones.

– ¿Señor Brosnan?

– Soy yo.

– Su taxi ha llegado, señor.

– ¿Taxi? -dijo Mary-. No hemos pedido ningún taxi.

– Sí lo hemos pedido -replicó Brosnan.

La ayudó a ponerse el abrigo y cruzaron la recepción siguiendo al botones, hasta la salida principal y escalinata abajo, donde esperaba un coche negro de alquiler. Brosnan dio una libra al botones, y subieron. El conductor, separado de los pasajeros por un cristal, usaba gorra de lana y guardapolvo a la antigua.

– Si puede saberse adónde vamos… -dijo ella.

– Desde luego que sí, querida -sonrió Liam Devlin, y sin apenas volverse metió la primera y arrancó.

Poco después de la una y media, Devlin enfilaba Canal Street con el taxi.

– Está al fondo. Vamos a estacionar al otro lado, en ese patio.

Tras apearse del coche cruzaron la calle y se acercaron a la entrada.

– Portaos bien que estamos saliendo en la televisión -dijo él al tiempo que alargaba la mano para accionar el timbre que se veía junto a la maciza puerta reforzada por un marco de hierro.

– No queda muy hogareño -comentó Mary.

– Con los antecedentes que tiene Tommy McGuire, esta fortaleza le hacía más falta que un chalé adosado en alguna urbanización de moda -Devlin se volvió hacia Brosnan-. ¿Vas cargado, hijo?

– No -respondió Brosnan-. Pero ella sí, ¿no es cierto?

– Llamémoslo prudencia innata, o tal vez deformación de la mala vida.

El altavoz que estaba al lado de la puerta crujió y dijo:

– ¿Eres tú, Devlin?

– ¿Y quién si no, idiota? Viene conmigo Martin Brosnan y una señorita amiga suya, así que abre la puerta, que estamos helados de frío.

– Os habéis adelantado. Quedamos a las dos.

Se oyeron pasos al otro lado y al abrirse la puerta apareció un hombre alto, de sesenta y tantos años y de aspecto algo esquelético. Llevaba un grueso jersey y unos pantalones vaqueros muy raídos, y esgrimía un subfusil ametrallador Sterling.

Devlin entró sin aguardar invitación, empujándole a un lado.

– Y qué se supone que vas a hacer con ese trasto, ¿empezar otra guerra?

McGuire cerró la puerta y la atrancó.

– Sólo si no hay más remedio -los observó con desconfianza y por último alargó una mano-. ¿Martin? Cuánto tiempo sin vernos.

Luego se volvió hacia Devlin:

– En cuanto a ti, viejo diablo, si supiera cómo no estás todavía en la tumba, patentaría el sistema y me haría rico. ¿Y usted quién es? -concluyó mirando a Mary.

– Una amiga, conque vamos al grano -cortó Devlin.

– De acuerdo, pasen por aquí.

El almacén estaba completamente vacío, excepto en un rincón donde tenía una camioneta. Se accedía por una escalera de hierro a un altillo, donde antes se alojaban unos despachos acristalados. McGuire precedió a sus invitados y entró en el primer despacho, que contenía un pupitre y una mesa de control de televisión. Uno de los monitores mostraba la calle y el otro la entrada. Depositó la Sterling sobre el pupitre.

– ¿Vives aquí? -preguntó Devlin.

– En el piso de arriba. He reformado la vivienda del almacenero para mí. Vamos al asunto, Devlin. ¿Qué queréis de mí? Antes mencionaste a Sean Dillon.

– Está otra vez en pie de guerra -dijo Brosnan.

– Creí que había acabado mal. Quiero decir, después de tanto tiempo sin saber nada de él -McGuire encendió un cigarrillo-. En cualquier caso, ¿qué tiene que ver conmigo?

– Intentó liquidar a Martin en París, y mató por error a la novia de éste.

– ¡Jesús! -exclamó McGuire.

– Ahora anda suelto por Londres y quiero echarle el guante -intervino Martin.

McGuire miró de nuevo a Mary.

– Y ¿dónde encaja ésa?

– Soy capitana del ejército inglés y me llamo Tanner -se presentó ella, lacónica.

– ¡Por el amor de Dios, Devlin! ¿Qué pasa aquí? -se espantó McGuire.

– Tranquilo -respondió Devlin-. No viene para detenerte, aunque todos sabemos que si Tommy McGuire se hallase todavía en el mundo de los vivos, no le caerían menos de veinticinco años.

– ¡Viejo cabrón! -exclamó McGuire.

– No seas insensato -le aconsejó Devlin-. Sólo necesitamos que nos contestes a un par de preguntas, luego podrás seguir jugando a llamarte George Kelly.

McGuire alzó una mano, como excusándose.

– Vale, entendido. ¿Qué necesitáis saber?

– Mil novecientos ochenta y uno. La campaña de colocación de bombas en Londres -dijo Brosnan-. Tú eras el control de Dillon.

McGuire miró a Mary y luego dijo:

– Correcto.

– Sabemos que Dillon tendría las habituales dificultades para aprovisionarse de armas y explosivos, señor McGuire -dijo Mary-. Y tengo entendido que en tal situación, él prefería recurrir a sus contactos con el hampa, ¿es así?

– Sí, solía trabajar de esa manera -respondió McGuire de mala gana, sentándose.

– ¿Sabría usted a quién recurrió en Londres, en mil novecientos ochenta y uno? -insistió Mary.

McGuire puso cara de sentirse acorralado.

– ¿Cómo voy a saber eso? Pudo recurrir a cualquiera.

Devlin perdió la paciencia.

– Estás mintiendo, bastardo. Me consta que lo sabes -sacó la mano derecha del guardapolvo, empuñando una anticuada Luger, y apoyó la boca del cañón en el entrecejo de McGuire-. ¡Habla en seguida, o de lo contrario…!

McGuire apartó el arma a un lado.

– Está bien, Devlin. Tú ganas -encendió otro cigarrillo-. Operaba con un tipo de Londres llamado Jack Harvey, un gran traficante, un verdadero gángster.

– ¡Vaya! Veo que no ha sido tan difícil, ¿no te parece? -dijo Devlin.

En ese instante llamaron con insistencia a la puerta de abajo y todos se volvieron hacia la pantalla del monitor. Era una vieja mendiga que estaba al lado de la puerta y cuyas palabras salieron con claridad por el altavoz:

– Si es usted tan amable, señor Kelly. ¿Querría dar una limosna a una pobre desvalida?

McGuire habló al micrófono:

– Lárgate de ahí, vieja pedigüeña.

– ¡Dios nos asista, señor Kelly! Con este frío tan terrible me moriré delante de su puerta y lo verá todo el mundo.

McGuire se puso en pie.

– Voy a echarla de aquí. Será sólo un momento.

Bajó corriendo la escalera de hierro y conforme se acercaba a la puerta, extrajo de una cartera muy manoseada un billete de cinco libras. Abrió la puerta y sacó el dinero.

– Anda, toma esto y lárgate.

La mano de Dillon salió de la bolsa de plástico esgrimiendo la Colt.

– ¡Cinco libras! Tommy, muchacho, la edad te hace pródigo.

Lo empujó hacia el interior y cenó la puerta. McGuire estaba aterrorizado.

– Pero ¿esto qué es?

– La Némesis -dijo Dillon-. El castigo de tus pecados en vida, Tommy. A todos nos alcanza. ¿Recuerdas aquella noche del setenta y dos, cuando tú, yo y Patrick abatimos a los Stewart que salían corriendo del incendio?

– ¿Dillon? -susurró McGuire-. ¿Eres tú?

Empezó a volverse y de improviso gritó:

– ¡Devlin!

Dillon le disparó dos tiros en la espalda, que le destrozaron la columna vertebral y lo derribaron de bruces. Mientras abría la puerta apareció Devlin en el rellano disparando al mismo tiempo con la Luger. Dillon disparó tres tiros seguidos, que rompieron el cristal de la oficina, y saltó afuera cerrando de un portazo.

En el momento en que echaba a correr aparecieron procedentes de la calle mayor dos Land Rover descubiertos, transportando cada uno cuatro soldados. Era que el ruido de los disparos había sembrado la alarma. La situación no podía ser más comprometida para Dillon, pero él no titubeó. Acercándose a una reja de ventilación de las alcantarillas, fingió tropezar y dejó caer la automática Colt a través de los barrotes.

Cuando se incorporaba alguien le gritó:

– ¡Quédate quieta donde estás!

Estaba todo lleno de paracaidistas con uniformes de camuflaje, chalecos antibalas y boinas rojas, todos con el fusil a punto. Dillon los obsequió con la mejor actuación de su vida. Trastabilló hacia delante, quejándose, y aferró por las solapas al joven teniente.

– Jesús! Señor, ocurre algo terrible dentro de ese almacén. Yo estaba ahí guareciéndome del frío y esa gente se ha liado a tiros.

El teniente olfateó el hedor a whisky y se quitó a la anciana de encima.

– ¡Sargento! Registre la bolsa.

El sargento revisó el contenido de la bolsa de plástico.

– Una botella de morapio y unos periódicos, señor.

– Muy bien, quédate ahí y espera.

El oficial empujó a Dillon hacia la acera de enfrente, detrás de uno de los coches, y sacó de éste un altoparlante.

– ¡Los de dentro! Echad las armas por la puerta y salid de uno en uno y con las manos en alto. Os damos dos minutos, o entraremos a por vosotros.

Todos los integrantes de la patrulla estaban en posición de alerta, con la atención fija en la puerta del almacén. Dillon retrocedió hacia el patio, se ocultó detrás del taxi de Devlin y luego echó a correr cautelosamente hasta encontrar lo que buscaba, una tapadera de alcantarilla. La levantó y empezó a bajar por la escalerilla de hierro, sin olvidarse de volver a tapar la boca de acceso. Muchas veces, en los viejos tiempos, por ese camino se había salvado de ser apresado por el ejército británico y todavía recordaba a la perfección el plano del alcantarillado en la zona de Falls Road.

El túnel era de reducidas dimensiones y estaba muy oscuro. Él avanzó a tientas, escuchando hacia dónde corría el agua, y salió a otro túnel mayor, en pendiente, que correspondía al desagüe de la calle principal. Él sabía que éste daba a unos vertederos del canal paralelo a Belfast Lough. Arrojó a la corriente la falda y la peluca, y usó el pañuelo para frotarse con fuerza los labios y el rostro. Luego siguió caminando con rapidez por el andén hasta que halló otra escalerilla de hierro. Empezó la ascensión hacia los rayos de luz que se colaban por los agujeros de la tapa de hierro y, tras escuchar unos momentos, la levantó. Estaba en una calleja adoquinada junto al canal; al otro lado se veían los patios traseros de una hilera de casas desvencijadas. Colocó en su lugar la tapadera de la alcantarilla y enfiló hacia Falls Road andando con toda la celeridad que pudo.


En el almacén, el teniente estaba de pie junto a McGuire caído en el suelo y examinaba los documentos de identidad de Mary Tanner.

– Son perfectamente auténticos. Puede verificarlo -decía ella.

– ¿Y esos dos?

– Vienen conmigo. Escuche, teniente. Recibirá usted una explicación de mi jefe, que es el brigadier Charles Ferguson, del Ministerio de Defensa.

– De acuerdo, capitana -se justificó el otro-. Nos limitamos a cumplir con nuestro deber. No es como en los viejos tiempos, ¿sabe? Ahora la policía del Ulster nos marca de cerca. Todas las muertes deben investigarse a fondo, o nos meten un paquete.

Entró el sargento.

– El coronel está al teléfono, mi teniente.

– Bien -respondió éste, y salió.

Brosnan se volvió hacia Devlin.

– ¿Cree que era Dillon?

– De lo contrario sería mucha coincidencia. ¡Una mendiga! -meneó la cabeza Devlin-. ¡Quién lo habría adivinado!

– Sólo Dillon sería capaz de eso.

– ¿De veras creen que ha venido ex profeso desde Londres? -preguntó Mary.

– Pudo averiguar por Gordon Brown lo que nos proponíamos, y ¿cuánto dura el vuelo regular entre Londres y Belfast? -preguntó Brosnan-. ¿Una hora y cuarto?

– Lo que significa que tendrá que volver allá -dijo ella.

– Quizás -asintió Liam Devlin-. Pero no hay nada absoluto en esta vida, muchacha. Ya lo aprenderás, y has de saber que nos enfrentamos con un hombre capaz de burlar a la policía de toda Europa durante veinte años o más.

– Va siendo hora de echarle el guante a ese bastardo -miró atentamente a McGuire-. No tiene muy buen aspecto, ¿verdad?

– Donde hay violencia hay muertes. Andar en compañía del diablo nunca conduce a buen fin -dijo Devlin.


Dillon entró por la puerta trasera del hotel a las dos y cuarto exactamente, y subió corriendo a su habitación. Allí se quitó los vaqueros y el suéter, los guardó en la maleta y encerró ésta en el estante superior del armario. Se lavó con rapidez la cara y luego se vistió de camisa blanca y corbata, traje oscuro y gabardina Burberry azul. A los cinco minutos de su llegada bajaba por la escalera posterior con el portafolios en la mano y salía por el callejón a Falls Road, por donde echó a andar con rapidez. Antes de cinco minutos detuvo un taxi y se hizo conducir al aeropuerto.


El oficial responsable del servicio de información militar para la zona de Belfast era un coronel llamado McLeod, a quien no hizo demasiado feliz la situación que se le planteaba.

– Sus explicaciones no bastan, capitana Tanner -dijo-. No se puede tolerar que aparezcan ustedes por aquí como unos energúmenos y se pongan a actuar por iniciativa propia -se volvió hacia Devlin y Brosnan-. Y menos en compañía de personas con unos antecedentes tan dudosos. La situación aquí es muy delicada y hay que tener en cuenta las atribuciones del Royal Ulster Constabulary, que naturalmente considera esto como terreno suyo.

– Tiene usted toda la razón, pero dejémoslo por ahora -dijo Mary-. El sargento de ustedes que está ahí fuera ha tenido la amabilidad de consultar para mí los horarios de los vuelos a Londres. Hay uno a las cuatro y media, y otro a las seis y media. ¿No cree que sería buena idea que registrásemos a fondo a los pasajeros de esos vuelos?

– No somos del todo estúpidos, capitana. Hemos tomado ya nuestras medidas al respecto, pero estoy seguro de que no hará falta que le recuerde que no somos un ejército de ocupación. Aquí no ha habido ninguna declaración de ley marcial, y no tengo autoridad para cerrar los aeropuertos. Todo lo que puedo hacer es notificar a la policía y a los agentes de la seguridad del aeropuerto en la forma habitual, y como usted misma ha dicho, en lo que concierne a ese individuo, Dillon, no hay mucho que explicarles -el teléfono del militar sonó y él lo descolgó y dijo-: ¿Brigadier Ferguson? Lamento tener que molestarle, señor. Aquí el coronel McLeod, del cuartel general de Belfast. A lo que parece, tenemos un problema.


Aunque se había encaminado al aeropuerto, Dillon no tenía ninguna intención de tomar el vuelo de Londres. Habría podido intentarlo, pero se dijo que era una locura, desde el momento en que disponía de otras alternativas. Eran poco después de las tres cuando se volvió hacia el mostrador de salidas. Acababa de perder el vuelo de Manchester, pero el de Glasgow, anunciado para las tres y cuarto, salía con retraso.

Se acercó al mostrador e interpeló a la azafata:

– Esperaba atrapar el vuelo a Glasgow, pero he llegado tarde. Ahora veo que tiene retraso.

Ella tecleó en su terminal y contempló la pantalla.

– Sí, media hora de retraso, señor, y sobran plazas. ¿Quiere tomar pasaje?

– Desde luego que sí -aceptó él en tono de agradecimiento, y sacó el dinero de la cartera mientras ella extendía el billete.

Allí no había ningún control especial, y por otra parte el contenido de su portafolios era totalmente inocuo. Los pasajeros habían sido llamados a bordo ya, por lo que se encaminó derecho al avión y ocupó un asiento próximo a la cola. Muy satisfactorio. Sólo una cosa había salido mal: Devlin, Brosnan y la mujer se habían presentado antes que él en casa de McGuire. Una lástima, porque eso planteaba el problema de lo que él les hubiese contado o no. Lo de Harvey, por ejemplo. Sería preciso actuar con celeridad, por si acaso.

Sonrió con simpatía cuando la azafata de vuelo le preguntó si quería una copa.

– Preferiría una taza de té -dijo, al tiempo que desplegaba un periódico tomado de su portafolios.


McLeod hizo que condujeran a Brosnan, Mary y Devlin al aeropuerto. Llegaron justo cuando los altavoces llamaban a los pasajeros del vuelo de las cuatro treinta a Londres. Un inspector de la policía del Ulster les ayudó a obviar los formulismos del control de equipajes.

– Sólo treinta pasajeros, como pueden ver. A todos los hemos investigado a fondo.

– Me parece que estamos dando palos de ciego -comentó McLeod.


Cuando los altavoces llamaron a los pasajeros, Brosnan y Devlin se situaron junto a la puerta mirando con atención, una a una, a todas las personas que pasaban. Después del último, Devlin dijo:

– Aquella monja vieja, Martin. ¿No se te habrá ocurrido cachearla?

McLeod terció con impaciencia:

– ¡Por el amor de Dios! ¡Apresúrense!

– Qué mal carácter tiene ese hombre -comentó Devlin cuando se hubo alejado el coronel-. Debieron abusar de la vara con él en su colegio, o algo de ese género. ¿Se vuelven ustedes a Londres?

– Sí, será mejor seguir sobre el asunto -dijo Brosnan.

– ¿Y usted, señor Devlin? -preguntó Mary-. ¿No tendrá ningún inconveniente?

– ¡Ah! A decir verdad, hace años Ferguson me extendió un aval. Por servicios prestados a los servicios secretos británicos. Estaré bien -se despidió de ella con un beso en la mejilla-. Ha sido un placer, de veras.

– Para mí también.

– Cuida a este muchacho. Dillon sabe muchos trucos.

Habían llegado a la salida de embarque. Devlin sonrió y desapareció de repente, sumergido entre la multitud. Brosnan respiró hondo.

– En fin, ¡a Londres! Démonos prisa -y la tomó del brazo para enfilar con ella el acceso.


El vuelo a Glasgow duró sólo cuarenta y cinco minutos. Dillon aterrizó a las cuatro y media. El aparato del puente aéreo con Londres despegaba a las cinco y cuarto. Adquirió su pasaje en la taquilla y lo primero que hizo luego fue apresurarse hacia el otro lado del vestíbulo, en busca de una cabina, para llamar a Danny Fahy en Cadge End. Fue Angel la que se puso.

– Que se ponga tu tío Danny, soy Dillon -ordenó él.

Danny dijo:

– ¿Eres tú, Sean?

– El mismo. Estoy en Glasgow esperando el avión. Llegaré a la terminal número uno de Heathrow a las seis y media, ¿podrías ir a recogerme? Tienes el tiempo justo.

– No hay problema, Sean. Me acompañará Angel.

– Eso está bien, y otra cosa, Danny. Quizá tendremos que trabajar toda la noche. Mañana puede ser el gran día.

– ¡Jesús!, Sean -dijo Fahy, pero Dillon colgó sin escuchar nada más.

Luego telefoneó al despacho de Harvey en la empresa de pompas fúnebres de Whitechapel. Fue Myra la que descolgó.

– Aquí Peter Hilton. Estuvimos hablando ayer. Querría tener una palabra con su tío.

– No está. Tiene un entierro en Manchester y no volverá hasta mañana por la mañana.

– Qué contrariedad -dijo Dillon-. Me prometió tener mi mercancía en el plazo de veinticuatro horas.

– ¡Ah! La tiene aquí -contestó Myra-. Pero se exige pago al contado.

– Así será -miró su reloj mientras calculaba el tiempo que le llevaría el viaje de Heathrow a Bayswater para recoger el dinero-. Me pasaré por ahí hacia las ocho menos cuarto.

– Le espero.

En el momento de colgar llamaron a los pasajeros y Dillon corrió a sumarse a la cola de los que embarcaban.


Myra, de pie junto a la chimenea del despacho de su tío, tomó una decisión. Sacó del escritorio la llave de la habitación secreta, y luego salió al rellano.

– ¿Estás ahí, Billy?

Él subió al cabo de unos momentos.

– ¿Qué quieres?

– ¿Otra vez te habías metido en las capillas? Ven acá, que te necesito.

Ella anduvo por el pasillo hasta la puerta del fondo, la abrió y apartó el tabique falso. Luego le indicó una de las cajas de Semtex.

– Lleva eso a la oficina.

Cuando fue a reunirse con él, la caja estaba colocada sobre el escritorio.

– Pesa una barbaridad, ¿qué es?

– Es dinero, Billy, en lo que a ti te concierne. Ahora óyeme, y escucha bien. ¿Te acuerdas de aquel individuo bajito que te machacó ayer?

– ¿Qué pasa con él?

– Vendrá hoy, a las ocho menos cuarto, para darme un puñado de dinero a cambio de lo que contiene esta caja.

– ¿Y qué?

– Quiero que estés en la calle a las siete y media, llevando ese uniforme de cuero tan bonito que tienes, y con tu BMW a punto. Cuando él salga, Billy, le sigues. Hasta el puñetero Cardiff si hace falta -le dio una palmadita en la cara-. Y si le pierdes la pista, cielito, no hace falta que vuelvas por aquí.


Nevaba un poco en Heathrow cuando Dillon salió por la terminal número uno. Le esperaba Angel, que agitó la mano con animación.

– Glasgow. ¿Qué hiciste allí? -dijo ella.

– Averiguar qué llevan los escoceses debajo de las faldas…

Ella soltó la carcajada y se colgó de su brazo.

– ¡Eres terrible!

Salieron pisando la alfombra de nieve y se reunieron con Fahy en la furgoneta Morris.

– Me alegro de verte, Sean. ¿Adónde vamos?

– A mi hotel de Bayswater -dijo Dillon-. Me llevo mis cosas de la habitación.

– ¿Te vienes con nosotros? -preguntó Angel.

– Sí -asintió Dillon-. Pero antes vamos a una empresa de Whitechapel, a recoger un regalo para Danny.

– ¿Qué va a ser eso, Sean? -preguntó Fahy.

– ¡Ah! Unas cincuenta libras de Semtex.

La furgoneta patinó y coleó en medio de la calzada, mientras Fahy procuraba recobrar el dominio del vehículo.

– ¡Virgen Santísima! -exclamó.


En la compañía de pompas fúnebres, el portero de noche dejó pasar a Dillon por la puerta principal.

– ¿El señor Hilton? La señorita Myra le espera.

– No se moleste en acompañarme, conozco el camino.

Dillon subió por la escalera, recorrió el pasillo y abrió la puerta del despacho. Myra le esperaba.

– Entre -dijo.

Llevaba un traje negro con pantalones y fumaba un cigarrillo. Myra fue a sentarse detrás del escritorio y dio una palmada sobre la caja.

– Ahí lo tiene. ¿Dónde está el dinero?

Dillon colocó el portafolios sobre la caja y lo abrió. Paquete a paquete extrajo hasta los quince mil, que fue colocando delante de ella. Quedaban en el portafolios cinco mil dólares, la Walther con el silenciador Carswell y la Beretta. Cerró el portafolios y sonrió.

– Es un placer hacer negocios con ustedes.

Con el portafolios sobre la caja, cargó con todo y echó a andar mientras ella iba a abrirle la puerta.

– ¿Qué va a hacer con eso, volar el edificio del Parlamento?

– Ése fue Guy Fawkes -replicó él, al tiempo que se alejaba por el pasillo y empezaba a bajar por la escalera.

El pavimento estaba helado cuando salió a la calle y dobló la esquina dirigiéndose hacia la camioneta. Billy, escondido en la oscuridad y algo nervioso, empujó la BMW por el manillar siguiendo con la vista a Dillon mientras éste recorría la fila de coches estacionados y se detenía junto a la furgoneta Morris. Angel abrió la puerta del compartimiento de carga y Dillon metió la caja; ella cerró y ambos rodearon el vehículo pasando a ocupar la banqueta junto a Fahy.

– ¿Están ahí, Sean?

– En efecto, Danny. Cincuenta libras de Semtex con su etiqueta de la fábrica de Praga y todo. Vámonos de aquí. Nos espera una noche muy larga.

Fahy recorrió un par de manzanas antes de doblar hacia la calle principal. Cuando se unió a la corriente del tráfico, Billy siguió a la camioneta con su BMW.

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