El vuelo de Jersey llegó a la terminal uno de Heathrow minutos después de las once de la mañana siguiente. La maleta de Dillon tardó en salir media hora, que él aprovechó para fumar y leer el periódico. La guerra marchaba bien para las fuerzas de la coalición; aunque Iraq logró derribar un par de aviones, los bombardeos causaban estragos terribles.
Apareció la maleta y él pasó los controles. Hubo una aglomeración de viajeros por coincidir la llegada de varios aviones. En la aduana no registraban a nadie aquella mañana, por lo visto, aunque en su caso tampoco habrían encontrado nada. Su maleta contenía sólo una muda de ropa y los utensilios de higiene personal, más un par de periódicos en el portafolios. En la cartera llevaba dos mil dólares en billetes de cien. Nada de extraño en todo eso; en cuanto al pasaporte francés, lo había destruido en el hotel de Jersey. Ya no se podía volver atrás. Cuando volviese a Francia tendría que ser por otra ruta completamente distinta, y hasta entonces el permiso de conducir de Jersey, a nombre de Peter Hilton, sería la única identificación que podría necesitar.
Subió por la escalera mecánica a la planta superior y se puso a la cola delante de una de las ventanillas bancadas para cambiar quinientos dólares por su equivalente en esterlinas. Repitió esta operación en otros tres bancos y luego bajó a buscar un taxi, mientras silbaba quedamente una cancioncilla.
Dio orden al taxista de que le llevase a la estación de Paddington; allí dejó la maleta en una taquilla. Telefoneó al número de Tania Novikova que le había dado Makeiev, por si estaba en casa, pero le respondió el contestador automático. No se molestó en dejar ningún mensaje y salió para tomar otro taxi que le condujese a Covent Garden.
Con sus gafas ahumadas, su corbata a rayas y su gabardina Burberry color azul marino presentaba un aspecto perfectamente respetable.
El taxista dijo:
– Un tiempo horrible, jefe. Apuesto a que pronto veremos una nevada de aúpa.
– No me sorprendería. -Dillon hablaba con perfecto acento universitario.
– ¿Vive usted en Londres, jefe?
– No, he venido un par de días por negocios. He estado bastante tiempo en el extranjero -añadió Dillon, campechano-. En Nueva York. Hace muchos años que no había visto Londres.
– Ha cambiado mucho. Nada es como antes.
– Eso creo. El otro día leí en el diario que ya no se puede pasar por Downing Street.
– Es verdad, jefe. La señora Thatcher hizo instalar un nuevo sistema de seguridad y cerró la entrada de la calle con una verja.
– ¿De veras? -dijo Dillon-. Me gustaría verlo.
– Podemos pasar por allí, si quiere. Le llevo hasta Whitehall y luego echamos atrás hacia Covent Garden.
– Me parece bien.
Dillon se arrellanó en el asiento, encendió un cigarrillo y contempló las calles. Avanzaban hacia Whitehall pasando por Trafalgar Square. Los dos centinelas de la guardia montada, sable en ristre, vestían capote largo para resguardarse del frío.
– Los caballos deben pasar un frío de mil diablos -observó el taxista, y luego añadió-: Hemos llegado, jefe. Downing Street.
Redujo un poco la marcha, al tiempo que comentaba:
– No podemos parar. Cuando lo haces, en seguida vienen los guardias y te preguntan por qué no circulas.
Dillon miró al fondo de la calle.
– ¿Así que ésa es la famosa verja?
– La locura de la Thatcher, como la llaman algunos chalados. Si me lo preguntan a mí yo diría que tiene razón. Esos malditos del IRA han dado bastantes golpes en la capital durante los últimos años. Si yo mandara, los fusilaría a todos, ¡ya lo creo! ¿Le va bien que le deje en Long Acre, jefe?
– Vale -aprobó Dillon al tiempo que se reclinaba en el asiento y reflexionaba sobre la verja, más bien portentosa, de Downing Street.
El taxi se detuvo junto a la acera y Dillon pagó con un billete de diez libras.
– Quédese el cambio -y volviéndose echó a andar con celeridad hacia Langley Street. Toda la barriada de Covent Garden hervía de actividad como de costumbre, aunque debido al frío los transeúntes iban tan abrigados que más parecía una escena de Moscú que de Londres. Dillon siguió la corriente del gentío y por último halló lo que buscaba en una calleja cerca de Neal's Yard. Era una pequeña tienda de atrezzo, con el escaparate lleno de máscaras antiguas y disfraces. La campanilla sonó cuando él empujó la puerta, y apareció procedente de la trastienda un setentón de cabello blanco como la nieve y rostro redondo y mofletudo.
– ¿En qué puedo servirle? -preguntó.
– Necesito un poco de maquillaje. ¿Tiene un neceser?
– Sí, tenemos algunas cajas muy completas -se volvió a sacar una y la abrió sobre el mostrador-. Ésta la usa el personal del Teatro Nacional. ¿Usted es de la profesión?
– Sólo aficionado, me temo. Somos actores de casa parroquial -Dillon examinó el contenido de la caja-. Magnífico. Llevaré además una barra de carmín rojo brillante, tinte negro para el cabello y un poco de disolvente.
– El señor es un entendido. Me llamo Clayton, dicho sea de paso; voy a darle la tarjeta del establecimiento por si necesita algo más.
Empaquetó los artículos solicitados y añadió:
– Son treinta libras, y no lo olvide, si le hace falta algo…
– No. Estoy servido -dijo Dillon, y salió silbando.
Nevaba en la aldea del Vercors cuando la procesión fúnebre salió del castillo. Pese al mal tiempo, los habitantes del pueblo se alinearon a ambos lados de la calle principal, los hombres con la gorra en la mano, mientras Anne-Marie Audin viajaba hacia el reposo definitivo. Sólo tres coches siguieron al furgón de la funeraria, el viejo Pierre Audin y su secretario en el primero, los sirvientes de la casa en los otros dos. Brosnan y Mary Tanner pasearon con Max Hernu por entre las viejas lápidas mientras sacaban del coche al anciano en silla de ruedas y lo metían en la iglesia.
Era una típica iglesia de aldea, muy antigua, de paredes blanqueadas que exhibían las estaciones del vía crucis, y hacía en ella mucho frío, hasta tal punto que Brosnan se dijo que nunca en la vida había pasado tanto frío, mientras aguardaba allí, con los dientes castañeteando, sin escuchar apenas los oficios, levantándose y arrodillándose cuando lo hacían los demás. Cuando terminó el funeral y los sepultureros se llevaron el ataúd, se dio cuenta de que Mary Tanner le había tomado de la mano.
Echaron a andar hacia el mausoleo familiar, que era una especie de capilla gótica de granito y mármol. Las puertas de roble estaban abiertas de par en par. El cura se detuvo a dar la última bendición y metieron el ataúd. El secretario dio vuelta a la silla de ruedas y se llevó al anciano, encorvado sobre sí mismo y con una manta sobre las piernas.
– Me da pena por él -dijo Mary.
– No es necesario, me temo que no se entera de nada -explicó Brosnan.
– Eso no siempre es cierto.
Se acercó al coche y apoyó la mano en el hombro del viejo. Luego volvió sobre sus pasos.
– Regresamos a París, amigos míos -dijo Hernu.
– Y luego, a Londres -corroboró Brosnan.
Mary le retuvo tomándole del brazo mientras se encaminaban al coche.
– Mañana, Martin. Tenemos tiempo y no consentiré otra cosa.
– De acuerdo, pues será mañana por la mañana -respondió él, pasando a ocupar el asiento posterior y sintiéndose súbitamente muy fatigado. Mary se sentó a su lado y Hernu puso en marcha el automóvil.
Poco después de las seis Tania Novikova oyó que llamaban al timbre y bajó a abrir. Era Dillon, con su maleta en una mano y el portafolios en la otra.
– Saludos de parte de Josef.
Se quedó sorprendida. Desde su conversación con Makeiev se había dedicado a leer en los ficheros del KGB londinense para ponerse al día en cuanto a Dillon, y se había asombrado al enterarse de sus antecedentes. Esperaba ver a una especie de héroe infernal, y lo que veía era un hombre menudo en gabardina, con gafas oscuras y corbata de rayas.
– ¿Es usted Sean Dillon? -preguntó.
– El mismo.
– Pase, por favor.
Las mujeres nunca le habían interesado mucho a Dillon. A veces se fijaba en alguna para una necesidad ocasional, pero nunca había tenido el menor vínculo emotivo. Mientras subía por la escalera detrás de Tania observó que tenía buen tipo y que el traje pantalón negro la favorecía. Llevaba el pelo recogido en la nuca con un lazo de terciopelo, pero cuando se volvió hacia él a la plena luz del salón vio que en realidad era bastante fea.
– ¿Ha tenido usted buen viaje?
– Perfecto, sólo que me he visto obligado a hacer noche en Jersey por culpa de la niebla.
– ¿Quiere tomar algo?
– Agradecería un té.
Ella abrió un cajón y sacó una Walther con dos cargadores de repuesto y un silenciador Carswell.
– ¿Su arma preferida, según dice Josef?
– Desde luego.
– He pensado que esto también podría serle útil -le entregó un paquete pequeño-. Dicen que detiene una bala del cuarenta y cinco disparada a quemarropa. Nailon y titanio.
Dillon lo desplegó. Abultaba mucho menos que un antibalas corriente; tenía corte de chaleco bastante bien imitado, y se sujetaba con unas tiras de velero.
– Excelente -dijo él, al tiempo que lo guardaba en la maleta junto con la Walther y el silenciador. Apoyado en el umbral de la cocina, se desabrochó la gabardina y encendió un cigarrillo mientras ella preparaba el té.
– Está usted muy cerca de la embajada soviética aquí.
– Sí, a cuatro pasos -dispuso el servicio de té en una bandeja-. Le he reservado una habitación en un pequeño hotel a la vuelta de la esquina, en Bayswater Road. Es un establecimiento de esos que frecuentan los representantes de comercio cuando necesitan hacer noche.
– Muy bien -tomó un sorbo de té-. Vamos al grano. ¿Qué ha sabido de Fahy?
– No hemos tenido mucha suerte hasta el momento. Hace un par de años se mudó de Kilbum a una casa en Finchley, pero allí sólo se quedó un año y volvió a mudarse. Ahí se pierde su pista, pero le encontraremos. He destinado una persona a esa investigación.
– Bien hecho. Es esencial. ¿La estación del KGB en Londres tiene todavía una sección de documentos falsos?
– Naturalmente.
– De acuerdo -le mostró su permiso de conducir de Jersey-. Necesito una licencia de piloto civil al mismo nombre y domicilio. Necesitará una foto.
Introdujo un dedo bajo la funda de plástico del permiso y sacó un par de copias idénticas.
– Siempre conviene tenerlas disponibles.
Ella tomó una.
– Peter Hilton, Jersey. ¿Puedo preguntar para qué va a servir?
– Porque llegado el momento, tendré que salir de aquí a toda prisa, es decir volando, y para alquilar una avioneta se exige la licencia emitida por la secretaría de Aviación Civil -se sirvió otra taza de té-. Dígale a su especialista que debe ser válida para aparato bimotor y vuelo con instrumentos.
– Tomaré nota -abrió su bolso, del que extrajo un sobre en el que guardó la fotografía, tras garabatear una anotación en la solapa-. ¿Algo más?
– Sí, necesito una descripción detallada del sistema de protección instalado en el diez de Downing Street.
Ella reprimió una exclamación de sorpresa.
– ¿Debo entender que ése va a ser su objetivo?
– No exactamente, sino el inquilino del lugar, que no es lo mismo. ¿Sería difícil averiguar el horario habitual del primer ministro?
– Depende de lo que se pida. Siempre hay algunas referencias fijas, según el día. El turno de interpelaciones en la Cámara de los Comunes, por ejemplo. Algunas cosas han cambiado debido a la guerra del golfo, como es natural. El gabinete de Guerra se reúne todas las mañanas a las diez.
– ¿En Downing Street?
– Sí, por cierto, en el salón del gabinete. Pero el primer ministro sale a veces durante la jornada. Ayer mismo realizó una grabación para la red de emisoras de las Fuerzas Armadas, destinada a las tropas del golfo.
– ¿Dónde? ¿En los estudios de la BBC?
– No, tienen sus propios estudios centrales en Bridge House, que está al lado de la estación de Paddington, no lejos de aquí.
– Bien, muy interesante. ¿Qué medidas de seguridad se tomaron?
– No muchas, puede creerlo. Un par de agentes de paisano y nada más. Los británicos están locos.
– No crea que no hacen bien su trabajo. Hábleme de ese confidente que tiene usted, el que le ha pasado toda la información acerca de Ferguson. -Cuando ella se lo hubo contado todo, él asintió-. Así, ¿lo tiene bien agarrado, pues?
– Supongo que podría ser una manera de describirlo. -Que siga así -se puso en pie, al tiempo que se abotonaba la gabardina-. Será mejor que vaya a inscribirme en ese hotel.
– ¿Ha comido usted? -preguntó ella.
– No.
– Voy a hacerle una sugerencia. Al lado del hotel encontrará un restaurante italiano muy recomendable, el Luigi's. Es uno de esos pequeños establecimientos familiares. Usted vaya a inscribirse y yo me pasaré por la embajada, a ver qué tenemos sobre el sistema de seguridad en Downing Street, y por si se ha averiguado algo acerca de Fahy.
– ¿Y la licencia de vuelo?
– Se arreglará.
– En veinticuatro horas.
– De acuerdo.
Se puso el abrigo y un chal, bajaron la escalera y salieron juntos. El pavimento estaba helado y ella le llevó el portafolios mientras se colgaba de su brazo hasta que llegaron al hotel.
– Hasta dentro de una hora -dijo ella antes de proseguir su camino.
Hacia finales de la época victoriana, el lugar había sido una próspera fonda. Los propietarios actuales habían procurado sacarle el mejor partido posible, que no era mucho. El comedor, a la izquierda de la recepción, no invitaba a entrar. En aquellos momentos no tendría más de media docena de comensales. El recepcionista era un anciano de aspecto cadavérico que vestía un raído uniforme pardo. Moviéndose con infinita lentitud, asentó el registro de Dillon y le hizo entrega de la llave. Quedó claro que allí los huéspedes transportaban sus propias maletas.
La habitación era exactamente lo que cabía esperar. Cama doble, cobertores sórdidos, una ducha, una televisión con aparato tragamonedas y un hornillo con tetera junto con una cestita conteniendo bolsas de té, café instantáneo y leche en polvo. Diciéndose que no era para muchos días, abrió la maleta y sacó sus pertenencias.
Entre los múltiples negocios de Jack Harvey figuraba una empresa funeraria de Whitechapel. Era un establecimiento bastante prestigioso y próspero además, ya que como él solía bromear, la clientela nunca fallaba. Estaba en un imponente edificio Victoriano de tres pisos que él hizo rehabilitar por completo.
Myra utilizaba como vivienda el ático y se ocupaba de la administración de la empresa, y Harvey mantenía un despacho en el principal.
Harvey ordenó a su conductor que esperase, se acercó a la puerta y llamó. El vigilante de noche fue a abrirle.
– ¿Está mi sobrina? -preguntó Harvey.
– Creo que sí, señor Harvey.
Harvey cruzó el local de la planta baja, donde tenían la exposición de ataúdes, y recorrió el pasillo flanqueado de capillas habilitadas para que los parientes pudiesen velar a sus difuntos. Subió por la escalera y llamó a la puerta de Myra.
Ella acudió a abrir, puesta sobre aviso por una discreta llamada del vigilante. Tras hacerle esperar unos momentos, abrió la puerta:
– Tío Jack.
Él entró sin aguardar invitación. Ella lucía un vestido mini con lentejuelas doradas, medias negras y zapatos de salón.
– ¿Ibas a salir, o qué? -inquirió él.
– Sí, pienso ir a la discoteca.
– Olvídalo por ahora. ¿Has hablado con los contables? ¿Hay manera de hacer algo contra Flood legalmente? ¿Alguna dificultad con los alquileres o por el estilo?
– Ni pensarlo -replicó Myra-. Nos lo hemos mirado con lupa. Nada que hacer.
– Bien, pues entonces tendrá que ser por las malas.
– Eso no te salió demasiado bien anoche, ¿verdad?
– Porque di el encargo a unos inútiles, a una banda de jóvenes vagos que no valen un rábano.
– Y ahora, ¿cómo piensas resolverlo?
– Ya se me ocurrirá.
Mientras se encaminaba hacia la puerta oyó un ruido en la habitación.
– ¡Hola! ¿Quién anda ahí?
Abrió la puerta de par en par y apareció Billy Watson, de pie y con expresión de haber sido pillado en falta.
– ¡Cristo! -se volvió Harvey a Myra-. ¡Es repugnante! ¿Acaso no piensas nunca en otra cosa?
– Al menos nosotros lo hacemos por lo normal -replicó ella.
– ¡Que te den por saco! -chilló él.
– Ése se encarga, no te preocupes.
Harvey bajó hecho una fiera y Billy dijo:
– A ti no te importa un cuerno nadie, ¿verdad?
– Billy, cielito, fíjate que estás en la casa de los muertos -contestó Myra mientras recogía el abrigo de pieles y el bolso-. Ellos se quedan ahí abajo, quietecitos en sus ataúdes, y nosotros estamos vivos. Es así de sencillo, conque procura sacarle el máximo provecho. Anda, vámonos.
Cuando entró Tania, Dillon estaba sentado en uno de los diminutos reservados de Luigi's tomando el único champaña disponible, un Bollingerno de reserva pero bastante pasable. El viejo Luigi la saludó con gran deferencia, como a cliente favorita, y ella se sentó al lado de aquél.
– ¿Champaña? -preguntó Dillon.
– ¿Por qué no? -se volvió ella hacia Luigi-. Pediremos la cena luego.
– Un asunto que no se ha mencionado es el de mi capital operativo. Eran treinta mil dólares comprometidos por el señor Aroun.
– Está solventado. El individuo en cuestión se pondrá en contacto conmigo mañana. Es un contable de no sé qué compañía de Aroun en Londres.
– De acuerdo. ¿Qué más tiene para mí? -preguntó él.
– Sobre Fahy, nada todavía. Lo de la licencia de piloto está en marcha.
– ¿Y qué hay del número diez?
– He consultado los ficheros. Downing Street siempre ha sido una vía pública, pero cuando el IRA estuvo a punto de volar a todo el gabinete, durante la conferencia del partido conservador en Brighton, se impuso un cambio de criterios en materia de seguridad. Y luego la campaña de colocación de bombas en Londres y de atentados personales precipitó las cosas.
– ¿Y qué?
– Bien, pues en otros tiempos los transeúntes solían quedarse en la acera frente al número diez para ver las entradas y salidas de los grandes y los poderosos. Eso acabó. En diciembre del ochenta y nueve la señora Thatcher promulgó nuevas medidas de seguridad. Por consiguiente, ahora el lugar es una fortaleza. La verja es de acero y tiene tres metros de altura. Por cierto, es de estilo neovictoriano. Un detalle de la dama de hierro.
– Sí, la he visto hoy mismo.
Como Luigi daba vueltas alrededor de la mesa con aire de preocupación, interrumpieron su diálogo para pedir minestrone, solomillo con patatas fritas y una ensalada de lechuga.
Tania prosiguió:
– Algunos opinaron que estaba siendo víctima de alucinaciones paranoicas. Lo que es absurdo, naturalmente. Esa señora jamás ha alucinado con nada en toda su vida. En cualquier caso, al otro lado de la verja se instaló una cortina de acero que puede alzarse a gran velocidad en caso de que un vehículo intentase forzar la entrada.
– ¿Y el edificio en sí?
– Las ventanas, incluso las de estilo georgiano, han sido provistas de cristales antibala. ¡Ah!, y los cortinajes son un verdadero milagro de la ciencia moderna. Son capaces de absorber la onda expansiva de una explosión.
– Ciertamente se ha informado usted bien.
– Aunque parezca increíble, todo lo que acabo de contarle ha salido de un periódico o de una revista de este país. La prensa británica impone su derecho a publicar por encima de cualquier otra consideración; simplemente, no hacen caso de ninguna consecuencia en cuanto a la seguridad. En cualquier hemeroteca importante puede usted encontrar detalles sobre la distribución interior del número diez, o de la casa de campo del primer ministro en Chequers o incluso del palacio de Buckingham.
– ¿Hay alguna posibilidad de infiltrarse en el servicio doméstico?
– En otros tiempos eso era un coladero. Ahora casi todos los servicios corren a cargo de empresas contratadas, y en parte también la limpieza, pero se controla muy severamente al personal. Aunque siempre se escapa algún detalle, como es natural. Como aquel fontanero que estaba trabajando en el número once, en la vivienda del canciller de Exchequer, y buscando la salida abrió una puerta y se encontró paseando por el número diez.
– Suena como un vodevil francés.
– Recientemente se descubrió que algunos empleados de esas empresas contratadas, pese a todos los controles de seguridad habían logrado colarse con identidad falsa. Y algunos de ellos tenían autorización para trabajar en el Ministerio del Interior y otros.
– Con esto sólo me dice usted que a veces ocurren negligencias.
– Cierto -le concedió ella-. ¿Tiene usted alguna idea en concreto?
– ¿Quiere decir cómo apostarme con una carabina de precisión, en plan francotirador, y dispararle desde doscientos metros de distancia cuando salga por la puerta? No, no lo creo. En realidad ahora mismo no tengo ninguna idea concreta, pero ya se me ocurrirá algo. Siempre se me ocurre… -En aquel momento el camarero traía la sopa, y Dillon dijo-: Huele que alimenta, así que limitémonos a cenar.
Luego él la acompañó hasta su casa. Nevaba un poco y hacía mucho frío.
– ¿No le recuerda su tierra este tiempo?
– ¿Mi tierra? -se asombró ella, sin entender lo que le decía. Al cabo de un instante soltó la carcajada y se encogió de hombros-. ¿Moscú, quiere decir? ¡Hace tanto tiempo! ¿Quiere subir un rato?
– No, gracias. Es tarde y llevo sueño atrasado. Estaré en el hotel mañana por la mañana. Hasta el mediodía, digamos. Por lo que he visto allí, no me atrae la idea de almorzar en aquel comedor, pero volveré a las dos, para que pueda usted localizarme en cualquier momento.
– Muy bien -dijo ella.
– Buenas noches, pues.
Novikova cerró la puerta y Dillon se volvió y echó a andar. Sólo cuando hubo desaparecido al doblar la esquina de Bayswater Road se despegó de las sombras de un portal Gordon Brown, en la acera de enfrente, y se quedó mirando la ventana de Tania, en donde acababa de encenderse la luz. Aguardó allí largo rato y luego se fue.
A la mañana siguiente, en París, la temperatura subió tres o cuatro grados y las calles empezaron a deshelarse. Poco antes de mediodía, Mary y Hernu recogieron a Brosnan con el Citroen negro del coronel. Él, de gabardina y gorra de tweed, los esperaba en el portal de su bloque en Quai de Montebello, portando una maleta. El conductor la cargó en el portaequipajes y Brosnan fue a ocupar el asiento posterior, al lado de los otros dos.
– ¿Alguna novedad? -preguntó.
– Ni media palabra -dijo el coronel.
– Como les decía, seguro que ya está allí. ¿Qué hay de Ferguson?
Mary consultó su reloj.
– Estará en audiencia con el primer ministro ahora, para dar la alarma sobre la gravedad del asunto.
– Es lo único que puede hacer -comentó Brosnan-. Eso y correr la voz entre las demás ramas de los servicios de seguridad.
– ¿Cómo se lo plantearía usted, amigo? -preguntó inquisitivo Hernu.
– Sabemos que en el ochenta y uno estuvo trabajando en Londres para el IRA. Como le explicaba a Mary, debió recurrir a sus contactos con el hampa para abastecerse. Siempre lo hace así, y esta vez será lo mismo. Por eso necesito ver a mi viejo amigo Harry Flood.
– ¡Ah, sí! El temible señor Flood. La capitana Tanner me ha hablado de él, pero ¿qué sucederá si no puede ayudarnos?
– Hay otros medios. Tengo un amigo en Irlanda, Liam Devlin. Vive en Kilrea, en las afueras de Dublín, y no hay nada que no sepa sobre la historia reciente del IRA y sobre quién hizo qué cosas. Es una idea -encendió un cigarrillo y se recostó en el respaldo-. Atraparé a ese bastardo de una manera o de otra. Me las pagará.
El conductor les condujo a la zona de la terminal de aviones particulares del Charles de Gaulle. La Lear estaba ya en pista, esperándoles, y no hubo ningún formulismo que despachar. Todo estaba resuelto de antemano. El chófer llevó las maletas a donde esperaba el copiloto. Hernu dijo:
– Capitana, ¿me permite? -besó a Mary en ambas mejillas, y luego tendió la mano a su acompañante-. Y usted, amigo mío, no olvide que cuando uno sale a un viaje cuya meta es la venganza, primero hay que cavar dos tumbas.
– ¿Filosofías usted? -dijo Brosnan-. ¿A estas alturas? Adiós, coronel.
Se abrocharon los cinturones de seguridad. El copiloto entró la escalera, cerró la escotilla y fue a reunirse con su compañero en la carlinga.
– Hernu tiene razón, ¿sabe? -dijo Mary.
– Desde luego, pero yo no puedo hacer otra cosa -replicó Brosnan.
– Lo comprendo, créame -dijo ella al tiempo que el avión empezaba a rodar sobre la pista.
Cuando Ferguson fue introducido en el despacho del número diez, el primer ministro estaba de pie junto a la ventana, tomando una taza de té. En seguida se volvió sonriendo amigablemente.
– La taza que refresca, brigadier.
– Siempre se dijo que durante la guerra resistimos a base de té, primer ministro.
– Al menos a mí me ayuda a resistir mi calendario de actividades, con la reunión del gabinete de Guerra todas las mañanas a las diez, como usted ya sabe, y las demás urgencias del golfo.
– Y ¿cuándo gobiernan el país? -dijo Ferguson.
– Hacemos lo que podemos. Nunca se dijo que la política fuese fácil, brigadier -dejó la taza sobre una mesita-. He leído su último informe. ¿Cree probable que el tal Dillon se encuentre aquí, en algún lugar de Londres?
– Por las palabras que cruzó con Brosnan, creo que debemos admitir esa posibilidad, primer ministro.
– ¿Ha dado la voz de alarma a todos los servicios de seguridad?
– Por supuesto, pero el caso es que no podemos asignarle ningún rostro. Hay una descripción, eso sí. Rubio, bajito, etcétera, pero como dice Brosnan, a estas horas habrá cambiado completamente de aspecto.
– Se me ha sugerido que quizá podría ser útil algo de publicidad a través de la prensa.
– Es una idea, pero no creo que sirva de gran cosa -replicó Ferguson-. ¿Cómo iban a ponerlo? La policía desea interrogar para una investigación a un individuo llamado Sean Dillon, pero que seguramente ya no se llama así, y cuya descripción no se da porque no sabemos qué aspecto tiene y si lo supiéramos, ya habría dejado de tenerlo.
– Muy pintoresca su descripción, brigadier, ¡por todos los santos! -soltó una carcajada el primer ministro.
– Claro que también podríamos imaginar otros titulares más llamativos. «Chacal del IRA acecha al primer ministro», por ejemplo.
– No, no quiero escándalos de ese género -dijo con firmeza el primer ministro-. Dicho sea de paso, por lo que se refiere a Saddam Husein como inspirador de este asunto, según sugirió usted en su informe, lamento decirle que sus colegas de los servicios de información no están de acuerdo. Tienen la firme convicción de que es una trama del IRA, y debo poner en conocimiento de usted que la investigación prosigue en tal sentido.
– Está bien, si los del servicio especial quieren perder el tiempo visitando tabernas irlandesas en Kilburn, están en su derecho.
Se oyó un golpe en la puerta y asomó un secretario.
– Nos esperan en el Savoy dentro de quince minutos, primer ministro.
John Major sonrió con gran simpatía y dijo:
– Otro de esos tediosos almuerzos oficiales, brigadier. Cóctel de gambas para empezar…
– Seguido de una ensaladilla de pollo -dijo Ferguson.
– Búsquelo y encuéntrelo, brigadier -ordenó el primer ministro-. Hágame el favor.
En el acto el secretario le indicó a Ferguson el camino de la salida.
Tania traía buenas noticias para Dillon, pero como sabía que era inútil llamar al hotel antes de las dos, se encaminó a su piso. Estaba rebuscando la llave en el bolso cuando Gordon Brown cruzó la calle y se detuvo a su lado.
– Al fin me tropiezo contigo -dijo.
– ¡Santo cielo, Gordon! ¡Estás loco!
– ¿Y qué es lo que he de hacer cuando suceda algo importante y tú debas saberlo? No puedo quedarme esperando a que te pongas en contacto conmigo. Podría ser demasiado tarde, así que no me queda otro remedio que subir a hablar contigo.
– Imposible. Me esperan en la embajada dentro de media hora. Podemos tomar una copa, eso es todo.
Se volvió y antes de que él pudiera replicar se encaminó hacia el pub de la esquina. Para evitar el ruido y la agitación de la barra, pasaron al fondo y ocuparon un banco del rincón. Brown pidió una cerveza y Tania un vodka con zumo de lima.
– ¿Qué hay para mí? -preguntó ella.
– ¿No debería ser yo el que hiciera esa pregunta? -al instante, ella hizo ademán de ponerse en pie, pero él la retuvo poniéndole la mano sobre el antebrazo-. Perdona. No te vayas.
– Entonces, aprende a comportarte -volvió a sentarse-. Y ahora, habla de una vez.
– Ferguson se reunió con el primer ministro poco antes de las doce, y regresó al despacho a las doce y media, antes de que yo terminase la primera mitad de mi turno. Llamó a Alice Johnson para dictarle un informe. Es una de las mecanógrafas de confianza. El informe era para el expediente.
– ¿Te quedaste una copia?
– No pude, pero hice lo mismo que la otra vez, se lo llevé al despacho y lo leí por el camino. La capitana Tanner se ha quedado en París con Brosnan para asistir al entierro de una francesa.
– ¿Anne-Marie Audin? -le recordó ella.
– Llegan hoy en el avión. Brosnan ha ofrecido su colaboración incondicional. ¡Ah!, y todas las secciones de los servicios de información han sido notificadas sobre la presencia de Dillon. Por orden del primer ministro no trascenderá nada a los periódicos. Me parece que han encargado a Ferguson el mando de la operación.
– Bien -dijo ella-. Muy bien, pero quiero que continúes con este asunto, Gordon. Debo irme.
Ella fue a levantarse pero él la agarró de la muñeca.
– Anoche te vi con un individuo, serían las once, cuando ibais a tu piso.
– ¿Estabas vigilando mi casa?
– Lo hago a menudo cuando salgo del despacho.
Ella estaba fuera de sí de rabia, pero lo disimuló.
– Pues si estabas ahí, debiste ver que el caballero en cuestión, un compañero de la embajada, no subió. Sencillamente me acompañó a casa. Ahora suéltame, Gordon.
Soltándose de un tirón, salió a paso rápido y Brown, muy deprimido, se acercó a la barra y pidió otra cerveza.
Cuando llamó a la puerta de la habitación de Dillon, minutos después de las dos, él abrió en seguida. Ella entró sin hacerse de rogar.
– Parece muy satisfecha de sí misma -comentó él.
– Lo estoy.
Dillon encendió un cigarrillo.
– Adelante. Dígame.
– En primer lugar, he tenido una charla con mi informador del Grupo Cuarto. Dice que Ferguson acaba de ver al primer ministro. Están convencidos de que usted se encuentra en el país, y han dado la alarma a todas las secciones. Brosnan y la Tanner vienen de París. Brosnan ha prometido su colaboración ilimitada.
– ¿Y Ferguson?
– El primer ministro no quiere publicidad. Únicamente ha dado orden de captura cueste lo que cueste.
– Es agradable sentirse tan deseado.
– Segundo -abrió el bolso y sacó un cuadernillo parecido a un pasaporte-. Una licencia de piloto, emitida por Aviación Civil a nombre de un tal Peter Hilton.
– Magnífico -dijo Dillon, al tiempo que se apoderaba del documento.
– Sí, el especialista que tenemos se ha esmerado. Le mencioné sus condiciones y dijo que le extendería una licencia comercial. A lo que parece, también es usted instructor de vuelo.
Dillon comprobó la fotografía y hojeó las páginas.
– Excelente. No se puede pedir más.
– Pues eso no es todo -continuó ella-. ¿No le interesaba conocer el paradero de un tal Daniel Maurice Fahy?
– ¿Le han localizado?
– En efecto, pero no vive en Londres. Traigo un mapa de carreteras -lo desplegó-. Tiene una finca aquí, que llaman Cadge End, cerca de una aldea de Sussex. Estará a unos cuarenta y cinco o cincuenta kilómetros de Londres. Hay que tomar la carretera de Horsham por Dorking y luego meterse en los bosques.
– ¿Cómo sabe usted todo eso?
– El agente a quien encargué la búsqueda consiguió localizarlo ayer por la tarde. Mientras inspeccionaba el lugar y realizaba algunas averiguaciones en la taberna del pueblo, se le hizo tarde y no pudo regresar a Londres hasta después de medianoche. Esta mañana he recibido un informe detallado.
– ¿Y qué?
– Dice que la granja está muy alejada del camino, cerca de un río llamado Arun. Es terreno de pantanos y turberas. El pueblo se llama Doxley y la finca está a poco más de kilómetro y medio, hacia el sur. Hay un cartel indicador.
– Es eficaz su agente.
– Es joven y tiene ganas de hacer méritos. Según pudo saber en la taberna, Fahy tiene una punta de ganado y se dedica a chapuzas de maquinaria agrícola.
Dillon asintió.
– Sí, eso coincide.
– Hay otra cosa que puede constituir un imprevisto. Vive con él una chica, una sobrina-nieta, a lo que parece. Mi agente la ha visto.
– Y ¿qué dice de ella?
– Que entró en la taberna para comprar unas botellas de cerveza. Unos veinte años. Angel se llama, Angel Fahy. Dijo que tenía aspecto de campesina.
– Estupendo -se puso en pie y se deslizó en la americana-. Debo ir allí ahora mismo. ¿Tiene usted coche?
– Sí, pero es sólo un Mini. Más práctico para aparcar en Londres.
– No importa. Como usted dijo, son sólo cincuenta kilómetros como máximo. ¿Me lo presta?
– Naturalmente. Está en el garaje, al fondo de mi calle. Vamos a verlo.
Él alcanzó su gabardina, abrió el portafolios, sacó la Walther, metió un cargador y se la guardó en el bolsillo izquierdo. El silenciador lo metió en el derecho.
– Sólo por si acaso -dijo, y salieron.
El coche en realidad era un Mini Cooper, es decir bastante más rápido, negro con una moldura dorada.
– Excelente -dijo él-. Me voy ahora.
Mientras se ponía al volante, ella preguntó:
– ¿Por qué es tan importante Fahy?
– Porque es un manitas capaz de fabricar cualquier cosa, un constructor de bombas genial, y lleva muchos años en la clandestinidad. Me ayudó mucho en el ochenta y uno, la última vez que actué por aquí, y otra cosa que ayuda es que se trata de un primo segundo de mi padre. Le conozco desde niño. No ha mencionado usted el efectivo de Aroun, dicho sea de paso.
– Debo recogerlo esta tarde, a las seis. Todo muy teatral. Un Mercedes se detendrá en la esquina de Brancaster Street con Town Drive, no lejos de aquí. Yo diré: «Hace mucho frío, incluso para esta época del año», y entonces el conductor me dará un maletín.
– ¡Dios mío! Ha debido ver demasiada televisión últimamente -dijo Dillon, y poniendo en marcha el coche se despidió diciendo-: Seguiremos en contacto.
Después de la audiencia en Downing Street, Ferguson pasó por su despacho en Defensa para poner al día el expediente Dillon y despejar la mesa. Como de costumbre, prefería trabajar en su piso, así que regresó a Cavendish Square y le encargó a Kim un tardío desayuno de huevos revueltos con tocino. Estaba leyendo su Times cuando llamaron a la puerta. Instantes después Kim introdujo a Mary Tanner y Brosnan.
– Mi estimado amigo Martin -se puso en pie Ferguson para darle la mano-. Henos aquí reunidos otra vez.
– Eso parece -dijo Martin.
– ¿Qué tal el funeral?
– Como funeral, estuvo bien -contestó secamente Brosnan, y encendió un cigarrillo-. ¿Qué hay de nuevo? ¿Cómo está la situación?
– He hablado otra vez con el primer ministro. No habrá comunicaciones a la prensa.
– En eso estoy de acuerdo -contestó Brosnan-. No serviría para nada.
– Todos los servicios de información afectados, incluyendo el Special Branch, naturalmente, están al corriente y harán lo que puedan.
– Que no será mucho -contestó Brosnan.
– Otro punto -terció Mary-. Sabemos que va contra el primer ministro, pero no tenemos ninguna pista acerca de cómo quiere intentarlo ni cuándo. Podría ocurrir esta misma tarde, sin ir más lejos.
Brosnan meneó la cabeza.
– No. No creo que pueda ser tan pronto. Esas cosas requieren más preparación, según mi experiencia.
– ¿Por dónde empezará usted? -preguntó Ferguson.
– Por mi viejo amigo Harry Flood. Cuando Dillon pasó por aquí en el ochenta y uno seguramente recurrió a sus contactos con el hampa al objeto de aprovisionarse. Es posible que Harry pueda averiguar algo.
– ¿Y si no?
– Entonces volveré a pedirle prestada su avioneta, volaré a Dublín y tendré unas palabras con Liam Devlin.
– ¡Ah, sí! Quién mejor -dijo Ferguson.
– En el ochenta y uno Dillon estuvo en Londres por orden de alguien. Si Devlin pudiera decirnos quién, quizá constituiría una buena pista.
– Me parece lógico. ¿Hablará con Flood esta noche?
– Ésa es mi intención.
– ¿Dónde se alojará usted?
– Conmigo -dijo Mary.
– ¿En Lowndes Square? -Ferguson alzó las cejas con sorpresa-. ¿De veras?
– ¡Vamos, brigadier! No me venga con pegas ahora. Recuerde que disponemos de cuatro habitaciones, cada una con su propio cuarto de baño, y puedo darle al profesor Brosnan una que tenga candado por dentro.
Brosnan soltó una carcajada.
– Vámonos ya. Hasta luego, brigadier.
Utilizaron el coche de Ferguson. Ella cerró la ventanilla corrediza que los aislaba del compartimiento del conductor y entonces dijo:
– ¿No sería mejor que llamase usted a su amigo para anunciarle la visita?
– Supongo que sí. He de buscar su número.
Ella sacó de su bolso un cuaderno de notas.
– Lo tengo aquí. No figura en los listines. Ahí lo tiene. Cable Wharf, eso está en Wapping.
– Muy eficiente.
– Y aquí tiene un teléfono.
Le pasó el móvil.
– Usted disfruta organizándolo todo -comentó él al tiempo que marcaba el número.
Fue Mordecai Fletcher el que contestó. Brosnan dijo:
– Con Harry Flood, por favor.
– ¿Quién le llama?
– Martin Brosnan.
– ¡El profesor! Soy Mordecai. Hace… ¡qué sé yo!… tres o cuatro años que no teníamos noticias de usted. ¡Cristo!, el jefe se va a poner contento.
Instantes después otra voz dijo:
– ¿Martin?
– ¿Harry?
– No te creo, bastardo. Eres un fantasma que me viene a atormentar.