Aquel día amaneció mucho más templado en París, de manera que hacia la hora del almuerzo se había derretido casi toda la nieve, y lo mismo en las afueras excepto algunos manchones en las cunetas y los setos, mientras Dillon se dirigía hacia Valenton por las carreteras secundarias. Montaba en la BMW del garaje y vestía uniforme completo de guardia de las compañías republicanas de seguridad, con zamarra oscura de cuero, casco, gafas y metralleta MAT49 en bandolera.
Había sido una locura por su parte, naturalmente, pero era incapaz de privarse del espectáculo, gratuito por añadidura. Se detuvo en un camino vecinal junto a la puerta de una granja y después de consultar al mapa, enfiló a pie el sendero, que cruzaba un bosquecillo, hasta salir al lado de un murete de piedra en lo alto de una loma. Bastante lejos, como a unos doscientos metros, se divisaba el paso a nivel y la furgoneta Renault negra, estacionada exactamente donde él la había dejado. No se veía ni un alma. Como un cuarto de hora más tarde pasó un tren.
Consultó su reloj. Las dos y cuarto. De nuevo dirigió sus prismáticos Zeiss hacia la zona, y entonces apareció la Renault blanca, que dio media vuelta en medio de la carretera dejando cortado el paso. La seguía un Peugeot; al volante, Pierre inició la maniobra para regresar por donde había venido, mientras Gaston corría hacia el coche. Era un modelo antiguo, pintado de burdeos y crema.
– Muy bonito -dijo en voz baja Dillon mientras el Peugeot se alejaba-. Y ahora el séptimo de caballería -agregó, al tiempo que encendía un cigarrillo.
Unos diez minutos más tarde se presentó en la carretera un camión, que se vio obligado a frenar al hallar el paso cortado. En las lonas, sendos letreros proclamaban: STEINER ELECTRONICS.
– Electrónica y un huevo -dijo Dillon.
Desde dentro del camión, una ametralladora pesada abrió fuego, dejando la furgoneta hecha un colador. Cuando cesó el tiroteo, Dillon se sacó del bolsillo una cajita negra que era un pequeño detonador electrónico, lo conectó y extendió la antena.
Del camión saltaron una docena de hombres, todos de mono negro, cubiertos con cascos antidisturbios y armados de subfusiles. Cuando estuvieron cerca de la Renault, Dillon accionó el detonador. La carga explosiva que estaba en la segunda caja, la que según había dicho a Pierre contenía más munición para la ametralladora, estalló al instante. El vehículo se desintegró y los trozos de la carrocería volaron por el aire como en una escena filmada a cámara lenta. Varios hombres quedaron en el suelo, y los demás corrieron a cubrirse.
– Chúpense ésa por ahora, caballeros -dijo complacido Dillon.
Regresó por donde había venido, cruzando el bosquecillo, y montado en su BMW se alejó de allí rápidamente.
Abrió la puerta del almacén de la calle de Helier, volvió a montar en la moto, la entró y la calzó con el trípode.
Cuando se volvía a bajar la puerta, Makeiev le habló desde arriba:
– ¿Salió mal, supongo?
Dillon se quitó el casco.
– Así parece. Los hermanos Jobert me denunciaron.
Mientras subía por la escalera, Makeiev comentó:
– El disfraz es genial. Un policía no es más que un policía para todo el mundo. Nada que describir.
– Exacto. Hace unos años trabajé para un gran irlandés llamado Frank Barry, ¿te suena?
– Ciertamente. Un verdadero Carlos.
– Era mejor que Carlos. Cayó en el setenta y nueve, sin que se haya sabido quién fue el responsable. Usaba mucho el truco de hacerse pasar por un CRS motorizado. Los carteros también sirven. Nadie se fija en un cartero.
Los dos hombres pasaron al salón.
– Cuéntame -dijo Makeiev.
Dillon le resumió lo ocurrido.
– Corrí el riesgo de emplear a esos dos y salió mal, eso es todo.
– ¿Y ahora qué?
– Como dije, voy a proponer un blanco alternativo. No es cosa de permitir que se pierda tanto dinero; debo ir pensando en mi jubilación.
– Tonterías, Sean. Tú no piensas en tu jubilación para nada. Lo haces porque te excita ese juego.
– Quizá tengas razón -Dillon encendió un cigarrillo-. Sólo sé una cosa, y es que no me gusta verme derrotado. Pensaré algo para vosotros y al mismo tiempo liquidaré una deuda.
– ¿Los Jobert? ¿Acaso vale la pena?
– ¡Ah, sí! -exclamó Dillon-. Es una cuestión de honor, Josef.
Makeiev suspiró.
– Ahora me toca hablar con Aroun para darle la mala noticia. Te mantendré al corriente.
– Aquí o en la barcaza -sonrió Dillon-. No te preocupes, Josef. Yo no he fallado nunca, cuando me tomo un asunto en serio.
Makeiev enfiló escaleras abajo. Se oyeron sus pasos cruzando el almacén y finalmente el golpe del portillón al cerrarse. Dillon se volvió y regresó al salón silbando quedamente.
– No lo entiendo -dijo Aroun-. En televisión no han dicho ni una sola palabra.
– Ni la dirán -se apartó Makeiev de la ventana desde donde se divisaba la avenida Victor Hugo-. Será el caso que no sucedió jamás y así lo despacharán los franceses. La idea de que la señora Thatcher haya podido correr un peligro mientras se hallaba en suelo francés sería una ofensa nacional.
Aroun estaba pálido de rabia.
– Tu hombre ha fracasado, Makeiev. Mucho hablar, pero en fin de cuentas nada. Menos mal que no he transferido el millón a su cuenta de Zúrich esta mañana.
– ¡Pero si lo habías prometido! En todo caso, puede ocurrírsele llamar en cualquier momento para verificar si se ha depositado el dinero -dijo Makeiev.
– Mi querido Makeiev, tengo quinientos millones de dólares depositados en ese banco. Frente a la posibilidad de que le fuesen retirados, el gerente quedó más que dispuesto a incurrir en un pequeño engaño esta mañana, cuando Rashid se lo advirtió. Cuando llame Dillon para averiguar la situación, se le dirá que el dinero está depositado.
– Estás tratando con un hombre muy peligroso -objetó Makeiev-. Si llegase a averiguarlo…
– ¿Quién iría a decírselo? Tú no, ciertamente. Además va a cobrar, en fin de cuentas, pero sólo si consigue un buen resultado.
Rashid le sirvió una copa de café y se volvió hacia Makeiev.
– Prometió un blanco alternativo y dijo algo del primer ministro. ¿Qué planes tiene?
– Nos dirá alguna cosa cuando lo haya decidido -contestó Makeiev.
– ¡Palabras! -exclamó Aroun, acercándose a la ventana con la taza de café en la mano-. ¡Nada más que palabras!
– No, Michael -anunció Makeiev-. Te equivocas de medio a medio.
El apartamento de Martin Brosnan estaba en el Quai de Montebello frente a la Île de la Cité y disfrutaba de una de las mejores vistas sobre Nôtre Dame que podían hallarse en París. Además quedaba lo bastante cerca de la Sorbona como para acudir allá a pie, lo que le convenía perfectamente.
Eran poco después de las cuatro cuando regresaba a su vivienda aquel hombre alto, de anchos hombros cubiertos por una trinchera pasada de moda y cabello negro, sin una sola cana pese a sus cuarenta y cinco años, y tan largo que a Martin Aodh le daba cierto aire de espadachín del siglo xvi. Lo de Aodh, vale por Hugo en gaélico y su raza irlandesa se manifestaba además en los pómulos salientes y los ojos color gris claro.
Hacía frío otra vez y Martin se estremeció mientras doblaba la esquina para entrar en Quai de Montebello. Apretó el paso para alcanzar la entrada del bloque de apartamentos, del cual dicho sea de paso era propietario, y de ahí que se hubiese quedado con el principal de la esquina, el que tenía la mejor vista. Desde la esquina y hasta el cuarto piso la fachada estaba recubierta de andamios debido a unas obras de embellecimiento.
Se disponía a subir los escalones de acceso al barroco portal cuando oyó una voz que le llamaba.
– ¿Martin?
Alzó los ojos y vio a Anne-Marie Audin que asomaba sobre la barandilla del balcón.
– ¿Cómo diablos…? ¿De dónde has salido tú? -exclamó, asombrado.
– De Cuba. Acabo de llegar.
Subió tomando los escalones de dos en dos y ella le recibió con la puerta abierta. La encerró en un abrazo de oso y regresaron juntos al recibidor.
– Qué maravilla volver a verte. ¿Por qué Cuba?
Ella le besó y le ayudó a quitarse la gabardina.
– ¡Ah! Un jugoso encargo de la revista Time. Pasemos a la cocina. Voy a prepararte un té.
Lo del té era un chiste viejo entre ellos. Pese a ser norteamericano, Martin no soportaba el café. Sentado junto a la mesita, encendió un cigarrillo y la observó mientras ella preparaba el té. Su cabello corto era tan negro como el suyo. Aquella mujer que se movía con suprema elegancia tenía la misma edad que él y sin embargo aparentaba doce años menos.
– Tienes un aspecto magnífico -dijo mientras ella le servía el té. Saboreó un sorbo y asintió en muestra de aprobación-. Estupendo, tal como aprendiste a hacerlo allá en South Armagh, en 1971, mientras Liam Devlin y yo te enseñábamos por la vía práctica cómo funcionaba el IRA.
– ¿Cómo está ese viejo canalla?
– Sigue en Kilrea, a las afueras de Dublín, da alguna clase en el Trinity College y asegura tener setenta años, aunque todos sepamos que es mentira.
– Ése no sentará cabeza nunca.
– Sí, y tú estás maravillosa -dijo Brosnan-. ¿Por qué no nos habremos casado?
Era una pregunta repetida ritualmente durante años, otro chiste compartido entre ambos. En otro tiempo habían sido amantes, pero hacía años que eran sólo buenos amigos. Aunque distaba de ser una relación corriente; él habría sido capaz de dar la vida por ella, tal como estuvo a punto de ocurrir en un pantano de Vietnam cuando se vieron por primera vez.
– Dicho esto, háblame de tu nuevo libro.
– Una filosofía del terrorismo -explicó él-. Muy aburrido. No creo que se vendan muchos ejemplares.
– Una lástima, teniendo en cuenta que proviene de un entendido en la materia.
– En realidad, no importa. El conocer las razones nunca ha servido para cambiar la conducta de las personas.
– Eres un cínico. Anda, vamos a beber algo de verdad.
Abrió el frigorífico y sacó una botella de Krug.
– ¿De cosecha nueva?
– ¿Cuál, si no?
Pasaron al magnífico salón. Sobre la chimenea de mármol, un gran espejo de marco dorado; plantas en todas partes y un piano de cola, sofás cómodos y algo desaliñados, y una cantidad descomunal de libros. Anne había dejado abierta la ventana del balcón y Brosnan fue a cerrarla mientras ella abría la botella de Krug y sacaba dos copas del aparador. En aquel preciso momento oyeron sonar el timbre de la puerta.
– ¿Profesor Brosnan? -dijo Hernu-. Soy el coronel Max Hernu.
– Le conozco perfectamente -contestó Brosnan-. Action Service, ¿no es cierto? ¿A qué viene todo esto? ¿Es mi pasado pecaminoso el que vuelve por mí?
– No precisamente; lo que pasa es que necesitamos su ayuda. Le presentó al inspector Savary y a los señores Gaston y Pierre Jobert.
– Pasen, por favor -dijo Brosnan, acuciada su curiosidad muy a su pesar.
Por orden de Hernu, los hermanos Jobert se quedaron en el vestíbulo mientras él y Savary eran introducidos en el salón por Brosnan. Anne-Marie se volvió con el ceño ligeramente fruncido y Brosnan hizo las presentaciones.
– Es una gran satisfacción para mí -le besó la mano Hernu-. Soy admirador suyo desde hace años.
– ¿Martin? ¿No vas a meterte en ningún lío? -dijo ella con aire preocupado.
– Claro que no -la tranquilizó él-. Ahora, ¿en qué puedo servirle, coronel?
– En un asunto de seguridad nacional, profesor. Apenas me atrevo a mencionarlo, pero he de recordar que mademoiselle Audin es una periodista gráfica de bastante renombre.
Ella sonrió.
– Total discreción. Tiene usted mi palabra, coronel.
– Estamos aquí porque nos lo sugirió el brigadier Charles Ferguson, de Londres.
– ¡El viejo diablo! ¿Y por qué sugirió que hablaran ustedes conmigo?
– Porque es usted un experto en asuntos relacionados con el IRA, profesor. Permita que me explique.
Lo que el otro hizo, resumiendo el asunto con toda la brevedad posible.
– Ya lo ve, profesor -concluyó-. Los hermanos Jobert han pasado revista a las fotografías que tenemos de militantes del IRA pero no le han identificado, y Ferguson tampoco pudo hacer nada con la breve descripción que pudimos transmitirle.
– Tienen ustedes un problema serio.
– Amigo mío, ese hombre no es un cualquiera. Debe de ser alguien fuera de lo común para intentar una cosa así, y sin embargo no sabemos nada de él, excepto que es irlandés y habla el francés con soltura.
– ¿Qué quieren que haga yo, pues?
– Hable con los Jobert.
Brosnan lanzó una ojeada hacia Anne-Marie y luego se encogió de hombros.
– Por mí no hay inconveniente. Que pasen.
Se apoyó en el borde de la mesa con la copa de champaña en la mano, mientras ellos le contemplaban con cierta timidez, dadas las circunstancias.
– ¿Qué edad tendrá?
– Es difícil decirlo, monsieur -contestó Pierre-. Es una persona que cambia de un momento para otro. Como si tuviese distintas personalidades. Yo diría que debe de rondar los cuarenta.
– ¿Y su descripción?
– Estatura entre pequeña y mediana, cabello rubio.
– Parece un don nadie -intervino Gaston-. Creíamos que era un enclenque, pero una noche machacó a un gigantón en nuestro establecimiento.
– Cuando estaba montando la Kalashnikov hizo un comentario diciendo que había visto cómo se destrozaba con ella un Land Rover lleno de paracaidistas ingleses.
– ¿Eso es todo?
Pierre frunció el ceño. Brosnan sacó del cubilete la botella de Krug y Gaston dijo:
– No, hay otra cosa. Siempre silba una cancioncilla, una tonada extranjera. Aprendí a tocarla en el acordeón. Él decía que era irlandesa.
Brosnan se quedó con el rostro inexpresivo, inmóvil, con la botella en una mano y la copa en la otra.
– Y le gusta ese brebaje, monsieur.
– ¿El champaña?
– Sí, en efecto, cualquier champaña, pero él prefiere la marca Krug.
– ¿Como éste, de cosecha reciente?
– Sí, señor. Decía que le gustaba la mezcla de varietales -explicó Pierre.
– Siempre decía eso el muy bastardo.
Anne-Marie apoyó una mano en el brazo de Brosnan.
– ¿Sabes quién es, Martin?
– 'Estoy casi seguro. ¿Sabría tocar esa música aquí, en el piano? -se volvió hacia Gaston.
– Lo intentaré, monsieur.
Abrió la tapa, ensayó unos instantes el teclado y luego tocó con un dedo el comienzo de la tonada.
– Con eso basta -se volvió Brosnan hacia Hernu y Savary-. Es la antigua canción popular irlandesa La alondra en el aire claro, y ustedes se hallan en un apuro, señores, porque el hombre a quien buscan es Sean Dillon.
– ¿Dillon? -dijo Hernu-. Naturalmente. El hombre de las mil caras, como dijo alguien de él.
– Un poco exagerado -replicó Brosnan-. Pero la cosa va por ahí.
Tras despedir a los hermanos Jobert, Brosnan y Anne-Marie ocuparon un sofá frente al de Hernu y Savary. El inspector tomaba notas mientras el norteamericano hablaba.
– Su madre murió en el parto. Creo que eso sería en 1952. Su padre era electricista y buscando trabajo se mudó a Londres, por lo que Dillon fue a la escuela allí. Tenía un talento increíble para el teatro, o mejor dicho, es un actor genial. Es capaz de cambiar delante de uno, aparentar una joroba, echarse quince años encima. Asombroso.
– Así, ¿le conoce usted bien? -preguntó Hernu.
– En Belfast, durante los años malos, antes de que él consiguiera la beca para estudiar en la academia de arte dramático. Sólo estuvo allí un año; no tenían nada que enseñarle. Hizo un pequeño papel o dos en el Teatro Nacional, nada importante. Hay que recordar que entonces era muy joven. Luego, en 1971, su padre, que había regresado a Belfast, fue muerto por una patrulla del ejército británico. Cayó en un fuego cruzado. Un accidente, en realidad.
– Pero Dillon lo tomó a mal.
– Ya lo creo. Por iniciativa propia se ofreció a los «provisionales» del IRA. Les cayó bien. Era inteligente, poseía facilidad para los idiomas. Le enviaron a Libia durante un par de meses, a uno de esos campos de entrenamiento para terroristas. Para un cursillo en materia de armamento. No hizo falta más, ni él se volvió nunca atrás de su decisión. Dios sabe a cuántos habrá matado.
– Así, ¿aún actúa para el IRA?
Brosnan meneó la cabeza.
– Ya no, desde hace bastantes años. Todavía se considera a sí mismo como un soldado, pero opina que la dirección actual es un puñado de comadres claudicantes y que no tienen empleo para él. Sería capaz de matar al Papa si se le convenciese de la necesidad de hacerlo. Era aficionado a intentar cualquier cosa, con tal de que fuese destructiva. Se rumorea que estuvo implicado en el caso Mountbatten.
– ¿Y entonces?
– Beirut, Palestina. Ha trabajado mucho para la OLP. Muchos grupos terroristas han utilizado sus servicios -Brosnan meneó repetidamente la cabeza-. Preveo que van a tener dificultades.
– ¿Por qué dice eso, exactamente?
– Por el detalle de que haya recurrido a un par de infelices como los Jobert. Siempre actúa del mismo modo. Aunque no le haya salido bien esta vez, él sabe que la debilidad de todos los movimientos revolucionarios es que proliferan en ellos los exaltados y los delatores. Usted dijo que era el hombre sin rostro, y es verdad, porque no creo que exista ninguna foto suya en ningún archivo. Y aunque existiera, de poco serviría.
– ¿Por qué lo hace? -preguntó Anne-Marie-. No creo que se mueva por ninguna motivación política.
– Porque le gusta. Está enganchado -explicó Brosnan-. Es un actor, la función va de veras y él sabe que hace bien el papel.
– Tengo la impresión de que no le aprecia usted mucho -aventuró Hernu-. En el terreno personal, quiero decir.
– Pues… hace mucho tiempo intentó matarme, y también a un buen amigo mío -dijo Brosnan-. ¿Contesta eso a su pregunta?
– Ciertamente, es motivo justificado -Hernu se puso en pie, y Savary le imitó en seguida-. Nos vamos. Quiero transmitir todas estas informaciones al brigadier Ferguson cuanto antes.
– Como usted guste -respondió Brosnan.
– Espero poder seguir contando con su colaboración en este asunto, profesor.
Brosnan miró de reojo a Anne-Marie, que había permanecido muy seria.
– Mire -contestó al fin-. No tengo inconveniente en hablar otra vez con ustedes si eso puede servir de alguna cosa, pero no quiero intervenir personalmente. Usted conoce mi pasado, coronel. Pase lo que pase, no deseo regresar a aquello. Es una antigua promesa que le hice a cierta persona.
– Lo entiendo perfectamente, profesor -se volvió Hernu hacia Anne-Marie-. Ha sido un placer, mademoiselle.
– Les acompaño -contestó ella, conduciéndolos hacia la salida.
Cuando regresó, Brosnan había abierto la ventana y estaba en el balcón, mirando hacia la otra orilla del río y fumándose un cigarrillo. La ciñó con un brazo.
– ¿Estás bien?
– ¿Cómo? ¡Ah, sí! Perfectamente -respondió ella, al tiempo que apoyaba la cabeza en su pecho.
En aquel preciso instante, Ferguson estaba sentado junto a la chimenea en su piso de Cavendish Square. Sonó el teléfono y Mary Tanner lo descolgó desde la biblioteca. Al cabo de unos momentos salió y anunció:
– Era Downing Street. El primer ministro quiere verle.
– ¿Cuándo?
– Ahora mismo, señor.
Ferguson se incorporó, quitándose las gafas de présbita.
– Pide el coche. Tú me acompañarás y esperarás fuera.
Ella descolgó, impartió una breve orden y colgó.
– A su entender, ¿cuál será el motivo, brigadier?
– No estoy seguro. Mi jubilación inminente, o tu retorno a empleos más rutinarios. O ese asunto de Francia. A estas alturas ya estará enterado. En fin, vayamos allá y lo sabremos -inició la marcha hacia la salida.
Después de pasar los controles de seguridad a la entrada de Downing Street, Mary Tanner se quedó en el coche mientras Ferguson pasaba por la puerta más famosa del mundo. Estaba todo bastante tranquilo en comparación con la última vez que había visitado aquello. En esa ocasión la señora Thatcher daba una fiesta de Navidad para el personal de la casa: encargadas de la limpieza, mecanógrafas, oficinistas. Un rasgo muy típico en ella, o la otra cara de la Dama de Hierro.
En realidad era una lástima que ella no continuase en el cargo, se dijo con un suspiro mientras seguía a un secretario joven por la escalera principal donde se alinean las copias de retratos de tantos grandes hombres de la historia: Peel, Wellington, Disraeli y muchos más. Entraron en un pasillo, el joven llamó a la puerta y la abrió.
– El brigadier Ferguson, primer ministro.
La última vez que Ferguson había visto aquella habitación, el toque femenino se manifestaba inequívocamente en una infinidad de detalles; ahora las cosas eran diferentes, un poco más austeras. Oscurecía fuera y John Major estaba revisando una especie de informe. En su mano, la pluma se movía con celeridad considerable.
– Disculpe la espera, será sólo un momento -dijo.
La naturalidad de la cortesía sorprendió a Ferguson; tal género de consideraciones no abundaba entre los jefes de estado. Major firmó el informe, lo dejó a un lado y se acomodó en su asiento: un hombre de cabello gris y gafas de montura de concha, de aspecto más bien agradable, el primer ministro más joven del siglo xx. Casi desconocido para el público en general en el momento en que sucedió a Margaret Thatcher, su manera de conducirse durante la crisis del golfo le había definido ya como un estadista de verdadera talla.
– Tome asiento, brigadier, por favor. Tenemos poco tiempo, así que iré derecho al grano. El asunto que ha afectado a la señora Thatcher en Francia. Muy inquietante, como es obvio.
– Lo es en efecto, primer ministro. Menos mal que las cosas salieron como salieron.
– Sí, pero más por efecto de la buena suerte que por otra cosa, a lo que parece. He hablado con el presidente Mitterrand y estamos de acuerdo en que el interés de todos, teniendo en cuenta principalmente la situación actual en el golfo, impone, a la mayor brevedad la adopción de máximas medidas de seguridad.
– ¿Y la prensa, primer ministro?
– Nada debe filtrarse a la prensa, brigadier -le advirtió John Major-. ¿Entiendo que les falló a los franceses la captura del individuo en cuestión?
– Temo que es así, señor, según mis últimas informaciones, pero el coronel Hernu, del Action Service, se mantiene en estrecho contacto con nosotros. Diariamente, intercambiamos información.
– Hablé con la señora Thatcher y ha sido ella quien llamó mi atención sobre usted, brigadier. Según he creído entender, ¿el departamento de información llamado Grupo Cuarto fue creado en 1972, responsable únicamente ante el primer ministro, con la finalidad de abordar y resolver casos concretos de terrorismo y subversión?
– Es correcto.
– Lo que significa que ha servido usted a cinco primeros ministros, contándome yo mismo.
– Lo siento, primer ministro, pero no es del todo exacto -objetó Ferguson-. Tenemos una dificultad en estos momentos.
– ¡Ah! Estoy al corriente. A los servicios normales de seguridad nunca les agradó demasiado su presencia, brigadier. Viene a ser algo demasiado parecido a un ejército privado del primer ministro. Por eso creyeron que el relevo en el Número Diez sería una buena oportunidad para librarse por fin de usted.
– Me temo que así es, primer ministro.
– Bien, pues no está en mis planes y no sucederá. He hablado con el director general de los servicios de seguridad. El asunto está solventado.
– Lo celebro sinceramente.
– Bien. Ahora mismo, su primera urgencia, como es obvio, consistirá en cazar al responsable de ese incidente francés, quienquiera que sea. Además, si pertenece al IRA es asunto nuestro de todas maneras, ¿no le parece?
– Totalmente de acuerdo.
– Bien. Puede retirarse, y ponga manos a la obra. Téngame informado acerca de cualquier novedad importante, pero siempre por los conductos reservados a mi exclusiva atención.
– Naturalmente, primer ministro.
La puerta se abrió como por arte de magia, apareció el ayudante para acompañar a Ferguson y el primer ministro se puso a trabajar con otro legajo de papeles mientras se cerraba la puerta y el brigadier Ferguson era conducido escaleras abajo.
Mientras se ponía en marcha el sedán, Mary Tanner se adelantó a cerrar el cristal.
– ¿Qué ha pasado? ¿Por qué le hizo llamar?
– ¡Ah! El asunto francés -habló con sorprendente indiferencia Ferguson-. ¿Sabes una cosa? Me ha parecido que éste tiene bastante madera.
– No insista en ese tema, por favor -dijo Mary-. ¿No cree que después de tantos años de administración tory teníamos derecho a esperar un cambio?
– Buena defensora de los trabajadores estás hecha tú -replicó él-. Tu padre, Dios lo tenga en su gloria, era profesor de cirugía en Oxford, y tu madre es dueña de la mitad del Herefordshire. Y ese piso tuyo de Lowndes Square no valdrá menos de un millón, digo yo… ¿Por qué será que los hijos de los ricos siempre salen tan izquierdosos, pero sin abandonar la costumbre de cenar en el Savoy?
– Qué grosera distorsión de los hechos.
– En serio, querida. Yo he trabajado para tantos primeros ministros laboristas como conservadores. El color del político no importa. El marqués de Salisbury cuando era primer ministro, Gladstone, Disraeli, todos tuvieron problemas muy parecidos a los que tenemos hoy. Los fenianos, los anarquistas, las bombas en Londres… sólo que entonces usaban la dinamita y hoy el Semtex, ¡y que no sufrió pocos atentados la reina Victoria! -contempló la circulación por Whitehall mientras se dirigían hacia el Ministerio de Defensa-. En el fondo nada cambia.
– Muy bien, tomo nota de la conferencia, pero ¿qué ha pasado? -exigió ella con impaciencia.
– Pues que volvemos a tener empleo, ¡eso es lo que ha pasado! -dijo él-. Temo que tendremos que aplazar tu reincorporación a la Policía Militar.
– ¡Condenado…! -exclamó ella con júbilo, arrojándole los brazos al cuello.
El despacho de Ferguson en el tercer piso del Ministerio de Defensa ocupaba la esquina posterior, con vistas a la Horse Guards Avenue, el Victoria Embankment y el río al fondo. Apenas se había sentado detrás de su escritorio cuando entró Mary corriendo.
– Fax de Hernu, codificado. Acabo de pasarlo por la máquina. No le va a gustar.
Contenía la esencia de la conversación entre Hernu y Martin Brosnan, los datos acerca de Sean Dillon, todo.
– ¡Santo cielo! -exclamó Ferguson-. No podría ser peor. Ese Dillon es como un fantasma. ¿Existe o no existe ese fulano? Tan peligroso como Carlos en tanto que terrorista internacional, pero totalmente desconocido para los medios y para la opinión en general, y sin nada que nos permita hincarle el diente.
– Una cosa sí tenemos, señor.
– ¿El qué?
– Tenemos a Brosnan.
– Cierto, pero ¿querrá ayudarnos? -Ferguson se puso en pie para acercarse a la ventana-. Hace un año le pedí a Martin un favor, y no quiso saber nada del asunto.
Se volvió con una sonrisa y prosiguió:
– Es esa Anne-Marie Audin, la novia que tiene. Ella no quiere que recaiga en lo que fue antes.
– Sí, eso es comprensible.
– Pero no importa. Lo mejor será que nos pongamos a redactar un informe con la novedad para el primer ministro. Que sea breve.
Ella sacó una estilográfica del bolsillo de su camisa y tomó notas mientras él dictaba.
– ¿Alguna cosa más, señor? -preguntó cuando hubo terminado.
– Me parece que no. Que lo pasen a máquina. Un ejemplar para el archivo y otro para el primer ministro. Envíalo en seguida al número diez mediante mensajero, con nota de confidencial y reservado.
Mary elaboró rápidamente un borrador con su propia máquina de escribir y luego enfiló pasillo abajo hacia la sección de secretaría interior. Existía una en cada planta, y todo el personal era de probada confianza. Se oía el incesante tableteo del teletipo. De pie ante la máquina, un hombre de cincuenta y tantos años, cabello blanco y gafas con montura de acero, del modelo del ejército, con la camisa arremangada.
– Hola, Gordon -dijo ella-. Máxima urgencia y la mejor presentación. Con una copia para el archivo personal. ¿Te encargarás en seguida?
– Naturalmente, capitana Tanner -le echó una breve ojeada al documento-. Se lo llevo dentro de quince minutos.
Ella salió y él se puso delante de la máquina de escribir, respirando hondo para serenarse mientras leía la primera línea: A la atención del primer ministro, confidencial y reservado. Gordon Brown tenía veinticinco años de antigüedad en el Intelligence Corps y la categoría de suboficial, carrera digna aunque no espectacular, que culminaría en la concesión de la Orden del Imperio Británico y una oferta de empleo en el Ministerio de Defensa cuando le tocase jubilarse del ejército. Y todo le había salido bien hasta que su mujer murió de cáncer, hacía un año. Como no tenían hijos, se encontró solo y triste en el mundo a los cincuenta y cinco años. Pero entonces sucedió algo milagroso.
En el ministerio se recibían con frecuencia tarjetones de invitación a las numerosas recepciones de las diversas embajadas en Londres. Él solía hacer uso de ellos para distraerse. Y en el vernissage de una exposición de arte organizada por la embajada alemana conoció a Tania Novikova, secretaria y mecanógrafa de la embajada soviética.
Simpatizaron en seguida. Ella tenía treinta años y no era particularmente bonita, pero después de la segunda vez que salieron ella se lo llevó a la cama en el piso que él tenía en Camden y fue como una revelación. Brown no sabía que las relaciones sexuales pudieran ser así, y quedó enganchado al instante. Así empezó todo. Las preguntas acerca de su empleo y de todo lo que ocurriese o dejase de ocurrir en el Ministerio de Defensa. Luego se produjo el enfriamiento. Dejó de verla y quedó completamente trastornado, fuera de sí. La llamó a su piso y ella se mostró fría y distante al principio; luego le preguntó si había estado haciendo algo interesante.
Él comprendió en seguida lo que sucedía, pero no le importó. Por aquel entonces circulaban en el ejército británico muchos informes sobre los cambios políticos en Rusia. Era tan fácil sacar una copia más. Cuando las llevó al piso de ella, todo volvió a ser como antes y se vio transportado a cumbres del placer que jamás había entrevisto antes.
A partir de entonces no tuvo inconveniente en hacer lo que fuese necesario ni en suministrar copias de cualquier cosa que a ella pudiese interesarle. A la atención del primer ministro, confidencial y reservado. ¿Hasta dónde llegaría la gratitud de ella a cambio? Cuando hubo mecanografiado el informe separó dos copias más, una de ellas para sí mismo. Tenía un archivador propio guardado en un cajón de su dormitorio. La otra era para Tania Novikova, que naturalmente no era secretaria-mecanógrafa de la embajada soviética como le había dicho a Brown, sino capitana del KGB.
Gaston abrió la puerta de su garaje frente a Le Chat Noir y Pierre se puso al volante del viejo Peugeot burdeos y crema. Su hermano se instaló en el asiento posterior y el automóvil se puso en marcha.
– Estaba pensando -empezó Gaston-. ¿Qué pasará si no lo atrapan? Quiero decir que podría volver por nosotros, Pierre.
– No digas tonterías -se impacientó Pierre-. Habrá puesto pies en polvorosa, Gaston. Sólo un loco se quedaría, por aquí, con todo el jaleo que se ha armado. Anda, enciéndeme un cigarrillo y cállate. Vámonos a tomar una buena cena, y luego iremos al Zanzibar. Todavía está en cartel el número de strip-tease con las hermanas suecas.
Faltaba poco para las ocho y las calles se hallaban silenciosas y desiertas. La gente se encerraba en sus casas debido al intenso frío. El coche salió a una plazuela y mientras la cruzaban, apareció detrás de ellos un CRS en motocicleta, haciéndoles señales con el faro.
– Nos está siguiendo uno de la bofia -anunció Gaston.
El policía los adelantó, hombre sin rostro tras las gafas y el casco de motorista, y con la mano les ordenó que se detuvieran.
– Un mensaje de Savary, supongo -dijo Pierre y estacionó el coche sobre la acera.
– Puede que le hayan cazado ya -comentó Gaston, excitado.
El CRS dio media vuelta y montó la moto sobre su caballete detrás de ellos. Gaston abrió la puerta posterior y se asomó.
– ¿Han pillado ya a ese bastardo?
Dillon se sacó de la zamarra una Walther con un silenciador Carswell y le disparó dos tiros en el corazón. Luego se alzó las gafas y se volvió. Pierre se santiguó.
– Eres tú.
– Sí, Pierre. Cuestión de honor.
La Walther tosió dos veces más; luego Dillon se la guardó bajo la solapa de la zamarra, montó en la BMW y desapareció. Empezó a nevar un poco. En la plazuela reinaba el silencio. Transcurrió casi media hora hasta que fueron hallados por un policía de a pie que hacía la ronda encapuchado para protegerse del frío.
El piso de Tania Novikova quedaba justo al lado de Bayswater Road y no lejos de la embajada soviética. La jornada había sido muy difícil, por lo que regresó con intención de acostarse temprano. Minutos antes de las diez y media llamaron a la puerta, justo cuando ella estaba secándose después de tomar una ducha. Contrariada, se puso una bata y bajó a abrir.
El turno de noche de Gordon Brown había terminado a las diez. No veía llegado el momento de poder estar con ella, así que tras las habituales dificultades para estacionar su Ford Escort se presentó a la puerta y llamó con impaciencia, muy excitado. Cuando ella fue a abrir y vio quién era montó en cólera y le tiró del brazo hacia dentro.
– Te dije que no debías presentarte aquí, Gordon, bajo ninguna circunstancia.
– Es que se trata de un caso especial -suplicó él-. Mira lo que traigo para ti.
En la sala, ella tomó el voluminoso sobre, lo rasgó y extrajo el informe. A la atención del primer ministro, confidencial y reservado. Sintió crecer su emoción a medida que lo leía. Parecía mentira que aquel imbécil hubiese puesto en sus manos una jugada tan importante. Le tocaba las caderas y subía buscando los pechos, y se dio cuenta de que lo tenía muy excitado.
– Interesante, ¿no? -preguntó él.
– Excelente, Gordon. Te has portado como un buen muchacho.
– ¿De veras? -la agarró con más fuerza-. ¿Puedo quedarme?
– ¡Oh, Gordon! ¡Qué lástima! Precisamente me ha tocado el turno de noche.
– Por favor, querida -él temblaba como una hoja- Aunque sólo sean unos minutos.
Ella comprendió que era necesario tenerlo contento, de manera que dejó el informe sobre la mesa y le tomó de la mano.
– Un cuarto de hora, Gordon. No dispongo de más tiempo. Y luego te irás -le anunció mientras lo conducía hacia su habitación.
Cuando se hubo librado de él se vistió a toda prisa, mientras deliberaba consigo misma qué hacer. Ella era una comunista pura y dura, así la habían educado y así pensaba continuar durante el resto de su vida. Además estaba entregada al servicio del KGB con toda su lealtad; a esa institución debía estudios, carrera y la poca o mucha consideración social que hubiese merecido en su mundo. Para ser una mujer joven, tenía ideas sorprendentemente anticuadas. No era partidaria de Gorbachev ni de los demás locos de la glasnost que rodeaban a éste; por desgracia, en el KGB muchos sí eran partidarios y entre ésos destacaba su jefe en la embajada de Londres, el coronel Yuri Gatov.
¿Cuál sería su actitud si llegaba a conocer tal informe?, se preguntó mientras salía a la calle y echaba a andar. ¿Cómo reaccionaría Gorbachev ante la noticia del fracasado intento de asesinar a la señora Thatcher? Tan indignado como el propio primer ministro británico, seguramente, y si ésa era la reacción de Gorbachev, el coronel Gatov pensaría lo mismo. Así pues, ¿qué hacer?
La solución se le ocurrió mientras caminaba sobre el helado pavimento de Bayswater Road. Aquel papel podía interesar a un hombre que no sólo opinaba igual que ella, sino que además estaba situado precisamente en el lugar donde se desarrollaba la acción, París. Su ex jefe el coronel Josef Makeiev. En efecto, Makeiev sabría cómo sacar el mejor partido posible de aquella información. Regresó por el parque de Kensington Palace y se encaminó a la embajada soviética.
Casualmente Makeiev se había quedado en su despacho aquella noche, cuando su secretaria metió la cabeza y le anunció:
– Llamada desde Londres, por el secráfono. Es la capitana Novikova.
Makeiev descolgó el teléfono rojo.
– Tania -dijo con cierta entonación de afecto en la voz; habían sido amantes durante los tres años que ella estuvo trabajando a sus órdenes en París-. ¿En qué puedo ayudarte?
– Tengo entendido que se ha producido a primera hora de hoy un incidente que afectó al Imperio.
Era una antigua expresión en clave del KGB, utilizada durante algunos años para referirse a cualquier intento de magnicidio que guardase relación con la Gran Bretaña.
Makeiev despabiló al instante.
– Estás en lo cierto. Del tipo habitual de aquí no ha pasado nada.
– ¿Te interesa?
– Y mucho.
– Te envío un fax codificado. Estaré en mi oficina, por si quieres comentar algo.
Tania Novikova colgó. Tenía sobre otra mesita su propio telefacsímil codificador. Tras acercarse a la máquina, tecleó con rapidez los detalles necesarios, comprobándolos en la pantalla. Agregó la clave personal de Makeiev y fue introduciendo las hojas del informe. Al cabo de pocos segundos recibió la confirmación de recibido completo. Se puso en pie, encendió un cigarrillo y se acercó a la ventana, dispuesta a esperar.
El mensaje codificado se recibió por radio en el gabinete de cifra de la embajada en París. Makeiev se quedó junto a la máquina, esperando con impaciencia a que saliera la transmisión. El operador se la entregó y el coronel, tras insertar las hojas en el decodificador, tecleó su clave personal. En su prisa por enterarse del contenido, empezó a leer el mensaje decodificado mientras andaba por el pasillo, tan excitado como la misma Tania Novikova después de leer el encabezamiento: A la atención del primer ministro, confidencial y reservado. Y lo releyó una vez más sentado detrás de su escritorio. Reflexionó unos momentos y luego alargó una mano hacia el teléfono rojo.
– Hiciste bien, Tania. La criatura es mía.
– Me alegro.
– ¿Sabe Gatov algo de esto?
– No, coronel.
– Bien, pues vamos a dejarlo así.
– ¿Puedo hacer algo más?
– ¡Y tanto! Cultiva a tu contacto. Pásame sin demora cualquier cosa que haya. Y es posible que deba pedirte algo más. Un amigo mío se desplazará próximamente a Londres. Es el amigo que mencionan los papeles.
– Quedo a tus órdenes.
Tania colgó, muy satisfecha de sí misma, y se encaminó hacia la cantina.
En París, Makeiev permaneció un rato sentado, con el ceño fruncido, y luego descolgó para llamar a Dillon. Hubo una breve espera hasta que se puso el irlandés.
– ¿Quién es?
– Soy Josef, Sean. Voy para allá. Máxima importancia.
Makeiev colgó el aparato, requirió su abrigo y salió.