5

Caía un frío siberiano aquella noche, un frente que barría Europa, tan helado que ni siquiera dejaba nevar. Faltaba poco para las siete y, en el apartamento, Brosnan añadió un par de rollizos troncos a la chimenea.

Anne-Marie, estirada en el sofá, rebulló y se incorporó diciendo:

– Así, ¿cenamos aquí?

– Será mejor, creo -dijo él-. Hace una noche fatal.

– Voy a ver lo que hay en la cocina.

Él puso en marcha el televisor para ver el noticiario. Más ofensivas aéreas contra Bagdad, pero la campaña terrestre aún no comenzaba. Apagó el receptor y en ese instante Anne-Marie salió y tomó su abrigo de la silla donde lo había dejado antes.

– El frigorífico está casi vacío, como de costumbre. O me explicas cómo hago una cena con un pedazo de queso mohoso, un huevo y medio cartón de leche, o tendré que salir para comprar algo en la charcutería de la esquina.

– Te acompaño.

– ¡Qué tontería! -dijo ella-. ¿Por qué hemos de padecer los dos? Vuelvo en seguida.

Le echó un beso con los dedos y salió. Brosnan fue a abrir el ventanal y salió al balcón, aterido de frío, mientras encendía un cigarrillo y vigilaba la calle. Cuando ella asomó la cabeza por el portal y empezó a cruzar la calle, él gritó desde el balcón en tono dramático:

– ¡Adiós, amor mío! ¡Ah, el dulce dolor de la despedida!

– ¡Tonto! -gritó ella-. ¡Entra antes de que pilles una pulmonía!

Y continuó caminando con precaución sobre el hielo que recubría los adoquines, hasta desaparecer a la vuelta de la esquina.

En ese instante sonó el teléfono. Brosnan se apresuró a entrar en el salón, dejándose la ventana entreabierta.


Dillon había cenado temprano en un pequeño café que solía frecuentar. Regresó a pie y su camino le llevó por delante del bloque de pisos donde vivía Brosnan. Se detuvo en la acera opuesta, acusando el frío pese al chaquetón marino y a la gorra de lana calada hasta las orejas. Mientras se golpeaba los costados con vigor, contempló la ventana iluminada del apartamento.

Cuando salió del portal Anne-Marie, la reconoció al instante y retrocedió para refugiarse en la sombra. La calle estaba en silencio; no pasaba ni un alma, y cuando Brosnan se asomó al balcón y habló con ella, a Dillon no se le escapó ni una sola de las palabras que pronunciaron. Pero interpretó el diálogo de una manera completamente errónea, como que se despedían hasta el día siguiente. Cuando ella dobló la esquina, él cruzó la calle con rapidez, y tras comprobar que llevaba la Walther bien asegurada al cinto, en el hueco de la espalda como siempre, miró en todas direcciones para ver si se acercaba alguien y luego empezó a escalar los andamios.

La llamada era para Brosnan de Mary Tanner.

– De parte del brigadier Ferguson, ¿podríamos visitarle mañana por la mañana, antes de nuestro regreso?

– No, servirá de nada -le advirtió Brosnan.

– ¿Significa que acepta o que no acepta?

– Está bien -dijo él de mala gana-. Si se empeñan…

– Le comprendo. De veras -aseguró ella-. ¿Cómo está Anne-Marie?

– ¡Ah! Es una mujer fuerte -contestó él-. Ha visto más guerras que nosotros banquetes de gala. Por eso, siempre me ha extrañado un poco su postura en cuanto la cuestión tiene que ver conmigo.

– ¡Ay, amigo mío, y qué estúpidos son ustedes los hombres a veces! Eso es porque está enamorada de usted, profesor. Así de sencillo. Hasta mañana.

Brosnan colgó. Sintió una corriente de aire helado y el fuego de la chimenea se avivó. Al volverse vio que estaba allí Sean Dillon, de pie delante del ventanal abierto, empuñando la Walther con la izquierda.

– Dios bendiga a los reunidos -dijo.


La charcutería vecina, como tantos establecimientos por el estilo en los últimos tiempos, era propiedad de un caballero hindú, un tal señor Patel. Trataba con gran obsequiosidad a Anne-Marie, y la acompañaba en su búsqueda por las estanterías llevándole el cesto de la compra: deliciosas baguettes francesas, leche, huevos, queso de Brie y una hermosa empanadilla.

– Hecha por mi mujer con sus propias manos -aseguró el señor Patel-. Dos minutos en el microondas y servirá para una cena perfecta.

Empaquetó las cosas con primor para ella.

– Lo apuntaré todo en la cuenta del profesor Brosnan, como de costumbre.

– Gracias -contestó Anne-Marie, mientras él acudía a abrir la puerta.

– Ha sido un placer, mademoiselle.

Ella emprendió el regreso cruzando el helado pavimento con una súbita sensación de inexplicable euforia.


– ¡Cielos, Martin! ¡Qué bien te han tratado los años! -se quitó Dillon con los dientes el guante de la mano derecha, para rebuscar en su bolsillo el paquete de tabaco.

Brosnan, que estaba a un metro del cajón de su escritorio donde guardaba la automática Browning, inició un movimiento cauteloso.

– ¡Chico travieso! -hizo Dillon un gesto con la Walther-. Prefiero que te sientes en el brazo del sofá y que pongas las manos detrás de la cabeza.

Brosnan obedeció.

– Estás disfrutando, ¿eh, Sean?

– Ya lo creo. ¿Cómo anda el viejo cretino de Liam Devlin últimamente?

– Vivito y coleando. Todavía en Kilrea, a las afueras de Dublín, como tú ya sabes.

– En efecto.

– Ese operativo en Valenton, el de la señora Thatcher -dijo Brosnan-. Qué negligente de tu parte, Sean. Quiero decir, lo de trabajar con un par de golfos como los Jobert. Estás perdiendo estilo.

– ¿Lo crees así?

– Sin duda había mucho dinero de por medio.

– Muchísimo -dijo Dillon.

– Te habrán pagado por adelantado, digo yo.

– Muy gracioso -Dillon empezaba a aburrirse.

– Otra cosa que me llama la atención -continuó Brosnan-. ¿Qué quieres de mí después de tantos años?

– ¡Ah, eso! Lo sé todo acerca de ti -contestó Dillon-. Que te están sacando información sobre mi Hernu, ese coronel del Action Service, el viejo bastardo de Ferguson y esa compinche suya, la capitana Tanner. Yo me entero de todo, Martin. Tengo amigos en todas partes y son de los buenos, de los que tienen acceso a todo lo que quieran.

– ¿De veras? ¿Y quedaron contentos con tu fracaso en lo de la Thatcher?

– Eso no ha sido más que un ensayo, una prueba a ver si sonaba la flauta. Les he prometido otro blanco alternativo, ya sabes cómo funcionan las cosas en este negocio.

– Ciertamente, y otra cosa que sé es que el IRA jamás ha pagado por un golpe.

– ¿Quién ha dicho que yo trabajo para el IRA? -sonrió Dillon-. En estos tiempos son muchos los que desearían darles un buen toque a los británicos.

Brosnan comprendió, o creyó comprender.

– ¿Bagdad?

– Lo siento, Martin, pero ésa es una pregunta a la que no vas a encontrar respuesta en toda la eternidad.

Brosnan replicó:

– Ten un poco de paciencia. Sería un buen golpe para Saddam. Quiero decir que tal como le está saliendo la guerra, le haría mucha falta algo así.

– ¡Cristo! Siempre has sido demasiado hablador.

– El presidente Bush está atrincherado en Washington, así que sólo nos quedan los británicos. Has fracasado con la mujer más famosa del mundo, de manera que, ¿a quién le toca luego? ¿Al primer ministro?

– En el lugar en donde estarás pronto estas cuestiones no importan a nadie, muchacho.

– Pero tengo razón, ¿verdad?

– ¡Maldito seas, Brosnan! ¿Por qué has de intentar ser siempre el más listo? -estalló Dillon, furioso.

– No lo conseguirás nunca -dijo Brosnan.

– ¿De veras? Entonces, tendré que demostrar que estabas equivocado.

– Como decía antes, estás perdiendo estilo, Sean. Ese intento tuyo contra la señora Thatcher… Me recuerda el proyecto de nuestro viejo y querido Frank Barry cuando quiso atentar en St. Etienne contra el secretario inglés del Exterior, lord Carrington. Me sorprendió bastante que utilizaras él mismo plan de acción, pero bien mirado tú siempre creíste que Barry era algo especial, ¿no es cierto?

– Era el mejor.

– Y en fin de cuentas acabó bien muerto -le replicó Brosnan.

– Quienquiera que lo hiciese, debió dispararle por la espalda -dijo Dillon.

– ¡Mentira! -le rebatió Brosnan-. Estábamos cara a cara, si mal no recuerdo.

– ¿Así que tú mataste a Frank Barry? -susurró Dillon.

– Alguien tenía que hacerlo -dijo Brosnan-. Es lo que les pasa a los perros rabiosos. Yo trabajaba por cuenta de Ferguson, dicho sea de paso.

– ¡Maldito bastardo! -Dillon alzó la Walther y apuntó con cuidado, y entonces se abrió la puerta y entró Anne-Marie con las bolsas de la compra.

Dillon se volvió hacia ella. Brosnan gritó: «¡Al suelo!», y se arrojó, mientras las dos balas de Dillon se incrustaban en el sofá.

Anne-Marie gritó, pero no de miedo sino de rabia, dejó caer las bolsas y se abalanzó contra él. Dillon intentó esquivarla y trastabilló de espaldas, saliendo al balcón. En la sala, Brosnan gateó hasta el escritorio para tratar de hacerse con la pistola. Anne-Marie clavó las uñas en el rostro de Dillon. Éste soltó una blasfemia y la apartó de un empujón, que la envió de espaldas contra la barandilla y la hizo caer balcón abajo.

Brosnan había abierto el cajón, derribó la lámpara dejando la sala a oscuras y empuñó la Browning. Dillon hizo tres disparos seguidos y corrió agachado hacia la puerta. Brosnan disparó dos veces, demasiado tarde. Se oyó el portazo. Se incorporó y corrió hacia la barandilla para mirar. Anne-Marie yacía sobre el empedrado. Brosnan se volvió, cruzó corriendo la sala y el vestíbulo, y bajó la escalera de dos en dos.

Cuando salió a la calle había empezado a nevar. No se veía ni rastro de Dillon, y el portero que estaba arrodillado al lado de Anne-Marie alzó la mirada y dijo:

– Ha salido un hombre con una pistola, profesor. Cruzó la calle corriendo.

– No se preocupe -Brosnan se inclinó a recogerla entre sus brazos-. ¡Una ambulancia! ¡Dése prisa!

Empezó a nevar con más fuerza. Él la acunó entre los brazos y esperó.


En los magníficos salones del Ritz, Ferguson, Mary y Max Hernu se lo estaban pasando en grande. Iban por la segunda botella de Louis Roederer Crystal y el brigadier se hallaba de un humor excelente.

– ¿Quién fue el que dijo que cuando uno está aburrido del champaña significa que está aburrido de la vida? -preguntó.

– Indudablemente, debió ser un francés -replicó Hernu convencido.

– Muy probable, pero creo que ha llegado el momento de brindar por la proveedora de este banquete -alzó su copa-. A tu salud, Mary querida.

Ella se disponía a contestar cuando vio por el espejo de pared que había aparecido en la entrada el inspector Savary, y estaba hablando con el maestresala.

– Me parece que le buscan a usted, coronel -se volvió hacia Hernu.

Éste miró hacia la entrada.

– ¿Qué habrá pasado ahora? -y poniéndose en pie, anduvo por entre las mesas para acercarse a donde estaba Savary. Hablaron unos instantes, mirando hacia la mesa donde quedaban los británicos.

– No sé lo que pensará usted, señor, pero a mí me da mala espina -dijo Mary.

Antes de que él pudiese contestar, Hernu había regresado, muy serio.

– No son buenas noticias.

– ¿Dillon? -preguntó Ferguson.

– Le hizo una visita a Brosnan.

– ¿Qué pasó? ¿Está bien Brosnan?

– Sí, sí. Hubo un tiroteo y Dillon escapó -lanzó un suspiro de pesadumbre-. Pero mademoiselle Audin está en el hospital St. Louis y, por lo que me cuenta Savary, la cosa no presenta buen cariz.


Cuando llegaron, Brosnan estaba en la sala de espera de la segunda planta, paseando arriba abajo con impaciencia y fumando. En sus ojos había una expresión frenética como Mary Tanner no había visto nunca en nadie.

Fue la primera en acercarse.

– Lo siento.

– ¿Cómo ocurrió? -preguntó Ferguson.

Lacónico y frío, Brosnan les resumió los sucesos. Cuando estaba a punto de acabar el relato, apareció un hombre alto y canoso en bata de cirujano. Brosnan se volvió hacia él con viveza.

– ¿Cómo está ella, Henri? -y dirigiéndose a los demás, agregó-: El profesor Henri Dubois, colega mío en la Sorbona.

– Bastante mal, amigo mío. Las fracturas de la pierna izquierda y la columna vertebral son malas, pero me preocupa más la del cráneo. La están preparando para intervenir y voy a operarla ahora mismo.

Dicho esto salió, y Hernu rodeó con el brazo los hombros de Brosnan.

– Vamos a tomar un café, amigo. Sospecho que la noche va a ser larga.

– Yo únicamente tomo té -dijo Brosnan, con las facciones pálidas y la mirada sombría-. No soporto el café, aunque le parezca a usted la cosa más rara del mundo.


Había un pequeño café para visitantes en la planta baja. Estaba casi desierto, por lo avanzado de la hora. Savary se ausentó para encargarse de los aspectos policiales y los demás ocuparon una mesa en un rincón.

– Sé que estará pensando en otras cosas, pero ¿puede contarnos algo de lo que dijo? -preguntó Ferguson.

– ¡Ya lo creo! Trabaja por cuenta de alguien y desde luego no es el IRA. Van a pagarle por esta acción e incluso presumió de que sería mucho dinero.

– ¿Alguna idea acerca de quién puede ser?

– Cuando le mencioné a Saddam Husein se puso furioso. Tengo la impresión de que la cosa anda por ahí. Otro punto interesante. Les conoce perfectamente a ustedes.

– ¿A todos nosotros? ¿Está usted seguro? -dijo Hernu.

– Sí, sí. También presumió de eso -se volvió hacia Ferguson-. Incluso sabía que usted y la capitana Tanner estaban aquí para sacarme información. Son sus palabras. Y dijo que tenía amigos bien situados.

Frunció el ceño mientras procuraba recordar las palabras exactas, y luego las repitió:

– «Mis amigos son de los buenos, de los que tienen acceso a todo lo que quieran».

– ¿Eso dijo? -miró Ferguson a Hernu-. Preocupante, ¿no les parece?

– Pues usted tiene otro problema, porque dijo que el atentado contra la Thatcher no había sido más que un ensayo, que tenía otro blanco alternativo.

– Continúe -dijo Ferguson.

– Conseguí que se saliera de sus casillas aguijoneándole por lo mal planeado que estuvo el golpe de Valenton. Creo que averiguarán ustedes que se propone atentar contra el primer ministro británico.

– ¿Está usted seguro? -preguntó Mary.

– Desde luego -asintió él-. Le tendí una trampa, asegurándole que nunca lo conseguiría, y él se puso furioso y prometió demostrar cómo me equivocaba.

Ferguson miró a Hernu, con un suspiro.

– Ahora ya estamos al corriente. Será preciso acudir a la embajada y dar la alarma a nuestra gente en Londres.

– Yo haré lo mismo aquí -dijo Hernu-. Tarde o temprano tendrá que salir del país. Alertaremos a todos los aeropuertos y líneas de transbordadores. Lo habitual, aunque de una manera discreta, naturalmente.

Todos se pusieron en pie, y Brosnan añadió:

– Pierden ustedes el tiempo. No lo atraparán con las rutinas de costumbre. Ni siquiera saben a quién deben buscar.

– Es posible, Martin -dijo Ferguson-. Pero es menester que hagamos cuanto está en nuestra mano, ¿verdad?

Mary Tanner les acompañó hasta la puerta.

– Mire, brigadier, si no le importa preferiría quedarme.

– Por supuesto, querida. Nos veremos luego.

Ella se dirigió al mostrador y pidió dos tazas de té.

– Son fantásticos esos franceses -comentó-. No hay manera de hacerles entender que nos gusta tomar el té con leche.

– Gente para todo -dijo Brosnan, lacónico-. Ferguson me ha contado cómo se hizo usted esa cicatriz.

– Un recuerdo de la vieja Irlanda -se encogió ella de hombros.

Él se devanaba los sesos en busca de conversación.

– ¿Y la familia de usted? ¿Vive en Londres?

– Mi padre era profesor de cirugía en Oxford. Murió hace unos años, de cáncer. Mi madre todavía vive y tiene una finca en el Herefordshire.

– ¿Hija única?

– Tuve un hermano. Diez años mayor que yo. Lo mataron en Belfast. Un francotirador le acertó desde Divis Flats. Era capitán de infantería de marina.

– Lo siento.

– De eso hace muchos años.

– Pero no la dispondrá favorablemente para con las personas como yo.

– Ferguson me contó cómo se vio usted implicado en lo del IRA después de la guerra del Vietnam.

– Otro yanqui entrometido, ha debido pensar usted -suspiró-. Parecía lo justo en aquellos momentos, así era y es inútil querer afirmar otra cosa. Estuve metido hasta el cuello durante cinco largos y sangrientos años.

– ¿Y cómo lo ve usted ahora?

– ¿Lo de Irlanda? -soltó una áspera carcajada-. Por lo que a mí concierne, podrían hundirse todos en el océano con su isla.

Poniéndose en pie, agregó:

– Vamos a estirar las piernas -dicho lo cual enfiló hacia la salida sin volverse.

Dillon estaba en la cocina de su barcaza, hirviendo agua, cuando sonó el teléfono. Makeiev anunció:

– Está en el hospital St. Louis. Ha sido necesario actuar con discreción en las averiguaciones, pero mi informante ha podido comprobar que está en la lista de urgencias.

– Al carajo con ella -dijo Dillon-. ¿Por qué no se quedó con las manos quietas?

– Esto podría desencadenar un alboroto importante. Voy a verte y hablaremos.

– Te espero aquí.

Dillon echó agua hirviendo en una palangana y se metió en el baño. Allí se quitó la camisa y sacó un portafolios del armario empotrado bajo el lavabo. Era exactamente lo que había previsto Brosnan. La cartera contenía una colección de pasaportes, en cuyas fotografías aparecía el mismo Dillon convenientemente disfrazado. Y también un neceser de maquillaje de gran calidad.

En el decurso de los años había cruzado muchas veces a Inglaterra, ida y vuelta, a menudo haciendo escala en Jersey, una de las islas del canal. Era suelo británico y, una vez en ella, no hacía falta pasaporte para el vuelo a Inglaterra. Así que esta vez sería un turista francés de vacaciones en Jersey, para lo cual seleccionó un pasaporte a nombre de Henri Jacaud, un vendedor de automóviles oriundo de Rennes.

A continuación eligió un permiso de conducción de Jersey a nombre de Peter Hilton, domiciliado en St. Helier, la capital de la isla. En Jersey los permisos de conducir, a diferencia del resto de las islas Británicas, llevan una fotografía del titular. Hacía años que había comprendido la utilidad de andar provisto de una identidad verificable; nada tranquilizaba tanto a la gente como poder comparar el rostro de una persona con las fotos de sus papeles. En este caso, la fotografía del permiso de conducir y la del pasaporte francés eran idénticas, como convenía al itinerario.

Disolvió en el agua caliente un poco de tinte negro para el cabello y empezó a cepillarse el suyo, de color natural rubio. Era sorprendente cómo cambiaba una cara con sólo ponerse el pelo de otro color. Modeló con el secador un peinado diferente y lo fijó con brillantina. Luego seleccionó de su portafolios unas gafas de montura de concha y cristales ligeramente ahumados. Cerró los ojos para concentrarse en su papel, y cuando los abrió ahí estaba Henri Jacaud frente al espejo. El efecto era extraordinario. Cerró el portafolios, lo guardó en el armario, se puso la camisa y salió a la cabina principal provisto del pasaporte y el carné de conducir.

En ese instante llegaba Makeiev.

– ¡Vaya susto! -exclamó-. Creí que me había tropezado con un desconocido.

– Lo es -dijo Dillon-. Henri Jacaud, vendedor de coches en Rennes, tomándose unas vacaciones de invierno en Jersey. Embarcado en el hidrodeslizador de St. Malo.

Y mostrándole el permiso de conducir, agregó:

– Qué también es Peter Hilton, residente en Jersey y de profesión contable en St. Helier.

– ¿No necesitas pasaporte para ir a Londres?

– No lo necesitan los residentes en Jersey, porque es territorio británico. El permiso de conducir sirve para atribuirme una cara. Así la gente se queda tranquila, creyendo que saben quién eres. Incluso la policía.

– ¿Qué ocurrió esta noche, Sean? ¿Qué ha pasado en realidad?

– Decidí que había llegado el momento de ocuparme de Brosnan. ¿No lo entiendes, Josef? Me conoce demasiado bien, sabe muchas cosas acerca de mí, y eso puede ser peligroso.

– Desde luego. Un tipo muy listo ese profesor.

– No es sólo eso, Josef. Él sabe cómo me muevo, conoce mi manera de pensar. Somos animales de la misma especie, nos hemos movido en el mismo mundo, y las personas no cambian. Aunque él crea haberse reformado, sigue siendo el mismo operador clandestino, el agente más temido que tuvo el IRA de los viejos tiempos.

– ¿Así que decidiste eliminarlo?

– Fue una decisión súbita. Pasaba por delante de su casa, y entonces salió la mujer. Oí cómo se despedían. Por lo que dijeron, pareció que ella no iba a quedarse esa noche, así que aproveché la oportunidad y escalé los andamios de la fachada.

– ¿Qué pasó?

– ¡Ah! Lo tuve encañonado con mi pistola.

– ¿Pero no lo mataste?

Dillon soltó una carcajada, se dirigió a la cocina y regresó con una botella de Krug y dos copas.

– ¡Vamos, Josef! Los dos cara a cara después de tantos años. Era preciso hablar, ¿no lo comprendes?

– ¿No le dirías para quién estás trabajando?

– Claro que no -mintió Dillon con soltura, al tiempo que llenaba las dos copas -. ¡Por quién me tomas!

Brindó, y Makeiev siguió insistiendo:

– Quiero decir que, si él supiera que tienes un objetivo alternativo y que planeas ir por Major… -se encogió de hombros-. En ese caso, Ferguson estaría sobre aviso y tu misión en Londres resultaría imposible. Y estoy seguro de que Aroun preferiría cancelar toda la operación.

– Pero, puesto que no lo sabe… -Dillon tomó otro sorbo de champaña-. Aroun puede quedarse tranquilo. Al fin y al cabo, necesito ese otro millón. Lo he comprobado con Zúrich, dicho sea de paso. El primer millón se encuentra depositado ya.

Makeiev rebulló incómodo en su asiento.

– Naturalmente. ¿Cuándo sales?

– Mañana o pasado, ya veremos. Mientras tanto, podrías organizar una cosa para mí. Esa Tania Novikova de Londres. Necesito que me ayude.

– No hay problema.

– Ante todo debes saber que mi padre tenía un primo segundo, un oriundo de Belfast que vivía en Londres y se llamaba Danny Fahy.

– ¿Del IRA?

– Sí, pero no activo. Un submarino. Muy hábil con las manos. Un técnico excelente; era capaz de montar cualquier cosa. En el ochenta y uno recurrí a él para unas operaciones que hice en Londres por cuenta de la organización. Por aquel entonces residía en el diez de Tithe Street, en Kilburn. Necesito que la Novikova averigüe su paradero.

– ¿Algo más?

– Sí, también necesitaré un piso. Supongo que ella podrá conseguírmelo. Imagino que no vive en la embajada, ¿o sí?

– No, tiene un piso cerca de Bayswater Road.

– Ése no me sirve como base permanente. Estará vigilado. La sección especial de Scotland Yard suele hacer eso con los empleados de la embajada soviética, ¿no es cierto?

– ¡Bah! No es como en los viejos tiempos -sonrió Makeiev-. Gracias a ese loco de Gorbachev, ahora todos somos amigos.

– De todos modos, preferiría alojarme en otro lugar. El piso de ella puede servir cuando tengamos necesidad de hablar, nada más.

– Hay una dificultad -advirtió Makeiev-. Por lo que se refiere al material, quiero decir los explosivos, las armas y demás por el estilo que puedas necesitar, me parece que no va a poder ayudarte. Como dije la primera vez que te hablé de ella, su jefe el coronel Yuri Gatov, el director de la central del KGB en Londres, es un hombre de Gorbachev y simpatiza mucho con nuestros amigos los británicos.

– No importa -dijo Dillon-. Para esa clase de asuntos tengo mis contactos, aunque necesitaré más capital operativo. Si he de pasar un control de aduanas en el trayecto de Jersey a Londres, no me conviene que me pillen con un maletín repleto de billetes.

– Estoy seguro de que Aroun podrá solventar ese pequeño problema.

– Entonces, todo en orden. Me gustaría hablar con él antes de salir. Mañana por la mañana, por ejemplo, ¿puedes arreglarlo?

– Muy bien -Makeiev se abotonó el abrigo-. Te mantendré al corriente sobre la situación en el hospital.

Al llegar al pie de la escalera se detuvo y se volvió:

– Una cosa más. Digamos que la operación acaba tal y como esperamos. Se desencadenará una caza del hombre como no se ha visto nunca. ¿Tienes prevista la manera de salir de Inglaterra?

Dillon sonrió.

– A eso precisamente pensaba dedicar mi atención a partir de ahora. Adiós y hasta mañana.

Makeiev salió y Dillon se sirvió otra copa de champaña y se quedó sentado a la mesa, contemplando los recortes que cubrían la pared. Alargó la mano hacia el montón de diarios y rebuscó hasta localizar el que buscaba. Era un ejemplar de la revista París Match del año pasado. En la cubierta venía una foto de Michael Aroun, y en el interior un reportaje de siete páginas sobre su vida y costumbres. Encendió un cigarrillo y se puso a leerlo.


Era la una de la madrugada y Mary Tanner estaba sola en la sala de espera cuando apareció el profesor Henri Dubois. Venía muy fatigado, con los hombros abatidos, y tras dejarse caer en un sillón encendió un cigarrillo.

– ¿Dónde está Martin? -le preguntó.

– Por lo visto, el único pariente cercano que le queda a Anne-Marie es su abuelo. Martin está intentando localizarlo. ¿Sabe usted quién es?

– Todo el mundo lo sabe, mademoiselle. Es uno de los hombres más ricos de Francia y un industrial muy poderoso. Y muy anciano. Ochenta y ocho años, creo. Es paciente mío; el año pasado padeció una embolia. Me parece que Martin pierde el tiempo. Vive en la finca de la familia, Château Vercors, a más de treinta kilómetros de París.

Entró Brosnan, con aspecto de tremenda fatiga, pero se animó al ver a Dubois.

– ¿Cómo está?

– No quiero engañarte, amigo mío. No está bien, nada bien. Hice lo que pude; ahora sólo nos resta esperar.

– ¿Puedo verla?

– Por ahora será mejor que no. Te avisaré.

– ¿Te quedas de guardia?

– Sí, procuraré dormir un par de horas en el sofá de mi consulta. ¿Qué tal con Pierre Audin?

– No le he visto. Hablé con Fournier, el secretario. De todos modos, el viejo está postrado en una silla de ruedas y apenas se entera de lo que ocurre a su alrededor.

Dubois suspiró.

– Me lo temía. Nos veremos más tarde.

Cuando hubo salido, Mary dijo:

– Usted también debería tratar de dormir un poco.

Él sonrió con tristeza.

– Ahora mismo me parece que no voy a poder conciliar el sueño nunca más. Todo ha ocurrido por mi culpa, en cierta manera -había una mueca desesperada en su rostro.

– No diga eso.

– O para decirlo de otra manera, por culpa de lo que fui. De otro modo, nada de esto habría pasado.

No hable así, por favor. Está siendo injusto consigo mismo.

El teléfono de la mesa sonó y ella lo descolgó, habló breves momentos y colgó.

– Ferguson, que se interesaba por nosotros -apoyó una mano en el hombro de Brosnan-. Por favor, acuéstese en el sofá. Cierre los ojos. Yo me quedo y le despertaré tan pronto como haya alguna novedad.

Él obedeció, aunque de mala gana; paradójicamente, cayó en seguida en un sueño profundo, letárgico. Mary Tanner se quedó a su lado, sumida en negros presentimientos y escuchando la respiración monótona del durmiente.


Dubois regresó hacia las tres de la mañana. Como si hubiera captado su presencia, Brosnan despertó sobresaltado y se sentó inmediatamente.

– ¿Qué hay?

– Acaba de volver en sí.

– ¿Puedo verla? -se puso en pie Brosnan.

– Sí, naturalmente -cuando Brosnan hizo ademán de encaminarse hacia la salida, Dubois le retuvo poniéndole una mano en el brazo-. No está bien, Martin. Me parece que debes prepararte para lo peor.

– No, no puede ser, ¡no es posible! -replicó Brosnan con voz ahogada.

Echó a correr por el pasillo, abrió la puerta de la habitación y entró. Una enfermera joven velaba a la paciente. Anne-Marie estaba muy pálida, y con la cabeza totalmente envuelta en vendajes parecía una novicia.

– Esperaré fuera, monsieur -dijo la enfermera, y salió.

Brosnan se sentó y tomó la mano de Anne-Marie, que abrió los ojos, mirándole al principio sin reconocerle. Luego sonrió.

– ¿Eres tú, Martin?

– ¿Quién si no? -le besó la mano.

A espaldas de ambos la puerta se entreabrió. Era el médico que acudía a echar una ojeada.

– Ese pelo tan largo. Es ridículo -alzó ella una mano para tocarlo-. En aquel pantano del Vietnam, cuando los vietcong iban a acabar conmigo, apareciste de entre el cañaveral como un guerrero de la Edad Media. Llevabas el pelo demasiado largo, y sujeto con una cinta.

Cerró los ojos, y Brosnan dijo:

– No intentes hablar. Descansa.

– Es preciso -prosiguió ella, abriendo los ojos de nuevo-. Déjalo, Martin. Quiero que me lo prometas. No vale la pena. No te devolverá tu antiguo ser.

Le tomó de la mano con sorprendente fuerza, e insistió:

– Prométemelo.

– Tienes mi palabra -dijo él.

Ella se relajó y volvió los ojos hacia el techo.

– Mi querido y salvaje chicarrón irlandés. Nunca he querido a ningún otro, Martin.

Cerró los ojos con suavidad y el aparato que estaba junto a la cama cambió de tono. En una fracción de segundo Dubois se precipitó al interior de la habitación.

– Sal ahora, Martin. Espera fuera.

Empujó a Brosnan hacia la salida y cerró. Mary estaba de pie en el pasillo.

– ¿Martin? -le interrogó.

Él se quedó mirándola sin expresión, y entonces volvió a abrirse la puerta y salió Dubois.

– Lo siento, amigo mío. Todo ha terminado.


En la barcaza, Dillon despertó con el primer zumbido del teléfono.

– Ha muerto, me temo -anunció Makeiev.

– Lo siento -dijo Dillon-. No fue mi intención.

– Y ahora, ¿qué? -preguntó Makeiev.

– Me parece que voy a salir hoy por la tarde. Será lo más prudente, dadas las circunstancias. ¿Qué hay de Aroun?

– Quiere hablar con nosotros a las once.

– Bien. ¿Está enterado de lo ocurrido?

– No.

– Mejor, que continúe así. Te espero delante de la casa a las once.

Colgó y amontonó las almohadas para apoyar la espalda. Anne-Marie Audin. Una lástima. Matar mujeres no era lo suyo. Sólo una vez, en Derry, una denunciante, pero lo tenía merecido. En este otro caso, había sido un accidente. Un mal presagio. Demasiados hechos imprevistos. Aplastó la colilla y trató de conciliar otra vez el sueño.


Poco después de las diez Ferguson y Hernu llamaron al apartamento de Brosnan. Les abrió Mary Tanner.

– ¿Cómo está? -preguntó Ferguson.

– Se mantiene gracias a la actividad. El abuelo de Anne-Marie está delicado, así que Martin y el secretario se han puesto en contacto para despachar los dos juntos los detalles del sepelio.

– ¿Tan pronto? -preguntó Ferguson.

– Mañana en Vercors, en el panteón familiar.

Ella los introdujo; Brosnan estaba junto a la ventana, mirando afuera, y se volvió para recibirlos, con las manos en los bolsillos y el rostro demudado.

– ¿Y bien? -inquirió.

– No hay novedad -dijo Hernu-. Hemos puesto en aviso a todos los puertos y aeropuertos. Con discreción, naturalmente -y después de un titubeo agregó-: Nos parece que será mejor no divulgar la noticia, profesor. La de la infortunada muerte de mademoiselle Audin, quiero decir.

Brosnan parecía extrañamente indiferente.

– No lo atraparán. Es en Londres donde hay que buscar, y cuanto antes mejor. Seguro que ya se ha puesto en camino, y para buscar en Londres me necesitan a mí.

– ¿Quiere decir que va a ayudarnos? ¿Que quiere intervenir en ese caso? -preguntó Ferguson.

– Sí.

Brosnan encendió un cigarrillo, abrió la ventana y salió al balcón. Mary fue a reunirse con él.

– No puede usted, Martin. Se lo prometió a Anne-Marie.

– Le mentí para que muriese tranquila. No se ve nada aquí. Está todo a oscuras.

Sus facciones habían revestido una dureza pétrea, y la mirada tenía una expresión siniestra. Era la cara de un desconocido.

– ¡Oh, Dios mío! -susurró ella.

– Acabaré con él -dijo Brosnan-. Aunque sea lo último que haga en la vida. Quiero verlo muerto.

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