Con el Mini Cooper, el viaje desde Londres fue fácil para Dillon. Aunque había quedado un ligero manto de nieve sobre los campos y en las cunetas, las carreteras se hallaban perfectamente despejadas y no demasiado frecuentadas. En cuestión de media hora llegó a Dorking, cruzó la población sin detenerse y continuó de frente hacia Horsham. A unos ocho kilómetros se detuvo en una gasolinera, sacó el mapa de carreteras y preguntó al dependiente que le llenaba el depósito:
– ¿Conoce usted un pueblo que se llama Doxley?
– Siga por esta desviación a la derecha y verá un indicador que dice Grimethorpe. Es una pista de aterrizaje, pero antes de llegar encontrará otro letrero que indica la carretera de Doxley.
– Así, ¿no queda muy lejos?
– A cinco kilómetros, poco más o menos, pero verá que es como el fin del mundo -rió el de la gasolinera al tiempo que cobraba-. No hay mucho que ver allí.
– Echaré una ojeada de todos modos. Un amigo me ha dicho que alquilaban una finca para los fines de semana.
– Si es así, yo no me he enterado.
Dillon se puso en marcha y se plantó delante del indicador de Grimethorpe en cuestión de pocos minutos; luego se desvió enfilando el camino más estrecho y encontró el indicador de Doxley, tal como le había dicho el de la gasolinera. Era una pista de montaña, encerrada entre taludes, hasta que salió a la falda de una loma que dejaba contemplar un paisaje desolado y espolvoreado de nieve. Algunos bosquecillos, una cuadrícula de tierras de labor resguardadas por tapias bajas y, más allá, una extensión pantanosa que alcanzaba hasta la orilla de un río, indudablemente el Arun. Al lado, y como a kilómetro y medio de distancia, un caserío de doce o quince tejados rojos y una pequeña iglesia, que debía ser Doxley. Emprendió el descenso hacia el valle boscoso y cuando estuvo cerca, vio una verja de hierro abierta de par en par y un indicador de madera carcomida donde apenas podía leerse: cadge end farm.
La pista atravesaba el bosque y le llevó casi en seguida hasta la finca. Vio unas cuantas gallinas que corrían de un lado a otro, una casa y dos establos alineados de forma que con la tapia cerraban un patio, todo ello increíblemente avejentado, como si no se hiciesen reformas desde hacía siglos, pero Dillon sabía que mucha gente del campo prefería vivir de esa manera. Se apeó del Mini y se encaminó hacia el portal, llamó y trató de abrir, pero estaba corrido el cerrojo. Entonces se volvió y se dirigió hacia el corral más próximo. Tenía los carcomidos portones de madera abiertos de par en par, dejando ver una camioneta Morris y un coche Ford sin ruedas, montado sobre un par de caballetes, aparte un gran número de utensilios agrícolas.
Dillon se sacó un cigarrillo y, mientras lo encendía haciendo copa con las manos, una voz a sus espaldas exclamó:
– ¿Tú quién eres? ¿Qué buscas aquí?
Al volverse vio a una muchacha en la entrada. Vestía unos viejos pantalones remetidos en las botas de goma, un grueso jersey de cuello de cisne debajo de un viejo anorak y una gorra de punto a modo de boina como las que usaban los pescadores de la costa occidental de Irlanda. Y le apuntaba amenazadoramente con una escopeta de dos cañones. Cuando él hizo ademán de acercarse, ella amartilló el arma.
– Quédate donde estás -dijo con acento irlandés muy marcado.
– Tú debes de ser la que llaman Angel Fahy.
– Angela, si no te importa.
El agente de Tania tenía razón; parecía una pequeña campesina. Pómulos anchos, nariz respingona y una mueca de desafío.
– ¿Serías capaz de disparar con eso?
– Si me obligas.
– Sería una lástima, porque he venido expresamente para ver al primo de mi padre, el desaparecido Danny Fahy. Ella frunció el ceño.
– Y ¿quién demonios dice ser usted, señor?
– Dillon me llamo, Sean Dillon.
Ella soltó una carcajada despectiva.
– ¡Eso es una maldita mentira! Usted ni siquiera es irlandés y Sean Dillon está muerto, lo sabe todo el mundo.
Dillon decidió adoptar el áspero y característico acento de Belfast.
– Parafraseando a un famoso escritor, mi querida niña, podríamos decir que la noticia de mi fallecimiento ha sido grandemente exagerada.
Por poco se le cae la escopeta de las manos.
– ¡Virgen Santísima! ¿Tú eres Sean Dillon?
– De toda la vida. Las apariencias engañan.
– ¡Dios mío! -exclamó ella-. ¡El tío Danny me ha contado tantas cosas de ti! Pero como si fuesen cuentos, sin nada que ver con la realidad, y ahora te apareces en persona, vivito y coleando.
– ¿Dónde está?
– Ha arreglado el coche del tabernero del pueblo y hace como una hora bajó a entregarlo. Dijo que regresaría a pie, pero supongo que se habrá quedado a tomar un trago.
– ¿A estas horas? Pero ¿no está cerrada la taberna hasta la tarde?
– Eso será según la ley, Sean Dillon, pero no aquí en Doxley. Aquí no se cierra nunca.
– Vamos por él, pues.
Ella dejó la escopeta sobre un banco y se subió en el Mini. Mientras ponía el coche en marcha, él dijo:
– Entonces, ¿cuál es tu historia?
– Me he criado en una granja de Galway; mi padre se llamaba Michael y era sobrino de Danny. Murió hace seis años, cuando yo tenía catorce, y al cabo de un año mi madre volvió a casarse.
– Deja que lo adivine -dijo Dillon-. A tu padrastro no le caíste bien y a ti tampoco te simpatiza.
– Algo por el estilo. Al tío Danny le conocí en los funerales de mi padre y me gustó en seguida. Cuando las cosas se pusieron feas me escapé de casa y me vine aquí. Él se portó muy bien. Escribió a mi madre y ella dijo que podía quedarme. Por lo visto se alegraba de verse libre de mí.
Lo dijo sin ninguna autocompasión, lo que agradó a Dillon.
– Dicen que no hay mal que por bien no venga.
– He pensado que si tú eres primo segundo de Danny y yo soy sobrina-nieta suya, ¿entonces tú y yo somos parientes consanguíneos, como dicen?
Dillon soltó una carcajada.
– Supongo que hasta cierto punto, sí.
Ella se arrellanó con cara de júbilo en el asiento.
– ¡Qué emoción! Yo, Angel Fahy, emparentada con el mejor agente que haya tenido nunca el IRA provisional.
– Supongo que algunos disputarían esa opinión -dijo él al tiempo que entraban en el pueblo; pronto detuvo el coche delante de la taberna.
Era una aldea muy pequeña, semiabandonada, con apenas una quincena de casas mal conservadas, una iglesia de estilo normando y un cementerio cubierto de matorrales. La taberna se llamaba El Hombre Verde, y la entrada era tan baja que hasta Dillon se vio obligado a inclinar la cabeza. El techo de vigas de madera era muy bajo, el suelo de losas de piedra pulidas por el paso de los años, y las paredes encaladas. El hombre en manga corta que estaba detrás de la barra no tendría menos de ochenta años.
Alzó la mirada y Angel dijo:
– ¿Está aquí, señor Dalton?
– Junto a la chimenea, tomándose una cerveza -contestó el viejo.
Junto a la hoguera que ardía en un ancho hogar de piedra había un banco de madera, y delante de éste una mesa. Allí estaba Danny Fahy, leyendo el periódico y con un vaso delante. Era un hombre de sesenta y cinco años, de barba canosa y descuidada. Usaba gorra de visera y un viejo traje de lana Harris Tweed.
Angel dijo:
– Tienes visita, tío Danny.
Él alzó los ojos y la miró primero a ella y después a Dillon, con una expresión de extrañeza.
– ¿En qué puedo servirle, señor?
Dillon se quitó las gafas.
– ¡Dios bendiga a todos los presentes! -dijo hablando con acento de Belfast-, y en especial a ti, viejo pendón.
Danny Fahy palideció; la emoción había sido demasiado intensa.
– ¡Dios nos asista! Eres tú, Sean, ¡y yo que creía que hacía tiempo estabas durmiendo en tu caja!
– Pues bien, no lo estoy y aquí me tienes -Dillon sacó de la cartera un billete de cinco libras y se lo pasó a Angel-. Un par de whiskys, del irlandés a ser posible.
Ella regresó a la barra y Dillon se volvió. Danny Fahy tenía auténticas lágrimas en los ojos y le abrazó con fuerza.
– ¡Dios bendito, Sean! ¡No te digo lo que me alegro de verte!
La sala de estar de la granja estaba sucia y abarrotada de trastos, y los muebles eran muy antiguos. Dillon se acomodó en un sofá mientras Fahy encendía la chimenea. Angel estaba en la cocina y preparaba la comida. La puerta daba a la sala y Dillon podía verla mientras se afanaba de un lado a otro.
– Y ¿cómo te ha tratado la vida, Sean? -preguntó Fahy mientras cargaba la pipa y la encendía-. Han pasado diez años desde aquel jaleo que armaste en Londres. ¡Muchacho!, les diste quehacer a manos llenas a los ingleses.
– No lo habría conseguido sin tu ayuda, Danny.
– Fue una gran época. Y ¿cómo te ha ido luego?
– Estuve en Europa, en Oriente Medio, moviéndome. He trabajado mucho para la OLP. Incluso he aprendido a pilotar un avión.
– ¿En serio?
Angel entró y dejó sobre la mesa sendos platos de huevos con tocino.
– Comedio mientras está caliente.
Luego acercó una bandeja con la tetera y la lechera, tres tazones y un plato de rebanadas de pan con mantequilla.
– Siento no poder servir nada más fino, pero no esperábamos compañía.
– Para mí está bien -dijo Dillon, y se puso a atacar la comida.
– Así que ahora estás aquí, Sean, y vestido como un caballero inglés -se volvió Fahy hacia Angel-. ¿No te decía que era un gran actor este hombre? En todos estos años no han conseguido echarle el guante. Ni una sola vez.
Ella asintió, sonriente; la emoción al ver a Dillon cambió incluso su personalidad.
– ¿Estás trabajando ahora en algo, Sean? Para los del IRA, quiero decir.
– Antes se helará el infierno que ponerme otra vez yo al servicio de ese montón de comadres -contestó él.
– Algo te traes entre manos, Sean -dijo Fahy-. Lo adivino. Anda, cuéntanoslo.
Dillon encendió un cigarrillo.
– ¿Si te dijera que estoy trabajando para los árabes, Danny, para Saddam Husein en persona?
– Jesús, Danny, y ¿por qué no? ¿Qué te han pedido que hagas?
– Cualquier cosa, un golpe… con tal de que sea algo grande. América queda demasiado lejos, así que sólo nos quedan los británicos.
– Viene que ni pintado -los ojos de Fahy brillaban.
– La Thatcher estuvo el otro día en Francia para ver a Mitterrand. Yo tenía planes para ella, para cuando fuese a tomar el avión. El sitio era perfecto, una carretera solitaria en medio del campo, pero entonces uno en quien confiaba me traicionó.
– Siempre sucede así, ¿verdad? -comentó Fahy-. De manera que ahora estás buscando otro blanco. ¿Quién es, esta vez, Sean?
– He pensado en John Major.
– ¿El nuevo primer ministro? -exclamó Angel, asombrada-. ¡No te atreverás!
– ¿Y por qué no? -intervino Fahy-. ¿Los muchachos no estuvieron a punto de volar todo el puñetero gobierno inglés en Brighton? Anda, Sean, dime cuál es tu plan.
– No lo tengo, Danny. Ahí está lo malo. Sólo sé que pagan por esto una cantidad que ni siquiera te la imaginas.
– Pues ésa es una razón tan buena como cualquier otra para ponerlo en marcha. ¿De modo que has venido a pedir ayuda a tu tío Danny?
Fahy se acercó a un aparador y regresó con una botella de Bushmills y dos vasos, que llenó en seguida.
– ¿Tienes alguna idea para empezar?
– Nada de nada, Danny. ¿Trabajas todavía para el movimiento?
– Quédate quieto y que no te descubran, fue la orden que recibí de Belfast hace tantos años que ya ni siquiera me acuerdo. Desde entonces, ni una sola palabra y yo aburrido a morir, así que me mudé aquí. Estoy a gusto, me agrada el país y me cae bien la gente. No se meten en lo que no les importa. Me gano bien la vida con la reparación de maquinaria agrícola y mantengo unas cuantas ovejas. Somos felices aquí Angel y yo.
– Pero sigues aburrido a morir. ¿Te acuerdas de Martin Brosnan, dicho sea de paso?
– Ya lo creo. No erais muy amigos vosotros dos.
– He tenido un tropiezo con él en París, recientemente. Es posible que se presente por Londres buscándome; trabaja por cuenta de los servicios secretos ingleses.
– El muy bastardo -frunció el ceño Fahy mientras volvía a cebar la pipa-. ¿Será cierta esa historia de que Brosnan logró introducirse como camarero en el diez de Downing Street, hace años, y no hizo nada?
– Sí, yo también la he oído. Una fantasía, y en todo caso nadie podría entrar ahora como camarero ni de ninguna otra manera. ¿Sabes que han vallado la calle? Ese lugar es una fortaleza. No se puede entrar ahí, Danny.
– ¡Bah! Siempre se encuentra algún modo. El otro día estaba leyendo en una revista cómo durante la Segunda Guerra Mundial tenían a un grupo de la Resistencia francesa en no sé qué cuartel general de la Gestapo. Las celdas estaban en los sótanos y la Gestapo en el principal. Y la RAF envió a un fulano en un Mosquito a cincuenta pies y dejó caer una bomba que explotó en la calle y arrasó el principal a través de la ventana, de modo que todos los alemanes se fueron al carajo y los del sótano consiguieron salir.
– ¿Qué diablos intentas decirme? -preguntó Dillon.
– Que tengo una gran fe en la potencia de las bombas y en la ciencia balística. Se puede poner una bomba donde tú quieras, con tal de que sepas lo que tienes entre manos.
– ¿Cómo se entiende? -preguntó Dillon.
– Anda, tío Danny, enséñaselo -dijo Angel.
– Que me enseñe, ¿el qué? -preguntó Dillon.
Danny Fahy se puso en pie al tiempo que aplicaba otra cerilla a su pipa.
– Vamos, acompáñame -y volviéndose, enfiló hacia la puerta.
Fahy abrió la puerta del otro corral y entró. Era enorme, con vigas de roble soportando el tejado a dos aguas; tenía un altillo que servía de henil, al que se accedía por una escala de madera. Abajo se veían varias máquinas agrícolas, entre las cuales había un tractor, además de un Land Rover bastante nuevo y, sobre un trípode, una antigua motocicleta BSA de 500 centímetros cúbicos en perfectas condiciones.
– ¡Qué belleza! -exclamó Dillon de inmediato con sincera admiración.
– Sí, la compré de segunda mano el año pasado. Se me ocurrió restaurarla para ganar algún dinero, pero ahora que la he terminado no me veo con corazón para revenderla. Es tan buena como una BMW.
En un rincón oscuro, al fondo, se adivinaba otro vehículo. Cuando Fahy encendió la luz apareció una furgoneta Ford Transit de color blanco.
– ¿Y eso? -dijo Dillon-. ¿Qué tiene de especial?
– Espera, Sean -dijo Angel-. Espera y verás.
– Las cosas no son lo que parecen -anunció Fahy.
En su rostro, una mueca de excitación y como una especie de orgullo mientras descorría la puerta lateral mostrando una batería de tubos metálicos, tres en total, atornillada en el piso y apuntado en ángulo hacia el techo.
– Morteros, Sean, como los que han usado los muchachos en el Ulster.
– ¿Pretendes decir que esto todavía funciona? -preguntó Dillon.
– ¡Caramba! No, porque no tengo explosivos. Pero podría funcionar, eso es todo lo que digo.
– Explícamelo.
– He soldado en el piso una plataforma de acero para reforzarlo y que resista el retroceso, y los tubos también están soldados entre sí. Es tubo calibrado corriente, del que puede comprarse en cualquier parte. Lo de los temporizadores eléctricos también ha sido fácil; se encuentran en cualquier ferretería.
– ¿Cómo funcionaría?
– Una vez puestos en marcha, tienes un minuto para salir de la furgoneta y echar a correr. El techo está recortado; lo que ves no es más que una lámina de politeno que disimula la abertura, pintada del mismo color. Así, los proyectiles salen sin desviarse. Además hay un pequeño dispositivo conectado a los temporizadores, para que se autodestruya la furgoneta después de haber disparado los obuses.
– Y ¿en qué consistirían ésos?
– Aquí -se encaminó Fahy hacia un banco de taller-. Botellas de oxígeno corrientes.
Tenía varias de éstas apiladas después de desmontar el culote.
– ¿Qué se necesitaría para cargarlos? ¿Semtex? -mencionó Dillon el explosivo de fabricación checoslovaca tan empleado por los terroristas del mundo entero.
– Yo diría que unas doce libras en cada uno bastarían para un buen trabajo, pero es difícil de conseguir.
Dillon encendió un cigarrillo y paseó alrededor de la furgoneta, con rostro inexpresivo.
– Eres un chico malo, Danny. El movimiento te ordenó que permanecieras quieto y que no hicieras nada.
– Como te decía antes, ¿cuántos años hace de eso? -replicó Fahy-. Uno se vuelve loco de aburrimiento.
– ¿Conque te has buscado un poco de ocupación?
– Ha sido fácil, Sean. Soy un veterano de la construcción mecánica, como sabes.
Dillon contemplaba el artefacto y Angel le preguntó:
– ¿Qué te parece?
– Creo que ha hecho un buen trabajo.
– Tan bueno como cualquiera de los que se hicieron en el Ulster -dijo Fahy.
– Sí, pero lo malo es que todas las veces que se han usado, no se han distinguido por su precisión que digamos.
– Funcionaron como la seda en el golpe contra la comisaría de Newry, hace seis años, y cayeron nueve guripas.
– ¿Y qué me dices de las demás veces, cuando no le dieron ni a la puerta de un establo? Incluso me parece recordar que en Portadown alguien se voló a sí mismo con uno de esos trastos. Es demasiado azaroso.
– No como lo haría yo. Puedo fijar el blanco en un mapa a gran escala, reconocer previamente la zona a pie y dejar la furgoneta orientada. No olvides que las botellas de oxígeno llevarían unas aletas soldadas para estabilizar la trayectoria. Invento mío. Una bonita parábola, arriba y abajo, y luego vuela el mundo entero, sin que ninguna medida de seguridad pueda impedirlo. Quiero decir, ¿de qué sirve una verja si tú vas por el aire?
– Ah, ¿te refieres ahora a Downing Street? -preguntó Dillon.
– ¿Por qué no?
– Todas las mañanas a las diez hay reunión en la sala del gabinete, es lo que ellos llaman el gabinete de Guerra. Te cargarías prácticamente al Gobierno entero, no sólo al primer ministro.
Fahy se santiguó.
– ¡Virgen Santísima! Sería un golpe para recordar durante toda la vida.
– Harán coplas sobre ti, Danny -le dijo Dillon-. Dentro de cincuenta años, en todas las tabernas de Irlanda se cantará a Danny Fahy.
Fahy descargó el puño sobre la palma de la otra mano.
– Todo esto son bufonadas, Sean. No sirve para nada sin el Semtex, y como te decía antes, aquí es imposible conseguirlo.
– No estés tan seguro de eso, Danny -apuntó Dillon-. Tal vez se encuentre un proveedor. Vamos a tomar un par de Bushmills y mientras tanto seguiremos discutiéndolo.
Fahy había desplegado sobre la mesa un plano a gran escala de Londres y lo examinaba con una lupa.
– Éste podría ser un buen sitio -dijo-. Avenida Horse Guards, subiendo desde el muelle Victoria por el lado del Ministerio de Defensa.
– Sí -asintió Dillon.
– Si dejáramos la Ford en la esquina con Whitehall, y suponiendo que yo pudiese disponer de un punto de mira predeterminado, para tener referencia de la dirección, calculo que los proyectiles trazarían una gran parábola sobre estos tejados y aterrizarían de lleno en el diez de Downing Street -dejó su lápiz al lado de la regla-. Necesito ir a echar una ojeada.
– Lo harás -dijo Dillon.
– ¿Funcionará, primo? -preguntó Angel.
– ¡Ah, sí! -contestó él-. Verdaderamente creo que podría funcionar. A las diez de la mañana, ¡todo el maldito gabinete de Guerra patas al aire! ¡Es maravilloso, Danny! ¡Maravilloso!
Se echó a reír, y luego agarró al viejo del brazo.
– ¿Estás conmigo en esto?
– Desde luego que sí.
– Bien -replicó Dillon-. Hay mucho dinero de por medio, ¡mucho! Te voy a retirar, Danny, ¡a todo lujo! En España, en Grecia, donde prefieras.
Fahy enrolló el plano y Dillon anunció:
– Me quedo esta noche: Mañana nos vamos a Londres, a echar una ojeada -sonrió y encendió otro cigarrillo-. El asunto presenta buen cariz, de veras. Ahora, háblame de esa pista que hay en Grimethorpe.
– Es un lugar casi abandonado, a unos cinco kilómetros de aquí, ¿qué quieres tú con Grimethorpe?
– Como te decía antes, cuando estuve en Oriente Próximo aprendí a volar. Es un buen sistema para salir con rapidez. ¿En qué situación se encuentra Grimethorpe?
– Es una larga historia. Durante los años treinta fue un aeroclub, luego la RAF la usó como estación logística y cuando la batalla de Inglaterra se construyeron tres hangares. Hace algunos años, alguien quiso aprovecharla para montar otra vez un aeroclub, y asfaltaron la pista, pero la empresa fracasó. Y hace tres años se la quedó un fulano llamado Bill Grant. Tiene dos aviones y la empresa se llama Grant's Air Taxis. No sé más; hace poco se rumoreaba que no le iban bien las cosas.
Los dos mecánicos que tenía se marcharon -sonrió-. Estamos en recesión económica, Sean, y eso afecta incluso a los ricos.
– ¿Vive allí?
– Sí -intervino Angel-. Estaba con su novia, pero ella le ha dejado también.
– Creo que me gustaría conocerle -sugirió Dillon-. ¿Querrías llevarme, Angel?
– Claro que sí.
– Bien, pero antes debo hacer una llamada.
Llamó al piso de Tania Novikova, que contestó en seguida.
– Soy yo -dijo él.
– ¿Ha salido todo bien?
– Ha sido increíble. Mañana te lo contaré. ¿Fuiste a recoger el dinero?
– ¡Ah! Sí, no hubo ninguna dificultad.
– Bien. Estaré en el hotel a mediodía. Me quedo a hacer noche aquí. Hasta luego -y colgó.
Brosnan y Mary Tanner subieron en el montacargas con Charlie Salter y se encontraron con Mordecai, que los esperaba y que tras estrecharle la mano a Brosnan con mucho calor dijo:
– Me alegro de verle, profesor. Harry está sobre ascuas.
– Ésta es Mary Tanner -dijo Brosnan-. Pórtate bien delante de ella, porque es capitana del ejército.
– Es un placer, señorita -le estrechó la mano Mordecai-. Yo hice la mili con los granaderos de la Guardia, pero no pasé de gastador.
Los condujo a la sala, donde estaba Harry Flood sentado al escritorio, repasando unas cuentas. Tan pronto como alzó los ojos y vio a los que entraban se puso en pie de un salto.
– ¡Martin! -y corrió a darle un abrazo, jubiloso.
Brosnan dijo:
– Aquí, Mary Tanner. Del ejército, Harry, y es una pieza de gran calibre, así que ándate con cuidado. Trabaja para el brigadier Charles Ferguson, del servicio de información, y ella es su ayudante.
– Entonces, cuidaremos nuestros modales -dijo Flood dándole la mano-. Acercaos a tomar unas copas y tú, Martin, cuéntame a qué viene todo esto.
Sentados en el conjunto de sofás del rincón, Brosnan relató lo ocurrido con todo lujo de detalles. Mordecai escuchaba apoyado de espaldas contra la pared, sin que su rostro denotase ninguna reacción.
Cuando Brosnan hubo terminado, Flood dijo:
– Así pues, ¿qué quieres de mí, Martin?
– Dillon siempre se mueve en la clandestinidad, Harry, para conseguir cuanto le haga falta, y no me refiero sólo a colaboración física, sino también a armas, explosivos y cosas así. Estoy seguro de que esta vez hará lo mismo.
– ¿Y vosotros queréis saber a quién acude?
– Exacto.
Flood se volvió hacia Mordecai.
– ¿Qué te parece?
– No sé, Harry. Quiero decir que hay muchos tratantes habituales de armas, pero lo que hace falta aquí es uno que no tenga inconveniente en aprovisionar al IRA.
– ¿Alguna idea? -preguntó Flood.
– En realidad, no, jefe. El caso es que muchos de nuestros hampones del East End adoran a Maggie Thatcher y usan calzoncillos con la bandera nacional. No tratarían con unos tíos irlandeses dispuestos a poner bombas en los almacenes Harrods. Podemos hacer averiguaciones, naturalmente.
– Pues hazlo -dijo Flood-. Corre la voz, pero con discreción.
Mordecai salió y Harry Flood tendió la mano hacia la botella de champaña.
– ¿Tú sigues sin beber? -preguntó Brosnan.
– Sí, colega, pero eso no es motivo para que no bebáis los demás. Mientras tanto, me cuentas tus aventuras de los últimos años, y luego nos vamos todos al Embassy, que es uno de mis clubes más respetables, a ver si nos dan algo para cenar.
En aquellos momentos Sean Dillon y Angel Fahy recorrían la oscura comarcal entre Cadge End y Grimethorpe. Los faros del coche arrancaban destellos a la nieve y el hielo acumulados en las cunetas.
– Hermoso, ¿verdad? -dijo ella.
– Si tú lo dices.
– A mí me gusta el campo y todo esto. Lo mismo que a tío Danny. Se ha portado muy bien conmigo.
– Es natural, tú te has criado en el campo, allá por Galway.
– Aquello era muy diferente, eran tierras pobres. Costaba mucho ganarse la vida y eso se le notaba a la gente, por ejemplo a mi madre. Como si hubiese habido una guerra y la hubieran perdido ellos, y no les quedase nada más que perder.
– Sabes hablar, chica -comentó él.
– Eso me decía la señorita de inglés. Decía que si estudiaba mucho y ponía atención, podría aspirar a hacer cualquier cosa.
– ¡Vaya! Eso debió servirte de consuelo.
– De consuelo y nada más, porque mi padrastro me destinaba a moza de establo sin sueldo. Por eso me fui.
Los faros mostraron un letrero desconchado que decía Grimethorpe Airfield, a lo que Dillon enfiló un camino estrecho, aunque asfaltado, lleno de baches. Pocos instantes después entraban en la pista; había tres hangares, una vieja torre de control y un par de barracones de chapa ondulada, uno de los cuales tenía la ventana iluminada. Estacionado frente a éste se veía un Jeep y Dillon aparcó al lado. En el momento en que se apeaban se abrió la puerta del barracón y apareció un hombre.
– ¿Quién anda ahí?
– Soy yo, señor Grant. Angel Fahy. Traigo una visita.
Grant era bajito y delgado, constitución común en muchos pilotos. Parecía tener cuarenta y tantos años y vestía tejanos y una cazadora de aviador de los de la Segunda Guerra Mundial.
– Entren, entonces.
El interior del barracón estaba caldeado, gracias a una salamandra cuya chimenea atravesaba el techo. Se echaba de ver que aquel barracón era la sala de estar para Grant. En una mesa quedaban las sobras de una comida, y junto a la estufa se veía una mecedora antigua frente a un televisor puesto en el rincón. Enfrente y bajo la ventana, un pupitre largo con algunos mapas.
– Es un amigo de mi tío -dijo Angel.
– Hilton, Peter Hilton -dijo Dillon, mientras Grant le tendía la mano con una mueca de desconfianza.
– Bill Grant. No le debo nada, ¿verdad?
– No me consta, al menos -retornó Dillon al inglés de maestro de escuela.
– Me alegro, para variar. ¿En qué puedo servirle?
– Necesito fletar un vuelo para dentro de unos días, y quiero que me diga si le interesa o si he de preguntar en otro sitio.
– ¡Bien! Eso depende.
– ¿De qué depende? ¿Tiene usted un avión, creo?
– Tengo dos; la cuestión está en saber cuánto tiempo más me dejará tenerlos el banco en el hangar. ¿Quiere echarles una ojeada?
– Cómo no.
Salieron, cruzaron la pista en dirección al último hangar y Grant abrió un portillo; buscando a tientas en un lado, halló el interruptor y encendió las luces. Tenía dos avionetas allí, en batería, ambas bimotor. Dillon anduvo hasta la más cercana.
– Ésta la conozco, es una Cessna Conquest. ¿Y la otra?
– Navajo Chieftain.
– Si está tan apurado como dice, ¿qué pasa entonces con la gasolina?
– Siempre tengo llenos los depósitos, señor Hilton, soy gato viejo para eso. Nunca se sabe cuándo puede salirle a uno un trabajo -hizo una mueca dolida-. Aunque, para serle sincero, con la recesión no se encuentran muchas personas dispuestas a fletar una avioneta en estos tiempos. ¿Adónde quiere que le lleve?
– En realidad pensaba dar una vuelta yo mismo uno de estos días -contestó Dillon-, sólo que todavía no sé con seguridad cuándo.
– ¿Tiene licencia, pues? -preguntó Grant con aire dubitativo.
– ¡Ah, sí!, y totalmente en regla -se sacó Dillon el documento y se lo entregó.
Grant le echó una breve ojeada y lo devolvió.
– Eso le permite manejar cualquiera de estas dos, aunque yo preferiría acompañarle para mayor seguridad -subrayó Grant.
– No hay problema -concedió Dillon-. Pensaba en la parte occidental del país, en Cornualles. Hay una pista de aterrizaje en Land's End.
– La conozco bien. Es una pista de hierba.
– Tengo amigos por allí. Seguramente me quedaré a hacer noche.
– Por mi parte, no hay inconveniente -Grant apagó la luz y mientras regresaban al barracón preguntó-: ¿En qué se ocupa usted, señor Hilton?
– ¡Ah! Finanzas, censura de cuentas, cosas así -contestó Dillon.
– ¿Tiene alguna idea de cuándo quiere salir? Debo mencionar que estos fletes suelen ser bastante caros, alrededor de dos mil quinientas libras. Cuando los pasajeros son media docena eso no tiene importancia, pero tratándose de un solo viajero…
– Me parece bien.
– Luego están mis gastos de pernocta, el hotel, las dietas… ya sabe.
– No hay problema ¡-Dillon extrajo de su cartera diez billetes de cincuenta libras y los dejó sobre la mesa-. Aquí hay quinientas libras a cuenta; considérelas como una reserva definitiva para dentro de los próximos cuatro o cinco días. Le telefonearé para darle el instante exacto.
Grant se animó al ver los billetes.
– Está bien. ¿Quieren tomar un café o algo antes de irse?
Dillon aprobó:
– Cómo no.
Grant se metió en la cocina, que estaba al fondo del barracón. Mientras se oía el agua llenando la cafetera, Dillon se llevó un dedo a los labios, hizo una seña a Angel y se acercó al pupitre donde estaban los mapas. Los revisó rápidamente y encontró en seguida el que representaba la zona del canal y la costa noroccidental francesa. Angel, a su lado, miraba mientras él reseguía con el dedo el contorno de la costa de Normandía, localizaba Cherburgo y continuaba más al sur. Allí estaba St. Denis, con la pista de aterrizaje claramente marcada. En seguida plegó el mapa y lo juntó con los demás.
Desde la cocina, Grant le había observado a través de la puerta entornada.
El agua arrancó a hervir y él sirvió en seguida el café en tres tazones.
– ¿Encontraremos muchas dificultades con este tiempo? ¿La nieve? -preguntó Dillon.
– Podría darlas, si cuaja -contestó Grant-. Podría ocurrir que apareciese cubierta esa pista de hierba en Land's End.
– Tendremos que cruzar los dedos para que no ocurra -apuró Dillon su tazón de café-. Será mejor que nos vayamos ahora.
Grant los acompañó hasta la puerta para despedirles. Ellos se metieron en el Mini y arrancaron; él agitó la mano, cerró la puerta y se encaminó al pupitre para ver los mapas. Estaba seguro de que habían mirado el tercero o el cuarto, empezando a contar desde arriba: «Canal de la Mancha y costa de Francia.»
Frunció el ceño y dijo en voz baja:
– Me gustaría saber ahora a qué juega usted, señor.
Mientras regresaban por la lóbrega carretera comarcal Angel comentó:
– Tú no vas a Land's End para nada, ¿verdad, primo? En realidad lo que quieres es volar hasta esa pista de St. Denis en Normandía.
– Sí, pero será nuestro secreto -dijo él tocándole la mano, sin dejar de conducir-. ¿Me prometes una cosa?
– Lo que tú quieras, Sean.
– Que quede entre nosotros dos, por ahora. No quiero que Danny lo sepa. ¿Sabes conducir, dicho sea de paso?
– ¿Conducir? ¡Claro que sí! Yo misma llevo las ovejas a la feria con la furgoneta Morris.
– Dime, ¿qué te parecería si vamos a Londres mañana por la mañana tú, yo y Danny?
– ¡Estupendo!
– Bien, pues ya lo sabes.
Y continuaron el viaje nocturno. Los ojos de ella brillaban como estrellas.