El estudio era sorprendentemente pequeño, con un entarimado de roble y los habituales retratos de aristócratas de antaño. Contenía un escritorio antiguo y un sillón, una chimenea en desuso, un televisor, un fax y, en una de las paredes, unos estantes con libros.
– Date prisa -dijo Dillon, sentándose al borde del escritorio y encendiendo un cigarrillo.
Rashid se acercó a la chimenea y apoyó una mano en el entarimado, hacia el lado derecho de aquélla. Evidentemente había un resorte oculto; uno de los paneles se abrió revelando una pequeña caja fuerte. Rashid hizo girar el disco hacia la derecha y hacia la izquierda, y luego tiró del pomo, pero la caja no se abrió.
– Tendrás que afinar mejor -dijo Dillon.
– Déme un poco de tiempo -Rashid estaba empapado de sudor-. Debo haber equivocado la combinación. Lo intentaré otra vez.
Lo hizo, deteniéndose únicamente para enjugarse el sudor de la frente con la izquierda, hasta que se produjo un «clic» que incluso Dillon pudo oír.
– Ya está -dijo Rashid.
– Muy bien, pues adelante -replicó Dillon y alargó la mano izquierda, sin dejar de apuntar con la Walther a la espalda de Rashid.
Rashid abrió la caja fuerte, metió la mano y se volvió empuñando una Browning. Dillon le disparó en el hombro, con lo que su adversario se volvió a medias y recibió el segundo balazo en la espalda. El joven iraquí salió despedido contra la pared, cayó al suelo y rodó quedando boca abajo.
Dillon le contempló unos instantes.
– ¡Si es que nunca aprenden! -dijo en voz baja.
Rebuscó dentro de la caja fuerte. Contenía, perfectamente ordenados, varios fajos de billetes de cien dólares, francos franceses, billetes ingleses de cincuenta libras. Regresó al salón principal para recuperar el portafolios, volvió al estudio y, abriendo el maletín sobre el escritorio, lo llenó de dinero mientras silbaba su musiquilla habitual. Cuando vio que no cabía más, cerró el portafolios. En ese preciso instante oyó que abrían la puerta principal.
Brosnan subió la escalinata cubierta de nieve, esgrimiendo en la derecha la Browning que le había dado Mordecai. Titubeó unos instantes y luego empujó la puerta, que cedió en seguida.
– ¡Cuidado! -le advirtió Flood.
Brosnan lanzó una ojeada cautelosa y observó la espaciosa entrada con sus baldosas blancas y negras, así como la escalinata que conducía a la planta superior.
La doble puerta del salón principal estaba abierta de par en par, por lo que Brosnan pudo ver en seguida a Makeiev caído en el suelo. Tras un instante de vacilación, siguió avanzando, con la Browning a punto.
– Ha estado aquí, eso se nota. ¿Quién será ése?
– Hay otro detrás de la mesa -dijo Flood.
Todos se acercaron y Brosnan hincó una rodilla en tierra para dar la vuelta al cadáver.
Mary entró a su vez en el vestíbulo, cerró la puerta a su espalda y siguió con la mirada a los dos hombres que entraban en el gran salón. Oyó un leve crujido a su izquierda, y al volverse vio abierta la puerta del estudio. Sacando del bolso la Colt del 25, se acercó. Al hacerlo su ángulo de visión abarcó el escritorio y también el cadáver de Rashid caído en el suelo. Cuando quiso acudir, movida por una reacción instintiva, Dillon salió de detrás de la puerta, le quitó la pistola de la mano y se la guardó en un bolsillo.
– ¡Caramba! Qué placer tan inesperado -dijo, al tiempo que le clavaba la Walther en un costado.
– Pero, ¿por qué lo habrá matado? -dijo Flood a Brosnan-. No lo entiendo.
– Porque el muy cabrito me engañó. Porque no quiso pagar lo que debía.
Ambos se volvieron y vieron a Mary en el umbral y detrás de ella a Dillon, con la Walther en la izquierda y el maletín en la otra mano. Brosnan alzó la Browning, pero Dillon dijo:
– Al suelo y empújala con el pie, Martin, o mato a la chica. Lo digo en serio.
Brosnan dejó la Browning en el suelo, muy despacio, y luego le dio un puntapié que la hizo resbalar sobre el parqué.
– Bien -dijo Dillon- Así está mucho mejor.
Empujó a Mary, lanzándola al encuentro de sus acompañantes, y con la puntera de la bota envió la Browning hacia el vestíbulo.
– Vaya, vaya -dijo Harry Flood-. A ése le conozco, es Michael Aroun.
– Hemos conocido a Aroun, pero, ¿quién es el otro? Por curiosidad -dijo Brosnan señalando a Makeiev.
– El coronel Josef Makeiev, del KGB, estación de París. Un hombre de la vieja escuela. No le gustaba lo que hace Gorbachev, ni el mismo Gorbachev.
– Hay otro muerto en el estudio -dijo Mary mirando a Brosnan.
– Un capitán del servicio secreto iraquí, llamado Ali Rashid, ayudante de Aroun -explicó Dillon.
– Asesino a sueldo, ¿eh? Muy bajo has caído, Sean -dijo Brosnan señalando a Aroun con un ademán-. ¿Por qué le mataste en realidad?
– Ya te lo he dicho, porque no quiso pagar. Cuestión de honor, Martin. Yo siempre cumplo mi palabra, como sabes. Ellos no. ¿Cómo demonios me habéis encontrado?
– Una dama llamada Myra Harvey hizo que te siguieran, y eso nos condujo a Cadge End. Gran negligencia por tu parte, Sean.
– Eso parece. Por si te sirve de consuelo, la única razón de que no hayamos volado por los aires todo el gabinete de Guerra de los ingleses ha sido que tú y tus amigos andabais demasiado cerca. Lo que me obligó a actuar con precipitación, y eso es malo. Danny quería montar unas aletas estabilizadoras en las botellas de oxígeno que nos servían de obuses; si lo hubiéramos hecho el resultado habría sido muy distinto. Pero nos faltó tiempo, gracias a ti.
– Me alegro de saberlo -replicó Brosnan.
– Y ¿cómo me localizasteis aquí?
– Esa pobre niña víctima tuya nos lo dijo -le contestó Mary al instante.
– ¿Angel? Lo siento por ella. Es buena chica.
– ¿Y Danny Fahy? ¿Y Grant, el del campo de aviación? ¿También lo sientes por ellos? -preguntó Brosnan.
– No debieron meterse en esto.
– ¿Lo de Belfast y la muerte de Tommy McGuire lo hizo usted? -preguntó Mary.
– Fue una de mis mejores actuaciones.
– Y no regresó en el avión de Londres, ¿verdad? -agregó ella.
– No, me fui a Glasgow y desde allí regresé a Londres con el puente aéreo.
– ¿Y ahora qué? -inquirió Brosnan.
– ¿Quién, yo? -Dillon alzó el portafolios- Llevo aquí una bonita suma en efectivo que Aroun tenía en su caja fuerte, y puedo elegir entre varias avionetas. El mundo es mío. A cualquier parte, menos Iraq.
– ¿Y nosotros? -quiso saber Harry Flood, que parecía encontrarse mal; tenía el rostro desencajado de dolor y removía el brazo izquierdo puesto en cabestrillo.
– Sí, ¿qué va a pasar con nosotros? -preguntó Mary- Después de liquidar a tantos, ¡qué importan tres más!
– Es que no tengo más remedio -explicó Dillon con paciencia.
– Tú no pero yo sí, ¡bastardo!
Harry Flood llevó la mano derecha hacia el cabestrillo, sacó la Walther que tenía escondida y le disparó dos tiros en el corazón. Dillon trastabilló de espaldas hasta dar contra el entarimado, dejó caer el maletín y cayó al suelo, volviéndose boca abajo en una especie de convulsión. Luego quedó inmóvil, de bruces, la Walther con el silenciador Carswell todavía firmemente sujeta en la mano izquierda.
Ferguson estaba en su coche, a mitad del camino de regreso a Londres, cuando Mary le llamó usando el teléfono del estudio de Aroun.
– Hemos acabado con él, señor -anunció.
– Cuéntamelo todo.
Ella lo hizo y contó lo de Michael Aroun, Makeiev, Ali Rashid, sin omitir detalle, y concluyó diciendo:
– Eso es todo, señor.
– Así parece. Voy de regreso hacia Londres; acabamos de pasar por Epsom. He dejado al inspector Lane al frente de la investigación en Cadge End.
– ¿Qué hacemos ahora, brigadier?
– Subíos en el avión y regresad en seguida. Estáis en territorio francés, recordadlo. Voy a hablar con Hernu ahora mismo para que se encargue de todo. Cuando hayáis despegado me llamáis otra vez. Os daré las instrucciones para el aterrizaje.
Tan pronto como quedó libre la comunicación, Ferguson llamó al despacho de Hernu en la DGSE. Fue Savary el que contestó.
– Aquí Ferguson, ¿saben a qué hora aterriza el coronel Hernu en St. Denis?
– Está muy mal el tiempo allí, brigadier. Aterrizan en Cherburgo, en el aeropuerto de Maupertus, y continuarán viaje en coche.
– Está bien. Va a encontrar allí una escena digna del tercer acto de Macbeth, así que será mejor que se lo explique todo, y usted le transmitirá la información.
En la pista la visibilidad se había reducido a menos de cien metros, debido a la niebla procedente del mar. La Navajo pilotada por Mary Tanner rodó hacia la cabecera. Brosnan, sentado al lado de ella, y Flood con la cabeza dentro de la cabina contemplaban la operación.
– ¿Seguro que lo conseguirás? -preguntó este último.
– En estas condiciones lo difícil no es despegar, sino aterrizar -respondió ella, conduciendo la avioneta hacia el muro gris algodonoso. Tiró de la palanca de mando y la Navajo empezó a ganar altura, hasta superar la niebla, en cuyo momento maniobró rumbo al mar. Mary estabilizó la altitud a nueve mil pies y al cabo de un rato conectó el piloto automático y se reclinó en el asiento.
– ¿Cómo estás? -le preguntó Brosnan.
– Bien. Un poco fatigada, eso es todo. Era tan… elemental. Casi no puedo creer que haya acabado.
– Acabado del todo -dijo alegremente Flood con media botella de escocés en una mano y sujetando con dificultad un vaso de plástico en la otra; acababa de descubrir el pequeño bar de la avioneta.
– Creí que no bebías nunca -dijo Brosnan.
– Salvo en las grandes ocasiones -alzó Flood el vaso de plástico- Ésta va por Dillon, para que se pudra en el infierno.
Dillon oyó voces y el golpe de la puerta principal al cerrarse. Cuando volvió en sí fue como regresar de la muerte a la vida. Tenía un dolor terrible en el pecho, pero eso era de esperar. Era considerable el impacto mecánico de un tiro disparado a tan escasa distancia. Examinó los dos orificios de la cazadora de cuero, y dejando la Walther en el suelo se bajó la cremallera. Las dos balas que le había disparado Flood estaban empotradas en el chaleco de titanio y nailon que le diera Tania la primera vez que habló con ella. Abrió los cierres de velero y se quitó el chaleco, que abandonó en el suelo. Luego recogió la Walther y se puso en pie.
Había permanecido un buen rato completamente inconsciente; se trataba de un fenómeno natural, pese a la defensa antibalas, debido a la proximidad de los disparos. Dillon se acercó al armario de los licores y se sirvió una copa de coñac. Mirando a su alrededor vio los cadáveres tendidos en el suelo, el portafolios en el mismo lugar donde él había caído, y cuando oyó el rugido del despegue de la Navajo lo comprendió todo. El asunto quedaba en manos de los franceses, lo que no dejaba de ser lógico en fin de cuentas. Estaban en su terreno, lo cual seguramente significaba que Hernu no tardaría en llegar con sus muchachos.
Quedaba tiempo para huir, pero ¿cómo? Se sirvió otra copa mientras lo pensaba. Estaría allí la Citation de Michael Aroun, pero ¿adónde podría dirigirse sin dejar algún tipo de rastro? No, la mejor solución, como de costumbre, era desaparecer en París. Siempre había sabido desenvolverse en la clandestinidad de la gran metrópoli. Tenía la barcaza y el apartamento en el altillo del almacén de la calle Helier, ¿qué más podía pedir?
Apuró el coñac, recogió el maletín y luego se quedó indeciso, mirando el chaleco antibalas de titanio con los dos proyectiles empotrados. Al cabo de un momento sonrió y dijo en voz baja:
– Chúpate ésa, Martin.
En seguida abrió la puerta ventana de par en par y se detuvo un instante en la terraza, respirando a pleno pulmón, con deleite, el aire frío. Por último bajó por la escalera exterior, saliendo al césped, y enfiló hacia el sendero, silbando quedamente.
Mary sintonizó en su radio la frecuencia que le había indicado Ferguson. Su señal fue captada al instante por el gabinete de radio en el ministerio de Defensa, lo que puso en marcha un avanzado dispositivo codificador, tras lo cual se pasó la comunicación al brigadier.
– Volamos sobre el Canal, señor, de regreso a casa.
– Será en Gatwick -dijo él-. Os esperarán allí. Hernu acaba de llamarme desde su coche, camino de St. Denis. Es exactamente lo que me figuraba. Para los franceses, nada de eso ha ocurrido en su territorio. Aroun, Rashid y Makeiev murieron en un accidente de automóvil, y Dillon tendrá una tumba de pobre, sin nombre, sólo un número más. Es lo mismo que haremos nosotros con el tal Grant. -Pero ¿cómo, señor?
– Hemos avisado a uno de nuestros médicos, que certificará muerte natural por paro cardíaco. Tenemos nuestra propia organización para este género de asuntos desde los tiempos de la Segunda Guerra Mundial. En una calle tranquila del distrito norte de Londres. Con su propio crematorio y todo. Mañana Grant quedará reducido a un puñado de cenizas, sin autopsia ni nada.
– Pero, ¿y Jack Harvey?
– Eso es diferente. Aún le tenemos entre nosotros, lo mismo que ese muchacho, Billy Watson, hospitalizados en una clínica privada de Hampstead. El servicio especial los vigila.
– ¿Por qué tengo la impresión de que no nos resta nada que hacer?
– No será necesario. Harvey no querrá pudrirse durante veinte años en la cárcel por cómplice del IRA. Él y los suyos mantendrán el pico cerrado, y lo mismo el KGB.
– ¿Y Angel?
– Estaría bien que te la llevaras a casa y te encargaras de ella una temporada. Estoy seguro de que sabrás hacerlo, querida. La sensibilidad femenina, y todo eso -hubo una pausa, y luego él agregó-: ¿Lo entiendes, Mary? Nada de esto ha ocurrido nunca.
– ¿Eso es todo, señor?
– Eso es todo, Mary. Hasta luego.
– ¿Qué ha dicho el viejo cabrón? -preguntó Brosnan.
Ella le repitió el diálogo y cuando hubo terminado, Flood soltó una estruendosa carcajada.
– ¿Así que no ha pasado nada? ¡Maravilloso!
– ¿Y ahora qué? -preguntó Mary.
– Sólo Dios lo sabe -Brosnan se echó hacia atrás, cerrando los ojos.
Ella se volvió hacia Harry Flood, que hizo un brindis con el vaso de plástico.
– A mí, que me registren -dijo.
Mary lanzó un suspiro, desconectó el piloto automático y se dispuso a pilotar la avioneta, con la costa de Inglaterra a la vista.
Escribiendo con rapidez, Ferguson completó su informe y cerró el expediente; luego se puso en pie y se acercó a la ventana.
Nevaba otra vez mientras él miraba hacia la izquierda, hacia la esquina de Hourse Guards Avenue con Whitechapel, donde había ocurrido todo. Estaba cansado, cansado como no se había sentido desde hacía mucho tiempo, pero todavía le quedaba una cosa que hacer. Regresó a su escritorio e iba a utilizar el secráfono cuando éste sonó, anticipándose.
Hernu dijo:
– Hola, Charles. Estoy en St. Denis y siento decirte que hay dificultades.
– Cuéntame -dijo Ferguson, notando al instante un vacío terrible en el estómago.
– Tres cadáveres nada más: Makeiev, Rashid y Michael Aroun.
– ¿Y Dillon?
– Ni rastro, excepto un chaleco antibalas muy moderno, en el suelo, con dos balas incrustadas, disparadas por una Walther.
– ¡Dios mío! -exclamó Ferguson-. ¡El muy bastardo aún anda suelto!
– Temo que así es. He dado parte a la policía, naturalmente, y a todos los organismos habituales, pero no diré que alimente muchas esperanzas.
– Ni yo. Hace veinte años que no conseguimos echarle el guante a Dillon, conque ¿por qué habría de ser distinto esta vez? -dijo Ferguson, y después de exhalar un profundo suspiro prosiguió -: De acuerdo, Max. Seguiremos en contacto.
Regresó a la ventana y se quedó contemplando los copos de nieve que caían. Para qué llamar a la avioneta; Mary, Brosnan y Flood no tardarían en saberlo de todos modos. Pero aún tenía una obligación que cumplir. Regresó de mala gana a su escritorio, descolgó el secráfono y, tras pensar unos instantes lo que iba a decir, llamó a Downing Street y solicitó hablar con el primer ministro.
Hacia la tarde y arreciando la nevada, Pierre Savigny, un campesino de la aldea de St. Just, a las afueras de Bayeux, circulaba cuidadosamente con su viejo camión Citroen por la carretera principal en dirección a Caen. De súbito le salió al paso un peatón con cazadora y pantalón de motorista, levantando la mano.
Por poco lo atropella. El camión patinó un poco durante la frenada, y en seguida Dillon abrió la puerta del lado derecho.
– Disculpe por haberle parado así -sonrió-, pero es que llevo mucho rato andando por la carretera.
– ¿A quién se le ocurre, en una cochina tarde como ésta? -le comentó Savigny mientras Dillon se izaba hasta el asiento.
– Voy a Caen. Espero atrapar el último tren a París. Se me ha averiado la moto y he tenido que dejarla en un taller de Bayeux.
– Pues habrá tenido suerte, amigo -replicó Savigny-. Porque yo voy a Caen. Llevo patatas para el mercado de mañana -metió la primera y arrancó el camión.
– Magnífico -Dillon se colocó un cigarrillo entre los labios, accionó el encendedor y no dijo nada más, con el maletín sobre las rodillas.
– ¿Así que es usted un turista, monsieur? -preguntó Savigny al tiempo que ganaba velocidad.
Sean Dillon sonrió con amabilidad.
– En realidad, no -dijo-. Pasaba por aquí nada más.
Dicho lo cual, se arrellanó en el asiento y cerró los ojos.