6

Faltaban minutos para las once cuando Makeiev se presentó delante del apartamento de Michael Aroun en la avenida Victor Hugo. El chófer detuvo el coche junto a la acera; en el mismo instante en que cortaba el contacto, se abrió la puerta y entró Dillon en el compartimiento posterior.

– Más vale que te quites los zapatos de salón. Está todo lleno de barrillo -dijo, sonriente.

Makeiev alargó la mano para correr el cristal.

– Te veo de muy buen humor, considerando las circunstancias.

– ¿Por qué no iba a estarlo? Sólo quiero asegurarme de que no vayas a contarle nada a Aroun sobre lo de la Audin. -Desde luego que no.

– Mejor así -sonrió Dillon-. No quiero que ocurra nada que venga a estropear el asunto. Entremos.


Rashid les abrió y una doncella se encargó de sus abrigos. Aroun les aguardaba en su fastuoso salón.

– Valenton, señor Dillon. Una decepción notable.

– En la vida nada es perfecto, ya debería usted saberlo. Le prometí un blanco alternativo y pienso ir por él -replicó Dillon.

– ¿El primer ministro británico? -preguntó Aroun.


– Así es -asintió Dillon-. Hoy por la tarde me voy a Londres. Pensé que debíamos charlar antes.

Rashid lanzó una ojeada a Aroun, que dijo:

– Desde luego, señor Dillon. ¿En qué podemos servirle?

– Ante todo necesito más capital operativo. Treinta mil dólares, que me serán entregados por alguna persona de confianza en Londres. En efectivo, como es natural. El coronel Makeiev podrá encargarse de los detalles.

– No hay problema -dijo Aroun.

– En segundo lugar, está la cuestión de cómo largarme de Inglaterra una vez la operación haya concluido con éxito.

– Parece usted muy seguro de sí mismo, señor Dillon -dijo Rashid.

– Los viajes hay que abordarlos siempre con buen ánimo, muchacho -contestó Dillon-. Con los años he aprendido que el punto principal de todo atentado importante es cómo salir sin dejar la piel. Quiero decir que, si cazo al primer ministro británico por cuenta de ustedes, la dificultad principal para mí estará en cómo abandonar Inglaterra, y ahí es donde interviene usted, señor Aroun.

Entró la camarera con un servicio de café. Aroun aguardó mientras ella colocaba las tazas y las llenaba; cuando se hubo retirado habló:

– Por favor, explíquese.

– Una de mis aficiones menores es la de volar, y tengo entendido que la comparto con usted. De acuerdo con un antiguo artículo de la revista Paris Match, usted es propietario de una finca en Normandía llamada Château Saint Denis, a unas veinte millas al sur de Cherburgo por mar.

– Es exacto.

– El artículo decía que estaba usted enamorado de ese lugar, por lo remoto y no contaminado, como si fuese una cápsula del tiempo en donde se hubiese conservado el siglo dieciocho.

– ¿Adónde quiere usted ir a parar exactamente, señor Dillon? -preguntó Rashid.

– Decía también que disponía de pista de aterrizaje propia, y que no pocas veces el señor Aroun se desplazaba allí, procedente de París, pilotando su propio avión.

– Muy cierto -asintió Aroun.

– Excelente. He aquí lo que haremos, pues. Cuando se aproxime el… ¿cómo lo diría yo?… la conclusión de los acontecimientos, se lo haré saber. Usted volará a su finca de St. Denis, y yo saldré volando de Inglaterra para reunirme con usted cuando se haya cumplido la misión. A partir de ahí usted organiza mi evacuación.

– Pero ¿cómo? -preguntó Rashid-. ¿Dónde piensa encontrar un avión?

– Hay muchos aeroclubes, muchacho, y montones de avionetas para alquilar. Sencillamente, no pienso cumplir el plan de vuelo. Desapareceré, en una palabra. Como piloto, tú ya sabes que uno de los principales quebraderos de cabeza de las autoridades es la inmensidad del espacio aéreo no controlado. Y una vez haya aterrizado yo en St. Denis, por mí como si queréis pegarle fuego al artefacto -miró alternativamente a Rashid y Aroun-. Así, ¿quedamos de acuerdo?

Fue Aroun quien contestó:

– Absolutamente, y a disposición de usted, por nuestra parte, si nos necesita para algo más.

– En tal caso, el señor Makeiev se lo haría saber. Me voy -anunció Dillon, encaminándose hacia la puerta.

En la calle, se detuvo un momento en la acera junto al coche de Makeiev, soportando la ligera nevisca.

– Ya está. Ahora no nos veremos durante algún tiempo.

Makeiev le entregó un sobre.

– La dirección de la casa de Tanta, y su número de teléfono -consultó su reloj-. No he conseguido localizarla a primera hora de la mañana. He dejado un mensaje en el contestador automático diciendo que quiero hablar con ella a mediodía.

– Bien -dijo Dillon-. Te llamaré desde St. Malo antes de tomar el hidrodeslizador de Jersey. Sólo para verificar si todo marcha bien.

– ¿Te llevo? -se ofreció Makeiev.

– No, gracias. Tengo ganas de hacer ejercicio -Dillon le tendió la mano-. Hasta la próxima, y que sea buena.

– Que tengas suerte, Sean.

Dillon sonrió.

– Sí, eso siempre hace falta -añadió, y luego se volvió y se alejó silbando una cancioncilla.


A mediodía, Makeiev habló con Tania, tras conectar el secráfono.

– Recibirás la visita de un amigo -anunció-. Será esta noche, probablemente. Es la persona de quien te he hablado.

– Me encargaré de él, coronel.

– Tienes entre manos el asunto más importante de toda tu vida -dijo él-. Puedes creerlo. Necesitará un alojamiento, dicho sea de paso. Que tenga buena comunicación con el tuyo.

– Desde luego.

– Y quiero que me busques a un hombre.

Le dio las señas de Danny Fahy. Cuando hubo terminado, ella contestó:

– No creo que sea difícil. ¿Algo más?

– Sí, le gustan las Walther. Ocúpate de eso también, querida. Seguiremos en contacto.


Mary Tanner entró en la suite del Ritz. Ferguson estaba tomando el té de la tarde al lado de la ventana.

– Por fin -dijo él-. Me preguntaba por qué tardabas tanto. Nos vamos.

– ¿Adónde? -preguntó ella.

– Volvemos a Londres.

Ella respiró hondo.

– Yo no, brigadier. Yo me quedo.

– ¿Te quedas?

– Para asistir al funeral en Château Vercors, mañana a las once de la mañana. Al fin y al cabo, él se ha avenido a hacer lo que usted quería, ¿no sería oportuno corresponder en algo?

Ferguson alzó una mano, en un gesto de excusa.

– De acuerdo, queda justificado. Sin embargo, yo debo presentarme en Londres hoy. Puedes quedarte si quieres, y mañana enviaré la Lear para que os recoja a los dos. ¿Bastará con eso?

– No veo por qué no -sonrió ella, alargando la mano hacia la tetera-. ¿Otra taza, brigadier?


Sean Dillon se subió al expreso de Rennes y llegó a las tres, a tiempo para tomar el tren de St. Malo. No había muchos viajeros; el mal tiempo que azotaba toda Europa había desanimado a los escasos turistas de la temporada baja. El hidrodeslizador zarpó hacia Jersey con poco más de veinte pasajeros. Sean desembarcó en el muelle Alberto de St. Helier poco antes de las seis, y tomó un taxi para ir al aeropuerto.

Antes de llegar supo que habría dificultades, pues cuanto más se acercaban al aeropuerto más espesaba la niebla. Ocurría a menudo en Jersey, pero no significaba el fin del mundo. Comprobó que los dos vuelos de la tarde a Londres habían sido cancelados, salió de la terminal, se metió en otro taxi y ordenó al conductor que le llevase al primer hotel.

Media hora después telefoneaba a París para hablar con Makeiev.

– Siento no haber podido llamar desde St. Malo, el tren llegó con retraso y no podía exponerme a perder el deslizador. ¿Hablaste con la Novikova?

– ¡Ah! Desde luego -dijo Makeiev-. Está todo arreglado. Ella te espera, ¿dónde estás?

– En un lugar llamado hotel L'Horizon, de Jersey. El aeropuerto está cerrado por la niebla. Espero poder salir mañana por la mañana.

– Seguro. Tenme al corriente.

– Lo haré.

Dillon colgó, luego se endosó la casaca y bajó al bar. Le habían dicho que aquel hotel tenía un buen restaurante. Ocupó una mesa y al poco se acercó un italiano bien parecido y de aspecto enérgico, que se presentó como Augusto, el chef. Dillon aceptó la carta, pidió una botella de Krug y se dispuso a pasar una velada tranquila.


Más o menos hacia la misma hora sonó el timbre del apartamento de Brosnan, en Quai de Montebello. Cuando fue a abrir, con un vaso largo de escocés en una mano, se halló frente a frente con Mary Tanner.

– Hola -dijo él-. No la esperaba.

Ella le quitó el vaso de la mano y lo vació en la maceta de plantas artificiales que decoraba el recibidor.

– Eso no le hará ningún bien.

– Si usted lo dice. ¿Qué desea?

– Recordé que se había quedado usted solo y no me pareció muy conveniente. ¿Habló usted con Ferguson antes de su marcha?

– Sí, y me dijo que usted se quedaba. Propuso que le siguiéramos mañana por la tarde.

– Sí, pero con eso todavía no nos organizamos para esta noche. Supongo que no habrá comido nada en todo el día, así que le sugiero que salgamos a cenar, y, por favor, no me diga que no.

– Ni se me ocurre, mi capitana -se cuadró él.

– Déjese de tonterías. Habrá por aquí cerca algún lugar que le agrade.

– Ya lo creo. Permita que vaya por mi abrigo y en seguida estoy con usted.


Era un típico bistró situado en un callejón, sencillo y sin pretensiones, con reservados donde se podía cenar en la intimidad y aromas paradisíacos que emanaban de la cocina. Brosnan pidió champaña.

– ¿Krug? -preguntó ella cuando sirvieron la botella.

– Aquí me conocen.

– ¿Siempre toma champaña?

– Hace años recibí un tiro en el estómago y me han quedado algunos problemas. Los médicos me prohibieron los licores y el vino tinto, pero me concedieron el champaña. ¿Se ha fijado en el nombre de este local?

– La Belle Aurore.

– Como aquel café de Casablanca. ¿Humphrey Bogart? ¿Ingrid Bergman? -alzó la copa-. A tu salud, muñeca.

Hubo un silencio de cordial entendimiento y luego ella preguntó:

– ¿Podemos hablar de asuntos de trabajo?

– ¿Por qué no? ¿Qué le preocupa?

– ¿Qué pasará ahora? Quiero decir que Dillon sabe borrar sus huellas. Usted mismo lo dijo. ¿Cómo se las arreglarán para localizarle?

– Tiene un punto débil -dijo Brosnan-. Por lo general, no se comunica nunca con los del IRA, ya que teme a los confidentes. Lo que le deja sólo una opción, que es la que suele tomar. El mundo del hampa. Cualquier cosa que necesite, armas, explosivos o incluso colaboración humana, la busca en el lugar más idóneo y ¿sabe usted cuál es?

– El East End de Londres.

– Sí, es un sitio tan romántico como Little Italy o el Bronx en Nueva York. Los hermanos Kray, que son lo más parecido a unos gángsteres de cine que haya tenido nunca Inglaterra, o la banda de Richardson. ¿Conoce usted a fondo ese barrio?

– Creía que todo eso había pasado a la historia.

– No del todo. Algunos de los peces gordos, o los gobernadores como ellos se llamaban, se han pasado a la legalidad, Pero la mayor parte de la delincuencia al viejo estilo, los atracos a bancos y furgones de seguridad, siguen en manos del mismo grupo de siempre. Gentes de la familia que lo practican como un simple negocio, pero capaces de pegarte un tiro si te entrometes.

– Qué simpáticos.

– Todo el mundo los conoce, incluso la policía. Pues bien, a esa cofradía recurrirá Dillon.

– Usted perdone -objetó ella-, pero me parece que ése debe ser un grupo bastante restrictivo.

– Está usted en lo cierto, pero casualmente resulta que yo tengo lo que podríamos llamar el carné.

– Y ¿cómo diablos lo ha conseguido?

Él llenó de nuevo las copas de champaña.

– Allá por mil novecientos sesenta y ocho, durante mi juventud aventurera y despreocupada en Vietnam, fui paracaidista de la aerotransportada. Me destinaron a un grupo de las fuerzas especiales que actuaba en Camboya. Ilegalmente, si no es indiscreción decirlo. Estaba formado por individuos de todos los cuerpos, especialistas podríamos decir. Incluso había algunos marines, y así fue como conocí a Harry Flood.

– ¿Harry Flood? -frunció el ceño ella-. Me suena ese nombre por alguna razón.

– Es posible. Me explico. Harry tiene la misma edad que yo. Nacido en Brooklyn, su madre murió en el parto, y él se crió con su padre hasta los dieciocho años, en que murió el padre también. Al verse solo en la vida se enroló en los marines y fue destinado al Vietnam; allí nos encontramos -soltó una carcajada seca-. Nunca olvidaré esa primera vez. Estábamos hasta el cuello en un pantano apestoso del delta del Mekong.

– Parece un tipo interesante.

– Vaya si lo es. La Estrella de Plata, la Cruz de la Armada. En el sesenta y nueve, cuando me licencié yo, a él le faltaba todavía un año. Lo destinaron a Londres, como sargento de la escolta en la embajada. Allí fue donde ocurrió.

– ¿Qué ocurrió?

– Una noche conoció a una chica en la sala de baile vieja del Lyceum, una muchacha llamada Jean Dark. Como cualquier otra veinteañera bonita con su camisero de algodón, sólo que ésa era distinta. La familia Dark eran gángsteres, unos auténticos villanos del East End. El padre tenía su pequeño imperio a orillas del río y era tan famoso, a su manera, como los mismos hermanos Kray. Murió poco después, aquel mismo año.

– ¿Qué pasó? -preguntó ella, totalmente fascinada por la historia.

– La madre de Jean intentó hacerse cargo del negocio. Mamá Dark, la llamaban todos. Hubo diferencias, bandas rivales, como suele pasar. Harry y Jean se casaron, se establecieron en Londres y él se vio arrastrado. En lo de eliminar a los rivales y todo eso.

– ¿Quiere decir que se hizo gángster?

– No es la manera más diplomática de decirlo, pero si. Y mucho más que eso. Se convirtió en uno de los principales gobernadores del East End londinense.

– ¡Ah, sí! ¡Ahora caigo! Es el dueño de todos esos casinos, y el promotor de una gran urbanización a orillas del Támesis.

– Exacto. Jean murió de cáncer hará cinco o seis años, y la madre había desaparecido bastante antes. Él se limitó a seguir la corriente.

– ¿Es ciudadano británico ahora?

– No, ha preferido no renunciar a la nacionalidad estadounidense. Las autoridades no han podido expulsarle porque no tiene antecedentes. Nunca ha estado en la cárcel, ni un solo día.

– ¿Y sigue siendo un gángster?

– Eso depende de cómo quiera usted definir esa palabra. En los viejos tiempos cometió muchas fechorías, o lo hicieron sus muchachos, pero siempre fueron delitos a la antigua.

– ¿Quiere decir nada tan feo como las drogas o la prostitución? ¿Sólo atracos a mano armada, protección, bagatelas de ese estilo?

– No sea tan severa. Tiene los casinos, intereses en compañías de electrónica y promociones inmobiliarias. Es propietario de medio Wapping y de casi toda la orilla del río. Todo sumamente legal.

– ¿Y sigue siendo un gángster?

– Digamos que para muchos vecinos del East End sigue siendo el gobernador. El yanqui, le llaman. Simpatizará usted con él.

– ¿Usted cree? -se sorprendió ella-. ¿Cuándo va a presentármelo?

– Tan pronto como pueda arreglarlo. En el East End nadie se mueve sin que Harry y sus muchachos lo sepan. Si alguien puede ayudarme a cazar a Sean Dillon, ése es él.

En aquel momento se presentó el camarero para servir sendas sopas de cebolla a la francesa.

– Y ahora, cenemos -concluyó él-. Estoy famélico.


Harry Flood estaba en cuclillas en el fondo del pozo, con los brazos cruzados para conservar el calor corporal, desnudo hasta la cintura y descalzo, sin más que unos pantalones de camuflaje. El pozo mediría poco más de un metro cuadrado y la lluvia entraba sin cesar a través de la reja de bambú con que se cerraba, sobre su cabeza. A veces acudían algunos vietcong a contemplarle; enseñaban a los visitantes aquel perro yanqui que pisaba su propia inmundicia, aunque hacía mucho tiempo que él se había acostumbrado al hedor.

Le parecía como si hubiera estado allí siempre y el tiempo había dejado de significar nada para él. Jamás había experimentado una desesperación tan absoluta. La lluvia arreciaba y caía por la boca del pozo como una catarata. El nivel del agua subía con rapidez. Se puso en pie y de súbito se halló con el agua hasta pecho y subiendo. Caía sobre su cabeza sin cesar; luego perdió pie y se vio obligado a patalear y bracear para mantenerse a flote. Luchando por el aire, sus uñas se clavaron en las paredes del pozo. De súbito una mano le agarró con fuerza, lo izó sacándole del agua y pudo respirar libremente otra vez.


Harry Flood despertó sobresaltado y se incorporó en la cama. Hacía años, desde que estuvo en Vietnam, que tenía aquella pesadilla. Mucho tiempo, en todo caso, y siempre acababa ahogándose. Lo de la mano salvadora había sido una novedad.

Buscó el reloj. Eran casi las diez. Tenía la costumbre de echar una siesta a primera hora de la tarde, antes de salir a visitar uno de los clubes, pero esta vez se había pasado. Se puso el reloj, corrió al cuarto de baño y tomó una ducha rápida. Mientras se afeitaba observó algunas canas en su negro cabello.

– A todo el mundo le ocurre, Harry -dijo en voz baja, sonriendo.

En efecto, sonreía a menudo, aunque si alguien se hubiese fijado habría notado un cierto rictus de fatiga; era la sonrisa de un hombre que juzgaba la vida, en conjunto, decepcionante. Bastante bien parecido, aunque tal vez de aspecto algo rudo, musculoso, de hombros fuertes, en realidad no estaba mal para sus cuarenta y seis años, como él mismo se decía por lo menos una vez al día para darse moral. Se endosó una camisa negra de seda con tirilla y un traje de Armani, de seda cruda marrón, ancho y cómodo, tras lo cual verificó su aspecto en el espejo.

– Listo otra vez para hacer estragos, muchacho -se dijo, y salió.

Vivía en un apartamento enorme, que era parte de unos almacenes reformados de los muelles. Las paredes de ladrillo de la sala estaban enjalbegadas, y el suelo de madera barnizada estaba cubierto de alfombras indias por todas partes. Sofás cómodos, una barra y, detrás de ésta, estanterías con botellas de todas las marcas imaginables. Aunque sólo eran para los invitados; él nunca tomaba alcohol. Al fondo tenía un voluminoso escritorio y detrás del mismo, anaqueles con libros.

Abrió la puertaventana y salió al balcón, que miraba al río. Hacía un frío tremendo. El puente de la Torre quedaba a su derecha y más al fondo, la Torre de Londres iluminada por los proyectores. Un barco pasó río abajo, tan iluminado que incluso pudo distinguir a los miembros de la tripulación trabajando en cubierta. Respiró a fondo el aire, que cortaba de tan frío como era, y que siempre le servía de estímulo.

Al fondo de la sala se abrió una puerta y entró Mordecai Fletcher. Era un hombrón de metro ochenta, de pelo gris acero y bigotillo recortado. Vestía traje azul de americana cruzada y lucía corbata con los colores de la guardia real; tan convencional aspecto quedaba en parte desmentido por las cicatrices alrededor de los ojos y la nariz aplastada, que obviamente había sido rota más de una vez.

– Te has levantado -constató el recién llegado.

– Eso parece -replicó Flood.

Mordecai había sido su brazo derecho, y su puño, durante casi quince años: El ex boxeador de los pesos pesados había tenido el buen criterio de abandonar los cuadriláteros antes de que empezase a resultar perjudicado su cerebro. Pasó detrás de la barra, sirvió un agua Perrier, añadió hielo y limón en el vaso y se acercó.

Flood tomó el vaso sin molestarse en darle las gracias.

– ¡Dios, cuánto me gusta ese viejo río! ¿Alguna novedad?

– Ha llamado el contable, por no sé qué papeles que hay que firmar. Le he dicho que se pase por aquí mañana por la mañana.

– ¿Algo más?

– Ha llamado Maurice, el del Embassy. Dice que estuvo comiendo allí Jack Harvey acompañado de esa zorra de sobrina que tiene.

– ¿Myra? -asintió Flood-. ¿Ha ocurrido algo?

– Maurice ha dicho que Harvey sólo preguntó si te pasarías por allí más tarde. Dijo que volvería para probar suerte en las mesas -titubeó-. Ya sabes lo que busca ese cabrito, Harry, y tú has procurado evitarle.

– No vamos a vender, Mordecai, y desde luego tampoco vamos a entrar en sociedad con ése. Jack Harvey es el peor sujeto del East End; comparados con él los hermanos Kray parecen niños de teta.

– Yo creía que eras tú el de la comparación, Harry.

– Yo nunca me he metido en asuntos de drogas, Mordecai, ni exploto mujeres. Ya lo sabes. De acuerdo que he sido un malhechor durante algunos años, o mejor dicho lo hemos sido los dos -entró en el salón y se dirigió hacia el escritorio, de donde tomó un marco de plata con una fotografía que siempre estaba allí. Meneó la cabeza-. Cuando Jean estaba muriéndose, durante aquellos cochinos meses en que nada tenía importancia. Pero ya sabes lo que le prometí antes de que todo terminase. Que lo dejaría.

Mordecai cerró la puertaventana.

– Lo sé, Harry. Era mucha mujer Jean.

– Por eso nos hicimos legales, y ¿acaso no tenía razón? ¿Sabes cuánto vale ahora nuestra compañía? Casi cincuenta millones. ¡Cincuenta millones de libras! -sonrió con rabia-. Conque deja que sean Jack Harvey y otros como él los que se ensucien las manos, si tanto les agrada.

– Sí, pero muchos en el East End siguen considerándote el gobernador, Harry. Todavía te llaman El Yanqui.

– No me quejo -abrió Flood un armario para extraer un abrigo de color oscuro-. Algunas veces, eso resulta muy útil, y no se puede ignorar. Vámonos ahora. ¿Quién nos conduce esta noche?

– Charlie Salter.

– Bien.

Mordecai titubeaba.

– ¿Quieres que cargue una pipa, Harry?

– ¿Estás loco, Mordecai? ¿No te he dicho que ahora somos legales?

– Sí, pero Jack Harvey no lo es, y ahí está lo malo.

– Ya me ocuparé yo de Jack Harvey.

Bajaron en el que había sido el montacargas del almacén a la planta baja, donde esperaba el Mercedes sedán negro. Charlie Salter estaba apoyado contra el coche, leyendo el diario; era un hombre diminuto, delgado, en uniforme gris de chófer. En seguida dobló el periódico y abrió la puerta posterior.

– ¿Adónde, Harry?

– Al Embassy, y conduce despacio. Hay hielo en las calles esta noche y quiero leer el periódico.

Salter se puso al volante. Mordecai ocupó el asiento del acompañante y accionó el mando a distancia. El portón del almacén se abrió y salieron al muelle. Flood desplegó el periódico, se arrellanó en el asiento y se dispuso a enterarse de cómo marchaba la guerra del golfo.


El club Embasssy estaba a poco más de medio kilómetro, cerca de la carretera de Wapping. Llevaba abierto sólo seis meses y era otra de las reformas de antiguos tinglados de mercancías promovidas por Harry Flood. Los coches se estacionaban en el solar de un callejón trasero, que se hallaba ya bastante lleno. El encargado era un negro viejo, que se refugiaba en una caseta.

– Le he reservado su plaza, señor Flood -dijo al tiempo que salía.

Flood se apeó del coche con Mordecai y tiró de cartera mientras Salter aparcaba el coche. Extrajo un billete de cinco libras y se lo dio al viejo.

– No te lo gastes en vicios, Freddy.

– ¿Con eso? -sonrió el viejo-. No hay ni para ir con una tía por la puerta de atrás de la taberna, en estos tiempos. Qué mala cosa es la inflación, señor Flood.

Flood y Mordecai aún reían cuando salieron del callejón. Salter se reunió con ellos mientras doblaban la esquina y se disponían a entrar. El interior estaba caldeado y era lujoso, con suelo de cuidosas ajedrezadas, entrepaños de roble y cuadros al óleo. Mientras la chica del vestíbulo se encargaba de sus abrigos salió corriendo un hombre bajito vestido de etiqueta, y que hablaba con inconfundible acento francés.

– ¡Ah, señor Flood! Es un honor. ¿Se quedará a cenar?

– Creo que sí, Maurice. Antes echaremos una ojeada. ¿Algún rastro de Harvey?

– Todavía no.

Bajaron un par de escalones para pasar al salón comedor. Era una prolongación del ambiente del club, con sus paredes revestidas de roble, sus cuadros y sus reservados con asientos de Cuero. El local estaba casi lleno y los camareros se afanaban con diligencia; al fondo, una orquestina de tres músicos tocaba sobre un pequeño estrado; había una pista de baile, también de dimensiones reducidas.

Serpenteando entre las mesas, Maurice fue a abrir una puerta acolchada que daba a la sala de juego. También estaba abarrotada; el público se empujaba alrededor de la ruleta y en casi todas las mesas los asientos estaban ocupados.

– ¿Perdemos mucho? -le preguntó Flood a Maurice.

– Tenemos altibajos, señor Flood. Al final todo se equilibra, como de costumbre.

– Hay muchos puntos esta noche, de todas maneras.

– Y ninguno de ellos es un jeque árabe -le comentó Mordecai.

– Con ese asunto del golfo, prefieren no dejarse ver demasiado -explicó Maurice.

– ¡Natural! -sonrió Flood-. Vámonos a cenar.

Tenía su reservado en un rincón, cerca de la orquesta, desde donde se abarcaba todo el local. Pidió salmón ahumado, huevos revueltos y agua Perrier, al tiempo que extraía un Camel de una antigua pitillera de plata. Nunca había logrado acostumbrarse a fumar cigarrillos ingleses. Mordecai le dio fuego y luego se quedó de pie, de espaldas contra la pared. Flood, sentado, contempló el panorama con el ceño fruncido; estaba pasando uno de aquellos momentos sombríos en que uno se pregunta para qué sirve la vida. En seguida entró en el comedor Charlie Salter y se acercó apresuradamente por entre las mesas.

– Jack Harvey y Myra acaban de entrar -anunció.


Harvey era un cincuentón de mediana estatura y sobrado de kilos, hecho que el traje azul de estambre no lograba disimular, pese a haber sido cortado en Savile Row. Estaba muy calvo y tenía las facciones carnosas y fláccidas de un emperador romano de la decadencia.

Su sobrina Myra tenía treinta años, aunque parecía más joven. Recogía sus cabellos negros ala de cuervo en un moño sujeto con una peineta de brillantes. La cara apenas pintada, excepto los labios maquillados color rojo sangre. Vestía una chaquetilla con lentejuelas y una minifalda negra de Gianni Versace, y calzaba zapatos de tacón muy alto, ya que apenas alcanzaba el metro sesenta de estatura. Estaba inmensamente atractiva y todos los hombres se volvían a mirarla. Además era la mano derecha de su tío; licenciada en económicas por la universidad de Londres, era tan despiadada y carente de escrúpulos como él mismo.

Flood se quedó sentado, sin molestarse en darles la bienvenida.

– Harry, muchacho -se sentó Harvey sin aguardar invitación-. No te importa que te acompañemos un rato, ¿verdad?

Myra se inclinó y besó a Flood en la mejilla.

– ¿Te gusta mi nuevo perfume, Harry? Me ha costado una fortuna, pero Jack dice que es como un afrodisíaco, por lo bien que huele.

– Qué palabra tan difícil para ti -dijo Flood.

Ella se sentó en la otra silla, mientras Harvey sacaba un puro; tras cortarlo, alzó la mirada hacia Mordecai y le dijo:

– ¿Dónde tienes tu puñetero encendedor, eh?

Sin torcer el gesto, Mordecai le dio fuego y Myra continuó diciendo:

– ¿Invitas a una copa? Ya sabemos que tú no bebes, pero piensa en los pobres infelices de los demás.

Hablaba con un ligero acento cockney, no demasiado exagerado y que en ella resultaba atractivo. Apoyó una mano en la rodilla de Flood y éste dijo:

– ¿Cóctel de champaña, si no recuerdo mal?

– Lo aceptaré.

– Yo no. Demasiado flojo para mí ese brebaje -apuntó Harvey-. Que sea un escocés con agua en vaso grande.

Maurice, que había permanecido en actitud expectante, dio la orden a un camarero y luego se inclinó hacia el oído de Flood.

– Sus huevos revueltos, señor Flood.

– Los tomaré ahora -contestó Flood.

Maurice se alejó, e instantes después apareció el camarero con una bandeja de plata. Quitó la tapadera y sirvió los huevos, que Flood atacó sin más preámbulos.

Harvey comentó:

– Aún no te he visto despachar una comida decente, Harry. ¿Qué es lo que no funciona contigo?

– Nada en realidad -explicó Flood-. La comida no me importa mucho, Jack. Allá en Vietnam, cuando era un muchacho, los vietcong me tuvieron prisionero y aprendí que no se necesitaba mucho para sobrevivir. Más tarde recibí un tiro en el estómago y me recortaron treinta centímetros de tripa.

– Algún día tendrás que enseñarme la cicatriz -dijo coqueta Myra.

– Pero no hay mal que por bien no venga. Si no me hubieran herido, la infantería de Marina no me habría dado un destino tan descansado como la custodia de la embajada de Londres.

– Y no habrías conocido a Jean -dijo Harvey-. Recuerdo el año que os casasteis, Harry. Ese mismo año murió papá Sam Dark el Viejo, el rey sin corona del East End desde que metieron a los Kray en el talego. ¡Y Jean! -meneó la cabeza-. ¡Qué mujer! Los pretendientes formaban cola delante de su puerta. Incluso tuvo a un oficial de la guardia real, un lord. Siéntate bien, ¿quieres? -agregó reprendiendo a Myra.

– Pero prefirió casarse conmigo -dijo Flood.

– No le fue tan mal, Harry. Quiero decir que tú la ayudaste en los negocios, sobre todo cuando murió su mamá. Todos lo sabemos.

Flood apartó el plato y se limpió inmediatamente los labios con la servilleta.

– Estamos de cumplido esta noche, ¿eh, Jack? ¿A qué has venido en realidad?

– Tú sabes lo que quiero, Harry. Quiero una participación. Tienes cuatro casinos ahora y ¿cuántos clubes, Myra?

– Seis -dijo ella.

– Y esos proyectos de los muelles -continuó Harvey-. Deberías compartir la tarta.

– Sólo que hay una pequeña dificultad con eso, Jack -le explicó Flood-. Hace mucho tiempo que soy un hombre de negocios legal, mientras que tú… -meneó la cabeza-. Un chorizo siempre es un chorizo.

– ¡Bastardo yanqui! No tolero que nadie me hable así -dijo Harvey.

– Acabo de hacerlo, Jack.

– Entraremos, Harry, te guste o no.

– Inténtalo -dijo Flood.

Salter había cruzado la habitación para ir a apoyarse de espaldas contra la pared al lado de Mordecai. El grandullón le habló en voz baja y Salter se alejó.

Myra dijo:

– Lo dice en serio, Harry. Te aconsejo que seas razonable. Sólo pedimos una tajada pequeña del negocio.

– Asociados conmigo entráis en asuntos de informática, promociones inmobiliarias, clubes y salas de juego -aclaró Flood-. ¿Qué gano yo a cambio? Entrar en asuntos de chulos, putas, droga y protección. Yo me ducho tres veces al día, cariño, pero no serían suficientes para poderme sentir limpio.

– ¡Cabrón de yanqui! -Myra levantó la mano, pero él la sujetó por la muñeca.

Harvey se puso en pie.

– Déjalo, Myra. Vámonos. Ya nos veremos, Harry.

– Espero que no -replicó Flood.

Cuando hubieron salido, Mordecai se inclinó hacia su jefe.

– Qué individuo tan repugnante. Siempre me han dado náuseas él y sus amiguetes.

– Hay gente para todo -dijo Flood-. No permitas que tus prejuicios te alteren el buen humor, Mordecai, y tráeme una taza de café.


– El muy cerdo -iba diciendo Jack Harvey mientras se encaminaba con Myra hacia el estacionamiento del callejón-. Me las va a pagar por haberse atrevido a hablarme de esta manera.

– Ya te dije que veníamos a perder el tiempo -replicó la mujer.

– Tenías razón -se caló los guantes en sus manazas-. Tendremos que demostrarle que hablamos en serio, ¿verdad?

Una camioneta estaba detenida al fondo de la calle. Cuando ellos se acercaron el conductor encendió las luces de posición. Era un joven de unos veinticinco años, de aspecto peligroso y decidido, que lucía chaqueta de aviador de cuero negro y una gorra de visera.

– Señor Harvey.

– Buen muchacho, Billy. Llegas justo a tiempo -se volvió Harvey hacia su sobrina-. No creo que conozcas a Billy Watson, Myra.

– Pues no, no lo recuerdo -dijo ella contemplándole con descaro.

– ¿A cuántos tienes atrás? -se informó Harvey.

– A cuatro, señor Harvey. Tengo entendido que el tal Mordecai Fletcher es un pedazo de animal -alzó un bate de béisbol-. Con esto lo pondremos a caldo.

– Sobre todo nada de armas de fuego, recuerda que te lo tengo dicho.

– Como usted quiera, señor Harvey.

– Un par de palos es todo lo que hace falta, y tal vez un par de piernas rotas. Adelante con ello. Debe salir tarde o temprano.

Harvey y Myra continuaron su camino.

– ¿Crees que bastará con cinco? -preguntó Myra.

Él profirió una breve carcajada.

– ¿Que si bastará? ¿Acaso se cree un Sam Dark? Aquél sí era un hombre, pero ese yanqui… Lo dejarán inválido. Tendrá que andar seis meses con muletas. Son tipos duros, Myra.

– ¿De veras? -dijo ella.

– Anda, date prisa que hace un frío que pela -concluyó él, apresurándose en dirección al coche.


Una hora más tarde Harry Flood se puso en pie, dispuesto a abandonar el local. Mientras la empleada del vestíbulo le ayudaba a ponerse el abrigo, se volvió para dirigirse a Mordecai.

– ¿Dónde está Charlie?

– ¿Ah? Salió hace un par de minutos. Ha ido a calentar el motor. Quiero decir que con el frío que viene del norte, Harry, se nos va a helar hasta el Támesis.

Flood soltó una carcajada y luego salieron a la calle. Todo sucedió con mucha rapidez. El portón trasero de la camioneta que se hallaba estacionada al otro lado de la calle se abrió, y saltaron varios hombres que cruzaron a la carrera, empuñando bates de béisbol. El primero en acercarse asestó un golpe de volea, pero Mordecai se inclinó hacia el lado contrario, bloqueó el brazo del asaltante y lo volteó sobre la cadera, echándolo escaleras abajo hacia el muelle.

Los otros cuatro se detuvieron y formaron en círculo, con los bates dispuestos.

– Esto no os servirá de nada -dijo Billy Watson-. Os vamos a romper las piernas.

A sus espaldas, un disparo retumbó con fuerza en el aire helado, y luego otro. Todos se volvieron y Charlie Salter salió a la luz al tiempo que recargaba una escopeta de cañones recortados.

– Los palos al suelo, si no queréis acabar hechos papilla -ordenó.

Todos hicieron lo que se les había mandado y se quedaron en actitud expectante. Mordecai se acercó a los asaltantes y tras pasarles revista, agarró con fuerza los cabellos del más cercano.

– ¿Para quién trabajas, muchacho?

– No lo sé, señor.

Mordecai lo llevó a rastras hasta la verja de los muelles y le acercó la cara a las puntas de hierro.

– Repito. ¿Para quién trabajas?

El chico se rajó en seguida.

– Jack Harvey nos contrató, pero fue Billy quien lo organizó todo.

– ¡Cerdo! Me las pagarás por esto -dijo Billy.

Mordecai lanzó una ojeada a Flood, que le hizo una seña afirmativa. El hombrón le dijo a Billy:

– Tú te quedas. Los demás, ¡largo de aquí!

Los aludidos echaron a correr. Billy Watson les plantó cara, bravucón, y Salter dijo:

– Se está rifando un par de tortas y ése tiene todos los números.

De súbito, Billy recogió del suelo uno de los bates y se puso a la defensiva.

– ¡Muy bien! A ver quién se atreve. Tú, Harry Flood, ¡gran hombre! ¡Que no eres nadie sin tus guardaespaldas!

Mordecai adelantó un paso y Flood dijo:

– No -y avanzando a su vez hacia su retador, dijo-: Tú lo has querido, muchacho.

Billy lanzó el golpe, Flood lo esquivó y cazó la muñeca derecha, retorciéndosela. Con un grito, Billy dejó caer el palo y simultáneamente el americano dio media vuelta y le asestó un codazo en la cara que le hizo flaquear, rodilla en tierra.

Mordecai recogió el bate pero Flood dijo:

– No. Ya lleva lo suyo, dejémoslo.

Encendió un cigarrillo mientras continuaban callejón adelante. Mordecai insistió:

– ¿Qué hay de Harvey? Habrá que hacerlo picadillo.

– Lo pensaré -contestó Flood mientras se acercaban al automóvil.


Billy Watson se recobró al cabo de un rato, apoyado en la verja. Empezó a nevar mientras se dirigía, cojeando, hacia la furgoneta. Cuando se disponía a ocupar el asiento del conductor, surgió de un portal cercano Myra Harvey, levantándose con una mano el cuello de pieles del abrigo.

– ¿Qué? No parece que os haya salido demasiado bien, ¿verdad?

– Señorita Harvey -graznó él-. Creí que se habían marchado ustedes.

– Mi tío me dejó en casa pero he vuelto en un taxi. No quise perderme el espectáculo.

– No me diga que había previsto que acabase así -aventuró él.

– Me temo que sí, cielito. A veces mi tío comete algunas equivocaciones, ¡le pierden sus buenos sentimientos! ¿De veras creíste que cinco vagabundos como vosotros podríais contra Harry Flood?

Abrió la puerta de la camioneta y le empujó adentro.

– Al otro asiento. Yo conduciré.

Se puso al volante, con el abrigo de pieles entreabierto y la minifalda arremangada a más no poder.

– Pero… ¿adónde vamos? -preguntó Billy.

– A mi casa. Te hace falta un buen baño caliente, cielito -le apretó el muslo con la mano izquierda, y luego arrancó y puso en marcha el vehículo.


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