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Aquella noche Brosnan y Anne-Marie fueron al cine y después a un pequeño restaurante de Montmartre llamado La Place Anglaise. Era uno de sus favoritos porque, pese al nombre, tenía entre sus especialidades un suculento estofado irlandés. No estaba demasiado lleno, y justo habían dado cuenta del primer plato cuando apareció Hernu, seguido de Savary.

– Nieva en Londres, nieva en Bruselas y nieva en París -se sacudió Hernu el polvillo blanco de la manga, y se desabrochó el abrigo.

– De su aparición deduzco que estoy siendo seguido, ¿o me equivoco? -preguntó Brosnan.

– No hay tal, profesor. Fuimos a su casa, donde el conserje nos dijo que habían salido al cine, y luego tuvo la amabilidad de mencionar tres o cuatro restaurantes que ustedes frecuentan. Éste es el segundo.

– Entonces, siéntense y tomen un coñac y un café. Deben de estar helados -dijo Anne-Marie.

Ambos se quitaron los abrigos y Brosnan hizo una seña al chef, que acudió en seguida a tomar nota del pedido.

– Lamento estropear su velada, mademoiselle, pero es que se trata de un caso importante -dijo Hernu-. El asunto ha tomado un giro desgraciado.


– Estamos preparados para lo peor -encendió un cigarrillo Brosnan.

Fue Savary quien continuó:

– Hace unas dos horas, los cadáveres de los hermanos Jobert han sido hallados en su automóvil por un agente en servicio de patrulla. Estaban en una plazuela no lejos de Le Chat Noir.

– ¿Asesinados, quiere usted decir? -intervino Anne-Marie.

– ¿Cómo? ¡Ah, sí! Muertos a tiros, mademoiselle.

– Dos en el corazón cada uno, ¿verdad? -preguntó Brosnan.

– En efecto, profesor, el forense así lo aseguró apenas les hubo echado una ojeada. No nos quedamos a ver lo demás. ¿Cómo lo sabía usted?

– Ha sido Dillon, sin duda. Es un truco de profesional veterano, coronel, como seguramente no ignora usted. Nunca un solo tiro, siempre dos, por si el otro llega a replicar aunque sea en un acto reflejo.

Hernu removió el café.

– ¿Usted preveía esto, profesor?

– Cómo no. Era de esperar que volviese por ellos tarde o temprano. Un hombre extraño. Siempre cumple su palabra, nunca deja un contrato pendiente, y exige lo mismo de quienes tratan con él. Es lo que él llama cuestión de honor. O por lo menos, así pensaba en los viejos tiempos.

– ¿Permite que le haga una pregunta? -dijo Savary-. Yo llevo quince años en las calles y he conocido muchos asesinos. Y no sólo gángsteres para quienes el matar es parte de su oficio, sino también infelices de esos que matan a su mujer porque les ha sido infiel. Dillon me parece otra cosa diferente. Quiero decir que los soldados ingleses mataron a su padre y él se hizo del IRA, eso se puede entender. Pero no lo que ha venido haciendo después. Durante veinte años. Tantos crímenes y la mayoría de ellos ni siquiera perpetrados en su patria, ¿por qué?

– No soy psiquiatra -replicó Brosnan-. Si lo fuese, le daría muchos nombres raros empezando por psicópata y todo lo demás. He conocido a hombres así en las fuerzas especiales del ejército, en el Vietnam, y algunos eran hombres que valían, pero que una vez empezaron a matar ya no podían dejarlo. El instinto se apoderaba de ellos como una droga. Y la fase siguiente siempre consistía en matar aunque no fuese necesario, en hacerlo a sangre fría. Allí en Vietnam era como si las personas, no sé cómo decirlo, se hubieran convertido en cosas.

– ¿Cree que es eso lo que le ha sucedido a Dillon? -preguntó Hernu.

– Es lo que me sucedió a mí, coronel -replicó Martin Brosnan con dureza.

Hubo un silencio y por último Hernu dijo:

– Es preciso que lo atrapemos, profesor.

– Ya lo sé.

– Entonces, ¿nos ayudará a cazarlo?

Anne-Marie apoyó una mano en el brazo de él, con una mueca de gran contrariedad en el rostro, y se volvió hacia los dos intrusos hablándoles casi con acritud:

– Eso es trabajo de ustedes, y no de Martin.

– Tranquila, no te preocupes -la apaciguó Martin, y volviéndose hacia Hernu añadió-: Cualquier consejo que yo pueda dar, o cualquier información útil, cuenten con ello, pero ninguna intervención personal. Lo siento, coronel. No puede ser de otra manera.

Savary terció en la discusión:

– Usted dijo que él intentó matarlos una vez, a usted y a un amigo.

– Sí, eso fue en el setenta y cuatro. Él y yo trabajábamos para ese amigo, un hombre llamado Liam Devlin. Era lo que podríamos llamar un revolucionario a la antigua. Todavía creía posible luchar como en los viejos tiempos, como un ejército clandestino contra las tropas de ocupación, un poco al modo de la Resistencia francesa durante la última guerra. Aborrecía las bombas, los atentados indiscriminados, cosas así.

– ¿Qué pasó? -preguntó el inspector.

– Que Dillon desobedeció las órdenes y que la bomba destinada a un coche patrulla de la policía mató a media docena de niños. Devlin y yo fuimos por él, y trató de liquidarnos.

– Sin éxito, como es evidente.

– Bien, nosotros no éramos exactamente unos niños de la calle -la voz reflejaba ahora un cambio sutil, más dura, más cínica-. Me dejó una marca en un hombro, y yo le hice otra en el brazo. Fue entonces la primera vez que desapareció y pasó al continente.

– ¿Y no ha vuelto a verle?

– Estuve en la cárcel durante más de cuatro años desde el setenta y cinco, inspector. En Belle-Isle. Se le olvidan a usted sus expedientes. Él trabajó durante algún tiempo con un individuo llamado Frank Barry, otro refugiado del IRA que prefirió el panorama de Europa continental. Ese Barry sí era malo, ¿lo recuerda usted?

– Ya lo creo, profesor -dijo Hernu-. Recuerdo que en 1979 trató de asesinar a lord Carrington, el secretario británico de Exteriores, en circunstancias muy parecidas a las de este caso reciente, por cierto.

– Dillon seguramente quiso emular esa operación. Idolatraba a Barry.

– A quien usted mató actuando por cuenta de los servicios de información británicos, si no estoy equivocado.

– Ustedes perdonen -dijo Anne-Marie, poniéndose en pie, y se dirigió hacia los servicios.

– La hemos molestado -dijo Hernu.

– Está preocupada por mí, coronel. Teme que las circunstancias me obliguen a empuñar otra vez un arma y me empujen por los caminos de antes.

– Lo comprendo, amigo mío -se incorporó Hernu para ponerse el abrigo-. Ya le hemos entretenido bastante. Le ruego que presente mis excusas a mademoiselle Audin.

– Sus clases en la Sorbona, profesor -dijo Savary-; estoy seguro de que sus alumnos las adoran. Apostaría a que tiene el aula muy concurrida.

– Siempre -dijo Brosnan.

Los siguió con la mirada, y luego Anne-Marie regresó.

– Lo siento, querida -le dijo.

– No ha sido por culpa tuya -parecía fatigada-. Creo que me voy a casa.

– ¿No te vienes conmigo?

– Esta noche no. Quizá mañana.

Brosnan firmó la cuenta que le presentaba el chef, quien les ayudó a ponerse los abrigos y los acompañó hasta la puerta para despedirlos. Fuera, la nieve empezaba a cuajar sobre el adoquinado. Ella sintió un escalofrío y se volvió hacia Brosnan.

– ¿Sabes una cosa, Martin? Hubo un cambio en ti allá dentro, mientras hablabas con ellos. Por un momento, volviste a ser el otro hombre.

– ¿De veras? -dijo él, aunque sabía que era verdad.

– Voy a buscar un taxi.

– Te acompaño.

– Prefiero que no lo hagas.

La siguió con la mirada mientras ella se alejaba, y luego se volvió hacia la dirección opuesta. Pensaba en Dillon, en dónde se hallaría y qué estaría haciendo.

La barcaza de Dillon estaba amarrada en un pequeño recodo del muelle de St. Bernard. Era un amarradero reservado principalmente a lanchas motoras, embarcaciones de placer en aquellos momentos recubiertas con toldillos de lona para el invierno. Por dentro era sorprendentemente lujosa, la sala revestida de caoba tenía espacio para dos cómodos sofás y un televisor. La cabina estaba amueblada con un sofá cama y comunicaba con una ducha. Enfrente la cocina, pequeña pero muy moderna, y dotada de todos los enseres que pudiera desear un buen cocinero. Acababa de poner agua a hervir cuando oyó pasos en la cubierta. Abrió un cajón, extrajo una Walther y después de armarla se la guardó debajo del cinto, a la espalda. Luego salió.

Era Makeiev, que se sacudió la nieve del abrigo antes de entrar en la salita diciendo:

– Vaya nochecita. Hace un tiempo de perros.

– Peor estarán en Moscú -le recordó irónico Dillon-. ¿Un café?

– Cómo no.

Makeiev abrió una alacena y sacó la botella de coñac, mientras el irlandés regresaba con un tazón en cada mano. -Y bien, ¿qué pasa?

– En primer lugar, mis informantes me dicen que los hermanos Jobert han aparecido por ahí bastante difuntos. ¿Crees que eso es prudente?

– Citando el inmortal diálogo de una de aquellas películas rancias de James Cagney, lo tenían merecido hace tiempo. ¿Qué más ha sucedido?

– ¡Ah! Que ha aparecido otra vez un fantasma de tu viejo pasado. Un tal Martin Brosnan.

– ¡Virgen Santísima! -por un momento, Dillon pareció consternado-. ¿Martin Brosnan? ¿De dónde diablos habrá salido ése?

– Pues resulta que está viviendo aquí en París, río arriba de donde estamos ahora, en Quai de Montebello. En esa manzana de la esquina que se halla frente a Nôtre Dame. Un portal con una decoración barroca. Desde aquí son cuatro pasos, no tienes pérdida. Además están restaurando la fachada y la tienen cubierta de andamios.

– Cuántos detalles -sacó Dillon una botella de Bushmills y se sirvió-. ¿Por qué?

– Acabo de pasar por delante de la casa, de camino hacia acá.

– ¿Y qué tiene que ver conmigo todo eso?

Makeiev se lo explicó todo, lo de Max Hernu, Savary, Tania Novikova en Londres, sin omitir detalle.

– Al menos, sabemos lo que pretenden nuestros amigos -dijo a guisa de conclusión.

– Esa chica, la Novikova, podría serme muy útil -dijo Dillon-. ¿Estás seguro de que se ajustará a nuestros planes?

– Sin ninguna duda. Trabajó para mí hace algunos años. Es una chica muy lista, y lo mismo que yo, no está contenta con el giro que han tomado los asuntos en nuestro país. El jefe de ella es diferente. El coronel Yuri Gatov es uno de ésos, un partidario del cambio.

– Sí, podría ser muy importante -repitió Dillon.

– ¿Significa eso que piensas ir a Londres?

– Cuando lo tenga decidido te lo diré.

– ¿Y Brosnan?

– Si me lo tropezase en la calle no me reconocería.

– ¿Estás seguro?

– Mira, Josef, podría tropezarme contigo y no me reconocerías. En realidad nunca has visto cómo cambio, ¿verdad? ¿Has traído tu coche?

– Claro que no. He venido en taxi. Confío en poder encontrar otro ahora.

– Voy por alguna prenda de abrigo y te acompaño un momento.

Salió mientras Makeiev se ponía el abrigo y apuraba otro coñac. Entonces oyó un roce a su espalda y cuando se volvió, Dillon estaba frente a él en chaquetón y gorra de marinero, algo más bajo y contrahecho, e incluso la cara parecía diferente. Aparentaba unos quince años más. El cambio, realizado exclusivamente mediante el dominio del lenguaje corporal, era increíble.

– ¡Dios mío! Es asombroso -dijo Makeiev.

Dillon se irguió y dijo con burlona sonrisa:

– Josef, muchacho, si hubiera continuado en la carrera teatral ahora yo sería un monstruo de la escena. Vámonos.


La nieve era apenas una capa de polvillo fino en las aceras. Las barcazas surcaban el río y Nôtre Dame, iluminada por los focos, parecía flotar en medio de la noche. Salieron al muelle de Montebello sin haber atisbado un taxi.

Makeiev dijo:

– Ahí la tienes, ésa es la casa de Brosnan. Es propietario de todo el edificio; su madre le dejó con el riñón bien cubierto, a lo que parece.

– ¿De veras?

Dillon contemplaba el andamiaje, y Makeiev explicó: -Apartamento número cuatro, justo en la esquina del principal.

– ¿Vive solo?

– Sí, no está casado. Tiene una amiga, Anne-Marie Audin…

– ¿La periodista? La he visto una vez, estuvo en Belfast allá por el setenta y uno. Brosnan y Liam Devlin, que era mi jefe entonces, le concedieron una exclusiva sobre las interioridades del IRA.

– ¿La conoces?

– Personalmente no. ¿Viven juntos?

– Creo que no.

En aquellos momentos apareció un taxi doblando la esquina y Makeiev alzó el brazo.

– Mañana seguiremos hablando.

El taxi se alejó y Dillon se disponía a desandar camino cuando apareció Brosnan al fondo de la calle. Dillon le reconoció al instante.

– Hola, Martin, ¡viejo bastardo! -dijo en voz baja.

Brosnan se metió en su casa y Dillon se volvió, satisfecho, silbando quedamente una musiquilla.


En su piso de Cavendish Square, Ferguson estaba a punto de acostarse cuando sonó el teléfono. Era Hernu, quien anunció:

– Malas noticias. Ha liquidado a los hermanos Jobert.

– ¡Caramba! No pierde el tiempo, ¿verdad? -farfulló Ferguson indignado.

– Hemos hablado con Brosnan para solicitarle su colaboración, pero me temo que la negativa es irrevocable. Ofrece asesoramiento y todo lo que le pidamos, pero no quiere intervenir activamente.

– Tonterías -replicó Ferguson-. Eso es inadmisible. Cuando el barco hace agua todos deben ponerse al achique, sin excepciones. Y este barco se está hundiendo a toda velocidad, por lo que veo.

– ¿Alguna sugerencia?

– A lo mejor serviría de algo que yo hablase con él. No estoy seguro de la hora, porque tengo pendientes algunos asuntos, pero procuraré estar ahí por la tarde. Le llamaré para confirmárselo.

– Excelente. Será una satisfacción para nosotros el recibirle.

Ferguson se quedó un rato pensándolo y luego llamó al piso de Mary Tanner.

– Supongo que, al igual que yo, esperabas poder descansar en relativa tranquilidad esta noche después del madrugón de hoy, ¿verdad? -dijo.

– Ésa era mi intención, en efecto. ¿Ha ocurrido algo?

La puso al corriente.

– Creo que lo más oportuno sería tomar el avión mañana, tener una charla con Hernu y después hablar con Brosnan. Es menester que comprenda la gravedad del asunto.

– ¿Quiere que le acompañe?

– Por supuesto. En ese país yo no entiendo ni la carta del restaurante; en cambio tú, gracias a tu educación de niña rica, tienes la ventaja de dominar el idioma a la perfección. Ponte en contacto con el administrador del parque móvil del ministerio y dile que necesito el birreactor Lear a punto para mañana por la mañana.

– Lo solventaré, ¿alguna cosa más?

– No. Mañana nos vemos en la oficina, y no olvides el pasaporte.

Ferguson colgó el aparato, se acostó y apagó la luz.


De regreso en su barcaza, Dillon puso de nuevo el agua a hervir, echó un poco de whisky Bushmills en un tazón, le añadió un poco de jugo de limón y azúcar, echó agua hirviendo y se arrellanó en la salita mientras tomaba el primer sorbo de ponche. «¡Dios mío! Martin Brosnan, al cabo de tantos años.» Su espíritu evocaba los viejos tiempos con el americano y con Liam Devlin, su antiguo comandante. Devlin, la leyenda viviente del IRA. Días salvajes, febriles, cuando desafiaban todo el poder del ejército británico luchando cara a cara. Nada volvería a ser como entonces.

Tenía sobre la mesa un montón de periódicos británicos. Los compraba en el quiosco de la Gare de Lyon. Estaban allí el Daily Mail, el Express, The Times y el Telegraph. Le interesaban sobre todo las secciones de política, y todos venían a decir más o menos lo mismo. La crisis del golfo, los bombardeos sobre Bagdad, las especulaciones acerca de cuándo comenzaría la ofensiva en tierra. Y las fotos, naturalmente. El primer ministro John Major a la puerta del diez de Downing Street. ¡La prensa británica era maravillosa! Allí se polemizaba sobre las medidas de seguridad, se especulaba acerca de posibles ataques terroristas árabes y se publicaban incluso diagramas y planos de los alrededores de Downing Street. Y más fotos del primer ministro y de los demás ministros del Gobierno, que acudían a las cotidianas reuniones del gabinete de Guerra. Indudablemente, la acción estaba en Londres. Dejó los periódicos tras ordenarlos con meticulosidad, apuró el ponche y se metió en la cama.


Casi lo primero que hizo Ferguson cuando llegó a su despacho fue dictar una breve nota para el primer ministro, con el fin de ponerle al corriente y notificarle el viaje a París. Mary llevó el borrador a la secretaría interior; la funcionaria, cuyo turno de noche estaba a punto de concluir, una tal Alice Johnson, viuda de guerra cuyo esposo había caído en las Malvinas, pasó a máquina el informe en seguida. Estaba sacando una xerocopia cuando se presentó Gordon Brown, que había adoptado un horario partido, tres horas de diez a una por la mañana y seis hasta las diez de la noche. Dejó en el suelo un portafolios y se quitó la americana.

– Puede irse cuando usted quiera, Alice. ¿Alguna cosa especial?

– Sólo estos papeles para la capitana Tanner. Es un informe para el número diez y he prometido llevárselo.

– Ya lo haré yo -dijo Brown-. Váyase a casa.

Ella le pasó los dos ejemplares del informe y se puso a despejar su mesa de despacho. Imposible confeccionar otra copia más, pero al menos tenía la oportunidad de leerlo, cosa que hizo mientras se encaminaba por el pasillo hacia la oficina de Mary Tanner. Cuando entró la halló sentada detrás de su escritorio.

– El informe que pidió, mi capitana. ¿Quiere que llame a un mensajero?

– No, gracias, Gordon. Ya me ocuparé yo.

– ¿Alguna cosa más, mi capitana?

– No. Sólo he venido para despejar el escritorio. El brigadier Ferguson y yo nos vamos a París -consultó su reloj-. Debo darme prisa, hay que presentarse en Gatwick a las once.

– Que tengan un buen viaje.

Cuando regresó a su sección, Alice Johnson todavía estaba allí.

– Oye, Alice, ¿te importaría quedarte unos minutos más? Tengo un recado urgente. Otro día te sustituiré yo a ti.

Se puso el abrigo, corrió escaleras abajo hacia la cantina y se metió en una de las cabinas de teléfono público. Casualmente Tania Novikova estaba en casa, porque la noche anterior no había salido de la embajada hasta muy tarde.

– Te tengo dicho que no me llames aquí nunca. Yo te llamaré -fue lo primero que dijo.

– Necesito verte. Salgo a la una.

– Imposible.

– He visto otro informe. Sobre el mismo asunto.

– Entiendo. ¿Tienes copia?

– No, no he podido. Pero lo leí.

– ¿Qué dice?

– Te lo contaré a la hora del almuerzo.

Ella se dio cuenta de que la situación demandaba un control enérgico por su parte, por lo que se dirigió a él con voz fría y dura:

– No me hagas perder el tiempo, Gordon. Estoy ocupada. Será mejor que pongamos fin a esta conversación. Te llamaré o no cuando a mí me convenga.

La reacción de él fue de pánico inmediato.

– No, espera que te lo cuento. No había mucho. Sólo que los dos delincuentes franceses que intervinieron en el asunto fueron asesinados y ellos sospechan que ha sido el tal Dillon. ¡Ah! Y el brigadier Ferguson y la capitana Tanner se van a París hoy a mediodía con la Lear del servicio.

– ¿Para qué?

– Esperan poder convencer al tal Martin Brosnan para que los ayude.

– Bien -dijo ella-. Te has portado, Gordon. Nos veremos esta noche en tu piso. A las seis, y me pasarás tu calendario de turnos para los próximos quince días -dicho lo cual colgó.

Con un suspiro de alivio, Brown regresó a su despacho.


Ferguson y Mary Tanner tuvieron un vuelo excelente y aterrizaron en el aeropuerto Charles de Gaulle poco después de la una. A las dos eran introducidos en el despacho de Hernu, en la sede central de la DGSE, bulevar Mortier.

Ferguson fue recibido con un breve abrazo.

– ¡Charles, viejo pirata! Cuánto tiempo.

– Vamos, vamos, ¡esos modales franceses! -dijo Ferguson-. A ver si la próxima vez me darás un beso en cada mejilla. Te presento a mi ayudante Mary Tanner.

Ella vestía un elegante traje chaqueta de Armani color castaño oscuro, con unos exquisitos botines de Manolo Blahnik. En las orejas unos aretes con brillantes, y un Rolex sumergible de oro en la muñeca completaban su presencia; para ser una muchacha que no destacaba por su belleza, tenía un aspecto encantador. Hernu sabía apreciar la clase en cuanto la veía y le besó la mano.

– Capitana Tanner, su reputación la precede a usted.

– Sólo la parte favorable, espero -replicó ella en correcto francés.

– En fin -dijo Ferguson-. Dejémonos de ceremonias y vamos al grano. ¿Qué pasa con Brosnan?

– Hablé con él esta mañana y accede a recibirnos en su apartamento hoy a las tres. Lo que todavía nos deja tiempo para almorzar. Tenemos aquí una cantina excelente, adonde acuden todos, desde el director hasta el último empleado -les franqueó la puerta-. Síganme. No será la mejor comida de París, pero sí la más barata.


En el camarote de su barcaza instalado como salita, Dillon apuraba una copa de Krug mientras estudiaba un plano a gran escala de Londres. A su alrededor, clavados en las paredes de caoba, numerosos artículos y sueltos de todos los periódicos, en cuanto aludiesen concretamente a cuestiones del número diez, de la guerra del golfo y del buen papel que estaba haciendo John Major. Había también varias fotografías del primer ministro más joven del siglo. Parecía como si las miradas le siguieran a todas partes, como si Major le estuviera observando.

– Yo también te he echado el ojo a ti, colega -dijo Dillon en voz baja.

Lo que más le extrañaba eran aquellas reuniones diarias del gabinete de Guerra británico en el número diez. Todos aquellos cabestros enchiquerados en un mismo corral, ¡vaya blanco perfecto! Sería como lo de Brighton otra vez, cuando todo el Gobierno británico estuvo a punto de desaparecer borrado del mapa. Pero ¿el número diez como blanco? No parecía posible. El búnquer Thatcher, había dicho alguien después de las medidas de seguridad que dispuso la temible Dama de Hierro. Oyó pasos en la cubierta y como quien no quiere la cosa, entreabrió un cajón que contenía un revólver Smith & Wesson del 38. Al ver que era Makeiev volvió a cerrarlo.

– Podía telefonear, pero he pensado que era mejor que habláramos personalmente -dijo el ruso.

– ¿Qué hay ahora?

– Traigo algunas fotos de Brosnan con su aspecto actual, tomadas por nosotros. ¡Ah!, y ésta es de su amiga, Anne-Marie Audin.

– Bien. ¿Algo más?

– Tengo nuevas noticias de Tania Novikova. Parece ser que el brigadier Ferguson y una ayudante, la capitana Mary Tanner, han venido a vernos. Despegaron de Gatwick a las once -consultó el reloj-. Supongo que estarán con Hernu ahora mismo.

– ¿Con qué objeto?

– La verdadera finalidad del viaje es visitar a Brosnan y tratar de lograr su intervención activa para localizarte.

– ¿De veras? -sonrió fríamente Dillon-. Martin empieza a convertirse en una molestia. Tendré que hacer algo al respecto.

Makeiev asintió al tiempo que contemplaba los recortes de las paredes.

– ¿Una exposición privada?

– Estoy familiarizándome con mi hombre -explicó Dillon-. ¿Una copa?

– No, gracias -Makeiev experimentaba un súbito malestar-. Tengo cosas que hacer. Seguiremos en contacto.

Y salió a cubierta. Dillon se sirvió un poco más de champaña, tomó un sorbo y luego se detuvo, se encaminó a la cocina y vertió el resto de la botella en el desagüe. Un despilfarro, pero era preciso. Regresó a la sala, encendió un cigarrillo y contempló de nuevo los recortes. Pero ahora sólo podía pensar en Martin Brosnan. Tomó las fotos que le había traído Makeiev y las clavó en la pared junto a los demás papeles.


En Quai de Montebello, Anne-Marie trasteaba en la cocina mientras Brosnan, sentado a la mesa, corregía un trabajo. Cuando sonó el timbre ella se secó las manos con un paño y salió.

– Deben de ser ellos -dijo-. Yo abriré, y tú no olvides lo que me has prometido.

Le hizo una breve caricia en la nuca y fue a abrir. Se oyeron voces en el recibidor y ella regresó con Ferguson, Hernu y Mary Tanner.

– Voy a preparar un poco de café -anunció Anne-Marie al tiempo que desaparecía en la cocina.

– Mi querido Martin -le tendió la mano Ferguson-. Cuánto tiempo sin vernos.

– Es sorprendente. Sólo nos vemos cuando tiene usted algo que pedirme -comentó Brosnan.

– Le presento a una persona a quien usted no conoce. Mi ayudante la capitana Mary Tanner.

Brosnan le echó una rápida ojeada a aquella figura menuda, morena, elegante, con la cicatriz en la mejilla, y le gustó lo que vio.

– ¿No podía usted encontrar una ocupación más distinguida que la que le ofrece este viejo carcamal? -bromeó.

Ella se extrañó al sentirse algo intimidada en presencia de aquel cuarentón de cabello ridículamente largo, cuyo rostro permitía adivinar con facilidad que su propietario había visto lo peor de la vida.

– Es la crisis, hay que aprovechar todas las oportunidades -dejó un instante su mano entre las de él.

– Ahora que quedan dichas las payasadas podremos empezar a trabajar en serio -terció Ferguson.

Hernu se acercó a la ventana y Ferguson y Mary se sentaron en un sofá frente a Brosnan.

– Me ha contado Max que habló con usted anoche, después del asesinato de los hermanos Jobert.

Anne-Marie sirvió los cafés sobre una bandejita, y Brosnan corroboró:

– Cierto.

– ¿Dice que se niega usted a colaborar con nosotros?

– Expresado así suena demasiado fuerte. Lo que yo dije fue que estaba dispuesto a colaborar en todo cuanto me fuese posible, exceptuando una intervención personal activa por mi parte. Así que si han venido con intención de persuadirme, pierden el tiempo.

Anne-Marie llenó las tazas y Ferguson se dirigió a ella:

– ¿Usted está de acuerdo, mademoiselle Audin?

– Martin dejó esa vida hace muchos años, brigadier-procuró ella medir sus palabras-. Me desagradaría ver que retorna a ella, cualesquiera que fuesen los motivos.

– Pero ¿sin duda estará usted de acuerdo en que hay que detener a un hombre tan peligroso como Dillon?

– Que lo detengan otros, entonces, ¿por qué ha de ser Martin? ¡Por el amor de Dios! -hablaba ahora con voz destemplada, furiosa-. Eso es trabajo de ustedes. Para eso se les paga.

Max Hernu se acercó a tomar una taza de café.

– Ocurre que el profesor Brosnan se halla en una posición especial por lo que concierne a este asunto, mademoiselle. Él fue compañero de Dillon, trabajó con él durante años. Podría ser una gran ayuda para nosotros.

– No quiero volver a verle con un arma en la mano -replicó ella-. Y si se mete en esto, ocurrirá, y una vez metido en ese camino sólo hay una salida, y todos sabemos cuál es.

Incapaz de contenerse, dio media vuelta y se metió otra vez en la cocina. Mary Tanner fue tras ella y cerró la puerta. Anne-Marie tenía las dos manos apoyadas en la fregadera y el rostro demudado.

– ¡Ellos no quieren comprenderlo! ¡No se hacen cargo de lo que quiero decirles!

– Yo sí lo comprendo -dijo Mary con sencillez, y cuando Anne-Marie empezó a sollozar quedamente, la abrazó.


Brosnan abrió el ventanal y salió al balcón, junto a los andamios, respirando a pleno pulmón el aire helado. Ferguson fue a reunirse con él.

– Lamento haberla disgustado.

– No es verdad. Usted sólo piensa en su objetivo. Siempre ha sido así.

– Es un mal individuo, Martin.

– Lo sé -asintió Brosnan-. Esta vez el pequeño bastardo ha destapado un cesto lleno de serpientes. Necesito un cigarrillo.

Hernu estaba sentado junto a la chimenea. Brosnan halló un paquete de cigarrillos, y después de un breve titubeo fue a abrir la puerta de la cocina. Anne-Marie y Mary estaban sentadas la una frente a la otra, tomándose las manos. Mary se volvió hacia él.

– Déjenos un rato solas. Se pondrá bien.

Brosnan regresó al balcón, encendió un cigarrillo y se apoyó sobre la barandilla.

– Parece una gran mujer esa ayudante de usted. Y la cicatriz en la mejilla izquierda… Es de metralla. ¿Quiere contarme la historia?

– Era teniente de la policía militar en Londonderry y estaba de patrulla. Un fulano del IRA iba a colocar un coche bomba cuando se le caló el motor. Lo dejó junto a la acera y echó a correr. Por desgracia, estaba a las puertas de una residencia de ancianos. Mary patrullaba en su Land Rover por allí cuando la alertó un paisano. Ella se metió en el coche, soltó el freno de mano y logró llevarlo en punto muerto, cuesta abajo, hasta un descampado. Estalló cuando ella echaba a correr.

– ¡Dios mío!

– Sí, en esa ocasión Él intervino oportunamente. Cuando salió del hospital recibió una severa reprimenda por desobedecer una consigna permanente, y la medalla de San Jorge por la valentía de su acción. Después de eso entró a trabajar conmigo.

– Las aguas tranquilas son profundas -sentenció Brosnan con un suspiro y arrojó el cigarrillo por la ventana mientras Mary Tanner regresaba al salón.

– Se ha acostado un rato.

– Muy bien, pues continuemos -dijo Brosnan-. O mejor dicho, acabemos. ¿Qué más iban a decir ustedes?

Ferguson se volvió hacia Mary.

– El turno es tuyo, querida.

– He rebuscado en los archivos y he verificado lo que daba de sí el ordenador -abrió su bolso color marrón y sacó una fotografía-. La única imagen de Dillon que hemos logrado encontrar. Es de una foto de grupo tomada en la academia de arte dramático hace veinte años. Hicimos que la ampliase un experto del departamento.

Era una foto sin definición, el grano visible y el rostro completamente anónimo, el de un joven, casi un adolescente como cualquier otro.

Brosnan la devolvió.

– No sirve. Ni siquiera yo le reconozco.

– ¡Ah! Es él, en todo caso. Su compañero de la derecha llegó a tener cierto éxito en televisión. Murió.

– ¿No sería a manos de Dillon?

– No, de un cáncer de estómago, pero en 1981 fue entrevistado por uno de nuestros agentes y nos confirmó que era Dillon el que estaba a su lado en la foto.

– La única identificación positiva que tenemos, y no sirve para nada -rabió Ferguson.

– ¿Sabía usted que tiene licencia de vuelo, y lo que es más, como piloto comercial? -dijo Mary.

– Pues no, no lo sabía -replicó Brosnan.

– Según uno de nuestros informantes, la obtuvo en el Líbano hace algunos años.

– ¿Por qué le investigaban ustedes en el ochenta y uno? -preguntó Brosnan.

– ¡Ah! Ésa es una historia interesante -replicó ella-. Según tengo entendido, usted le ha contado al coronel Hernu que había caído en desacuerdos con el IRA, y que se había salido de sus filas para entrar en el circuito terrorista internacional.

– Así es.

– Pues por lo visto lo repescaron en 1981. Estaban en dificultades con sus grupos de acción en Inglaterra. Demasiadas detenciones, como pasa a veces. A través de un informante del Ulster supimos que estuvo algún tiempo actuando en Londres. Se le atribuyeron tres o cuatro incidentes, por lo menos. Dos coches bomba y el asesinato de un informante de la policía en Ulster que había sido recolocado con su familia en Maida Vale.

– Y nunca tuvimos la menor oportunidad de atraparlo -dijo Ferguson.

– Eso se comprende -añadió Brosnan-. Como dije antes, nos las tenemos con un actor genial. Sabe transformarse delante de uno utilizando sólo el lenguaje corporal; hay que verlo para creerlo. Imagine ahora lo que será capaz de hacer con un poco de maquillaje y un tinte para el cabello. Recuerden que sólo mide un metro sesenta y cinco. Una vez se disfrazó de mujer para engañar a los soldados de la patrulla en Belfast.

Mary Tanner le escuchaba con gran atención.

– Continúe -le solicitó en voz baja.

– ¿Saben otra razón de que no le hayan cazado nunca? Tiene una serie de personalidades ficticias. Cambia el color del cabello, usa los trucos de maquillaje que sean necesarios y luego se hace una foto, que es la que utiliza en los pasaportes y otros papeles de identidad falsos. Tiene al día la colección y así, cuando necesita viajar, le basta con hacerse otra vez parecido a la persona de la fotografía.

– Muy ingenioso -dijo Hernu.

– En efecto, por eso no servirá ninguna campaña de colaboración ciudadana por televisión ni a través de la prensa. Dondequiera que va, desaparece en la clandestinidad. Cuando trabajaba en Londres y le hacía falta algo, ayuda, armas, lo que fuese necesario, se hacía pasar por delincuente común y recurría al hampa.

– ¿Quiere decir que no utilizará ningún contacto del IRA? -preguntó Mary.

– No lo creo. A lo sumo, algún amigo que haya vivido durante muchos años libre de sospecha y en quien confíe plenamente, pero ésos no abundan.

– Falta un punto que no hemos mencionado hasta aquí -dijo Hernu-. ¿Para quién trabaja?

– Indudablemente, no será para el IRA -intervino Mary-. Se realizó un control de los datos del ordenador, y además estamos conectados con el ordenador de la policía del Ulster y con el del servicio de información militar en Lisburn. Nadie tenía ni idea de ningún atentado contra la señora Thatcher.

– ¡Ah! Eso lo creo, aunque nunca se puede estar seguro -comentó Brosnan.

– Nos quedan los iraquíes, claro está -dijo Ferguson-. Seguro que a Saddam le gustaría hacer pedazos a cualquiera en estos momentos.

– Cierto, pero tampoco hay que olvidar el Hezbollah, la OLP, los Vengadores de Alá y quién sabe cuántos grupúsculos más. Ha trabajado para todos ellos -le recordó Brosnan.

– Sí -dijo Ferguson-. Necesitaríamos tiempo para consultar a todas nuestras fuentes, y no creó que dispongamos de mucho.

– ¿Cree que volverá a intentarlo? -preguntó Mary.

– No sé nada en concreto, querida, pero llevo muchos años en el oficio. Siempre confío en mi intuición, y esta vez mi intuición me dice que el caso aún no está cerrado.

– En fin, en eso no puedo ayudarle. He hecho todo cuanto estaba en mi mano -Brosnan se puso en pie.

– Todo lo que estaba dispuesto a hacer, querrá decir -dijo Ferguson.

Pasaron al vestíbulo y Brosnan les abrió la puerta.

– ¿Regresan ustedes a Londres, supongo?

– ¡Ah! No sé. Quizá podríamos quedarnos unos días, a disfrutar las delicias de París. Todavía no he visto el Ritz después de las reformas.

Mary Tanner dijo:

– Será un palo para la cuenta de gastos -y tendiéndole la mano agregó-: Adiós, profesor Brosnan. Celebro haberle conocido personalmente.

– Y yo a usted. Coronel -se despidió de Hernu con una inclinación de cabeza, y cerró.


Cuando regresó al salón Anne-Marie salió del dormitorio; tenía el rostro desencajado y pálido.

– ¿Habéis tomado alguna decisión? -preguntó.

– Tenías mi palabra. Les ayudé en lo que pude. Ahora se han ido y para mí el asunto ha terminado.

Ella abrió el cajón del escritorio. Contenía un batiburrillo de bolígrafos, sobres, papel de cartas y sellos de correos. Estaba también una Browning High Power del nueve, una de las armas cortas más mortíferas del mundo y la preferida del SAS por encima de todas.

Anne-Marie no pronunció ni una sola palabra, limitándose a cerrar el cajón mientras le contemplaba con toda la calma de que era capaz.

– Voy a hacer café -anunció al tiempo que se metía en la cocina.


En el coche, Hernu comentaba:

– Es caso perdido. No hará nada más.

– Yo no estaría tan seguro. Lo discutiremos luego, durante la cena en el Ritz. ¿Aceptas mi invitación? A las ocho, ¿de acuerdo?

– Con placer -dijo Hernu-. El Grupo Cuarto debe de ser mucho más generoso con sus cuentas de gastos que el mísero departamento mío.

– ¡Qué va! Todo se lo debemos a nuestra querida Mary -explicó Ferguson-. El otro día me enseñó esa tarjeta maravillosa de plástico que le han enviado los de American Express. ¡La tarjeta Platino! ¿Qué le parece, coronel?

– ¡Canalla! -se indignó Mary, mientras Hernu se desternillaba de risa.


Tania Novikova salió del cuarto de baño del piso de Gordon Brown en Camden cepillándose el cabello. Él se puso una bata.

– ¿No quieres quedarte? -preguntó.

– No puedo. Ven al salón -se puso la chaqueta y se volvió frente a él-. Ni más visitas al piso de Bayswater, ni más llamadas telefónicas. Ese horario tuyo del mes próximo, ¿por qué hay tantos turnos dobles?

– Nadie los quiere, en especial los funcionarios que tienen familia. Para mí no es problema, así que los he asumido todos y cobro las horas extraordinarias.

– ¿De manera que sales a la una y vuelves a entrar a las seis de la tarde?

– Eso es.

– ¿Tienes un contestador automático, de esos que te permiten llamar a casa desde otro teléfono y recoger los mensajes?

– Sí.

– Bien. Nos mantendremos en contacto por esa vía.

Ella echó a andar hacia la puerta, pero él la retuvo tomándola del brazo.

– Pero ¿cuándo podré verte?

– Será difícil por ahora, Gordon. Hay que guardar precauciones. Si no tienes nada mejor que hacer, vete a casa entre turno y turno. Haré lo que pueda.

Él la besó con avidez.

– ¡Cariño!

Ella se deshizo de él.

– Debo irme ahora, Gordon.

Abrió la puerta, bajó la escalera y salió. Hacía mucho frío en la calle, por lo que alzó el cuello de su abrigo.

– ¡Dios mío! ¡Las cosas que hay que hacer por la madrecita Rusia! -dijo, mientras caminaba hacia la esquina y llamaba a un taxi.

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