12

Por razones técnicas no se le pudo asignar pista de despegue a la Lear Jet en el aeropuerto de Aldergrove hasta las cinco y media. Eran las seis y cuarto cuando Brosnan y Mary aterrizaban en Gatwick, donde les aguardaba un coche del ministerio. Mediante el teléfono del automóvil Mary localizó a Ferguson en el piso de Cavendish Square. Cuando Kim los introdujo le hallaron calentándose junto a la chimenea.

– Qué tiempo tan malo, y temo que viene más nieve -tomó un sorbo de té-. Bien, amigos, al menos volvéis enteros. Habrá sido una experiencia enriquecedora.

– Podríamos describirla así.

– ¿Estáis completamente seguros de que era Dillon?

– Pongamos que sí, o sería mucha coincidencia que alguien eligiese precisamente aquel momento para cargarse a Tommy McGuire -dijo Brosnan-. Y luego, lo del disfraz de vieja del saco. Una típica actuación de Dillon.

– Sí, muy notable.

– Aunque hay que admitir que no ha regresado en el vuelo de Londres, señor -dijo Mary.

– Dirás mejor que crees que no ha regresado -la corrigió Ferguson-. Por lo que sabemos, ese condenado individuo sabría hacerse pasar por el piloto del avión. Parece capaz de cualquier cosa.


– A las ocho y media sale otro avión hacia Londres. El coronel McLeod nos prometió controlar el pasaje a fondo.

– Perderá el tiempo -se volvió Ferguson hacia Brosnan-. ¿Está usted de acuerdo, Martin?

– Temo que sí.

– Pasemos de nuevo revista a los hechos. Cuéntenmelo todo tal como sucedió.

Cuando Mary hubo terminado, Ferguson dijo:

– Hace un rato estaba estudiando los vuelos de salida de Aldergrove. Esta tarde despegaban aviones hacia Manchester, Birmingham, Glasgow, e incluso un vuelo a París, a las seis y media, de donde se puede regresar fácilmente a Londres. Mañana por la mañana tendríamos aquí a nuestro hombre.

– Y todavía nos quedan las rutas marítimas -le recordó Brosnan-. El transbordador de Larne a Stranraer, en Escocia, y desde ahí, un tren rápido hasta Londres.

– O pudo cruzar la frontera irlandesa para salir luego por Dublín en una docena de direcciones diferentes -dijo Mary-. De esta manera no adelantamos nada.

– Sería interesante que dilucidáramos el motivo de su viaje -explicó Ferguson-. No pudo conocer vuestra intención de visitar a McGuire hasta la noche, cuando Brown reveló a la Novikova el contenido del informe. Y sin embargo, salió disparado hacia Belfast a la primera oportunidad. ¿Por qué haría eso?

– Para cerrarle la boca a McGuire -opinó Mary-. Otro punto interesante es que habíamos convenido la entrevista con McGuire a las dos, pero fuimos allá media hora antes. Sin eso, Dillon se habría presentado el primero.

– Pero ahora no puede estar seguro de si McGuire os contó algo, ni qué fue.

– Sí, señor, pero lo importante es que Dillon sabía que McGuire tenía algo que contar acerca de él. Por eso se tomó la molestia de ir por él, y ese algo no podía ser otra cosa que la información de que el tal Jack Harvey había sido su proveedor de armamento durante la campaña del ochenta y uno en Londres.

– Sí, cuando hablamos de eso en Aldergrove, antes de vuestra partida, hice unas comprobaciones. El inspector Lane, del Servicio especial, me ha dicho que Harvey es un gángster conocido y que trabaja a gran escala. Drogas, prostitución, lo de siempre. La policía le persigue desde hace años, pero con poco éxito. Por desgracia es también un negociante legalmente establecido. Inmobiliarias, salas de espectáculos, agencias de apuestas y todo eso.

– ¿Qué quiere decir con eso, señor? -preguntó interesada Mary.

– Que no va a ser tan fácil como tal vez hayáis imaginado. No podemos detener a Harvey para interrogarlo porque un muerto le haya acusado de algo que sucedió hace diez años. Piénsalo bien, querida. Se limitaría a permanecer sentado, con la boca bien cerrada, hasta que un equipo de los mejores abogados de Londres lo sacase a la calle en un tiempo récord.

– O dicho de otro modo, que haríamos el ridículo ante los tribunales.

– Exactamente -suspiró Ferguson-. Siempre he simpatizado con la idea de que la mejor manera de hacer justicia con las clases criminales sería acorralar a todos los abogados en un callejón y fusilarlos allí.

Brosnan contemplaba pensativo la nevisca al otro lado de la ventana.

– Hay otro medio.

– ¿Supongo que se refiere a su amigo Flood? -sonrió Ferguson con rabia-. No voy a impedir que le consulte, pero procure no salirse de los límites de la legalidad.

– ¡Ah! Eso, por supuesto, brigadier. Se lo prometo -Brosnan cogió su abrigo-. Vámonos, Mary. Vayamos a ver a Harry.


A Billy le resultó fácil seguir la furgoneta con su BMW. Había nieve en las cunetas pero el asfalto estaba sólo húmedo. Durante el recorrido por Londres y hasta Dorking encontraron mucha aglomeración, y aunque no había tanta en la carretera de Horsham, todavía le bastó para pasar inadvertido.

Tuvo suerte cuando la Morris enfiló la desviación de Grimethorpe, porque había dejado de nevar y se despejó el cielo dejando que luciese la media luna. Billy apagó el faro y se guió por las luces de posición de la distante camioneta, amparado en la oscuridad.

Cuando cambiaron de dirección después del indicador de Doxley, él prosiguió con cautela, deteniéndose en la cima y observando desde lejos cómo entraba la camioneta en la granja.

Paró el motor y continuó en punto muerto cuesta abajo, hasta detenerse frente a la puerta y la enseña de madera que decía: cadge end farm. Recorrió a pie el sendero entre los árboles y pudo observar el interior iluminado del corral, al otro lado del patio. Allí estaban Dillon, Fahy y Angel al lado de la furgoneta. Entonces Dillon se volvió y salió al patio para cruzarlo.

Billy se batió precipitadamente en retirada, regresó a donde estaba su BMW y continuó rodando cuesta abajo, no atreviéndose a arrancar el motor hasta que se halló bastante lejos de la granja. Cinco minutos después salía nuevamente a la carretera principal y regresaba en dirección a Londres.

Desde su sala de estar Dillon llamó al apartamento de Makeiev en París.

– Soy yo-dijo.

– Estaba preocupado -anunció Makeiev-. Con eso de Tania…

– Tania eligió su propia escapatoria -replicó Dillon-. Ya te lo he dicho; lo hizo para asegurarse de que nadie le sacaría ni una palabra.

– ¿Y ese asunto que mencionaste, el viaje a Belfast?

– Todo resuelto. Y todos los sistemas en marcha, Josef.

– ¿Cuándo será?

– El gabinete de Guerra se reúne a las diez de la mañana en Downing Street. Entonces daremos el golpe.

– Pero ¿cómo?

– Ya lo leerás en los periódicos. Lo que importa ahora es que le digas a Michael Aroun que vuele a su refugio de St. Denis mañana por la mañana. Tengo previsto llegar por la tarde, no sé a qué hora.

– ¿Tan pronto?

– No supondrás que voy a entretenerme por aquí, ¿verdad? ¿Tú qué harás, Josef?

– Creo que lo mejor sería acompañar a Aroun y a Rashid en el vuelo de París a St. Denis.

– Bien. Hasta la vista, pues, y no dejes de recordarle a Aroun lo del segundo millón.

Dillon colgó, encendió un cigarrillo y luego volvió a descolgar para llamar al campo de aviación de Grimethorpe. Al cabo de un rato logró la comunicación.

– Bill Grant aquí -parecía algo embriagado.

– Soy Peter Hilton, señor Grant.

– ¡Ah, sí! -dijo Grant-. ¿En qué puedo servirle?

– Esa excursión a Land's End que teníamos prevista. Será mañana, creo.

– ¿A qué hora?

– Si pudiera tener la máquina preparada a partir de mediodía, ¿le parece bien?

– Siempre y cuando no arrecie la nevada. Si cuaja mucho podría crearnos dificultades.

Grant colgó despacio, alargó la mano para hacerse con la botella de whisky escocés y se sirvió un generoso trago. Luego abrió el cajón de la mesa. Tenía allí un viejo revólver Webley de reglamento, con una caja de munición del 38. Lo largó y lo devolvió al cajón.

– Muy bien, señor Hilton. Pronto sabremos lo que se trae usted entre manos -y apuró el whisky de un trago.


– ¿Que si conozco a Jack Harvey? -se echó a reír Harry Flood, sentado detrás de su escritorio, y luego se volvió hacia Mordecai Fletcher-. ¿Le conocemos, Mordecai?

El gigantón miró sonriendo a Brosnan y a Mary, que estaban de pie delante de ellos, con los abrigos puestos.

– Sí, creo que podría decirse que conocemos bastante bien al señor Harvey.

– Sentaos, por el amor de Dios, y contadme qué ha pasado en Belfast -dijo Flood.

Se pusieron cómodos y Mary hizo un rápido resumen de todo el asunto. Por último preguntó:

– ¿Cree posible que Harvey fuese proveedor de armas para Dillon allá por el ochenta y uno?

– Viniendo de Jack Harvey nada me sorprende. Él y su sobrina Myra dirigen un pequeño imperio muy bien organizado y que comprende toda clase de actividades delictivas: mujeres, drogas, atracos a mano armada y a gran escala, lo que usted quiera. Aunque…, ¿armas para el IRA? -se volvió hacia Mordecai-. ¿Tú qué opinas?

– Sería capaz de desenterrar la momia de su abuela para venderla, si creyera que iba a ganar algo con eso -dijo.

– Muy justo -Flood se volvió hacia Mary-. Ahí tiene la contestación.

– Bien, y si Dillon recurrió a Harvey en el ochenta y uno, cabe la posibilidad de que lo haga otra vez.

Flood objetó:

– Con lo que contáis no hay suficiente para que la policía empapele a Harry. Saldría por la puerta grande.

– Imagino que el profesor estará pensando algún planteamiento más sutil para hacer cantar a ese bastardo -dijo Mordecai, al tiempo que descargaba el puño derecho contra la palma izquierda.

Mary miró a Brosnan, quien se encogió de hombros.

– Si no sugieres tú otra cosa,… De individuos como Harvey no se consigue nada con amabilidades.

– Tengo una idea -ofreció Harry Flood-. Últimamente Harvey anda muy empeñado en querer formar sociedad conmigo. ¿Y si le pidiera una reunión para comentar el asunto?

– Espléndido -dijo Brosnan-. Pero que sea cuanto antes. No tenemos tiempo que perder, Harry.


Cuando llamó Flood, Myra estaba sentada tras el escritorio de su tío, repasando las cuentas de sus salas de espectáculos.

– Hola, Harry. Qué sorpresa tan agradable.

– Esperaba poder hablar con Jack.

– Imposible, está en Manchester asistiendo a una reunión de no sé qué club social de la comarca.

– ¿Cuándo volverá?

– Temprano. Tiene quehacer aquí durante la mañana, así que madrugará para coger el puente aéreo de las siete y media en Manchester.

– ¿Así que estará aquí sobre las nueve?

– Más bien a las nueve y media, por lo cargada que está la circulación para entrar en Londres. Pero oye, Harry, ¿a qué viene todo esto?

– Estaba pensando, Myra, que a lo mejor he sido un poco estúpido. En lo de la sociedad, quiero decir. Puede que Jack tenga razón. Juntos podríamos hacer muchas cosas.

– Estoy segura de que le agradará saberlo -dijo Myra.

– Iré a veros con mi contable, mañana por la mañana a las nueve treinta en punto -añadió Flood, y colgó.


Myra se quedó un rato contemplando el teléfono, luego lo descolgó, llamó al hotel Midland de Manchester y preguntó por su tío. Jack Harvey, con mucho champaña y más de una copa de aguardiente en el cuerpo, estaba de excelente humor cuando descolgó el aparato en la recepción del hotel.

– Myra, cariño, ¿qué pasa? ¿Hay fuego o se ha producido una aglomeración de difuntos?

– Más interesante aún. Acaba de telefonear Harry Flood.

Le contó lo ocurrido, y Harvey se serenó al instante.

– ¿Así que quiere vernos a las nueve y media?

– Exacto. ¿Qué te parece?

– Creo que todo es mentira. ¿Por qué iba a cambiar de opinión, así de repente? A primera vista no me agrada.

– ¿Le llamo para cancelar la reunión?

– No, no, al contrario. Nos reuniremos, sólo que vamos a tomar nuestras precauciones, eso es todo.

– Escucha -dijo ella-. También llamó el tal Hilton, o como se llame, y reclamó su mercancía. Luego se pasó por aquí, pagó al contado y se la llevó. ¿Hice bien?

– Buena chica. Por lo que concierne a Flood, asegúrate de prepararlo todo por si fuese necesario hacerle un buen recibimiento, ¿me entiendes?

– Creo que sí, Jack, creo que sí.

– Nos veremos delante de la compañía de pompas fúnebres de Harvey un poco antes de las nueve y media. Me acompañará Mordecai, y usted puede hacerse pasar por mi contable -dijo Harry Flood dirigiéndose a Martin Brosnan.

– ¿Y yo qué hago? -preguntó Mary.

– Ya lo veremos.

Brosnan se puso en pie y se acercó a la puertaventana que miraba al río.

– Me gustaría saber qué estará haciendo ahora ese bastardo -añadió.

– Mañana, Martin -le contestó Flood-. El que sabe esperar se lleva el gato al agua.


Alrededor de la medianoche Billy estacionó la BMW en el patio trasero del local de Whitechapel y entró. Subió con fatiga las escaleras hasta el apartamento de Myra. Ella le oyó y fue a abrir en camisa de noche transparente, desnuda al contraluz.

– Hola, cielito. Lo conseguiste.

– Estoy congelado -replicó Billy.

Ella le hizo pasar, lo sentó en un sillón y empezó a descorrer cremalleras para quitarle las prendas de cuero.

– ¿Adónde ha ido?

Él alargó la mano hacia la botella de brandy, se sirvió una buena ración y la apuró de un trago.

– Como a una hora de Londres nada más, Myra, pero es una aldea perdida donde Cristo dio las tres voces.

A continuación lo explicó todo: Dorking, la carretera de Horsham, Grimethorpe, Doxley y Cadge End Farm.

– Estupendo, cielito. Lo que necesitas ahora es un buen baño caliente.

Pasó al cuarto de baño y abrió los grifos. Cuando regresó a la sala de estar Billy se había dormido en el sofá, con las piernas abiertas. Ella suspiró, fue a buscar una manta para taparlo y luego se acostó.


Makeiev llamó a la puerta del piso de la avenida Victor Hugo y Rashid le abrió.

– ¿Alguna novedad para nosotros? -preguntó el joven iraquí.

Makeiev asintió.

– ¿Dónde está Michael?

– Le espera á usted.

Rashid le condujo a la biblioteca, donde le aguardaba Aroun de pie junto a la chimenea. Lucía un esmoquin negro, porque acababa de regresar de la ópera.

– ¿Qué pasa? -preguntó-. ¿Ha ocurrido algo?

– Acaba de telefonear Dillon desde Inglaterra. Ha pedido que vayas a la finca de St. Denis en avión mañana por la mañana, y dice que él acudirá por la misma vía más tarde.

Aroun palideció de nerviosismo.

– ¿Qué sucede? ¿Qué se propone?

Aroun llenó una copa de coñac para el ruso, y Rashid se la sirvió.

– Dice que planea un ataque contra el gabinete de Guerra británico en Downing Street.

Hubo un silencio sepulcral. El rostro de Aroun era la viva imagen de la perplejidad.

– ¿El gabinete de Guerra? ¿Todos juntos? Eso es imposible, ¿cómo se le ocurre semejante cosa?

– No tengo ni idea -dijo Makeiev-. Me limito a repetirte lo que ha dicho él, que el gabinete de Guerra se reúne a las diez de la mañana y que él dará el golpe ahí.

– ¡Dios es grande! -exclamó Aroun-. Si lo consiguiese ahora, en plena guerra y antes del comienzo de la ofensiva terrestre, la repercusión en todo el mundo árabe sería increíble.

– Así lo creo.

Aroun avanzó un paso y agarró a Makeiev por la solapa.

– ¿Puede hacerlo, Josef? ¿Puede?

– Parece muy seguro de sí mismo -dijo Makeiev, soltándose-. Yo sólo te repito lo que él ha dicho.

Aroun se volvió y se quedó mirando las llamas de la chimenea. Luego ordenó a Rashid:

– Despegaremos a las nueve del Charles de Gaulle, con la Citation. No nos llevará mucho más de una hora.

– A tus órdenes -contestó Rashid.

– Llama al Château St. Denis ahora y habla con el viejo Alphonse. Dale permiso desde la hora del desayuno en adelante. Que se tome un par de días de vacaciones. No quiero tenerle por allí.

Rashid asintió y salió de la biblioteca, y Makeiev preguntó:

– ¿Alphonse?

– El mayordomo. En esta temporada del año está solo en el castillo. Cuando necesita servicio lo contrata de entre el personal de la aldea, todos gente de confianza.

Makeiev dijo:

– Me gustaría acompañaros, si no te importa.

– Por supuesto, Josef -Aroun llenó otras dos copas de coñac.

– Dios me perdone por beber precisamente en estos momentos, pero voy a hacer una excepción -alzó la copa-. Por Dillon, y que todo salga como él se propone.


Eran la una de la madrugada cuando Dillon entró en la cuadra; Fahy estaba en su banco, trabajando con una de las botellas de oxígeno.

– ¿Cómo va?

– Espléndido -contestó Fahy-…Sólo faltan ésta y otra más. ¿Qué tal el tiempo?

Dillon se acercó a la puerta abierta.

– Ya no cae nieve, pero dicen que viene más. He estado viendo la previsión del teletexto en tu televisor.

Fahy transportó el cilindro hasta la Ford Transit, entró y se puso a montarlo con gran precaución. Mientras Dillon miraba, entró Angel con una cafetera y dos tazones.

– Qué amable -su tío le tendió uno de los tazones para que ella lo llenara de café.

Luego Dillon hizo lo mismo y dijo:

– He pensado mucho en lo del garaje donde ibas a esperarme con la camioneta, Angel. Ahora no estoy seguro de que sea una buena idea.

Fahy hizo un alto en su trabajo, con la llave de tuercas en la mano, y alzó la vista.

– ¿Por qué no?

– Allí encerraba el coche la mujer rusa, mi contacto. Ahora la policía lo sabrá, seguramente, y quizá tengan controlado el garaje lo mismo que vigilan el piso.

– Entonces, ¿qué propones?

– ¿Recuerdas el hotel de Bayswater Road donde estuve alojado? Hay un supermercado en la misma calle, con una gran zona de estacionamiento en la parte de atrás. Eso servirá, para el caso da lo mismo -se volvió hacia Angel-. Cuando vayamos allá te lo enseñaré.

– Como tú digas, Sean.

Angel se quedó para ver cómo terminaba Fahy el montaje del improvisado obús y luego regresó hacia el banco.

– Estaba pensando en ese lugar de Francia, ¿St. Denis se llama?

– Sí, ¿qué pasa con eso?

– ¿Volarás directamente hacia ese lugar cuando hayas dado el golpe?

– Eso es.

Ella contestó con precaución:

– ¿Cómo quedamos nosotros entonces?

Fahy se incorporó para limpiarse las manos.

– La chica tiene razón en eso, Sean.

– Quedáis de perlas los dos -replicó Dillon-. Es un golpe limpio, Danny, el más limpio que yo haya organizado en mi vida. Nunca lo relacionarán con vosotros ni con este lugar. Si salen bien las cosas mañana, que sí saldrán, estaremos otra vez aquí a las once y media a más tardar, y con eso habrá terminado todo.

– Si tú lo dices -contestó Fahy.

– Claro que sí, Danny, y si es el dinero lo que te preocupa, quédate tranquilo que tendrás tu parte. Mi cliente puede transferir dinero a cualquier parte del mundo. Lo recibirás aquí o en cualquier lugar de Europa que te convenga.

– Por supuesto, y además ya sabes que no lo hago por el dinero, Sean -contestó Fahy-. Lo digo sólo por si hubiese alguna posibilidad, la más mínima, de que algo saliese mal. Pensando en Angel, a ver si me entiendes -se encogió de hombros.

– No te preocupes. Si hubiese algún peligro, yo sería el primero en deciros que os largarais conmigo. Pero no será necesario. -Dillon rodeó con el brazo los hombros de la chica-. Estás nerviosa, ¿verdad?

– Tengo unos retortijones de estómago que no me dejan tranquila, Sean.

– Acuéstate-la empujó hacia la puerta-. La hora de salida será a las ocho.

– No podré pegar ojo.

– Inténtalo. Ahora, vete. Es una orden.

Ella salió de mala gana. Dillon encendió otro cigarrillo y se volvió hacia Fahy.

– ¿Puedo ayudarte en algo?

– No, en nada. Acabo dentro de media hora. Ve tú también a acostarte, Sean. En cuanto a mí, me pasa lo mismo que a Angel. No creo que vaya a conciliar el sueño. Otra cosa -agregó Fahy-. He encontrado un traje antiguo de motorista para ti. Está allá, echado sobre la BSA.

Era una cazadora de cuero con pantalones y botas del mismo material, todo ello bastante usado. Dillon sonrió.

– Me recuerda los tiempos de mi juventud. Voy a probármelo.

Fahy interrumpió el trabajo y se pasó la mano por los ojos en un ademán de fatiga.

– Oye, Sean, ¿tiene que ser mañana?

– ¿Hay algún problema?

– Como te dije, me gustaría soldar unas aletas sobre los cilindros para darles más estabilidad en su trayectoria. Pero ahora no tendremos tiempo para hacerlo -arrojó la llave de tuercas sobre el banco-. Todo esto es muy precipitado, Sean.

– Échale la culpa a Martin Brosnan y a sus amigos, Danny, no a mí -replicó Dillon-. Vienen pisándome los talones. Estuvieron a punto de atraparme en Belfast, y sólo Dios sabe cuándo aparecerán otra vez. No, Danny, ha de ser ahora, o nunca.

Se volvió para salir, y Fahy recogió de mala gana la llave y siguió trabajando.


El traje de cuero no estaba nada mal, y Dillon se contempló en el espejo del armario mientras subía la cremallera de la cazadora.

– ¿Qué te parece esto? -se dijo en voz baja-. Como a los dieciocho años, cuando el mundo era joven y todo parecía posible.

Bajó la cremallera de la cazadora, se la quitó y luego abrió su portafolios y desplegó el chaleco antibalas que le había dado Tania la primera vez que se vieron. Se lo puso, lo alisó con cuidado, lo abrochó con los cierres de velero y se endosó la cazadora encima.

Sentado al borde de la cama, sacó la Walther del portafolios, la examinó y le atornilló el silenciador Carswell en el cañón. Luego comprobó la Beretta y la guardó en el cajón de la mesita de noche, al alcance de la mano. Guardó el portafolios en el armario y luego apagó la luz y permaneció tendido sobre la cama, mirando al techo en medio de la oscuridad. Nunca se emocionaba y tampoco lo hizo en aquellos momentos, pese a la inminencia del golpe más grande de su vida.

– Vas a escribir historia con esto, Sean -murmuró en voz baja-. ¡Historia!

Cerró los ojos y al poco se quedó dormido.


Durante la noche volvió a nevar y con la última campanada de las siete, Fahy salió por el sendero para ver cómo estaba la carretera. Cuando regresó vio que Dillon estaba en la puerta de la granja, comiéndose un bocadillo y con un tazón de té en la otra mano.

– No sé cómo lo consigues -comentó Fahy-. Yo no sería capaz de tragar bocado, o lo devolvería todo.

– ¿Tienes miedo, Danny?

– Muerto de miedo es lo que estoy.

– Eso es bueno. Aguza tus sentidos y te pone alerta. Puede suponer toda la diferencia.

Cruzaron hacia las cuadras y se detuvieron junto a la Ford Transit.

– Está a punto como nunca lo ha estado -le anunció Fahy.

Dillon apoyó una mano en su hombro.

– Has hecho maravillas, Danny, ¡maravillas!

Angel apareció a sus espaldas, completamente vestida para salir con sus pantalones raídos, las botas, el anorak, el suéter y la gorra de lana.

– ¿Nos vamos?

– En seguida -dijo Dillon-. Antes debemos meter la BSA en la furgoneta.

Abrieron las puertas traseras de la Morris, colocaron una plataforma de madera en plano inclinado y empujaron la motocicleta hasta meterla. Dillon la montó en el trípode y Fahy entró la plataforma. Luego le pasó un casco. -Para ti. Yo tengo otro en la Ford -titubeó antes de agregar-: ¿Vas armado, Sean?

Dillon le mostró la Beretta que portaba debajo de la cazadora.

– ¿Y tú?

– Jesús! Ya sabes que aborrezco las pistolas, Sean.

Dillon se guardó de nuevo la Beretta y subió la cremallera. Luego cerró las puertas de la furgoneta y se volvió. -¿Todos contentos?

– ¿Estamos listos para salir? -preguntó Angel.

Dillon consultó su reloj.

– Aún no es hora. Creo que podríamos salir a las ocho. No conviene anticiparse demasiado. Vamos a tomar otra taza de té.

Cruzaron hacia la casa y Angel puso el agua a calentar. Dillon encendió un cigarrillo y se apoyó en el fregadero, contemplándola.

– ¿Es que no tienes nervios? -preguntó ella-. A mí me late el corazón a cien por hora.

Fahy llamó desde la sala de estar.

– Ven a ver esto, Sean.

Dillon se acercó. Desde un rincón, el televisor mostraba con las primeras noticias de la mañana la nevada que había caído sobre Londres durante la noche. Los árboles de las plazas, las estatuas, los monumentos, estaban revestidos de un manto blanco, y lo mismo muchas aceras.

– ¡Malo! -comentó Fahy.

– Deja de preocuparte. Las calzadas estarán limpias -dijo Dillon mientras Angel entraba con la bandeja-. Un buen tazón de té, Danny, bien cargado de azúcar para darte energía, y luego nos vamos.


En el piso de Lowndes Square, Brosnan estaba en la cocina preparando unos huevos pasados por agua y vigilando la tostadora cuando sonó el teléfono. Mary fue a descolgar y al cabo de un instante entró.

– Es Harry, quiere decirte unas palabras.

Brosnan tomó el aparato.

– ¿Cómo estás?

– Estupendamente, amigo. Era sólo para avisaros de que salimos en seguida.

– ¿Cómo vamos a llevar el asunto?

– No habrá más remedio que improvisar, aunque quizá tendremos que ponernos un poco violentos.

– Eso pensaba yo -dijo Brosnan.

– ¿Me equivoco al suponer que eso le creará alguna dificultad a Mary?

– Temo que así es.

– Pues entonces, que no entre ella. Cuando estemos allí veré lo que hacemos. Déjamelo a mí. Hasta luego.

Brosnan colgó y regresó a la cocina, donde Mary estaba disponiendo los huevos y las tostadas, y sirviendo el té.

– ¿Qué ha dicho? -preguntó ella.

– Nada de particular. Nos preguntábamos cuál sería la mejor manera de actuar.

– Supongo que tú opinas que lo mejor sería darle a Harvey en la cresta con un bastón muy pesado.

– Algo por el estilo.

– ¿Y por qué no aplicarle tornillos en los pulgares? -¿Por qué no, en efecto? -Alcanzó una tostada-. Si resulta necesario…


Aquella mañana la circulación avanzaba muy lenta en la carretera de Horsham a Dorking y hasta Londres, debido al estado de la calzada. Angel y Dillon iban delante en la Morris y Fahy los seguía de cerca en la Ford Transit. La tensión de la muchacha era visible; tenía los nudillos blancos sobre el volante, pero conducía muy bien de todas maneras. Pasaron Epsom, luego Kingston y cruzaron el Támesis por Putney Bridge. Eran ya las nueve y cuarto cuando enfilaron Bayswater Road en dirección al hotel.

– Ahí enfrente tienes el supermercado -dijo Dillon-. Al lado está la entrada del estacionamiento.

Ella giró el volante, metió la primera y entró a paso de hormiga en el estacionamiento, que estaba ya bastante lleno.

– Allá al fondo hay sitio -dijo Dillon-. Nos conviene.

Estaba junto a un gigantesco remolque cubierto con un plástico, sobre el que se había acumulado la nieve. Ella condujo la camioneta hacia el costado más oculto y Fahy estacionó la suya al lado. Dillon se apeó de un salto, se puso el casco de motorista y fue a abrir las puertas traseras. Colocó la plataforma en posición y sacó la BSA con ayuda de Angel. Mientras él se colocaba a horcajadas en el sillín, ella metió la plataforma y cenó las puertas. Dillon dio el contacto y el motor de la BSA arrancó al instante, con poderoso ronquido. Consultó el reloj. Las nueve y veinte. Descansó la máquina sobre la pata de cabra y se acercó a la Ford, donde estaba Fahy.

– Recordad que la sincronización es esencial. No podemos dar demasiadas vueltas alrededor de Whitehall porque si se fija alguien parecerá sospechoso. Si llegamos demasiado pronto, procura ganar tiempo en el muelle Victoria. Finges una avería, y yo me detendré como para ayudarte. Pero desde el muelle Victoria hasta la avenida Horse Guards esquina con Whitehall no podemos tardar más de un minuto, no lo olvides.

– ¡Jesús, Sean! -Fahy parecía aterrorizado.

– Tranquilo, Danny, tranquilo -le pidió Dillon-. Todo saldrá bien, ya lo verás. Ahora, ¡en marcha!

Volvió a montar en la BSA y Angel dijo:

– Anoche recé por ti, Sean.

– Siendo así, no podemos fallar. Hasta pronto -y arrancó la moto maniobrando para colocarse detrás de la Ford Transit.

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