En Grimethorpe la pista estaba completamente cubierta de nieve, los portalones de los hangares cenados, y no se veía ni rastro de los aviones. Un hilo de humo salía de la chimenea de uno de los barracones, único signo de vida que advirtió Dillon mientras se acercaba a la vieja torre de control y detenía su vehículo. Sacó su petate y su portafolios y se encaminó hacia la puerta. Cuando entró halló a Bill Grant junto a la estufa, tomándose un café.
– ¡Ah! Estás ahí, muchacho. Esto parecía desierto. Empezaba a preocuparme -dijo Dillon.
– No hacía falta -Grant, que llevaba un mono negro de aviador y cazadora de cuero, alargó la mano hacia la botella de escocés y echó un poco en su café.
Dillon dejó en el suelo el petate, pero conservó el portafolios en la mano.
– ¿Será prudente esto, colega? Vamos, digo yo -comentó en su tono más impertinente.
– Yo nunca he sido muy prudente, colega -remedó Grant el acento señoritil de Dillon-. Por eso he acabado en este agujero.
Cruzó hacia su escritorio y se sentó. Tenía desplegada la carta correspondiente al canal de la Mancha, con la costa de Normandía y Cherburgo y sus alrededores, la misma que Dillon había consultado la noche que estuvo allí con Angel.
– Me gustaría salir ya, muchacho -prosiguió Dillon- Si te preocupa el resto del flete, puedo pagártelo al contado ahora mismo.
Hizo un ademán alzando el portafolios y agregó:
– No te importará cobrar en dólares, supongo.
– No, pero lo que sí me importa es que me tomen por tonto -replicó Grant señalando el mapa-. Land's End, ¡y un carajo! Vi cómo lo consultabas la otra noche que estuviste aquí con la chica. El canal de la Mancha y la costa francesa. Me gustaría saber lo que te traes entre manos.
– Desde luego estás hablando como un imprudente -contestó Dillon.
Grant abrió un cajón del escritorio y sacó su viejo revólver Webley.
– ¿Ah, sí? Eso lo veremos. Ahora coloca el maletín sobre el escritorio y sepamos lo que hay.
– Claro que sí, muchacho. No hay por qué ponerse violentos.
Dillon se acercó un paso y colocó el portafolios sobre la mesa. Con la otra mano se sacó al mismo tiempo la Beretta del cinto y le descerrajó a Grant un tiro a bocajarro.
El aviador se derrumbó de espaldas en el sillón. Dillon se guardó la Beretta, plegó el mapa, se lo puso debajo del brazo, recogió el petate y el portafolios y salió, pisando la nieve en dirección al hangar, donde entró por el portillo para desatrancar la puerta corredera quedando descubiertas las dos avionetas. Eligió la Cessna Conquest por la sencilla razón de que era la que estaba más cerca. Tenía la escalerilla bajada. Arrojó el petate y el maletín al interior, subió y tiró de la escotilla para cerrarla.
Tras ocupar el asiento izquierdo, el del piloto, estudió la carta. Serían unas ciento cincuenta millas de vuelo hasta el campo de aviación de St. Denis, y salvo dificultades como vientos de proa, en una máquina como aquélla no se tardaría más de tres cuartos de hora. Naturalmente no se había registrado ningún plan de vuelo, con lo que era de prever que aparecería como intruso en alguna pantalla de radar. Pero no importaba. Si salía al mar derecho por Brighton, desaparecería en medio del canal antes de que nadie se diera cuenta de lo ocurrido. Otra cosa era la aproximación a St. Denis, aunque volando por debajo de los seiscientos pies mientras se acercaba a la costa, con un poco de suerte no sería detectado por el radar del aeropuerto de Maupertus, en Cherburgo.
Colocó la carta desplegada sobre el otro asiento, para poder consultarla, y dio el contacto, arrancando primero el motor de babor y luego el de estribor. Sacó la Conquest del hangar y se detuvo unos instantes para verificar, los instrumentos. Los depósitos de combustible estaban a tope; Grant no se había alabado en vano. Dillon se puso el cinturón de seguridad y condujo la avioneta hacia la cabecera de pista.
Dando la proa al viento, inició la carrera de despegue. En seguida notó la retención de la nieve acumulada, por lo que dio máximo de gas y atrajo hacia sí los mandos. La Conquest despegó y empezó a ganar altura. Al ladearla para enfilar rumbo a Brighton vio abajo un sedán negro que avanzaba entre los árboles en dirección a los hangares.
– No sé quién demonios sois, pero si venís por mí habéis llegado demasiado tarde -dijo en voz baja, al tiempo que describía una amplia curva y orientaba la avioneta hacia la costa.
Angel estaba sentada junto a la mesa de la cocina; entre sus manos, el tazón de café que le había dado Mary. Brosnan y Harry Flood, con su brazo en cabestrillo, escuchaban de pie, y Charlie Salter apoyaba el hombro en el quicio de la puerta.
– ¿Has dicho que en lo de Downing Street estuvieron Dillon y tu tío? -preguntaba Mary.
Angel asintió.
– Yo conducía la furgoneta Morris que transportó la moto del señor Dillon. Él siguió a tío Danny, que iba en la Ford Transit -parecía una sonámbula-. Luego conduje desde Bayswater hasta aquí y tío Danny tenía miedo, mucho miedo de lo que pudiera pasar.
– ¿Y Dillon? -preguntó Mary.
– Tenía previsto despegar desde ese campo de aviación cercano, el de Grimethorpe. Alquiló una avioneta al señor Grant, que es el director del campo. Dijo que iba a Land's End, pero no era verdad.
Ausente, mirando al vacío, sostenía el tazón con ambas manos. Brosnan intervino con amabilidad:
– ¿Adónde iba, Angel? ¿Lo sabes tú?
– Me lo enseñó en el mapa. Hay una pista de aterrizaje en Francia, cerca de la costa. Un lugar llamado St. Denis, cerca de Cherburgo.
– ¿Estás segura? -insistió Brosnan.
– ¡Ah, sí! Tío Danny le pidió que nos llevase, pero él no quiso y entonces tío Danny se enfadó y entró con la escopeta, y entonces… -se echó a llorar.
Mary la rodeó con los brazos.
– No llores… Ya pasó todo.
Brosnan preguntó:
– ¿Hubo algo más?
– No creo -Angel aún parecía aturdida- Le ofreció dinero a tío Danny. Dijo que su cliente podía pagarlo en cualquier lugar del mundo.
– ¿No mencionó el nombre? -inquirió Brosnan.
– No, nunca -su rostro se ilumine»-. ¡Ah, sí! Ahora recuerdo el primer día dijo algo acerca de trabajar por cuenta de los árabes.
Mary se volvió hacia Brosnan:
– ¿Iraq?
– Siempre me pareció que era una posibilidad.
– Está bien. Vamos a inspeccionar lo de Grimethorpe -dijo Flood-. Tú, Charlie, quédate aquí con la chica hasta que llegue el séptimo de caballería. Nos llevamos el Mercedes -y salió mostrando el camino a los demás.
Rashid, Aroun y Makeiev estaban de pie en el gran salón del castillo de St. Denis, bebiendo champaña mientras aguardaban el comienzo del noticiario televisado.
– Será una jornada de júbilo en Bagdad -dijo Aroun- Ahora la nación conocerá el poderío de su presidente.
En la pantalla apareció el busto parlante del presentador, que anunció la noticia en breves palabras. Luego salieron las imágenes: Whitehall bajo la nieve, la guardia montada, la parte trasera del número diez de Downing Street con las ventanas rotas y los cortinajes colgando, Mountbatten Green y el primer ministro inspeccionando los estragos. Los tres espectadores guardaron silencio, estupefactos. Fue Aroun el primero en romperlo.
– ¡Ha fallado! -susurró-. ¡No ha servido de nada! Un par de ventanas rotas y un agujero en el jardín.
– Pero se ha intentado -protestó Makeiev- El golpe más sensacional asestado nunca contra el Gobierno británico, ¡y en la misma sede del poder!
– ¡A quién le importa eso! -arrojó Aroun a la chimenea su copa de champaña- Necesitábamos resultados, y no se han conseguido. Fracasó contra la Thatcher y ha fracasado contra el primer ministro británico. Pese a tus grandes palabras, Josef, sólo contabilizamos fracasos.
Desesperado, se derrumbó en una de las sillas del comedor, y Rashid comentó:
– Menos mal que no se le pagó el millón de libras.
– Cierto -replicó Aroun-. Pero el dinero no tiene tanta importancia. Es mi posición personal cerca del presidente la que ha quedado comprometida.
– ¿Qué vamos a hacer? -preguntó Makeiev.
– ¿Hacer? -Aroun se volvió hacia Rashid-. Vamos a preparar un cálido recibimiento para nuestro amigo Dillon, ¿no te parece, Ali?
– A sus órdenes, señor Aroun -contestó Rashid.
– En cuanto a ti, Josef, ¿estás con nosotros en esto? -preguntó Aroun.
– Naturalmente -contestó Josef, al no ver la posibilidad de decir otra cosa-. Naturalmente.
Se sirvió otra copa de champaña, pero le temblaban las manos.
En el instante en que el Mercedes salía de entre el bosquecillo de Grimethorpe, la Conquest ganaba altura y desaparecía. Brosnan iba al volante, Mary a su lado y Harry Flood en el asiento posterior.
Mary se asomó por la ventanilla.
– ¿Sería él?
– Es posible -dijo Brosnan-. No tardaremos mucho en saberlo.
Pasaron por delante del hangar abierto, donde estaba la Navajo Chieftain, e hicieron alto junto a los barracones. Brosnan, que fue el primero en entrar, halló el cadáver de Grant.
– ¡Aquí! -llamó a los demás, y Mary y Flood fueron a reunirse con él.
– Así que el del avión es Dillon -comentó ella.
– Lo que significa que se nos ha escapado otra vez el muy bastardo -dijo Flood.
– No esté tan seguro -exclamó Mary-. Quedaba otra avioneta en el hangar-y se volvió para salir corriendo.
– ¿Qué pasa? -preguntó Flood al ver que Brosnan echaba a correr también.
– Entre otras cosas, la chica es también piloto militar -explicó Brosnan.
Cuando llegaron al hangar, la escotilla de la Navajo estaba abierta y Mary sentada en la cabina. En seguida salió anunciando:
– Los depósitos están a tope.
– ¿Vas a perseguirle? -preguntó Brosnan.
– ¿Por qué no? Con un poco de suerte nos pondremos al rebufo -tenía un aire enérgico y decidido cuando abrió el bolso y sacó el teléfono celular-. Me niego a admitir que ese hombre se salga con la suya. Hay que pararle los pies de una vez por todas.
Salió del hangar, extendió la antena del teléfono portátil y marcó el número del móvil de Ferguson.
El coche de Ferguson, en cabeza de una caravana de seis automóviles camuflados del servicio especial, acababa de entrar en Dorking cuando recibió la llamada de Mary. Iba con el inspector Lane en el asiento posterior, y delante el sargento Mackie, al lado del chófer.
Ferguson escuchó el mensaje de Mary y rápidamente tomó su decisión.
– Totalmente de acuerdo. Debes seguir a Dillon sin pérdida de tiempo hasta St. Denis. ¿En qué puedo ayudarte?
– Hable con el coronel Hernu, de la Quinta. Que investigue quién es el dueño de esa pista de St. Denis, a fin de saber con quién nos la jugamos. Seguramente querrá intervenir también, pero eso le llevará algún tiempo; mientras tanto, que hable con las autoridades del aeropuerto de Maupertus para que actúen como enlace cuando nos acerquemos a la costa francesa.
– En seguida me ocupo de ello, y tú toma nota de la frecuencia de radio que voy a decirte -y le comunicó rápidamente los detalles-. Así tendrás comunicación directa conmigo en el Ministerio de Defensa, y si no estoy en Londres me pasarán tu llamada.
– A la orden, señor.
– Y otra cosa, cariño. Ten cuidado -dijo él.
– Lo procuraré, señor.
Ella plegó la antena del teléfono, lo devolvió al bolso y regresó al hangar.
– ¿Nos vamos, pues? -preguntó Brosnan.
– Hablará con Max Hernu, en París. El aeropuerto de Cherburgo dirigirá nuestra aproximación, y además nos tendrá al corriente de lo que suceda -sonrió con rabia-. Vámonos. Sería una vergüenza llegar allí para descubrir que ha vuelto a largarse.
Subió por la escalerilla de la Navajo y fue a ocupar el asiento del piloto. Harry Flood buscó plaza en la cabina del pasaje y Brosnan subió el último, cenó la escotilla y ocupó el lugar del copiloto. Mary arrancó los motores, primero el uno y luego el otro, y realizó la inspección de instrumentos antes de sacar la avioneta del hangar. Había empezado a nevar y un viento ligero formaba una cortina sobre la pista mientras ella se dirigía a la cabecera y daba la vuelta al aparato.
– ¿Preparados? -preguntó.
Brosnan asintió y ella dio gas. La Navajo recorrió la pista con un rugido y se alzó hacia el cielo gris cuando ella echó atrás la palanca de mando.
Max Hernu estaba en su despacho de la DGSE despachando unos papeles con el inspector Savary cuando le pasaron la llamada de Ferguson.
– Hola, Charles. Estáis muy alterados en Londres esta mañana.
– No te rías, amigo, porque puede ocurrir que todo el jaleo acabe recayendo en tu jurisdicción -replicó Ferguson-. Lo primero. Hay un campo de aviación privado en un lugar de la costa llamado St. Denis, cerca de Cherburgo. ¿Quién es el titular?
Hernu cubrió el micrófono con la mano y le ordenó a Savary:
– Mira en el ordenador, a ver quién es el dueño de un campo de aviación privado en St. Denis, de la costa de Normandía.
Mientras Savary se apresuraba a cumplir el encargo, Hernu prosiguió al teléfono:
– Cuéntame a qué viene todo esto, Charles.
Ferguson lo hizo y concluyó diciendo:
– Vamos a atrapar a ese bastardo, Max. Acabaremos con él de una vez por todas.
– Me parece bien, amigo -contestó, en cuyo instante entró Savary con un papel. Hernu lo leyó y se le escapó un silbido-. La pista en cuestión pertenece a la finca Château St. Denis, propiedad de Michael Aroun.
– ¿El multimillonario iraquí? -rió Ferguson con acritud-. Eso lo explica todo. ¿Querrás ocuparte de hablar con Cherburgo para que dejen pasar a Mary Tanner y le comuniquen además esa información?
– Claro que sí, amigo. Además voy a solicitar un avión para acudir allá con unos cuantos ayudantes de la Sección Quinta.
– Buena caza a todos, entonces -dijo Charles Ferguson, y colgó.
El cielo estaba cubierto de nubes bajas sobre la costa de Normandía. Varias millas mar adentro, Dillon salió de entre el techo de nubes, a unos mil pies, y descendió en aproximación a la línea costera hasta quinientos pies por encima de un mar revuelto, de oleaje coronado de espuma blanca.
El vuelo había sido perfecto, sin dificultad alguna. Dillon tenía muy buen sentido de la orientación y cuando empezó a sobrevolar la costa vio el castillo de St. Denis colgado sobre los arrecifes, y la pista de aterrizaje a unos cientos de metros más allá. Había algo de nieve, pero ni mucho menos tanta como en Inglaterra. Se veía un pequeño hangar prefabricado y delante de él la Citation. Hizo una sola pasada sobre el edificio, volvió la proa al viento y bajó los alerones para un aterrizaje perfecto.
Aroun y Makeiev estaban en el gran salón, junto a la chimenea, cuando oyeron pasar el avión sobre sus cabezas. Rashid entró corriendo y fue a abrir la puerta ventana, tras lo cual salieron todos a la tenaza cubierta de nieve. Aroun tenía unos prismáticos. La Cessna Conquest aterrizó a unos trescientos metros del hangar y rodó sobre la pista en dirección a éste, hasta estacionarse al lado de la Citation.
– Ya está aquí -dijo Aroun.
Enfocó los prismáticos hacia la avioneta y vio que se abría la escotilla y aparecía Dillon. Pasó los prismáticos a Rashid, que echó sólo una rápida ojeada antes de cedérselos a Makeiev.
– Voy a recogerlo con el Land Rover -dijo Rashid.
– Nada de eso -meneó la cabeza Aroun-. Que camine por la nieve el muy bastardo, mientras le preparamos un recibimiento conveniente.
Antes de apearse, Dillon había dejado el petate y el portafolios en la Conquest. Luego se acercó a la Citation y se puso a curiosear mientras encendía un cigarrillo. Aquel modelo de avioneta lo había pilotado él muchas veces en el Oriente Próximo y era su preferida. Apuró el cigarrillo y encendió otro. Hacía mucho frío y estaba todo muy silencioso. Un cuarto de hora y el transporte no aparecía por ningún lado.
– Así que en ésas estamos -se dijo en voz baja, y regresó a la Conquest.
Abrió el maletín, comprobó la Walther y el silenciador Carswell y se ajustó la Beretta en el cinto. A continuación tomó el petate en una mano, el portafolios en la otra, cruzó la pista y enfiló el sendero entre los árboles.
Cincuenta millas mar adentro, Mary comunicó su identificación a la torre de control de Maupertus. La respuesta se recibió en seguida.
– Les esperábamos.
– ¿Tengo autorización para aterrizar en St. Denis? -preguntó ella.
– Se está cubriendo muy rápidamente; hace sólo veinte minutos tenía un techo de mil pies, pero ahora será de seiscientos pies como mucho. Les aconsejamos que lo intenten aquí.
Brosnan, que había escuchado el diálogo a través de sus propios auriculares, se volvió hacia ella, alarmado.
– Ahora ya no podemos hacer eso.
Ella respondió al control de Maupertus:
– Debemos ir allá, es urgente.
– Hay un mensaje del coronel Hernu para usted.
– Léalo -contestó ella.
– «El campo de aviación de St. Denis pertenece a la finca Château St. Denis propiedad del señor Michael Aroun».
– Gracias. Cambio y corto -dijo ella tranquilamente, y luego se volvió hacia Brosnan-. ¿Ha oído eso? Michael Aroun.
– Uno de los hombres más ricos del mundo -asintió Brosnan-. E iraquí, por más señas.
– Todo encaja -comentó ella.
Él se desabrochó el cinturón de seguridad.
– Voy a decírselo a Harry.
Sean Dillon anduvo sobre la nieve hacia la explanada de acceso y los tres hombres le siguieron con la mirada. Aroun dijo:
– Ya sabes lo que debes hacer, Josef.
– Desde luego -Makeiev se sacó del bolsillo una Makarov automática, la comprobó y la guardó de nuevo.
– Anda, Ali. Que pase -ordenó Aroun a Rashid.
El militar salió. Aroun regresó al sofá, junto a la chimenea, y recogió el periódico; luego se sentó a la mesa, desplegando sobre ésta el periódico, y sacó un revólver Smith & Wesson que escondió debajo del papel.
Rashid abrió la puerta en el momento en que Dillon subía los escalones recubiertos de nieve.
– Lo consiguió, señor Dillon -dijo el joven capitán.
– Sí, aunque habría agradecido un transporte -replicó Dillon.
– El señor Aroun le espera en el salón. Permita que me encargue de su equipaje.
Dillon depositó el petate en el suelo, pero retuvo el maletín.
– Me lo quedo -sonrió-. Es el dinero sobrante.
Siguió a Rashid por el inmenso vestíbulo de baldosas blancas y negras hasta llegar al gran salón. Aroun le recibió sentado a la mesa.
– Pase, señor Dillon -dijo el iraquí.
– Dios bendiga a todos los presentes -contestó Dillon al tiempo que cruzaba el salón hasta la mesa, deteniéndose junto a ella con el portafolios en la mano.
– Su actuación no ha sido satisfactoria -espetó Aroun.
Dillon se encogió de hombros.
– Unas veces se gana y otras se pierde.
– Se nos prometieron grandes cosas. Usted iba a incendiar el mundo.
– Otra vez será -Dillon dejó con suavidad el portafolios sobre la mesa.
– Otra vez -de súbito, el rostro de Aroun se encendió de ira-. ¿Otra vez? Voy a decirle lo que ha hecho usted. No sólo me ha fallado a mí, sino que también ha fallado a Saddam Husein, el presidente de mi país, con quien había empeñado yo mi palabra. Y como consecuencia del fracaso de usted, mi honor está por los suelos.
– Qué quiere que le diga, ¿que lo siento?
Rashid se sentó al borde de la mesa, columpiando una pierna, y comentó volviéndose hacia Aroun:
– Dadas las circunstancias, fue una decisión prudente la de no pagar a este hombre.
– ¿Qué ha dicho? -preguntó Dillon.
– El millón por adelantado que según sus instrucciones debía depositarse en Zúrich.
– Yo hablé con el director y me confirmó que había sido transferido a mi cuenta -gritó Dillon.
– Por orden mía, ¡necio! Tengo depositados muchos millones en ese banco. Ante la amenaza de retirarlos, el director no tuvo inconveniente en seguir al pie de la letra mis instrucciones.
– Muy mal hecho -replicó Dillon con tranquilidad- Yo siempre cumplo mi palabra, señor Aroun, y exijo que los demás cumplan la suya. Es cuestión de honor.
– ¿Honor? ¿Se atreve a hablarme de honor? -Aroun profirió una carcajada seca-. ¿Qué te parece eso, Josef?
Makeiev, que se había mantenido detrás de la puerta, dio un paso adelante con la Makarov en la mano. Dillon se volvió a medias y el ruso dijo:
– Tranquilo, Sean, tranquilo.
– Nunca he dejado de estarlo, Josef -replicó Dillon.
– Las manos sobre la cabeza, señor Dillon -le ordenó Rashid. Dillon obedeció. Rashid abrió la cremallera de la cazadora de cuero, buscó un arma y no la halló; luego cacheó la cintura de Dillon y descubrió la Beretta-. Muy astuto -dijo, poniendo el arma sobre la mesa.
– ¿Me permiten un cigarrillo? -se llevó la mano al bolsillo Dillon, a lo que Aroun echó el periódico a un lado y le apuntó con el Smith & Wesson, mientras Dillon sacaba un paquete de tabaco-. ¿De acuerdo?
Rashid le dio fuego y el irlandés se quedó de pie con el cigarrillo colgando de una comisura de la boca.
– ¿Y ahora qué? ¿Josef debe liquidarme?
– No, ese placer me lo reservo yo -replicó Aroun.
– Seamos razonables, señor Aroun. -Dillon accionó los dos pestillos del portafolios, disponiéndose a abrirlo-. Yo le devuelvo el resto del dinero que me entregó usted para los gastos, y quedamos en paz, ¿qué le parece?
– ¿De veras cree que esto puede arreglarse con dinero? -preguntó Aroun.
– En realidad, no -dijo Dillon al tiempo que sacaba del maletín la Walther con el silenciador Carswell y le disparaba un tiro entre los ojos. Aroun cayó hacia atrás, derribando la silla, y Dillon giró sobre sí mismo hincando simultáneamente una rodilla en tierra. Makeiev recibió los dos tiros, mientras la pistola del ruso disparaba una bala al azar.
Dillon se incorporó y se volvió al instante, con la Walther a punto. Al instante Rashid levantó ambas manos a la altura de los hombros.
– No es necesario, señor Dillon, y además puedo serle útil todavía.
– Ya lo creo que puedes-replicó Dillon.
De súbito se oyó el rugido de un avión que pasaba sobre el castillo. Dillon agarró del hombro a Rashid y lo empujó hacia la ventana.
– ¡Abre! -ordenó.
– Bien -obedeció Rashid, y ambos salieron a la terraza, desde donde pudieron ver el aterrizaje de la Navajo, pese a la niebla que empezaba a cubrir la pista.
– Y ésos, ¿quiénes son? ¿Amigos vuestros? -preguntó Dillon.
– No esperábamos a nadie, ¡se lo juro! -contestó temeroso Rashid.
Dillon tiró de él hacia atrás y apoyó la boca del silenciador en el cuello de su prisionero.
– Aroun tenía una bonita caja fuerte en su apartamento dé la avenida Victor Hugo. No me digas que aquí no tiene lo mismo.
Rashid no lo pensó dos veces.
– En el estudio. Voy a mostrársela.
– Desde luego que lo harás -replicó Dillon, y le empujó hacia la puerta.
La Navajo pilotada por Mary rodó sobre la pista y fue a estacionarse junto con la Conquest y la Citation. Cuando cortó el contacto, Brosnan había pasado ya a la cabina y empezaba a abrir la escotilla. Bajó con agilidad y se volvió para tender la mano a Flood, luego a Mary. Estaba todo muy silencioso. El viento levantaba pequeños remolinos de nieve.
– ¿Y esa Citation? -preguntó Mary-. No puede ser Hernu, no ha tenido tiempo suficiente.
– Es la de Aroun, sin duda -aventuró Brosnan.
Flood les llamó la atención sobre las huellas de pasos, claramente visibles, que se dirigían hacia el sendero entre los árboles, a cuyo fondo se erguía el bello edificio.
– Ahí tenemos indicado nuestro camino -dijo, y echó a andar el primero, seguido de Brosnan y Mary.