8

Barbara Havers experimentó un gran alivio cuando pudo abandonar el claustrofóbico cuartel general de la Met. En cuanto Winston Nkata le pidió que fuera a la dirección de Terry Cole en Battersea, no perdió el tiempo y corrió hacia su coche. Tomó la ruta más directa posible, en dirección al río, y luego siguió el Embankment hasta el Albert Bridge. En la orilla sur del Támesis consultó su pringoso plano de la ciudad, hasta que encontró la calle en cuestión, emparedada entre las dos Bridge Roads: Battersea y Albert.

El piso de Terry Cole estaba en un edificio de ladrillo remozado, con ventanas saledizas, situado entre otros similares de Anhalt Road. Una hilera de timbres indicaba que había cuatro pisos en el edificio, y Barbara llamó al señalado con los apellidos Cole/Thompson. Mientras esperaba echó un vistazo al barrio. Casas adosadas, algunas en mejor estado que otras, con jardines delanteros. Algunos estaban bien cuidados, otros no, y más de uno parecía utilizarse como vertedero indiscriminado, desde ollas herrumbradas hasta televisores sin pantalla.

Nadie contestó en el piso. Barbara frunció el entrecejo y bajó los peldaños. Resopló, pues no anhelaba la perspectiva de sacrificarse más horas ante los ordenadores del Yard, y pasó revista a sus opciones mientras examinaba la casa. Entrar por la fuerza no le serviría de mucho, y estaba pensando en ir al pub más cercano para tomar un plato de salchichas con puré de patatas, cuando observó que una cortina se movía en la ventana del piso de la planta baja. Decidió probar con los vecinos.

En el primer piso constaba el apellido Baden. Barbara pulsó el timbre. Casi al instante, una voz temblorosa respondió, como si la persona se hubiera estado preparando para una visita de la ley. En cuanto Barbara se identificó, al tiempo que alzaba su placa para que pudiera ser observada por la ventana del piso, el pestillo de la puerta fue liberado. La abrió y se encontró en un vestíbulo del tamaño aproximado de un tablero de ajedrez. También la decoración era propia de un tablero de ajedrez: losas rojas y negras, manchadas por innumerables pisadas.

El primer piso se abría a la derecha del vestíbulo. Cuando Barbara llamó con los nudillos, tuvo que repetir todo el procedimiento desde el principio. Esta vez, levantó la placa a la altura de la mirilla. Cuando el ocupante la hubo estudiado a su plena satisfacción, retiró dos cerrojos y una cadena de seguridad, y la puerta se abrió. Era una anciana.

– Temo que cualquier precaución es poca en nuestros días -dijo la mujer a modo de disculpa.

Se presentó como la esposa de Geoffrey Baden y procedió a informar a Barbara sobre los detalles de su vida sin necesidad de que hiciera preguntas. Viuda desde hacía veinte años, no tenía hijos, solo sus pájaros, los cuales eran pinzones, cuya enorme jaula ocupaba un lado de la sala de estar, y su música, cuya fuente parecía un piano que cubría el otro lado. Era un antiguo piano vertical, y sobre él descansaban varias docenas de fotos enmarcadas del difunto Geoffrey, mientras el atril albergaba suficientes partituras para sugerir que la señora Baden dedicaba a Mozart sus tardes libres.

La anciana padecía temblores. Afectaban a sus manos y su cabeza, que no dejaron de agitarse durante toda su entrevista con Barbara.

– Temo que aquí no hay sitio para sentarse -dijo con jovialidad cuando acabó de contar su vida-. Acompáñeme a la cocina. Tengo tarta de limón, si le apetece un trozo.

Le encantaría comer un trozo, dijo Barbara, pero la verdad era que estaba buscando a Cilla Thompson. ¿Sabía la señora Baden dónde podía encontrarla?

– Supongo que está trabajando en el estudio -contestó la anciana-. Los dos son artistas. Cilla y Terry. Unos jóvenes adorables, si no se hace caso de su apariencia, cosa que yo hago. Los tiempos cambian, ¿no es así? Hay que cambiar con ellos.

Parecía un alma tan bondadosa y amable, que Barbara prefirió no hablarle de la muerte de Terry de sopetón.

– Debe de conocerlos muy bien -dijo.

– Cilla es bastante tímida. Terry es un primor, y siempre aparece con un regalo o una sorpresa. Me llama su abuela adoptiva. A veces me ayuda con pequeñas reparaciones en el piso. Y siempre pasa a preguntar si necesito algo de la tienda cuando sale de compras. Vecinos así no abundan en nuestros días, ¿no cree?

– Yo también he sido afortunada -dijo Barbara, a quien la anciana caía muy bien-. Tengo unos vecinos maravillosos.

– Entonces cuéntese entre los afortunados, querida. ¿Me permite decirle que sus ojos son de un color muy bonito? Ese precioso azul no se ve muy a menudo. Supongo que tiene antepasados escandinavos en su familia.

La señora Baden enchufó el calentador de agua y sacó una lata de té de un estante de la alacena. Echó unas cucharadas en una tetera de porcelana desteñida y llevó dos tazas a la mesa de la cocina. Sus temblores eran tan desmesurados que Barbara no la imaginó sujetando un calentador con agua hirviendo, de modo que cuando el aparato se apagó unos minutos después, fue a preparar el té. La señora Baden le dio las gracias.

– No paro de oír que los jóvenes de hoy son unos salvajes, pero mi experiencia es muy diferente. -Utilizó una cuchara de madera para remover las hojas de té en el agua, y luego levantó la vista-. Espero que Terry no se haya metido en ningún lío -dijo en voz baja, como resignada desde hacía tiempo a la aparición de la policía, a pesar de sus palabras.

– Lamento mucho decírselo, señora Baden, pero Terry ha muerto. Fue asesinado en Derbyshire hace unas noches. Por eso me gustaría hablar con Cilla.

La señora Baden formó con la boca la palabra «muerto», perpleja. Una expresión de estupefacción se dibujó en su rostro cuando todas las implicaciones de la palabra atravesaron sus defensas.

– Oh, Dios mío -dijo-. Ese joven adorable… Pero no pensará que Cilla, o el desgraciado de su novio, estén relacionados con ello.

Barbara archivó «el desgraciado de su novio» para futuras referencias. No, dijo a la señora Baden, quería hablar con Cilla para que la dejara entrar en el piso. Necesitaba echar un vistazo para ver si encontraba alguna pista sobre el móvil del asesinato de Terry Cole.

– Fue una de dos personas asesinadas -dijo Barbara-. La otra era una mujer, se llamaba Nicola Maiden, y puede que fuera ella la causante de ambas muertes. En cualquier caso, estamos intentando establecer si Terry y la mujer se conocían.

– Por supuesto -dijo la señora Baden -. Lo entiendo muy bien. Tiene que hacer su trabajo, por desagradable que sea. -Explicó a Barbara que Cilla estaría en la arcada del ferrocarril orientada hacia Portslade Road. Era allí de donde ella, Terry y dos artistas más sacaban los recursos para sufragar un estudio. No pudo dar a Barbara la dirección exacta, pero no creía que le costara localizar el estudio-. Siempre puede preguntar en las demás arcadas. Supongo que los propietarios sabrán de quién está hablando. En cuanto al piso… -La anciana utilizó unas tenacillas de plata para echar un terrón de azúcar al té. Tuvo que repetir la operación tres veces, debido a los temblores, pero sonrió con satisfacción cuando lo consiguió-. Tengo una llave, por supuesto.

Fantástico, pensó Barbara, y mentalmente se frotó las manos.

– La casa es mía. -La anciana continuó explicando que, cuando el señor Baden falleció, había remozado la casa a modo de inversión que le proporcionaría ingresos en sus años de vejez-. Tengo alquilados tres pisos y vivo en el mío. -Añadió que siempre insistía en tener una llave de cada piso. La perspectiva de una visita sorpresa de la casera siempre mantenía a raya a los inquilinos-. Sin embargo -concluyó, hundiendo el barco de Barbara con una sonrisa afable-, no puedo dejarle entrar.

– ¿No puede?

– Temo que sin el permiso de Cilla sería una violación de la confianza depositada en mí. Espero que lo comprenda.

Maldita sea, pensó Barbara. Preguntó cuándo solía volver Cilla.

Oh, nunca a la misma hora, dijo la señora Baden. Lo más prudente sería ir a Portslade Road y concertar una cita con Cilla mientras estaba pintando. Y a propósito, ¿le apetecía a la agente tomar un trozo de tarta antes de irse? Le gustaba mucho cocinar y dar a probar sus exquisiteces.

Compensaría el donut de chocolate a las mil maravillas, decidió Barbara. Y como se le negaba el acceso inmediato al piso de Terry, pensó que lo mejor era continuar con su meta dietética de ingerir solo grasa y azúcar durante veinticuatro horas.

Una sonrisa iluminó el rostro de la señora Baden cuando Barbara aceptó, y cortó un trozo de tarta más indicado para un guerrero vikingo. Cuando Barbara se lanzó sobre él, la anciana se entregó al tipo de agradable cháchara en el que tanto destacaba su generación. Incluyó alguna referencia ocasional a Terry Cole.

A juzgar por sus palabras, Barbara dedujo que Terry era un soñador, nada práctico en opinión de la señora Baden, sobre su futuro éxito como artista. Quería abrir una galería, dijo la anciana. Pero, querida, la idea de que alguien quisiera comprar sus piezas o las de sus colegas… Aunque claro, ¿qué sabía una vieja de arte moderno?

– Su madre aseguró que estaba trabajando en un gran proyecto -comentó Barbara-. ¿Le habló a usted de él?

– Hablaba de un gran proyecto, querida, ya lo creo que sí…

– Pero ¿no existía?

– No he dicho eso -se apresuró a señalar la señora Cole -. Creo que en su mente sí existía.

– En su mente. ¿Está diciendo que se forjaba fantasías?

– Tal vez era… demasiado entusiasta. – La señora Baden pinchó con su tenedor unas cuantas migas, con aire pensativo. Sus siguientes palabras fueron vacilantes-. Es de muy mal gusto criticar a los muertos…

Barbara quiso tranquilizarla.

– Usted le apreciaba. Es evidente. Y espero que quiera colaborar.

– Era un chico estupendo. Siempre se esforzaba por ayudar a las personas que apreciaba. No creo que encuentre a nadie que le diga lo contrario. Pero…

– ¿Pero…? – la animó Barbara.

– Pero a veces, cuando un joven desea algo con desesperación, toma atajos, ¿verdad? Intenta encontrar una ruta más corta y directa para llegar a su destino.

Barbara se aferró a la última palabra.

– ¿Está hablando de la galería que quería abrir?

– ¿La galería? No. Estoy hablando de prestigio -contestó la señora Baden -. Él quería ser alguien, querida. Más que dinero y lujos, deseaba la sensación de tener un lugar en el mundo. Pero eso hay que ganárselo, ¿verdad? -Dejó el tenedor junto al plato y enlazó las manos sobre el regazo-. Me parece terrible decir esas cosas de él. Fue muy bueno conmigo. Me regaló tres pinzones nuevos por mi cumpleaños. Y esta misma semana, partituras nuevas para piano… También flores el día de la Madre. Un chico muy considerado y generoso. Siempre dispuesto a ayudar. Contaba con él cuando necesitaba a alguien que apretara un tornillo o cambiara una bombilla…

– Ya -dijo Barbara.

– Lo que quiero decirle es que tenía esa otra faceta, la ansiedad. Yo supongo que la habría superado cuando hubiera aprendido más de la vida, ¿no cree?

– Sin duda -dijo Barbara.

A menos que, por supuesto, su ansia de prestigio estuviera directamente relacionada con su muerte en el páramo.


Tras marchar de Broughton Manor, Lynley y Hanken se detuvieron en Bakewell para una comida rápida en un pub cercano al centro del pueblo. Mientras comían patatas rellenas (Hanken) y estofado de cordero (Lynley), analizaron los datos de que disponían. Hanken había traído un plano del distrito de los Picos, que utilizó para subrayar su principal deducción.

– Buscamos a un asesino que conoce la zona -dijo, e indicó el plano con su tenedor-. Y no me digas que un presidiario recién salido de Dartmoor siguió un cursillo acelerado de montañismo para matar a la hija de Andy Maiden con el fin de vengarse de él. Eso no cuela.

Lynley estudió el plano. Numerosos senderos serpenteaban a través del distrito, sembrado de puntos de interés. Parecía un paraíso para el excursionista o el campista, pero tan vasto que el caminante descuidado o poco preparado podía perderse con facilidad. También observó que Broughton Manor poseía suficiente importancia histórica para ser indicado como punto de interés, al sur de Bakewell, y que el terreno de la mansión desembocaba en un bosque que, a su vez, daba paso a un páramo. Una serie de senderos atravesaban tanto el bosque como el páramo.

– La familia de Julian Britton lleva aquí cientos de años -dijo Lynley-. Supongo que conoce la zona.

– Igual que Andy Maiden -replicó Hanken-. Y tiene pinta de haberse recorrido el terreno de cabo a rabo. No me extrañaría averiguar que su hija heredó de él la propensión a ir de excursión. Y él encontró ese coche. Toda la noche peinando el jodido Pico Blanco, y consiguió encontrar el puto coche.

– ¿Dónde estaba, exactamente?

Hanken utilizó su tenedor de nuevo. Entre la aldea de Sparrowpit y Winnat's Pass corría una carretera que formaba la frontera noroeste de Calder Moor. A escasa distancia de la pista que conducía en dirección sudeste a Perryfoot, había encontrado el coche detrás de un muro de piedra.

– De acuerdo. Ya veo que encontrar el coche fue un golpe de suerte…

Hanken resopló.

– Exacto.

– Pero los golpes de suerte abundan, y él conocía los lugares favoritos de su hija.

– Ya lo creo. Los conocía lo suficiente para seguirla, abrirle la cabeza y volver a casa sin que nadie se enterara.

– ¿Con qué motivo, Peter? No puedes acusar a ese hombre solo porque ocultó información a su mujer. Eso tampoco cuela. Y si es el asesino, ¿quién es su cómplice?

– Volvamos a esos presidiarios de sus años en el SO10 -dijo Hanken-. ¿Qué recluso recién salido de Newgate se negaría a ganar unas libras, sobre todo si era Maiden quien hacía la oferta y le acompañaba en persona al lugar? -Pinchó un bocado de patatas y gambas y se lo metió en la boca-. Pudo suceder así.

– No, a menos que Andy Maiden sufriera una transformación de su personalidad cuando se mudó aquí. Era uno de los mejores, Peter.

– No te dejes encandilar. Puede que te haya hecho venir por una muy buena razón.

– Eso me ofendería mucho.

– Me gustaría -sonrió Hanken-. Tengo debilidad por ver a un señorito perder los papeles. Te lo advierto, no pienses demasiado bien de ese tío. Es peligroso.

– Tan peligroso como pensar demasiado mal de él. En cualquier caso, los extremos se tocan.

– Touché -dijo Hanken.

– Julian tiene un motivo, Peter.

– ¿Una decepción amorosa?

– Tal vez algo más fuerte. Tal vez una pasión básica. Celos, por ejemplo. ¿Quién es ese Upman?

– Te lo presentaré.

Terminaron la comida y volvieron al coche. Se dirigieron hacia el noroeste. Ascendieron y atravesaron la frontera de Taddington Moor.

Al llegar a Buxton enfilaron High Street y encontraron aparcamiento detrás del ayuntamiento. Era un impresionante edificio del siglo xix que dominaba Las Pendientes, una serie de senderos ascendentes protegidos por la sombra de los árboles, donde los que iban a Buxton a tomar las aguas se ejercitaban por las tardes.

El despacho del abogado estaba en la misma High Street. Situado sobre una agencia de bienes raíces y una galería de arte que exhibía acuarelas de los Picos, se accedía a él mediante una sola puerta, con los nombres Upman, Smith & Sinclair impresos en el cristal opaco.

En cuanto Hanken envió su tarjeta al despacho de Upman, transportada por una anciana secretaria, vestida con el dos piezas de tweed típico de las secretarias, el hombre salió a recibirles y les invitó a entrar en sus dominios. Se había enterado de la muerte de Nicola Maiden, les dijo con semblante grave. Había telefoneado al hostal para preguntar dónde debía enviar la nómina de Nicola, y una de las empleadas le había dado la noticia. La semana pasada había sido la última que había trabajado en su oficina.

El abogado parecía complacido de colaborar con la policía. Calificó la muerte de Nicola de «lamentable tragedia para todos los concernidos. Se abría ante ella un gran futuro en el campo de la abogacía, y me sentía más que satisfecho con su trabajo de este verano».

Lynley estudió al hombre, mientras Hanken espigaba datos sobre la relación del abogado con la joven muerta. Upman parecía un presentador de noticias de la BBC: imagen perfecta, insufriblemente pulcro. Su cabello castaño estaba encaneciendo en las sienes, lo cual le confería un aspecto de honradez que sin duda le ayudaba en la profesión. Su voz, profunda y sonora, intensificaba esta sensación general de integridad. Debía de tener unos cuarenta años, pero sus modales desenvueltos y su aire cordial sugerían juventud.

Respondió a las preguntas de Hanken sin el menor indicio de que le resultaran incómodas. Conocía a Nicola Maiden desde que ella y su familia se habían mudado al distrito de los Picos, hacía nueve años. Cuando sus padres habían adquirido el antiguo Padley Gorge Lodge, ahora Maiden Hall, se habían puesto en contacto con el socio de Upman que se encargaba de compras de bienes raíces. Will Upman había conocido a los Maiden y a su hija por mediación de él.

– Nos han dado a entender que el señor Maiden dio los pasos necesarios para que Nicola trabajara para usted este verano -dijo Hanken.

Upman lo confirmó.

– No era ningún secreto que Andy esperaba que Nicola ejerciera en Derbyshire cuando hubiera terminado sus estudios -añadió. Apoyado en su escritorio mientras hablaba, no había invitado a sentarse a los detectives. Al parecer, cayó en la cuenta, porque se apresuró a decir-: He olvidado mis buenos modales. Les ruego me disculpen. Siéntense, por favor. ¿Puedo ofrecerles un café? ¿Té? Señorita Snodgrass -añadió en dirección a la puerta abierta.

La secretaria volvió a aparecer en el umbral. Se había calado unas gafas de montura grande, que le daban la apariencia de un insecto tímido.

– ¿Sí, señor Upman? -Esperó a recibir instrucciones.

– ¿Caballeros? -preguntó el abogado.

Hanken y Lynley rehusaron el ofrecimiento, y la señora Snodgrass volvió a su mesa. Upman sonrió a los detectives cuando tomaron asiento. Él siguió de pie. Lynley reparó en el detalle. En el delicado juego de poder y confrontación, el abogado se había apuntado el primer tanto. Y había realizado la maniobra con notable delicadeza.

– ¿Qué sintió cuando Nicola encontró empleo en Derbyshire? -preguntó a Upman.

El abogado le miró con afabilidad.

– Creo que nada en absoluto.

– ¿Está casado?

– Nunca lo he estado. Mi profesión suele disuadir del matrimonio. Me dedico a los divorcios, lo cual contribuye a destruir los ideales románticos al cabo de poco tiempo.

– ¿Tal vez por eso Nicola rechazó la propuesta de matrimonio de Julian Britton? -preguntó Lynley.

Upman aparentó sorpresa.

– No sabía nada al respecto.

– ¿Ella no se lo dijo?

– Trabajaba para mí, inspector, pero yo no era su confesor.

– ¿Era algo más de ella? -intervino Hanken, molesto por el tono de la última respuesta de Upman-. Aparte de patrón, claro está.

Upman cogió de su escritorio un violín del tamaño de una mano que, al parecer, hacía las veces de pisapapeles. Pasó los dedos por sus cuerdas y las pulsó, como si las estuviera afinando.

– Supongo que me está preguntando si manteníamos una relación personal.

– Cuando un hombre y una mujer trabajan juntos en un lugar pequeño a diario -aclaró Hanken-, esas cosas pasan.

– A mí no me pasan.

– ¿De lo cual debo deducir que no estaba liado con la Maiden?

– Exacto. -Upman dejó el violín en su sitio y cogió un bote de lápices. Empezó a sacar los que tenían la punta gastada y los alineó al lado de su muslo, que continuaba apoyado contra el escritorio-. A Andy Maiden le hubiera gustado que Nicola y yo hubiéramos mantenido relaciones. Lo insinuó en más de una ocasión, y siempre que iba al hostal a cenar y Nicola estaba en casa, intentaba juntarnos. Me di cuenta de sus intenciones, pero no le seguí la corriente.

– ¿Por qué no? -preguntó Hanken-. ¿No le gustaba la chica?

– No era mi tipo.

– ¿De qué tipo era ella? -preguntó Lynley.

– No lo sé. Oiga, ¿qué más da? Estoy… Bien, estoy un poco liado con alguien.

– ¿Un poco?

– Tenemos un acuerdo. O sea, salimos. Yo me encargué de su divorcio hace dos años y… De todos modos, ¿qué importa?

Parecía turbado. Lynley se preguntó por qué. Por lo visto, Hanken también se dio cuenta, y empezó a profundizar.

– No obstante, usted la consideraba atractiva.

– Por supuesto. No soy ciego. Era atractiva.

– ¿Y su divorciada conocía su existencia?

– No es mi divorciada. No es nada mío. Salimos juntos, nada más. Y Joyce no tenía por qué saber nada…

– ¿Joyce? -preguntó Lynley.

– Su divorciada -aclaró Hanken.

– Y Joyce no tenía que saber nada -insistió Upman- porque no había nada entre nosotros, entre Nicola y yo. Considerar atractiva a una mujer y entramparse en algo que no puede ir a ningún sitio son dos cosas muy diferentes.

– ¿Por qué no podía ir a ningún sitio? -preguntó Lynley.

– Porque cada uno tenía su propia relación. Por lo tanto, aunque hubiera pensado en probar suerte, cosa que no hice, por cierto, habría sido frustrante.

– Pero rechazó la propuesta de Julian -intervino Hanken-. Eso sugiere que no estaba tan enrollada con él como usted suponía, que tal vez se había fijado en otro.

– En ese caso no era yo. Y en cuanto al pobre Britton, apuesto a que le rechazó porque sus ingresos no le convenían. Yo diría que le había echado el ojo a alguien de Londres con una cuenta corriente sustanciosa.

– ¿Qué le dio esa impresión? -preguntó Lynley.

Upman reflexionó, pero parecía aliviado de haber desviado la atención hacia otro posible amante de la joven.

– Llevaba un busca que se disparaba de vez en cuando -dijo por fin-, y en una ocasión me preguntó si podía llamar a Londres para dar el teléfono de aquí a alguien. Y ya lo creo que llamaba. Una y otra vez.

– ¿Por qué llegó a la conclusión de que ese alguien tenía dinero? -preguntó Lynley-. Incluso alguien que vaya corto de ingresos puede permitirse unas cuantas llamadas de larga distancia.

– Lo sé, pero Nicola tenía gustos caros. No podía haber comprado la ropa que se ponía cada día con el dinero que yo le pagaba, créame. Le apuesto veinte libras a que, si examina sus ropas, descubrirá que procedían de Knightsbridge, donde algún capullo está pagando montones de facturas de una cuenta que ella utilizaba a su antojo. Y ese capullo no soy yo.

Muy hábil, pensó Lynley. Upman había ensamblado todas las piezas con una destreza de la que su profesión se habría enorgullecido. Pero había algo calculado en la presentación de los hechos que puso en guardia a Lynley. Era como si hubiera sabido de antemano lo que iban a preguntarle y hubiera preparado sus respuestas, como cualquier buen abogado. A juzgar por su expresión de leve desagrado, Hanken había llegado a la misma conclusión sobre el abogado.

– ¿Estamos hablando de una relación que mantenía? -preguntó Hanken-. ¿Se trata de un hombre casado que se esfuerza en tener contenta a su amante?

– No tengo ni idea. Solo puedo decir que mantenía relaciones con alguien, y creo que ese alguien vive en Londres.

– ¿Cuándo fue la última vez que la vio viva?

– El viernes por la noche. Fuimos a cenar.

– Pero usted no mantenía relaciones con ella -comentó Hanken.

– La llevé a cenar como despedida, lo cual es habitual entre patrones y empleados en nuestra sociedad, si no me equivoco. ¿Por qué? ¿Eso me hace sospechoso? Si hubiera querido matarla, por el motivo que quieran imaginar, ¿para qué hubiera esperado desde el viernes hasta el martes por la noche para hacerlo?

Hanken saltó como un ave de presa.

– Ah. Por lo visto, sabe cuándo murió.

Upman no se inmutó.

– Hablé con alguien del hostal, inspector.

– Eso dijo. -Hanken se puso en pie-. Gracias por su ayuda. Si puede darnos el nombre del restaurante del viernes por la noche, nos marcharemos.

– El Chequers Inn -dijo Upman-. En Calver. Pero ¿para qué lo necesita? ¿Estoy bajo sospecha? Porque en ese caso insisto en…

– En este punto de la investigación no hacen falta escenitas -dijo Hanken.

Tampoco hacía falta, pensó Lynley, poner al abogado más a la defensiva.

– Toda persona que haya conocido a la víctima de un asesinato es sospechoso al principio, señor Upman -intervino Lynley-. El inspector Hanken y yo nos encontramos en la fase de eliminar posibilidades. Incluso como abogado, imagino que usted animaría a un cliente a cooperar si quisiera que se le borrase de la lista.

La explicación no fue del agrado de Upman, pero tampoco insistió.

Lynley y Hanken salieron a la calle.

– Menuda serpiente -dijo Hanken mientras caminaban hacia el coche-. Qué escurridizo montón de mierda. ¿Te has tragado su historia?

– ¿Qué parte?

– Toda. Me da igual.

– Como abogado, por supuesto, todo lo que dijo fue sospechoso.

Hanken sonrió con reticencia.

– Pero nos proporcionó una información útil. Me gustaría hablar con los Maiden otra vez y ver si puedo sonsacarles algo que corrobore las sospechas de Upman, en el sentido de que Nicola estaba saliendo con alguien de Londres. Si aparece otro amante, hay otro móvil.

– Para Britton -admitió Hanken. Señaló la oficina de Upman-. ¿Qué opinas de él? ¿Piensas incluirle en la lista de sospechosos?

– Le investigaremos, por supuesto.

Hanken asintió.

– Creo que empiezas a caerme bien -dijo.


Cilla Thompson estaba en el estudio cuando Barbara Havers lo localizó, a tres arcos de distancia del callejón sin salida de Portslade Road. Tenía dos grandes puertas y estaba enfrascada en lo que parecía una furia creativa, atacando un lienzo con pintura mientras sonaba algo similar a tambores africanos de un CD cubierto de polvo. El volumen estaba alto. Barbara notó las vibraciones en la piel y el esternón.

– ¿Cilla Thompson? -llamó, al tiempo que extraía la placa del bolso-. ¿Podríamos hablar un momento?

Cilla encajó el pincel entre los dientes y pulsó un botón del CD silenciando los tambores.

– Cyn Cole me lo ha contado -dijo, y continuó manchando el lienzo con pintura.

Barbara echó un vistazo al cuadro. Era una boca abierta, de la cual surgía una mujer de aspecto maternal con una tetera decorada con serpientes. Encantador, pensó. No cabía duda de que el genio de Cilla estaba llenando un hueco en el mundo del arte.

– ¿La hermana de Terry le dijo que había sido asesinado?

– Su madre la llamó en cuanto identificó el cadáver. Cyn me telefoneó. Pensé que algo estaba pasando cuando llamó anoche. No tenía la voz de siempre, ya sabe a qué me refiero, pero jamás se me habría ocurrido… Quiero decir, ¿quién habría querido cargarse a Terry? Era un gilipollas inofensivo. Un poco demente, considerando su obra, pero inofensivo.

Lo dijo sin inmutarse, como si estuviera rodeada de lienzos pintados por Rubens en lugar de enormes bocas que vomitaban de todo, desde capas de aceite hasta atascos en la autopista. Por lo que Barbara pudo ver, la obra de sus colegas no era mucho mejor. Los demás artistas eran escultores, como Terry. Uno de ellos utilizaba cubos de basura aplastados, el otro se decantaba por carritos de supermercado oxidados.

– Sí, vale -dijo Barbara-. Pero supongamos que todo es cuestión de gustos.

Cilla puso los ojos en blanco.

– No para alguien educado en el arte.

– ¿Terry no lo estaba?

– Terry era un farsante. No estaba educado en nada, excepto en mentir. Y era un experto en eso.

– Su madre dijo que estaba trabajando en un gran proyecto. ¿Puede hablarme de eso?

– Para Paul McCartney, no me cabe la menor duda -fue la seca respuesta de Cilla-. Según el día de la semana en que conseguía hablar con él, Terry estaba trabajando en un proyecto que le reportaría millones, a punto de demandar a Pete Townsend [6] por no contar al mundo que era su hijo bastardo, me refiero a Terry, por supuesto, dispuesto a vender a la prensa amarilla documentos secretos que habían caído en sus manos por casualidad, o comiendo con el director de la Real Academia. O inaugurando una galería de diseño donde vendería sus esculturas a veinte mil la pieza.

– ¿Quiere decir que no existía tal proyecto?

– Es lo más seguro. -Cilla retrocedió unos pasos para estudiar el lienzo. Aplicó un poco de rojo al labio inferior de la boca, seguido de un toque blanco-. Bien -añadió, tal vez en referencia al efecto que había logrado.

– No parece muy afectada por la muerte de Terry -observó Barbara-. Teniendo en cuenta que acaba de enterarse, quiero decir.

Cilla captó la crítica implícita. Cogió otro pincel y lo mojó en el púrpura de su paleta.

– Terry y yo compartíamos un piso -dijo-. Compartíamos este estudio. A veces comíamos juntos o íbamos al pub. Pero no éramos una pareja. Dos personas que compartían gastos para no tener que trabajar donde vivían.

Considerando el tamaño de las esculturas de Terry y la naturaleza de las pinturas de Cilla, el acuerdo no carecía de lógica. Pero también recordó a Barbara el comentario de la señora Baden.

– ¿Qué pensaba su novio de este acuerdo?

– Ya veo que ha estado hablando con Cara de Pasa. Ha estado esperando que Dan se las tuviera con alguien desde el momento en que le vio. Es eso de juzgar a un tío por su apariencia. -¿Y?

– ¿Y qué?

– ¿Se las tuvo con alguien? Con Terry, por ejemplo. No es una situación normal que tu novia viva con otro tío.

– Como ya he dicho, no es, no era que viviéramos juntos. No nos veíamos casi nunca. Ni siquiera salíamos con el mismo grupo de gente. Terry tenía sus amigos y yo los míos.

– ¿Conocía a sus amigos?

La pintura púrpura acabó en el pelo de la mujer que sostenía la tetera. La aplicó en una gruesa línea con la palma de la mano, que después se secó en el mono. El efecto era desconcertante. Parecía que mamá tuviera agujeros en la cabeza. Cilla mojó el pincel en gris y atacó la nariz de mamá. Barbara se movió a un lado para no ver el resultado.

– No los traía por aquí -continuó Cilla-. Casi siempre hablaba por teléfono, sobre todo con mujeres. Ellas le telefoneaban. No era al revés.

– ¿Tenía novia? Una chica en especial, me refiero.

– No se dedicaba a las tías. Al menos, que yo sepa.

– ¿Marica?

– Asexual. No hacía nada. Excepto masturbarse. Y ni siquiera eso lo tengo claro.

– ¿Su mundo era su arte?

Cilla suspiró.

– Se podría decir así. -Retrocedió y examinó el lienzo-. Sí -dijo, y se volvió hacia Barbara-. Voilà. Esto sí que habla de algo concreto, ¿verdad?

La nariz de mamá excretaba una sustancia repugnante. Barbara decidió que Cilla nunca había sido más sincera con respecto a su pintura. Murmuró unas palabras de asentimiento. Cilla llevó su obra maestra a un saliente, sobre el cual descansaban varias pinturas. De entre ellas seleccionó un lienzo inacabado que plasmaba un labio inferior atravesado por un gancho, y lo llevó hasta el caballete para continuar su trabajo.

– ¿Puedo deducir que Terry no vendía mucho? -preguntó Barbara.

– No vendía una mierda -dijo Cilla, risueña-. Pero es que nunca se entregaba del todo. Y si no te entregas a tu arte, tu arte no te devolverá nada. Yo me vierto en mis lienzos, y mis lienzos me recompensan.

– Satisfacción artística -dijo Barbara con solemnidad.

– Eh, yo vendo. Un auténtico caballero me compró un cuadro no hace ni dos días. Entró, echó un vistazo, dijo que debía poseer un Cilla Thompson cuanto antes y sacó el talonario.

Fantástico, pensó Barbara. Menuda imaginación tenía la tía.

– Entonces, si nunca vendía una escultura, ¿de dónde sacaba la pasta para pagar todo? El piso, este estudio… -Por no mencionar las herramientas de jardinería que parecía haber comprado al por mayor, pensó.

– Decía que el dinero se lo sacaba a su padre. Tenía un montón, ¿sabe usted?

– ¿Se lo sacaba? -Un dato interesante-. ¿Estaba chantajeando a alguien?

– Claro -dijo Cilla-. A su padre. A Pete Townsend, como ya le he dicho. Mientras el viejo Pete fuera soltando la pasta, Terry no iría a los diarios lloriqueando «Papá está forrado y yo en la ruina». Ja. Como si Terry Cole albergara alguna esperanza de convencer a los demás de que no era lo que todo el mundo sabía: un farsante con ganas de vivir del cuento.

No se alejaba mucho de la descripción que la señora Baden había ofrecido de Terry Cole, aunque expresada con menos afecto y compasión. Pero si Terry Cole había sido un farsante, ¿cuál había sido el objetivo? ¿Y quién había sido su víctima?

Tenía que haber pruebas de algo en alguna parte. Y daba la impresión de que solo un lugar albergaba dichas pruebas. Necesitaba echar un vistazo al piso, explicó Barbara. ¿Cilla querría colaborar?

Sí, dijo Cilla. Estaría en casa a las cinco, si Barbara quería pasarse. Pero tenía que meterse en la cabeza que ella no había intervenido en los manejos de Terry Cole.

– Soy una artista. Siempre y en todo momento -proclamó la joven. Concentró su atención en el labio perforado.

– Ya me he dado cuenta – la tranquilizó Barbara.


En la comisaría de Buxton, Lynley y Hanken se separaron en cuanto el inspector de Buxton consiguió un coche para su colega de Scotland Yard. Hanken pensaba ir a Calver, decidido a comprobar si había tenido lugar la supuesta cena de Will Upman con Nicola Maiden. Por su parte, Lynley se dirigió a Padley Gorge.

Al llegar a Maiden Hall, descubrió que en la cocina se estaban llevando a cabo los preparativos para la cena. La cocina daba al aparcamiento donde Lynley había dejado el Ford de la policía. Estaban abasteciendo de licores el bar y disponiendo el comedor para la noche. Un ambiente de actividad predominaba en el hostal, lo cual demostraba que, en la medida de lo posible, la vida continuaba como siempre en Maiden Hall.

La misma mujer que había recibido a los inspectores la tarde anterior salió al encuentro de Lynley en la zona de recepción. Cuando preguntó por Andy Maiden, la sirvienta murmuró:

– Pobre hombre.

Se alejó en busca del ex agente. Mientras esperaba, Lynley se acercó a la puerta del comedor, justo al otro lado del salón. Otra mujer, de edad y aspecto similares a la primera, estaba colocando velas blancas con sus portavelas en las mesas. A su lado, en el suelo, había un cesto de crisantemos amarillos.

La ventana de servicio entre el comedor y la cocina estaba abierta, y desde esta última estancia se oía a alguien hablar en francés, con gran rapidez y apasionamiento. Y después, en un inglés con fuerte acento:

– ¡No, no y no! Cuando pido escalonias, quiero decir escalonias. Estas cebollas son para freír.

Siguió una respuesta en voz baja que Lynley no pudo escuchar, y después un torrente de francés, del cual solo pudo captar: Je t'emmerde.

– ¿Tommy?

Lynley giró en redondo y vio que Andy Maiden había entrado en el salón con un bloc en la mano. Maiden parecía desolado. Estaba demacrado y sin afeitar, y llevaba la misma ropa de la noche anterior.

– Vivía pensando en la jubilación -dijo con voz hueca-. Soportaba el trabajo sin decir ni palabra porque apuntaba a un objetivo. Eso era lo que me decía. Y a ellas. A Nan y a Nicola. Unos cuantos años más, me decía. Entonces tendremos suficiente. -Dio la impresión de que hacía acopio de fuerzas para arrastrarse hasta Lynley-. Y mira adonde hemos ido a parar. Mi hija ha muerto y yo he encontrado los nombres de quince bastardos que matarían a su madre por un penique. ¿Por qué demonios pensé que cumplirían su condena, desaparecerían y no volverían a molestarme?

Lynley echó un vistazo al bloc, y comprendió qué era.

– ¿Es la lista que te pedimos?

– Lo he leído toda la noche. Tres veces. Hasta cuatro. Y esta es mi conclusión. ¿Quieres saberla? -Sí.

– Yo la maté. Yo fui el culpable.

¿Cuántas veces había escuchado la misma necesidad de atribuirse la culpa?, se preguntó Lynley. ¿Cien? ¿Mil? Siempre pasaba igual. Y si existía una respuesta capaz de atenuar la culpa de los que quedaban en pie después de que la violencia golpeara a un ser querido, aún no la había descubierto.

– Andy -empezó.

Maiden le interrumpió.

– Recuerdas cómo era, ¿verdad? Mantenía la sociedad a salvo del «elemento criminal», me decía. Y era bueno en eso. Buenísimo. Pero nunca me di cuenta de que, mientras me concentraba en nuestra jodida sociedad, mi hija… mi Nick… -Su voz se quebró-. Lo siento.

– No te disculpes, Andy. No pasa nada. De veras.

– Sí que pasa. -Maiden abrió el bloc y arrancó la última página. La entregó a Lynley-. Encuéntrale.

– Lo haremos.

Lynley era consciente de que sus palabras no mitigarían el dolor de Maiden, del mismo modo que tampoco lo conseguiría una detención. No obstante, explicó que había encargado a un agente que investigara los archivos del SO10 en Londres, pero que hasta el momento no había recibido ninguna noticia. Cualquier cosa que Maiden pudiera proporcionarle (un nombre, un delito, una investigación) podría ahorrar tiempo al agente delante del ordenador y liberarle para perseguir a posibles sospechosos. La policía se sentiría en deuda con Maiden.

Maiden asintió como atontado.

– ¿En qué más puedo colaborar? ¿Puedes darme algo, Tommy? ¿Algo más que hacer? Porque de lo contrario… -Se mesó el pelo, todavía espeso y rizado, aunque completamente cano-. Soy un caso de manual. Busco una ocupación para no sufrir.

– Es la reacción natural. Siempre levantamos defensas contra una conmoción, hasta que estamos preparados para hacerle frente. Es propio del ser humano.

– Esto. Aún digo «esto». Porque si digo la palabra, la realidad se impondrá y no podré soportarlo.

– Nadie espera que lo hagas en este momento. Tú y tu mujer necesitáis tiempo para superarlo. O para negarlo. O para derrumbaros por completo. Te comprendo, créeme.

– ¿Sí?

– Creo que ya lo sabes. -No era fácil formular la siguiente petición-. Necesito examinar las pertenencias de tu hija, Andy. ¿Querrías estar presente?

Maiden frunció el entrecejo.

– Sus cosas están en su habitación. Pero si estás buscando una relación con el SO10, ¿en qué puede ayudarte la habitación de Nicola?

– En nada, tal vez -dijo Lynley-. Pero esta mañana hemos hablado con Julian Britton y Will Upman. Hay varios detalles que nos gustaría explorar más a fondo.

– ¡Joder! -exclamó Maiden-. ¿No estarás pensando que uno de ellos…?

Desvió la vista hacia la ventana, como si meditara sobre los horrores que implicaba la referencia a Britton y Upman.

– Es demasiado pronto para otra cosa que conjeturas, Andy -se apresuró a decir Lynley.

Maiden se volvió y le observó. Por fin, pareció aceptar su respuesta. Condujo a Lynley hasta el segundo piso de la casa, hasta la habitación de su hija, y se quedó en el umbral mientras Lynley registraba las pertenencias de Nicola Maiden.

Casi todo coincidía con lo que cabía esperar encontrar en la habitación de una mujer de veinticinco años, y casi todo apoyaba las afirmaciones de Julian Britton y Will Upman. Un joyero de madera contenía pruebas de los piercings que Julian había descrito: los aros de oro de diversos tamaños y sin pareja debían corresponder a los que la joven había llevado en el ombligo, el labio y el pezón; tornillos desparejados hablaban del agujero de su lengua; diminutos tornillos rubí y esmeralda con punta habrían adornado su nariz.

El ropero contenía prendas de marca. Las etiquetas eran un compendio de la alta costura. Upman había dicho que Nicola no había podido comprar su ropa con el sueldo recibido durante el verano, y las prendas verificaban su afirmación. También había otros indicios de que alguien debía de complacer los caprichos de Nicola Maiden.

La habitación estaba llena de objetos que solo podían obtenerse con elevados ingresos, o gracias a un galán ansioso por demostrar su devoción a base de regalos. Una guitarra eléctrica ocupaba parte del ropero, a cuyo lado había un reproductor de CD, un sintonizador y un par de altavoces por los que Nicola Maiden tendría que haber pagado más de la nómina de un mes. Cerca, una torre giratoria para CD albergaba unos doscientos o trescientos discos. Un teléfono móvil descansaba sobre un televisor en color situado en un rincón. En un estante que corría bajo el televisor había alineados ocho bolsos de piel. Todo en la habitación hablaba de exceso. Todo proclamaba también que, al menos en un aspecto, el patrón de Nicola Maiden había dicho la verdad. O eso, o la chica ganaba dinero de alguna forma que había causado su muerte: drogas, chantaje, mercado negro, malversación de fondos. No obstante, pensar en Upman recordó a Lynley otra cosa que había dicho el abogado.

Se acercó a la cómoda y empezó a abrir los cajones, repletos de ropa interior y camisones de seda, bufandas de cachemira y medias de marca por estrenar. Encontró un cajón dedicado en exclusiva al senderismo, con pantalones cortos caqui, jerséis doblados, una pequeña mochila, planos catastrales y una petaca de plata con las iniciales de la joven grabadas.

Los dos cajones de abajo contenían los únicos objetos que no parecían comprados en Knightsbridge, pero estaban tan llenos como los demás. Había sitio para jerséis de lana de todos los estilos y colores, todos con una idéntica etiqueta cosida en la línea del cuello: «Hechos con las manos amorosas de Nancy Maiden.» Lynley acarició una etiqueta con aire pensativo.

– Su busca ha desaparecido, Andy -dijo-. Upman dijo que tenía uno. ¿Sabes dónde está?

Maiden entró en la habitación.

– ¿Un busca? ¿Upman está seguro?

– Nos dijo que la llamaban al trabajo. ¿No sabías que tenía uno?

– Nunca lo vi. ¿No está aquí?

Maiden repitió los movimientos de Lynley: examinó los objetos que había sobre la cómoda y después registró los cajones. Sin embargo, fue más lejos, pues comprobó los bolsillos de las chaquetas, así como sus pantalones y faldas. Sobre la cama había bolsas de plástico cerradas que contenían ropa, y también las examinó.

– Debió de llevárselo cuando salió de excursión -dijo por fin-. Estará en alguna de las bolsas de pruebas.

– ¿Por qué se llevaría al páramo el busca en lugar del móvil? -preguntó Lynley-. Sin éste, el busca sería inútil.

La mirada de Maiden se desvió hacia el televisor, sobre el cual descansaba el móvil, y después regresó a Lynley.

– Tiene que estar en alguna parte.

Lynley echó un vistazo a la mesilla de noche: un tubo de aspirinas, un paquete de Kleenex, píldoras anticonceptivas, una caja de velas de cumpleaños y un tubo de bálsamo labial. Registró cada compartimiento de los bolsos de piel. Todos estaban vacíos. Al igual que una cartera, un maletín y una bolsa de viaje.

– Podría estar en su coche -sugirió Maiden.

– No lo creo.

– ¿Por qué?

Lynley no contestó. De pie en el centro de la habitación, veía los detalles con una claridad intensificada por la ausencia de una única y sencilla posesión que podría haber significado nada o todo. De esta forma, consiguió ver aquello en lo que no había reparado antes: era como estar en un museo. En la habitación no había nada fuera de lugar.

Alguien había ordenado las pertenencias de la chica.

– ¿Dónde ha estado tu mujer esta tarde, Andy? -preguntó Lynley.

Загрузка...