24

Intentar localizar el individuo al que Terry Cole había ido a ver a King-Ryder Productions no había resultado tan fácil como Barbara esperaba después de su conversación con Neil Sitwell, incluso con la lista de empleados en la mano. No solo incluía tres docenas de nombres, sino que la mayoría no se encontraban en casa el sábado por la noche. Al fin y al cabo, eran gente de teatro. Y la gente de teatro, había descubierto, no tenía la costumbre de vegetar en sus casas el fin de semana. No fue hasta pasadas las dos de la mañana cuando pudo localizar al contacto de Terry Cole en el 31-32 de Soho Square: Matthew King-Ryder, hijo del difunto fundador de la compañía teatral.

Accedió a verla («Después de las nueve, si no le importa. Estoy hecho polvo») en su casa de Baker Street.

Eran las nueve y media cuando Barbara localizó la dirección. Era un bloque de mansiones, uno de esos enormes edificios de ladrillo Victorianos que, a finales del siglo xix, habían marcado una alteración en los estilos de vida, de lo espacioso y elegante a algo más modesto y confinado. Relativamente hablando, por supuesto. Comparado con el cuchitril de Barbara, el piso de King-Ryder era un palacio, aunque su apariencia era la de una de esas reconversiones salvajes de un piso más grande, en que la ventilación y la iluminación natural habían sido sacrificadas por la causa de engrosar las arcas de alguien a base de alquileres mensuales.

Al menos, esa fue la opinión de Barbara cuando Matthew King-Ryder la dejó entrar. Le pidió que «excusara el desorden, por favor, voy a mudarme de casa», en referencia a la pila de desperdicios y bolsas de basura que esperaban ante la puerta principal a las limpiadoras del bloque de mansiones. La guió por un pasillo corto y mal iluminado hasta la sala de estar, donde cajas de cartón abiertas exhibían libros, trofeos y adornos envueltos en papel de periódico. Fotografías enmarcadas y carteles de teatro estaban amontonados contra las paredes, a la espera de un destino similar.

– Voy a entrar por fin en el círculo de los propietarios -le confió King-Ryder-. Tengo bastante para la casa, pero no para la casa y la mudanza. Así que me estoy organizando yo solo. De ahí el desorden. Lo lamento. Tome asiento. -Arrojó una pila de programas de teatro al suelo-. ¿Le apetece un café? Iba a prepararme un poco.

– Claro -dijo Barbara.

El hombre fue a la cocina, que se encontraba al otro lado de un pequeño comedor. Habían practicado una ventanilla en una pared para pasar los platos, y habló a través de ella mientras llenaba el molinillo.

– Viviré al sur del río, que no me será tan cómodo para ir al West End. Pero es una casa, no un piso. Tiene un jardín decente y, lo más importante, no tendré que pagar alquiler. Es mía. -Ladeó la cabeza y le sonrió-. Lo siento, pero estoy entusiasmado. Treinta y tres años y al fin gozo de una hipoteca. ¿Quién sabe? Tal vez lo siguiente sea el matrimonio. Me gusta fuerte. Me refiero al café. ¿Y a usted?

Por ella no había problema, dijo Barbara. Cuanta más cafeína mejor. Mientras esperaba, echó un vistazo a una pila de fotos cercana a su silla. La mayoría plasmaban al mismo famoso individuo, que posaba a lo largo de los años junto a una ristra de caras teatrales aún más conocidas.

– ¿Es su padre? -preguntó Barbara por encima del ruido del molinillo.

King-Ryder miró por la ventanilla.

– Ah -dijo-. Sí. Es mi padre.

Los dos hombres no se parecían en nada. Matthew había sido bendecido con todas las ventajas físicas negadas a su padre. Mientras su padre era bajo, con cara de sapo, los ojos exoftálmicos de un enfermo de tiroides, la papada de un gran vividor y las verrugas de un bribón de cuento de hadas, el hijo gozaba de mayor estatura, nariz aristocrática y el tipo de piel, ojos y boca por los que una mujer pagaría lo que fuera a un cirujano plástico.

– No se parecían mucho -comentó Barbara-. Usted y su padre.

Matthew le dedicó desde la cocina una sonrisa de pesar.

– No era muy atractivo, ¿verdad? Y él lo sabía, por desgracia. De niño, era el blanco de todas las bromas. Creo que por eso iba siempre detrás de una nueva mujer: para demostrarse algo a sí mismo.

– Una pena lo de su muerte. Me supo mal cuando oí… bueno, ya sabe. -Barbara se sintió incómoda. Al fin y al cabo, ¿qué decía uno sobre un suicidio?

Matthew asintió, pero no contestó. Volvió a sus quehaceres, y ella continuó mirando fotografías. Solo en una aparecían padre e hijo juntos: una antigua foto de escuela, en la que un pequeño Matthew se erguía con un trofeo en la mano y una sonrisa de dicha, como una cuchillada, en la cara, mientras su padre sujetaba un programa enrollado y fruncía el entrecejo, como preocupado por algo. Matthew vestía con orgullo el uniforme de un equipo deportivo, y una faja dividía su torso en diagonal, como un soldado de la Primera Guerra Mundial. David vestía su propio uniforme, un traje a medida que hablaba de las importantes reuniones a las que ese día no podía asistir.

– No parece muy feliz en esta fotografía -observó Barbara mientras la estudiaba.

– Ah, esa. Día del deporte en la escuela. Papá lo odiaba. Era tan deportista como un buey. Por suerte, mamá era una especialista en azuzar su sentimiento de culpa cuando hablaba con él por teléfono, de modo que solía hacer acto de presencia. Pero no le gustaba mucho. Era un especialista en comunicarte que algo no le gustaba. El típico artista.

– Debía de ser irritante.

– De vez en cuando, pero entonces ya estaban divorciados, así que mi hermana y yo aprovechábamos el poco tiempo que nos dedicaba.

– ¿Dónde vive su hermana?

– ¿Isadora? Es diseñadora de vestuario. Para la Royal Shakespeare Company, sobre todo.

– Los dos han seguido sus pasos.

– Isadora más que yo. Como papá, se ha decantado por el lado creativo. Yo solo me dedico a los números y los negocios.

Volvió a la sala de estar con una vieja bandeja de hojalata sobre la que había depositado tazas de café, una jarra con leche y terrones de azúcar en un plato. La dejó sobre una pila de revistas que había sobre una otomana y continuó hablando. Había sido manager y agente de su difunto padre. Negociaba contratos, controlaba el dinero de los derechos de autor que devengaban las numerosas producciones de las obras de su padre a lo largo y ancho del mundo, vendía derechos para las futuras producciones y controlaba los gastos cuando la compañía montaba una nueva ópera pop en Londres.

– Su trabajo no termina con la muerte de su padre, pues.

– No. Porque su obra, la música quiero decir, no ha terminado, ¿verdad? Mientras sus óperas se sigan representando, mi trabajo continuará. A la larga, reduciremos la nómina de la compañía de producciones, pero alguien tendrá que seguir controlando los derechos. Además, siempre habrá que administrar la fundación.

– ¿La fundación?

Matthew dejó caer tres terrones de azúcar en su taza y removió el café con una cuchara de mango de cerámica. Su padre, explicó, había creado una fundación años antes para becar a artistas creativos. El dinero se utilizaba para mandar a la escuela a actores y músicos, respaldar nuevas producciones, lanzar obras inéditas de autores desconocidos, apoyar a letristas y compositores que empezaban su carrera. Con la muerte de David King-Ryder, todo el dinero fruto de su trabajo iría a parar a la fundación. Aparte de un legado para su quinta y última esposa, la Fundación David King-Ryder era la única beneficiaría del testamento de King- Ryder.

– No lo sabía -dijo Barbara, impresionada-. Un tipo generoso. Todo un detalle por su parte pensar en los demás.

– Mi padre era un hombre honrado. No fue un buen padre para mí y para mi hermana cuando éramos pequeños, y no creía en limosnas ni en consentir a los demás, pero apoyaba el talento siempre que lo descubría. Es un legado brillante, si quiere que le diga la verdad.

– Es una pena lo que pasó. Me refiero… Ya sabe.

– Gracias. Fue… Aún no lo entiendo. -Matthew examinó el borde de su taza-. Lo más extraño fue que había conseguido un éxito. Un éxito después de tantos años jodidos. El público enloqueció antes de que cayera el telón, y él estaba allí. Lo vio. Hasta los críticos se pusieron en pie. Las críticas iban a ser como un milagro. Tenía que saberlo.

Barbara conocía la historia. La noche de estreno de Hamlet, un brillante éxito tras años de fracasos. Sin dejar ninguna nota para explicar su acto, el compositor y libretista se había pegado un tiro en la cabeza mientras su mujer se bañaba en la habitación de al lado.

– Quería mucho a su padre -observó Barbara, al ver el dolor en la expresión de Matthew King-Ryder.

– De niño y adolescente no, pero en los últimos años sí. Aunque no lo bastante, por lo visto. -Parpadeó y tomó un sorbo de café-. Bien, pues, ya es suficiente. Ha venido por trabajo. Dijo que quería hablar conmigo sobre Terence… El chico de negro que vino a verme a Soho.

– Sí, Terence Cole. -Barbara comunicó los datos a Matthew, con la esperanza de que pudiera verificarlos-. Neil Sitwell, el mandamás de Bowers de Cork Street, dijo que le envió a usted con una partitura manuscrita de Michael Chandler que había encontrado. Supuso que usted sabría cómo Terry podría ponerse en contacto con los abogados de los herederos de Chandler.

Matthew frunció el entrecejo.

– ¿Hizo eso? Extraordinario.

– ¿No sabía cómo ponerse en contacto con esos abogados? -preguntó Barbara. Le parecía increíble.

Matthew se apresuró a corregirla.

– Conozco a los abogados de Chandler, claro. De hecho, conozco a los Chandler. Michael tenía cuatro hijos y todos viven en Londres, al igual que su viuda. Pero el chico no mencionó a Bowers cuando vino a verme, y tampoco a Neil Sitwell. Y lo más importante, no mencionó ninguna partitura.

– ¿No? Entonces ¿para qué quería verle?

– Dijo que había oído hablar de la fundación. Bien, eso seguro, porque la prensa lo aireó cuando mi padre murió. Cole confiaba en obtener una beca. Me trajo algunas fotos de su trabajo.

Barbara tuvo la sensación de que el cerebro se le llenaba de telarañas, pues no estaba preparada para aquella información.

– ¿Está seguro?

– Por completo. Traía una carpeta con muestras de su trabajo, y al principio pensé que aspiraba a un apoyo económico mientras estudiaba para diseñador de vestuario o decorados. Porque, como ya he dicho, esa es la gente a la que apoya la fundación: artistas relacionados con el teatro de una forma u otra, no artistas en general. Pero él no lo sabía. O lo malinterpretó. O leyó mal los detalles. No lo sé.

– ¿Le enseñó lo que llevaba en la cartera?

– Fotos de sus obras, la mayoría horrorosas. Herramientas de jardinería torcidas de cualquier manera. Rastrillos y azadas. Desplantadores divididos en secciones. No sé mucho de arte moderno, pero por lo que pude ver diría que necesitaba pensar en otra profesión.

Barbara reflexionó. ¿Cuándo había tenido lugar la visita de Terry Cole?, preguntó.

Matthew pensó un momento y salió de la habitación para ir a buscar su agenda, que llevó a la sala de estar, abierta sobre la palma. No había tomado nota de la visita, puesto que Terry Cole no había pedido cita con antelación. Pero era un día en que Ginny, la viuda de su padre, estaba en la oficina, y sí había tomado nota de eso. Matthew le proporcionó la fecha. Era el mismo día de la muerte de Terry Cole.

– No le dije lo que pensaba de su trabajo, por supuesto. Habría sido inútil, ¿verdad? Además, parecía muy entusiasmado.

– ¿Cole no habló de música, de un fragmento de partitura? ¿O de Michael Chandler, o de su padre?

– En absoluto. Sabía quién era mi padre, claro. Lo dijo porque confiaba en obtener dinero de la fundación. Le dedicó uno o dos cumplidos para hacerse el simpático, ya sabe. Pero eso fue todo. -Volvió a sentarse, cerró la agenda y cogió su taza-. Lo siento. No le he sido de mucha ayuda, ¿verdad?

– No lo sé -contestó Barbara con aire pensativo.

– ¿Puedo preguntar por qué está reuniendo información sobre ese chico? ¿Ha hecho algo…? Usted es policía, al fin y al cabo.

– Le han hecho algo. Fue asesinado el mismo día que le visitó.

– ¿El mismo…? Oh, Dios. Qué horror. ¿Sigue la pista de su asesino?

Barbara se interrogó al respecto. Parecía una pista. Parecía, olía y actuaba como una pista. Pero por primera vez desde que el inspector Lynley la había encaminado hacia el Crime Recording Information System con la orden de examinar los casos pasados de Andrew Maiden, por si descubría una posible relación con la muerte de su hija, y por primera vez desde que ella había rechazado esa línea de investigación como absurda e inútil para el caso, se veía forzada a preguntarse si estaba siguiendo a un zorro o a un arenque, curado y teñido. Lo ignoraba.

Sacó las llaves del coche de su bolso y dijo a Matthew King-Ryder que se pondría en contacto con él si necesitaba hacerle más preguntas. Y por si recordaba algo más relacionado con Terry Cole, le dio su número. ¿Querría telefonearle?, pidió. Uno nunca sabía qué detalle podía acudir a la memoria cuando menos se esperaba.

Por supuesto, contestó él. Y por si Terry Cole había conseguido descubrir el nombre de los abogados de Chandler sin la ayuda de King-Ryder, quería que la policía tuviera el nombre del bufete y su número de teléfono. Pasó las páginas de su agenda hasta llegar al directorio, y siguió con el dedo una columna de nombres y números. Encontró el que buscaba y recitó la información. Barbara lo anotó. Le dio las gracias por su colaboración y le deseó buena suerte en su mudanza al sur del río. Matthew la acompañó hasta la puerta. Como todos los londinenses prudentes, corrió el pestillo después de cerrar.

Sola en el pasillo que corría delante del piso, Barbara pensó en lo que había escuchado, y se preguntó si la información reunida encajaba, y cómo, en el rompecabezas de la muerte de Terry Cole. Este había hablado de su gran proyecto, recordó. ¿Tal vez hablaba de sus esperanzas de recibir una beca de la Fundación King- Ryder? Había llegado a la conclusión de que su visita a King-Ryder estaba relacionada con la música de Michael Chandler. Pero si le habían informado de que no podía sacar ningún provecho de dicha música, ¿para qué se habría tomado la molestia de localizar a los abogados y entregar la partitura a los Chandler? Tal vez esperaba una recompensa de ellos. Pero aunque se la hubieran dado, ¿habría equivalido a una beca King-Ryder, que le habría permitido proseguir su dudosa carrera de escultor? No creo, decidió Barbara. Mucho mejor intentar impresionar con talento a un mecenas que confiar en la generosidad de gente desconocida, agradecida por recuperar su propiedad.

Sí, era lógico. Y cabía que Terry Cole hubiera desechado toda idea de obtener dinero por la partitura, una vez enterado de lo necesarias que eran la bondad y generosidad de unos desconocidos para conseguirlo. Después de hablar con Sitwell tal vez había tirado la partitura, o se la había llevado a casa para guardarla entre sus cosas. Lo cual alentaba la pregunta de por qué Nkata y ella no la habían encontrado cuando registraron el piso. Claro que ¿se habrían fijado en una hoja de música? Sobre todo si se detenía a pensar en el bombardeo a que había sometido sus sentidos el arte de los dos ocupantes del piso.

El arte. Había un aspecto que relacionaba todos los detalles del caso, pensó. El arte. Artistas. La Fundación King-Ryder. Matthew había dicho que solo se concedían becas a artistas relacionados con el teatro. Pero ¿qué impedía a un artista entregarse al teatro para conseguir algo de dinero? Si Terry Cole se había aferrado a esta idea, si se había presentado como diseñador y no como escultor, si su gran proyecto era en realidad un fraude perpetrado contra una fundación cuyo objetivo era convertirse en un memorial dedicado a un gigante del teatro…

No. Se estaba pasando. Estaba mezclando demasiadas posibilidades. Iba a pillar un buen dolor de cabeza y lo iba a empantanar todo. Necesitaba pensar, salir a tomar el aire, dar un buen paseo por Regents Park para reordenar todo lo que se estaba acumulando…

Los pensamientos de Barbara se interrumpieron en seco cuando su mirada se posó sobre la basura acumulada ante la puerta de King-Ryder. No le había prestado atención al entrar, pero ahora sí. Habían hablado de artistas, de que no sabían gran cosa acerca de arte moderno. Y lo que vio ante la puerta de King-Ryder llamó su atención debido a la conversación recién sostenida: había un lienzo entre la basura de King-Ryder, estaba apoyado de cara a la pared y rodeado de bolsas que lo mantenían erguido.

Barbara miró a derecha e izquierda. Tomó la decisión de ver lo que Matthew King-Ryder consideraba arte, descartable o no. Apartó las bolsas y le dio la vuelta al lienzo.

– Puta mierda -susurró al ver el retrato de una grotesca mujer rubia, con su enorme boca abierta para revelar a un gato que defecaba sobre su lengua.

Barbara ya había visto una docena de variaciones sobre ese cuestionable tema. También había visto y entrevistado a la artista, Cilla Thompson, la cual había anunciado con orgullo haber vendido un cuadro a «un caballero de muy buen gusto, justo la semana pasada».

Barbara contempló la puerta cerrada de la morada de Matthew King-Ryder. Se sentía estremecida y deleitada al mismo tiempo. Un asesino vivía en el interior, se dijo. Y decidió en aquel mismo momento que ella sería la poli que le llevaría ante la justicia.


Lynley encontró el informe de Barbara Havers sobre su escritorio cuando llegó al Yard, a las diez de la mañana. Leyó los resúmenes y las conclusiones sobre los expedientes examinados en el cris y tomó nota del resentimiento que daba a entender su elección de palabras. Sin embargo, en ese momento Lynley no podía permitirse valorar la velada crítica a las órdenes impartidas por él. La mañana ya estaba siendo complicada, y tenía otros asuntos más importantes en su mente que la congoja de una agente por la tarea encomendada.

Se había desviado de su ruta normal desde Eaton Terrace a Victoria Street para pasar por Fulham con el fin de comprobar el estado de Vi Nevin, ingresada en el hospital de Chelsea y Westminster. Los médicos de la joven le habían concedido un cuarto de hora para visitarla, pero estaba sedada, y durante aquel rato ni se había movido. Un cirujano plástico había llegado para examinarla, lo cual requirió que le quitaran los vendajes, pero no había recobrado la conciencia en ningún momento.

En mitad de la visita del cirujano a su amiga, Shelly Platt se presentó en el hospital con un traje pantalón de hilo y sandalias, el cabello naranja recogido bajo un sombrero ancho de rafia y los ojos ocultos tras unas gafas de sol. Con la excusa de darle el pésame por la muerte de Nicola Maiden, había telefoneado a Vi repetidas veces desde que Lynley la había visitado en su estudio de Earl's Court. Como no había podido dar con ella, había ido a Rostrevor Road, donde el ataque sufrido por su antigua compañera de piso era la comidilla del barrio.

– ¡He de verla! -fue lo que Lynley oyó mientras el cirujano estudiaba el rostro machacado de Vi Nevin y hablaba en voz baja de huesos rotos como cristal, injertos de piel y tejido cicatricial con el aire desinteresado de un hombre más acostumbrado a la investigación médica que al tratamiento de pacientes.

Al reconocer la voz procedente del pasillo, Lynley se excusó y salió en busca de Shelly Platt, que intentaba abrirse paso entre el policía de guardia y la enfermera de planta.

– Él lo hizo, ¿verdad? -gritó Shelly en cuanto le vio-. Se lo dije y él la encontró, ¿eh? Él lo hizo. Y se vengó de ella como yo pensaba. Ahora vendrá a por mí, si sabe que le conté a usted la verdad sobre su negocio. ¿Cómo está? ¿Cómo está Vi? Déjeme verla. ¡He de verla!

Su voz propendía a la histeria, y la enfermera preguntó si «esta criatura» era un familiar de la paciente. Shelly se quitó las gafas de sol y reveló unos ojos inyectados en sangre, que se desviaron hacia Lynley en una llamada de socorro silenciosa.

– Es su hermana -informó Lynley a la enfermera, al tiempo que guiaba a Shelly del brazo-. Puede entrar.

Shelly se arrojó sobre la cama, donde otra enfermera estaba cambiando los vendajes a Vi Nevin, mientras el cirujano se lavaba las manos en el lavabo para marcharse a continuación. Shelly rompió a llorar.

– Vi, Vi, oh, Vi, muñequita -dijo-. No lo decía en serio. Ni una sola palabra. -Cogió la mano fláccida apoyada en las sábanas y la apretó contra su corazón, como si el latido del órgano alojado dentro de su huesudo pecho pudiera confirmar sus aseveraciones-. ¿Qué le pasa? -preguntó a la enfermera-. ¿Qué le ha hecho?

– Está sedada, señorita.

La enfermera se humedeció los labios en señal de desaprobación y terminó de colocar las vendas.

– Pero se pondrá bien, ¿verdad?

Lynley miró a la enfermera antes de contestar.

– Se recuperará.

– Pero su cara… Todos esos vendajes. ¿Qué le han hecho a su cara?

– Fue donde la golpearon.

Shelly lloró con más brío.

– No. No. Oh, Vi. Lo siento muchísimo. No quería perjudicarte. Estaba cabreada, eso es todo. Ya sabes cómo soy.

La enfermera arrugó la nariz ante aquella exhibición de sentimentalismo y salió de la habitación.

– Necesitará cirugía plástica -explicó Lynley a Shelly cuando estuvieron a solas-. Y después… -Buscó una forma clara pero piadosa de esbozar a la muchacha el futuro de Vi Nevin-. Lo más probable es que sus opciones profesionales queden más limitadas que antes.

Esperó a ver si Shelly entendía, sin necesidad de explicaciones más gráficas. Poco agraciada, pero profesional de la calle al fin y al cabo, sabía lo que las cicatrices faciales presagiaban para una mujer que se ganaba la vida haciendo de Lolita para sus clientes.

Shelly desvió su mirada angustiada hacia su amiga.

– Yo la cuidaré. A partir de ahora, cada minuto. Yo me ocuparé de Vi -le besó la mano, la apretó con fuerza y lloró con más energía.

– Ahora necesita descansar -le dijo Lynley.

– No voy a dejarla hasta que ella sepa que estoy aquí.

– Puede esperar con el agente. Me ocuparé de que le permita entrar en el cuarto cada hora.

Shelly soltó la mano de Vi a regañadientes.

– Irá a por él, ¿verdad? -dijo en el pasillo-. ¿Le empapelará ahora mismo?

Y esas dos preguntas habían atormentado a Lynley durante todo el camino hasta el Yard.

Martin Reeve tenía todos los números para ser el atacante de Vi Nevin: móvil, medios y oportunidad. Tenía que mantener un estilo de vida y una mujer cuya drogadicción era irrecuperable. No podía permitirse perder ninguna fuente de ingresos. Si una chica conseguía abandonarle, nada impedía que otra chica, o diez, la siguieran. Y si permitía que eso sucediera, pronto se encontraría sin negocio. Porque los dos elementos primordiales de la prostitución eran las prostitutas y sus clientes. Los macarras eran prescindibles. Y Martin Reeve era consciente de eso. Impondría su ley sobre sus mujeres mediante el miedo y el ejemplo: ilustrando hasta qué extremos estaba dispuesto a proteger sus dominios, e implicando por mediación de dichos extremos que una chica podía recibir el mismo castigo que otra. Vi Nevin había servido de lección para las demás mujeres de Reeve. La única pregunta era si Nicola Maiden y Terry Cole también habían servido de lección.

Había una forma de averiguarlo: trasladar a Reeve al Yard sin abogado y mostrarse más astuto que este cuando estuviera presente. Para eso, Lynley sabía que debía utilizar una estrategia mejor que la del hombre, y sus opciones en ese campo eran limitadas.

Lynley buscó un medio de manipulación en las fotografías del dúplex, que el fotógrafo de la policía le había entregado aquella mañana. Estudió en particular la huella de un zapato en el suelo de la cocina, y se preguntó si el dibujo de hexágonos en la suela era lo bastante raro para tener importancia. Sería suficiente para conseguir una orden de registro, desde luego. Y, orden en mano, tres o cuatro agentes podían poner patas arriba MKR Financial Management y descubrir pruebas de los verdaderos negocios de Reeve, aunque este hubiera sido lo bastante listo para deshacerse de los zapatos con hexágonos en las suelas. En cuanto tuvieran esa prueba, estarían en condiciones de intimidar al macarra. Lo cual deseaba Lynley con todas sus fuerzas.

Miró más fotos, y las fue arrojando de una en una sobre su escritorio. Aún las estaba examinando en busca de algo útil cuando Barbara Havers entró como una tromba.

– Santa hostia -dijo sin más preámbulos-, no se imagina lo que he averiguado, inspector. -Empezó a parlotear sobre una casa de subastas en Cork Street, alguien llamado Sitwell, Soho Square y King-Ryder Productions-. Vi ese cuadro cuando salí de su casa -concluyó con aire triunfal-. Y créame, señor, si echara un vistazo al trabajo de Cilla en Battersea, estaría de acuerdo en que es mucho más que una simple coincidencia haber topado con alguien que comprara una de sus asquerosas piezas. -Se dejó caer en una silla delante del escritorio y recogió las fotografías que Lynley había tirado. Las examinó por encima-. King- Ryder es nuestro chico. Puede escribirlo con mi sangre si quiere.

Lynley la observó por encima de las gafas.

– ¿Qué la condujo en esa dirección? ¿Existe una relación entre el señor King-Ryder y el tiempo que Maiden pasó en el SO10? Porque en su informe no mencionaba… -Frunció el entrecejo, intrigado, sin gustarle lo que sospechaba-. Havers, ¿cómo llegó hasta King-Ryder?

La ex sargento siguió estudiando las fotografías mientras contestaba, pero habló demasiado deprisa.

– Fue así, señor. Encontré una tarjeta en el piso de Terry Cole. También una dirección. Pensé… Bien, sé que tendría que habérsela entregado a usted enseguida, pero se me fue de la cabeza cuando me envió de vuelta al cris. Y resultó que ayer me quedó un poco de tiempo libre cuando terminé el informe y… -Vaciló, con la atención todavía fija en las fotos, pero cuando por fin levantó la vista su expresión había cambiado, menos segura que cuando había entrado en el despacho-. Como tenía esa tarjeta y la dirección, fui a Soho Square, luego a Cork Street y… Mierda, inspector, ¿qué más da cómo llegué hasta él? King-Ryder miente, y si miente ambos sabemos que solo existe una razón.

Lynley dejó las fotos restantes sobre la mesa.

– No la sigo. Hemos establecido la relación entre nuestras dos víctimas: prostitución y el anuncio de dicha prostitución. Hemos llegado a la interpretación de otro posible móvil: la venganza de un macarra de guante blanco por la traición que cometieron dos chicas de su redil, una de las cuales, por cierto, recibió una paliza anoche. Nadie puede confirmar la coartada del macarra para el martes por la noche, aparte de su mujer, cuya palabra no vale ni el aliento que emplea en hablar. Lo que hemos de encontrar es el arma desaparecida, que puede estar en la casa de Martin Reeve. Bien, una vez establecido todo esto, Havers, y establecido, me gustaría añadir, gracias al tipo de trabajo policial que usted parece evitar últimamente, le agradecería que me resumiera los hechos que la impulsan a considerar a Matthew King-Ryder nuestro asesino.

La mujer no contestó, pero Lynley vio que un desagradable rubor empezaba a subirle por el cuello.

– Barbara -dijo-, espero que sus conclusiones sean el resultado del trabajo y no de la intuición.

El color de Havers se intensificó.

– Usted siempre dice que la coincidencia no existe cuando se trata de un asesinato, inspector.

– En efecto. ¿Cuál es la coincidencia?

– Ese cuadro. La monstruosidad de Cilla Thompson. ¿Qué hace con un cuadro de la compañera de piso de Terry Cole? No puede argumentar que lo ha comprado para colgarlo en su casa, cuando estaba con toda la basura, así que ha de significar algo. Y creo que significa…

– Cree que significa que él es el asesino. Pero carece de móvil para el crimen, ¿no?

– Acabo de empezar. Solo fui a ver a Matthew King-Ryder porque Terry Cole fue a verle de parte de Neil Sitwell. No esperaba descubrir uno de los cuadros de Cilla junto a la puerta, y cuando lo hice me quedé patidifusa. Bien, ¿y quién no? Cinco minutos antes King-Ryder me estaba diciendo que Terry Cole fue a hablar con él acerca de una beca. Salgo del piso, intentando acomodar mis pensamientos a la nueva información, y me encuentro esa pintura en la basura, lo cual me dice que King-Ryder tiene una relación con el asesinato de la que no habla.

– ¿Una relación con el asesinato? -Lynley permitió que el escepticismo tiñera sus palabras-. Havers, todo lo que ha descubierto es un dato que tal vez esté relacionado con alguien que esté relacionado con alguien que ha sido asesinado en compañía de una mujer con quien él no tiene ninguna relación.

– Pero…

– No. Nada de peros, Havers. Me ha llevado la contraria en cada etapa de este caso, y ya está bien. Le he asignado una tarea, de la cual ha pasado olímpicamente porque no le gusta. Ha ido a su aire en detrimento del equipo…

– ¡Eso no es justo! -protestó ella-. Redacté el informe. Lo dejé sobre su escritorio.

– Sí. Y lo he leído. -Lynley buscó entre los papeles. Lo cogió y utilizó para subrayar sus palabras-. Barbara, ¿cree que soy estúpido? ¿Supone que soy incapaz de leer entre líneas lo que, en teoría, es el trabajo de una profesional?

Barbara bajó los ojos. Aún sostenía algunas fotografías del hogar destrozado de Vi Nevin, y clavó la vista en ellas. Sus dedos se tiñeron de blanco cuando las apretó con más fuerza, y el rubor de su piel se intensificó todavía más.

Gracias a Dios, pensó Lynley. Por fin había logrado atraer su atención. Abundó en el tema.

– Cuando se le asigna una tarea, se espera de usted que la termine sin discusiones ni preguntas. Y cuando la termina, se espera de usted que redacte un informe capaz de reflejar el lenguaje neutro del desinterés profesional. Y después se espera de usted que aguarde la asignación de otra tarea con una mente abierta y capaz de asimilar información. Lo que no se espera de usted es que elabore un comentario disimulado sobre la validez del curso de la investigación, en caso de que no esté de acuerdo con ella. Esto -golpeó su palma con el informe- es una excelente ilustración de por qué se encuentra en la situación actual. Cuando le dan una orden que no le gusta ni le parece pertinente, toma la iniciativa, indiferente a todo, desde la cadena de mando hasta la seguridad pública. Lo hizo hace tres meses en Essex, y lo está haciendo ahora. Cuando cualquier otro agente obedecería a pies juntillas con la esperanza de redimir su nombre y reputación, cuando no su carrera, usted hace lo que le place con una tozudez inaudita. ¿No es así?

Barbara no contestó, con la cabeza todavía gacha, pero su respiración se había alterado, más contenida debido al esfuerzo de reprimir sus sentimientos. Parecía, al menos de momento, doblegada por la reprimenda castigo. Lynley se sintió satisfecho.

– Muy bien -dijo-. Escúcheme bien. Quiero una orden judicial para poner patas arriba la casa de Reeve. Quiero que cuatro agentes se encarguen del registro. Quiero de esa casa un solo par de zapatos con hexágonos en las suelas, y todas las pruebas que pueda encontrar sobre el servicio de acompañantes. ¿Puedo incluirla en ese grupo y confiar en que obedecerá las órdenes al pie de la letra?

La mujer no contestó.

Lynley sintió que la exasperación le atacaba como una plaga de mosquitos.

– Havers, ¿me está escuchando?

– Un registro.

– Sí. Eso he dicho, y quiero una orden judicial. Cuando la tenga, quiero que colabore con el equipo que vaya a casa de Reeve.

Barbara alzó la cabeza.

– Una mierda de registro -dijo, y en su rostro floreció una sonrisa-. Sí. Sí. Puta mierda, inspector. Por Dios. Se trata de eso.

– ¿Se trata de qué?

– ¿Es que no lo ve? -Agitó una foto, llevada por sus nervios-. Señor, ¿no lo ve? Está pensando en Martin Reeve porque ha descubierto un posible motivo del crimen, y es tan llamativo que cualquier otro motivo resulta pequeño en comparación. Y como su motivo es tan escandaloso, relaciona con él todo cuanto se cruza en su camino, pertinente o no. Pero si se olvida de Reeve por un momento, verá en estas fotos que…

– Havers. -Lynley luchó contra su propia incredulidad. Aquella mujer era indestructible, inasequible al desaliento, ingobernable. Por primera vez, se preguntó cómo había logrado trabajar con ella-. No voy a repetir cuál es su misión. Voy a dársela. Y va a cumplirla.

– Pero solo quiero que vea…

– ¡No! ¡Maldita sea! Basta ya. Consiga la orden. Me da igual lo que deba hacer para ello. Pero consígala. Reúna un equipo del DIC y vaya a esa casa. Destrípela. Tráigame los zapatos con las marcas hexagonales en las suelas y pruebas del servicio de acompañantes. Mejor aún, tráigame el arma que acabó con la vida de Terry Cole. ¿Está claro? Bien, ya puede irse.

La mujer le miró fijamente. Por un momento, Lynley creyó que le plantaría cara. Y en ese momento supo cómo debía de haberse sentido la inspectora Barlow en el mar del Norte, cuando perseguía a un sospechoso y todas sus decisiones eran discutidas por una subordinada incapaz de guardarse sus opiniones. Havers había tenido mucha suerte de que Barlow no hubiera sido la agente en posesión de un arma en aquella lancha. Si la inspectora hubiera ido armada, la persecución habría terminado de una manera muy diferente.

Havers se levantó y dejó las fotografías del dúplex de Vi Nevin sobre la mesa.

– Una orden judicial, un registro. Un equipo de cuatro agentes. Me encargaré de ello, inspector. -Su tono era mesurado. Muy educado, respetuoso y apropiado.

Lynley prefirió ignorar lo que ocultaba.


A Martin Reeve le cosquilleaban las palmas de las manos. Hincó las uñas en ellas y empezaron a dolerle. Tricia le había apoyado cuando necesitaba deshacerse de aquel capullo de policía, pero no podía depender de que se mantuviera fiel a su historia. Si alguien le prometía más mierda cuando su provisión estuviera menguada y tuviera ganas de chutarse, diría y haría cualquier cosa. A los polis les bastaba con localizarla sola, sacarla de casa, y cantaría antes de dos horas. Y él no podía estar vigilándola todos los minutos de todos los jodidos días de sus vidas para asegurarse de que no sucediera eso.

«¿Qué quieren saber? Denme mi dosis.»

«Firme en la línea de puntos, señora Reeve, y la tendrá.»

Y todo habría acabado. Mejor dicho, él estaría acabado. De modo que tenía que fortalecer su historia.

Por una parte, podía obligar a mentir a alguien que ya conociera de primera mano las consecuencias de pedir un poco de tiempo para considerar su petición, no digamos ya de negarse. Por otra, podía exigir la verdad a otra persona, que al tomar su solicitud como una señal de debilidad quizá viera una oportunidad de arrancar a Reeve algo de lo que había acumulado durante toda su vida adulta. En el primer caso terminaría debiendo un favor, lo cual equivalía a ceder las riendas de su vida a otra persona. En el segundo, parecería un maricón al que podían dar por el culo sin temor a represalias.

La situación era un callejón sin salida. Atrapado entre una roca y un peñasco, Martin deseaba encontrar suficiente dinamita para abrirse paso, reduciendo al mínimo los daños ocasionados por las piedras al desmoronarse.

Fue a Fulham. Todos sus problemas actuales tenían su génesis allí, y allí era donde pensaba encontrar la solución.

Entró en el edificio de Rostrevor Road de la manera más fácil: tocó todos los timbres en rápida sucesión y esperó al idiota que abriría la puerta sin pedirle que se identificara por el interfono.

Subió corriendo la escalera, pero se detuvo en el rellano. Había un letrero pegado en la puerta del dúplex: «Policía científica. No Pasar.»

– Mierda -dijo Martin.

Oyó de nuevo la voz lenta y suave del policía, tan clara como si estuviera en el rellano con él: «Hábleme de Vi Nevin.»

– Joder -dijo Martin. ¿Estaría muerta?

Obtuvo la respuesta cuando bajó la escalera y llamó a la puerta de los inquilinos del piso debajo del dúplex. Habían celebrado una fiesta anoche, pero no habían estado tan ocupados con sus invitados, o tan colocados, como para no tomar nota de la llegada de una ambulancia. Los paramédicos habían procurado ocultar el cuerpo envuelto en sábanas que sacaban del edificio, pero la prisa con que la habían trasladado, y la posterior aparición de lo que parecía un ejército de policías que empezaron a hacer preguntas por todo el edificio, sugería que había sido víctima de un crimen.

– ¿Muerta? -Martin agarró del brazo al joven que se disponía a volver a entrar en el piso para continuar durmiendo, ocupación que la aparición de Martin había interrumpido-. Espere. Maldita sea. ¿Estaba muerta?

– No iba en una bolsa de cadáveres -fue la indiferente respuesta-. Pero igual la palmó durante la noche en el hospital.

Martin maldijo su suerte, y de vuelta en el coche sacó su plano de Londres. El hospital más cercano era el de Chelsea y Westminster, en Fulham Road, al cual se dirigió enseguida. Si había muerto, estaba acabado.

La enfermera de urgencias le informó que la señorita Nevin había sido trasladada. ¿Era pariente de ella?

Un viejo amigo, dijo Martin. Había ido a su casa y descubierto que había sufrido un accidente… algún problema… Si podía ver a Vi y comprobar que estaba bien… para poder tranquilizar a sus amigos mutuos y familiares… Tendría que haberse afeitado, pensó. Tendría que haberse puesto la chaqueta de Armani. Tendría que haberse preparado para otra eventualidad que no fuera llamar a una puerta, entrar y obtener cooperación por la fuerza.

La señorita Schubert -era el nombre que exhibía la placa de identificación- le miró con la indisimulada hostilidad de los que trabajan demasiado y cobran poco. Martin no pasó por alto el hecho de que descolgó el teléfono en cuanto se encaminó hacia los ascensores.

Por lo tanto, estaba preparado para ver a un policía de guardia ante la puerta cerrada de la habitación de Vi Nevin. Sin embargo, no estaba preparado para la aparición de la arpía de pelo naranja, vestida con un traje pantalón arrugado, que estaba sentada al lado del policía. La mujer se puso en pie de un salto y se abalanzó sobre Martin en cuanto le vio.

– ¡Es él, es él, es él! -chilló. Atacó a Martin como un halcón hambriento a un conejo y hundió sus garras en la pechera de su camisa-. ¡Te mataré! Bastardo. ¡Bastardo!

Le empujó contra la pared y le embistió con la cabeza. La cabeza de Martin golpeó contra el borde de un tablón de anuncios. Su mandíbula se cerró de golpe. Los dientes mordieron la lengua y él probó el sabor de la sangre. La muy bruja arrancó los botones de su camisa y buscó su garganta, pero el policía consiguió sujetarla. A continuación se puso a chillar.

– ¡Deténgale! ¡Es él! ¡Deténgale! ¡Deténgale!

El agente pidió a Martin su identificación y logró dispersar a una pequeña multitud que se había congregado en el extremo del pasillo, por lo cual Martin se sintió agradecido.

Con la mujer inmovilizada a una distancia prudencial, Martin pudo reconocerla por fin. Era el color del pelo lo que le había desorientado. Cuando se habían conocido, cuando ella acudió por primera y última vez a MKR para entrevistarse con él, lo llevaba negro. Por lo demás, no había cambiado. Aún esquelética, aún de piel cetrina, con los dientes en muy mal estado, aliento todavía peor, y el olor corporal de tres días sin lavarse el chocho.

– Shelly Platt -dijo.

– ¡Tú lo hiciste! ¡Intentaste asesinarla!

Martin se preguntó si era posible que el día empeorara aún más. Obtuvo la respuesta un momento después. El agente estudió su identificación, sin dejar de sujetar a Shelly.

– Señorita, por favor, cada cosa a su tiempo -dijo, y se la llevó hasta la sala de las enfermeras para llamar por teléfono.

– Escuche -le dijo Martin-, solo quiero saber si la señorita Nevin se encuentra bien. Hablé con alguien de urgencias. Me dijeron que la habían trasladado aquí.

– ¡Quiere matarla! -gritó Shelly.

– No seas idiota -replicó Martin-. Si pensara matarla no me presentaría a plena luz del día y entregaría mi carnet de identidad. ¿Qué coño ha pasado?

– ¡Como si no lo supieras!

– Necesito hablar con ella -dijo al agente cuando le devolvió el carnet y se negó a dejarle pasar-. No tardaré ni cinco minutos.

– Lo siento -fue la respuesta.

– Escuche, creo que no me entiende. Se trata de un asunto urgente y…

– ¿No va a detenerle? -preguntó Shelly-. ¿Qué más ha de hacer para que le metan en chirona?

– ¿Quiere hacer el favor de obligarla a callar para que le explique…?

– Órdenes son órdenes -dijo el agente, y aflojó su presa sobre Shelly Platt un poco, con el fin de indicar a Martin que lo mejor era esfumarse.

Martin se esfumó con la mayor elegancia posible, considerando que el marimacho del pelo naranja había montado tal escándalo que le había convertido en blanco de todas las miradas. Volvió al Jaguar, entró y conectó el aire acondicionado a la máxima potencia y dirigido a su cara.

Mierda, pensó. Joder, coño, mierda. Tenía pocas dudas de a quién había llamado el agente, de modo que ya podía prepararse para otra visita de la poli. Pensó en cómo iba a explicar su aparición en el hospital de Chelsea y Westminster. «Obtener corroboración para mi historia de anoche» no parecía muy creíble, teniendo en cuenta de quién intentaba obtenerla.

Salió a toda velocidad del aparcamiento. Cuando llegó a Fulham Road, bajó la visera y utilizó el espejo para examinar los daños que Shelly Platt le había infligido. Jesús, era una gata salvaje. Había conseguido hacerle sangrar cuando le desgarró la camisa. Lo mejor sería ponerse la vacuna del tétanos cuanto antes.

Subió por Finborough Road, camino de su casa, y pensó en las opciones que se abrían ante él. Daba la impresión de que no conseguiría acercarse a Vi Nevin durante un tiempo, y como el guardia de la puerta había telefoneado sin duda al gilipollas que había aparecido en Lansdowne Road en plena noche, también daba la impresión de que nunca lograría acercarse a ella. Al menos, mientras la poli estuviera investigando el asesinato de la Maiden, y tal vez tardarían meses. Tenía que pensar en otro plan para obtener la corroboración de su coartada, y descubrió que su mente saltaba de una idea a otra.

En el lado de Exhibition Hall de la estación de Earl's Court paró en un semáforo. Disuadió a un golfillo que quería lavarle el parabrisas por cincuenta peniques, y observó a una puta que estaba negociando con un cliente en potencia junto a la entrada del metro. Efectuó una evaluación instantánea de la mujer al observar su falda casi inexistente de licra magenta, su blusa de poliéster negra de escote vertiginoso y absurdos volantes, sus zapatos de tacón afilado y sus medias de malla. Era una vulgar pajillera, decidió. Veinticinco libras si el tío iba muy salido. No más de diez si ella y su adicción a la coca hacían la calle juntas.

El semáforo cambió, y mientras se alejaba su rencor hacia la policía no hizo más que aumentar. Estaba haciendo a toda la jodida ciudad un favor del copón, decidió, y nadie, mucho menos la poli, parecía darse cuenta o agradecer el detalle. Sus chicas no trotaban por las calles haciendo tratos con los clientes, y no contaminaban el paisaje vestidas como el sueño húmedo de un adolescente. Eran refinadas, educadas, atractivas y discretas, y si aceptaban dinero por echar uno o dos polvos, y si le pasaban un porcentaje a él, ¿quién facilitaba que estuvieran en compañía de hombres ricos y triunfadores, ansiosos por recompensarlas generosamente por sus servicios? ¿A quién coño perjudicaba? A nadie. El meollo de la cuestión residía en que el sexo ocupaba un lugar en la vida de los hombres que no era el mismo en las mujeres. Para los hombres era un acto de afirmación, fundamental y necesario para su identidad. Sus esposas se cansaban del sexo o terminaban aburridas de él, pero los hombres no. Y si alguien estaba dispuesto a proporcionar a esos hombres acceso a mujeres que recibían de buen grado sus atenciones, mujeres dispuestas a transformar sus cuerpos en cera blanda y moldeable, en cuyo interior depositaban aquellos hombres sus jugos, aparte de dejar la impresión indeleble de sus caracteres, ¿por qué no podía intercambiarse dinero a cambio de ese servicio? ¿Por qué no podían permitir que alguien como él, con su talento organizativo y su visión a la hora de reclutar mujeres excepcionales para la diversión de hombres excepcionales, viviera de dicha actividad?

Si las leyes hubieran sido escritas por visionarios como él, y no por un grupo de capullos frígidos más preocupados por adular a la opinión pública que por ser mínimamente realistas sobre las actividades en que participaban adultos conscientes, pensó Martin, no se encontraría en esta situación. No estaría buscando a alguien que confirmara su paradero con el fin de sacudirse de encima a la policía, porque la policía, para empezar, nunca le habría saltado encima. Y aunque se hubieran presentado en su casa, hecho preguntas y exigido respuestas, no habrían contado con nada sólido para acusarle, porque él no estaría viviendo al otro lado de la ley.

¿Qué clase de país era este, en que la prostitución era legal pero vivir de ella no? ¿Qué era la prostitución, sino un medio de vida? ¿A quién coño intentaban engañar cuando pretendían regularla desde Westminster, cuando las tres cuartas partes de los hipócritas que plantaban sus culos en los escaños de cuero follaban a destajo con cualquier secretaria, estudiante o funcionaría del Parlamento que les resultara mínimamente apetecible?

Joder, toda la situación le daba ganas de emprenderla a puñetazos con las paredes. Cuanto más pensaba en ello, más se irritaba. Y cuanto más se irritaba, más se concentraba en la causa de todos sus problemas actuales. Olvídate de la Maiden y la Nevin, se dijo. Al fin y al cabo, ya han recibido lo suyo. No habían sido las que habían vomitado sus miserables tripas a la poli. Aún debía encargarse de Tricia.

Dedicó el resto del recorrido a pensar en la mejor forma de hacerlo. Su conclusión no fue agradable, pero ¿qué había de agradable en que una figura notable de la escena social perdiera a su mujer por culpa de la heroína, pese a sus esfuerzos por salvarla de sí misma, protegerla del rechazo de su familia y de la censura de una opinión pública implacable?

Notó que su humor cambiaba. Sonrió y empezó a tararear por lo bajo. Se desvió de Lansdowne Walk a Lansdowne Road.

Y entonces los vio.

Cuatro hombres estaban subiendo los peldaños que conducían a su casa, proclamando a los cuatro vientos policías de paisano. Eran corpulentos, altos y entrenados para tiranizar. Parecían gorilas disfrazados.

Martin aceleró. Giró en el camino de acceso y dejó un rastro de neumáticos en el punto donde efectuó el giro. Salió del Jaguar y subió los escalones antes de que hubieran podido llamar al timbre.

– ¿Qué quieren? -preguntó.

Gorila Uno extrajo un sobre blanco del bolsillo de una chaqueta de cuero.

– Orden de registro -dijo.

– ¿De registro de qué?

– ¿Va a abrir la puerta o la derribamos?

– Voy a telefonear a mi abogado.

Martin se abrió paso a codazos y abrió la puerta con su llave.

– Como quiera -dijo Gorila Dos.

Le siguieron al interior. Gorila Uno dio instrucciones, mientras Martin se precipitaba al teléfono. Dos de los policías le pisaron los talones hasta su despacho. Los otros dos subieron la escalera. Mierda, pensó.

– ¡Eh! -gritó-. ¡Mi mujer está ahí arriba!

– Le dirán hola -dijo Gorila Uno.

Mientras Martin tecleaba frenéticamente el número, Uno empezó a sacar libros de los estantes, y Dos se encaminó hacia el archivador.

– Quiero que salgan de aquí, mamones -rugió Martin.

– Ya lo supongo -dijo Dos.

– Todos queremos algo -añadió Uno con una sonrisa.

En el piso de arriba, una puerta golpeó contra una pared. Voces ahogadas acompañaron al ruido de muebles que eran apartados en una habitación. En el despacho de Martin, los policías llevaron a cabo el registro con un mínimo de esfuerzo y un máximo de desorden: tiraron libros al suelo, descolgaron cuadros y vaciaron el archivador en el que Martin guardaba escrupulosos registros del servicio de acompañantes. Gorila Dos se agachó y empezó a pasar las páginas, con dedos gruesos como puros.

– Mierda -siseó Martin, con el auricular pegado al oído. ¿Dónde estaba el mamón de Polmanteer?

El teléfono de su abogado sonó cuatro veces. El contestador automático se conectó. Martin maldijo, colgó y probó el móvil del abogado. ¿Dónde estaría en domingo, por el amor de Dios? No era posible que aquel asqueroso bastardo hubiera ido a la iglesia.

El móvil no cosechó mejores resultados. Colgó el auricular con furia y buscó en su escritorio la tarjeta del abogado. Gorila Dos le empujó a un lado.

– Lo siento, señor -dijo-. No puedo permitir que saque…

– ¡No estoy sacando una mierda! Quiero encontrar el busca de mi abogado.

– No lo guardaría en su escritorio, ¿verdad? -preguntó Uno desde los estantes, donde continuaba su trabajo. Los libros seguían cayendo al suelo.

– Ya sabe a qué me refiero -dijo Martin a Dos-. Quiero el número de su busca. Está en una tarjeta. Conozco mis derechos. Apártese, o no me haré responsable…

– ¿Qué pasa, Martin? ¿Qué está pasando? Hay unos hombres en nuestro dormitorio, han vaciado el ropero y… ¿Qué está pasando?

Martin giró en redondo. Tricia estaba en la puerta, sin duchar, sin vestir y sin maquillar. Parecía una de aquellas sintecho que se sentaban sobre sus sacos de dormir y mendigaban dinero en el metro de Hyde Park Corner. Parecía lo que era: una colgada.

Sus manos empezaron a cosquillearle de nuevo. Hincó las uñas en las palmas una vez más. Tricia había sido la única causa de sus dificultades durante los últimos veinte años. Y ahora era la causa de su ruina.

– Maldita furcia de mierda -dijo-. ¡Tu puta madre! -Atravesó la habitación de una zancada. La agarró del pelo y consiguió golpearle la cabeza contra la jamba de la puerta antes de que los policías le sujetaran-. ¡Zorra estúpida! -gritó mientras se lo llevaban a rastras-. De acuerdo -dijo a los agentes-. De acuerdo -repitió mientras intentaba zafarse de ellos-. Llamen al capullo de su jefe. Díganle que estoy dispuesto a negociar.

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