19

Peter Hanken acababa de llegar a su despacho después de su conversación con Will Upman, cuando se enteró de que un niño de diez años llamado Theodore Webster, que jugaba al escondite en la carretera de Peak Forest a Lane Head, había encontrado un cuchillo en un contenedor de gravilla. Era una navaja de buen tamaño, repleta de hojas y con el tipo de complementos variados que la hacían indispensable en el equipo de todo acampador o excursionista experimentado. Tal vez el niño la habría conservado secretamente para su propio uso y disfrute, había informado el padre, si no le hubiera resultado imposible sacar las hojas de su alojamiento sin la ayuda de alguien. Debido a este hecho, había enseñado el cuchillo a su padre, pensando que unas gotas de aceite resolverían el problema. Pero su padre había visto sangre reseca en la navaja, y recordado la historia de los asesinatos de Calder Moor, que habían ocupado la portada del High Peak Courier. Había telefoneado a la policía en el acto. Tal vez no era el cuchillo utilizado en esos crímenes, dijo a Hanken la mujer policía que había recibido la llamada, pero quizá al inspector le gustaría echarle un vistazo antes de que se la llevaran al laboratorio. Hanken contestó por el móvil que él mismo llevaría el cuchillo al laboratorio, después de examinarlo, de modo que se dirigió al norte por la A623 y se desvió al sudeste en Sparrowpit. Esta carretera atravesaba Calder Moor y corría en un ángulo de cuarenta y cinco grados en relación a su borde noroeste, definido por la carretera junto a la cual había dejado aparcado su coche la Maiden.

Al llegar al lugar, Hanken examinó el contenedor de gravilla donde había sido encontrada el arma. Tomó nota del hecho de que el asesino, tras haber depositado el cuchillo en el cubo, podría haber continuado hasta un cruce que no distaba ni ocho kilómetros, donde habría podido desviarse hacia el este y luego al norte, en dirección a Padley Gorge, o al sur hacia Bakewell y Broughton Manor, que se hallaba a unos tres kilómetros. Una vez confirmó estos datos con un veloz vistazo al plano, fue a examinar el cuchillo en la cocina de la granja Webster.

Era una auténtica navaja suiza, y ahora estaba dentro de una bolsa de pruebas, a su lado en el coche. El laboratorio efectuaría los análisis correspondientes para verificar que la sangre incrustada en las dos hojas era de Terry Cole, pero antes de esos análisis, una identificación menos científica podría proporcionar a los investigadores una valiosa información.

Hanken encontró a Andy Maiden al final del camino que subía hasta el hostal. El ex agente del SO10 estaba instalando un nuevo letrero con la ayuda de una carretilla, una pala, una pequeña mezcladora de cemento, cierta extensión de cable eléctrico y un impresionante juego de proyectores. Ya había quitado el viejo letrero, abandonado bajo un limero. El nuevo (en todo su esplendor, tallado y pintado a mano) esperaba ser montado sobre un robusto poste de roble y hierro forjado.

Hanken aparcó junto al camino y estudió a Maiden, que trabajaba con un feroz derroche de energías, como si tuviera que colocar el letrero en un tiempo récord. Estaba sudando copiosamente. Su forma física era notable, y Hanken observó que parecía poseer el vigor y la fortaleza de un muchacho de veinte años.

– Señor Maiden -llamó cuando abrió la puerta-. ¿Podemos hablar un momento, por favor? -Como no hubo reacción, habló en voz más alta-. ¿Señor Maiden?

Maiden se volvió con lentitud. Hanken se quedó impresionado por lo que la expresión de su cara revelaba sobre su estado mental. Si el cuerpo del hombre habría podido pertenecer a un joven, el rostro era el de un anciano. Parecía que lo único que le impulsaba a continuar adelante era la pura fuerza física, desprovista de reflexión. Si le pedían que hiciera otra cosa que sudar y trabajar, el caparazón del hombre en que se había convertido estallaría en mil pedazos, como golpeado por un martillo.

Hanken experimentó una doble reacción al ver al ex agente del SO10: una inmediata oleada de compasión, sustituida casi con igual rapidez por el recuerdo de un detalle importante. Como topo, Andy Maiden sabía interpretar un papel.

Hanken guardó la bolsa de pruebas en el bolsillo de la chaqueta y se reunió con Andy Maiden. Este le miró, inexpresivo, mientras se acercaba.

Hanken señaló el nuevo letrero y admiró la maestría artesanal de su fabricación.

– Es más bonito que el letrero de la carretera de Cavendish, diría yo.

– Gracias.

Pero Maiden no había pasado años en la Policía Metropolitana para pensar que el inspector a cargo de la investigación del asesinato de su hija había venido para hablar del cartel. Arrojó una palada de cemento al hoyo que había cavado y hundió la pala en la tierra cercana.

– Nos trae noticias -dijo, y dio la impresión de que intentaba leer en la cara de Hanken la respuesta antes de oírla.

– Han encontrado una navaja.

Hanken le resumió la historia de cómo la navaja había acabado en manos de la policía.

– Querrá que le eche un vistazo -dijo Maiden, siempre un paso por delante de él.

Hanken sacó la bolsa de plástico y la sostuvo. Maiden no pidió que se la entregara. Se la quedó mirando como si la sangre que la manchaba pudiera proporcionarle una respuesta a preguntas que aún no se atrevía a formular.

– Dijo que usted le había dado su propia navaja -le recordó Hanken-. ¿Podría ser esta? -Maiden asintió-. ¿Hay algo que distinga la navaja que le dio de otras del mismo tipo?

– ¿Andy? -La voz de una mujer se fue acercando a medida que esta bajaba desde el hostal, caminando entre los árboles-. Andy, cariño, te he traído un poco… -Nan Maiden enmudeció cuando vio a Hanken-. Perdone, inspector. No sabía que estuviera… Andy, te be traído un poco de agua. El calor, ya sabes. La Pellegrino te sienta bien, ¿verdad? -Entregó el agua a su marido y se masajeó las sienes-. No estás haciendo demasiado esfuerzo, ¿verdad?

Su marido se encogió de hombros.

Hanken sintió un escalofrío en la nuca. Paseó la vista entre marido y mujer, analizó el momento que acababa de pasar entre ellos, y supo que se estaba acercando a marchas forzadas el momento de hacer la pregunta que aún nadie se había atrevido a verbalizar.

– En cuanto a algo que pudiera diferenciar la navaja que entregó a su hija de otras navajas suizas similares… -dijo, después de saludar con la cabeza a la mujer de Maiden.

– Una de las hojas de las tijeras se rompió hace unos años. Nunca la sustituí -dijo Maiden.

– ¿Algo más?

– No que yo recuerde.

– Después de darle la navaja, tal vez esta, ¿se compró otra?

– Tengo otra, sí. Más pequeña y menos pesada.

– ¿La lleva encima?

Maiden introdujo la mano en el bolsillo de sus tejanos cortados. Sacó otro modelo de navaja suiza y lo entregó al inspector. Hanken lo examinó y utilizó el pulgar para abrir la hoja más larga. Su longitud era de unos cinco centímetros.

– Inspector-dijo Nan Maiden-, no entiendo qué tiene que ver la navaja de Andy con nada. -Y agregó sin esperar respuesta-. Aún no has comido, cariño. ¿Te traigo un bocadillo?

Pero Andy Maiden estaba mirando a Hanken, que medía todas las hojas de la navaja. Hanken notó los ojos del ex agente fijos en él. Intuyó la intención de la mirada clavada en sus dedos.

– Andy -dijo Nan Maiden-. ¿Puedo traerte…?

– No.

– Pero has de comer algo. No puedes seguir…

– No.

Hanken alzó la vista. La navaja de Maiden era demasiado pequeña para ser el arma homicida. Pero eso no evitaba formular la subsiguiente pregunta. Ambos lo sabían. Al fin y al cabo, Maiden había admitido haber ayudado a su hija el martes a cargar los útiles de acampada en el coche. Y él le había dado la navaja, sobre cuya desaparición había llamado la atención con posterioridad.

– Señor Maiden -dijo-, ¿dónde estaba usted el martes por la noche?

– Esa pregunta es monstruosa -musitó Nan Maiden.

– Supongo que sí -admitió Hanken-. ¿Señor Maiden?

Maiden miró en dirección al hostal, como si lo que fuera a decir necesitara la corroboración del hostal.

– El martes por la noche padecí molestias en los ojos. Subí temprano porque tenía visión de túnel. Me asusté, así que me acosté a ver si mejoraba.

¿Visión de túnel?, se preguntó Hanken. Era una coartada más vieja que el tebeo. A juzgar por su expresión, Maiden dedujo los pensamientos de Hanken.

– Sucedió durante la cena, inspector -explicó-. No se pueden mezclar bebidas o servir cenas si el campo de visión se te reduce al tamaño de una moneda.

– Es la verdad -afirmó Nan-. Subió a su cuarto a descansar.

– ¿A qué hora fue?

La mujer de Maiden contestó por él.

– El primero de nuestros huéspedes había acabado los entrantes, de modo que Andy debió de marcharse alrededor de las siete y media.

Hanken miró a Maiden para que lo confirmara, pero este frunció el entrecejo como si estuviera manteniendo un complicado diálogo consigo mismo.

– ¿Cuánto rato estuvo en su habitación?

– El resto de la noche -dijo Maiden.

– La visión no mejoró. ¿Fue así?

– Fue así.

– ¿Le ha visto algún médico? Me parece un problema que podría causar verdaderas preocupaciones.

– Andy ha tenido diversas dificultades por el estilo -dijo Nan-. Vienen y se van. Cuando descansa se pone bien. Eso fue lo que hizo el martes por la noche. Descansar. Por culpa de la vista.

– No obstante, creo que debería consultarlo con un médico. Podría degenerar en algo peor. Yo temería un ataque inminente. En cuanto tuviera los primeros síntomas, llamaría a una ambulancia.

– Ya hemos pasado antes por esto. Sabemos lo que hay que hacer -insistió Nan Maiden.

– ¿Por ejemplo? -preguntó Hanken-. ¿Aplicar compresas de hielo? ¿Acupuntura? ¿Masaje corporal completo? ¿Media docena de aspirinas? ¿Qué hace cuando parece que a su marido le va a dar un ataque?

– No es un ataque.

– Así que le dejó solo para que descansara, ¿verdad? Desde las siete y media de la noche hasta… ¿qué hora debió de ser, señora Maiden?

El cuidado con que la pareja evitó mirarse fue tan obvio como si se hubieran puesto de acuerdo.

– Claro que no dejé solo a Andy, inspector -dijo Nan-. Subí a verle dos veces. Tres, tal vez. Durante la noche.

– ¿Y a qué horas subió a verle?

– No tengo ni idea. A las nueve, probablemente. Después, a eso de las once. -Cuando Hanken miró a Maiden, continuó hablando-. Es inútil que pregunte a Andy. Se durmió, y yo no le desperté. Pero estuvo en su cuarto, y allí se quedó toda la noche. Espero que sea solo eso lo que desea preguntar al respecto, inspector Hanken, porque la sola idea… solo pensar que… -Sus ojos brillaron cuando miró a su marido. El hombre desvió la vista en dirección a la garganta en forma de U, cuyo extremo sur podía verse en el punto donde la carretera torcía hacia el norte-. Espero que sea todo cuanto quiere preguntar -insistió con serena dignidad.

– ¿Tenían idea de qué quería hacer su hija una vez regresara a Londres después de pasar el verano en Derbyshire? -preguntó Hanken.

Maiden le miró sin pestañear, aunque su mujer apartó la vista.

– No -contestó-. No lo sé.

– ¿Está seguro? ¿No quiere añadir nada más? ¿Nada que quiera explicar?

– Nada -dijo Maiden, y se volvió hacia su mujer-. ¿Y tú, Nancy?

– Nada.

Hanken hizo un ademán con la bolsa de pruebas.

– Ya conoce la rutina, señor Maiden. En cuanto recibamos el informe detallado del forense, es muy probable que tengamos que hablar otra vez.

– Lo sé -dijo Andy Maiden-. Haga su trabajo, inspector. Hágalo bien. Es todo lo que pido.

Pero no miró a su mujer.

A Hanken se le antojaron dos desconocidos en un andén de ferrocarril, relacionados de alguna manera con un huésped que se marchaba y al que ninguno de los dos admitía conocer.


Nan Maiden siguió al inspector con la mirada. Sin darse cuenta empezó a mordisquearse lo que quedaba de las uñas de su mano derecha. A su lado, Andy dejó la botella de Pellegrino en una depresión que su tacón había horadado en la tierra blanda que rodeaba el hoyo lleno de cemento. Odiaba la Pellegrino. Detestaba todas las aguas que se jactaban de ofrecer más beneficios que el agua de su propio pozo. Ella lo sabía. Pero cuando había mirado desde el rellano del primer piso, cuando vio a través de los árboles el coche que frenaba junto al camino y vio bajar al inspector Hanken, una botella de agua fue la única excusa que se le ocurrió para bajar a toda prisa con el fin de interceptarle. Se agachó para coger la botella y limpió la tierra adherida como sarna a la condensación que perlaba el plástico.

Andy fue a buscar el poste de roble y hierro forjado del cual colgaría el nuevo letrero de Maiden Hall. Lo hundió en el suelo y lo sujetó con cuatro robustos maderos. Distribuyó el resto del cemento alrededor.

¿Cuándo hablaremos?, se preguntó Nan. ¿Cuándo se podrá verbalizar lo peor? Intentó convencerse de que sus treinta y siete años de matrimonio hacían la conversación innecesaria entre ambos, pero sabía que no era cierto. Solo en los días dichosos del cortejo, el compromiso y la luna de miel bastaba una mirada, una caricia o una sonrisa entre hombre y mujer. Y se hallaban a décadas de distancia de aquellos días dichosos. Más de treinta años y una muerte devastadora les separaban de aquella época en que las palabras eran secundarias para el conocimiento de la persona amada, tan inmediato y natural como respirar.

Andy, en silencio, aplanó el cemento alrededor del poste. Rascó los restos de la mezcla, hasta que no quedó nada en el cubo. A continuación, dedicó su atención a los reflectores. Nan estrujó la botella de Pellegrino contra el pecho y dio media vuelta para subir al hostal.

– ¿Por qué dijiste eso? -preguntó su marido.

Ella se volvió.

– ¿El qué?

– Ya lo sabes. ¿Por qué dijiste que habías subido a verme, Nancy?

Ella notó la botella pegajosa contra su palma, y dura contra su pecho.

– Es que subí a verte -contestó.

– No. Los dos lo sabemos.

– Sí que lo hice, cariño. Estabas dormido. Debiste amodorrarte. Eché un rápido vistazo desde la puerta y volví a trabajar. No me sorprende que no me oyeras.

Andy estaba inmóvil, con los proyectores en las manos. Nan deseó envolver su cuerpo con un manto protector que ahuyentara los demonios y aplacara la desesperación. Pero se quedó quieta, a pocos metros de él, sujetando una botella de Pellegrino que él no deseaba y que nunca bebería, como ambos bien sabían.

– Ella es el porqué -dijo él en voz baja-. Todo viaje en la vida llega a su fin, pero si tienes suerte hallarás un nuevo comienzo durante el trayecto. Nick es el porqué. ¿Lo comprendes, Nancy?

Sus miradas se encontraron un momento. Los ojos de Andy, que ella había estudiado durante treinta y siete años de amor y frustración, de risas y miedo, de placer y angustia, le hablaban de un mensaje tan inconfundible como incomprensible. Nancy tembló a causa de un escalofrío de miedo, convencida de que no podía permitirse el lujo de comprender nada de lo que el hombre al que amaba intentara explicarle a partir de aquel momento.

– He de hacer algo en el hostal -dijo.

Empezó a subir la ladera entre los limeros. Sintió el aire frío de las sombras, como si las hojas de los árboles lo estuvieran desprendiendo al igual que gotas de lluvia. Primero tocó sus mejillas, después se deslizó hasta sus hombros, y el movimiento del frío sobre su piel la impulsó a volverse hacia su marido para hacer una última pregunta.

– Andy -dijo con voz normal-. ¿Me oyes desde aquí?

El hombre no contestó ni levantó la vista. No hizo nada, salvo situar el primer proyector bajo el poste que sujetaría el nuevo letrero de Maiden Hall.

– Oh, Dios -susurró Nancy. Dio media vuelta y continuó subiendo.


Después de la conversación sostenida con su tío Jeremy el día anterior, Samantha había procurado evitarle. Le había visto durante el desayuno y la comida, por supuesto, pero había esquivado el contacto visual y la conversación con él, y en cuanto terminó de comer recogió su plato y salió de la habitación.

Estaba en el patio más antiguo, dispuesta a limpiar lo que parecían cincuenta años de mugre de las ventanas que aún conservaban los vidrios, cuando reparó en su primo. Estaba sentado ante el escritorio de su despacho, al otro lado de los guijarros donde ella estaba desenrollando una manguera. Se detuvo para observarle y admirar la forma en que la luz otoñal incidía sobre la ventana abierta del despacho y teñía su cabeza con un tono dorado rojizo. Vio que se masajeaba las arrugas de la frente, y eso le reveló la tarea en que estaba enfrascado, aunque no el motivo.

Era muy bueno con los números, por lo tanto estaba revisando los libros de cuentas, como cada semana, con el fin de evaluar los ingresos, bienes e inversiones de la propiedad familiar. Pasaba revista a todo: lo que ingresaba por la venta de cachorros y lo que gastaba en el mantenimiento de la perrera; lo que ingresaba de los alquileres devengados en la propiedad y lo que se destinaba de los beneficios a la conservación de todas las granjas; los ingresos procedentes de las fiestas y torneos celebrados en Broughton Manor y los gastos derivados de la utilización de la propiedad por terceros; los intereses de los capitales invertidos y la parte de dicho capital que era menester sacrificar cuando los gastos del mes superaban a los beneficios.

Cuando hubiera terminado con eso, examinaría los libros en los que registraba meticulosamente cada libra gastada en la renovación de Broughton Manor, y después refrescaría su memoria acerca de las deudas que también formaban parte del Cuadro Económico de la Familia Britton. Cuando terminara, se habría hecho una idea cabal del estado de las cosas, y trazaría los planes pertinentes para la semana siguiente.

A Samantha no le sorprendió verle examinando los libros, pero sí que lo hiciera por segunda vez en cuatro días.

Vio que se mesaba el cabello. Tecleó cifras en una anticuada calculadora y Samantha oyó el sonido del aparato al sumar. Cuando tuvo la respuesta, Julian cortó el papel y lo examinó. Después lo arrugó y tiró a la papelera. Volvió a los libros.

Samantha se sintió conmovida. Se preguntó si existía algún hombre tan responsable como Julian. Un hijo menos consciente de la historia familiar y de su deber personal habría huido de aquel hogar ancestral de pesadilla mucho tiempo antes. Un hijo menos afectuoso habría dejado que su padre se precipitara al delirium tremens, la cirrosis hepática y una tumba prematura. Pero su primo Julian no era ese tipo de hijo. Sentía los lazos de sangre y las obligaciones de su herencia. Eran cargas tremendas, pero las llevaba con elegancia. Si las hubiera abordado de otra forma, Samantha no habría llegado a quererle tanto. En su esfuerzo, había aprendido a ver un propósito definido que sintonizaba con su forma de vivir.

Estaban hechos el uno para el otro, su primo y ella. Eran parientes cercanos, y otrora otros primos habían formado alianzas que habían enriquecido a la familia.

«Formado alianzas.» Qué manera de expresarlo, pensó Samantha con ironía. Y sin embargo, ¿acaso no había sido todo mucho más sensato durante la época de la historia en que los matrimonios se habían acordado por ese motivo? No se hablaba de amor verdadero en los días de acuerdos políticos y económicos, ni de ardores, anhelos y angustias hasta que el verdadero amor hacía acto de aparición. A cambio, existían la estabilidad y la devoción que nacían de comprender lo que se esperaba de uno. Ni ilusiones ni fantasías. Solo el acuerdo de unir dos vidas en una situación en la que ambas partes tenían mucho que ganar: dinero, posición, propiedades, autoridad, protección y respetabilidad. Tal vez esta última, sobre todo. Nadie estaba completo hasta que se casaba. Y una vez casado, la unión se consolidaba mediante el coito y se legitimaba mediante la reproducción. Así de sencillo. No existían expectativas de romance, pasión y rendición. Solo la sólida seguridad de que la pareja era lo que las partes contratantes habían definido.

Muy sensato, decidió Samantha. Y en un mundo en que hombres y mujeres se emparejaban de esa forma, sabía que los representantes de Julian y de ella habrían llegado a un compromiso mucho tiempo antes.

Pero no vivían en ese mundo, sino en uno que sugería que una relación permanente no era más que un pedazo de celuloide: chico conoce chica, se enamoran, tienen problemas que se resuelven en el acto III, fundido en negro y títulos de crédito. Este mundo era enloquecedor, porque Samantha sabía que si su primo se inclinaba a creer en esa clase de amor, su suerte estaba echada. «Estoy aquí -tuvo ganas de gritar, con la manguera en la mano-: Tengo lo que necesitas. Mírame. Mírame.»

Como si hubiera oído su súplica silenciosa, Julian levantó la vista en ese momento y la sorprendió mirándole. Se inclinó y abrió por completo la ventana. Samantha cruzó el patio en su dirección.

– Estás muy serio. No he podido evitar fijarme. Me has pillado intentando pensar en una cura para tus males.

– ¿Crees que tengo futuro como falsificador? -preguntó Julian. El sol le daba en la cara y entornó los ojos-. Puede que sea la única solución.

– ¿Eso crees? -preguntó ella con desenvoltura-. ¿Ninguna rica heredera en perspectiva?

– No parece. -Julian vio que la joven observaba los documentos y libros de contabilidad esparcidos sobre su escritorio, mucho más numerosos de los que utilizaba cuando hacía las cuentas de la semana siguiente-. Intentaba averiguar cuál es nuestra situación -explicó-. Tenía la esperanza de obtener diez mil libras de… bueno, de la nada, me temo.

– ¿Por qué? -Samantha reparó en su expresión desolada y se apresuró a añadir-: ¿Alguna emergencia, Julie? ¿Algo va mal?

– Eso es lo jodido. Algo va bien. O podría ir bien. Pero solo contamos con el dinero en metálico justo para llegar a fin de mes.

– Supongo que sabes que siempre puedes pedirme… -Vaciló, pues no quería ofenderle; sabía que era un hombre tan orgulloso como responsable. Lo expresó de otra manera-: Somos de la familia, Julie. Si ha pasado algo y necesitas dinero… Ni siquiera sería un préstamo. Eres mi primo. Lo que sea.

Julian pareció horrorizarse.

– No quería que pensaras…

– Basta. No pienso nada.

– Bien. Porque no podría. Nunca.

– De acuerdo. No discutamos. Pero haz el favor de decirme qué ha pasado. Pareces muy preocupado.

Julian suspiró.

– A la mierda -dijo, y con un veloz movimiento trepó sobre el escritorio y saltó por la ventana para reunirse con su prima en el patio-. ¿Qué estabas haciendo? Ah, las ventanas. Entiendo. ¿Tienes idea de cuánto hace que no se lavan, Samantha?

– ¿Desde que Eduardo renunció a todo por Wallis? [13] Menudo idiota.

– No está mal.

– ¿El qué? ¿Que lo haya adivinado o que renunciara a todo?

Julian sonrió, resignado.

– En este momento no estoy seguro.

Samantha no dijo lo primero que le vino a la cabeza: que una semana atrás no hubiera contestado de aquella manera. Se limitó a reflexionar sobre las implicaciones de su respuesta.

Se acercaron a las ventanas como buenos compañeros. Los viejos cristales estaban emplomados con excesiva fragilidad para dirigir el chorro de la manguera contra ellos, de modo que debieron limitarse a la penosa tarea de eliminar la suciedad con trapos mojados, atacando los cristales de uno en uno.

– Nos haremos viejos aquí -dijo Julian malhumorado, después de diez minutos de limpiar en silencio.

– No me extrañaría -contestó Samantha. Quiso preguntarle si quería quedarse con ella hasta entonces, pero se abstuvo. Julian estaba pensando en algo serio, y quería saber qué era, aunque solo fuera para demostrarle que todos los aspectos de su vida la preocupaban. Buscó una forma de averiguarlo-. Julie, me sabe muy mal que estés tan preocupado. Además de lo otro. No puedo hacer nada por… bien… -Descubrió que ni siquiera podía pronunciar el nombre de Nicola Maiden. Y menos delante de Julian-. Por lo que ha sucedido estos últimos días -fue su elección-. Pero si hay algo en que pueda ayudarte…

– Lo siento -contestó su primo.

– Es lógico. No podía ser de otra manera.

– Quiero decir que siento lo que te dije… mi reacción… cuando te interrogué sobre aquella noche. Ya sabes.

Samantha dedicó su atención a un vidrio incrustado de guano, producto de un siglo de nidos de aves encajados en una grieta más arriba.

– Estabas trastornado.

– No era necesario acusarte de… de lo que fuera.

– ¿De asesinar a la mujer que amabas, quieres decir?

Le miró. El tono rubicundo de su tez se había intensificado.

– A veces tengo la impresión de que no puedo controlar las voces que hablan en mi cabeza. Empiezo a hablar, y sale lo que las voces han estado gritando. No tiene nada que ver con lo que creo. Lo siento.

Samantha quiso decir «Pero ella no era buena para ti, Julie. ¿Por qué nunca te diste cuenta de que no era buena para ti? ¿Y cuándo comprenderás lo que su muerte puede significar? Para ti y para mí. Para nosotros, Julie». Pero no lo dijo, porque en ese caso revelaría lo que no podía permitirse (ni siquiera soportar) revelar.

– Aceptado -dijo en cambio.

– Gracias, Samantha. Eres un gran apoyo.

– Y van dos.

– Quiero decir…

Ella le sonrió.

– No pasa nada. Te entiendo. Pásame la manguera. Ahora conviene mojarlas.

Solo aplicaron un hilo de agua a las viejas ventanas. Un poco más potente, y los cristales hubieran fenecido. En un futuro próximo sería necesario sustituir el plomo, o lo que quedaba de las ventanas resultaría destruido por completo. Pero eso era una conversación para otro momento. Con sus actuales preocupaciones monetarias, Julian no necesitaba más prescripciones de Samantha para salvar otra parte del hogar familiar.

– Es papá -dijo Julian.

– ¿Qué?

– Lo que me preocupa, el motivo de que haya repasado los libros. Es papá. -Explicó sus deseos-. Tantos años esperando que lo deje…

– Todos hemos esperado.

– … y ahora que se decide intento encontrar una forma de aprovechar el momento antes de que se arrepienta. Sé de qué va la cosa. He leído lo bastante para saber que ha de hacerlo por sí mismo. Ha de desearlo. Si le hubieras visto y oído hablar… Creo que no ha bebido en todo el día, Samantha.

– ¿No? Bien, supongo que no. -Pensó en su tío la noche anterior, cuando no arrastraba las palabras y le había arrancado una admisión que deseaba negar. Experimentó una repentina tranquilidad, y supo que ella también podía aprovechar el momento, utilizarlo y manipularlo, o dejar que pasara-. Quizá esta vez lo desee de veras, Julie -dijo con cautela-. Se está haciendo viejo. Se enfrenta a su… bien, a su mortalidad. -A su mortalidad, pensó, no a su muerte. No quería utilizar esa palabra, porque era crucial mantener un delicado equilibrio en la conversación-. Supongo que todo el mundo ha de enfrentarse cara a cara con… bien, con la certeza de que nada dura eternamente. Quizá se sienta más viejo de repente y quiera curarse antes de que sea demasiado tarde.

– Es eso, justamente -dijo Julian-. ¿Aún no es demasiado tarde? ¿Cómo va a hacerlo sin ayuda, si nunca ha sido capaz de hacerlo por sí mismo? Y ahora que por fin ha pedido ayuda, ¿cómo voy a fallarle? Quiero ayudarle. Quiero que lo consiga.

– Entre todos lo haremos, Julie. La familia. Todos lo deseamos.

– Por eso he repasado los libros. Por el seguro privado que tenemos. No necesito leer los documentos para saber que no hay manera…

Examinó el cristal que estaba limpiando, y lo arañó con la uña.

Como uñas sobre una pizarra. Samantha se estremeció y apartó la cara. Entonces le vio, donde siempre estaba: parado ante la ventana del salón. Su tío miraba cómo ella hablaba con su hijo. De pronto levantó una mano y se tocó la sien con un dedo; luego la bajó. Tal vez se estaba apartando el pelo de la cara, pero la realidad era que el gesto parecía un saludo burlón.

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