11

En cuanto los policías salieron de su despacho, Martin Reeve pulsó el botón de llamada oculto en uno de los estantes sobre los cuales se alineaba su colección de fotos de Henley. Así como los diplomas falsos formaban parte de la historia de Martin Reeve, las fotos de Henley constituían una pieza vital del romance de Martin y Tricia Reeve. Una parte importante de su historia prefabricada era que se habían conocido años antes en el Regatta. Había contado durante tanto tiempo aquella historia apócrifa, que casi había empezado a creerla.

Su llamada fue contestada en menos de cinco segundos, un tiempo récord. Jaz Burns entró en la habitación.

– Era una verdadera vaca -dijo con una sonrisa burlona-. Le tomaste el pelo a base de bien, Marty. Tardarás en olvidarlo.

Desde su madriguera, situada en la parte posterior de la casa, Jaz tenía la costumbre de espiar el despacho de Martin con el equipo de vigilancia. Mostraba una molesta tendencia al voyeurismo, que Martin pasaba por alto en aras de utilizar sus otros talentos.

– Sígueles -ordenó Martin.

– ¿A los polis? No es propio de ti. ¿Qué pasa?

– Más tarde. Ponte en acción.

Jaz era astuto a la hora de captar matices. Asintió con brusquedad, cogió las llaves del Jaguar y salió de puntillas de la habitación. La puerta no llevaba cerrada ni quince segundos cuando volvió a abrirse.

Martin giró en redondo, muy nervioso.

– Maldita sea, Jaz -dijo, dispuesto a regañar a su subalterno por su retraso en seguir a los polis, pero era Tricia, no el sigiloso Burns, y la expresión de la mujer anunció que se avecinaba una escena.

«Que te den por culo -quiso decir-. Ahora no.» En ese momento carecía de recursos para calmar un ataque de nervios de Tricia.

– ¿Qué haces aquí? Se supone que debías estar en la merienda, Tricia.

– No pude. -Cerró la puerta a su espalda.

– ¿Qué quiere decir que no pudiste? Te esperan. Hace meses que lo montamos. Utilicé una docena de influencias para meterte en el comité, y si estás en el comité, has de hacer lo que el comité espera. Tienes la puta lista, Tricia. ¿Cómo van a celebrar el acontecimiento esas mujeres y, a propósito, cómo vamos a mantener nuestra buena reputación si eres incapaz de aparecer a tiempo con la lista de los asientos?

– ¿Qué les dijiste de Nicola?

– Mierda. ¿Para eso has vuelto? ¿Lo he entendido bien? ¿Has dejado de manifestar tu apoyo incondicional a una de las causas más justas del Reino Unido porque quieres saber qué dije a los polis sobre una jodida puta muerta?

– No me gusta ese lenguaje.

– ¿Qué parte? ¿Jodida, muerta o puta? Dejémoslo claro, porque en este momento hay quinientas mujeres y fotógrafos de todo el país esperando a que aparezcas, y bien sabe Dios que no lograremos solucionarlo si no aclaramos qué parte de mi lenguaje te desagrada.

– ¿Qué les dijiste?

– Les dije la verdad.

Estaba tan irritado, que casi disfrutó de la expresión horrorizada que apareció en su rostro.

– ¿Qué?

Hizo la pregunta con voz ronca.

– Nicola Maiden era auxiliar de asesoría fiscal. Abandonó la empresa en abril pasado. Si no se hubiera ido, yo la habría despedido.

Tricia se relajó ostensiblemente, de modo que Martin continuó. Prefería que su mujer estuviera nerviosa.

– Me encantaría saber adonde fue esa putita cuando se marchó de aquí, y con suerte Jaz me proporcionará esa información dentro de una hora. Los polis siempre son predecibles. Si tenía un piso en Londres, y mi dinero dice que sí, los polis nos conducirán a él.

– ¿Por qué quieres saberlo? ¿Qué vas a hacer?

– No me gusta que me falten al respeto, Tricia. Tú, de entre todas las personas, deberías saberlo. No me gusta que me mientan. La confianza es la clave de toda relación, y si no hago algo cuando alguien me da por el culo, dejo la puerta abierta a que todo el mundo tome a Martin Reeve por el pito del sereno. No voy a permitirlo.

– Te la tiraste, ¿verdad? -La cara de Tricia estaba contraída.

– No seas idiota.

– Crees que no me entero. Te dices: «La querida Tricia se pasa la mitad del tiempo colgada hasta las cejas. ¿En qué se va a fijar?» Pero lo hago. Me fijé en cómo la mirabas. Sé cuándo ocurrió.

Martin suspiró.

– Necesitas un pico. Lamento expresarme con tanta crudeza, querida mía. Sé que prefieres soslayar el tema. Pero la verdad es que siempre te enredas cuando desciendes a toda máquina. Necesitas otro pico.

– Sé cómo eres. -Estaba levantando la voz, y Martin se preguntó si podría manejar la aguja sin su colaboración. Claro que, ¿cuántas veces se chutaba al día? Aunque se las pudiera arreglar con la jeringuilla, lo último que necesitaba era que su mujer cayera en estado de coma-. Sé cuánto te gusta tomar la iniciativa, Martin. ¿Qué mejor manera de demostrar que eres el jefe que decirle a una colegiala que se baje las bragas y comprobar con qué rapidez lo hace?

– Tricia, eso son chorradas. ¿Te das cuenta de lo que dices?

– De modo que te la tiraste. Y después ella se largó. ¡Puf! Se fue. Desapareció. -Tricia chasqueó los dedos y miró a Martin-. Y eso te molestó, ¿verdad? Sé cómo reaccionas cuando algo te molesta.

Hablando de Roma… Martin ardía en deseos de abofetearla. Lo habría hecho de no estar seguro de que, colgada o no, habría corrido a casa de papá para chivarse. Papá exigiría ciertas condiciones. Primero la desintoxicación. Después el divorcio. Ninguna era aceptable para Martin. Casarse con una fortuna, pese a que el dinero procediera de un negocio de antigüedades, sin haber pasado por sucesivas generaciones de la mejor sangre azul, le había conseguido cierto grado de aceptación social que jamás habría adquirido como simple inmigrante, por grande que hubiera sido su éxito en los negocios. No tenía la menor intención de renunciar a dicha aceptación social.

– Seguiremos con esta discusión más tarde -dijo al tiempo que consultaba su reloj de cadena-. De momento, aún tienes tiempo de llegar a la merienda sin humillarnos a ninguno de los dos. Di que fue el tráfico: un peatón atropellado por un taxi en Notting Hill Gate. Te entretuviste en darles consuelo, pongamos que eran una mujer y un niño, hasta que la ambulancia llegó. Por cierto, una carrera en la media corroboraría tu historia.

– No me eches como a una puta descerebrada.

– Entonces deja de actuar como si lo fueras. -Espetó la réplica sin pensarlo, y se arrepintió al instante. ¿De qué le serviría convertir una estúpida discusión en una pelea a gran escala?-. Escucha, cariño -dijo con el ánimo conciliatorio-, dejemos de discutir. Nos estamos dejando influir por una visita rutinaria de la policía. En lo tocante a Nicola Maiden…

– Hace meses que no lo hacemos, Martin.

El hombre prosiguió, imperturbable.

– … es una desgracia que haya muerto, es una desgracia que la hayan asesinado, pero como no tenemos nada que ver con lo ocurrido…

– No. Hemos. Follado. Desde. Junio. -La voz de Tricia se alzó-. ¿Me estás escuchando? ¿Oyes lo que te digo?

– Te estoy escuchando y te he estado follando -contestó Martin-. Y si no estuvieras colgada casi todo el día, descubrirías que tu memoria mejoraba.

Eso, gracias a Dios, le paró los pies. Al fin y al cabo, tenía tan pocas ganas como él de dar por terminado su matrimonio. Se necesitaban mutuamente. Él le proporcionaba los suministros y mantenía su secreto a salvo; ella aumentaba su movilidad social y conseguía de sus iguales el tipo de deferencia que un hombre depara a otro cuando este se encuentra en posesión de una mujer hermosa. Por lo tanto, ella deseaba creer con todas sus fuerzas. Y según la experiencia de Martin, cuando la gente deseaba creer con desesperación, acababa convencida de casi cualquier cosa. En este caso, no obstante, la creencia de Tricia no estaba muy lejos de la verdad: que se la tiraba cuando estaba colgada. Pero ella no lo recordaba.

– Oh -dijo Tricia con un hilo de voz, y parpadeó.

– Sí -dijo Martin-. Oh. Todo junio, julio y agosto. Y anoche también.

La mujer tragó saliva.

– ¿Anoche?

Martin sonrió. Ya era suya. Se lanzó a la carga.

– No dejemos que la bofia arruine lo que tenemos, Trish. Persiguen a un asesino, no a nosotros. -Tocó sus labios con los nudillos surcados de cicatrices de la mano derecha. Con la izquierda le cogió las nalgas y la atrajo hacia sí-. ¿No tengo razón? ¿No es cierto que la policía no encontrará aquí lo que busca?

– He de dejar esa mierda -susurró ella.

Martin la silenció y buscó su boca.

– Cada cosa a su tiempo -dijo.


En su habitación del hotel Black Angel, Lynley renunció al traje y la corbata en favor de tejanos, botas de montaña y el viejo chaquetón que utilizaba en Cornualles, una antigua posesión de su difunto padre. No paraba de mirar el teléfono mientras se vestía, dividido entre las ganas de que sonara y las ganas de llamar.

No había recibido ningún mensaje de Helen. Había excusado su silencio de aquella mañana como resultado de su velada con Deborah St. James y el hecho de que, casi con toda seguridad, se había quedado a dormir en casa de sus amigos. Lo que le costaba era excusar un silencio que se había prolongado a lo largo de todo el día. Incluso había telefoneado a recepción para que verificaran por segunda vez sus mensajes, también sin resultados. Su mujer no había telefoneado. Ni ella ni nadie, pero el silencio del resto del mundo no le preocupaba. El silencio de Helen sí.

Como hace la gente convencida de tener razón, repasó su conversación de la mañana anterior. Buscó subtextos y matices, pero daba igual cómo la examinara, la cosa era de lo más sencilla: su mujer había interferido en su vida profesional, y le debía una disculpa. No tenía derecho a criticar decisiones tomadas por él en su trabajo, del mismo modo que él no debía aconsejarle cómo y cuándo podía ayudar a St. James en su laboratorio. En la relación personal, cada uno estaba interesado en conocer las esperanzas, decisiones y deseos del otro. En el mundo de sus ocupaciones individuales se debían mutua amabilidad, consideración y apoyo. Que su esposa, como indicaba su perversa negativa a telefonearle, no deseara asumir esta manera de convivir básica y razonable le producía una gran desilusión. Hacía dieciséis años que conocía a Helen. ¿Cómo había podido pasar tanto tiempo sin conocerla en realidad?

Consultó su reloj. Miró por la ventana y tomó nota de la posición del sol en el cielo. Aún quedaban varias horas de luz, de modo que no necesitaba apresurarse. Consciente de esto, y de que podía aprovechar el tiempo, comprobó que obraran en su poder una brújula, una linterna y un plano catastral, embutidos en diversos bolsillos del chaquetón.

Después, sin nada más que hacer, exhaló un profundo suspiro de derrota. Se acercó al teléfono y marcó el número de su casa. Le dejaría un mensaje si había salido, pensó. Con tu pareja solo puedes ser testarudo durante un período de tiempo limitado.

Esperaba que respondiera Denton. O el mensaje grabado del contestador. Lo que no esperaba (porque si estaba en casa, ¿por qué demonios no le telefoneaba?) era oír la suave voz de su mujer al otro lado de la línea.

Helen dijo hola dos veces. De fondo, Lynley oyó música. Era uno de sus nuevos CD de Prokofiev. Había descolgado el teléfono del salón.

Tuvo ganas de decir «Hola, cariño. Nos despedimos enfadados, y quiero hacer las paces contigo». En cambio, se preguntó cómo demonios podía estar sentada tranquilamente en Londres, disfrutando de su música, cuando estaban disgustados. Porque estaban disgustados, ¿verdad? ¿Acaso no había pasado la mayor parte de su jornada laboral evitando un obsesivo análisis de su desacuerdo, del motivo, de lo que indicaba sobre el pasado, de lo que presagiaba para el futuro, de adonde podría llevarles si uno de los dos no despertaba y se daba cuenta de que…

– Sea quien sea, es usted muy grosero -dijo Helen, y colgó.

Lo cual dejó a Lynley sosteniendo un auricular silencioso, y con la sensación de ser un idiota. Si la llamaba enseguida, quedaría todavía más como un idiota, concluyó. No había nada que hacer. Colgó, sacó las llaves del coche de la chaqueta del traje y salió de la habitación.

Condujo en dirección nordeste, por la carretera que tallaba una hondonada entre las laderas de piedra caliza sobre las que se asentaba Tideswell. En esa parte la tierra formaba un sifón natural. El viento la cruzaba como un río caudaloso, azotaba las ramas de los árboles y agitaba las hojas, como una promesa de las primeras lluvias de otoño. En el cruce, un puñado de edificios color miel señalaba la aldea de Lane Head. Lynley se desvió al oeste, donde la carretera practicaba una negra incisión recta en el páramo, y los muros de piedra seca impedían que brezo, arándanos y helechos reclamaran la carretera y la devolvieran a la tierra.

Era un territorio despoblado. En cuanto Lynley dejó atrás las últimas aldeas, las únicas señales de vida, aparte de la vegetación, muy abundante, fueron las cornejas, las urracas y alguna oveja ocasional, que se erguía serena como una nube y pastaba entre el rosa y el verde.

Había peldaños para acceder al páramo, y las rutas de los senderos públicos, utilizados durante siglos por granjeros o pastores que se desplazaban de una aldea a otra, estaban señalizadas mediante postes. No obstante, en épocas más recientes habían añadido al paisaje sendas para caminar y pasear en bicicleta, que atravesaban el brezo y desaparecían hacia lejanas afloraciones rocosas, teñidas de gris a causa de los líquenes, que constituían los restos de poblados prehistóricos, antiguos lugares de culto y fortificaciones romanas.

Lynley encontró el lugar unos kilómetros al nordeste de la pequeña aldea de Sparrowpit, donde Nicola Maiden había dejado su Saab. Una cancela de hierro blanca, con una gruesa capa de pintura costrosa devorada en algunos puntos por manchas rojizas de herrumbre, interrumpía una larga y protuberante frontera de muro. Cuando llegó, Lynley hizo lo mismo que Nicola Maiden: abrió la cancela, entró en una estrecha pista pavimentada y aparcó detrás del muro de piedra.

Antes de bajar del coche desplegó el plano sobre el asiento del copiloto y se caló las gafas progresivas. Nine Sisters Henge se contaba entre los monumentos más recientes de Calder Moor, pues solo llevaba en su sitio cinco mil años. Lynley estudió la ruta que debería seguir para llegar hasta allí, y tomó nota de los puntos característicos del paisaje que le servirían para orientarse. Hanken le había ofrecido un detective como guía, pero había declinado la oferta. No le habría importado un guía experimentado como escolta, pero prefería que no le acompañara un miembro de la policía de Buxton, que tal vez se ofendería (e informaría a Hanken de dicha ofensa) cuando Lynley examinara el lugar del crimen, con una atención que daba a entender que la policía local no había hecho bien su trabajo.

– Es la última posibilidad de encontrar el maldito busca, y me gustaría eliminarla -había aducido Lynley.

– Si hubiera estado allí, mis chicos lo habrían encontrado -repuso Hanken, y le recordó que habían peinado la zona en busca del arma homicida, y que habrían encontrado el busca aunque no hubieran descubierto el cuchillo-. Pero si así te quedas más tranquilo, adelante.

En cuanto a él, iba a ver a Upman, complacido por la idea de acosar al abogado.

Lynley, seguro de su ruta, dobló el plano y devolvió las gafas al estuche. Guardó plano y gafas en los bolsillos del chaquetón, y salió al viento. Se encaminó hacia el sudeste, con el cuello del chaquetón levantado y los hombros hundidos contra las ráfagas que soplaban. La pista pavimentada conducía en la dirección que deseaba, pero antes de cien metros terminaba en un montón de piedras disgregadas, compuestas en su mayor parte de grava y alquitrán. Desde allí la excursión empezaba a complicarse por una senda de tierra y piedras irregular, cruzada por cursos de agua casi secos debido al verano sin lluvia.

La caminata duró casi una hora. Su ruta seguía senderos pedregosos que se entrecruzaban con otros aún más pedregosos. Se abría paso a través de brezo, aulaga y helechos, y remontaba afloramientos de piedra arenisca. Pasó ante los restos de túmulos divididos en cámaras.

Estaba a punto de llegar a una bifurcación de la senda cuando vio que un excursionista solitario se acercaba hacia él por el sudeste. Como estaba muy seguro de que aquella era la dirección de Nine Sisters Henge, Lynley recordó dónde estaba, y esperó a ver quién había hecho aquella visita vespertina al escenario del crimen. Por lo que sabía, Hanken aún mantenía el círculo de piedras perimetrado con una cinta policial y custodiado. Si el excursionista era un periodista o un fotógrafo de prensa, su paseo por el páramo no le habría deparado los resultados buscados.

No era un hombre. Ni tampoco un periodista o un fotógrafo. Por algún motivo, Samantha McCallin había decidido dejarse caer por Nine Sisters Henge.

Por lo visto, Samantha le reconoció en el mismo instante que él a ella, porque su paso cambió de ritmo. Se desplazaba con una rama de abedul en la mano, que utilizaba para azotar el brezo mientras recorría la senda. Pero cuando vio a Lynley tiró la rama, cuadró los hombros y se dirigió sin vacilar hacia él.

– Es un lugar público -dijo-. Pueden cortar el acceso al círculo y dejar guardias, pero no pueden alejar a la gente del resto del páramo.

– Se encuentra a unos cuantos kilómetros de Broughton Manor, señorita McCallin.

– ¿Es que no vuelven los asesinos al lugar del crimen? Solo estoy interpretando esa parte del guión. ¿Le gustaría detenerme?

– Me gustaría que me explicara qué está haciendo aquí.

La mujer miró hacia atrás.

– Él cree que yo la maté. ¿A que es fantástico? Esta mañana hablé en defensa de él, y por la tarde decidió que yo lo había hecho. Es una forma curiosa de decir «Gracias por apoyarme, Samantha», pero esto es lo que hay.

Lynley tuvo la impresión de que había estado llorando.

– Bien, ¿qué está haciendo aquí, señorita McCallin? Debe saber que su presencia…

– Quería ver el lugar donde murió la obsesión de mi primo. -El viento había soltado su pelo de la trenza, y algunos cabellos ondeaban sobre su cara-. Él dice que su obsesión murió el lunes por la noche, cuando le propuso matrimonio. Pero yo no lo creo. Creo que mientras Nicola hubiera caminado sobre la Tierra, mi primo Julian se habría aferrado a la fantasía de una vida con ella. A la espera de que cambiara de opinión. A la espera de que ella, como suele decir, le viera de veras. Y lo más divertido es que, si ella le hubiera señalado con el dedo de la manera correcta, o incluso de la equivocada, para qué engañarnos, él lo habría interpretado como la señal que estaba esperando, la prueba de que ella le amaba pese a todo lo que había dicho y hecho en sentido contrario.

– No le caía bien, ¿verdad? -preguntó Lynley.

Ella lanzó una breve carcajada.

– ¿Qué más da? Nicola iba a conseguir lo que quería, me gustara o no.

– Lo que consiguió fue la muerte. No creo que deseara eso.

– Ella le habría destruido. Le habría absorbido el alma. Era esa clase de mujer, inspector.

– ¿De veras?

Los ojos de Samantha se entornaron cuando una ráfaga de viento arreció.

– Me alegro de que haya muerto. No le mentiré al respecto. Pero se equivoca si piensa que soy la única persona que bailaría sobre su tumba si le concedieran la oportunidad.

– ¿Quién más lo haría?

Ella sonrió.

– No pienso hacer el trabajo por usted.

Dicho esto, se alejó por el sendero, en la dirección que Lynley había seguido desde el límite norte del páramo. Se preguntó cómo habría llegado al páramo, pues no había visto coches aparcados cuando se había desviado de la carretera. También se preguntó si habría aparcado en otro sitio por ignorancia de la existencia de un sitio apto tras el muro de piedra, o para ocultar su conocimiento de la existencia del mismo.

La siguió con la mirada, pero ella no se volvió para comprobarlo. Tendría que haberlo hecho, era propio de la naturaleza humana, y el que se hubiera controlado era muy revelador de su grado de disciplina. Lynley continuó andando.

Reconoció Nine Sisters Henge por la roca llamada Piedra Reina, que señalaba su emplazamiento en el interior de un espeso bosquecillo de abedules. Sin embargo, llegó al monumento por el lado contrario, y no se dio cuenta de que estaba muy cerca hasta que rodeó el bosquecillo, consultó la brújula, dedujo que el círculo de piedras tenía que estar próximo, se volvió y vio el monolito erosionado, el cual se alzaba junto a un estrecho sendero que se internaba en la arboleda.

Volvió sobre sus pasos, con las manos en los bolsillos. Encontró al guardia apostado por Hanken a escasos metros del lugar. Dejó que Lynley pasara por debajo de la cinta y se acercara al centinela de piedra. Lynley se detuvo junto a la Piedra Reina y la examinó. Estaba erosionada por la intemperie, como cabía esperar, pero también por obra del hombre. En el pasado se habían tallado muescas en la parte posterior de la enorme columna. Formaban huecos para apoyar pies y manos, y así poder ascender a la cumbre.

¿Con qué propósito habían colocado esa roca allí?, se preguntó Lynley. ¿Como punto de reunión de la asamblea de la comunidad? ¿Como puesto de vigilancia para el encargado de proteger a los chamanes que practicaban los rituales dentro del círculo? ¿Como pared falsa del altar de los sacrificios? Era imposible saberlo.

Le dio una palmada y se internó entre los árboles, donde lo primero que observó fue que los abedules actuaban de abrigo natural contra el viento, tan aglutinados estaban. Cuando penetró por fin en el círculo prehistórico, descubrió que no soplaba ni la más leve brisa.

Pensó que no había nada parecido a Stonehenge, y se dio cuenta de que la palabra estaba enraizada en su mente acompañada de una imagen concreta. Había monolitos (nueve, como indicaba el nombre), pero estaban cortados con mucha más tosquedad. No había piedras de dintel como en Stonehenge, y el talud exterior y la zanja interior que encerraban a los monolitos estaban menos definidos.

Entró en el círculo, envuelto en un silencio de muerte. Los árboles impedían que el viento penetrara en el círculo y las piedras parecían cerrar el paso al susurro de las hojas. No sería difícil que alguien entrara por la noche en el bosquecillo sin ser oído. Habría bastado que el interfecto (o la interfecta o los interfectos) supiera dónde se hallaba Nine Sisters Henge, o que siguiera al excursionista hasta el monumento desde una prudente distancia y esperara al anochecer, lo cual no habría sido difícil.

El interior del círculo comprendía hierba de páramo aplastada por los numerosos turistas del verano, un fragmento liso de roca en la base del monolito situado más al norte, y los restos de antiguas hogueras encendidas por excursionistas y adoradores. Lynley procedió, desde el perímetro del círculo, a una búsqueda sistemática del busca de Nicola Maiden. Era una actividad tediosa, pues debía registrar cada centímetro del bancal, el foso, la base de cada monolito, la hierba del páramo y las antiguas hogueras. Cuando hubo completado la inspección sin encontrar nada y comprendido que debería localizar la ruta de Nicola hasta el lugar donde murió, se detuvo en busca del camino que había tomado al huir. Al hacerlo, su mirada se desvió hacia los restos de la hoguera central.

Se distinguía de las otras porque era más reciente, con trozos de madera carbonizada que aún no se habían desintegrado en cenizas, se veían señales de que había sido removida por la policía, y las piedras que la delimitaban estaban apartadas de cualquier manera, como si alguien hubiera pateado apresuradamente el fuego para apagarlo. Sin embargo, la visión de esas piedras le trajo a la memoria las fotografías del cadáver de Terry Cole y las quemaduras que chamuscaban un lado de su cara.

Se acuclilló junto a los restos de la fogata y pensó por primera vez en esa cara, y lo que las quemaduras y la piel cubierta de ampollas significaban. La extensión de las quemaduras sugería que el chico había estado en contacto con el fuego durante largo rato. Pero no le habían sujetado contra las llamas, porque en tal caso habría tenido heridas defensivas producidas mientras se debatía para liberarse. Según la doctora Miles, no había heridas defensivas en el cuerpo de Terry Cole, ni arañazos ni contusiones en manos o nudillos, ni escoriaciones en el torso. No obstante, pensó Lynley, había estado expuesto al fuego lo suficiente para padecer graves quemaduras, incluso para que su piel se ennegreciera. Solo había una respuesta razonable: Cole había caído en el fuego. Pero ¿cómo?

Lynley dejó que su mirada vagara por el círculo. Vio que un segundo sendero, más estrecho, salía del bosquecillo, en el lado contrario a la senda por donde él había entrado. Esa tenía que haber sido la ruta de huida de Nicola. Imaginó a los dos jóvenes el martes por la noche, sentados codo con codo ante el fuego. Dos asesinos, fuera del círculo de monolitos, invisibles y silenciosos, esperan el momento propicio. Cuando llega ese momento se abalanzan, cada uno hacia una víctima, y acaban con su vida.

Era probable, decidió Lynley. Pero si había ocurrido eso, no entendía por qué no habían eliminado enseguida a Nicola Maiden. No entendía cómo la joven había logrado alejarse ciento cincuenta metros de su asesino antes de sucumbir. Si bien era cierto que podía haber escapado del círculo y tomado el segundo sendero que él acababa de ver, con la ventaja de la sorpresa para el asesino, ¿cómo había logrado recorrer tanta distancia sin ser capturada? Era una excursionista experimentada, por supuesto, pero ¿de qué servía la experiencia en la oscuridad, presa del pánico y corriendo por tu vida? Y aunque no fuera presa del pánico, ¿cómo habían podido ser tan notables sus reflejos y tan preciso su análisis de lo que estaba sucediendo? Habría tardado cinco segundos, al menos, en tomar conciencia del peligro que la amenazaba, y ese retraso habría ocurrido dentro del círculo, no a ciento cincuenta metros de distancia.

Lynley frunció el entrecejo. Seguía visualizando las fotografías del chico. Esas heridas eran importantes, contenían la clave de lo sucedido.

Cogió un palo y removió las cenizas mientras pensaba. Divisó la primera de las manchas de sangre seca procedentes de las heridas de Terry Cole. Más allá de las manchas, la hierba del páramo estaba hendida por una senda zigzagueante que conducía hasta un monolito. Lynley siguió esta senda con parsimonia y comprobó que estaba manchada de sangre en toda su longitud.

No se trataba de gotas grandes, ni en la cantidad que cabría esperar de alguien con una arteria seccionada. De hecho, mientras avanzaba Lynley llegó a la conclusión de que era insuficiente a tenor de las múltiples puñaladas infligidas a Terry Cole. Sin embargo, cuando llegó a la base del monolito vio que la sangre había formado charcos y salpicado la piedra, trazando diminutos riachuelos que resbalaban hasta el suelo.

Lynley se detuvo. Su mirada fue desde el anillo de fuego hasta el sendero. Visualizó la foto del chico tomada por la policía, con la carne chamuscada. Lo consideró todo punto por punto:

Manchas y salpicaduras de sangre junto al fuego.

Charcos de sangre junto a un monolito.

Riachuelos de sangre desde una altura de casi un metro.

Una chica que huía en la noche.

Una piedra caliza que destrozaba su cráneo.

Lynley entornó los ojos y respiró hondo. Claro, pensó. ¿Por qué no había comprendido desde el primer momento lo que había sucedido?


La dirección de Fulham que les habían proporcionado condujo a Barbara Havers y Winston Nkata hasta una pequeña casa de Rostrevor Road. Suponían que deberían lidiar con un casero, vigilante o conserje para acceder a las habitaciones de Nicola Maiden, pero después de llamar al timbre situado junto al número cinco, se llevaron una sorpresa cuando oyeron una voz de mujer por el altavoz pidiendo que se identificaran.

Siguió una pausa una vez Nkata dijo que eran de Scotland Yard. Al cabo de un momento, la voz incorpórea dijo:

– Bajo enseguida.

Tenía el acento culto de una mujer que dedicaba su tiempo libre a leer en voz alta los diálogos de los dramas de época producidos por la BBC. Barbara esperaba verla aparecer vestida en plan Jane Austen: elegante traje estilo Regencia, con medias a juego y bucles alrededor de la cara. Transcurrieron cinco minutos.

– ¿De dónde dijo que venía? -se preguntó en voz alta Nkata, al tiempo que consultaba su reloj-. ¿De Dover?

De pronto, la puerta se abrió y ante ellos apareció una niña de unos doce años, ataviada con un minivestido de Mary Quant.

– Vi Nevin -dijo la chica a modo de presentación-. Lo siento. Acabo de salir del baño, y tuve que ponerme algo. ¿Puedo ver su identificación, por favor?

La voz era la misma del altavoz, y era desconcertante que perteneciera a aquella criatura diminuta, como si una ventrílocua oculta prestara su voz a una preadolescente con el fin de divertirse. Barbara asomó la cabeza detrás de la puerta para ver si había alguien escondido. La expresión de Vi Nevin le comunicó que ya estaba acostumbrada a esa reacción.

Después de examinar sus credenciales la mujer se las devolvió.

– Bien. ¿En qué puedo ayudarles? -Cuando le dijeron que una estudiante de la facultad de derecho había dado esa dirección para que le enviaran el correo después de mudarse de su piso de Islington, contestó-: Eso no es ilegal, ¿verdad? Creo que es lo que cualquier persona responsable debería hacer.

¿Conocía, pues, a Nicola Maiden?, preguntó Nkata.

– No suelo compartir piso con desconocidos -fue su respuesta. Paseó la mirada entre Havers y Nkata-. Pero Nikki no está. Se marchó hace unas semanas. Estará en Derbyshire hasta el miércoles que viene por la noche.

Barbara vio que Nkata se resistía a asumir los dudosos honores de anunciar una vez más la muerte a alguien que no se lo esperaba. Le compadeció.

– ¿Podemos hablar dentro? -preguntó.

Vi Nevin captó algo más que esa sencilla pregunta, como indicaron sus ojos.

– ¿Por qué? ¿Traen una orden judicial o algo por el estilo? Conozco mis derechos.

Barbara suspiró. Cuánto daño habían hecho las últimas revelaciones sobre abusos policiales a la confianza de la gente.

– Estoy segura -contestó-, pero no hemos venido a hacer un registro. Nos gustaría hablar con usted sobre Nicola Maiden.

– ¿Por qué? ¿Dónde está? ¿Qué ha hecho?

– ¿Podemos entrar?

– Si me dice qué quieren.

Barbara intercambió una mirada con Nkata. Pues bueno, le dijo su mirada. No había otra alternativa que dar la triste noticia en aquel portal.

– Ha muerto -le informó Barbara-. Murió en el distrito de los Picos hace tres noches. Bien, ¿podemos entrar, o seguimos hablando en la calle?

Vi Nevin la miró fijamente. Daba la impresión de no entender nada.

– ¿Muerta? -repitió-. ¿Nikki ha muerto? Eso es imposible. Hablé con ella el martes por la mañana. Se iba de excursión. No está muerta. Es imposible. -Escrutó sus rostros, como buscando la prueba de que era una mentira o una broma. Pero no la encontró-. Entren, por favor -cedió finalmente con voz ronca.

Les condujo por un tramo de escaleras hasta una puerta en el primer piso. Daba a una sala de estar en forma de L, con puertas vidrieras que se abrían a un balcón. Abajo, el agua canturreaba en una fuente de jardín, y un carpe proyectaba las sombras del atardecer sobre las baldosas.

A un lado de la sala, un carrito de cromo y cristal albergaba una docena de botellas de licores. Vi Nevin eligió un Glenlivet aún sin abrir y se sirvió tres dedos en un vaso. Lo tomó sin hielo, y cualquier duda que todavía albergara Barbara sobre su edad desapareció al verla zamparse el whisky.

Mientras la joven se serenaba, Barbara examinó la casa, al menos lo que podía ver. La primera planta del dúplex comprendía la sala de estar, la cocina y un retrete. Las habitaciones estarían arriba, y se accedía a ellas mediante una escalera pegada a una pared. Desde donde estaba, nada más cruzada la puerta, veía el pie de la escalera y el interior de la cocina, provista de todas las comodidades modernas: nevera con expendedor de hielo, microondas, cafetera exprés, relucientes ollas y sartenes con base de cobre. Las encimeras eran de granito, y los armarios y el suelo de roble blanqueado. Bonito, pensó Barbara. Se preguntó quién pagaba todo.

Miró a Nkata. Estaba examinando los sofás de color crema, con profusión de almohadones verdes y dorados. Su mirada se desvió hacia los abundantes helechos que había junto a la ventana, y de ahí al enorme óleo abstracto que coronaba la chimenea. Estamos a mil años de la propiedad de Loughborough, decía su expresión. Miró a Barbara, que formó con los labios la expresión «La-di-da». Nkata sonrió.

Una vez terminado su whisky, Vi Nevin no pareció hacer otra cosa que respirar. Por fin, se volvió hacia ellos. Se alisó el cabello, rubio y largo hasta los pechos, y lo ciñó con una diadema que le dio aspecto de Alicia en el país de las maravillas.

– Lo siento -dijo-. Nadie telefoneó. No he puesto la televisión. No tenía ni idea. Hablé con ella el martes por la mañana… ¿Qué pasó, por el amor de Dios?

Le proporcionaron dos detalles: Nicola tenía el cráneo fracturado y no había sido un accidente.

La chica no dijo nada. Les miró, inmóvil, pero un temblor recorrió su cuerpo.

– Nicola fue asesinada -dijo Barbara por fin-. Alguien le golpeó la cabeza con una piedra.

La mano derecha de Vi aferró el borde de su mini- vestido.

– Siéntense -dijo, e indicó los sofás con un gesto.

Ella se sentó muy rígida en el borde de una mullida butaca situada frente a ellos, con las rodillas y los tobillos muy juntos, como una colegiala bien educada. No hizo preguntas. Estaba estupefacta, pero también estaba esperando.

¿Qué?, se preguntó Barbara. ¿Qué estaba pasando?

– Estamos trabajando en la conexión londinense del caso -dijo a Vi-. Nuestro colega, el inspector Lynley, está en Derbyshire.

– ¿La conexión londinense? -murmuró Vi.

– Encontraron a un chico muerto con Nicola. -Nkata sacó el cuaderno de piel de la chaqueta y extrajo la punta del lápiz mecánico-. Se llamaba Terry Cole. Tenía un piso en Battersea. ¿Lo conocía?

– ¿Terry Cole? -Vi meneó la cabeza-. No. No lo conozco.

– Era un artista. Trabajaba en esculturas. Tenía un estudio en una arcada de ferrocarril de Portslade Road. Lo compartía con una chica llamada Cilla Thompson -añadió Barbara.

– Cilla Thompson -repitió Vi. Volvió a negar con la cabeza.

– ¿Habló Nicola alguna vez de ellos? ¿Terry Cole? ¿Cilla Thompson? -preguntó Nkata.

– ¿Terry o Cilla? No.

Barbara tuvo ganas de indicar que no había ningún Narciso presente, de modo que podía abjurar de su papel en el drama, pero pensó que la alusión tal vez no sería comprendida.

– Señorita Nevin -dijo-, a Nicola Maiden le partieron la cabeza. Tal vez eso no la conmueva demasiado, pero si pudiera colaborar con nosotros…

– Por favor -dijo ella, como si no pudiera soportar escuchar la noticia de nuevo-. No he visto a Nikki desde principios de junio. Se fue al norte para trabajar durante el verano, y debía volver a la ciudad el próximo miércoles, como ya he dicho.

– ¿Para hacer qué? -preguntó Barbara.

– ¿Qué?

– ¿Qué iba a hacer cuando regresara a la ciudad?

Vi les miró como si escudriñara las aguas en busca de pirañas ocultas.

– ¿Para trabajar? ¿Para iniciar una vida desahogada? ¿Para hacer qué? -propuso Barbara-. Si iba a volver aquí, debía de tener la intención de hacer algo.

Como compañera de piso, imagino que usted sabe lo que era.

La chica tenía ojos inteligentes, grises y con pestañas negras. Estudiaban y analizaban mientras su cerebro sopesaba las posibles implicaciones de cada respuesta. Ella sabía algo de lo sucedido a Nicola. De eso no cabía duda.

Si Barbara no había aprendido demasiado trabajando con Lynley casi cuatro años, sí había aprendido que había momentos en los que jugar fuerte y momentos en los que ceder. Jugar fuerte provocaba intimidación. Ceder ofrecía un intercambio de información. Como no tenía nada con qué intimidar a la chica, había llegado el momento de ceder.

– Sabemos que dejó la facultad de derecho alrededor del primero de mayo, y dijo que había encontrado un empleo a jornada completa en MKR Financial Management. Pero el señor Reeve, su jefe, nos informó que abandonó la empresa para volver a Derbyshire. No obstante, cuando se trasladó, dio esta dirección, en lugar de una de Derbyshire, a su casera de Islington. A juzgar por lo que hemos averiguado, nadie en Derbyshire tenía idea de que había ido para algo más que una visita de verano. ¿Qué le sugiere eso, señorita Nevin?

– Confusión -dijo ella-. Aún no había tomado una decisión sobre su vida. A Nikki le gustaba tener las opciones abiertas.

– ¿Dejar la facultad? ¿Dejar su trabajo? ¿Contar historias que los hechos contradicen? Sus opciones no estaban abiertas. Eran invenciones. Todas las personas con las que hemos hablado sostienen una teoría diferente sobre lo que iba a hacer con su vida.

– No puedo explicarlo. Lo siento. No sé qué quiere que diga.

– ¿Tenía algún trabajo en perspectiva? -preguntó Nkata.

– No lo sé.

– ¿Tenía una fuente de ingresos fija? -preguntó Barbara.

– Tampoco lo sé. Pagó su parte de los gastos del piso antes de irse y…

– ¿Por qué se fue?

– Y lo hizo en metálico -continuó Vi-. No tenía motivos para preguntarle sobre su fuente de ingresos. Lo siento, pero es lo único que puedo decirles.

Y un cuerno, pensó Barbara. De entre sus blancos y bonitos dientes de bebé no salían más que mentiras.

– ¿Cómo se conocieron? ¿Estudia usted derecho?

– No. Nos conocimos en el trabajo.

– ¿En MKR Financial? -Vi asintió-. ¿Qué hace en la empresa?

– Nada. Yo también la dejé en abril. -Lo que había hecho, explicó, era trabajar como ayudante personal de Tricia Reeve-. No me caía bien. Es un poco… peculiar. Renuncié en marzo y esperé a que encontraran una sustituta.

– ¿Y ahora? -preguntó Barbara.

– ¿Ahora? -se extrañó Vi.

– ¿Qué hace ahora? -aclaró Nkata-. ¿Dónde trabaja?

Trabajaba de modelo, les dijo. Había sido su sueño de toda la vida, y Nikki la había animado a probar suerte. Mostró un álbum de fotografías profesionales que la plasmaban en diversas indumentarias. En la mayoría de instantáneas parecía una niña hambrienta: delgada, de grandes ojos, con la expresión vacía que era de rigor en las revistas de modas.

Barbara asintió mientras veía las fotos, como si le gustaran, pero se preguntó cuándo volverían a estar de moda las figuras tipo Rubens, como la de ella, para ser sincera.

– Debe de irle bien. Un dúplex como este… No creo que sea barato, ¿verdad? ¿Es de su propiedad?

– Es de alquiler.

Vi recogió sus fotos.

– ¿A quién lo alquila? -Nkata hizo la pregunta sin alzar la vista de su libreta, en la que iba anotando todo.

– ¿Es importante?

– Cuando nos lo diga, tomaremos una decisión -dijo Barbara.

– A Douglas y Gordon.

– ¿Dos conocidos suyos?

– Es una agencia inmobiliaria.

Barbara vio que Vi devolvía el álbum a su sitio, en un estante que había bajo la televisión. Esperó a que la joven se volviera hacia ellos para formular la siguiente pregunta.

– El señor Reeve nos dijo que Nicola Maiden tenía un problema con tener la boca cerrada acerca de las finanzas de sus clientes. Dijo que iba a despedirla cuando ella se marchó.

– Eso no es verdad. -Vi se mantuvo inmóvil, con los brazos cruzados bajo sus diminutos pechos-. Si iba a despedirla, cosa que no hizo, debió de ser por culpa de su mujer.

– ¿Por qué?

– Celos. Tricia quiere eliminar a todas las mujeres que él mira.

– ¿Y miraba a Nicola?

– Yo no he dicho eso.

– Escuche, sabemos que tenía un amante -dijo Barbara-. En Londres. ¿Podría ser el señor Reeve?

– Nicola no le hacía ni caso. Nikki salía con alguien, es verdad. Pero no de aquí, sino de Derbyshire.

Vi fue a la cocina y volvió con un puñado de postales. Eran de diversos lugares del distrito de los Picos: Arbor Low, Peveril Castle, Thor's Cave, las piedras colocadas para cruzar Dovedale, Chatsworth House, Magpie Mine, Little John's Grave, Nine Sisters Henge. Todas estaban dirigidas a Vi Nevin, y todas contenían idéntico mensaje: «Oooh-la-la», seguido de la inicial «N». Eso era todo.

Barbara pasó las postales a Nkata.

– De acuerdo -dijo a Vi-. Le seguiré la corriente. Explíqueme qué quiere decir.

– Son los lugares en que mantuvo relaciones sexuales con él. Cada vez que lo hacían en un sitio diferente, compraba una postal y me la enviaba. Una broma.

– Muy ocurrente, sin duda -dijo Barbara-. ¿Quién es ese hombre?

– Nunca lo dijo, pero supongo que está casado.

– ¿Por qué?

– Porque aparte de las postales, Nicola nunca lo mencionaba, supongo que porque su relación era secreta.

– Se lo tomó como una costumbre, ¿verdad? -Nkata dejó las postales sobre la mesita auxiliar y escribió algo en su libreta-. ¿Se acostaba con otros hombres casados?

– Yo no he dicho eso. Solo creo que este estaba casado. Y no vivía en Londres.

Pero alguien sí, pensó Barbara. Tenía que haber alguien. Si la intención de Nicola Maiden era regresar a la ciudad a finales de verano, habría vuelto con medios de subsistencia. Después de ver aquel dúplex ultramoderno recién decorado, con la palabra «picadero» inscrita sobre todo él, ¿era absurdo suponer que alguien bien provisto de dinero la había instalado para tenerla a su disposición día y noche?

Eso llevaba a la pregunta de qué coño estaba haciendo allí Vi Nevin, pero tal vez eso había formado parte del trato. Una compañera de piso con la cual la amante podía pasar las horas de aburrimiento, a la espera de que apareciera su dueño y señor.

Era una suposición arriesgada, pero faltaba muy poco para imaginar a Nicola Maiden como una especie de sir Richard Burton moderno, que recorría los páramos a la busca de lugares nuevos y excitantes donde revolcarse con su amante casado.

¿Qué demonios hago trabajando en la policía, cuando todo el mundo se lo pasa en grande?, se preguntó Barbara.

Tendrían que echar un vistazo a la habitación y las pertenencias de Nicola Maiden, dijo a Vi Nevin. En algún lugar tenía que haber una prueba concreta de las intenciones de Nicola, y estaba decidida a encontrarla.

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