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Aunque había sido muy concienzuda, la policía había zarandeado las pertenencias personales de los Maiden y los muebles del hostal. Andy Maiden había presenciado peores registros en su época, y había intentado consolarse con el hecho de que sus colegas no habían destruido la casa en el curso de su pesquisa. De todos modos, se vieron obligados a devolver el orden al hostal. Cuando la policía se marchó, Andy, su mujer y los empleados pusieron manos a la obra, cada uno ocupado de una sección diferente.

Para Andy constituyó un alivio que Nan se aviniera a su razonable plan de acción. La mantuvo un rato alejada de él. Se odiaba por querer estar apartado de ella. Sabía que ella le necesitaba, pero después de la partida de la policía, Andy descubrió que necesitaba estar a solas. Tenía que pensar, y no podría hacerlo acosado por Nan, que ahuyentaba su dolor a base de preocuparse por él. No quería su preocupación en este momento. Las cosas habían ido demasiado lejos.

La rueda de la muerte de Nicola estaba cada vez más cerca de aplastarles, comprendió Andy. Podía proteger a Nan mientras la investigación prosiguiera, pero ignoraba si podría continuar haciéndolo después de que la policía practicara una detención. Su breve conversación con Lynley había dejado claro que ya faltaba poco para ese momento. Y la sugerencia de Tommy de que Andy pidiera ayuda a su abogado era una buena indicación de cuál sería el siguiente paso de los detectives.

Tommy era un buen hombre, pensó Andy. Y a un buen hombre se le pueden pedir algunas cosas, pero cuando el buen hombre llega a su límite ya solo puedes confiar en ti.

Era un principio que su hija había experimentado. Combinado con su insaciable deseo de obtener satisfacción (¡ya!) siempre que algo le apetecía, su confianza en sí misma antes que en los demás la había conducido a la perdición.

Andy sabía desde hacía mucho tiempo que la ambición de su hija en la vida era, para expresarlo con palabras sencillas, no privarse nunca de nada. Había visto cómo sus padres habían ahorrado todo lo posible para comprar una casa en el campo y para pasar una cantidad mensual al padre de Andy, cuya pensión no cubría sus costumbres despilfarradoras. Más de una vez, cuando topaba con la negativa de su padre a acceder a algunas de sus exigencias, había anunciado que nunca se encontraría en la situación de tener que contar cada penique, ahorrar y negarse los placeres sencillos de la vida, y menos dedicarse a actividades tan estériles como remendar sábanas y fundas de almohadas, dar la vuelta a los cuellos de las camisas y zurcir calcetines. «Será mejor que no acabes como el abuelo, papá -le había dicho en más de una ocasión-, porque pienso gastar todo mi dinero en mí.»

Pero no era la avaricia lo que dominaba su comportamiento, sino un profundo vacío en su corazón que buscaba llenar con posesiones materiales. Andy había intentado repetidas veces explicarle el dilema fundamental de la humanidad: nacemos de unos padres y en el seno de una familia, de modo que tenemos relaciones, pero en el fondo estamos solos. Nuestra visceral sensación de aislamiento crea un vacío en nuestro interior. Ese vacío solo puede llenarse alimentando el espíritu. «Sí, pero yo quiero una moto», contestaba ella, como si él no hubiera intentado explicarle por qué la adquisición de una moto no apaciguaría un espíritu ansioso de conocimiento. O esa guitarra, contestaba ella. O esos pendientes de oro, ese viaje a España, ese coche veloz. «Si hay dinero suficiente para comprarlo, no entiendo por qué hemos de privarnos de ello. ¿Qué tiene que ver el espíritu con tener dinero para comprar una moto? Aunque quisiera, no podría gastar dinero en mi espíritu, ¿verdad? ¿Qué he de hacer con el dinero, si algún día lo gano? ¿Tirarlo?» Mencionaba a aquellos cuyos logros o posición les habían deparado inmensas cantidades de dinero: la familia real, estrellas del rock, magnates de los negocios y empresarios. «Tienen casas, coches, barcos y aviones, papá -decía-. Y nunca están solos. Tampoco tienen aspecto de pasar hambre, si quieres saber mi opinión.» Nicola era una suplicante persuasiva cuando deseaba algo, y nada de lo que Andy decía servía para hacerle comprender que solo estaba viendo las vidas exteriores de las personas cuyas posesiones tanto admiraba. Quiénes eran en realidad y qué sentían, era algo que solo ellos sabían. Y cuando Nicola lograba lo que había querido poseer, era incapaz de reparar en que solo la satisfacía durante un breve tiempo, porque siempre se interponía el deseo del siguiente objeto que, en su opinión, apaciguaría su alma.

Y todo esto, que habría dificultado la educación de cualquier hijo, se combinaba con la propensión natural de Nicola a vivir al límite. Lo había aprendido de él, viéndole cambiar de personalidad durante los años de topo, y escuchando las historias que contaban sus colegas durante las cenas familiares, cuando todos habían bebido demasiado vino. Andy y su mujer habían ocultado a su hija la otra cara de esas historias que tanto la fascinaban. Nunca supo el precio personal que su padre pagó, cuando su salud se resintió debido a la incapacidad de su mente para dividirse en distintas parcelas, las que correspondían a quien era y a quien fingía ser, obligado por su trabajo. Era forzoso que viera a su padre como una persona fuerte, cabal e indomable. Sus padres daban por sentado que otra cosa haría temblar sus cimientos.

Nicola no había pensado en nada de eso cuando le contó la verdad sobre sus planes futuros. Le había telefoneado para pedir que fuera a Londres a verla. «Vamos a hablar de padre a hija», dijo. Andy había ido a Londres, contento de que su hermosa hija quisiera pasar un rato con él. Se encontrarían, harían lo que ella quisiera, y él se llevaría algunas de sus pertenencias a Derbyshire en vistas al trabajo del verano. Fue cuando paseó la mirada alrededor de su pulcro estudio, se frotó las manos y preguntó qué quería cargar en el Land Rover, cuando ella le contó la verdad.

– He cambiado de idea sobre lo de trabajar con Will -empezó-. También sobre lo de estudiar derecho. De eso quería hablar contigo, papá. Aunque -sonrió y, Dios, qué hermosa era cuando sonreía- nuestra cita ha sido maravillosa. Nunca había ido al Planetario.

Preparó té para los dos, le pidió que se sentara, sacó de un recipiente de Marks & Spencer una bandeja de emparedados y dijo:

– Cuando trabajabas en la secreta, ¿te metiste alguna vez en el mundo del sadomasoquismo?

Al principio, Andy pensó que se trataba de una conversación educada: los recuerdos de un padre ya mayor, evocados por las preguntas de su querida hija. No había tocado mucho ese mundo, dijo. Lo llevaba otra división del Yard. Algunas veces había entrado en clubes y tiendas de sadomasoquismo, y asistió a una fiesta en la que azotaban a un idiota crucificado vestido de colegial. Pero eso era todo. Gracias a Dios, porque algunas cosas en la vida te ensuciaban tanto que no bastaba un simple baño para purificarte, y el sadomasoquismo era la primera de su lista.

– Es solo un estilo de vida, papá -dijo Nicola, mientras cogía un emparedado de jamón y daba un bocado con aire pensativo-. Después de todo lo que has visto, me sorprende que lo condenes.

– Es una enfermedad -dijo Andy-. Esa gente tiene problemas que teme afrontar. La perversión parece la respuesta, pero solo es un síntoma de su enfermedad.

– Eso es lo que piensas tú -le recordó Nicola con suavidad-. La realidad podría ser diferente, ¿verdad? Lo que tú consideras una aberración, puede ser muy normal para otra persona. De hecho, a sus ojos tú podrías ser la aberración.

Suponía que sí, admitió Andy, pero ¿la normalidad no venía determinada por el número? ¿No era eso lo que significaba la palabra «norma»? ¿No era establecida la norma por el comportamiento de la mayoría?

– Eso convertiría el canibalismo en normal entre los caníbales, papá.

– Entre los caníbales supongo que sí.

– Si un grupo de caníbales decide que no les gusta comer carne humana, ¿son anormales? ¿O diremos que sus gustos han experimentado un cambio? Si alguien de nuestra sociedad se va con los caníbales y descubre que le gusta la carne humana, ¿es anormal? ¿Y para quién?

Andy había sonreído.

– Serás una abogada estupenda -dijo.

Y ese comentario les había conducido a la perdición.

– En cuanto a eso, papá -empezó Nicola-, en cuanto al derecho…

Había empezado con su decisión de no ir a trabajar para Will Upman, sino quedarse en Londres durante el verano. Al principio, Andy había supuesto que había encontrado un empleo más de su gusto en un bufete de la ciudad. Tal vez, pensó esperanzado, se ha establecido como abogada del Estado. No era lo que había soñado para ella, pero no era ciego al prestigio que daría a su hija.

– Estoy decepcionado, por supuesto -dijo-. Tu madre también lo estará. Pero siempre hemos considerado a Will un último recurso si no salía nada mejor. ¿Qué te llevas entre manos?

Nicola se lo dijo. Al principio Andy pensó que estaba bromeando, aunque Nicola nunca bromeaba sobre sus deseos. De hecho, siempre había expresado sus intenciones con toda exactitud, la misma que empleó aquel día en Islington: este es el plan, este es el motivo, este es el resultado que se pretende.

– Pensé que lo deberías saber -concluyó-. Estás en tu derecho, puesto que estabas pagando la facultad. Pienso devolverte ese dinero, por cierto. -La sonrisa, una vez más, la dulce y enfurecedora sonrisa que la acompañaba cada vez que anunciaba un hecho consumado. «Me voy a escapar», decía a sus padres cuando le negaban una petición irracional. «No vendré después del colegio. De hecho, no pienso ir al colegio. No me esperéis a cenar. O a desayunar mañana. Me voy a escapar»-. Debería poder devolvértelo antes de que termine el verano. Ya lo habría reunido de no ser porque tuvimos que comprar complementos, y son muy caros. ¿Quieres verlos?

Andy seguía creyendo que era una especie de broma. Incluso cuando sacó su equipo y explicó el uso de cada objeto obsceno: los látigos de cuero, los tirantes erizados de pequeños clavos de cromo, las máscaras y esposas, los grilletes y collares.

– Como ves, papá, algunas personas no pueden soltarse el moño si no hay de por medio dolor o humillación -explicó a su padre, como si no hubiera pasado años expuesto a toda clase de aberraciones humanas-. Desean el sexo, bueno, es natural, ¿no? ¿No lo deseamos todos? Pero a menos que vaya de la mano de algo degradante o doloroso no obtienen satisfacción, y a veces ni siquiera pueden consumarlo. Luego están los que parecen necesitados de expiar algo. Es como si hubieran cometido un pecado, y si toman su medicina como es debido, son felices, son perdonados y siguen con su rollo. Van a casa con la mujer y los hijos, y se sienten, humm, se sienten… Supongo que sonará raro, pero parece que se sienten renovados. -Dio la impresión de que leía algo en la cara de su padre, porque tendió la mano sobre la mesa y la apoyó en el puño cerrado de Andy-. Papá, yo siempre soy el ama. Lo sabes, ¿verdad? No permitiría que nadie me hiciera lo que yo hago… Eso no me interesa. Lo hago porque el dinero es fantástico, increíble, y mientras sea joven, bonita y lo bastante fuerte para aguantar ocho o nueve sesiones al día… -Exhibió su sonrisa impúdica y sacó el último objeto que quería enseñarle-. La cola de caballo es el más ridículo. No puedes imaginar el aspecto de imbécil que tiene un tío de setenta años cuando esta cosa cuelga de su… bueno, ya sabes.

– Dilo -habló Andy, que por fin había recuperado el habla.

Ella le miró sin entender, mientras el tapón de plástico negro, con sus cintas de cuero negro, colgaba de su hermosa y esbelta mano.

– ¿Qué?

– Las palabras. ¿De qué cuelga? Si eres incapaz de decirlo, ¿cómo eres capaz de hacerlo?

– Ah, eso. Bueno, no lo digo porque eres mi padre.

Y esa admisión había roto algo en su interior, un último vestigio de control y un pudor anticuado, producto de la represión de toda la vida.

– Del agujero del culo -estalló-. Cuelga de su jodido agujero del culo, Nick.

Barrió de la mesa todos los aparatos de tortura que ella había sacado.

Nicola comprendió por fin que le había provocado demasiado. Retrocedió cuando Andy dio rienda suelta a su rabia, incomprensión y desesperación. Volcó muebles, rompió platos y arrancó los lomos de sus libros de derecho. Vio miedo en sus ojos, y pensó en las veces que habría podido inspirarlo y decidió no hacerlo. Y eso le enfureció aún más, hasta que la destrucción que había arrasado su bonito estudio redujo a su hija a un guiñapo acobardado de seda, raso e hilo, los materiales de que estaban hechas sus ropas. Se acurrucó en un rincón con los brazos sobre la cabeza, pero eso no fue suficiente para él. Le arrojó a la cara su repugnante equipo.

– ¡Te veré muerta antes que permitirte hacerlo! -gritó.

Fue solo más tarde, después de encontrar tiempo para pensar de la misma forma que Nicola pensaba, cuando comprendió que había otra manera de disuadir a su hija de la nueva vocación que había elegido. Era Will Upman y la posibilidad de que hiciera a Nicola lo que tenía fama de haber hecho a muchas mujeres. La telefoneó dos días después de su visita a Londres y le ofreció el trato. Nicola, cuando vio que podía ganar más dinero en Derbyshire que en Londres, accedió.

Había comprado tiempo, pensó Andy. No hablaron de lo que había pasado aquel día en Islington.

Por el bien de Nancy, Andy pasó el verano fingiendo que todo saldría bien al final. Si Nicola volvía a la facultad en otoño, olvidaría lo ocurrido en Islington como si nunca hubiera tenido lugar.

– No le cuentes a tu madre nada de esto -dijo a su hija cuando cerraron el trato.

– Pero papá, mamá…

– No. Maldita sea, Nick, no pienso discutir. Quiero que me des tu palabra de que no dirás nada de esto cuando vuelvas a casa. ¿Queda claro? Porque si una sola palabra llega a oídos de tu madre, no recibirás ni un penique de mí, y lo digo en serio. Dame tu palabra.

Nicola se la dio. Si existía alguna gracia redentora en la fealdad de la vida de Nick y en el horror de su muerte, era que Nancy no había llegado a saber la verdad.

Pero ahora la situación era muy distinta, y los hechos que salieran a la luz destruirían todavía más el mundo de Andy. Había perdido a su hija por culpa de la degradación y la corrupción. No estaba dispuesto a perder a su mujer por culpa de la angustia y el dolor de enterarse de la verdad.

Comprendió que solo había una forma de detener la rueda de la muerte de Nicola en pleno ciclo de destrucción. Sabía que contaba con los medios de pararla. Solo podía rezar para, en el último momento, tener también la voluntad.

¿Qué importaba si una vida más pagaba el castigo? Muchos hombres habían muerto por menos si la causa era justa. Y también mujeres.


El lunes, a media mañana, Barbara Havers había ampliado sus conocimientos sobre el tiro con arco considerablemente. En el futuro podría discutir con los mejores practicantes acerca de los méritos del mylar sobre las plumas, o las diferencias entre longbows, arcos de poleas y arcos recurvados. Pero en cuanto acercarse más a otorgar el premio Guillermo Tell a Matthew King-Ryder… ni la menor suerte en ese campo.

Había repasado la lista de correo de Jason Harley. Incluso había llamado por teléfono a todos los nombres de la lista con dirección en Londres, para ver si King-Ryder usaba un seudónimo. Al cabo de tres horas no había conseguido nada con la lista, y el catálogo, aparte de aumentar sus conocimientos sobre trivialidades para impresionar en las fiestas elegantes, cuando uno se devanaba los sesos por añadir algo a la conversación, no le había servido de nada. Por eso, cuando Helen Lynley le telefoneó para invitarla a Belgravia, Barbara aceptó muy complacida. Helen era muy escrupulosa sobre los horarios de sus comidas, y se estaba acercando la hora de comer, sin nada más en la nevera que platos precocinados en la línea del rogan josh. Barbara sabía que un cambio le iría bien.

Llegó a Eaton Terrace al cabo de una hora. Helen abrió la puerta. Como de costumbre, vestía elegantemente, con pantalones color tostado y camisa verde bosque. Al verla, Barbara se sintió como un trozo de queso mohoso. Como había llamado al Yard para dar la excusa de que estaba indispuesta, se había vestido con menos cuidado todavía de lo normal. Llevaba una camiseta gris extragrande, pantalones negros y zapatillas de deporte rojas sin calcetines.

– No hagas caso. Viajo de incógnito -dijo a la mujer de Lynley.

Helen sonrió.

– Gracias por venir tan deprisa. Habría ido a tu casa, pero pensé que tal vez preferirías estar en esta parte de la ciudad cuando hubiéramos terminado.

¿Terminado?, pensó Barbara. Maravillosa noticia. Se trataba de una invitación a comer, pues.

Helen le indicó que entrara.

– Charlie -llamó-, Barbara ha llegado. ¿Has comido, Barbara?

– Bueno, no. No exactamente. -Porque una sinceridad brutal la obligó a admitir que tomar una tostada con salsa cremosa de ajo Chicken Tonight a eso de las once podría considerarse una comida temprana en algunos círculos.

– He de salir. Pen llega esta tarde de Cambridge sans niños, y nos ha prometido una cena en Chelsea, pero Charlie puede prepararte un bocadillo o una ensalada si te sientes mareada.

– Sobreviviré -dijo Barbara, aunque hasta ella notó su tono dudoso.

Siguió a Helen hasta el salón bien amueblado de la casa, y vio que el rack de la cadena estéreo de Lynley tenía la puerta de cristal abierta. Todos sus componentes estaban encendidos, y la funda de un CD descansaba sobre el sintonizador. Helen le pidió que se sentara, y Barbara ocupó el mismo lugar que la tarde anterior, antes de que Lynley la expulsara del caso.

– Supongo que el inspector volvió a Derbyshire de una pieza -empezó.

– Siento mucho vuestra pelea -dijo Helen-. Tommy es… bien, Tommy es como es.

– Es una forma de decirlo -admitió Barbara-. Rompió el molde, no me cabe duda.

– Tenemos algo que nos gustaría que escucharas.

– ¿El inspector y tú?

– ¿Tommy? No. No sabe nada de esto. -Helen debió de leer algo en la expresión de Barbara, porque se apresuró a añadir, aunque con términos algo vagos-: Es que no estábamos muy seguros de cómo interpretar lo que teníamos entre manos. Así que me dije: «Vamos a telefonear a Barbara, ¿eh?»

– Vamos -repitió Barbara.

– Charlie y yo. Ah, aquí está. ¿Quieres ponerlo para que Barbara lo oiga, por favor?

Denton saludó a Barbara y le hizo entrega de una bandeja, sobre la que había un plato con una pechuga de pollo de aspecto suculento con guarnición de pasta tricolor. Iba acompañado de una copa de vino blanco y un panecillo. Una servilleta de hilo acunaba los cubiertos de manera artística.

– Pensé que un tentempié no le iría mal. Espero que le guste la albahaca.

– Lo considero la respuesta a las oraciones de una joven.

Denton sonrió. Barbara empezó a comer mientras el hombre se acercaba al rack. Helen se sentó con ella en el sofá mientras Denton manipulaba botones y cuadrantes.

– Escuche esto -dijo.

Barbara lo hizo mientras devoraba el sabroso pollo de Denton, y cuando una orquesta inició algo con gran aparato de instrumentos de viento, pensó que había peores formas de pasar una tarde.

Un barítono empezó a cantar. Barbara captó casi toda la letra, aunque no toda.


… vivir, vivir, seguir adelante o morir la cuestión persiste en la mente hasta que el hombre se pregunta por qué

morir, morir, dar fin al pesar del corazón jamás de nuevo horrorizarse ni soportar castigo cuando la carne acepta su papel

en lo que significa ser un hombre, promesas hechas con premura, temeroso

por qué no albergar la muerte en mi pecho, eterno sueño sumido en mi tumba

dormir, ese sueño, terrores al acecho qué sueños pueden sobrevenir a los hombres dormidos que creen insensatos

haber escapado a los golpes, a los desprecios de que el tiempo colma a aquellos que viven

Ese sueño permite que reine la paz en un hombre que no puede perdonar…


– Es bonito -dijo Barbara-. De hecho, es brutal. Nunca lo había oído. -He aquí el motivo.

Helen le entregó el mismo sobre de papel manila que Barbara había llevado a Eaton Terrace.

Cuando sacó el fajo de papeles, comprobó que era la partitura escrita a mano que la señora Baden le había dado.

– No entiendo -dijo. -Mira. -Helen le señaló la primera hoja. Al cabo de poco tiempo, Barbara siguió la letra del tema que interpretaba el barítono. Leyó el título de la canción en la cabecera de la página, Qué sueños pueden sobrevenir, y tomó conciencia de que la partitura había sido escrita de puño y letra por la misma firma garrapateada sobre la primera página: Michael Chandler. Su primera reacción fue de decepción.

– Maldita sea -dijo, pues su teoría sobre el móvil de los crímenes de Derbyshire había quedado destruida-. Así que la obra ya ha sido representada. Esto echa por tierra mi hipótesis.

Porque era absurdo que Matthew King-Ryder hubiera eliminado a Terry Cole y Nicola Maiden, por no hablar de la paliza propinada a Vi Nevin, si la obra que perseguía ya había sido representada. No podría montar una nueva producción con música ya escuchada. Solo una reposición. Y no valía la pena matar por eso, porque los beneficios de cualquier reposición de una obra escrita por Chandler y King-Ryder serían controlados por los términos del testamento de su padre.

Hizo ademán de tirar las hojas sobre la mesita auxiliar, pero Helen se lo impidió.

– Espera -dijo-. Creo que no lo entiendes. Enséñasela, Charlie.

Denton le entregó dos objetos: la funda del CD que estaba sonando, y el programa del teatro. En ambos se leía Hamlet. Y en el CD constaban las palabras adicionales: «letra y música» de David King-Ryder. Barbara contempló este último anuncio durante varios segundos, mientras asimilaba su significado. Y su significado se reducía a un solo dato precioso: por fin había descubierto el verdadero móvil de Matthew King-Ryder para matar.


Hanken estaba obsesionado. Quería los registros del hotel Black Angel, y no descansaría hasta conseguirlos. Lynley podía acompañarle, o bien dirigirse a Broughton Manor solo, cosa que no le aconsejaba, pues aún no había conseguido una orden de registro de la mansión, y Hanken no creía que los Britton guardaran ningún cadáver en el armario, después de cientos de años de historia familiar.

– Necesitaremos un grupo de veinte hombres para registrar ese lugar -añadió Hanken-. Si es necesario, lo haremos. Pero yo apostaría por lo contrario.

Consiguieron los registros del hotel en un tiempo récord. Cuando Lynley telefoneó a Londres para localizar a Nkata, con el fin de que enviara un fax con los hallazgos de Barbara sobre el SO10, Hanken se llevó las tarjetas de registro al bar, donde el menú del día era lomo con salsa de manzana. Cuando Lynley se reunió con él, provisto del fax que contenía el informe de Havers, el otro inspector estaba dando buena cuenta del plato del día con una mano, mientras con la otra pasaba revista a las tarjetas de registro. Un segundo plato humeante similar estaba colocado frente a él, con una pinta de cerveza al lado.

– Gracias -dijo Lynley, al tiempo que le entregaba el informe.

– Siempre pide el plato del día -le aconsejó Hanken, y cabeceó en dirección a los papeles que Lynley sostenía-. ¿Qué tenemos?

Lynley no creía que tuvieran algo sólido, pero recordó tres nombres que, pese a sus prejuicios sobre el tema, valía la pena investigar. Uno de ellos era un antiguo confidente de Maiden. Los otros dos eran figuras secundarias que trabajaban en la periferia de las investigaciones de Maiden, pero que nunca habían visitado las cárceles de Su Majestad. Ben Venables era el soplón. Clifford Thompson y Gar Brick eran los otros.

De vuelta al hotel Black Angel, Hanken había perfeccionado su teoría. Dijo que Maiden era demasiado astuto para matar a su hija personalmente, por más que lo deseara. Había contratado a uno de los tíos relacionados con su pasado, y había despistado a la policía al decirles que se trataba de un asesinato por venganza, para que se concentraran en los delincuentes encarcelados o en libertad condicional, mientras los que se habían codeado con Maiden pero carecían de motivos para vengarse, escaparían a la atención de la policía. Era un truco muy inteligente. En consecuencia, Hanken quería el informe del SO10 para ver si alguno de los nombres coincidía con el de un cliente registrado en el hotel.

– Imaginas cómo pudo suceder, ¿verdad? -preguntó Hanken a Lynley-. A Maiden le bastó con informar a su hombre del lugar donde su hija iba a acampar.

Lynley quiso discutir, pero no lo hizo. Andy Maiden, más que nadie, conocía los riesgos de contratar a alguien para cometer un asesinato. Que lo hubiera hecho para quitarse de encima a una hija cuyo estilo de vida le resultaba intolerable era algo impensable. Si el hombre hubiera querido eliminar a Nicola porque no podía obligarla a cambiar sus costumbres, no habría buscado a otra persona que le hiciera el trabajo, sobre todo a alguien que se hubiera derrumbado durante el interrogatorio y apuntado un dedo acusador en su dirección. No. Si Andy Maiden hubiera querido eliminar a su hija lo habría hecho él mismo. Y habían descartado todas las presuntas pruebas que podían señalarlo como culpable.

Lynley comió mientras Hanken leía el informe y devoraba su plato; terminó los dos al mismo tiempo.

– Venables, Thompson y Brick -dijo, en una demostración de haber llegado a la misma conclusión que Lynley-. Comparemos sus nombres con los que aparecen en los registros del hotel.

Lo hicieron. Cogieron todos los registros de la semana anterior y verificaron los nombres de todos los huéspedes del hotel durante esos días. Como el informe abarcaba más de veinte años de experiencia de Andy Maiden como policía, tardaron bastante. Pero al final seguían como al principio. Ningún nombre coincidía.

Fue Lynley quien indicó que alguien contratado para asesinar a Nicola Maiden no se hubiera registrado en un hotel local y utilizado su nombre verdadero. Hanken lo admitió. Sin embargo, en lugar de desechar por completo la idea de un asesino a sueldo, que se había alojado en el hotel y abandonado la chaqueta y el impermeable, dijo con palabras vagas:

– Por supuesto. Vamos a Buxton.

¿Qué pasa con Broughton Manor?, preguntó Lynley. ¿Iban a dejarlo correr en favor de… qué? ¿En persecución de alguien que tal vez no existía?

– El asesino existe, Thomas -replicó Hanken, al tiempo que se levantaba-. Y se me ocurre que lo localizaremos a través de Buxton.


– Pero ¿por qué me has telefoneado a mí, y no al inspector? -preguntó Barbara a Helen.

– Gracias, Charlie -dijo Helen-. ¿Te ocuparás de devolver esos muestrarios de papel pintado a Peter Jones? Ya los he escogido. Están señalados.

Denton asintió.

– Lo haré -dijo, y subió la escalera después de apagar la cadena y sacar el CD.

– Gracias a Dios que Charles es un apasionado de los musicales del West End -dijo Helen, cuando Barbara y ella estuvieron a solas-. Cuanto más le conozco, más valioso me parece. ¿Quién lo habría pensado? Porque cuando Tommy y yo nos casamos, me pregunté cómo me sentaría que el mayordomo de mi marido, o lo que sea Charlie Denton, estuviera todo el día rondando por la casa, como un lacayo del siglo xix. Pero es indispensable. Ya lo has visto.

– ¿Por qué, Helen? -preguntó Barbara, indiferente a los comentarios de la otra mujer.

El rostro de Helen se suavizó.

– Le quiero -dijo-. Pero no siempre tiene razón. Nadie la tiene siempre.

– No le gustará que me hayas informado de esto.

– Sí. Bien. Ya lo arreglaré cuando llegue el momento. -Helen indicó la partitura-. ¿Qué vas a hacer con eso?

– ¿En relación al crimen?

Cuando Helen asintió, Barbara consideró todas las respuestas posibles. Recordó que David King-Ryder se había suicidado la noche de estreno de su producción de Hamlet. A juzgar por las palabras de su hijo, King- Ryder había sabido la misma noche que el espectáculo era un éxito absoluto. No obstante, se había suicidado, y cuando Barbara combinaba este dato, no solo con la autoría real de la letra y la música, sino con la historia que Vi Nevin le había contado sobre cómo había llegado la partitura a las manos de Terry Cole, siempre llegaba a la misma conclusión: alguien sabía que David King-Ryder no había escrito la letra o la música del espectáculo que había montado con su nombre. Esa persona lo sabía, porque de alguna manera había conseguido la partitura original. Considerando que la llamada telefónica interceptada por Terry Cole en Elvaston Place había tenido lugar en junio, coincidiendo con el estreno de Hamlet, parecía razonable llegar a la conclusión de que el destinatario de la llamada no era Matthew King-Ryder, ansioso por producir un espectáculo que no estuviera controlado por el testamento de su padre, sino el propio David King-Ryder, desesperado por recuperar la partitura y ocultar al mundo el sencillo hecho de que la obra no le pertenecía.

¿Por qué, si no, se había suicidado King-Ryder, a menos que hubiera llegado a la cabina telefónica con un retraso de cinco minutos para recibir la llamada? ¿Por qué, si no, se había suicidado, a menos que estuviera convencido de que, pese a haber pagado al chantajista, que debía telefonearle para indicar dónde debía «recoger el paquete», iba a ser chantajeado ad infinitum? ¿O peor aún, que iba a ser denunciado a la misma prensa que le había denostado durante años? Claro que se había suicidado, pensó Barbara. No podía saber que Terry Cole había interceptado la llamada dirigida a él. No podía saber cómo ponerse en contacto con el chantajista, con el fin de averiguar qué había salido mal. Como no recibió la llamada en la cabina de Elvaston Place cuando llegó, pensó que estaba acabado.

La única pregunta era: ¿quién había chantajeado a David King-Ryder? Y solo había una respuesta remotamente razonable: su propio hijo. Existían pruebas, aunque fueran circunstanciales. No cabía duda de que Matthew King-Ryder había sabido, antes del suicidio de su padre, que no iba a conseguir nada cuando David King-Ryder muriera. Si iba a presidir la Fundación King- Ryder, cosa que había admitido cuando Barbara habló con él, habría sido informado de las cláusulas del testamento de su padre. Por lo tanto, la única forma de apoderarse de una parte del dinero de su progenitor era extorsionarle.

Barbara explicó todo esto a Helen, y cuando terminó esta preguntó:

– Pero ¿tienes alguna prueba? Porque sin pruebas… -Su expresión dijo el resto: estás acabada, amiga mía.

Barbara caviló la respuesta mientras terminaba de comer. Y la encontró en un breve repaso a su visita a King-Ryder, en el piso de Baker Street.

– La casa -dijo a la mujer de Lynley-. Helen, se estaba cambiando de casa. Dijo que por fin había reunido dinero suficiente para comprar una propiedad al sur del río.

– Pero al sur del río… Eso no es exactamente…

Helen parecía incómoda, y a Barbara le gustó su reticencia a llamar la atención sobre la considerable fortuna de Lynley. Se necesitaba mucho dinero para comprar aunque fuera una alacena en Belgravia. Por otra parte, la zona situada al sur del río, donde los mortales inferiores compraban casas, no presentaba dichos problemas. King-Ryder podría haber ahorrado lo suficiente para comprar una casa allí. Barbara aceptó esa posibilidad.

– No existe otra explicación para la conducta de King-Ryder -dijo, no obstante-. Mintió sobre lo que pasó cuando Terry Cole fue a su despacho, registró el piso de Cole en Battersea, compró una de las monstruosidades de Cilla Thompson, fue al piso de Vi Nevin y lo puso patas arriba. Ha de apoderarse de esa partitura, y hará cualquier cosa con tal de conseguirla. Su padre ha muerto, y él tiene la culpa. No quiere que el recuerdo del pobre capullo se vaya a tomar por culo también. Quería un poco de pasta, no cabe duda, pero no quería verle destruido.

Helen meditó sobre sus palabras, mientras seguía con los dedos la raya de sus pantalones.

– Entiendo cómo encajas los hechos -admitió-, pero en cuanto a las pruebas de que ha sido un chantajista, y ya no digamos un asesino…

Alzó la vista y abrió las manos, como diciendo ¿dónde están?

Barbara pensó en lo que tenía contra King-Ryder, además de lo que sabía sobre el testamento de su padre. Terry había ido a verle. Matthew había registrado el piso de Terry. Había ido al estudio de Portslade Road…

– El cheque -repuso-. Extendió a Cilla Thompson un cheque cuando compró una de sus pesadillas.

– De acuerdo -dijo Helen con cautela-. Pero ¿adonde te conduce eso?

– A Jersey -repuso Barbara con una sonrisa-. Cilla hizo una fotocopia del cheque, tal vez porque nunca ha vendido una mierda en su vida, y créeme, le gustará recordar esa ocasión, porque nunca más va a suceder. El cheque era pagadero en una cuenta de un banco de St. Helier. Bien, ¿por qué nuestro chico se buscaría un banco en las islas del Canal, a menos que tuviera dinero que ocultar, Helen? Como un ingreso de unos miles de libras, tal vez unos cientos de miles, exprimidos a su papá mediante el chantaje, y sobre los cuales no quería que le hicieran preguntas. Ahí tienes tu prueba.

– Pero todo son suposiciones, ¿no? ¿Puedes demostrar algo? ¿Puedes investigar esas cuentas bancarias? ¿Qué vas a hacer ahora?

Era un problema, reconoció Barbara. No podía demostrar nada.

Había una huella de pisada en el piso de Vi Nevin, por supuesto, aquella suela de zapato con marcas hexagonales. Pero si esas suelas de zapato resultaban tan vulgares como las tostadas en el desayuno, ¿en qué contribuirían a la investigación? Era evidente que King-Ryder habría dejado huellas en todo el piso de Vi Nevin, pero no iba a colaborar si los policías le pedían unos cuantos pelos de la cabeza o un frasquito de sangre para la prueba del ADN. Y aunque les facilitara de todo, desde uñas de los dedos de los pies hasta seda dental, nada podría relacionarle con los asesinatos de Derbyshire, a menos que los policías contaran con un montón de huellas dejadas en el lugar de los hechos.

Barbara sabía que le pasaría algo más grave que ser apartada del caso y degradada si llamaba a Lynley para confabularse respecto a las pruebas de Derbyshire. Había desafiado sus órdenes. Había ido a la suya. Él la había expulsado de la investigación. ¿Qué haría si descubría que había reemprendido la investigación? No se atrevía ni a imaginarlo. Si quería desenmascarar a King-Ryder, tenía que hacerlo más o menos sola. Solo quedaba el detalle sin importancia de cómo hacerlo.

– Ha sido más listo que el hambre -dijo a Helen-. Este tío no tiene un pelo de tonto, pero si encuentro una forma de ganarle la mano… Si soy capaz de utilizar algo de todo lo que he reunido hasta ahora…

– Tienes la partitura -indicó Helen-. Eso era lo que quería desde el primer momento, ¿no?

– Por supuesto. Destrozó el lugar de acampada. Registró el piso de Battersea. Desmanteló el dúplex de Vi Nevin. Pasó lo suficiente en el estudio de Cilla para averiguar si había un escondite. Supongo que podemos decir, sin lugar a dudas, que andaba detrás de la partitura. Y sabe que no la tenían Terry, Cilla o Vi.

– Pero también sabe que está en algún sitio.

Eso es verdad, pensó Barbara. Pero ¿dónde y en poder de quién? ¿Quién era la persona a la que King-Ryder no conocía, capaz de convencerle de que la partitura había cambiado de manos más de una vez, y de que él, King-Ryder, tendría que dar la cara para conseguirla? ¿Y cómo coño podría servir el acto de dar la cara por una partitura, cuya existencia podría negar en cuanto la viera, para delatarle como el asesino que era?

Puta mierda, pensó Barbara. Experimentaba la sensación de que su cerebro se estaba licuando. Lo que necesitaba era hablar con otro profesional. Lo que necesitaba era conchabarse con alguien que no solo pudiera ver todos los tentáculos del crimen, sino también ofrecer una solución, participar en ella y defenderse de King- Ryder si todo se iba al carajo en un abrir y cerrar de ojos.

El inspector Lynley era la elección evidente, pero no era posible. Necesitaba a alguien como él. Necesitaba un clon.

Barbara comprendió y sonrió.

– Por supuesto -dijo.

Helen enarcó una ceja.

– ¿Se te ha ocurrido una idea?

– Me ha venido una inspiración fantástica.


No fue hasta la una cuando Nan Maiden se dio cuenta de que su marido había desaparecido. Entregada a la tarea de ordenar la planta baja de Maiden Hall, así como a supervisar la devolución de todos los cuartos de invitados al estado en que se encontraban antes de la llegada de la policía, se había esforzado tanto en actuar como si un registro inesperado de la policía formara parte de la rutina cotidiana, que no había reparado en la desaparición de Andy.

Como no estaba en el hostal, dio por sentado que había salido a los terrenos. Pero cuando pidió a uno de los pinches que llevara un mensaje al señor Maiden para que viniera a comer, el chico le dijo que Maiden se había marchado en el Land Rover media hora antes.

– Ah. Entiendo -dijo Nan, como si fuera el comportamiento más razonable en aquellas circunstancias. Hasta intentó convencerse de ello: porque era inconcebible que Andy se hubiera ido sin decirle ni una palabra, después de lo que habían sufrido.

– ¿Un registro? -había preguntado al imperturbable Hanken-. ¿Un registro para qué? No tenemos nada… No escondemos nada… No encontrará nada…

– Cariño, por favor -había dicho Andy, y pidió ver la orden de registro. Luego la devolvió-. Adelante -dijo a Hanken.

Nan no pensó en lo que estaban buscando. No pensó en lo que su presencia significaba. Cuando se fueron con las manos vacías, sintió tal alivio que las piernas le fallaron, y tuvo que sentarse para no caer al suelo.

La tranquilidad que sintió cuando la policía no encontró nada de lo que estaba buscando dio paso rápidamente a la angustia, cuando averiguó que Andy se había ido. Sobre sus cabezas pendía el deseo de su marido de encontrar a alguien en el país que le sometiera a un detector de mentiras.

Ahí había ido, decidió Nan. Ha localizado a alguien que le someta a la maldita prueba. El registro del hostal le había impulsado a dar el paso. Quiere someterse a la prueba y demostrar su inocencia.

Tenía que detenerle. Tenía que hacerle ver que estaba siguiendo su juego. Habían llegado con una orden judicial para registrar la propiedad, a sabiendas de que eso le pondría nervioso, y lo habían conseguido. Les habían puesto nerviosos a los dos.

Nan se mordisqueó las uñas. Si no se hubiera sentido sin fuerzas durante un momento, habría ido a verle, se dijo. Habrían hablado. Habría calmado su conciencia y… No. No quería pensar en eso. La conciencia no. La conciencia nunca. Solo debía pensar en lo que podía hacer para disuadir a su marido de sus intenciones.

Comprendió que solo existía una posibilidad. No podía arriesgarse a utilizar el teléfono de recepción, así que subió al piso de la familia para utilizar el de la mesita de noche. Ya había descolgado el auricular, dispuesta a marcar el número, cuando vio una hoja de papel doblada sobre su almohada.

El mensaje de su marido se limitaba a una sola frase. Nan Maiden la leyó y dejó caer el auricular.


No sabía adonde ir. No sabía qué hacer. Salió corriendo del dormitorio. Bajó la escalera aferrando la nota de Andy, y tantas voces en su cabeza exigían acción a gritos que no pudo pensar en una palabra coherente que le indicara el primer paso que tenía que dar.

Quería agarrar a todas las personas que veía, en el piso de los huéspedes, en el salón, en la cocina, en los terrenos. Quería sacudirlas a todas. Quería gritar dónde está ayúdenme qué está haciendo adonde ha ido qué significa su… oh Dios no me lo digas porque sé lo que significa y siempre lo he sabido y no quiero oírlo afrontarlo sentirlo reconciliarme con lo que es… no no no… ayúdame a encontrarle ayúdame.

Corría a través del aparcamiento sin ser consciente de que había ido allí, y luego comprendió que su cuerpo se había apoderado de una mente que había dejado de funcionar. Al tiempo que tomaba conciencia de sus intenciones, vio que el Land Rover no estaba en el aparcamiento. Él se lo había llevado: quería dejarla sin medios de desplazarse.

No iba a aceptarlo. Giró en redondo y regresó al hostal, donde la primera persona que vio era una de las dos mujeres de Grindleford (¿por qué siempre las había llamado las mujeres de Grindleford, como si no tuvieran nombres?), y se precipitó hacia ella.

Nan sabía que su aspecto era el de una perturbada. Y así se sentía, desde luego. Pero eso daba igual.

– Su coche -dijo-. Por favor. -Fue lo máximo que acertó a decir, porque descubrió que la respiración le fallaba.

La mujer parpadeó.

– ¿Se encuentra mal, señora Maiden?

– Las llaves. Su coche. Es Andy.

Por suerte, con eso bastó. Al cabo de unos momentos, Nan iba al volante de un Morris tan antiguo que el asiento del conductor consistía en una delgada capa de relleno que cubría los muelles.

Aceleró y descendió por la ladera. Solo pensaba en encontrarle. Ni siquiera había empezado a pensar adonde había ido y por qué.


Barbara descubrió que no era fácil conseguir que Winston Nkata participara. Una cosa había sido que la invitara a intervenir en una investigación cuando ella era una agente más a la espera de una misión, mientras él se desplazaba a Derbyshire con Lynley. Y otra muy distinta era que Barbara le pidiera que se uniese a ella en una parte de la misma investigación, después de haber sido expulsada del caso. Su investigación particular no estaba autorizada por su oficial superior. Cuando habló con Nkata, se sentía un poco como el señor Christian, mientras que su colega no parecía muy ansioso por hacer un crucero en la Bounty [18]

– Ni hablar, Barb. El horno no está para bollos.

– Solo es una llamada telefónica, Winnie. Además, es tu hora de comer, ¿no? O podría ser tu hora de comer. Has de comer. Así que nos encontraremos allí. Comeremos en el barrio. Lo que más te apetezca. Yo invito. Lo prometo.

– Pero el jef…

– … ni siquiera se enterará si no sacamos nada en limpio -terminó Barbara por él, y añadió-: Winnie, te necesito.

El hombre vaciló. Barbara contuvo el aliento. Winston Nkata no era un hombre que tomara decisiones precipitadas, de modo que le concedió tiempo para pensar en su petición desde todos los ángulos. Y mientras él pensaba, ella rezaba. Si Nkata no se sumaba a su plan, no tenía ni idea de quién más podría hacerlo.

– El jefe ha pedido un fax de tu informe del CRIS, Barb -dijo él por fin.

– ¿Lo ves? Aún sigue ladrando a ese estúpido árbol y no hay nada en las ramas. Nada de nada. Venga, por favor. Winnie, eres mi única esperanza. Así de claro. Lo sé. Solo necesito que hagas una llamada telefónica.

Le oyó mascullar la palabra «joder».

– Dame media hora -dijo.

– Fantástico -dijo Barbara, y se dispuso a colgar.

– Barb -la detuvo él-. No hagas que me arrepienta de esto.

Barbara se dirigió hacia South Kensington. Después de recorrer en ambas direcciones todas las calles, desde Exhibition Road hasta Palace Gate, encontró por fin aparcamiento en Queen's Gate Gardens, y marchó a pie hasta la esquina de Elvaston Place con Petersham Mews, el punto donde se encontraban las únicas cabinas telefónicas de Elvaston Place. Había dos, y dentro colgaban hasta tres docenas de tarjetas postales como las descubiertas bajo la cama de Terry Cole.

Nkata, que debía recorrer una distancia mayor desde Westminster, aún no había llegado. Barbara cruzó Gloucester Road en dirección a una panadería francesa que había observado durante sus circumnavegaciones del barrio en busca de aparcamiento. Incluso desde la calle y dentro del coche, había percibido el canto de sirena de los cruasanes de chocolate. Como tenía tiempo hasta que apareciera Winston, decidió que era absurdo no prestar oídos al desesperado lamento de su cuerpo por la falta de dos grupos alimenticios básicos, que ese día le había negado hasta el momento: mantequilla y azúcar.

Veinte minutos después de su llegada a South Kensington, Barbara vio que el cuerpo larguirucho de Winston Nkata subía por la calle desde Cromwell Road. Se metió el resto del cruasán en la boca, se secó los dedos en la camiseta, trasegó las últimas gotas de coca-cola y cruzó la calle justo cuando el hombre llegaba a la esquina.

– Gracias por venir -dijo.

– Si estás en lo cierto sobre ese tío, ¿por qué no le detenemos? -preguntó él-. Tienes chocolate en la barbilla, Barb -añadió, con el estoicismo de un hombre bastante familiarizado con sus peores vicios.

Barbara utilizó la camiseta para solucionar el problema.

– Ya conoces las reglas. ¿Con qué pruebas contamos?

– El jefe ha encontrado esa chaqueta de cuero, para empezar.

Nkata explicó los detalles del hallazgo de Lynley en el hotel Black Angel.

Barbara se alegró de conocerlos, sobre todo porque apoyaban su conjetura de una flecha como una de las armas del asesino. Pero había sido Nkata quien había pasado la información de la flecha a Lynley, y si Winston telefoneaba al inspector otra vez y decía: «Por cierto, jefe, ¿por qué no detenemos a ese King-Ryder y le tomamos las huellas, y de paso aprovechamos para interrogarle sobre chaquetas de cuero y viajes a Derbyshire?», Lynley vería el apellido Havers estampado en toda la sugerencia, y ordenaría a Nkata que diera marcha atrás con tal rapidez que se encontraría en Calais sin darse cuenta.

Nkata no era un tío que desafiara órdenes por amor o dinero. Y no iba a experimentar un repentino cambio de personalidad en honor de Barbara. Por tanto, debían mantener a Lynley en la inopia a toda costa, hasta que hubieran construido la jaula y King-Ryder estuviera sentado dentro, y cantando.

Barbara explicó todo esto a Nkata. Él escuchó sin hacer comentarios. Al final, asintió.

– Detesto hacerlo sin que él lo sepa -dijo.

– Ya lo sé, Winnie, pero no nos ha dejado otra alternativa, ¿verdad?

Nkata tuvo que admitirlo.

– ¿Cuál uso? -dijo, y señaló las cabinas.

– Eso da igual de momento, siempre que estemos atentos a que ninguna de las dos se utilice después de la llamada. Yo apostaría por la de la izquierda. Tiene una maravillosa postal de Travestís de Ensueño, por si necesitas un poco de diversión esta noche.

Nkata puso los ojos en blanco. Entró en la cabina, sacó unas monedas y llamó. Barbara escuchó su parte de la conversación. Se metió en la piel de un caribeño radicado al sur del Támesis. Como era la voz de sus veinte primeros años de vida, fue una interpretación estelar.

El guión fue de una simplicidad pasmosa, en cuanto King-Ryder se puso al teléfono.

– Creo que tengo un paquete que usted quiere, mista King-Ryder -dijo Nkata, y escuchó-. Oh, supongo que ya sabe a qué paquete me refiero… ¿Le suena Albert Hall? Ah, no, de ninguna manera. ¿Necesita la prueba? Ya conoce la cabina telefónica. Ya sabe el número. ¿Quiere la partitura? Llame.

Colgó y miró a Barbara.

– El cebo está en el anzuelo.

– Esperemos que pique.

Barbara encendió un cigarrillo y recorrió los escasos metros que distaba Petersham Mews, donde se apoyó contra un Volvo polvoriento y contó hasta quince antes de volver a la cabina telefónica, y después otra vez al coche. King-Ryder tendría que pensar antes de actuar, analizar los riesgos y los beneficios de descolgar el auricular en Soho y traicionarse. Tardaría varios minutos. Estaba ansioso, desesperado, era capaz de matar. Pero no era idiota.

Pasaron más segundos que se convirtieron en minutos.

– No picará -dijo Nkata.

Barbara le indicó que callara. Miró hacia Queen's Gate. Pese a su nerviosismo, fue capaz de imaginar lo sucedido aquella noche tres meses atrás: Terry Cole sube por la calle en su moto para depositar un nuevo fajo de postales en las dos cabinas, que sin duda formaban parte de su ruta regular. Tarda unos minutos; hay un montón de postales. Mientras las está colocando, el teléfono suena y, guiado por un capricho, lo descuelga y escucha el mensaje destinado a David King-Ryder. Piensa: ¿Por qué no le echamos un vistazo, a ver de qué va el rollo?, y se dispone a hacerlo. Recorre menos de un kilómetro en su Triumph, y ve ante él el Albert Hall. Entretanto, David King-Ryder llega, con cinco minutos de retraso, quizá menos. Aparca, corre hasta el teléfono y se pone a esperar. Pasa un cuarto de hora, tal vez más. Pero no sucede nada, y no sabe por qué. Desconoce la intervención de Terry Cole. Al final, piensa que le han timado. Cree que está arruinado. Su carrera y su vida están en manos de un chantajista que quiere destruirle. Ambas son historia, en pocas palabras.

Habría bastado con un solo minuto de retraso. Era muy fácil retrasarse en Londres por culpa del tráfico. Nunca había forma de saber si un recorrido desde el punto A hasta el punto B exigirá quince minutos o cuarenta y cinco. Y quizá King-Ryder no había intentado ir de A a B dentro de la ciudad. Tal vez venía del campo, por la autopista, donde cualquier cosa podía dar al traste con los planes de alguien. O quizá el coche sufrió una avería, la batería descargada, un pinchazo. ¿Qué más daba la circunstancia precisa? Lo único que contaba era que no había llegado a tiempo de contestar la llamada. La llamada que había hecho su hijo. Una llamada no muy diferente de la que Barbara y Nkata estaban esperando.

– El pez no ha picado -dijo Nkata.

– Mierda -dijo Barbara.

Y el teléfono sonó.

Barbara tiró el cigarrillo al suelo y corrió hacia la cabina. No era la misma desde la que Nkata había llamado, sino la de al lado. Lo cual podía no significar nada o todo, pensó Barbara, puesto que nunca sabrían en cuál había estado Terry Cole.

Nkata levantó el auricular al tercer timbrazo.

– ¿Mista King-Ryder? -dijo mientras Barbara contenía el aliento.

Sí, sí, sí, pensó cuando Nkata alzó el pulgar en señal de triunfo. Por fin entraban en materia.


– ¡Jodidos ordenadores! ¿De qué sirve tenerlos si cada día cascan? Dímelo, joder.

Por lo visto, la agente Peggy Hammer ya había oído muchas veces la misma pregunta en labios de su superior.

– No está roto, señor -dijo con admirable paciencia-. Es lo mismo del otro día. Estamos desconectados de la red por algún motivo. Supongo que el problema estará en Swansea, pero igual podría estar en Londres. Además, siempre hay nuestro…

– No le estoy pidiendo un análisis, Hammer -interrumpió Hanken-. Estoy pidiendo un poco de acción.

Habían llevado al centro de investigaciones de Buxton el montón de tarjetas de registro del hotel Black Angel, con lo que habían creído instrucciones sencillas que les permitirían reunir información en cuestión de minutos: conectarse con la DVLA de Swansea, introducir los números de matrícula de todos los coches cuyos conductores se hubieran alojado en el hotel Black Angel durante las dos últimas semanas, conseguir el nombre del propietario legal de cada coche, comparar el nombre con el consignado en la tarjeta del hotel. Propósito: ver si alguien se había registrado en el hotel con nombre falso. Corroboración de dicha posibilidad: un nombre en la tarjeta de registro, un nombre diferente en el sistema de la DVLA que indica la propiedad del automóvil. Una tarea sencilla. Solo tardarían unos minutos, porque los ordenadores eran rápidos y las tarjetas de registro (considerando el tamaño del hotel y el número de habitaciones) no eran numerosas. Quince minutos de trabajo, como máximo. Si el puto sistema hubiera funcionado por una puta vez.

Lynley vio que estos razonamientos pasaban por la mente de Hanken. Él también se sentía frustrado. Sin embargo, el motivo de su nerviosismo era diferente. No podía conseguir que Hanken se olvidara de Andy Maiden.

Lynley comprendía el razonamiento de su colega: Andy reunía el móvil y la oportunidad. Daba igual si tenía idea de utilizar un longbow, si alguien que se hubiera registrado en el hotel Black Angel bajo un nombre falso poseía esa habilidad. Y hasta que descubrieran si se habían utilizado identidades falsas en Tideswell, Lynley sabía que Hanken no daría el brazo a torcer.

El objetivo lógico era Julian Britton; siempre lo había sido. Al contrario que Andy Maiden, Britton tenía todos los números para ser el asesino. Había amado a Nicola hasta el punto de querer casarse con ella, y la había visitado en Londres, tal como él mismo había admitido. ¿Cabía que no hubiese visto nada que le hubiese dado la pista de su verdadera vida? Además, ¿existía alguna probabilidad de que hubiera sospechado que no era su único amante en Derbyshire?

Julian Britton tenía motivos a patadas. Carecía de coartada sólida para la noche del asesinato. Y en cuanto a lo de saber manejar un longbow, sin duda había visto montones de arcos en Broughton Manor durante torneos, recreaciones históricas y similares. ¿Era mucho suponer que Julian sabía manejarlos?

Un registro de Broughton Manor sería revelador. Las huellas dactilares de Julian, comparadas con las que el forense encontrara en la chaqueta de cuero, pondrían punto final al drama. Pero Hanken no tomaría esa dirección a menos que los registros del Black Angel desembocaran en un callejón sin salida. Daba igual que Julian hubiera podido abandonar la chaqueta en el Black Angel. Daba igual que hubiera tirado el impermeable en el contenedor. Daba igual que al hacerlo hubiera tenido que desviarse solo cinco minutos de la ruta directa entre Calder Moor y su casa. Hanken investigaría exhaustivamente a Andy Maiden, y entretanto sería como si Julian Britton no existiera.

Enfrentado a la rebelión del ordenador, Hanken maldijo la tecnología moderna. Tiró las tarjetas de registro a la agente Hammer y ordenó que utilizara un medio de comunicación anticuado: el teléfono.

– Llame a Swansea y dígales que si es necesario lo hagan a mano -ladró.

– Señor -contestó Peggy Hammer con voz sufrida.

Abandonaron el centro de investigaciones. Hanken masculló que lo único que podían hacer era esperar a que la agente Hammer y la DVLA obtuvieran la información que necesitaban, y Lynley se preguntó por la mejor manera de desviar el foco de la atención hacia Julian Britton. Una secretaria del departamento les alcanzó para decirles que preguntaban por Lynley en la zona de recepción.

– Es la señora Maiden -dijo-. Le advierto que está muy alterada.

Así era. La condujeron al despacho de Hanken unos minutos después, y era el pánico personificado. Aferraba una hoja de papel arrugada, y cuando vio a Lynley se puso a gritar.

– ¡Ayúdeme! -Se volvió hacia Hanken-. ¡Usted le obligó! No le dejaba en paz. No podía dejarle en paz. No quería darse cuenta de que a la larga haría algo… Haría… haría… algo…

Se llevó el puño con el papel a la frente.

– Señora Maiden -empezó Lynley.

– Usted trabajó con él, era amigo suyo. Le conoce. Le conocía. Ha de hacer algo, porque si no… si usted no puede… Por favor, por favor.

– ¿Qué coño está pasando? -preguntó Hanken. Era evidente que albergaba escasas simpatías por la esposa de su sospechoso número uno.

Lynley se acercó a Nan Maiden y cogió su mano. Le bajó el brazo y extrajo con suavidad la nota de entre los dedos.

– Estaba buscando… -dijo la mujer-. Salí a buscar… Pero no sé dónde, y tengo mucho miedo.

Lynley leyó la nota y sintió un escalofrío. «Voy a ocuparme de esto personalmente», había escrito Andy Maiden.


Julian acababa de pesar los cachorros de Cass cuando su prima entró en la habitación. Era evidente que iba en su busca, porque sonrió al verle.

– ¡Julie! Por supuesto. Qué tonta soy. Tendría que haber pensado enseguida en los perros.

Julian estaba aplicando aceite de anís a las tetas de Cass, preparando a sus cachorros para la prueba de veinticuatro horas de su sentido del olfato. Como perros que se adiestrarían para cazar, tenían que ser excelentes rastreadores.

Cass gruñó intranquila cuando Samantha entró, pero se calmó en cuanto la prima de Julian adoptó el tono tranquilizador al que los perros estaban acostumbrados.

– Julie -dijo-, esta mañana he sostenido la conversación más extraordinaria que puedas imaginar con tu padre. Pensaba contártelo a la hora de comer, pero como no apareciste… Julie, ¿has comido algo hoy?

Él no había sido capaz de enfrentarse a la mesa del desayuno. Y sus sentimientos no habían cambiado mucho a la hora de comer. Se había concentrado en el trabajo: inspecciones de las tierras de algunos agricultores arrendatarios, recabar información en Bakewell del calvario que uno debía pasar cuando deseaba efectuar cambios en un edificio catalogado de interés histórico, entregarse a las cientos de tareas que implicaban las perreras. De esta forma había logrado aislarse de todo lo que no estuviera directamente relacionado con la tarea inmediata.

La aparición de su prima en la perrera imposibilitaba cualquier maniobra de distracción. No obstante, en un esfuerzo por evitar la conversación que se había prometido mantener con ella, dijo:

– Lo siento, Samantha. El trabajo me absorbió.

Intentó imprimir un tono de disculpa a su voz. Y de hecho, le sabía mal, porque ella se estaba dejando la piel en Broughton Manor. Lo menos que podía hacer para demostrar su gratitud, pensó Julian, era aparecer a las horas de las comidas como reconocimiento a sus esfuerzos.

– Tú nos estás sosteniendo, y lo sé -dijo-. Gracias, Samantha. Te estoy muy agradecido. De veras.

– Lo hago porque me sale de dentro. Te lo aseguro, Julie. Siempre me ha parecido una pena que nunca tuviéramos la oportunidad de… -Pensó que era necesario un cambio de rumbo-. Es asombroso, cuando piensas que si nuestros padres hubieran hecho las paces, tú y yo habríamos podido… -Otro golpe de timón-. O sea, somos familia, ¿verdad? Es triste no conocer a los miembros de tu propia familia. Sobre todo cuando al final los conoces y resultan ser… bueno, gente encantadora.

Acarició con los dedos la trenza que colgaba, larga y gruesa, sobre su hombro. Julian reparó por primera vez en lo bien que estaba trenzada. Reflejaba la luz.

– Bien, no siempre me comporto como debería a la hora de dar las gracias -dijo.

– Creo que eres estupendo -repuso ella.

Julian se ruborizó. Era la maldición de su tez. Dio media vuelta y continuó con la perra. Samantha preguntó qué estaba haciendo y por qué, y él se sintió aliviado, porque una explicación sobre el aceite de anís y las friegas con algodón le proporcionaba el medio de salvar un momento embarazoso. Pero cuando dijo todo lo que había que decir, volvieron al mismo momento embarazoso. Y una vez más, Samantha les salvó.

– Oh, Señor -exclamó-. Me había olvidado por completo de por qué quería hablar contigo. Jules, es increíble lo que ha sucedido con tu padre.

Julian frotó el aceite en la última teta hinchada de Cass y entregó la perra a sus cachorros, mientras su prima relataba lo ocurrido entre Jeremy y ella.

– Botella tras botella, Julian -concluyó-. Todas las botellas de la casa. Y mientras tanto, lloraba.

– Me dijo que quería dejarlo -explicó él-. Pero ya lo ha dicho otras veces -añadió, para ser justo y sincero.

– ¿No le crees? Porque estaba… Tendrías que haberle visto, Julie. La desesperación le invadió de repente. Y la verdad, era por ti.

– ¿Por mí?

Julian devolvió el aceite al armario.

– Decía que había arruinado tu vida, que había ahuyentado a tu hermano y tu hermana -eso sí era verdad, pensó Julian- y que por fin había llegado a comprender que si no se enmendaba, también te ahuyentaría a ti. Yo le dije que nunca le dejarías, por supuesto. Al fin y al cabo, cualquiera puede ver que le quieres. Pero la cuestión es que desea cambiar. Está dispuesto a cambiar. Te estaba buscando porque… bien, tenía que decírtelo. ¿No te sientes contento? No me invento nada de lo que pasó. Botella tras botella, la ginebra por el desagüe y la botella rota en el fregadero.

Julian sabía que la reacción de su padre podía analizarse desde más de un punto de vista. Aunque fuera cierto que quisiera dejar la bebida, como todos los buenos alcohólicos, tal vez no estaba haciendo otra cosa que disponer sus piezas donde él quería. La única pregunta era por qué estaba recolocando sus piezas en ese momento.

Por otra parte, ¿y si esta vez su padre hablaba en serio?, se preguntó Julian. ¿Y si una clínica y el tratamiento posterior bastaban para curarle? ¿Cómo podía él, el único hijo que le quedaba a Jeremy, negarle aquella oportunidad? Sobre todo cuando le costaría tan poco proporcionarle dicha oportunidad.

– Ya he terminado aquí -dijo Julian-. Volvamos a casa.

Salieron de las perreras. Bajaron por el camino invadido de malas hierbas.

– Papá ya ha hablado otras veces de dejar la bebida -dijo-. Incluso lo ha hecho. Pero solo duró unas semanas. Bien…, en una ocasión creo que fueron tres meses y medio. Por lo visto, ahora cree…

– Que puede lograrlo. -Samantha terminó su frase y enlazó el brazo con el suyo. Lo apretó con suavidad-. Julie, tendrías que haberle visto. Tus dudas se habrían despejado. Creo que la clave del éxito, esta vez, será pensar en un plan que le ayude. En el pasado, tirarle la ginebra no ha servido de nada, ¿verdad? -Le dirigió una mirada anhelante, tal vez para ver si le había ofendido al recordar lo que había hecho en años anteriores para intentar alejar a su padre del alcohol-. Y no podemos impedir que entre en una tienda, ¿no?

– Ni prohibirle que visite todos los hoteles y pubs desde aquí a Manchester.

– Exacto. De modo que si existe una forma… Seguro que podemos pensar en algo juntos, Julian.

Julian comprendió que su prima le había proporcionado la oportunidad perfecta para hablar sobre el dinero para la clínica. Pero las palabras que acompañaban a esa oportunidad eran grandes y desagradables, y se le atragantaron en la garganta como un pedazo de carne podrida. ¿Cómo podía pedirle dinero? ¿Tanto dinero? ¿Cómo podía decir: «Préstanos diez mil libras, Samantha»? Prestarnos no (porque existían tantas probabilidades de que pudiera devolverle el préstamo como de que nevara en el Sáhara), sino regalarnos el dinero. Montones. Y pronto, antes de que Jeremy cambie de opinión. Haz el favor de invertir en un borrachín contumaz que nunca en su vida ha cumplido su palabra.

Julian no podía hacerlo. Pese a lo prometido a su padre, cara a cara con su prima era incapaz hasta de intentarlo.

Cuando llegaron al final de la senda y cruzaron la vieja carretera para dirigirse hacia la casa, un Bentley plateado aparcó junto al edificio. Un coche policial lo seguía. Dos agentes uniformados fueron los primeros en salir, y escudriñaron los alrededores como si esperaran descubrir guerreros ninja agazapados entre los matorrales. Del Bentley salió el detective alto y rubio que había venido a Broughton Manor con el inspector Hanken.

Su prima apoyó una mano sobre el brazo de Julian. Notó que se había puesto tenso.

– Comprueben que no haya peligro en la casa -dijo Lynley a los policías, a quienes presentó como los agentes Emmes y Benson-. Después dedíquense a los terrenos. Lo mejor será empezar por los jardines. Luego, vayan a la zona de las perreras y al bosque.

Emmes y Benson entraron por la cancela del patio. Julian miraba, estupefacto. Samantha fue la primera en reaccionar.

– Eh, ustedes -dijo con irritación-. ¿Qué demonios está haciendo, inspector? ¿Trae una orden judicial? ¿Qué derecho tiene a inmiscuirse en nuestras vidas y…?

– Quiero que registren la casa -dijo Lynley-. Y rápido. Ahora.

– ¿Qué? -Samantha parecía incrédula-. Si cree que vamos a saltar porque usted lo dice, está muy equivocado.

Julian recuperó la voz.

– ¿Qué está pasando?

– Ya ves lo que está pasando -dijo Samantha-. Este idiota ha decidido registrar Broughton Manor. No tiene ningún motivo para hacerlo, aparte del hecho de que tú y Nicola estabais liados. Lo que, por lo visto, es un delito. Quiero ver su orden judicial, inspector.

Lynley avanzó y la cogió del brazo.

– Quíteme las manos de encima -dijo Samantha, y trató de soltarse.

– El señor Britton está en peligro -dijo Lynley-. Quiero que desaparezca.

– ¿Julian? -preguntó Samantha-. ¿En peligro?

Julian palideció.

– ¿En peligro de qué? ¿Qué está pasando?

Lynley dijo que lo explicaría todo en cuanto los agentes hubieran comprobado que no existía ningún peligro en la casa. Ya dentro, los tres se retiraron a la galería larga, que era, dijo Lynley cuando la vio, un entorno que podían controlar.

– ¿Controlar? -preguntó Julian-. ¿De qué? ¿Y por qué?

Lynley se explicó. Su información fue limitada y directa, pero Julian no pudo ni empezar a asimilarla. La policía creía que Andy Maiden iba a tomarse la justicia por su mano, un riesgo que siempre existía cuando un familiar de un policía era víctima de un crimen violento.

– No lo entiendo -dijo Julian-. Porque si Andy va a venir aquí… a Broughton Manor… -Intentó desentrañar la implicación de lo que el inspector le había dicho-. ¿Está diciendo que Andy quiere vengarse de mí?

– No estamos seguros de a quién persigue -contestó Lynley-. El inspector Hanken se está ocupando de la seguridad del otro caballero.

– ¿El otro…?

– Oh, Dios mío. -Samantha estaba de pie al lado de Julian, y le apartó de las ventanas-. Siéntate, Julian. Aquí, junto a la chimenea. No se ve desde fuera, y aunque alguien entre en la estancia estaremos demasiado lejos de las puertas… Julie… Julian. Por favor.

Él se dejó guiar, pero se sentía aturdido.

– ¿Qué me está diciendo exactamente? -preguntó a Lynley-. ¿Andy cree que yo…? ¿Andy?

Por absurdo e infantil que fuera, tenía ganas de llorar. De pronto, los seis últimos y terribles días transcurridos desde que, con el corazón henchido de amor, le pidiera a Nicola que se casara con él se derrumbaron sobre él como un alud, y ya no pudo soportar nada más. Estaba destrozado por este hecho definitivo de que el padre de la mujer a la que había amado creyera que él era el asesino. Resultaba extraño. No le había destrozado que rechazara su oferta; no le habían destrozado sus revelaciones de aquella noche; no le había destrozado su desaparición, su participación en la búsqueda, su muerte. Pero esto tan sencillo, las sospechas de su padre, era como la gota que colmaba el vaso. Sintió que las lágrimas le afloraban, y la idea de llorar delante de aquel desconocido, delante de su prima, delante de quien fuera, quemó su garganta.

El brazo de Samantha le rodeó la espalda. Julian sintió su torpe beso en la sien.

– Tranquilo -le dijo-. Estás a salvo. Da igual lo que piensen los demás. Yo sé la verdad, y eso es lo que cuenta.

– ¿Qué verdad es esa? -Lynley habló desde la ventana, donde parecía esperar la señal de que los agentes habían completado su inspección de la casa-. ¿Señorita McCallin? -dijo cuando ella no contestó.

– Cierre el pico -replicó Samantha-. Julian no mató a Nicola. Ni yo, ni nadie de esta casa, si eso es lo que piensa.

– Entonces ¿de qué verdad estaba hablando?

– De la verdad sobre Julian. Que es un hombre bueno y honrado, y que las personas buenas y honradas no van por ahí matándose, inspector Lynley.

– ¿Aunque una de ellas no sea tan buena y honrada? -repuso Lynley.

– No sé de qué está hablando.

– Pero creo que el señor Britton sí.

Samantha dejó caer la mano. Julian notó que escudriñaba su rostro. Pronunció su nombre, vacilante, y esperó a que aclarara los comentarios del detective.

Pero ni siquiera ahora pudo hacerlo. Aún podía verla, mucho más viva de lo que él había estado jamás, aferrada a la vida. No podía decir ni una sola palabra contra ella, pese a que tuviera motivos. A tenor de las reglas del mundo en que vivían, Nicola le había traicionado, y Julian sabía que si revelaba los entresijos de su vida en Londres, tal como ella se lo había confesado, ya podría considerarse la parte ofendida. Así le verían todos sus conocidos. Obtendría cierta satisfacción de ello, pero en el fondo siempre sería considerado un hombre resentido por las personas en posesión de los datos desnudos. Los que conocían bien a Nicola sabrían que había descargado el dolor sobre sí mismo. Nicola nunca le había mentido. Él había cerrado los ojos a todas las peculiaridades de ella que no había deseado ver.

Julian comprendió que a Nicola le importaría un bledo que contara la verdad sobre ella en este momento. Pero no quería hacerlo. No tanto para proteger su recuerdo como para proteger a la gente que la había amado sin saber quién era.

– No sé de qué está hablando -dijo Julian al detective de Londres-. Tampoco entiendo por qué no nos deja en paz de una vez.

– No lo haré hasta descubrir al asesino de Nicola Maiden.

– Pues vaya a fisgar a otro sitio -replicó Julian-. Aquí no va a encontrarle.

La puerta se abrió al fondo de la galería, y un agente entró con el padre de Julian.

– Le encontré en el salón -dijo el policía-. El agente Emmes ha ido a los jardines.

Jeremy Britton zafó su brazo de la presa del agente. Parecía confuso y asustado por el giro de los acontecimientos, pero no parecía borracho. Se acercó a Julian y se acuclilló ante él.

– ¿Estás bien, hijo mío? -preguntó, y aunque arrastró un poco las palabras, Julian pensó que la pronunciación se debía a la preocupación de Jeremy por él, no al resultado de su adicción al alcohol.

Lo cual provocó que su corazón se henchiera de ternura. Ternura por su padre, ternura por su prima y ternura por las implicaciones de la palabra «familia».

– Estoy bien, papá -dijo, y dejó sitio a Jeremy, junto a la chimenea. Para ello, se acercó más a Samantha.

En respuesta, ella volvió a rodear su espalda con el brazo.

– Me alegro mucho -dijo Samantha.

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