5

Por lo visto, el inspector Peter Hanken decidió dar un respiro a los Marlboros. Lo primero que hizo cuando estuvieron en la carretera de Buxton a Padley Gorge fue abrir la guantera del Ford y sacar un paquete de chicles sin azúcar. Mientras se llevaba una tableta doblada a la boca, Lynley le bendijo por su decisión de abstenerse del tabaco.

El inspector no habló mientras la A6 iniciaba su curso a través de Wye Dale, ceñida al plácido río durante varios kilómetros hasta desviarse levemente al sudeste. No hizo ningún comentario hasta llegar a la segunda de las canteras de piedra caliza que semejaban cicatrices en el paisaje.

– Conque recién casado, ¿eh?

Lynley se armó de valor para hacer frente al humor procaz que sin duda se avecinaba, el precio que suele pagarse por legitimar una relación con una mujer.

– Sí. Tres meses. Ya ha durado más que la mayoría de matrimonios de Hollywood, supongo.

– Es la mejor época. Tú y tu mujer iniciando una nueva vida a partir de cero. ¿Es su primer matrimonio?

– ¿Matrimonio? Sí. Para los dos. Empezamos tarde.

– Tanto mejor.

Lynley estudió a su acompañante con cautela, y se preguntó si las secuelas de su discusión con Helen antes de partir se leían en su cara, y si servirían de fuente de inspiración para que Hanken lanzara un panegírico irónico sobre las bendiciones del matrimonio. Sin embargo, lo único que percibió en la expresión de Hanken fue la evidencia de un hombre satisfecho con su vida.

– Mi mujer se llama Kathleen -dijo Hanken-. Tenemos tres críos. Sarah, Bella y P.J., o sea, Peter Junior, el menor. Tome. Eche un vistazo. -Extrajo un billetero del bolsillo de la chaqueta y se lo pasó. Una foto de familia ocupaba el lugar de honor: dos niñas abrazando a un recién nacido, envuelto en una manta azul, en la cama de un hospital, al tiempo que papá y mamá abrazaban a las dos chiquillas-. La familia lo es todo, pero ya lo averiguará por sí mismo dentro de muy poco.

– Supongo.

Lynley intentó imaginarse a Helen y a él rodeados de niños. No pudo. Si evocaba la imagen de su esposa, aparecía como el día anterior, pálida e irritada.

Se removió en el asiento, incómodo. No quería hablar del matrimonio en ese momento, y dedicó una silenciosa imprecación a Nkata por haber sacado el tema a colación.

– Son preciosos -dijo, y devolvió la cartera a Hanken.

– El chaval es la viva imagen de su padre -dijo Hanken-. Es difícil juzgar a partir de esa foto, pero así es.

– Forman un hermoso grupo.

Por suerte, Hanken tomó este último comentario como digna clausura del tema. Centró toda su atención en conducir. Dedicó a la carretera la misma concentración que, en apariencia, concedía a todo cuanto le rodeaba, una característica que a Lynley le había costado poco deducir. Al fin y al cabo, no había ni un solo papel fuera de su sitio en su despacho, dirigía el centro de investigaciones más ordenado que Lynley había visto en su vida, e iba vestido como si le esperaran en una sesión de fotos para la revista GQ.

Iban a ver a los padres de la muchacha asesinada, y acababan de entrevistarse con la forense que había viajado desde Londres para practicar la autopsia. Se habían encontrado con ella frente a la sala de autopsias, donde la mujer estaba cambiando sus zapatillas de deporte por unos zapatos de calle, uno de los cuales estaba reparando a base de golpear el tacón contra la chapa metálica de la puerta. Tras anunciar que los zapatos de las mujeres, por no hablar de los bolsos, estaban diseñados por hombres con el fin de fomentar la esclavitud del sexo femenino, miró el cómodo calzado de los dos inspectores con indisimulada hostilidad.

– Puedo concederles diez minutos -dijo-. El informe estará sobre su escritorio por la mañana. ¿Quién de ustedes es Hanken? ¿Usted? Estupendo. Sé lo que quiere. Es un cuchillo con una hoja de siete centímetros y medio. Una navaja, lo más probable, aunque podría ser un cuchillo pequeño de cocina. Su asesino es diestro y fuerte, muy fuerte. Eso en cuanto al chico. La chica fue liquidada con el pedazo de piedra que ustedes recogieron en el páramo. Tres golpes en la cabeza. Atacante diestro también.

– ¿El mismo asesino? -preguntó Hanken.

La patóloga asestó cinco últimos golpes contra la puerta al zapato, mientras reflexionaba sobre la pregunta. Dijo con brusquedad que los cadáveres solo podían contar un número limitado de cosas: cómo les habían arrebatado la vida, qué tipo de armas habían utilizado contra ellos, y si dichas armas habían sido blandidas con la mano derecha o la izquierda. Las pruebas forenses (fibras, cabellos, sangre, esputos, piel, etc.) podían contar una historia más larga y precisa, pero tendrían que esperar hasta recibir los informes del laboratorio. El ojo, sin más ayuda, solo podía discernir hasta cierto punto, y ella les aclaró cuál era ese punto.

Tiró el zapato al suelo y se presentó como la doctora Sue Miles. Era una mujer corpulenta, con manos de dedos cortos, cabello gris y un busto que recordaba la proa de un barco. No obstante, sus pies, observó Lynley mientras se calzaba los zapatos, eran esbeltos como los de una jovencita.

– Una de las heridas que el chico recibió en la espalda era más bien un boquete -continuó-. El golpe astilló el omóplato izquierdo, de manera que si encuentran un arma probable, podremos compararla con la marca dejada en el hueso.

– ¿Ese golpe no le mató? -quiso saber Hanken.

– El pobre se desangró hasta morir. Tardaría unos minutos, pero en cuanto recibió una herida en la arteria femoral, que está en la ingle, ya no tuvo nada que hacer.

– ¿Y la chica? -preguntó Lynley.

– El cráneo partido como un huevo. El golpe interesó la arteria poscerebral.

– ¿Qué significa eso? -preguntó Hanken.

– Hematoma epidural. Hemorragia interna, presión en el cerebro. Murió en menos de una hora.

– ¿Tardó más que el chico?

– Exacto, pero debió de quedar inconsciente nada más recibir el golpe.

– ¿Es posible que haya dos asesinos? -preguntó Hanken.

– Es posible, sí -confirmó la doctora.

– ¿Heridas defensivas en el chico? -preguntó Lynley.

– Ninguna que salte a la vista -contestó la doctora Miles. Ya calzada con los zapatos, metió las zapatillas en una bolsa de deporte y cerró la cremallera, antes de dedicar su atención de nuevo a los agentes.

Hanken pidió que le confirmara las horas de las muertes. La doctora Miles preguntó qué horas le había proporcionado su forense.

– Entre treinta y seis y cuarenta y ocho horas antes de que los cuerpos fueran descubiertos -dijo Hanken.

– No seré yo quien le contradiga.

Recogió la bolsa, se despidió con un gesto de la cabeza y se encaminó hacia la salida del hospital.

Lynley reflexionó sobre lo que sabían mientras el coche continuaba avanzando: que el chico no había llevado nada al punto de acampada, que había cartas amenazadoras y anónimas en el lugar de los hechos, que la chica estuvo inconsciente durante casi una hora, que en cada asesinato se había empleado un método diferente.

Lynley se estaba demorando en este último pensamiento, cuando Hanken giró a la izquierda y se desviaron hacia el norte, en dirección a un pueblo llamado Tideswell. Siguiendo esa ruta se reencontraron con el río Wye, donde la noche ya había caído sobre el pueblo de Miller's Dale por obra de los empinados riscos y los bosques que lo rodeaban. Al otro lado de la última casa, una estrecha senda serpenteaba hacia el noroeste, y Hanken internó el Ford por ella. Treparon sobre los bosques y el valle, y al cabo de pocos minutos corrían a lo largo de una inmensa extensión de brezo y aulaga que parecía ondular hasta perderse en el horizonte.

– Calder Moor -dijo Hanken-. El páramo más grande del Pico Blanco. Se extiende desde aquí hasta Castleton. -Condujo otro minuto en silencio, hasta que pararon en un área de descanso-. Si la chica hubiera ido al Pico Oscuro para acampar, habríamos llamado a Rescate de Montaña para que la buscara. Ninguna abuelita de paseo con su perro habría subido hasta allí y encontrado los cadáveres. Pero esto -trazó un arco con la mano por encima del tablero de instrumentos- es accesible, en su totalidad. Hay kilómetros y kilómetros por explorar si alguien se pierde, pero al menos se pueden recorrer a pie. No es un paseo fácil ni muy seguro, pero sí es más fácil que atravesar los tremedales que encontrará alrededor de Kinder Scout. Si alguien debía morir asesinado en el distrito, mejor que haya sucedido aquí, en la meseta de piedra caliza, que en otra parte.

– ¿Fue aquí donde Nicola Maiden inició la marcha?

No veía ninguna pista desde el coche. La chica tendría que haber encontrado miles de obstáculos, desde helechos hasta arándanos.

Hanken bajó su ventanilla y escupió el chicle. Extendió el brazo por delante de Lynley y abrió la guantera para coger otra tableta.

– Inició la marcha desde el otro lado, al noroeste de aquí. Iba en dirección a Nine Sisters Henge, que está más cerca del límite occidental del páramo. Hay más cosas interesantes por ese lado: túmulos, cavernas, cuevas. Nine Sisters Henge es el plato fuerte.

– ¿Usted es de la zona? -preguntó Lynley.

Hanken no contestó enseguida. Dio la impresión de que se estaba planteando incluso la posibilidad de contestar. Por fin, tomó una decisión.

– De Wirksworth.

Y con esto dio la impresión de que sellaba sus labios acerca del tema.

– Es una suerte vivir en el lugar donde se halla enraizada su historia. Ojalá yo pudiera decir lo mismo.

– Depende de la historia -dijo Hanken, y cambió de tema con brusquedad-. ¿Quiere echar un vistazo al lugar de los hechos?

Lynley era lo bastante listo para saber que la forma de responder a dicha invitación sería crucial para la relación con su colega. La verdad era que quería ver el lugar donde se habían cometido los crímenes. Con independencia de la fase en que se sumaba a una investigación, siempre había un momento en que deseaba ver las cosas por sí mismo. No porque no confiara en la competencia de sus compañeros, sino porque solo viendo con sus propios ojos todo lo relacionado con el caso se integraba en el crimen. Y trabajaba mejor cuando se integraba en el crimen. Fotografías, informes y pruebas proporcionaban mucha información, pero en ocasiones el lugar donde se había producido un asesinato ocultaba secretos hasta al observador más sagaz. Lynley exploraba el lugar en pos de esos secretos. Sin embargo, inspeccionar este lugar en particular comportaba el riesgo de irritar de forma innecesaria a Hanken, y nada de lo que este había dicho o hecho hasta el momento insinuaba que pasara por alto algún detalle, por nimio que fuera.

Ya se presentaría la ocasión, pensó Lynley, en que el otro inspector y él no trabajarían juntos. Y entonces él tendría amplias posibilidades de examinar el lugar donde Nicola Maiden y el chico habían muerto.

– Por lo que sé, usted y su equipo ya se han encargado de eso -dijo Lynley-. Si repito lo que ustedes ya han hecho, no haremos más que perder el tiempo.

Hanken le dedicó otro largo escrutinio mientras mascaba el chicle.

– Sabia decisión -dijo con un asentimiento, al tiempo que ponía el coche en marcha.

Subieron hacia el norte a lo largo del borde oriental del páramo. A unos dos kilómetros de Tideswell, doblaron al este y empezaron a dejar atrás el brezo, los arándanos y los helechos. Se internaron en un valle cuyas suaves pendientes estaban sembradas de árboles que empezaban a desplegar el follaje del inminente otoño, y en un cruce en que un poste anunciaba curiosamente pueblo de la peste giraron hacia el norte de nuevo.

Tardaron menos de un cuarto de hora en llegar a Maiden Hall, situado al abrigo de limeros y castaños sobre la ladera de una colina cercana a Padley Gorge. La ruta les condujo a través de un terreno boscoso y junto al borde de una incisión causada por un arroyo que escapaba del bosque y creaba un sendero sinuoso entre pendientes de arenisca, helechos y hierba silvestre. El desvío a Maiden Hall apareció de repente, cuando entraron en otro trecho de terreno boscoso. Ascendía una colina y desembocaba en un camino de grava que rodeaba la fachada de un edificio de piedra Victoriano con gabletes, y conducía a un aparcamiento situado en la parte de atrás.

De hecho, la entrada del hotel estaba en la parte posterior del edificio. Un discreto letrero con la palabra recepción les condujo por un pasillo hasta el interior del pabellón de caza, donde vieron un pequeño escritorio. Al otro lado, una sala de estar servía de salón para los huéspedes, donde la primitiva entrada del edificio había sido transformada en bar, y el salón restaurado con paneles de roble, papel pintado de un tono crema apagado y muebles rellenos en exceso. Como era demasiado temprano para tomar el aperitivo, el salón estaba desierto. Pero Lynley y Hanken no llevaban ni un minuto en el salón cuando una mujer regordeta, con los ojos y la nariz enrojecidos de tanto llorar, surgió de lo que parecía un comedor y les saludó con dignidad.

No había habitaciones libres para la noche, les dijo en voz baja, y como se había producido una repentina muerte en la familia aquella noche no se abriría el comedor. No obstante, sería un placer para ella recomendarles algunos restaurantes de la zona si los caballeros querían uno.

Hanken mostró su identificación a la mujer y presentó a Lynley.

– Querrán hablar con los Maiden -dijo la mujer-. Voy a buscarlos.

Cruzó la zona de recepción y empezó a subir la escalera.

Lynley se acercó a una de las dos hornacinas del salón, donde la luz del atardecer se filtraba por ventanas con cristales emplomados. Daban al camino de acceso que rodeaba la fachada de la casa. Al otro lado, el césped se había visto reducido a una alfombra de hojas retorcidas y calcinadas debido a la sequía de los meses anteriores. A su espalda, oyó que Hanken deambulaba por el salón. Algunas revistas cambiaron de posición y cayeron sobre mesas. Lynley sonrió al oír el sonido. Sin duda su colega estaba dando rienda suelta a su obsesión de poner orden.

En el pabellón de caza reinaba un silencio absoluto. Las ventanas estaban abiertas, de modo que el canto de los pájaros y un avión lejano rompieron la quietud. Pero dentro había tanto silencio como en una iglesia vacía.

Una puerta se cerró y unos pasos hicieron crujir la grava. Un momento después, un hombre de cabello oscuro, en tejanos y sudadera gris sin mangas, pasó pedaleando ante las ventanas en una bicicleta de diez velocidades. Desapareció entre los árboles cuando el camino de Maiden Hall empezó a descender la colina.

Los Maiden se reunieron con ellos. Lynley se volvió de la ventana al oírles entrar.

– Señor y señora Maiden -entonó Hanken-, les ruego que acepten nuestro más sentido pésame.

Lynley comprobó que los años de jubilación habían tratado bien a Andy Maiden. El ex agente del SO10 y su mujer tenían sesenta años, pero parecían diez años más jóvenes. Andy había desarrollado la apariencia de un hombre habituado al aire libre: rostro bronceado, estómago liso, pecho musculoso, todo lo cual parecía muy apropiado para un hombre que había dejado atrás una reputación de fundirse en su ambiente como un camaleón. La mujer también se veía bronceada y robusta, como si hiciera ejercicio con frecuencia. No obstante, ambos tenían aspecto de haber padecido más de una noche de insomnio. Andy Maiden estaba sin afeitar y llevaba la ropa arrugada. Nan estaba demacrada, y bajo sus ojos la piel había adquirido un tono púrpura.

Maiden forzó una sonrisa de gratitud.

– Gracias por venir, Tommy.

– Lamento que sea en estas circunstancias -dijo Lynley. Se presentó a la esposa de Maiden-. Toda la gente del Yard te envía su pésame, Andy.

– ¿Scotland Yard?

Nan Maiden parecía atontada.

– Dentro de un momento, cariño -dijo su marido.

Indicó con un ademán detrás de Lynley, donde una mesa sobre la que descansaban ejemplares de Country Life separaba dos sofás encarados. Su mujer y él ocuparon un sofá, Lynley el otro. Hanken hizo girar una butaca y se situó a escasa distancia del punto central entre los Maiden y Lynley. La acción sugería que iba a actuar de moderador entre las partes. No obstante, Lynley observó que el inspector había tomado la precaución de colocar la butaca unos centímetros más cerca del Scotland Yard del presente, y no del Scotland Yard del pasado.

Si Andy Maiden reparó en la maniobra de Hanken y en su significado, no lo manifestó. Se sentó inclinado hacia adelante, con las manos enlazadas entre las piernas. La mano izquierda masajeaba la derecha y viceversa.

Su mujer se dio cuenta. Le pasó una pequeña bola roja que sacó del bolsillo.

– ¿Sigue mal? ¿No quieres que llame al médico?

– ¿Te encuentras mal? -preguntó Lynley.

Maiden apretó la bola con la mano derecha y contempló los dedos extendidos de la izquierda.

– La circulación -dijo-. No es nada.

– Deja que llame al médico, Andy, por favor -dijo su mujer.

– No es eso lo que más importa ahora.

– ¿Cómo puedes decir…? -Los ojos de Nan Maiden se iluminaron de repente-. Dios, ¿cómo he podido olvidarme, aunque fuera por un momento?

Apoyó la frente sobre el hombro de su marido y empezó a sollozar. Maiden la rodeó con su brazo.

Lynley miró a Hanken. ¿Tú o yo?, le preguntó en silencio. No va a ser agradable.

La respuesta de Hanken fue un vigoroso asentimiento. Es todo tuyo, decía.

– No va a ser agradable hablar sobre la muerte de vuestra hija -empezó Lynley con tacto-, pero en una investigación de asesinato y (sé que ya eres consciente de esto, Andy) las primeras horas son decisivas.

Nan alzó la cabeza. Intentó hablar, fracasó, y lo intentó de nuevo.

– Investigación de asesinato -repitió-. ¿Qué está diciendo?

Lynley paseó la vista entre marido y mujer. Hanken le imitó. Luego se miraron.

– Has visto el cadáver, ¿verdad? -preguntó Lynley a Andy-. ¿Te contaron lo sucedido?

– Sí -dijo Andy Maiden-. Me lo contaron. Pero…

– ¿Asesinato? -gritó su mujer, horrorizada-. Oh, Dios mío, Andy. ¡No me dijiste que Nicola había sido asesinada!


Barbara Havers había pasado la tarde en Greenford, tras decidir emplear el resto de su día libre en visitar a su madre en Hawthorn Lodge, una casa pareada de la posguerra donde la señora Havers residía desde hacía diez meses. Como sucede a la mayoría de la gente que intenta conseguir el apoyo de los demás para mantener una postura acaso insostenible, Barbara había descubierto que debía pagar un precio por cultivar con éxito defensores entre los amigos y parientes del inspector Lynley. Y como no deseaba pagar más, buscó una distracción.

La señora Havers era una experta en proporcionar vías de escape de la realidad, puesto que ya apenas vivía en ese reino. Barbara la había encontrado en el jardín posterior de Hawthorn Lodge, enfrascada en montar un rompecabezas. La tapa del rompecabezas estaba apoyada contra un viejo bote de mayonesa lleno de arena de colores que sujetaba cinco claveles de plástico. En la tapa, un meloso príncipe, perfectamente proporcionado y dando muestras de la adoración que merecía la ocasión, deslizaba una zapatilla de cristal de tacón alto en el pie esbelto, aunque carente de dedos, de Cenicienta, mientras las dos rollizas y rencorosas hermanastras de la muchacha observaban muertas de celos el premio que merecían por su comportamiento.

Con el cariñoso aliento de su enfermera y cuidadora, la señora Flo, tal como llamaban a Florence Magentry sus tres ancianos inquilinos y sus familias, la señora Havers había logrado montar Cenicienta, parte de las hermanastras, el brazo del príncipe que sujetaba la zapatilla, su torso varonil y su pierna izquierda doblada. Sin embargo, cuando Barbara se reunió con ella, estaba intentando embutir la cara del príncipe sobre los hombros de una hermanastra, y cuando la señora Flo la guió con ternura hacia el lugar correcto de la pieza, la señora Havers gritó «¡No, no, no!», empujó el rompecabezas a un lado, volcó el bote de mayonesa, dispersó los claveles y desparramó la arena de colores sobre la mesa.

La aparición de Barbara no contribuyó a mejorar la situación. El que su madre la reconociera durante sus visitas siempre dependía del azar, y aquel día, la conciencia brumosa de la señora Havers relacionó la cara de Barbara con alguien llamado Libby O'Rourke, que por lo visto había sido la calientabraguetas del colegio durante la infancia de esta. Al parecer, Libby O'Rourke había funcionado casi siempre como una versión femenina de Georgie Porgie, y uno de los chicos a los que había besado era, nada más y nada menos, el galán de la señora Havers, una afrenta que esta se sentía impulsada a vengar ese día a base de tirar las piezas del rompecabezas, proferir invectivas con un tipo de lenguaje que Barbara nunca había sospechado que formara parte del vocabulario de su madre, y derrumbarse por fin presa del llanto. Era una situación que había requerido cierta diplomacia: convencer a su madre de que abandonara el jardín, instarla a subir a su cuarto y persuadirla de que mirara un álbum de fotos familiares, hasta comprobar que el rostro redondo y vulgar de Barbara aparecía con demasiada frecuencia para ser el de la detestada Libby.

– Pero yo no tengo una hijita -protestó la señora Havers, con voz más aterrada que confusa, cuando se vio forzada a admitir que era absurdo conceder un lugar importante en el álbum familiar a Libby O'Rourke, considerando la ofensa que le había hecho en otro tiempo-. Mamá no me deja tener bebés. Solo puedo tener muñecas.

Barbara no pudo contestar a aquella frase. La mente de su madre emprendía tortuosos viajes hacia el pasado con excesiva frecuencia y sin previo aviso, de modo que ya se había perdonado su incapacidad para lidiar con el fenómeno. En consecuencia, cuando dejaron el álbum a un lado, no hizo el menor intento de discutir, persuadir, disuadir o apelar. Se limitó a escoger una de las revistas de viajes que tanto gustaban a su madre, y pasó hora y media sentada en el borde de la cama con la mujer que había olvidado haberla parido, mirando fotografías de Tailandia, Australia y Grecia.

Fue entonces cuando su conciencia se impuso a su resistencia, y la voz interna que antes había censurado las acciones de Lynley se vio enfrentada a otra voz, la cual insinuaba que tal vez sus acciones carecían de una base sólida. A continuación, una discusión no verbalizada estalló en su cabeza. Un bando insistía en que el inspector Lynley era un mojigato vengativo. La otra le informó de que, mojigato o no, no merecía su deslealtad. Y ella había sido desleal. Correr a Chelsea para denunciarle a sus íntimos no era el comportamiento de un amigo fiel. Por otra parte, él también había sido desleal. Tomarse la molestia de aumentar su castigo profesional, mediante el expediente de no permitirle trabajar en un caso, había ilustrado con meridiana claridad qué bando había elegido en la batalla por salvar su pellejo profesional, pese a sus afirmaciones de que debía pasar desapercibida durante un tiempo.

Así era la discusión que resonaba en su cabeza. Empezó mientras pasaba páginas de las revistas de viajes y murmuraba comentarios acerca de vacaciones imaginarias que su madre había pasado en Creta, Mikonos, Bangkok y Perth. Continuó durante el trayecto de Greenford a Londres al final del día. Ni siquiera una antigua cinta de Fleetwood Mac a todo volumen calmó a los bandos que peleaban dentro de su cabeza. Porque durante todo el trayecto, cantar los estribillos a coro con Stevie Nicks fue la mezzosoprano de la conciencia de Barbara, una cantata sentenciosa que se negaba tozudamente a ser expulsada de su cerebro.

¡Lo merecía, lo merecía!, chillaba Barbara en silencio a aquella voz.

¿Y qué has conseguido dándole lo que merecía, querida?, replicaba su conciencia.

Aún se negaba a responder a la pregunta cuando entró en Steeles Road y aparcó el Mini en un espacio que acababan de dejar libre una mujer, tres niños, dos perros y lo que parecía un violonchelo con patas. Cerró el coche y se dirigió a Eton Villas, agradecida por sentirse cansada, porque el cansancio significaba dormir, y dormir significaba acallar las voces.

No obstante, oyó otras voces cuando dobló la esquina y llegó a la casa eduardiana amarilla, tras la cual estaba su madriguera. Estas voces nuevas procedían de la zona de losas de piedra situada frente al piso de la planta baja. Y una de esas voces, que pertenecía a una niña, gritó de felicidad cuando Barbara entró por la cancela de estacas naranja.

– ¡Barbara! ¡Hola, hola! Papá y yo estamos haciendo burbujas. Ven a verlas. Cuando la luz les da en el punto exacto, parecen arco iris redondos. ¿Lo sabías, Barbara? Ven a verlas, ven a verlas.

La niña y su padre estaban sentados en el banco de madera solitario que había delante de su piso, ella a la luz que se desvanecía a marchas forzadas, él en las sombras, donde su cigarrillo brillaba como un insecto de luz purpúrea. Acarició la cabeza de su hija con ternura y se levantó con su cortesía acostumbrada.

– ¿Te unes a nosotros? -preguntó Taymullah Azhar a Barbara.

– Oh, hazlo, hazlo -exclamó la niña-. Después de las burbujas veremos un vídeo, La sirenita. Tenemos manzanas acarameladas. Bueno, solo hay dos, pero yo compartiré la mía contigo. De todos modos, una entera es demasiado para mí.

Saltó del banco y corrió hacia Barbara, brincando sobre la hierba con la pipa de burbujas y creando un reguero de arco iris a su espalda.

– ¿La sirenita, has dicho? -dijo Barbara con aire pensativo-. No sé, Hadiyyah. Disney nunca ha sido santo de mi devoción. Todas esas flacuchas tipo Sloane rescatadas por tíos con armaduras…

– Es una sirena -aclaró Hadiyyah.

– De ahí el título, claro.

– Así que no puede rescatarla nadie con armadura, porque se hundiría en el mar. Además, no la salva nadie. Ella salva al príncipe.

– Vaya, un giro muy interesante.

– No la has visto, ¿verdad? Bien, pues esta noche podrás. Ven. -Hadiyyah describió un círculo, al tiempo que se rodeaba de un aro de burbujas. Sus largas y gruesas trenzas volaban alrededor de sus hombros, y las cintas plateadas que las ceñían brillaban como pálidas libélulas-. La sirenita es preciosa. Tiene el pelo de color caoba.

– Un buen contraste con las escamas.

– Y lleva unas conchas divinas en el pecho.

Para demostrarlo, Hadiyyah cubrió con dos manitas morenas dos pechos inexistentes.

– Ah. Estratégicamente situadas, por lo que veo -dijo Barbara.

– ¿La verás con nosotros, por favor? Recuerda que tenemos man-za-nas a-ca-ra-me-la-das…

– Hadiyyah -dijo en voz baja su padre-, una vez extendida una invitación no hace falta repetirla. -Se volvió hacia Barbara-. No obstante, nos gustaría mucho que vinieras.

Barbara consideró el ofrecimiento. Una velada con Hadiyyah y su padre era la posibilidad de más distracción, y esa idea le hacía gracia. Se sentaría con su amiguita, las dos arrellanadas sobre almohadones dispuestos en el suelo y se balancearían al compás de la música. Después charlaría con el padre de su amiguita, cuando Hadiyyah hubiera sido enviada a la cama. Era lo que Taymullah Azhar esperaría. Era una costumbre adquirida durante los meses de forzado exilio de Barbara del Yard. Y, sobre todo en las últimas semanas, su diálogo había derivado desde las banalidades de unos relativos desconocidos que se comportaban con educación a los delicados sondeos iniciales de dos personas que podían llegar a trabar amistad.

Pero en esa amistad radicaba el meollo de la cuestión. Exigía que Barbara revelara sus encuentros con Lynley y Hillier. Exigía la verdad de su degradación y su alejamiento del hombre al que había deseado emular. Y como la hija de Azhar era la niña de ocho años cuya vida habían salvado las impetuosas decisiones de Barbara en el mar del Norte (decisiones que había logrado ocultar a Azhar durante los tres meses transcurridos), el hombre se sentiría responsable sin necesidad por las secuelas que habían dejado impronta en su carrera.

– Hadiyyah -dijo Taymullah Azhar al ver que Barbara no contestaba-, creo que ya hemos tenido bastantes burbujas por hoy. Devuélvelas a tu cuarto y espérame allí, por favor.

Hadiyyah frunció el entrecejo, y un brillo de aflicción apareció en sus ojos.

– Pero, papá, la sirenita…

– La veremos tal como habíamos decidido, Hadiyyah. Guarda las burbujas en tu cuarto.

La niña dirigió a Barbara una mirada ansiosa.

– Más de la mitad de la manzana acaramelada -dijo-. Si quieres, Barbara.

– Hadiyyah.

La niña sonrió con picardía y entró en casa.

Azhar sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo de su inmaculada camisa blanca y lo ofreció a Barbara. La mujer cogió uno, dio las gracias y esperó a que se lo encendiera. Azhar la observó en silencio, hasta que Barbara se sintió tan incómoda que empezó a hablar.

– Estoy hecha polvo, Azhar. Esta noche quiero acostarme pronto, pero gracias de todos modos. Dile a Hadiyyah que me encantará ver una película con ella en otro momento. Con suerte, cuando la heroína no sea tan flaca como un lápiz con pechos de silicona.

La mirada de Azhar no se inmutó. Siguió estudiándola, tal como la gente estudia las etiquetas de las latas en los supermercados. Barbara tuvo ganas de desaparecer.

– Hoy te has reintegrado al trabajo -dijo el hombre.

– ¿Por qué lo dices…?

– Por tu ropa. ¿Tu… -buscó una palabra, un eufemismo sin duda- situación en Scotland Yard se ha solucionado, Barbara?

Era inútil mentir. Pese a que había conseguido ocultarle los datos fundamentales de la situación, Azhar sabía que estaba de permiso. Ahora tendría que levantarse para ir a trabajar cada mañana, sin ir más lejos al día siguiente, de modo que su vecino deduciría tarde o temprano que ya no pasaba los días dando de comer a los patos de Regent's Park.

– Sí -dijo-. Hoy se ha solucionado.

Dio una calada al cigarrillo y volvió la cabeza para exhalar el humo, ocultando así su cara.

– ¿Y? Vaya pregunta. Vas vestida para ir a trabajar, así que habrá ido bien.

– Exacto. -Barbara le dedicó una sonrisa falsa-. Muy bien. Aún conservo mi empleo, aún continúo en el dic, aún no me han quitado la pensión.

Había perdido la confianza de la única persona que contaba para ella en el Yard, pero no lo dijo. Tal vez nunca fuese capaz de confesarlo.

– Eso está bien -dijo Azhar.

– Sí. Es lo mejor.

– Me alegra saber que lo sucedido en Essex no te ha afectado en Londres.

Una vez más, su mirada penetrante, los ojos oscuros como dos gotas de chocolate en un rostro de piel castaña, sin una arruga a los treinta y cinco años.

– Sí, bueno. No ha pasado nada. Todo ha salido a pedir de boca.

Azhar asintió, desvió la vista por fin y miró el cielo. Las luces de Londres ocultarían las estrellas de la noche, salvo las más brillantes, que se verían a través de la gruesa capa de contaminación que ni siquiera la creciente oscuridad podía disipar.

– De niño, encontraba mi mayor consuelo cuando llegaba la noche -dijo en voz baja-. En Pakistán, mi familia dormía de la manera tradicional: los hombres juntos, las mujeres juntas. De noche, en compañía de mi padre, mi hermano y mis tíos, siempre creía que estaba a salvo de todo, pero perdí esa sensación cuando me hice adulto en Inglaterra. Lo que había sido tranquilizador se convirtió en una vergüenza de mi pasado. Descubrí que solo podía recordar los ronquidos de mi padre y mis tíos, y el olor de las ventosidades de mis hermanos. Durante algún tiempo, cuando viví solo, pensé que era estupendo estar lejos de ellos por fin, tener la noche para mí solo y la persona con quien quisiera compartirla. Así viví durante un tiempo. Pero ahora me gustaría volver a las viejas costumbres, ya que a pesar de las cargas y los secretos, siempre existía la sensación, al menos de noche, de que nunca tenías que aguantarlas o guardarlos solo.

Había algo confortable en sus palabras, y Barbara deseó aceptar la invitación a la franqueza que implicaban, pero se reprimió.

– Quizá Pakistán no prepara a sus hijos para la realidad del mundo.

– ¿Qué realidad es esa?

– La que nos dice que todos estamos solos.

– ¿Crees que eso es verdad, Barbara?

– No lo creo. Lo sé. Utilizamos las horas diurnas para escapar de nuestras horas nocturnas. Trabajamos, jugamos, nos mantenemos ocupados. Pero cuando llega la hora de dormir, nos quedamos sin distracciones. Incluso cuando estamos en la cama con alguien, el fingir que dormimos cuando no podemos basta para comprobar que solo nos tenemos a nosotros.

– ¿Habla la experiencia o la filosofía?

– Ni una ni otra. Es así.

– Pero no debería serlo.

Las alarmas se dispararon fugazmente en el cerebro de Barbara. Si el comentario lo hubiera formulado otro individuo, lo habría interpretado como un intento de ligue, pero su historia personal demostraba que no era la clase de mujer a la que los hombres intentaban ligar. Además, pese a que hubiera gozado de uno de sus raros momentos de encanto sensual, este no era uno de ellos. De pie en la oscuridad, con un traje de hilo arrugado que le prestaba la apariencia de un sapo travestido, sabía muy bien que no era un ejemplo de atractivo.

– Sí, bueno. Da igual -dijo. Tiró el cigarrillo al suelo y lo aplastó con el zapato-. Buenas noches -añadió-. Espero que disfrutes con la sirena. Y gracias por el cigarrillo. Lo necesitaba.

– Todo el mundo necesita algo. -Azhar volvió a buscar en el bolsillo de la camisa. Barbara pensó que iba a ofrecerle otro cigarrillo, pero en cambio le tendió una hoja de papel doblada-. Un caballero vino a buscarte antes, Barbara. Me pidió que te entregara esta nota. Intentó encajarla en tu puerta, pero no lo logró.

– ¿Un caballero?

Barbara solo conocía a un hombre a quien un desconocido aplicaría ese calificativo. Cogió el papel, sin atreverse a albergar esperanzas. Hizo bien, porque la letra de la nota, una hoja arrancada de una libreta de espirales, no era la de Lynley. Leyó las siete palabras: llámame al busca en cuanto recibas esto. A continuación, un número. No había firma.

Barbara volvió a doblar la nota. Se fijó en lo que había escrito por la parte de fuera, en lo que Azhar habría visto, interpretado y comprendido en cuanto la recibió. ad havers, se leía en mayúsculas. A de agente. Por lo tanto, Azhar lo sabía.

Le miró a los ojos.

– Parece que vuelvo al ruedo -dijo con tanta entereza como pudo reunir-. Gracias, Azhar. ¿Dijo ese tipo dónde estaría esperando la llamada?

Azhar negó con la cabeza.

– Solo dijo que no me olvidara de entregarte el mensaje.

– De acuerdo. Gracias.

Se despidió con un gesto y dio media vuelta.

Azhar la llamó con tono perentorio. Ella se volvió.

– ¿Puedes decirme…? -empezó Azhar, pero luego calló. Volvió la vista hacia ella, como si le costara un gran esfuerzo.

– ¿Decirte qué? -preguntó Barbara, si bien notó un escalofrío de aprensión cuando pronunció las palabras.

– Decirme… ¿cómo está tu madre?

– ¿Mamá? Bien… Es un completo desastre en lo tocante a rompecabezas, pero por lo demás creo que está bien.

Él sonrió.

– Me alegra saberlo.

Dijo buenas noches en voz baja y entró en la casa.

Barbara continuó hasta su vivienda, una pequeña casa que se alzaba al fondo del jardín trasero. Protegida por las ramas de una vieja acacia, no era más grande que un cobertizo provisto de las comodidades modernas. Una vez dentro, se quitó la chaqueta de hilo, dejó el collar de perlas falsas sobre la mesa, que tanto servía para comer como para planchar, y se acercó al teléfono. No había mensajes en el contestador. No le sorprendió. Tecleó el número del busca, marcó su número y esperó.

Cinco minutos después, alguien llamó. Esperó cuatro timbrazos dobles antes de contestar. No había motivos para parecer desesperada, pensó.

Era Winston Nkata quien la llamaba, y su espalda se enderezó en cuanto oyó su inconfundible voz meliflua, con su mezcla de acentos de Jamaica y Sierra Leona. Estaba en la taberna Load of Hay, en la esquina de Chalk Farm Road, dijo, y estaba terminando un plato de cordero al curry con arroz que «mi madre no pondría nunca en la mesa para su hijo favorito, créeme, pero es mejor que un McDonald's, aunque por poco». En cuanto terminara, se presentaría en su casa.

– Estaré ahí en cinco minutos -dijo, y colgó antes de que ella pudiera decirle que su cara era lo último que deseaba ver.

Barbara masculló una blasfemia y fue a la nevera para picar algo.

Los cinco minutos se convirtieron en diez, y éstos en quince. El hombre no apareció.

Bastardo, pensó Barbara. Una broma estupenda.

Fue al cuarto de baño y abrió la ducha.


Lynley intentó asimilar el hecho asombroso de que Andy Maiden no hubiera dicho a su mujer que su hija había sido víctima de un crimen. Como Calder Moor era un lugar plagado de sitios donde sufrir accidentes, el ex colega de Lynley había dejado que su esposa creyera que su hija se había matado de resultas de una caída.

Cuando averiguó la verdad, Nan Maiden se derrumbó. No lloró, ya fuera porque estaba conmocionada, demasiado abrumada por el dolor para comprender, o en plena posesión de sus facultades mentales. Se limitó a murmurar un gutural:

– Oh Dios, oh Dios, oh Dios.

El inspector Hanken comprendió al instante el significado de su reacción y observó a Andy Maiden con antipatía. De todos modos, no hizo preguntas. Como buen policía, sabía esperar.

Maiden también esperó. Aun así, aparentó llegar a la conclusión de que debía dar algún tipo de explicación por su incomprensible conducta.

– Lo siento, cariño -dijo-. No podía… Lo siento, Nan, apenas podía asimilar el hecho de que ella había muerto, y mucho menos decir… mucho menos hacer frente… tener que empezar a aceptar… -Intentó utilizar los recursos interiores que un policía aprendía a desarrollar para soportar lo peor. Su mano derecha, que aún seguía en posesión de la bola roja, la estrujaba espasmódicamente-. Lo siento muchísimo -dijo con voz rota.

Nan Maiden alzó la cabeza. Le miró un momento. Después, su mano temblorosa se cerró en torno al brazo de su marido. Habló a la policía.

– ¿Querrían…? -Sus labios temblaron. No continuó hasta controlar su emoción-. Díganme qué pasó.

Hanken accedió sin entrar en detalles. Explicó dónde y cómo había muerto Nicola Maiden, pero nada más.

– ¿Sufrió? -preguntó Nan cuando Hanken concluyó sus lacónicos comentarios-. Sé que no puede decírmelo con certeza, pero si hay algo que pudiera asegurarnos que al final… lo que sea…

Lynley refirió lo que la forense les había dicho.

Nan reflexionó sobre la información. En el silencio, la respiración de Andy Maiden sonaba fuerte y ronca.

– Quería saberlo porque… -dijo Nan-. ¿Cree usted…? ¿Habría llamado a alguno de nosotros… esperado… o necesitado…? -Sus ojos se llenaron de lágrimas.

Al oír las preguntas, Lynley se acordó de los antiguos asesinos de los páramos, la monstruosa grabación en cinta que Myra Hindley y su cohorte habían hecho, y la angustia de la madre de la chica asesinada cuando habían pasado la cinta en el juicio y escuchado la voz aterrorizada de su hija, llamando a gritos a su madre cuando la estaban matando. ¿Acaso no existe cierto tipo de información que no debería ser revelado en público porque no se puede soportar en privado?, pensó.

– Los golpes la dejaron inconsciente. No volvió a despertar.

– ¿Y en su cuerpo había otras…? ¿Fue…? ¿Alguien la…?

– No fue torturada -interrumpió Hanken, como si él también necesitase demostrar compasión hacia la madre de la chica asesinada-. No fue violada. Recibiremos un informe completo más adelante, pero de momento parece que los golpes en la cabeza fue lo único que… -hizo una pausa, en busca de la palabra que transmitiera menos dolor- experimentó.

Lynley observó que Nan Maiden apretaba con más fuerza el brazo de su marido.

– Parecía dormida -dijo Maiden-. Pálida. Pero parecía dormida.

– Me gustaría que eso me consolara -dijo Nan-, pero no lo consigue.

Ni nada lo conseguirá, pensó Lynley.

– Andy, tenemos una posible identificación del segundo cadáver. Habrá que investigar más. Creemos que el chico se llamaba Terence Cole. Tenía una dirección de Londres, en Shoreditch. ¿Te suena el nombre?

– ¿No estaba sola?

La mirada que Nan dirigió a su marido informó a la policía de que también le había ocultado aquel dato.

– No estaba sola -dijo Maiden.

Hanken explicó que solo se había encontrado el equipo de acampada de una persona, que más tarde pediría a Maiden que lo identificara como perteneciente a su hija, dentro del recinto de Nine Sisters Henge, junto con el cuerpo de un adolescente que no llevaba ningún equipo.

Maiden relacionó los datos.

– ¿Era de él la moto que encontraron junto al coche?

– Está a nombre de un tal Terence Cole -confirmó Hanken-. Su robo no ha sido denunciado, y hasta el momento nadie la ha reclamado. Está registrada con una dirección de Shoreditch. Un agente se dirige hacia allí en este momento para ver qué averigua, pero creemos que contamos con la identificación correcta. ¿Les resulta familiar el nombre?

Maiden meneó la cabeza.

– Cole. A mí no. ¿Nan?

– No le conozco. Y Nicola… Si hubiera sido amigo suyo, habría hablado de él. Le habría traído aquí para que le conociéramos. Siempre lo hacía. Es… era su costumbre.

A continuación, Andy Maiden hizo la pregunta lógica, producto de sus años como policía.

– ¿Existe alguna posibilidad de que Nick…? -Hizo una pausa, y dio la impresión de que preparaba a su mujer cuando apoyó una mano sobre su muslo-. ¿Es posible que estuviera donde no debía, Tommy?

Miró a Lynley.

– Sería algo a tener en cuenta en cualquier otro caso -admitió Lynley.

– ¿En este no? ¿Por qué?

– Eche un vistazo.

Hanken sacó una copia de la nota manuscrita encontrada en el cadáver de Nicola Maiden.

Los Maiden leyeron las siete palabras: esta puta se ha llevado su merecido, mientras Hanken les decía que el original había sido encontrado en el bolsillo de su hija.

Andy Maiden contempló la nota durante un rato. Cambió la bola roja a su mano izquierda y la estrujó.

– Santo Dios. ¿Nos están diciendo que alguien fue allí para matarla? ¿Que alguien la siguió para asesinarla? ¿Que no se topó con desconocidos? ¿Una estúpida discusión sobre algo, o un asesino psicópata que los mató por puro placer?

– Es dudoso -dijo Hanken-, pero usted conoce el procedimiento tan bien como nosotros.

Lo cual era su forma de decir, pensó Lynley, que como policía Andy Maiden debía saber que se iban a examinar todas las posibilidades relacionadas con el asesinato de su hija.

– Si alguien fue al páramo con el propósito de matar a su hija -dijo-, hemos de preguntarnos por el motivo.

– Pero ella no tenía enemigos -afirmó Nan Maiden-. Ya sé que cualquier madre diría eso, pero en este caso es la verdad. Todo el mundo quería a Nicola. Era ese tipo de persona.

– Por lo visto, no todo el mundo, señora Maiden -dijo Hanken. Y extrajo las copias de las cartas anónimas encontradas en el lugar de los hechos.

Andy Maiden y su esposa las leyeron en silencio y sin expresión. Fue ella la que habló cuando terminaron. La mirada de su marido siguió clavada en las cartas. Ambos estaban sentados absolutamente inmóviles, como estatuas.

– Es imposible -dijo Nan-. Nicola no pudo recibir estas cartas. Se equivocan si piensan lo contrario.

– ¿Por qué?

– Porque nunca las vimos. Y si alguien la hubiera amenazado, ella nos lo habría dicho sin vacilar.

– Pero si no quería preocuparles…

– Créame, por favor. Ella no era así. No pensaba en preocuparnos y todo eso. Solo pensaba en decir la verdad. Si algo hubiera ido mal en su vida, nos lo habría contado. Era así. Hablaba de todo y con total franqueza. -Dirigió una mirada ansiosa a su marido-. ¿Andy?

Con esfuerzo, el hombre apartó la mirada de las cartas. Su rostro se veía más exangüe que nunca.

– El SO10 -dijo Maiden, como si las palabras le pesaran-. Participé en muchos casos a lo largo de los años, y hubo muchos delincuentes encarcelados. Asesinos, camellos, mafiosos. Yo estuve relacionado con ellos.

– ¡Andy! ¡No! -protestó su mujer, que al parecer había comprendido adonde apuntaba-. Esto no tiene nada que ver contigo.

– Alguien en libertad bajo fianza siguió nuestra pista, llegó a conocer nuestros movimientos. -Se volvió hacia ella-. Te das cuenta de que pudo pasar así, ¿verdad? Alguien que deseaba vengarse, Nancy, y que se cebó en Nick porque sabía que hacer daño a mi hija era matarme poco a poco… sentenciarme a una muerte en vida…

– Es una posibilidad a tener en cuenta -dijo Lynley-. Porque, si como usted dice, su hija no tenía enemigos, solo nos queda una pregunta: ¿quién los tenía? Andy, si detuviste a alguien que ha salido en libertad bajo fianza. Necesitaremos el nombre.

– Hubo muchos.

– El Yard puede desenterrar tus antiguos expedientes en Londres, pero si nos proporcionas algún indicio será de gran ayuda. Si hay algún caso que destaca en tu memoria, podrías reducir nuestro trabajo a la mitad.

– Tengo mis diarios.

– ¿Diarios? -preguntó Hanken.

– En un tiempo pensé… -Maiden meneó la cabeza, como si se mofara de sus pretensiones-. Pensé en escribir después de jubilarme. Mis memorias. Ya saben, el ego. Pero apareció el hotel, y nunca lo hice. No obstante, conservo los diarios. Si les echo un vistazo quizá un nombre… una cara…

Pareció derrumbarse un poco, como si la responsabilidad de la muerte de su hija recayera sobre él.

– No lo sabes con seguridad -dijo su mujer-. Andy, por favor. No te tortures.

– Seguiremos todas las pistas que aparezcan -dijo Hanken-. Así que…

– Entonces sigan a Julian. -Nan Maiden habló en tono desafiante, como decidida a demostrar a la policía que había otros caminos que explorar, además del pasado de su marido.

– No, Nancy -dijo Maiden.

– ¿Julian? -preguntó Lynley.

Julian Britton, aclaró Nan. Acababa de prometerse con Nicola. No estaba insinuando que fuera un sospechoso, pero si la policía buscaba pistas tendrían que hablar con él. Nicola había estado con él la noche antes de salir de acampada. Tal vez le había dicho algo, o hecho algo, que proporcionaría a la policía otra posibilidad.

Era una sugerencia muy razonable, pensó Lynley. Anotó el nombre y la dirección de Julian. Nan le facilitó los datos.

Por su parte, Hanken meditaba. Y no dijo nada más hasta que Lynley y él regresaron al coche.

– Puede que todo sea un subterfugio.

Encendió el motor, dio marcha atrás y volvió el coche hacia Maiden Hall. Se detuvo a contemplar el viejo edificio de piedra caliza.

– ¿El qué? -preguntó Lynley.

– El SO10. Ese rollo de alguien de su pasado. Es demasiado conveniente, ¿no cree?

– Ha elegido una palabra muy peculiar para describir una pista y un posible sospechoso -dijo Lynley-. A menos que ya tenga un sospechoso… -Miró hacia el hostal-. ¿Cuáles son sus sospechas, Peter?

– ¿Conoce el Pico Blanco? -preguntó Hanken-. Va desde Buxton hasta Ashbourne. Desde Matlock hasta Castleton. Tenemos valles, páramos, pistas forestales, colinas. Esto -indicó el paisaje circundante con un gesto- forma parte de él. Y la carretera por la que llegamos, por cierto.

– ¿Y?

Hanken miró a Lynley sin pestañear.

– Y en todo este inmenso espacio, el martes pasado por la noche, o la madrugada del miércoles, Andy Maiden consiguió encontrar el coche de su hija escondido tras un muro de piedra. ¿Cuáles diría usted que son las posibilidades?

Lynley miró el edificio, las ventanas que reflejaban los últimos rayos del sol, como hileras de ojos protegidos.

– ¿Por qué no me lo dijo?

– No lo había pensado -admitió Hanken-. Al menos hasta que nuestro chico sacó a colación al SO10. Hasta descubrir que nuestro Andy había ocultado la verdad a su mujer.

– Quería ahorrarle los detalles el mayor tiempo posible. ¿Qué hombre no lo haría?

– Un hombre con la conciencia limpia -replicó Hanken.


Una vez duchada y ataviada con sus pantalones de cintura elástica más cómodos, Barbara volvió a examinar la nevera y encontró un envase olvidado de cerdo con arroz frito que, sin calentar, no colmaría las expectativas gastronómicas de nadie. Cuando empezaba a dar cuenta de él, Nkata llegó. Se anunció con dos firmes golpes en la puerta. Barbara abrió, con el envase en la mano, y le apuntó con una costilla.

– ¿Tu reloj necesita una limpieza o algo por el estilo? ¿Qué son para ti cinco minutos, Winston?

El agente entró sin inmutarse y le dedicó su sonrisa más radiante.

– Lo siento. Recibí otro aviso antes de irme. El jefe. Tuve que telefonearle antes.

– Por supuesto. No hay que hacer esperar a su señoría.

Nkata hizo caso omiso del comentario.

– Es una pena que el servicio del pub sea tan lento. Me habría largado hace media hora, lo cual me habría acercado demasiado a Shoreditch para venir a buscarte. Curioso, ¿verdad? Como dice mi madre, las cosas salen como deben salir.

Barbara le miró, desconcertada. Tenía ganas de echarle en cara la nota que le había dejado, la letra A tan reveladora, pero su aire de serenidad se lo impedía. No podía explicar su imperturbabilidad, y tampoco su presencia en su casa. Al menos podría dar la impresión de sentirse incómodo, pensó.

– Tenemos dos cadáveres en Derbyshire y una pista en Londres que se debe investigar -dijo Nkata. Enumeró los detalles: una mujer, un joven, un ex agente del SO10, cartas anónimas redactadas con letras recortadas de revistas, una nota amenazadora escrita a mano-. He de acercarme a una dirección de Shoreditch, donde tal vez vivía el joven muerto. Si encuentro a alguien que pueda identificar el cuerpo, volveré a Buxton por la mañana, pero es preciso investigar la conexión con el Yard. El inspector dijo que me encargara de eso. Por eso me llamó.

Barbara no pudo disimular su entusiasmo y dijo:

– ¿Lynley pidió que fuera yo?

Nkata desvió la vista un instante, pero fue suficiente. La ilusión de Barbara se desvaneció como por ensalmo.

– Entiendo. -Llevó el envase hasta la encimera de la cocina. El cerdo pesaba como una losa en su estómago. Su sabor se aferraba a su lengua como un pellejo-. Si él no sabe que tú has acudido a mí, Winston, puedo negarme sin que nadie se entere, ¿verdad? Puedes pasar de mí y buscar a otro.

– Por supuesto -dijo él-. Puedo mirar la lista de los que están de guardia. O esperar a mañana y dejar que se encargue el súper. Pero hacer eso te deja libre para ser asignada a Stewart, Hale o McPherson, ¿no? Y pensé que eso no te haría ninguna gracia.

Calló lo que ya era una leyenda en el DIC: el fracaso de Barbara en establecer una relación laboral con esos detectives y su posterior regreso al uniforme, del cual solo se había librado al formar pareja con Lynley.

Barbara giró en redondo, perpleja por lo que parecía otra demostración de generosidad inexplicable por parte de Nkata. Otro hombre, en su lugar, la habría dejado colgada, con el fin de mejorar su posición, indiferente a lo que Barbara debería afrontar. El que Nkata no hiciera eso la ponía doblemente en guardia, sobre todo a la luz de las letras AD (agente detective) que había añadido con tanto descaro delante de su nombre, en la nota que había escrito. No podía olvidarlo, y sería absurdo intentarlo.

– Lo que el jefe quiere es trabajo de informática -estaba diciendo Nkata-. El CRIS. No es tu rollo, ya lo sé. Pero pensé que si querías acompañarme a Shoreditch, y por eso estaba en tu barrio, podría dejarte después en el Yard para que fueras a Archivos Criminales. Si sacas algo bueno de los registros con rapidez, ¿quién sabe? -Nkata se movió sobre sus pies. Su aire desenvuelto se marchitó un poco cuando añadió-: Podría contribuir a mejorar tu situación.

Barbara encontró un paquete de cigarrillos sin abrir encajado entre la tostadora, sembrada de migas, y una caja de zumos de pomelo. Encendió uno, utilizando un quemador de la cocina, y trató de comprender lo que estaba oyendo.

– No lo entiendo. Esta es tu oportunidad, Winston. ¿Por qué no la aprovechas?

– ¿Mi oportunidad de qué? -repuso él, como si no entendiera nada.

– Ya lo sabes. De subir la escalera, de coronar la montaña, de volar hasta la luna. Mi prestigio con Lynley no podría estar más por los suelos. Ahora es tu oportunidad de descollar. ¿Por qué no la aprovechas? O mejor dicho, ¿por qué corres el riesgo de que yo haga algo merecedor de alabanzas?

– El inspector me dijo que reclutara a otro AD -dijo Nkata-. Pensé en ti.

Otra vez aquellas dos feas siglas. AD. Un desagradable recordatorio: de lo que había sido y de lo que era ahora. Claro que Nkata había pensado en ella. ¿Qué mejor forma de restregarle por la cara su pérdida de rango y autoridad, que solicitarla como compañera, de igual a igual, ahora que ya no ostentaba un rango superior?

– Ah -dijo Barbara-. Otro AD. En cuanto a eso… -Recogió la nota que había dejado sobre la mesa, al lado del collar-. Supongo que debo darte las gracias por esto, ¿verdad? Había pensado poner un anuncio en el periódico, pero me has ahorrado la molestia.

Nkata frunció el entrecejo.

– ¿De qué coño hablas?

– De la nota, Winston. ¿De veras pensaste que iba a olvidar mi rango? ¿O solo querías recordarme que ahora somos iguales, por si me olvidaba?

– Espera. La has cagado.

– ¿Sí?

– Sí.

– No creo. ¿Qué otro motivo podía haber para que te dirigieras a mí como AD Havers? A de agente. Igual que tú.

– El motivo más obvio del mundo -contestó Nkata.

– ¿De verdad? ¿Cuál?

– Nunca te he llamado Barb.

La mujer parpadeó.

– ¿Qué?

– Nunca te he llamado Barb -repitió él-. Solo sargento. Siempre. Y luego, esto… -Hizo un ademán abarcando la habitación pero se refería a todo cuanto había sucedido aquel día, como ella bien sabía-. No sabía qué otra cosa poner. El nombre y todo eso. -Hizo una mueca y se frotó la nuca. Bajó la cabeza-. De todos modos, AD es tu grado, no quién eres.

Barbara le miró. Su atractivo rostro, con la desagradable cicatriz, parecía inseguro en aquel momento. Revivió en un instante los casos en que había trabajado con Nkata. Y al hacerlo comprendió la verdad.

Disimuló su confusión con el cigarrillo, inhaló, exhaló, estudió la ceniza, la hizo caer en el fregadero. Cuando el silencio se le antojó excesivo, suspiró y dijo:

– Joder, Winston. Lo siento. Puta mierda.

– Exacto -dijo él-. ¿Vienes o te quedas?

– Voy.

– Bien.

– Ah, Winnie -añadió ella-. También soy Barbara.

Загрузка...