15

Las mujeres siempre habían constituido un misterio para él. Helen era una mujer. Ergo, Helen siempre sería un misterio. Al menos, eso pensaba Lynley mientras se desplazaba desde Belgravia hasta New Scotland Yard.

Le habría gustado continuar la discusión, pero ella dijo con dulzura:

– Tommy, querido, has vuelto a Londres para trabajar, ¿no? Has de hacerlo. Vete. Ya hablaremos después si es necesario.

Lynley, un hombre habituado a obtener lo que deseaba en un abrir y cerrar de ojos, detestaba todo tipo de aplazamientos. Pero Helen tenía razón. Ya se había demorado mucho en casa. La besó y se marchó al Yard.

Encontró a Nkata en su despacho, llamando por teléfono. Estaba anotando algo en su libreta.

– Descríbala lo mejor que pueda… ¿Qué clase de cuello tiene, por ejemplo? ¿Lleva cierres o cremallera? Mire, cualquier cosa que me proporcione es más de lo que tengo en este momento… ¿Humm? Sí. De acuerdo. Bien. Esperaré… Dígaselo a ella también. Adiós.

Alzó la vista y miró a Lynley. Empezó a levantarse de la silla que había detrás del escritorio.

Lynley le indicó que continuara sentado. Se colocó detrás de él y vio una columna de postales sobre su cartapacio de piel. Las postales eran muestras del lote que, según Nkata, habían descubierto en el piso de Terry Cole.

Lynley vio que en algunas postales se ofrecían castigos, en otras se prometía dominación, y unas cuantas sugerían que era posible realizar todas las fantasías. Se hacía mención a baños de burbujas, masajes, servicios de vídeo, cámaras de tortura. Algunas postales ofrecían el uso de animales; algunas indicaban que podían proporcionarse disfraces. Muchas tenían fotografías que ilustraban placeres tales como «El transexual negro», «El ama definitiva» o «La tailandesa caliente». En suma, había algo para cada gusto, inclinación o perversión. Y como las postales, relucientes, no parecían haber pasado por las manos de un adolescente de palmas sudorosas con la masturbación en mente, la presencia de varios cientos de esas postales bajo la cama de Terry Cole solo podía conducir a la conclusión de que no las coleccionaba, sino que era un distribuidor, un engranaje de la gran maquinaria que vendía sexo en Londres.

Esto, al menos, explicaba el dinero en metálico que, según Cilla Thompson, siempre llevaba encima el muchacho. Los chicos que colocaban postales en todas las cabinas telefónicas del centro de Londres podían ganarse bien la vida, porque la tarifa vigente era de cien libras por cada quinientas postales colocadas. Y el servicio de estos muchachos era esencial: los empleados de British Telecom retiraban las postales a diario, y había que sustituirlas de forma continua.

Había dos postales aisladas en el centro del escritorio de Lynley. Una era la foto de una supuesta colegiala; la otra solo llevaba una inscripción. Lynley las cogió y examinó, desolado, mientras Nkata continuaba con su llamada.

«SHHH», estaba impreso en la primera. Debajo de la fotografía se leía: «¡No le cuentes a mamá lo que haces después de la escuela!» La foto plasmaba una mochila de la que caían libros, y una chica que se agachaba a recogerlos, con el trasero hacia la cámara. No era una colegiala normal. Su corta falda plisada revelaba unas bragas negras y unas medias negras altas hasta el muslo, coronadas de encaje. Estaba mirando con timidez a la cámara, con el cabello rubio resbalando sobre su rostro. Bajo sus zapatos de tacón había un número de teléfono, y la palabra «¡llámame!» escrita a mano.

– Vaya -susurró Lynley. Y cuando Nkata terminó su llamada dijo, como si una explicación a plena luz del día pudiera negar lo que había oído de labios del agente en plena noche-: En otro momento me informarás sobre la situación de cabo a rabo, Winnie.

– Deje que llame a Barb. Es la que se ha devanado los sesos.

– ¿Havers? -El tono de Lynley detuvo al otro hombre antes de que descolgara el teléfono-. Winston, di una orden. Dije que la quería en los ordenadores. Me aseguraste que lo estaba haciendo. ¿Por qué está interviniendo en esta parte de la investigación?

Nkata mostró sus palmas, vacías e inocentes.

– No está interviniendo -dijo-. Me llevé la caja de postales en su coche anoche, cuando volví desde Battersea. Pasé a ver cómo le iba con el cris. Me preguntó si podía llevarse las postales a casa para echarles un vistazo. El resto… Ya se lo explicará ella.

La expresión cándida de Nkata era la propia de un niño sentado en las rodillas de Papá Noel, lo cual revelaba que la historia era más enrevesada de lo que afirmaba. Lynley suspiró.

– Llámala, pues.

Nkata cogió el teléfono. Marcó el número y, mientras esperaba la conexión, dijo con solemnidad:

– En este momento está trabajando en el cris. Lleva allí desde las seis de la mañana.

– Sacrificaré un ternero en su honor -replicó Lynley.

– Vale -dijo Nkata, inseguro, poco propenso a las exégesis o alusiones bíblicas-. El jefe está aquí, Barb -anunció, y colgó.

Mientras esperaban a Havers, Lynley examinó la segunda postal. No quería pensar en las angustias que aguardaban a los padres de la muchacha asesinada, de modo que devolvió su atención a Nkata.

– ¿Algo más esta mañana, Winnie?

– Las Cole me enviaron un mensaje al busca. La madre y la hermana. Precisamente estaba hablando con la hermana ahora.

– La chaqueta del chico ha desaparecido.

– ¿La chaqueta?

– Exacto. Una chaqueta de cuero negro. Siempre la llevaba cuando iba en moto. Cuando usted entregó a la señora Cole la lista de los efectos personales del chico, aquellos recibos, ¿se acuerda?, la chaqueta no constaba. Creen que alguien la robó en la comisaría de Buxton.

Lynley recordó las fotografías del escenario del crimen. Pensó en las pruebas que había examinado en Buxton.

– ¿Están seguras sobre la chaqueta? -preguntó.

– Siempre la llevaba, afirmaron. Y no habría ido al norte en camiseta, que era la única prenda de abrigo que llevaba… según los recibos, al menos. Jamás habría ido en moto por la autopista en camiseta, dijeron.

– No hace mucho frío.

– La chaqueta no solo servía para calentarse, sino también como protección. Si sufría un accidente en la carretera, la chaqueta amortiguaría los golpes, dijeron. Por eso quieren saber dónde está.

– ¿No estaba en su piso?

– Barb registró su ropero, así que ella podrá decirle… -Nkata se interrumpió con brusquedad y tuvo el detalle de ruborizarse un poco.

– Ah -dijo Lynley significativamente.

– Después trabajó en los ordenadores la mitad de la noche -se apresuró a explicar Nkata.

– No me cabe duda. ¿De quién salió la idea de que te acompañara al piso de Cole?

La llegada de Havers salvó a Nkata de tener que contestar. Apareció con la libreta en ristre, con el atuendo más profesional que Lynley le había visto nunca.

No se dejó caer en la silla delante de su escritorio como de costumbre, sino que se quedó junto a la puerta abierta, como si se hubiera puesto firmes. A la pregunta de Lynley acerca de la chaqueta, respondió al cabo de un momento durante el cual pareció estudiar la expresión del otro detective, como si fuera un barómetro que le permitiría saber el ambiente que reinaba en el despacho de Lynley.

– ¿La ropa del chico? -dijo con cautela cuando el sutil gesto de Nkata le informó que, al menos en apariencia, sería moderadamente inofensivo revelar que, una vez más, había sido negligente en sus obligaciones-. Bien. Hummm.

– Ya hablaremos más tarde de lo que en teoría tendría que haber estado haciendo, Havers -dijo Lynley-. ¿Había una chaqueta de cuero negro entre las ropas del chico?

Ella consiguió componer una expresión de incomodidad, observó Lynley. Algo es algo. Barbara se humedeció los labios y carraspeó. Todo era negro, informó. Había jerséis, camisas, camisetas y tejanos en su ropero. Pero no una chaqueta, al menos de cuero.

– Había una chaqueta más ligera, una cazadora -dijo-. Y un abrigo. Muy largo, como de la época de la Regencia. Eso era todo. -Una pausa. Luego, se arriesgó-: ¿Por qué?

Nkata se lo contó.

– Alguien debió de llevársela del lugar del crimen -fue la inmediata deducción de Havers-. Señor -añadió en dirección a Lynley, como si aquella palabra respetuosa indicara una reverencia recién descubierta hacia la autoridad.

Lynley pensó en lo que su conjetura implicaba. Ahora faltaban dos prendas del lugar de los hechos: una chaqueta y un impermeable. ¿Volvían a los dos asesinos?

– Tal vez la chaqueta delata al culpable -dijo Havers, como si hubiera leído su mente.

– Si nuestro asesino estaba preocupado por las pruebas forenses, habría desnudado el cuerpo por completo. ¿Qué ganaba cogiendo solo la chaqueta?

– ¿La utilizó para cubrirse? -sugirió Nkata.

– Tenía el impermeable para ocultar las manchas de sangre.

– Pero si debía parar en algún sitio después del asesinato, o si cabía que le viesen cuando volvía a su casa, no podía llevar el impermeable. Aquella noche no llovió.

Havers seguía en la puerta. Y sus preguntas y afirmaciones eran cautelosas, como si hubiera tomado al fin conciencia de su precaria situación.

Sus comentarios eran sensatos, y Lynley lo reconoció con un asentimiento. Continuó con las postales, que señaló con un ademán.

– Vamos a oírlo todo de nuevo -dijo.

Havers miró a Nkata como si esperara que tomara la iniciativa. El negro comprendió.

– Podría recitarle el abecedario de memoria, pero seguro que me olvidaba quince letras. Te toca a ti.

– De acuerdo. -Havers no se movió de la puerta-. Estuve pensando en si alguna de esas -señaló el paquete de postales- podía contener el móvil del asesinato de Terry Cole. ¿Y si les engañaba? ¿Y si recogía las postales, cobraba sus cien libras y no las colocaba? O no colocaba el número convenido.

Al fin y al cabo, señaló, ¿cómo sabía una prostituta que sus postales habían sido colocadas, y dónde, a menos que fuera a comprobarlo en persona? Y aunque se paseara por el centro de Londres y se detuviera en todas las cabinas que encontrara a su paso, ¿qué impedía a Terry Cole afirmar que el personal de limpieza de la BT vaciaba las cabinas de postales con tanta celeridad como él las colocaba?

– Así que decidí llamarlas a todas, para ver lo que decían sobre Terry.

Sin embargo, no sacó nada en limpio de las primeras llamadas, y cuando estaba marcando el número anunciado en la postal de la colegiala había observado que la chica le resultaba muy familiar. Una vez segura de su identidad, había llamado al número de la postal.

«¿Es usted Vi Nevin? -preguntó cuando contestaron-. Soy la detective Barbara Havers. Me gustaría aclarar un par de puntos, si tiene tiempo. ¿O prefiere que pase por la mañana?»

Vi Nevin ni siquiera preguntó cómo había averiguado su número. Se limitó a decir, con su educada voz de la Real Academia de Arte Dramático:

«Son más de las doce de la noche. ¿Lo sabe, agente? ¿Trata de intimidarme?»

– Parece lo bastante joven para interpretar el papel de colegiala en la fantasía sexual de cualquier cliente -concluyó Barbara-. Y a juzgar por el aspecto de su piso, yo diría… -Se interrumpió al comprender lo que acababa de revelar sobre sus demás actividades del día anterior. Se apresuró a añadir-: Escuche, inspector. Convencí a Winnie de que me dejara participar en todo. Él quería que yo me quedara con los ordenadores, como usted pidió. No tiene la menor culpa. Pensé que si los dos nos encargábamos del interrogatorio, en lugar de uno solo, podríamos…

Lynley la interrumpió.

– Ya hablaremos de eso más tarde.

Dedicó su atención a la segunda postal que adornaba el centro de su escritorio. El número de teléfono era el mismo de la postal de la colegiala. No obstante, la oferta era diferente.

«La Tentación de Nikki» se leía en la parte superior, con las palabras «Descubra los misterios de la dominación» debajo del nombre. Y bajo esa sugerencia se aludía a los susodichos misterios: una cámara de torturas equipada con todos los complementos, una mazmorra, una consulta médica, un aula de escuela. «Trae tus juguetes o utiliza los míos», era el reclamo final. Seguía el número de teléfono. No había foto.

– Al menos tenemos un motivo para que dejara MKR Financial -dijo Nkata-. Estas tías se sacan entre cincuenta libras por hora y mil quinientas por noche, según afirman mis fuentes -añadió a toda prisa, como si la aclaración fuera necesaria para mantener su reputación sin mácula-. Hablé con Hillinger, de antivicio. Esos tipos han visto de todo.

Lynley comprendió que las diferentes informaciones recogidas sobre Nicola Maiden empezaban a encajar.

– El busca era para sus clientes -dijo-, lo cual explica por qué sus padres ignoraban que lo tenía, pero Upman y Ferrer, con los cuales había mantenido relaciones íntimas, sí lo sabían.

– ¿Quiere decir que también continuó el negocio en Derbyshire? -preguntó Barbara-. ¿Con Upman y Ferrer?

– Tal vez, pero aunque se los estuviera tirando por puro placer, era una mujer de negocios que quería mantener contacto con sus clientes.

– ¿Mediante una especie de teléfono erótico mientras estaba fuera?

– Es posible.

– Pero ¿por qué se marchó?

Esa seguía siendo la cuestión.

– En cuanto a esos tíos de los Picos -dijo Nkata con aire pensativo.

– ¿Qué pasa con ellos?

– Hubo un cirio en Islington. Me tiene intrigado.

– ¿Un cirio?

– La casera de Nicola la oyó pelearse con un tío -dijo Barbara desde la puerta-. En mayo, justo antes de que se trasladara a Fulham.

– Me pregunto si por fin tenemos un motivo sólido para acusar a Julian Britton -dijo Nkata-. Ese tío dijo que la vería muerta antes que permitirle «hacerlo»… o algo así. Tal vez sabía que había dejado la facultad y MKR para instalarse en el negocio.

– ¿Cómo lo iba a saber? -replicó Lynley para poner a prueba la teoría-. Julian y Nicola vivían separados por más de trescientos kilómetros. No pensarás que vino a Londres, cogió una postal en una cabina telefónica, llamó al número para disfrutar de una bonita sesión de látigos y esposas, y encontró a Nicola Maiden ataviada para utilizarlos. Demasiadas coincidencias.

– Tal vez vino a verla a la ciudad por sorpresa, señor -dijo Barbara.

Nkata asintió.

– Aparece en Islington y encuentra a su amada pellizcando los pezones con unos alicates a un tío cubierto con un taparrabos de cuero. Eso sería suficiente para montar un número.

Una circunstancia plausible, admitió Lynley, pero existía otra.

– Hay alguien en la ciudad que tal vez se tomó muy mal los planes de Nicola. Hemos de encontrar a su amante de Londres.

– ¿No podría ser uno de sus clientes?

– ¿Que telefoneaba con la frecuencia que Upman y Ferrer describen? Lo dudo.

– Señor, hemos de pensar en Terry Cole, ¿no? -dijo Barbara.

– Estoy hablando del hombre que la mató, agente, no del hombre que fue asesinado a su lado.

– No estoy insinuando que Cole fuera su amante de Londres -dijo ella, con un tono extrañamente cauteloso-. Me refiero a la persona que era Cole. Ahora hemos establecido una relación entre ellos, entre Nicola y Terry. Era evidente que distribuía sus postales, como hacía para las demás putas. Pero no creo que se desplazara hasta Derbyshire para recoger más postales, sobre todo porque ella no estaba en Londres para recibir las llamadas de los tíos que cogían sus postales. ¿Qué estaba haciendo allí, para empezar? Ha de existir otro vínculo entre ambos.

– Cole no es importante en este momento.

– ¿Cómo puede decir eso? Ha muerto, inspector. ¿Necesitamos un motivo mayor?

Lynley la fulminó con la mirada. Nkata se apresuró a intervenir para evitar un enfrentamiento.

– ¿Y si enviaron a Cole para matarla, y terminó asesinado? O quizá intentaba advertirla sobre algo, algún peligro.

– En ese caso, ¿por qué no se limitó a telefonearle? -contraatacó Barbara-. ¿Tiene sentido que montara en su moto y se largara a Derbyshire para advertirle sobre algo? -Se alejó un paso de la puerta, como si acercarse a ellos pudiera convencerles de sus razonamientos-. La chica tenía un busca, Winston. Si vas a argumentar que Terry se desplazó hasta los Picos porque no podía localizarla por teléfono, ¿por qué no la llamó al busca? Si existía un peligro que debía conocer, existían más posibilidades de que la alcanzara antes que Cole.

– Como así sucedió -señaló Nkata.

– Exacto. Sucedió lo peor, y ambos murieron. Los dos. Y creo que sería prudente empezar a pensar en ellos así: como una unidad, no una coincidencia.

– Y lo que yo digo -intervino Lynley- es que su deber la espera, Havers. Gracias por sus sugerencias. Si la necesito, se lo comunicaré.

– Pero señor…

– ¿Agente? -La forma en que pronunció la palabra tuvo más peso que su rango. Nkata se removió ante el escritorio de Lynley, como si deseara que Barbara le mirara.

Pero ella no lo hizo. Sin embargo, la mano que sujetaba la libreta cayó a su costado, y la seguridad desapareció de su voz cuando prosiguió:

– Señor, solo creo que debemos descubrir qué hacía exactamente Cole en Derbyshire. Cuando averigüemos el motivo de su viaje tendremos a nuestro asesino. Lo presiento. ¿Usted no?

– He tomado nota de su presentimiento.

Ella se mordió el labio inferior. Miró a Nkata por fin, como en busca de alguna directriz. El detective enarcó las cejas y ladeó la cabeza en dirección a la puerta del despacho, tal vez sugiriendo que lo más prudente era volver con los ordenadores. Barbara no le hizo caso.

– ¿Puedo seguirla, señor? -preguntó a Lynley.

– ¿Seguir qué?

– La pista de Cole.

– Havers, tiene una tarea. Y le han dicho que se reintegre a ella. Cuando haya terminado su trabajo en el cris, quiero que entregue un informe a Simon St. James. Después de eso le asignaré otra tarea.

– Pero ¿no se da cuenta de que si fue hasta Derbyshire para encontrarse con ella, tenía que haber algo más entre ellos?

– Barb… -dijo Nkata en señal de advertencia.

– Tenía mucho dinero -insistió Havers-. Fajos enteros, inspector. De acuerdo. Podía proceder del negocio de las tarjetas. Pero también tenía cannabis en el piso. Y un gran encargo del que no paraba de hablar. A su madre y a su hermana, a la señora Baden, a Cilla Thompson. Al principio pensé que era pura palabrería, pero como el negocio de las postales no puede explicar su presencia en Derbyshire…

– Havers, no pienso repetírselo.

– Pero señor…

– Maldita sea. -Lynley sintió que perdía los estribos. La obstinación de aquella mujer le estaba afectando como una cerilla aplicada a yesca seca-. Si intenta insinuar que alguien le siguió hasta Derbyshire con la intención de abrirle las arterias, se equivoca. Toda la información recogida nos conduce a Nicola Maiden, y si no lo ve es que ha perdido algo más que su rango como resultado de su excursión al mar del Norte del pasado junio.

La boca de Barbara se cerró al instante y sus labios se adelgazaron como las esperanzas de una solterona. Nkata masculló «Joder».

– Ahora. -Lynley utilizó la palabra para ganar tiempo a efectos de calmarse-. Si desea que la trasladen con otro detective, Havers, dígalo sin ambages. Hay trabajo que hacer.

Transcurrieron cinco segundos. Nkata y Barbara intercambiaron una mirada, significativa en apariencia para ellos pero inescrutable para Lynley.

– No voy a solicitar otro destino -dijo por fin Havers.

– Entonces ya sabe lo que debe hacer.

Ella intercambió otra mirada con Nkata y luego miró a Lynley.

– Señor -dijo educadamente. Y salió del despacho.

Lynley se dio cuenta de que no le había preguntado sobre sus progresos con los expedientes, pero no lo pensó hasta sustituir a Nkata detrás del escritorio. Y entonces pensó que volver a llamarla le concedería ventaja. Algo que no deseaba en ese momento.

– En primer lugar, abordaremos el ángulo de la prostitución -dijo a Nkata-. Eso podría proporcionar a un hombre montones de incentivos para asesinar.

– Sería terrible para un tío descubrir que su mujer hace la calle.

– Y hacer la calle en Londres sugiere la posibilidad de que alguien de la ciudad también lo descubriera, ¿no crees?

– No diré lo contrario.

– En ese caso, sugiero que busquemos al amante de Londres -terminó Lynley-. Y creo saber por dónde empezar.

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