17

El plan de Hanken era rascar una hora del sábado para trabajar en el nuevo columpio de Bella, pero tuvo que abandonarlo cuando aún no habían transcurrido ni veinte minutos de su regreso del aeropuerto de Manchester. Llegó a casa a mediodía, después de haber aprovechado la mañana para localizar a la masajista del Airport Hilton que había atendido a Will Upman el martes por la noche. Por teléfono había sonado voluptuosa, sexy y seductora, cuando Hanken había hablado con ella desde el vestíbulo del Hilton. Pero resultó que era una valkiria de unos noventa kilos de peso, vestida con una bata blanca, con las manos de un jugador de rugby y las caderas de la anchura del guardabarros de un camión.

Había confirmado la coartada de Upman para la noche del asesinato de Nicola Maiden. De hecho, había sido atendido por la señorita Freda, y le había dado la generosa propina de costumbre cuando terminó de relajar sus tendones abultados.

– Da propinas de yanqui -informó a Hanken con cordialidad-. Lo ha hecho desde el primer día, de modo que siempre me alegro de verle.

Era uno de sus clientes habituales, explicó la señorita Freda. Hacía el viaje dos veces al mes, como mínimo.

– Mucha presión en su profesión -dijo.

La sesión de Upman solo había durado una hora. Había atendido al abogado en su habitación, desde las siete y media.

Lo cual, reflexionó Hanken, concedía a Upman mucho tiempo para regresar desde Manchester a Calder Moor, liquidar a la chica y a su acompañante con facilidad a las diez y media, y luego regresar al Airport Hilton para reanudar su estancia y fortalecer su coartada. Todo lo cual mantenía al abogado en el candelero.

Y una llamada telefónica de Lynley convirtió a Upman en protagonista, al menos para Hanken.

Recibió la llamada en su móvil. Se encontraba en el garaje de su casa. Acababa de disponer sobre el suelo las piezas del columpio, y las estaba estudiando mientras contaba el número de tornillos y pernos que incluía el paquete. Lynley le informó que sus agentes habían localizado a la compañera de piso de Nicola Maiden, y él en persona acababa de interrogarla. La joven había insistido en que el amante de Londres no existía, una afirmación que, al parecer, no convencía a Lynley, y también había sugerido que la policía sostuviera otra conversación con Upman si quería saber por qué Nicola Maiden había decidido pasar el verano en Derbyshire.

– Solo contamos con la palabra de Upman de que la chica tenía un amante en el sur, Thomas -repuso Hanken.

– Pero es absurdo que dejara la facultad en mayo y pasara el verano trabajando para Upman… -replicó Lynley-. A menos que los dos estuvieran conchabados en algo. ¿Tienes tiempo para extraerle más información, Peter?

Hanken estaría encantado, feliz, para ser más exacto, de extraer más información al muy canalla, pero quería una buena excusa para interrogar de nuevo al abogado de Buxton, que hasta el momento no había llamado a su abogado para que le acompañara durante el interrogatorio, pero lo haría sin vacilar si empezaba a sospechar que la investigación apuntaba en su dirección.

– Nicola recibió a un visitante antes de mudarse a Fulham. Debió de ser el nueve de mayo -explicó Lynley-. Un hombre. Discutieron y les oyeron. El hombre dijo que la vería muerta antes de permitir que lo hiciera.

– ¿Que hiciera qué? -preguntó Hanken.

Y Lynley se lo dijo. Hanken escuchó la historia con absoluta incredulidad.

– Por los clavos de Cristo -dijo en un momento dado-. Joder. Espera, Thomas. He de tomar algunas notas.

Fue a la cocina, donde su mujer estaba supervisando la comida de las dos niñas, mientras el bebé dormitaba en un moisés instalado sobre la encimera. Despejó un espacio al lado de Sarah, la cual había separado su bocadillo de huevo en mitades, que restregaba por su cara.

– Vale. Continúa -dijo, y empezó a anotar lugares, actividades y nombres.

Silbó quedamente cuando Lynley le refirió la vida clandestina de Nicola Maiden como prostituta en Londres. Estupefacto, miró a sus dos hijas mientras Lynley explicaba la especialidad de la joven muerta. Se sintió desgarrado entre la necesidad de tomar notas precisas y el deseo de estrechar a Bella y Sarah contra su corazón, por más manchadas de huevo y mayonesa que estuvieran, como si así pudiera asegurar que su futuro estaría bendecido por la normalidad. Al pensar en sus hijas, cuando Lynley concluyó explicando que su siguiente movimiento sería seguir la pista de la anterior compañera de piso de Vi Nevin, Shelly Platt, la persona que había enviado las cartas anónimas, Hanken preguntó:

– ¿Qué me dices de Maiden, Thomas? Si descubrió los tejemanejes de su hija en Londres… ¿Imaginas lo que sintió?

– Creo que es más provechoso pensar en lo que ese descubrimiento habría provocado en el hombre que creía ser su amante. Upman y Britton, incluso Ferrer, parecen más probables que Andy para el papel de Némesis.

– No, si tienes en cuenta lo que un padre piensa: «Yo le di la vida.» ¿Y si pensó que también le correspondía quitársela?

– Estamos hablando de un policía, Peter, un policía honrado. Un policía ejemplar, sin una mancha en toda su carrera.

– De acuerdo. Estupendo. Pero esta situación estaba muy relacionada con la carrera de Maiden. ¿Y si fue a Londres? ¿Y si descubrió la verdad? ¿Y si intentó convencerla de que abandonara su estilo de vida, si es que puede llamarse estilo de vida, pero fracasó y comprendió que solo había una forma de terminar con él? Porque, Thomas, si él no lo hacía, la madre de la chica lo habría averiguado a la larga, y Maiden no podía soportar la idea de que eso destrozaría a la mujer que amaba.

– Eso también puede pensarse de los otros -replicó Lynley-. Upman y Britton. Habrían querido disuadirla, y con muchos más motivos. Caramba, Peter, los celos sexuales son más fuertes que el deseo de proteger a una madre de saber la verdad sobre su hija. Has de saberlo.

– Él encontró su coche, oculto a la vista, detrás de un muro. En mitad del jodido Pico Blanco.

– Pete, los niños… -le reprendió su esposa mientras servía vasos de leche a sus hijas.

Hanken asintió.

– Conozco a ese hombre -dijo Lynley-. Carece de instintos violentos. Tuvo que abandonar el Yard porque ya no podía soportar su trabajo, por el amor de Dios. ¿Dónde y cuándo desarrolló la capacidad, la sed de sangre, de matar a su propia hija? Vamos a indagar más a Upman y Britton, y a Ferrer, si es preciso. No son trigo limpio. Y en el Yard hay al menos doscientas personas capaces de testificar que Andy Maiden sí lo es. La compañera de piso, Vi Nevin, insiste en que hablemos de nuevo con Upman. Puede que nos esté dando largas, pero yo digo que empecemos por él.

Era el lugar lógico por donde empezar, convino Hanken, pero algo acerca de arrancar la investigación a partir de allí no le parecía correcto.

– ¿Te lo estás tomando como algo personal?

– Lo mismo podría preguntarte a ti -fue la réplica de Lynley. Antes de que Hanken pudiera contradecirle, concluyó la llamada con la información de que la chaqueta de cuero negra de Terry Cole no constaba en el recibo de los efectos personales entregados a su madre la mañana anterior-. Lo lógico sería buscarla entre las pruebas encontradas en el lugar del crimen, antes de movilizar las tropas -indicó. Y, como si deseara suavizar su desacuerdo, añadió-: ¿Tú qué opinas?

– Me encargaré de ello -dijo Hanken.

Cuando colgó, miró a su familia: Sarah y Bella estaban destrozando sus bocadillos y tirando las migas en la leche, P.J. empezaba a agitarse y a reclamar su comida, y la querida Kathleen se desabotonó la blusa, aflojó el sujetador y alzó a su hijo hasta el pecho. Para él eran un milagro, su pequeña familia. Haría cualquier cosa por su bienestar.

– Tenemos muchísima suerte, Katie -dijo a su mujer, mientras Bella introducía un palito de zanahoria en la fosa nasal derecha de su hermana. Sarah lanzó un chillido de protesta que sobresaltó a P.J, quien soltó el pecho de su madre y se puso a berrear.

Kathleen meneó la cabeza con gesto de cansancio.

– Sí somos una familia afortunada. -Indicó el móvil con la cabeza-. ¿Te marchas otra vez?

– Temo que sí, cariño.

– ¿Y el columpio?

– Lo montaré a tiempo. Te lo prometo.

Apartó las zanahorias de sus hijas, cogió un paño húmedo del fregadero y limpió la mesa de la cocina.

Su esposa arrulló, canturreó y consoló a P.J. Bella y Sarah firmaron una paz precaria.


Después de ordenar al agente Mott que volviera a revisar todo lo encontrado en el lugar de los hechos, y después de telefonear al laboratorio para asegurarse de que no habían omitido sin querer la chaqueta de Terry Cole de la lista de ropas enviadas para analizar, Hanken se dispuso a sostener un nuevo duelo con Will Upman. Encontró al abogado en el estrecho garaje contiguo a su casa de Buxton. Iba vestido con tejanos y camisa de franela, y estaba acuclillado junto a una mountain bike de aspecto magnífico, cuya cadena y piñones estaba limpiando con una manguera, un pequeño aerosol de disolvente y un cepillo de plástico con el extremo en forma de media luna.

No estaba solo. Apoyada contra el capó de su coche, los ojos clavados en él con la inconfundible ansia de una mujer desesperada por forjar una relación sólida, una menuda morena le estaba diciendo:

– Dijiste a las doce y media, Will. Y sé que esta vez no me he confundido de hora.

– No es posible, cariño -dijo Upman-. Sé que pensaba limpiar la bici. Si estás dispuesta a comer tan temprano…

– No es temprano. Y será menos que temprano cuando lleguemos allí. Maldita sea. Si no querías ir, haberlo dicho.

– Joyce, ¿dije, llegué a insinuar que…? -Upman vio a Hanken-. Inspector. -Dejó la manguera a un lado, que lanzó un chorrito de agua hacia el camino de acceso-. Joyce, te presento al inspector Hanken, de la policía de Buxton. ¿Quieres cerrar el grifo, por favor, cariño?

Joyce suspiró y obedeció. Volvió al coche y se paró ante uno de los faros delanteros.

– Will -dijo. Su tono implicaba: «He tenido la paciencia de una santa.»

Upman le dedicó una sonrisa.

– Trabajo -dijo, y movió la cabeza en dirección a Hanken-. ¿Nos concedes unos minutos, Joy? Olvidemos la comida y tomemos algo aquí. Después podemos ir a Chatsworth. Dar un paseo, charlar.

– He de recoger a los niños.

– A las seis. Me acuerdo. Lo conseguiremos. Ningún problema. -De nuevo la sonrisa. Más íntima esta vez, el tipo de sonrisa que un hombre utiliza cuando desea insinuar a una mujer que hablan un lenguaje especial que solo ellos dos comprenden. Una chorrada, casi siempre, decidió Hanken, pero Joyce parecía lo bastante ansiosa para aceptar el tema central que dicho lenguaje implicaba-. ¿Podrías prepararnos unos bocadillos, cariño, mientras terminamos aquí? Hay pollo en la nevera.

Upman no hizo alusión a la presencia de Hanken o a la privacidad que el desplazamiento de Joyce a la cocina proporcionaría.

Ella suspiró de nuevo.

– De acuerdo. Por esta vez. Pero me gustaría que anotaras la hora cuando quieras que venga a verte. Con los niños no es tan fácil…

– Lo haré a partir de ahora. Palabra de scout. -Le envió un beso por el aire-. Lo siento.

Ella lo aceptó todo.

– A veces me pregunto por qué me preocupo -dijo, sin la menor convicción.

Cuando se hubo marchado para demostrar su valía como ama de casa, Upman volvió a su mountain bike. Se acuclilló y roció un poco de disolvente en los piñones y a lo largo de la cadena. Un agradable olor a limón se alzo en derredor. Giró el pedal izquierdo hacia atrás mientras rociaba, imprimiendo a la cadena una rotación alrededor de las marchas, y cuando estuvo empapada, se apoyó sobre los talones.

– No se me ocurre de qué más podemos hablar -dijo a Hanken-. Le dije lo que sé.

– Justo. Y yo sé lo que usted sabe. Esta vez quiero saber qué opina.

Upman cogió el cepillo del suelo.

– ¿Sobre qué?

– Nicola Maiden cambió de residencia en Londres hace cuatro meses. Dejó la facultad más o menos en esa época, y no pensaba reanudar sus estudios. De hecho, se dedicaba a una actividad laboral muy diferente. ¿Qué sabe de eso?

– ¿Sobre la actividad laboral? Nada, me temo.

– Entonces ¿por qué se pasó el verano haciendo el tipo de trabajo que una estudiante de leyes acepta en vacaciones para adquirir experiencia? No iba a servirle de nada, ¿verdad?

– No lo sé. No le hice esas preguntas.

Upman aplicó el cepillo a la cadena con meticulosidad.

– ¿Sabía que había dejado la facultad? -preguntó Hanken. Y cuando Upman asintió, dijo exasperado-: Joder, tío. ¿Qué le pasa? ¿Por qué no nos lo dijo cuando hablamos ayer?

Upman alzó la vista.

– No me lo preguntaron -replicó con sequedad. Y la implicación era diáfana: un hombre en su sano juicio nunca daba respuestas a preguntas que la policía no formulaba.

– De acuerdo. Fue error mío. Se lo pregunto ahora. ¿Le dijo que había dejado la facultad? ¿Le dijo por qué? ¿Y cuándo se lo dijo?

Upman examinó la cadena de la bicicleta mientras la limpiaba, centímetro a centímetro. La mugre resultante de la combinación de polvo, tierra y lubricante empezó a licuarse en gotitas marronosas, algunas de las cuales cayeron al suelo.

– Me telefoneó en abril -dijo Upman-. Su padre y yo habíamos pactado el año pasado su empleo del verano. En diciembre, creo. Le dije que, en aquel momento, la había elegido por la amistad con su padre, aunque solo éramos simples conocidos, y le pedí que me comunicara cuanto antes si encontraba algo más de su gusto, para ofrecer el empleo a otra estudiante. Algo más de su gusto en el campo del derecho, quería decir, pero cuando me telefoneó en abril, me dijo que iba a abandonar la práctica legal definitivamente. Tenía otro trabajo que le gustaba más, dijo. Más dinero, menos horas. Bueno, todos queremos eso, ¿no?

– ¿No dijo qué era?

– Mencionó una firma de Londres. No recuerdo cuál. No nos extendimos mucho sobre el tema. Solo hablamos unos minutos, más que nada sobre el hecho de que no iba a trabajar para mí en verano.

– Pero terminó aquí. ¿Por qué? ¿La convenció usted?

– En absoluto. Telefoneó otra vez unas semanas después, dijo que había cambiado de opinión y preguntó si aún estaba libre el puesto.

– ¿Había cambiado de opinión acerca de la facultad?

– No. Ella misma lo confirmó, pero creo que aún no estaba preparada para decírselo a sus padres. Siempre estaban hablando de sus logros. Bueno, como todos los padres, ¿no? Al fin y al cabo, su padre había dado la cara por ella, y lo sabía. Los dos estaban muy unidos, y creo que ella no quería decepcionarle, de tan orgulloso que estaba de ella. Mi hija la abogada, ya sabe.

– ¿Por qué le dio el empleo? Si ya había abandonado la universidad, si había dejado claro que no volvería… Ya no era una estudiante de leyes. ¿Por qué la contrató?

– Como conozco a su padre, no me pareció mal colaborar en un pequeño engaño para ahorrarle el disgusto, al menos de momento.

– No me lo creo. Usted tenía algo con la chica, ¿verdad? Ese trabajo de verano no era más que una fachada. Y usted sabe muy bien a qué se dedicaba en Londres.

Upman apartó el cepillo de la cadena de la bicicleta. Gotas aceitosas cayeron al suelo. Miró a Hanken.

– Ayer le dije la verdad, inspector. Era atractiva, de acuerdo. E inteligente. La idea de tener a una joven inteligente y atractiva en la oficina desde junio a septiembre no me desagradaba. Pensé que sería una distracción visual. Pero no soy un hombre al que una agradable distracción visual aparte de su trabajo. Cuando ella llamó por segunda vez, me alegré de tenerla. Al igual que mis socios, por cierto.

– ¿De tenerla, ha dicho?

– Joder. Venga ya. No estamos examinando al testigo hostil. Es inútil que intente atraparme con argucias, porque no oculto nada. Está perdiendo el tiempo.

– ¿Dónde estaba usted el nueve de mayo? -insistió Hanken.

Upman frunció el entrecejo.

– ¿El nueve? Tendría que consultar mi agenda, pero supongo que reunido con clientes, como de costumbre. ¿Por qué? -Miró a Hanken y, al parecer, le leyó el pensamiento-. Ah ya. Alguien debió de ir a Londres para ver a Nicola. ¿Me equivoco? Para convencerla, tal vez por la fuerza, de que pasara un fascinante verano en Derbyshire, tomando declaración a esposas abandonadas por sus maridos. ¿Eso piensa?

Se levantó y fue a buscar la manguera. Abrió el grifo y dirigió el chorro a la cadena de la bici.

– Tal vez fue usted -dijo Hanken-. Tal vez quería alejarla del «otro empleo». Tal vez quería asegurarse de conseguir la -su labio se curvó- «distracción visual» que deseaba. Puesto que era atractiva e inteligente, como ha dicho.

– El lunes por la mañana recibirá copias de mi agenda -fue la seca respuesta de Upman.

– Con nombres y números de teléfono incluidos, espero.

– Como usted quiera. -Upman señaló la puerta por la que había desaparecido la sufrida Joyce -. Por si no se ha fijado, ya hay una mujer atractiva e inteligente en mi vida, inspector. Créame, no me habría desplazado hasta Londres para buscarme otra, pero si sus pensamientos apuntan en esa dirección, tal vez debería concentrarse en quién no tenía acceso a esa mujer. Y creo que los dos sabemos quién es ese pobre capullo.


Teddy Webster hizo caso omiso de la orden de su padre, que sonó como un ladrido. Como procedía de la cocina, donde sus padres aún estaban terminando de comer, sabía que contaba con un buen cuarto de hora antes de que la orden llegara por segunda vez. Teniendo en cuenta que su madre había preparado compota de manzana por una vez (un raro acontecimiento, ya que el postre habitual consistía en un paquete de galletas abierto sin ceremonias y arrojado al centro de la mesa, mientras la mujer recogía los platos), aquel cuarto de hora podía alargarse hasta treinta minutos, en cuyo caso Teddy tendría mucho tiempo para ver el resto de El increíble Hulk, antes de que su padre gritara «¡Apaga esa maldita tele y lárgate de casa ahora mismo! Lo digo en serio, Teddy. Quiero que salgas a respirar aire puro. ¡Ahora! Antes de que te arrepientas de obligarme a repetirlo.»

Los sábados siempre eran iguales: una aburrida y estúpida repetición de todos los otros aburridos y estúpidos sábados desde que se habían trasladado a los Picos. Lo que ocurría los sábados era lo siguiente: papá se levantaba a eso de las siete y media, proclamando a voz en grito lo fantástico que era haber huido por fin de la ciudad, y el placer de respirar aire puro, disponer de espacios abiertos para explorar, y toparse con la historia, la cultura y la tradición de la nación en todos los estúpidos montones de rocas y todos los estúpidos campos. Solo que no eran campos, ¿verdad? Eran páramos, y tenían la suerte y la bendición y… oh, la rara oportunidad de vivir en un lugar desde el que podían caminar en dirección norte durante seiscientos mil millones de kilómetros, como mínimo, sin ver una sola alma. Esto no era cutre como Liverpool, ¿verdad? Esto era el paraíso. Esto era Utopía. Esto era…

Una mierda, pensó Teddy. Y a veces lo decía, lo cual desquiciaba a su padre, hacía llorar a su madre y ponía nerviosa a su hermana, que empezaba a lloriquear sobre cómo iba a ir a la academia de teatro y convertirse en una verdadera actriz si tenía que vivir en el culo del mundo, como si fuera una leprosa.

Lo cual ponía a papá como una moto, momento que aprovechaba Teddy para reptar hasta la televisión y sintonizar la cadena Fox Kids, donde en ese preciso instante se estaba proyectando la impagable escena en que un bruto gilipollas importunaba demasiado al doctor David Manner, el cual padecía uno de sus alucinantes ataques, en que ponía los ojos en blanco, los brazos y las piernas reventaban sus ropas, al tiempo que su pecho se hinchaba, los botones salían disparados y atizaba a todo el que se interponía en su camino.

Teddy suspiró de pura felicidad cuando la Masa hizo papilla a sus torturadores. Era justo lo que Teddy deseaba hacer a aquellos capullos con cerebro de mosquito que le esperaban a la puerta del colegio cada mañana y se pegaban a él como una sombra (un menú a base de burlas, puñetazos, zancadillas y empujones), desde el mismo momento en que ponía el pie en el patio de la escuela. Si fuera la Masa, los reduciría a pulpa. Los liquidaría de uno en uno, o todos a la vez. Daría igual, porque mediría más de dos metros y…

– Maldita sea, Teddy. Quiero que te largues de aquí.

Teddy se puso en pie de un brinco. Estaba tan abismado en su fantasía que no había reparado en la entrada de su padre en la sala de estar.

– Era el final -se apresuró a decir-. Quería ver…

Su padre sujetaba unas tijeras. Agarró el cable de la tele.

– No he traído a mi familia al campo para que pasen sus ratos libres atontados frente a la televisión. Tienes quince segundos para salir de esta casa, o cortaré el cable. Para siempre.

– ¡Papá! Solo quería…

– ¿Necesitas una audiometría, Ted?

El niño se precipitó hacia la puerta, pero se detuvo antes de salir.

– ¿Y Carrie? ¿Por qué ella no…?

– Tu hermana está haciendo los deberes. ¿Quieres hacer los tuyos, o prefieres salir a jugar?

Teddy sabía que su hermana estaba haciendo los deberes tanto como preparándose para realizar una lobotomía. Pero también sabía cuándo estaba derrotado.

– Jugar, papá -dijo, y salió fuera. Se concedió un sobresaliente por no escabullirse hasta la habitación de su hermana. Estaría fantaseando con Flicks, o escribiendo desquiciadas cartas de amor a un actor todavía más desquiciado. Era una forma muy estúpida de pasar el tiempo, pensó Teddy, pero también lo comprendía. Tenía que hacer algo para limpiar las telarañas de su cerebro.

Él lo conseguía con la tele. Ver la tele era fantástico. Además, ¿qué otra cosa podía hacer?

Sabía que no debía hacer esa pregunta a papá. Al principio, cuando la hacía, poco después de llegar de Liverpool, la respuesta siempre consistía en una tarea obligatoria de lo más desagradable. De modo que Teddy ya no pedía sugerencias en lo tocante a los ratos de ocio. Salió y cerró la puerta, pero no antes de permitirse la satisfacción de dirigir una mirada maléfica hacia atrás, cuando su padre se metió en la cocina.

«Es por su bien», fueron las últimas palabras que Teddy escuchó de labios de su padre. Y sabía, con desesperación, lo que esas cuatro palabras significaban.

Habían ido a vivir al campo por su culpa, un niño gordo con gafas de culo de botella, granos en las piernas, ortodoncia y pechos de chica, al que atormentaban en la escuela desde el primer día. Había oído el Gran Plan cuando sus padres lo trazaron:

– Si vive en el campo podrá hacer ejercicio. Querrá hacer ejercicio, los chicos son así, Judy, y entonces perderá peso. No tendrá que preocuparse de que le vean cuando hace ejercicio, como aquí. Y en cualquier caso, será beneficioso para todos.

– No sé, Frank…

La madre de Teddy era del tipo dubitativo. No le gustaban las novedades, y trasladarse al campo era una novedad elevada a la décima potencia.

Pero el padre de Teddy ya había tomado la decisión, y aquí estaban, en una granja de ovejas arrendada a un granjero que vivía en Peak Forest, lo más parecido a una ciudad en kilómetros a la redonda. Solo que no era una ciudad, ni siquiera un pueblo. Consistía en un puñado de casas, una iglesia, un pub y una tienda donde, si un tío decidía agenciarse una bolsa de patatas fritas para merendar (y aunque las pagara), la madre del tío se enteraba a las seis de la tarde. Y el castigo era tremendo.

Teddy lo odiaba. El inmenso espacio desierto que se extendía hasta el fin del mundo por todas partes, la gran cúpula de cielo que se teñía de color peltre a causa de la niebla en un abrir y cerrar de ojos, el viento que azotaba la casa toda la noche y matraqueaba la ventana de su dormitorio como si una legión de aliens intentaran penetrar, las ovejas que balaban como si algo ominoso sucediera, pero que salían disparadas en cuanto dabas un paso hacia ellas. Odiaba aquella mierda de lugar. Y cuando salió y se internó en el jardín, una carbonilla impulsada por el viento como un misil se coló por debajo de sus gafas, estalló en su ojo y le hizo aullar. Odiaba este lugar.

Se quitó las gafas y se restregó el ojo con el borde de la camiseta. Notó un escozor horripilante, y se sintió aún más agraviado. Con la visión borrosa, volvió dando tumbos hacia la casa, donde la colada del sábado por la mañana ondeaba en el cordel tendido entre los aleros y un poste devorado por la herrumbre, que se alzaba cerca de un muro de piedra semiderruido.

– Uf -murmuró Teddy.

En el suelo, cerca de la casa, encontró una rama larga y delgada. La recogió y se transformó en una espada. La utilizó mientras avanzaba hacia la colada. Su objetivo era una hilera de tejanos de su padre.

– Quedaos donde estáis -siseó-. Estoy armado. Y si creéis que podéis capturarme vivo… ¡Ja! ¡Tomad esto! ¡Y esto! ¡Y esto!

Habían venido de la Estrella de la Muerte para acabar con él. Sabían que era el Último Jedi. Si conseguían eliminarle, el emperador podría gobernar el Universo. Pero no podrían matarle. De ninguna manera. Habían recibido órdenes de capturarle, como Ejemplo para Todos los Rebeldes del Sistema Estelar. Bien, pues ¡ja! ¡Y ja! nunca le capturarían. Porque tenía una espada láser y fiu fin zas y fiu. Pero odiosmío Espera un momento. Ellos tenían pistolas láser. ¡Y no querían capturarle con vida! Querían matarle y… ¡eoooooo! ¡Le superaban en número! ¡Huyehuyehuye!

Teddy dio media vuelta y huyó, mientras agitaba su espada en el aire. Buscó la protección del muro de piedra erigido frente a la casa y que bordeaba la carretera. Saltó al otro lado. El corazón martilleaba en su pecho y en sus oídos.

A salvo, pensó. Había navegado a la velocidad de la luz y dejado atrás a las fuerzas imperiales. Había aterrizado en un planeta ignoto. No le encontrarían ni en un billón de años. Ahora, él sería el emperador.

Ssssh. Algo pasó zumbando por la carretera. Teddy parpadeó. El viento le golpeó como los puños de un fantasma colérico, y le hizo lagrimear. No podía ver apenas. De todos modos, parecía… No. Imposible. Teddy miró a derecha e izquierda. Comprendió con horror dónde había aterrizado. No se trataba de un planeta ignoto. ¡Había ido a parar a Parque Jurásico! ¡Y lo que había pasado como una exhalación, impulsado por la furia del hambre, era un velocirraptor en busca de algo que matar!

Odiosmío odiosmío. Y no llevaba nada encima. Ni rifle de alta potencia ni armas de ningún tipo. Solo un estúpido palo, ¿y de qué serviría ESO contra un dinosaurio hambriento de carne humana?

Tenía que esconderse. Tenía que hacerse invisible. Un velocirraptor no existía sin que hubiera otro cerca. Y dos significaban veinte. O cien. ¡Mil!

¡Odiosmío! Corrió por la carretera.

Divisó su salvación a escasa distancia. Un gran cubo amarillo se alzaba sobre las malas hierbas de la cuneta. Podía esconderse allí hasta que pasara el peligro.

Ssssh. Ssssh. Más velocirraptores pasaron a toda velocidad mientras Teddy se metía en el contenedor. Se agachó y bajó la tapa.

Teddy había visto lo que los velocirraptores podían hacer a una persona. Desgarraban la carne, arrancaban ojos y trituraban huesos como si fueran patatas fritas de McDonald's. Y lo que más les gustaba eran los niños de diez años.

Tenía que hacer algo. Tenía que salvarse. Se acuclilló dentro del cubo y trató de pensar en un plan.

El cubo contenía los restos de gravilla de todo el año: unos quince centímetros, restos del invierno, cuando se diseminaba por la carretera para que los coches no resbalaran en el hielo. Los guijarros y astillas se le clavaron en las manos.

¿Podría utilizar la gravilla? ¿Podría convertirla en un arma? ¿Transformarla en un mortífero misil que lanzaría contra los velocirraptores para que le dejaran en paz? Si lo conseguía, tendría tiempo de…

Sus dedos aferraron algo duro, algo oculto en la gravilla. Era delgado, del tamaño de su palma, y pudo alzarlo a la escasa luz que se filtraba en su escondite.

Guay, pensó. Menudo hallazgo. Estaba salvado.

Era un cuchillo.


Julian Britton estaba haciendo lo que siempre hacía al final de un rescate de montaña: comprobar su equipo al tiempo que lo guardaba. Pero no era tan minucioso como de costumbre, cuando organizaba y volvía a empaquetar sus útiles. Sus pensamientos estaban muy alejados de cuerdas, botas, picos, martillos, brújulas, planos y todo cuanto utilizaban cuando alguien se perdía o se hacía daño, y llamaban a un equipo para encontrarle.

Sus pensamientos estaban centrados en ella. En Nicola. En lo que había sido y lo que habría podido ser, solo con que se hubiera adaptado al guión que él había escrito para su relación.

– Pero yo te quiero -le había dicho, y hasta a sus propios oídos las palabras sonaron patéticas y penosas.

– Y yo también -contestó ella con afabilidad. Incluso había cogido su mano, con la palma hacia arriba, como si intentara depositar algo en ella-. Pero el amor que siento por ti no me basta. Y el amor que tú deseas y mereces, Jule… Bien, no es el tipo de amor que yo puedo sentir.

– Pero soy bueno para ti. Lo has dicho muchas veces, durante todos estos años. Eso es suficiente, ¿no? Ese otro tipo de amor al que te refieres… puede nacer a partir de ahí. O sea, somos amigos. Somos compañeros. Somos… por el amor de Dios, somos amantes… Y si eso no significa que compartimos algo especial… Joder, ¿qué más puede haber?

Ella suspiró. Miró por la ventanilla del coche hacia la oscuridad. Julian vio su reflejo en el cristal.

– Jule, ahora soy una señorita de compañía. ¿Sabes lo que significa eso?

El anuncio y la pregunta llegaron como de la nada, de manera que por un momento pensó ridículamente en guías de turismo, que se ponen de pie en la parte delantera de un autocar y hablan por un micrófono, mientras el vehículo atraviesa la campiña abarrotado de turistas.

– ¿Viajas? -preguntó.

– Recibo a hombres a cambio de dinero -contestó ella-. Paso la velada con ellos. A veces paso toda la noche. Voy a hoteles, los recojo y hacemos lo que ellos quieren. Sea lo que sea. Después me pagan, doscientas libras por hora. Mil quinientas si duermo con ellos.

Julian la miró fijamente. La había oído con absoluta claridad, pero su cerebro se negaba a asimilar la información.

– Entiendo -dijo-. Hay otro en Londres.

– Jule, no me estás escuchando.

– Sí. Has dicho…

– Me oyes pero no me escuchas. Los hombres me pagan por hacerles compañía.

– Por salir con ellos.

– Puedes llamarlo como quieras: cine, teatro, inauguraciones de exposiciones o fiestas de negocios en que alguien quiere exhibir a una mujer bonita del brazo. Me pagan por eso. Y también por mantener relaciones sexuales. Y en función de lo que les hago, me pagan un montón. Más de lo que nunca había imaginado por follarme a un desconocido, si vamos a eso.

Las palabras eran como balas. Y él reaccionó como si Nicola le hubiera dado un balazo. Cayó en estado de shock. No el shock normal, cuando el cuerpo ha padecido un trauma físico, como un accidente de coche o una caída desde el tejado, sino el tipo de shock que destroza la psique, y en el que uno asimila un solo detalle, el menos peligroso para la cordura mental.

Lo que vio fue su pelo, cómo estaba iluminado por detrás, cómo brillaba a través de sus mechones, hasta darle la apariencia de un ángel terrenal. Pero lo que ella le estaba diciendo distaba mucho de ser angelical. Era repugnante y repulsivo. Y si continuaba hablando, él continuaría muriendo.

– Nadie me obligó -dijo Nicola mientras sacaba un caramelo del bolso-. Ni a ser señorita de compañía ni a lo otro. El sexo. Yo tomé la decisión en cuanto comprendí las posibilidades y lo mucho que yo podía ofrecer. Empecé tomando copas con ellos. A veces les acompañaba a cenar, o al teatro. Todo legal, ¿sabes?: unas horas de conversación y alguien a quien escuchar, a quien contestar si quería, poniendo ojos soñadores si no decía nada. Pero siempre preguntaban, sin excepción, si hacía algo más. Al principio, pensé que no. No podía. Al fin y al cabo, no les conocía. Y siempre pensaba… No imaginaba hacerlo con alguien a quien no conocía. Pero un día, alguien me preguntó si podía tocarme. Cincuenta libras por meterme la mano dentro de las bragas y palparme el felpudo. -Una sonrisa-. Entonces, tenía felpudo. Antes de… ya sabes. Asentí, y no fue mal. De hecho, fue bastante divertido. Me dio risa, por dentro, no por fuera, porque me pareció tan… tan estúpido: aquel tío, más viejo que mi padre, sin resuello y con lágrimas en los ojos porque tenía su mano en mi entrepierna. Y cuando me pidió que lo tocara, le dije que serían cincuenta libras más. Dijo: «Oh, Dios, lo que sea.» Cien libras por tocar su picha y dejar que me palpara el felpudo.

– Basta.

Había logrado pronunciar por fin la palabra.

Pero quería que lo comprendiera. Al fin y al cabo, eran amigos. Siempre lo habían sido, desde el momento en que se conocieron en Bakewell. Ella era una colegiala de diecisiete años, con una actitud y una forma de andar que proclamaban su disposición, solo que él no lo había comprendido, y le llevaba casi tres años. Había vuelto de la universidad para pasar las vacaciones y estaba muy preocupado por el alcoholismo de su padre y por una casa que se les caía encima. Pero Nicola había pasado de sus preocupaciones y solo había visto una oportunidad de divertirse, que por cierto había aprovechado alegremente. Julian lo comprendió ahora.

– Lo que intento explicar es que he encontrado una forma de vida que me convence. No será siempre así, por supuesto, pero hoy por hoy sí. Ese es el motivo de que me aferre a ella, Julie. Sería idiota si no lo hiciera.

– Te has vuelto loca -fue la estúpida conclusión de Julian-. Ha sido culpa de Londres. Has de volver a casa, Nick. Has de estar con tus amigos. Necesitas ayuda.

– ¿Ayuda?

Ella le miró como si no entendiera.

– Es evidente, ¿no? Algo va mal. No puedes estar en tu sano juicio si vendes tu cuerpo noche tras noche.

– Varias veces por noche, en realidad.

Julian se llevó las manos a la cabeza.

– Joder, Nick… Has de hablar con alguien. Deja que busque un médico, un psiquiatra. No explicaré a nadie por qué. Será nuestro secreto. Cuando te hayas recuperado…

– Julian. -Apartó las manos de su cabeza-. No me pasa nada. Pasaría algo si pensara que estaba manteniendo relaciones con esos hombres. Pasaría algo si pensara que iba en busca del verdadero amor. Si intentara deshacer un entuerto, hacer daño a alguien o vivir una fantasía. Sería preciso que me llevaran al manicomio ipso facto. Pero no es así. Lo hago porque me gusta, porque me pagan bien, porque mi cuerpo tiene algo que ofrecer a los hombres, y aunque me parezca una estupidez que me paguen por ello, lo hago con gusto…

Entonces la abofeteó. Que Dios le perdonara, pero la abofeteó porque no sabía cómo hacerla callar. Le pegó en la cara con el puño cerrado, y la cabeza de Nicola se golpeó contra la ventanilla.

Se miraron, ella tocándose el punto en que los nudillos de Julian habían hecho impacto en su cara, él con la mano izquierda sujetando aquellos nudillos, y un zumbido en los oídos, como el chirrido de unos neumáticos al derrapar. No había nada que decir. Ni una sola palabra para excusar lo que había hecho, para excusar lo que ella estaba haciendo a los dos por culpa de las opciones que tomaba y la vida que llevaba. Aun así, lo intentó.

– ¿De dónde ha salido esto? -preguntó con voz ronca-. Porque ha tenido que salir de alguna parte, Nick. La gente normal no vive así.

– ¿Te refieres a traumas o represiones psíquicas? -contestó ella con desenvoltura, tocándose todavía la mejilla. Su voz era la misma, pero sus ojos habían cambiado, como si le viera de una forma diferente. Como a un enemigo, pensó Julian. La desesperación le invadió, porque la quería muchísimo-. No, Jule. No tengo a mano ninguna excusa. No hay nadie a quien culpar. Nadie a quien acusar. Solo algunas experiencias que condujeron a otras experiencias. Como ya te he dicho. Primero señorita de compañía, luego un poco de magreo, y después… -sonrió- lo demás.

Julian leyó la verdad de lo que era en aquel instante.

– Debes de despreciar a todos los hombres. Lo que deseamos. Lo que hacemos.

Nicola cogió su mano. Continuaba cerrada en un puño, y ella se la abrió. Se la llevó a los labios y besó los nudillos que la habían golpeado.

– Tú eres como eres -dijo-. Igual que yo, Julian.

Él no podía aceptar la simplicidad de aquella afirmación. Se rebeló contra ella. Y se rebeló contra Nicola. Decidió cambiarla, costara lo que costase. Decidió hacerla entrar en razón, con ayuda si era necesario.

En cambio, Nicola solo había encontrado la muerte. Un trueque justo, dirían algunos, a cambio de lo que ella ofrecía a la vida.

Julian se sentía aturdido por los recuerdos mientras guardaba su equipo de rescate en la mochila. Su mente bullía y deseaba hacer cualquier cosa con tal de silenciar las voces que resonaban en su mente.

La distracción se materializó en la persona de su padre, que se acercaba por el pasillo del primer piso justo cuando Julian estaba guardando la mochila en el viejo arcón. Jeremy Britton sostenía un vaso en una mano, lo cual no era sorprendente, pero sí que en la otra llevara un fajo de folletos.

– Ah, hijo mío -dijo-. Estás aquí. ¿Tienes un minuto para tu padre en este día espléndido?

Hablaba con claridad, lo cual provocó que Julian mirara con curiosidad el vaso que sostenía. El líquido incoloro sugería ginebra o vodka, pero el vaso era lo bastante ancho para contener un cuarto de litro de bebida, y como estaba vacío en sus tres cuartas partes, y como Jeremy nunca se habría servido una cantidad tan discreta en un vaso cuyo volumen podía albergar más, y como no hablaba arrastrando las palabras, solo podía significar que el vaso no contenía ginebra ni vodka. Lo cual, a su vez, debía significar… Julian se palmeó la cabeza mentalmente. Caray, se estaba perdiendo en divagaciones.

– Claro.

Se esforzó en no mirar el vaso u oler su contenido.

De todos modos, Jeremy se dio cuenta. Sonrió, levantó el vaso y dijo:

– Agua. El viejo y querido H2O. Casi había olvidado su sabor.

Ver a su padre bebiendo agua era como ver la Ascensión a los Cielos mientras caminabas por los páramos.

– ¿Agua?

– Lo mejor que hay. ¿Te has dado cuenta, hijo mío, de que el sabor del agua extraída de nuestras tierras es mejor que el de cualquier botella? Agua embotellada, quiero decir -añadió con una sonrisa-. Evian, Perrier. Ya sabes. -Levantó el vaso y tomó un sorbo. Chasqueó los labios-. ¿Tienes un momento para tu padre? Quiero pedirte consejo.

Julian, perplejo, alarmado y asombrado por el cambio obrado en su padre, sin que nada en apariencia lo hubiera provocado, le siguió hasta el salón. Jeremy tomó asiento en su butaca acostumbrada, después de colocar otra delante. Indicó a Julian que la ocupara. Julian lo hizo, vacilante.

– No te fijaste a la hora de comer, ¿verdad?

– ¿En qué?

– En el agua. Nada más. Eso fue lo que bebí. ¿No lo viste?

– Lo siento. Tenía otras cosas en la cabeza. Pero me alegro, papá. Bien por ti. Fantástico.

Jeremy asintió, complacido consigo mismo.

– La semana pasada estuve pensando, Julie. Voy a someterme a una cura. Lo llevo pensando desde… bueno, no sé desde cuándo. Creo que ha llegado el momento.

– ¿Vas a dejar de beber? ¿De veras vas a hacerlo?

– Ya estoy harto. Vivo borracho desde hace treinta y cinco años. Quiero vivir los siguientes treinta y cinco sobrio como un juez.

Su padre ya había dicho cosas semejantes en anteriores ocasiones, pero por lo general estaba borracho o con resaca. Esta vez parecía sincero.

– ¿Vas a ir a AA? -preguntó Julian. Había grupos en Bakewell, Buxton, Matlock y Chapel-en-le-Frith. Julian había telefoneado más de una vez a cada pueblo para pedir horarios de las reuniones, que eran enviados a la mansión y luego desechados.

– De eso quiero hablar contigo -dijo Jeremy-. Será mejor que esta vez lo deje de una vez por todas. Pienso lo siguiente, Julian. -Esparció los folletos sobre las rodillas de Julian-. Son clínicas de curación -explicó-. Ingresas durante un mes, dos o tres si es necesario, y sigues el tratamiento. Dieta sana, ejercicio sano, sesiones con el psiquiatra. Todo el lote. Por ahí se empieza. Desintoxicación. En cuanto has superado las fases preliminares, vas a AA. Echa un vistazo, hijo mío. Dime lo que opinas.

Julian no tuvo que mirarlos para saber lo que pensaba. Las clínicas eran privadas. Eran caras. No había dinero para pagarlas, a menos que dejara su trabajo en Broughton Manor, vendiera los perros y consiguiera un buen empleo. Si enviaba a su padre a la clínica, significaría el fin de su sueño de resucitar la propiedad.

Jeremy le miraba esperanzado.

– Sé que esta vez podría lograrlo, hijo mío. Lo siento aquí dentro. Ya sabes cómo es. Lo haré, con una ayudita. Venceré al diablo en su propio terreno.

– ¿Crees que AA no es suficiente para ayudarte? -dijo Julian-. Porque comprenderás, papá, que para enviarte a un lugar así… Preguntaré a nuestra aseguradora, por supuesto, pero no creo que paguen… Tenemos suscrita la póliza más barata, ya sabes. A menos que quieras… -No quería hacerlo, y la culpabilidad de su reticencia era como una llaga en su alma, pero se obligó a decirlo. Al fin y al cabo, se trataba de su padre-. Podría dejar de trabajar en la propiedad y buscarme otro trabajo.

Jeremy se apresuró a recuperar los folletos.

– No quiero que lo hagas. Joder, Julie. No lo quiero. Quiero que Broughton Manor recupere su gloria tanto como tú. No te apartaré de tu misión, hijo. Ya me las arreglaré.

– Pero si crees que necesitas una clínica…

– Sí, pero si no hay dinero, no hay dinero, y punto. Tal vez otro día… -Jeremy embutió los folletos en el bolsillo de la chaqueta. Dirigió una mirada triste a la chimenea-. Dinero -murmuró-. Siempre el problema del dinero.

La puerta del salón se abrió y Samantha entró.

Como si le tocara decir su frase.

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