JUNIO EL WEST END
PRÓLOGO

Lo que David King-Ryder experimentaba en su fuero interno era una especie de dolor agónico. Se sentía abrumado por una desazón y una desesperación incongruentes con la situación que estaba viviendo.

Más abajo, en el escenario del teatro Agincourt, Horacio estaba repitiendo «La divinidad que nos moldea», y Fortinbrás le replicaba con «Oh, muerte soberbia». Estaban retirando del escenario tres de los cuatro cadáveres, dejando a Hamlet tendido en brazos de Horacio. Los treinta actores que componían el reparto de Hamlet avanzaban convergiendo. Los soldados noruegos entraban por la derecha del escenario y los cortesanos daneses por la izquierda, para situarse detrás de Horacio. Cuando iniciaron el estribillo la música aumentó de intensidad, y la descarga de artillería, a la que David se había opuesto en un principio para evitar comparaciones con 1812, resonó en las bambalinas. Y en ese momento, la platea empezó a levantarse bajo el palco de David, seguido del anfiteatro. Después, el gallinero. Los aplausos se impusieron a la música, el coro y los cañones.

Era lo que tanto había anhelado desde hacía más de una década: la reivindicación total de su prodigioso talento. Y por Dios que lo había conseguido. Lo veía ante él, bajo él y a su alrededor. Tres años de trabajo agotador, tanto para el cuerpo como para la mente, culminaban ahora en la ovación ensordecedora que le habían negado al finalizar sus dos anteriores producciones en el West End. En aquellos espectáculos, la naturaleza de los aplausos y las secuelas de dichos aplausos habían sido de lo más elocuentes. Un educado y breve agradecimiento a los miembros de la compañía había precedido a un apresurado éxodo del teatro, seguido a su vez por una fiesta de estreno muy similar a un velatorio. Después, las críticas de Londres habían rematado lo que el boca a oído de la primera noche había iniciado. Dos enormes producciones muy costosas se habían hundido como acorazados de cemento sobrecargados de armas. Y David King-Ryder tuvo el dudoso placer de leer incontables análisis de su declive creativo. «La vida sin Chandler» era la clase de titular que había leído en las disecciones de uno o dos críticos teatrales poseedores de un sentimiento cercano a la compasión. Pero los demás, los tipos que pergeñaban metáforas vitriólicas después de tomar su ración matutina de Weetabix y pasaban meses esperando la oportunidad de embutirlas en un comentario más notable por su resquemor que por su información, habían sido implacables. Le habían llamado de todo, desde «charlatán artístico» a «buque reflotado por pasadas glorias», y esas glorias emanaban de una sola fuente: Michael Chandler.

David King-Ryder se preguntaba si otras asociaciones musicales habían padecido el escrutinio de su colaboración con Michael Chandler. Lo dudaba. Pensaba que músicos y libretistas, desde Gilbert y Sullivan a Rice y Lloyd-Webber, habían florecido, decaído, alcanzado la cumbre, prosperado, fracasado, superado las críticas, sufrido batacazos y conquistado la gloria sin sufrir el acoso de los chacales que le mordían los talones.

La leyenda de su asociación con Michael Chandler había provocado dichos análisis, por supuesto. Cuando un miembro de un equipo que ha montado doce de las producciones más aclamadas del West End muere de una manera tan estúpida y macabra, se teje una leyenda alrededor de esa muerte. Y Michael había muerto de esa manera: extraviado en una caverna submarina de Florida que ya se había cobrado la vida de otros trescientos buceadores, tras haber violado todas las normas del submarinismo, pues había ido solo, de noche y borracho, abandonando una barca de cuatro metros y medio de eslora anclada para señalar el punto donde se había sumergido. Había dejado una esposa, una amante, cuatro hijos, seis perros y un socio con el cual había soñado obtener la fama, la fortuna y el éxito teatral desde su infancia compartida en Oxford, los dos hijos de obreros de una planta de Austin-Rover.

Por lo tanto, era lógico que los medios se hubieran interesado en la rehabilitación emocional y artística de David King-Ryder después de la muerte prematura de Michael. Y si bien los críticos le habían vapuleado por su primer intento en solitario de componer una ópera pop cinco años después, habían utilizado guante de seda, como convencidos de que un hombre que perdía a su socio de mucho tiempo y a su amigo de toda la vida de una sola tacada merecía una oportunidad de fracasar sin ser humillado públicamente en su esfuerzo por encontrar la inspiración sin ayuda. Sin embargo, esos mismos críticos no habían sido tan piadosos con su segundo fracaso.

Pero ahora había terminado. Era cosa del pasado.

A su lado, en el palco, Ginny gritó:

– ¡Lo hemos conseguido, David! ¡Lo hemos conseguido, joder!

Sin duda había comprendido que (al cuerno todas las ridículas acusaciones de nepotismo cuando había elegido a su esposa para dirigir la producción) se había elevado a las alturas ocupadas por artistas como Hands, Nunn y Hall. [1]

Matthew, el hijo de David, que como manager de su padre sabía muy bien lo mucho que se jugaban en aquella producción, le agarró la mano con fuerza y dijo:

– Brutal. Buen trabajo, papá.

Y David quiso aferrarse a aquellas palabras y a lo que implicaban, una firme retirada de las dudas iniciales que Matthew había expresado cuando su padre le comunicó su decisión de convertir la mejor tragedia de Shakespeare en un triunfo personal. «¿Estás seguro de que quieres hacer esto?», había preguntado, y se calló el resto de su comentario: ¿No te estarás preparando para el salto mortal definitivo?

Así era, en efecto, había confirmado David para sus adentros en aquella ocasión. Pero ¿qué otra alternativa le quedaba, aparte de intentar recuperar su prestigio como artista?

Lo había logrado: no solo el público estaba de pie, no solo los actores le estaban aplaudiendo extasiados desde el escenario, sino que los críticos (cuyos números de asiento había memorizado, «para así volarlos mejor», había comentado Matthew con sarcasmo) también se habían puesto en pie, sin querer marcharse, ofreciendo el tipo de aclamación que David había empezado a considerar tan perdida para él como Michael Chandler.

Dicha aclamación no hizo más que agigantarse en las horas posteriores. En la fiesta celebrada en el Dorchester, en una sala de baile reconvertida con ingenio en el castillo de Elsinor, David se irguió al lado de su esposa, al final de una hilera de recibimiento compuesta por los principales actores de la producción. A lo largo de la hilera desfilaron los famosos más destacados de Londres: estrellas de las tablas y el cine derramaron loas sobre sus colegas, al tiempo que rechinaban los dientes para ocultar su envidia; celebridades de todos los ámbitos sociales alabaron el Hamlet de King-Ryder Productions, desde «genial» hasta «me tuvo atornillado al asiento», pasando por «simplemente fabuloso, querido»; debutantes y pijas de la zona de Sloan Square, ataviadas sucintamente, con un despliegue asombroso de escotes vertiginosos, y famosas por ser famosas o por tener padres famosos, declararon que «por fin alguien ha conseguido que Shakespeare sea divertido»; representantes de aquel notable despilfarro de la imaginación y la economía de la nación, la familia real, ofrecieron sus más fervientes deseos de éxito. Y mientras todo el mundo estaba complacido por estrechar la mano de Hamlet y sus cohortes, y mientras todo el mundo estaba encantado de felicitar a Virginia Elliott por su magistral dirección de la ópera pop de su marido, todo el mundo estaba más ansioso todavía por hablar con el hombre al que habían vilipendiado y puesto en la picota durante más de una década.

De modo que el éxito corría a raudales, y David King-Ryder quería saborearlo. Anhelaba experimentar la sensación de que la vida se abría ante él en lugar de cerrarse. Pero no podía escapar a cierto presentimiento. Todo ha terminado resonaba en sus oídos como un cañonazo.

Si hubiera sido capaz de hablar con ella sobre lo que había sufrido desde la llamada a escena, David sabía que Ginny le habría dicho que sus sensaciones de depresión, angustia y desesperación eran de lo más normal. «Es el alivio después de la noche de estreno», habría dicho. Bostezando camino de su dormitorio, mientras dejaba los pendientes sobre el tocador y tiraba los zapatos dentro del zapatero, habría señalado que ella tenía más motivos para estar deprimida que él. Como directora, su trabajo había terminado. Cierto, había que afinar diversos aspectos de la producción («Estaría bien que el diseñador de iluminación colaborara un poco y atinara en la última escena, ¿verdad?»), pero en términos generales ella debía empezar el proceso una vez más, con una nueva producción de otra obra. En el caso de él, recibiría por la mañana un montón de llamadas telefónicas de felicitación, peticiones de entrevistas y ofertas para montar la ópera pop en todo el mundo. De esa forma, podría concentrarse en otra escenificación de Hamlet o dedicarse a un proyecto nuevo. Ella no tenía esa opción.

Si él hubiera confesado que no tenía ganas de dedicarse a otra cosa, ella habría dicho: «Pues claro que ahora no. Es normal, David. ¿Cómo podrías hacerlo ahora? Concédete una temporada de descanso. Necesitas tiempo para volver a llenar la fuente.»

«La fuente» era el manantial de la creatividad, y si él hubiera señalado que ella nunca parecía necesitada de renovar sus existencias, su mujer habría replicado que dirigir era muy diferente de crear. Ella, al menos, debía trabajar con materiales en bruto, para no hablar de toda una panoplia de colegas de la profesión con los que evacuaba consultas mientras la producción tomaba forma. Él solo tenía la sala de música, el piano, soledad a espuertas y su imaginación.

Y las expectativas del mundo, pensó él de mal humor. Ése sería siempre el precio del éxito.

Ginny y él abandonaron la celebración del Dorchester en cuanto pudieron escabullirse. Ella protestó cuando él dijo que quería marcharse, al igual que Matthew, el cual, siempre en el papel de manager de su padre, había argumentado que David King-Ryder quedaría muy mal si se fuera de la fiesta antes de que terminara, pero David había alegado agotamiento y nerviosismo, y tanto Matthew como Virginia habían aceptado el autodiagnóstico. Al fin y al cabo, hacía semanas que no dormía bien, tenía la tez amarillenta y su comportamiento durante toda la representación (tan pronto estaba de pie como sentado, como paseándose por su palco) transmitió la impresión de un hombre cuyas fuerzas se habían agotado.

Salieron de Londres en silencio, David sujetando un vaso de vodka entre la palma y el pulgar, y el índice apretado entre las cejas. Ginny llevó a cabo varios intentos de entablar conversación con él. Sugirió unas vacaciones como recompensa por sus años de esfuerzos. Rodas, dijo, Capri y Creta. Claro que siempre estaba Venecia, si esperaban hasta otoño, a que se vaciara de las habituales hordas de turistas que la hacían insufrible durante el verano.

Su tono forzadamente desenvuelto reveló a David que cada vez estaba más preocupada por su dificultad para comunicarse con él. Y considerando su historia en común (ella había sido su duodécima amante antes de que la convirtiera en su quinta esposa), tenía buenos motivos para sospechar que su estado no estaba relacionado con los nervios de la primera noche, el desinflamiento después del triunfo, o la angustia por la reacción de la crítica ante su obra. Los últimos meses habían sido difíciles para ellos como pareja, y ella sabía muy bien lo que había hecho David para curar la impotencia que había experimentado con su última esposa, es decir, irse a vivir con Ginny. Por eso, cuando ella dijo por fin: «Cariño, a veces pasa. Son los nervios, nada más. Todo se solucionará al final del día», él quiso tranquilizarla. Pero no encontró las palabras.

Aún las estaba buscando cuando la limusina se adentró en el túnel de arces plateados que caracterizaban la zona boscosa donde vivían. Aquí, a menos de una hora de Londres, la campiña estaba pletórica de árboles, y senderos transitados por generaciones de silvicultores y granjeros desaparecían en la maleza formada por helechos.

El coche giró entre los dos robles que señalizaban el camino de acceso. A veinte metros de distancia, una puerta de hierro se abrió. El camino que seguía al otro lado serpenteaba entre alisos, álamos y hayas, y rodeaba un estanque que el reflejo de las estrellas convertía en un segundo cielo. Ascendía una suave pendiente, pasaba ante una hilera de casitas silenciosas y desembocaba de repente en forma de abanico ante la entrada de la mansión King-Ryder.

El ama de llaves les había preparado la cena, una selección de los platos favoritos de David.

– El señor Matthew telefoneó -explicó Portia con su voz serena y digna. Huida de Sudán a la edad de quince años, había estado con Virginia durante los últimos diez años, y poseía el rostro melancólico de una hermosa y entristecida madona negra-. Mis más sinceras felicitaciones a los dos -añadió.

David le dio las gracias. Las ventanas del comedor se alzaban desde el suelo hasta el techo y reflejaban a los tres en el cristal. Admiró el centro de mesa, que derramaba rosas blancas sobre pliegues de hiedra. Acarició uno de los delgados tenedores de plata. Con la uña del pulgar detuvo una lágrima de cera de una vela. Y fue consciente de que ni el más ínfimo bocado de comida conseguiría atravesar el nudo que sentía en la garganta.

En consecuencia, dijo a su esposa que necesitaba estar a solas un rato para desembarazarse de la tensión de la velada. Se reuniría con ella más tarde, añadió. Solo necesitaba un rato para relajarse.

Lo lógico era esperar que un artista se retirara al corazón de su arte. Por lo tanto, David fue a la sala de música. Encendió las luces. Se sirvió otro vodka y dejó el vaso sobre la tapa del piano.

Se dio cuenta de que Michael jamás habría hecho algo semejante. Michael era cuidadoso, comprendía el valor de un instrumento musical, respetaba sus límites, sus dimensiones, sus posibilidades. Asimismo, había sido muy cuidadoso en todo lo demás casi toda su vida. Solo se descuidó una noche loca, en Florida.

David se sentó al piano. Sin pensarlo, sus dedos esbozaron un aria que amaba. Era una melodía de su más afortunado fracaso (Compasión), y la tarareó mientras la tocaba, aunque no recordó la letra. Aquella canción en otro tiempo había contenido la llave de su futuro.

Mientras tocaba, dejó que su vista vagara por las paredes de la habitación, cuatro monumentos a su éxito. Los estantes albergaban premios. Los marcos contenían diplomas. Carteles y programas de teatro anunciaban producciones que, incluso en ese momento, se estaban representando por todo el mundo. Y junto a la partitura de marco plateado, diversas fotografías documentaban su vida.

Entre ellas estaba la de Michael. Y cuando la mirada de David cayó sobre el rostro de su viejo amigo, sus dedos cambiaron, por voluntad propia, a la canción que, sabía, estaba destinada a ser el éxito de Hamlet. Qué sueños pueden sobrevenir era su título, tomada del soliloquio más famoso del príncipe.

La tocó hasta la mitad y tuvo que parar. Estaba tan cansado que sus manos cayeron sobre las teclas y sus ojos se cerraron. Pero aún veía la cara de Michael.

– No tendrías que haber muerto -dijo a su socio-. Pensé que un éxito lo cambiaría todo, pero solo consigue empeorar la perspectiva del fracaso.

Cogió su bebida de nuevo. Salió de la sala. Se acabó el vodka, dejó el vaso junto a una urna de travertino, en uña hornacina semioculta, pero calculó mal la distancia y el vaso cayó sobre el suelo alfombrado.

Oyó llenarse una bañera en el piso de arriba de la enorme mansión. Ginny querría desprenderse de la tensión de la noche y de los meses precedentes. Ojalá pudiera hacer lo mismo. Pensaba que tenía muchos más motivos.

Se permitió revivir aquellos voluptuosos momentos de triunfo por última vez: el público puesto en pie, los vítores, los gritos de «bravo».

Todo eso tendría que haber bastado para David. Pero no era así. No podía serlo. Caía, si no en oídos sordos, en oídos que escuchaban otra voz.

En la esquina de Petersham Mews con Elvaston Place. A las diez en punto.

Pero ¿dónde…? ¿Dónde está?

Oh, ya lo averiguará.

Y ahora, cuando intentaba oír las alabanzas, las conversaciones entusiastas, los himnos triunfales que en teoría debían constituir su aire, su luz y su alimento, David solo podía oír aquellas tres últimas palabras: Ya lo averiguará.

Y ya era hora.

Subió la escalera y fue al dormitorio. Detrás de la puerta cerrada del cuarto de baño, su esposa estaba disfrutando de un baño purificador. Cantaba con una felicidad decidida, que le reveló lo preocupada que estaba por todo lo concerniente a él, desde sus nervios hasta su alma.

Virginia Elliott era una buena mujer, pensó David. Era la mejor de sus esposas. Había tenido la intención de seguir casado con ella hasta el fin de sus días, pero ignoraba lo breve que sería ese tiempo.

Tres movimientos veloces para un trabajo limpio.

Sacó la pistola del cajón de la mesilla de noche. La levantó. Apretó el gatillo.

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