27

La lluvia no menguaba. El viento se había sumado al diluvio. En el aparcamiento del hotel Black Angel, la lluvia y el viento empapaban la capa superior de un contenedor de basura rebosante. El viento arrastraba cajas de cartón y periódicos viejos, que se estrellaban contra los parabrisas y las ruedas de los coches vacíos.

Lynley bajó del Bentley y abrió el paraguas para protegerse de aquella tormenta de verano. Corrió con la maleta hasta la puerta principal. Un perchero situado justo al lado de la entrada exhibía los abrigos y chaquetas goteantes de una docena o más de domingueros, cuyas siluetas vio Lynley a través del cristal translúcido color ámbar de la mitad superior de la puerta del bar. Al lado del perchero, diez paraguas, como mínimo, sobresalían de un paragüero de hierro y brillaban a la luz del porche, donde Lynley se detuvo para sacarse el barro de los zapatos. Colgó su chaqueta entre las demás, dejó su paraguas con el resto y entró en la recepción a través del bar.

Si el propietario del Black Angel se sorprendió de verle tan pronto, no lo demostró. Al fin y al cabo, la temporada turística estaba a punto de terminar. Cualquier huésped sería bienvenido en los próximos meses. Le tendió una llave (Lynley comprobó con pesar que era la misma habitación de la vez anterior) y preguntó si el inspector deseaba que subieran su equipaje, o se ocuparía él mismo. Lynley le entregó la maleta y fue al bar a comer.

Los turnos de comida del domingo habían terminado, pero le informaron que podían prepararle una ensalada de jamón fría y patatas rellenas, siempre que no fuera muy exigente con el relleno de las patatas. Dijo que no lo era, y pidió ambos platos.

No obstante, cuando tuvo la comida delante, comprobó que no tenía tanta hambre como pensaba. Pinchó la patata rebozada de cheddar, pero cuando se llevó el tenedor a la boca, su lengua se estremeció ante la idea de tener que tragar algo, masticado o no. Bajó el tenedor y cogió la cerveza. Emborracharse todavía constituía una opción.

Quería creerles, no porque fueran capaces de ofrecerle la más mínima prueba que apoyara sus declaraciones, sino porque no quería creer otra cosa. Los policías se pasaban al otro bando de vez en cuando, y solo un idiota lo negaría. Birmingham, Guildford y Bridgewater eran solo tres de los lugares relacionados con números (seis, cuatro y cuatro respectivamente), en referencia a los acusados mediante pruebas amañadas, palizas en las salas de interrogatorios y confesiones ficticias con firmas falsificadas. Cada condena había sido el resultado de fechorías policiales, y no había excusas para ningún caso. Por consiguiente, había policías malos, tanto si se les tildaba de excesivamente entusiastas, absolutamente tendenciosos, totalmente corruptos, o demasiado indolentes a la hora de hacer su trabajo.

Pero Lynley no quería creer que Andy fuera un policía malo. Tampoco quería creer que Andy fuera un padre cuya hija había terminado con su paciencia. Incluso ahora, después de encontrarse con Andy, después de haber presenciado la escena entre el hombre y su esposa, y tras haber analizado lo que significaba cada palabra, gesto y matiz entre ellos, Lynley descubrió que su corazón y su mente estaban en conflicto debido a los hechos básicos.

Nan Maiden se había reunido con ellos en el despacho carente de ventilación habilitado detrás de la recepción de Maiden Hall. Había cerrado la puerta.

– No te molestes, Nancy -había dicho su marido-. Los huéspedes… Nan, no te necesitamos aquí.

Dirigió una mirada suplicante a Lynley, que este no reconoció. Porque necesitaban a Nan Maiden si querían llegar al fondo de lo ocurrido a Nicola en Calder Moor.

– No esperábamos a nadie más hoy -dijo Nan a Lynley-. Ayer le dije al inspector Hanken que Andy estaba en casa aquella noche. Le expliqué…

– Sí -admitió Lynley-. Me lo ha dicho.

– Entonces, no entiendo a qué vienen más preguntas. -Estaba envarada al lado de la puerta, y sus palabras fueron tan rígidas como su cuerpo cuando continuó-. Sé a qué ha venido, inspector: a interrogar a Andy, en lugar de traernos información sobre la muerte de Nicola. Andy no tendría este aspecto consumido si usted no hubiera venido para preguntarle si fue al páramo para… -Su voz desfalleció-. Estaba aquí el martes por la noche. Se lo dije al inspector Hanken. ¿Qué más quieren de nosotros?

Toda la verdad, pensó Lynley. Quería oírla. Aún más, quería que los dos la afrontaran. Pero en el último momento, cuando habría podido revelar la auténtica naturaleza de las ocupaciones de su hija en Londres, no lo hizo. A la larga, todo lo relacionado con Nicola saldría a la luz (en salas de interrogatorio, y en el juicio), pero no había motivos para revelarlo ahora, como los huesos de un esqueleto risueño desenterrado de un armario cuya existencia desconocía la madre de la muchacha. Al menos, de momento podía satisfacer los deseos de Andy Maiden.

– ¿Quién puede corroborar su afirmación, señora Maiden? -preguntó-. El inspector Hanken me dijo que Andy se había ido a la cama a primera hora de la noche. ¿Alguien le vio?

– ¿Quién más habría podido verle? Nuestros empleados no entran en la parte particular de la casa, a menos que se lo ordenemos.

– ¿No pidió a ninguno que fuera a ver cómo estaba Andy durante la noche?

– Yo misma lo hice.

– Comprende la dificultad, ¿verdad?

– No. Porque ya le digo que Andy no… -Se llevó los puños a la garganta y cerró los ojos con fuerza-. ¡Él no la mató!

Por fin se habían pronunciado las palabras. Pero la pregunta que habría debido hacer Nan Maiden siguió sin ser formulada. No había dicho «¿Por qué? ¿Por qué habría asesinado mi marido a nuestra hija?». Y la omisión era muy significativa.

– ¿Conocía los planes de su hija para el futuro? -se limitó a preguntar, a los dos, concediendo a Andy Maiden el privilegio de revelar a su mujer lo peor que debía saber sobre su única hija.

– Nuestra hija no tiene futuro -contestó Nan Maiden-. Por lo tanto, sus planes, fueran cuales fueren, carecen de la menor importancia.

– Conseguiré que me sometan a un detector de mentiras -dijo de repente Andy Maiden. Su ofrecimiento reveló a Lynley lo ansioso que estaba por ocultar a su mujer las andanzas de su hija en Londres-. No será muy difícil arreglarlo, ¿verdad? Podemos encontrar a alguien… Quiero hacerlo, Tommy.

– No, Andy.

– Nos someteremos los dos, si quieres -dijo Maiden, sin hacer caso de su mujer.

– ¡Andy!

– ¿De qué otra forma voy a convencerle de que está equivocado? -le preguntó Maiden.

– Pero con tus nervios -protestó ella-, el estado en que estás… Andy, te volverán loco. No lo hagas.

– No tengo miedo.

Lynley se dio cuenta de que decía la verdad. Un detalle al que se aferró durante todo el trayecto hasta Tideswell y el hotel Black Angel.

Con la comida abandonada ante él, Lynley reflexionó sobre lo que podía significar la falta de miedo de Andy Maiden: inocencia, bravuconería o disimulo. Podía ser cualquiera de las tres, pensó Lynley, y pese a todo lo que había averiguado sobre el hombre, sabía cuál deseaba que fuera.

– ¿Inspector Lynley?

Alzó la vista. Una camarera contemplaba con ceño su comida intacta. Estaba a punto de disculparse por pedir lo que no había sido capaz de comer, cuando la mujer dijo:

– Le llaman desde Londres. El teléfono está detrás del bar.

El que llamaba era Winston Nkata, y su tono era perentorio.

– Lo tenemos, jefe -dijo con voz tensa-. La autopsia descubrió un trozo de cedro en el cuerpo de Cole. St. James dice que la primera arma fue una flecha. Disparó a oscuras. La chica huyó y no pudo dispararle. Tuvo que perseguirla y machacarle la cabeza.

Nkata explicó lo que St. James había visto en el informe de la autopsia y cómo lo había interpretado, y lo que él, Nkata, había averiguado sobre arcos y flechas gracias a un fabricante de flechas de Kent.

– El asesino debió de llevarse la flecha del lugar del crimen, porque casi todos los longbows se usan en competiciones -terminó Nkata-, y todos los longbows llevan marcas que los identifican.

– ¿Cómo son las marcas?

– Son las iniciales del tirador.

– Santo Dios. Eso es como si el asesino hubiera firmado su crimen.

– Ni más ni menos. Las iniciales se tallan o se imprimen a fuego en la madera, o pueden ser calcomanías. En cualquier caso, en un lugar del crimen, son como huellas dactilares.

– Matrícula de honor, Winnie -dijo Lynley-. Excelente trabajo.

El agente carraspeó.

– Sí, bueno. Hay que hacer el trabajo.

– Por lo tanto, si encontramos al arquero tendremos a nuestro asesino -dijo Lynley.

– Eso parece. -Nkata hizo la pregunta lógica-: ¿Ha hablado con los Maiden, inspector?

– Quiere someterse a un detector de mentiras.

Lynley resumió su entrevista con los padres de la chica muerta.

– Sí -dijo Nkata-. No olvide preguntarle si interviene en la guerra de los Cien Años en sus tardes libres.

– ¿Perdón?

– Eso es lo que hacen con los longbows. Competiciones, torneos y recreaciones históricas. ¿El señor Maiden combate contra los franceses en Derbyshire, a modo de diversión?

Lynley respiró hondo. Tuvo la sensación de haberse liberado de un peso que le agobiaba, al tiempo que un banco de niebla se disipaba en su cerebro.

– Broughton Manor -dijo.

– ¿Qué?

– Es donde encontraré un longbow -explicó Lynley-. Y sé muy bien quién sabrá manejarlo.


En Londres, Barbara vio que Nkata colgaba. El negro la miró con aire sombrío.

– ¿Qué? -Barbara sintió una opresión en el pecho-. No me digas que no te ha creído, Winnie.

– Me ha creído.

– Gracias a Dios. -Le observó con detenimiento. Estaba muy serio-. ¿Qué pasa?

– Es tu trabajo, Barb. No me gusta ponerme medallas.

– Ah, eso. Bien, no creerás que me habría escuchado si le hubiera comunicado por teléfono la noticia. Así es mejor.

– Me deja en mejor lugar que a ti. No me hace ninguna gracia, porque el mérito no ha sido mío.

– Olvídalo. Era la única forma. Dejarme al margen, para que su excremencia no se pusiera nerviosa. ¿Qué va a hacer?

Escuchó mientras Nkata contaba los planes de Lynley relativos a Broughton Manor. Barbara meneó la cabeza.

– Sigue una pista falsa, Winnie. No encontrará un longbow en Derbyshire.

– ¿Por qué estás tan segura?

– Lo intuyo. -Recogió lo que había llevado al despacho de Lynley-. Cogeré la gripe uno o dos días, pero tú no sabes nada, ¿de acuerdo?

Nkata asintió.

– ¿Qué vas a hacer?

Barbara alzó lo que Jason Harley le había dado antes de abandonar su tienda de Westerham. Era una larga lista de individuos que recibían sus catálogos trimestrales. Se lo había dado sin más, junto con los registros de todo el mundo que había hecho pedidos a Quiver Me Timbers durante los seis últimos meses.

– No creo que te sirvan de gran cosa -había dicho-, porque hay muchas tiendas dedicadas al tiro con arco en el país, y tu hombre podría haber pedido sus flechas a cualquiera. Pero si quieres probar, ahí tienes eso.

Había aceptado la oferta al instante. Incluso se había llevado dos catálogos, por si acaso. Para una plácida lectura de domingo por la noche, pensó mientras los embutía en el bolso. Tal como estaban las cosas, tenía bastante tiempo para hacerlo.

– ¿Y tú? -preguntó a Nkata-. ¿El inspector te ha asignado otra tarea?

– Domingo por la noche libre con papá y mamá.

– Ésa sí es una buena tarea. -Estaba a punto de marcharse, cuando el teléfono de la mesa de Lynley sonó-. Oh, oh. Olvídate del domingo por la noche, Winston.

– Joder -gruñó el agente, y descolgó el teléfono.

Su parte de la conversación fue:

– No. No está aquí. Lo siento… Está en Derbyshire… El agente Winston Nkata… Sí. De acuerdo. Ya lo creo, pero no es el mismo caso, me temo… -Una pausa más larga, mientras su interlocutor continuaba hablando. Y después-: ¿Ella está bien? -Una sonrisa. Nkata miró a Barbara, y por algún motivo levantó el pulgar-. Buena noticia. Excelente, en realidad. Gracias. -Escuchó unos momentos más, y consultó el reloj de pared-. De acuerdo. Así lo haremos. ¿Dentro de media hora? Sí. Alguien podrá tomarle declaración, por supuesto. -Colgó por segunda vez y miró a Barbara-. Ésa eres tú.

– ¿Yo? Espera, Winnie, no eres mi superior -protestó ella, al darse cuenta de que sus planes para el domingo por la noche se iban al carajo.

– Cierto, pero no creo que quieras perderte esto.

– Estoy fuera del caso.

– Lo sé, pero según el jefe, esto ya no se trata del caso, de modo que no veo por qué no puedes encargarte.

– ¿Encargarme de qué?

– Vi Nevin. Ha recobrado el conocimiento, Barb. Y alguien ha de tomarle declaración.


Lynley telefoneó a casa de Hanken, al cual localizó encerrado en su pequeño garaje, donde intentaba descifrar las instrucciones para montar el columpio de su hija.

– No soy ingeniero, maldita sea -masculló, agradecido de poder desentenderse de un empeño imposible.

Lynley le informó sobre el arco y la flecha. Hanken estuvo de acuerdo en que un arco y una flecha debían de ser el arma desaparecida.

– Explica por qué no la escondieron en el contenedor de gravilla junto con la navaja -dijo-. Y si encontramos sus iniciales en la flecha, imagino cuáles serán.

– Recuerdo que me hablaste de los diversos métodos que emplea Julian Britton para ganar dinero en Broughton Manor -dijo Lynley-. Parece que por fin nos estamos acercando, Peter. Voy a ir allí para…

– ¿Ir allí? ¿Dónde coño estás? -preguntó Hanken-. ¿No llamas desde Londres?

Lynley sabía muy bien hacia dónde apuntarían los tiros de Hanken en cuanto averiguara por qué había regresado tan deprisa a Derbyshire, y su colega no le decepcionó.

– Sabía que era Maiden -exclamó Hanken cuando Lynley terminó su explicación-. Encontró el coche en ese páramo, Thomas, pero no habría podido descubrirlo si no hubiera sabido dónde estaba. Sabía a qué se dedicaba la chica en Londres y no pudo soportarlo. Así que le dio el pasaporte. Era la única forma, me atrevería a decir, de impedir que comunicara la noticia a su madre.

Se trataba de algo tan próximo a los deseos de Maiden que la perspicacia de Hanken produjo escalofríos a Lynley.

– Andy dijo que se sometería a un detector de mentiras -explicó-. No creo que propusiera eso si tuviera las manos manchadas con la sangre de Nicola.

– Y una mierda -replicó Hanken-. Este tío trabajó en la secreta, no lo olvides. Si no hubiera sido capaz de mentir como el mejor, ahora estaría muerto. El que Andy Maiden se someta a un detector de mentiras es como una broma pesada, en nuestro honor, por cierto.

– La persona que todavía cuenta con motivos más sólidos es Julian Britton -dijo Lynley-. Voy a ver si le arranco la verdad.

– Le estás haciendo el caldo gordo a Maiden. Lo sabes, ¿verdad? Te está manipulando como si fuerais antiguos compañeros de colegio.

Y así era, en cierto modo, pero Lynley no quería dejarse cegar por su historia común. No quería que nada le cegara. Era tan absurdo creer que Andy Maiden era el asesino como ignorar la posible culpabilidad de alguien con motivos más fuertes.

Hanken colgó. Lynley había llamado desde la habitación de su hotel, y solo tardó cinco minutos en deshacer la maleta antes de dirigirse hacia Broughton Manor. Había dejado el paraguas y la trinchera en la entrada, cuando había subido a telefonear, de modo que después de dejar la llave en el mostrador de recepción, fue a buscarlos.

Casi todos los clientes del Black Angel se habían ido. Solo quedaban tres paraguas en el paragüero, y aparte de su trinchera solo había una chaqueta en el perchero.

En otras circunstancias, una chaqueta colgada en un perchero no habría llamado su atención, pero mientras zafaba su paraguas de entre las varillas de los demás, tiró la chaqueta sin querer y a continuación la recogió.

En un primer momento, el que la chaqueta fuera de cuero no le sorprendió, ni tampoco el que fuera negra.

Pero cuando reparó en que el bar del hotel estaba cerrado, comprendió que la chaqueta carecía de propietario.

Paseó la vista entre la puerta del bar a oscuras y la chaqueta de piel negra, y sintió un escalofrío en la nuca. No puede ser, pensó. Pero mientras su mente formaba las palabras, sus dedos tocaron el forro apelmazado, apelmazado de una forma que solo una sustancia puede conseguir, porque esa sustancia, más que secarse, se coagula…

Lynley dejó caer el paraguas. Cogió la chaqueta para examinarla bajo la luz y vio que, además de la sustancia que había alterado la textura del forro, el cuero había sufrido otro percance. Un agujero, tal vez del tamaño de una moneda de cinco peniques, aparecía en la espalda.

Aparte de saber que el forro de la chaqueta se había empapado de sangre en algún momento, no hacía falta que Lynley fuera estudiante de anatomía para comprender que el agujero de la chaqueta coincidía con la escápula izquierda de la desgraciada persona que la había llevado.


Nan le encontró en su madriguera, cerca del dormitorio. Había abandonado el despacho en cuanto el detective se marchó del hotel, pero ella no le había seguido, sino que había dedicado casi una hora a ordenar el salón, después de que saliera el último huésped, y a preparar el comedor para los huéspedes y eventuales visitantes deseosos de una cena ligera. Después de terminar estas tareas, fue a la cocina para comprobar que estuviera preparada la sopa de la noche, y orientó a unos excursionistas norteamericanos que al parecer abrigaban la intención de recrear Jane Eyre en North Lees Hall. Después fue en busca de su marido.

Su excusa era una merienda. Hacía días que no le veía comer, y si seguía así se pondría enfermo. La realidad era bastante diferente. No podía permitir que Andy fuera interrogado con electrodos sujetos a su cuerpo. Ninguna de sus respuestas sería fiable, teniendo en cuenta su estado actual.

Cargó una bandeja con todo lo que consideró tentador. Incluyó dos bebidas para que pudiera elegir y subió la escalera con su ofrenda.

Andy estaba sentado ante su mesa, con una caja de zapatos delante, cuyo contenido había desparramado sobre el cajón del secreter abierto. Nan pronunció su nombre, pero él no la oyó, pues estaba absorto en los papeles que contenía la caja.

Nan se acercó y vio que tenía la mirada clavada en una serie de cartas, notas, dibujos y tarjetas de felicitación que abarcaban casi un cuarto de siglo. El motivo de cada una era diferente, pero el remitente siempre era idéntico. Constituían todas las misivas que Andy Maiden había recibido de su hija a lo largo de su vida.

Nan dejó la bandeja al lado de la cómoda y vieja butaca donde Andy leía a veces.

– Te he traído algo de comer, querido -dijo, pero la ausencia de respuesta no la sorprendió. Ignoraba si no la oía, o si solo deseaba estar solo y no quería decirlo. En cualquier caso, daba igual. Le obligaría a escucharla-. Andy, no te sometas al detector de mentiras, por favor. Sé que son fiables, pero en condiciones normales. Tu estado no es normal desde hace meses. -No quería pensar en el motivo, de modo que se apresuró a añadir-: Llamaré a la policía por la mañana y les diré que has cambiado de opinión. No hay nada de malo en eso. Estás en tu perfecto derecho. Él lo sabe.

Andy se removió. Sostenía en los dedos un dibujo infantil de «papá sale del baño», que había sido motivo de muchas risas para los dos a lo largo de los años. No obstante, ver ahora la representación que la niña había hecho de su padre desnudo, con un pene ridículamente desproporcionado, provocó un escalofrío en Nan, seguido por la desconexión de una función básica de su organismo y el cortocircuito de una emoción esencial de su corazón.

– Me someteré al detector de mentiras. -Andy dejó el dibujo a un lado-. Es la única manera.

Ella quiso decir «¿La única manera de qué?», y lo habría hecho de estar más preparada para oír su respuesta.

– ¿Y si fracasas? -dijo.

Andy se volvió hacia ella. Sostenía una vieja carta. Nan distinguió las palabras «Queridísimo papá», escritas con la mano firme y resuelta de Nicola.

– ¿Por qué he de fracasar? -preguntó.

– Debido a tu estado -contestó Nan. Demasiado deprisa, pensó. Demasiado-. Si los nervios te fallan, darán lecturas incorrectas. La policía las malinterpretará. El aparato dirá que tu cuerpo no funciona. La policía lo llamará de otra manera.

Lo llamarán culpabilidad. La frase colgó entre ellos. De pronto, Nan tuvo la sensación de que su marido y ella ocupaban continentes diferentes. Pensó que era ella la creadora del océano que se interponía entre ambos, pero no podía correr el riesgo de disminuir su tamaño.

– Un detector de mentiras mide la temperatura, el pulso y la respiración -dijo Andy-. No habrá problema. No tiene nada que ver con los nervios. Quiero someterme.

– Pero ¿por qué? ¿Por qué?

– Porque es la única manera. -Alisó la carta sobre la mesa. Resiguió «Queridísimo papá» con el dedo índice-. No estaba dormido -dijo-. Intenté dormir pero no pude, porque me puse muy nervioso por los problemas de la vista. ¿Por qué les dijiste que habías subido a verme, Nancy?

Alzó la vista y sostuvo su mirada.

– Te he traído algo de comer, Andy -dijo ella-. Algo te apetecerá. ¿Quieres que te unte con paté un trozo de pan?

– Nancy, dímelo. Dime la verdad, por favor.

– Era maravillosa, ¿verdad? -susurró Nan Maiden, al tiempo que indicaba con un ademán los recuerdos de Nicola que su marido había sacado-. ¿Verdad que nuestra hija era la mejor?


Vi Nevin no estaba sola en su habitación cuando Barbara Havers llegó al hospital de Chelsea y Westminster. Sentada al lado de su cama, con la cabeza apoyada en el colchón como una suplicante de cabello naranja a los pies de una diosa vendada, había una chica de extremidades esqueléticas como radios de bicicleta, y muñecas y tobillos de anoréxica. Levantó la vista cuando Barbara cerró la puerta.

– ¿Cómo ha entrado? -preguntó, al tiempo que se levantaba y adoptaba una postura defensiva, con su cuerpo incompetente colocado entre la intrusa y la cama-. El policía de guardia no debe permitir el paso a nadie…

– Tranquila -dijo Barbara, mientras rebuscaba en el bolso su identificación-. Soy de los buenos.

La chica se apartó a un lado, cogió la placa de Barbara y la leyó, sin dejar de vigilar a Barbara, por si intentaba cualquier movimiento precipitado. La paciente se removió en la cama.

– No pasa nada, Shell -murmuró-. Ya la he visto. Con el de color, el otro día. Ya sabes.

Shell, quien se proclamó la mejor amiga de Vi, Shelly Platt, que pensaba cuidar a Vi hasta el fin del tiempo y no lo olvide, devolvió la identificación a Barbara y se derrumbó en su silla. Barbara sacó una libreta y un bolígrafo mordisqueado y colocó la otra silla de forma que Vi Nevin y ella pudieran verse.

– Lamento la paliza -dijo-. Yo recibí una hace unos meses. Un mal asunto, pero al menos pude identificar al culpable. ¿Y usted? ¿Qué recuerda?

Shelly se desplazó a la cabecera de la cama, cogió la mano de Vi y empezó a acariciarla. Su presencia irritaba mucho a Barbara, como un caso de dermatitis de contacto, pero la joven tendida en la cama parecía encontrar consuelo en sus cuidados. Cualquier cosa puede servir de ayuda, pensó Barbara. Preparó el bolígrafo.

Debajo de las vendas, lo único que se veía de la cara hinchada de Vi Nevin eran los ojos, una pequeña parte de la frente y el labio inferior cosido. Parecía la víctima de una explosión de metralla.

– Iba a venir un cliente -dijo con un hilo de voz, de forma que Barbara tuvo que esforzarse para oírla-. Un vejestorio. Le gusta con miel. Primero le unto, ¿sabe? Después, le lamo.

Sobre gustos no hay nada escrito, pensó Barbara.

– Vale. ¿Ha dicho miel? Estupendo. Continúe.

Vi Nevin obedeció. Se había preparado para la cita con su atavío de colegiala, el preferido del cliente. Pero cuando sacó la miel, se dio cuenta de que no había bastante para untar las partes del cuerpo que solía pedir.

– Una buena cantidad para la picha -dijo Vi con la franqueza de una profesional-. Pero si quería más, necesitaba tener a mano.

– Lo imagino -dijo Barbara.

Shelly apoyó un muslo esquelético sobre el colchón.

– Te vas a cansar, Vi -dijo.

Vi sacudió la cabeza y continuó con su historia. Ya quedaba poco.

Había salido a comprar la miel antes de la llegada del cliente. Cuando volvió, la puso en el recipiente habitual y dispuso una bandeja con los demás elementos (todos los cuales parecían comestibles o bebibles) que utilizaba en sus sesiones con el hombre. Llevó la bandeja a la sala de estar y entonces oyó un ruido en el piso de arriba.

Muy bien, pensó Barbara. Su interpretación de las fotos tomadas en Fulham estaba a punto de confirmarse.

– ¿Era su cliente? -preguntó, para aclarar definitivamente el asunto-. ¿Había llegado antes que usted?

– No era él -dijo Vi.

– Ya ve que está hecha polvo -dijo Shelly a Barbara-. Ya es suficiente por ahora.

– Espere -dijo Barbara-. Así que había un tío arriba, pero no era su cliente. ¿Cómo entró? ¿No había cerrado la puerta con llave?

Vi alzó la mano unos cinco centímetros y volvió a dejarla caer.

– Solo salí a buscar miel -recordó a Barbara-. Diez minutos, como máximo.

No pensó que fuera necesario cerrar con llave. Cuando oyó el ruido arriba, explicó, fue a investigar y encontró a un tío en su dormitorio. La habitación estaba destrozada.

– ¿Le vio? -preguntó Barbara.

Solo un breve vislumbre cuando se abalanzó sobre ella, explicó Vi.

Estupendo, pensó Barbara, porque con un vislumbre bastaría.

– Muy bien -dijo-. Fantástico. Dígame lo que recuerde. Lo que sea. Un detalle. Una cicatriz. Una marca. Cualquier cosa.

Conjuró en su mente la imagen de Matthew King- Ryder, para cotejarla con lo que Vi Nevin dijera.

Pero Vi le proporcionó la descripción del hombre medio: estatura mediana, corpulencia mediana, cabello castaño, piel clara. Si bien encajaba con Matthew King- Ryder a la perfección, también coincidía con el setenta por ciento de la población masculina.

– Demasiado deprisa -jadeó Vi-. Ocurrió demasiado deprisa.

– Pero no era el cliente que esperaba, ¿verdad? ¿Está segura?

Vi hizo una mueca, y se encogió a causa del dolor.

– Tiene ochenta y un años, ese tío. En sus mejores días… ni siquiera consigue subir la escalera.

– ¿No era Martin Reeve?

La joven negó con la cabeza.

– ¿Uno de sus clientes? ¿Un antiguo novio, tal vez?

– Ha dicho… -interrumpió Shelly, hecha una furia.

– Estoy aclarando las dudas -dijo Barbara-. Es la única manera. Quiere que metamos entre rejas al tío que la atacó, ¿verdad?

Shelly gruñó y palmeó el hombro de Vi. Barbara dio unos golpecitos en la libreta con el bolígrafo y consideró sus opciones.

No podían llevar a Vi Nevin a una rueda de reconocimiento, y aunque fuera posible, de momento carecían de motivos para obligar a Matthew King-Ryder a participar en una. Necesitaban una foto, pero deberían obtenerla de una revista o un periódico. O de King- Ryder Productions, con una buena excusa. Porque en cuanto se oliera que iban tras él, King-Ryder enterraría en cemento su arco y sus flechas y los arrojaría al Támesis en menos de lo que canta un gallo. Además, ¿cómo coño iban a conseguir una foto de Matthew King-Ryder (Barbara consultó su reloj) a las siete y media de un domingo por la noche? Era inviable. Respiró hondo y se lanzó al vacío.

– ¿Conoce a un tipo llamado Matthew King-Ryder, por casualidad?

Vi dijo algo inesperado. -Sí.


Lynley cogió la chaqueta por su forro de raso. No cabía duda de que una docena de personas la habían tocado desde que fue retirada del cuerpo de Terry Cole el martes por la noche. Pero también el asesino la había tocado, sin saber que era tan fácil extraer huellas dactilares del cuero como del cristal o la madera pintada, y existían grandes posibilidades de que hubiera dejado una tarjeta de visita involuntaria en la prenda.

En cuanto el propietario del Black Angel comprendió la importancia de la petición de Lynley, llamó a todos los empleados del hotel para ser sometidos a un breve interrogatorio. Ofreció al inspector té, café o cualquier refresco que le apeteciera, ansioso por complacer, con la ansiedad propia de la gente que de repente toma conciencia de vivir en la línea que separa el asesinato de la respetabilidad. Lynley declinó su invitación. Solo quería cierta información, dijo.

Sin embargo, enseñar la chaqueta al propietario y los empleados no dio resultado. Una chaqueta era muy parecida a las demás. Nadie pudo decir cómo o cuándo había aparecido en el hotel. Los empleados emitieron sonidos apropiados de horror y aversión cuando Lynley mencionó la abundante cantidad de sangre que apelmazaba el forro y el agujero en la espalda, y si bien le miraron con las adecuadas expresiones de consternación cuando se refirió al doble asesinato cometido en Calder Moor, nadie parpadeó cuando sugirió que un asesino había andado entre ellos.

– Supongo que alguien dejó la chaqueta aquí-dijo la camarera-. Eso fue lo que ocurrió. No me cabe duda.

– Hay chaquetas que quedan abandonadas en el perchero durante todo el invierno -añadió una criada-. Ni siquiera me fijo en ellas.

– Eso es, precisamente -dijo Lynley-. No estamos en invierno. Hasta hoy, yo diría que no ha llovido lo suficiente para llevar impermeables, chaquetas o abrigos.

– Entonces ¿por dónde van sus tiros? -preguntó el propietario.

– ¿Cómo es posible que ninguno de ustedes se fijara en una chaqueta colgada en el perchero, si era la única?

Los diez empleados congregados en el bar removieron los pies, con aspecto contrito o avergonzado, pero ninguno fue capaz de arrojar la menor luz sobre cómo había llegado la chaqueta al perchero de la entrada. Entraban a trabajar por la puerta trasera, dijeron, no por la principal. Se marchaban por la misma puerta. Era muy difícil que hubieran visto la chaqueta durante su jornada laboral. Además, la gente siempre se dejaba cosas en el Black Angel: paraguas, bastones, impermeables, mochilas, planos. Todo terminaba en la oficina de objetos perdidos, y hasta que llegaban allí nadie les prestaba demasiada atención.

Lynley se decidió por un ataque frontal. ¿Conocían a la familia Britton?, preguntó. ¿Reconocerían a Julian Britton si le vieran?

El propietario habló en nombre de todos.

– En el Black Angel todos conocemos a los Britton.

– ¿Alguien de ustedes vio a Julian Britton el martes por la noche?

Nadie le había visto.

Lynley indicó que podían marcharse. Pidió una bolsa para guardar la chaqueta, y mientras un empleado iba a buscarla se acercó a la ventana, contempló la lluvia y pensó en Tideswell, el Black Angel y el crimen.

Él mismo había comprobado que Tideswell lindaba con el borde este de Calder Moor, y el asesino, mucho más familiarizado con el Pico Blanco que Lynley, también lo sabía. En posesión de una chaqueta con un agujero acusador, que habría arrojado luz sobre el crimen de haber sido encontrada en el lugar de los hechos, tuvo que deshacerse de ella lo antes posible. Nada más fácil que hacer un alto en el hotel Black Angel, de regreso de Calder Moor, sabiendo, como cliente del bar, que chaquetas y abrigos se conservaban en el perchero de la entrada durante temporadas enteras, antes de que alguien se fijara en ellos.

Pero ¿cómo había logrado Julian Britton colgar la chaqueta en la entrada sin que nadie le viera? Era posible, pensó Lynley. Muy arriesgado, pero posible.

En ese momento Lynley deseaba aceptar lo posible. Desechaba de sus pensamientos lo probable.


Barbara se inclinó hacia adelante en su silla.

– ¿Le conoce? -preguntó-. ¿Conoce a Matthew King-Ryder?

– Terry -murmuró Vi.

Sus párpados se estaban cerrando, pero Barbara insistió, pese a las protestas de Shelly Platt.

– ¿Terry conocía a Matthew King-Ryder? ¿Cómo?

– Partitura -dijo Vi.

Barbara se sintió decepcionada al instante. Maldita sea, pensó. Terry Cole, la partitura de Chandler y Matthew King-Ryder. No había nada nuevo en esto. Estaban en un callejón sin salida otra vez.

– Terry la encontró en el Albert Hall -dijo Vi.

Barbara frunció el entrecejo.

– ¿El Albert Hall? ¿Terry encontró la partitura en el Albert Hall?

– Debajo de un asiento.

Barbara se quedó estupefacta. Intentó aclarar su mente mientras Vi Nevin seguía hablando.

Terry solía dejar postales en los teléfonos públicos de South Kensington. Siempre le gustaba trabajar de noche, porque era menos probable toparse con un policía. Estaba realizando una de sus rondas habituales por el barrio de Queen's Gate, cuando sonó el teléfono de una cabina.

– En la esquina de Elvaston Place con un callejón -dijo Vi.

Terry contestó, y oyó que una voz masculina decía: «El paquete está en el Albert Hall. Piso Q, fila 7, asiento 19», nada más.

La misteriosa llamada picó la curiosidad de Terry. La palabra «paquete» insinuaba dinero, drogas o cartas no reclamadas. Como estaba cerca de Kensington Gore, y el Albert Hall daba al límite sur de Hyde Park, Terry se acercó a investigar. Estaba terminando un concierto, de modo que la sala estaba abierta. Encontró el asiento en uno de los pisos y descubrió un paquete con una partitura debajo.

¿Qué cojones estaba haciendo allí la partitura de Chandler?, pensó Barbara.

Al principio, Terry pensó que estaba perdiendo el tiempo, y que alguien había intentado tomar el pelo al primer primo que contestara al teléfono de la esquina de Elvaston Place. Cuando se reunió con Vi para recoger el lote de postales que debía distribuir, le contó su aventura.

– Pensé que podríamos ganar dinero -dijo Vi a Barbara-. Y también Nikki, cuando se lo conté.

Shelly soltó la mano de su amiga con brusquedad.

– No quiero saber nada de esa zorra -dijo.

– Venga, Shell -contestó Vi-. Está muerta.

Shelly se sentó en la silla que había ocupado antes, con aspecto malhumorado y los brazos cruzados sobre su pecho esquelético. Barbara se preguntó fugazmente acerca del incierto futuro de la relación entre esas dos mujeres, cuando una era tan dependiente. Vi hizo caso omiso de aquella demostración de indignación.

Todos albergaban ambiciones, dijo a Barbara. Terry y también Vi y Nikki, con sus proyectos de fundar un negocio de acompañantes de primera clase. Asimismo, necesitaban medios de sustento desde que Nikki había roto con sir Adrian Beattie. Ambas operaciones dependían de una inyección de dinero, y la partitura se les antojó una fuente en potencia.

– Recordé que Sotheby's, o quien fuera, había subastado una pieza de Lennon y McCartney. Un solo pentagrama, que reportó miles de libras. Nosotras teníamos todo un paquete de pentagramas. Dije a Terry que intentara venderlo. Nikki se ofreció a encontrar la casa de subastas que nos convenía. Nos dividiríamos el dinero cuando la partitura se vendiera.

– ¿Por qué las metió en el ajo? -preguntó Barbara-. A usted y a Nikki. Al fin y al cabo, fue Terry quien la encontró.

– Sí, pero tenía debilidad por Nikki. Quería impresionarla.

Barbara sabía el resto. Neil Sitwell, de Bowers, había abierto los ojos de Terry con respecto a los derechos de autor legales. Le dio la dirección del 31-32 de Soho Square, e informó al muchacho de que King-Ryder Productions le pondría en contacto con los abogados de Chandler. Terry había ido a ver a Mattew King-Ryder con la partitura. Matthew King-Ryder la había visto y comprendido que podía ganar la fortuna que el testamento de su padre le negaba. Pero ¿por qué no la compró al chico en aquel mismo momento?, se preguntó. ¿Por qué le mató para apoderarse de ella? Mejor aún, ¿por qué no compró los derechos a la familia de Chandler? Si la producción resultante de la música se aproximaba a las producciones King-Ryder/Chandler del pasado, ganaría una fortuna con los derechos de autor, aunque la mitad fuera a parar a manos de los Chandler.

– … no consiguió el nombre -estaba diciendo Vi mientras Barbara pensaba.

– ¿Cómo? -preguntó-. Lo siento. ¿Qué ha dicho?

– Matthew King-Ryder no facilitó a Terry el nombre de los abogados. Ni siquiera le dio la oportunidad de preguntarlo. Le echó de su despacho en cuanto vio lo que Terry le había llevado.

– ¿Cuando vio la partitura?

La chica asintió.

– Terry dijo que llamó a los de seguridad. Dos guardias aparecieron al instante y le echaron.

– Pero Terry había ido a averiguar la dirección de los abogados de Chandler, ¿verdad? Era lo único que deseaba de Matthew King-Ryder. No quería dinero, una recompensa o algo por el estilo.

– Queríamos que los Chandler le dieran dinero. En cuanto nos enteramos de que la partitura no podía subastarse.

Una enfermera entró en la habitación, con una pequeña bandeja en la mano. Sobre ella descansaba una aguja hipodérmica. Era la hora de la medicación para el dolor, dijo.

– Una última pregunta -dijo Barbara-. ¿Por qué Terry fue a Derbyshire el martes?

– Porque yo se lo pedí -contestó Vi-. Nikki pensaba que yo me estaba poniendo histérica por lo de Shelly. -La otra mujer levantó la cabeza al instante. Vi estaba hablando para ella más que para Barbara-. No paraba de enviar cartas y merodear por las cercanías, y yo me asusté.

Shelly alzó una mano delgada y se señaló el pecho.

– ¿De mí? -preguntó-. ¿Te asustaste de mí?

– Nikki se burló de mis temores. Pensé que si veía los anónimos podríamos buscar una forma de quitarnos a Shelly de encima. Escribí una nota a Nikki y le pedí a Terry que se la llevara, junto con las cartas. Como ya he dicho, sentía debilidad por ella. Cualquier excusa le servía para verla, ya sabe.

La enfermera intervino.

– He de insistir -dijo, y levantó la jeringa.

– Sí, vale -dijo Vi Nevin.


Barbara paró en la tienda camino de Chalk Farm, de modo que llegó a casa después de las nueve. Sacó su botín y llenó las alacenas, además de la nevera enana de su casa. Durante todo el rato estuvo pensando en la información que Vi Nevin le había proporcionado. En algún punto estaba enterrada la clave de todo lo ocurrido, no solo en Derbyshire sino también en Londres. Suponía que ordenar la información reunida bastaría para averiguar lo que necesitaba saber.

Se sentó a la pequeña mesa de su casa, junto a la ventana, con un plato de cordero rogan josh recalentado, procedente de la sección de platos precocinados de la tienda (de la cual Barbara era cliente habitual desde que se había mudado al barrio). Acompañó la comida con una Bass semifría, y dejó su libreta junto a la taza de café superviviente de los platos, cubiertos y vasos que se amontonaban desde hacía días en el diminuto fregadero. Tomó un sorbo de cerveza, pinchó un pedazo de cordero y hojeó las notas de su entrevista con Vi Nevin.

En cuanto le administraron la medicación contra el dolor, la paciente se había dormido, pero no antes de contestar a unas preguntas más. En su papel de Argos vigilando a lo, Shelly había protestado por la prolongada presencia de Barbara, pero Vi, atontada por los fármacos, había susurrado respuestas, hasta que sus ojos se cerraron y su respiración se hizo más profunda.

Tras revisar sus notas, Barbara llegó a la conclusión de que el punto lógico desde el cual desarrollar una hipótesis sobre el caso sería la llamada telefónica que Terry Cole había contestado en South Kensington. Ese hecho había puesto en marcha toda la cadena posterior. Y sugería que desentrañar el enigma de la llamada (su motivo y consecuencias) conduciría inexorablemente a la prueba que permitiría demostrar la culpabilidad de Matthew King-Ryder.

Aunque era septiembre, Vi Nevin había dejado muy claro que la llamada se había producido en junio. Desconocía la fecha exacta, pero sabía que había sido a principios de mes, porque había recogido una serie recién impresa de sus postales durante los primeros días de junio y se las había dado a Terry Cole el mismo día. Fue entonces cuando él le habló de la curiosa llamada.

¿No fue a principios de julio?, preguntó Barbara. ¿Ni de agosto, o septiembre?

Era junio, insistió Vi Nevin. Se acordaba porque Nikki y ella ya se habían mudado a Fulham, y como Nikki había ido a Derbyshire, Terry había vacilado en colocar sus postales si ella no estaba en la ciudad. Vi estaba muy segura. Quería que Terry distribuyera sus postales lo antes posible, dijo, para que la clientela continuara aumentando, y dijo al chico que retuviera las de Nikki hasta el otoño, para distribuirlas un día antes de que la chica regresara.

Pero ¿por qué había tardado tanto Terry en ir a Bowers con la partitura encontrada?

En primer lugar, dijo Vi, porque no había informado enseguida a Nikki de su hallazgo. Y en segundo, porque en cuanto lo hizo y, poco después, Nikki le comentó el plan que habían urdido para obtener dinero de la partitura, Nikki tardó unos días en localizar la casa de subastas adecuada para encargarse de la venta que imaginaban.

– No quería pagar mucha comisión -murmuró Vi con los ojos cerrados-. Al principio Nikki pensó en una casa de subastas de provincias. Hizo algunas llamadas telefónicas y habló con gente que conocía.

– ¿Y se decidió por Bowers?

– Exacto.

Vi se puso de lado y Shelly le subió la manta hasta el cuello.

Mientras atacaba el cordero rogan josh en su casa de Chalk Farm, Barbara reflexionó de nuevo sobre la llamada telefónica. No obstante, siempre llegaba a la misma conclusión: la llamada debió de estar dirigida a Matthew King-Ryder, que no llegó con puntualidad a su cita. Al oír la palabra «sí», dicha por un hombre (Terry Cole), la persona que llamaba dio por sentado que la persona con que quería comunicarse recibía el mensaje acerca del Albert Hall. Y como la persona que se había adueñado de la partitura de Chandler no deseaba ser reconocida, lo cual explicaba la llamada a una cabina telefónica, parecía razonable concluir que, o bien entregar la partitura a King-Ryder constituía una ilegalidad, o bien esta había llegado a manos del que llamaba de una forma ilegal, o bien King-Ryder iba a utilizarla con un fin ilícito. En cualquier caso, el que llamaba pensaba que había pasado la partitura a King-Ryder, quien sin duda pagaría una suma elevada por apropiársela. Con esa cantidad en su poder (probablemente pagada en metálico), el que llamaba desapareció del mapa, dejando a King-Ryder sin dinero, sin partitura y a dos velas. Por eso, cuando Terry Cole entró en su despacho con una página de la partitura de Chandler, Matthew King-Ryder debió de pensar que alguien le estaba tomando el pelo, el mismo que ya le había engañado antes. Porque si había llegado a South Kensington un minuto más tarde de la hora acordada, tal vez se habría pasado horas rondando alrededor de la cabina, a la espera de la llamada y convencido de que le habían estafado.

Habría querido vengarse. Y también habría deseado apoderarse de la partitura. Y solo había una forma de conseguir ambas cosas.

La historia de Vi Nevin apoyaba la teoría de Barbara de que Matthew King-Ryder era el hombre que buscaban. Por desgracia, no existían pruebas, y sin algo más sólido que simples conjeturas, Barbara sabía que no podía presentar nada definitivo a Lynley. Y la única forma de redimirse a sus ojos era entregarle hechos irrefutables. Él había considerado que su comportamiento desafiante era una prueba más de su indiferencia a la cadena de mando. Ahora era preciso que interpretara esa misma conducta desafiante como el dinamismo que había permitido atrapar a un asesino.

Mientras reflexionaba sobre esto, Barbara oyó que la llamaban desde fuera. Alzó la mirada y vio a Hadiyyah por el camino que conducía al jardín posterior. Las luces detectoras de movimientos se encendieron a su paso. Era un efecto similar al de unos focos que siguieran a una bailarina por el escenario.

– ¡Hemos vuelto, hemos vuelto, hemos vuelto de la playa! -canturreó Hadiyyah-. ¡Mira lo que papá ha ganado para mí!

Barbara saludó con la mano a la niña y cerró su libreta. Abrió la puerta justo cuando Hadiyyah estaba terminando una pirueta. Una de sus largas trenzas se había soltado de la cinta y comenzado a desenrollarse, dejando un rastro de raso plateado similar a un cometa en el cielo. Tenía los calcetines caídos y la camiseta manchada de mostaza y ketchup, pero su cara era radiante.

– ¡Nos hemos divertido mucho! -gritó-. Ojalá hubieras venido, Barbara. Subimos a las montañas rusas, a los barcos y al avión y, oh, Barbara, ¡subimos al tren y yo lo conduje! Fuimos al hotel Burnt House y vi un momento a la señora Porter, pero no todo el día, porque papá fue a buscarme. Comimos en la playa y después fuimos a mojarnos los pies en el mar, pero el agua estaba tan fría que decidimos ir al parque de atracciones. -Tragó saliva, falta de aliento.

– Me sorprende que aún estés en pie, después de un día tan ajetreado.

– Dormí en el coche -explicó Hadiyyah-. Casi hasta llegar a casa. -Extendió el brazo, y Barbara vio que sujetaba una rana de peluche-. Mira lo que papá pescó. Es muy bueno pescando muñecos.

– Muy bonita -dijo Barbara-. Hay que practicar mientras eres joven.

Hadiyyah frunció el entrecejo y examinó el juguete.

– ¿Practicar?

– Eso, practicar. El besuqueo. -Barbara sonrió al ver la confusión de la niña. Apoyó una mano sobre su pequeño hombro y la guió hasta la mesa-. Da igual. Era una broma tonta. Estoy segura de que salir con chicos habrá mejorado muchísimo cuando empieces. ¿Qué más tienes?

Se trataba de una bolsa de plástico cuyas asas estaban atadas a una presilla de sus pantalones cortos.

– Esto es para ti -dijo-. Lo ganó también papá, en la pesca de muñecos. Es tan…

– Bueno en la pesca de muñecos -terminó Barbara-. Sí, lo sé.

– Porque ya lo había dicho.

– Pero vale la pena repetir ciertas cosas -dijo Barbara-. Vamos a ver qué es.

Hadiyyah desanudó las asas de la bolsa y la tendió a Barbara. Esta la abrió, y encontró en su interior un pequeño corazón de terciopelo, ribeteado de encaje blanco.

– Vaya por Dios -dijo Barbara. Dejó el corazón con cuidado sobre la mesa.

– ¿A que es bonito? -Hadiyyah contempló el corazón con reverencia-. Papá lo ganó en la pesca de muñecos, Barbara. Igual que la rana. Yo le dije: «Péscale una rana, papá, y así las dos serán amigas.» Pero él dijo: «No, a nuestra amiga no le hará gracia una rana, khushi.» Él me llama así.

– Khushi. Sí, lo sé.

Barbara se notó el pulso acelerado. Contempló el corazón como el devoto de un santo en presencia de sus reliquias.

– Entonces, fue por el corazón. Le costó tres tiradas. Supongo que habría podido pescar el elefante, porque habría sido mucho más fácil, o habría podido pescar el elefante antes para quitarlo de en medio y dármelo, pero como ya tengo un elefante, imagino que se acordó, ¿verdad? En cualquier caso, quería el corazón. Imagino que te lo habría dado él, pero como yo también quería, dijo que podía traértelo, siempre que las luces estuvieran encendidas y aún estuvieras despierta. ¿Te ha parecido bien? Pones una cara rara. Pero las luces estaban encendidas. Te vi por la ventana. ¿No tendría que habértelo dado, Barbara?

Hadiyyah esperaba la respuesta con ansiedad. Barbara sonrió y rodeó su espalda con el brazo.

– Has sido tan amable que no sé qué decir. Gracias. Y dale las gracias a tu papá, ¿vale? Lástima que la destreza en la pesca del muñeco no se cotice en bolsa.

– Él es tan…

– Sí, vale. Lo he visto en persona, si te acuerdas.

Hadiyyah recordó. Acarició la rana de peluche contra su mejilla.

– Es superguay tener un recuerdo de un día en la playa, ¿verdad? Siempre que hacemos algo especial juntos, papá me compra un recuerdo. Para que me acuerde de lo bien que lo hemos pasado. Dice que recordar es importante, tan importante como hacerlo.

– No va falto de razón.

– Pero ojalá hubieras venido. ¿Qué has hecho hoy?

– Trabajar, me temo. -Barbara indicó la mesa, sobre la cual descansaba la libreta. Al lado había una lista de correos y los catálogos de Quiver Me Timbers-. Sigo en ello.

– Entonces he de irme.

La niña se alejó hacia la puerta.

– No pasa nada -se apresuró a decir Barbara, y se dio cuenta de cuánto anhelaba compañía-. No me refería…

– Papá dijo que solo podía quedarme cinco minutos. Quería que me fuera inmediatamente a la cama, pero le pregunté si podía traerte el recuerdo, y dijo: «Cinco minutos, khushi.» Así me…

– Llama. Sí, lo sé.

– Ha sido muy bueno por llevarme a la playa, ¿verdad, Barbara?

– Siempre es muy bueno.

– Por eso he de hacerle caso. «Solo cinco minutos, khushi» Es una forma de decirle gracias.

– Ah, desde luego. Será mejor que te des prisa.

– Pero ¿te ha gustado el corazón?

– Más que nada en el mundo.

En cuanto la niña se marchó, Barbara se acercó a la mesa. Caminó con cautela, como si el corazón fuera un ser tímido al que cualquier movimiento brusco pudiera asustar. Con los ojos clavados en el terciopelo rojo y el encaje, tanteó su bolso, sacó los cigarrillos y encendió uno con una cerilla. Fumó con semblante sombrío mientras contemplaba el corazón.

«A nuestra amiga no le hará gracia una rana, khushi.»

Nunca diez palabras se le habían antojado tan portentosas.

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