14

Samantha se encontró con su tío Jeremy en el salón cuando hacía su última ronda nocturna de comprobación de puertas y ventanas, más por costumbre que por proteger las inexistentes posesiones de valor de la familia, y había entrado en el salón para verificar las ventanas.

Las luces estaban apagadas, pero no porque Jeremy estuviera durmiendo. En realidad, estaba proyectando una vieja película de 8 mm en un proyector que zumbaba y crujía como si estuviera en las últimas. La película no se proyectaba en la pantalla, porque Jeremy no se había tomado la molestia de montarla, sino en una librería, y los lomos curvos de libros devorados por el moho distorsionaban las figuras filmadas.

Jeremy levantó el vaso y bebió. Lo dejó con tal precisión sobre la mesa contigua a su silla que Samantha se preguntó si en verdad estaba bebiendo. Volvió la cabeza y la miró con los ojos entornados, como si la luz del pasillo fuera demasiado brillante.

– Ah, eres tú, Sammy. ¿Vienes a reunirte con el inquilino insomne?

– Estaba comprobando las ventanas. No sabía que aún estabas levantado, tío Jeremy.

– No, ¿eh?

La película seguía proyectándose. El pequeño Jeremy y mamá iban a caballo, Jeremy sobre el poni de cumpleaños y mamá sobre un caballo bayo muy brioso. Los caballos trotaban hacia la cámara, y Jeremy agarraba el pomo de la silla como si le fuera la vida en ello. Rebotaba como si tuviera el trasero de goma. Sus piececitos habían perdido los estribos. Los caballos se detuvieron y mamá desmontó, cogió a su hijo y lo hizo girar en volandas.

Jeremy devolvió su atención a la película.

– Pierdes a tu madre y quedas marcado para siempre -murmuró mientras cogía el vaso de nuevo-. ¿Te he contado alguna vez, Sammy…? -Sí.

Desde su llegada a Derbyshire, Samantha había escuchado numerosas veces la historia que ya sabía: la muerte de su madre, el rápido nuevo matrimonio de su padre, su exilio en un internado a la tierna edad de siete años, mientras su única hermana había sido autorizada a quedarse en casa. «Me destrozó -repetía una y otra vez-. Roba su alma a un hombre, y ten la seguridad de que nunca lo olvidará.»

Samantha decidió que era mejor dejarle entregado a sus reflexiones, y se dispuso a salir de la sala. Pero sus siguientes palabras la detuvieron.

– Es estupendo que ya no estorbe, ¿verdad? -dijo-. Deja el camino despejado. Es lo que yo pienso. ¿Qué opinas tú?

– ¿Qué? -dijo Samantha-. No… ¿Qué?

Sorprendida, fingió no entender unas palabras que no admitían la menor duda, sobre todo porque el titular del High Peak Courier, que descansaba junto a la butaca de su tío, gritaba «Muerte en Nine Sisters Henge». Era absurdo, por consiguiente, intentar disimular con su tío. «Nicola ha muerto» iba a ser el subtexto de toda conversación que Samantha sostuviera en adelante, y sería mejor para ella acostumbrarse a la idea de Nicola Maiden como una figura al estilo Rebeca, que fingir que nunca había existido.

Jeremy seguía mirando la película y una sonrisa se insinuaba en sus labios, como si le divirtiera verse a los cinco años corriendo por una senda que atravesaba los jardines, arrastrando un palo por el borde de una orilla herbácea bien cuidada.

– Sammy, ángel mío -dijo a la pantalla, y de nuevo resultó notable la claridad de su pronunciación-, lo que importa no es cómo sucedió. Lo que importa es que sucedió. Eso es lo único importante.

Samantha no contestó. Se sentía clavada en su sitio, atrapada y fascinada por algo que podía destruirla.

– Nunca fue adecuada para él, Sammy. Saltaba a la vista cuando estaban juntos. Ella sujetaba las riendas y él se dejaba montar. Eso cuando no la montaba a ella, por supuesto. -Jeremy rió su propio chiste-. Tal vez nos habríamos dado cuenta del error al final, pero no lo creo. Se le había metido demasiado adentro. Era una especialista en eso. Algunas mujeres lo son.

«Tú no» fue lo que no verbalizó, pero a Samantha no le hacía falta. Siempre había creído que una demostración directa de sus virtudes bastaría para ganarse el afecto de alguien. Las virtudes femeninas poseían una virtud que el atractivo sexual nunca podría igualar. Y cuando la concupiscencia y la pasión morían a causa de la convivencia, uno necesitaba que algo fundamental ocupara su lugar. O eso le habían enseñado a creer a lo largo de una adolescencia y una juventud marcadas por la soledad.

– No podría haber salido mejor -estaba diciendo Jeremy-. Recuérdalo, Sammy: las cosas siempre acaban como deben.

Samantha notó que sus palmas se humedecían, y las frotó en la falda que se había puesto para cenar.

– Eres la mujer adecuada para él. La otra… no lo era. No te llegaba ni a las suelas de los zapatos. No habría aportado nada al matrimonio con Julie, salvo el único par de tobillos decentes que los Britton han visto en doscientos años, mientras que tú comprendes nuestro sueño. Tú puedes compartirlo, Sammy. Tú puedes lograr que ocurra. Contigo, Julie resucitará Broughton Manor. Con ella… Bien, como ya he dicho, las cosas siempre acaban como deben. Ahora lo que debemos hacer…

– Siento que haya muerto -le interrumpió Samantha, porque sabía que debía decir algo, y una expresión convencional de pesar era lo único que podía ofrecer para detenerle-. Lo siento, por Julie. Está destrozado, tío Jeremy.

– Ya. Y por ahí vamos a empezar.

– ¿Empezar?

– No te hagas la inocente conmigo. Y por el amor de Dios, no te hagas la idiota. El camino está despejado y hay que hacer planes. Ya te has esforzado bastante en seducirle…

– Te equivocas.

– … y has puesto unos cimientos sólidos. Ahora empezaremos a construir a partir de esos cimientos. No hay que apresurarse, ¿sabes? Aún no hace falta que entres en su habitación con las bragas en la mano. Todo a su tiempo.

– Tío Jeremy, ni siquiera he pensado…

– Estupendo. No pienses. Yo lo haré por ti. A partir de este momento no hagas nada. -Se llevó el vaso a los labios y clavó su mirada en ella por encima del borde-. Cuando una mujer complica las cosas, las cosas se van al carajo, si sabes a qué me refiero. Y yo diría que sí.

Samantha tragó saliva, paralizada por su mirada. ¿Cómo era posible que un alcohólico envejecido, un borracho de mierda, por el amor de Dios, pudiera turbarla con tanta facilidad? Claro que en ese momento no parecía borracho. La película terminó, y la cinta repiqueteó ruidosamente, mientras el proyector continuaba funcionando. Jeremy no pareció darse cuenta.

– Le quieres, ¿verdad? -preguntó-. Y no me mientas, porque si te voy a ayudar a cazar al chico quiero saber los detalles. Bueno, no todos, no te preocupes. Solo el importante, si le quieres.

– No es un chico. Es un hombre que…

– Aún no.

– … sabe lo que quiere.

– Y una mierda. Sabe lo que quiere su polla. Hemos de conseguir que llegue a desear metértela.

– Por favor, tío Jeremy…

Escuchar aquello era horrible, inconcebible, humillante. Samantha era una mujer que se había abierto un camino en la vida, y colocarse en la posición de depender de otra persona para amoldar los acontecimientos y la gente a sus deseos no solo era ajeno a su pensamiento, sino también arriesgado y peligroso.

– Sammy, ángel mío, estoy de tu parte. -La voz de Jeremy era persuasiva, de la misma forma que uno anima a un cachorrillo a salir de debajo de una silla. La estaba mirando con los ojos entornados y la barbilla apoyada en los dedos, en la actitud piadosa de alguien que estuviera rezando-. Estoy de tu parte al cien por cien. Limítate a escucharme, ángel mío. He de saber exactamente de qué parte estás tú, antes de actuar en tu nombre.

Pese a su cautela, Samantha se oyó decir:

– ¿Actuar? ¿Qué quieres decir, tío Jeremy?

– Eso da igual. Dime solo la verdad.

Samantha intentó apartar los ojos de él, pero fracasó.

– Solo un dato sin importancia, Sammy. ¿Tú quieres al chico? Créeme, no hace falta que digas nada más. No me interesa saber nada más. ¿Le quieres?

– No puedo contestar…

– Sí que puedes. Es muy sencillo. Dos palabras. Y no te matarán. Las palabras, quiero decir. Las palabras no matan. Pero imagino que ya lo sabes, ¿verdad?

Ella no podía apartar la vista. Lo intentaba, con desesperación, pero no podía.

– Quiero que sea tuyo tanto como tú -dijo Jeremy-. Di las palabras.

Acudieron a sus labios como por voluntad propia, como si él las hubiera conjurado y ella no pudiera impedírselo.

– De acuerdo. Le quiero.

Jeremy sonrió.

– No me digas nada más.


Barbara Havers experimentaba la sensación de que alguien le hubiera clavado espinas bajo los párpados. Era su cuarta hora de exploración informática en el cris, el Crime Recording Information System, y ya se estaba arrepintiendo de haber prometido a Nkata que trabajaría día y noche para cumplir el mandato del inspector Lynley. No estaba consiguiendo nada con aquella basura, aparte de la posibilidad de llegar a destinos señalados como Retinas lesionadas e Hipermetropía inminente.

Después de registrar el apartamento de Terry Cole, Nkata y Barbara habían ido al Yard. Allí, después de trasladar el cannabis y la caja de postales al Mini de Barbara, para ocuparse de ellos después, se habían separado. Nkata se fue para devolver el Bentley de Lynley a su casa de Belgravia. Barbara, a regañadientes, se dispuso a cumplir la promesa que había hecho a Nkata de ceñirse a sus obligaciones informáticas.

Hasta el momento, solo había desenterrado montones de mierda, lo cual no la sorprendía. En lo que a ella concernía, después de descubrir las postales en el piso de Battersea, flechas de neón habían señalado a Terry Cole como el objetivo principal del asesino, pero no a Nicola Maiden, y a menos que pudiera vincular a Terry Cole con la época en que Andy Maiden había prestado sus servicios en el SO10, el trabajo de investigar archivos era una pérdida de tiempo. Solo un nombre que saltara desde la pantalla, cubierto de sangre y gritando «¡Yo soy el que buscas, nena!», la convencería de lo contrario.

De todos modos, sabía que más le convenía obedecer las órdenes de Lynley. De modo que había leído los casos de los quince nombres que le había proporcionado, para después organizarlos en categorías arbitrarias, ergo inútiles, que había denominado Drogas, Chantajistas en potencia, Prostitución, Crimen organizado y Asesinos a sueldo. Había distribuido los nombres de la lista de Lynley entre estas categorías, y añadido las cárceles a que cada malhechor había sido enviado. Averiguó la duración de la condena y la añadió al cóctel, y después había iniciado el proceso de descubrir cuántos reos se encontraban en libertad condicional. Sin embargo, determinar la duración de anteriores condenas era algo que consideraba imposible a aquellas horas de la noche. De modo que, con la convicción de que había sido virtuosa, juiciosa y obediente, a las doce y media decidió que ya era hora de volver a casa y descabezar un sueñecito.

Había poco tráfico, de modo que llegó a la una. Con Terry en mente, así como la posibilidad de descubrir el móvil de su muerte entre las pruebas, recogió la caja de postales y atravesó el jardín a oscuras en dirección a su vivienda.

La luz del contestador automático estaba parpadeando cuando entró y dejó la caja de cartón sobre la mesa. Encendió la lámpara, cogió un montón de postales sujetas con una goma elástica y cruzó la habitación para escuchar las llamadas.

La primera era de la señora Flo, la cual le comunicaba que «tu madre ha mirado tu foto esta mañana, querida Barbie, y dijo tu nombre. Con una claridad pasmosa. Dijo: "Esta es mi Barbie. " ¿Qué te parece? Quería que lo supieras porque… Bien, es deprimente cuando se lía de esa manera, ¿verdad? Y esa tontería acerca de… ¿cómo se llamaba? ¿Lilly O'Ryan? Bueno, da igual. Todo el día ha hecho gala de una lucidez increíble. Así que no temas que te haya olvidado, porque no es así. ¿De acuerdo, querida? Confío en que estés bien. Hasta pronto. Adiós, Barbie. Adiós. Adiós».

Gracias a Dios por esos pequeños favores, pensó Barbara. Había poco que celebrar por un día de lucidez, comparado con semanas y meses de demencia, pero había aprendido a saborear sus triunfos a pequeñas cucharadas en lo concerniente a los fugaces momentos de coherencia de su madre.

El segundo mensaje empezaba con un alegre «hola hola», seguido por tres notas musicales. «¿Lo has oído? Estoy aprendiendo flauta. Me la han regalado hoy después de salir de la escuela, ¡y voy a estar en la orquesta! Me lo pidieron a mí en especial, pregunté a papá si me daba permiso y dijo que sí, de modo que ahora toco la flauta. Claro que no toco muy bien. Pero estoy practicando. Ya me sé la escala. Escucha.» Se oyó el ruido del auricular al caer sobre una superficie sólida. Luego, sonaron ocho notas vacilantes, henchidas de aire como la primera. A continuación: «¿Lo has oído? La profesora dice que poseo un talento natural, Barbara. ¿Tú también lo crees?» La voz fue interrumpida por otra, la de un hombre que hablaba en voz baja al fondo. «Ah. Soy Khalidah Hadiyyah y llamo desde el piso de la planta baja. Papá dice que he olvidado decirlo. Pero supongo que sabes quién soy, ¿verdad? Quería recordarte lo de mi lección de costura. Es mañana, y dijiste que querías verme en plena faena. ¿Aún quieres venir? Como merienda, tomaremos el resto de la manzana acaramelada. Llámame, ¿vale?» Y colgaron el auricular al otro extremo de la línea.

Después, Barbara escuchó la voz serena y elegante de la esposa del inspector Lynley. Helen dijo: «Barbara, Winston acaba de devolver el Bentley. Me dijo que estabas trabajando en el caso, aquí en la ciudad. Me alegro mucho, de verdad. Sé que tu trabajo te reconciliará con toda la gente del Yard. ¿Serás paciente con Tommy? Te tiene en muy alta estima y… Bien, supongo que ya lo sabes. Es que la situación… lo que pasó en verano… le pilló por sorpresa. Así que… Qué lata. Solo quería desearte suerte en el caso. Tu trabajo con Tommy siempre ha sido brillante, y sé que esta vez será igual.»

Barbara se encogió. Su conciencia la aguijoneó, pero enmudeció la voz que la acusaba de haber desafiado las órdenes de Lynley durante buena parte del día, y anunció en silencio que no estaba desafiando a nadie. Solo estaba tomando la iniciativa, y complementando su misión con actividades adicionales exigidas por la lógica de una investigación en curso.

Era una excusa tan buena como cualquier otra.

Se sacó los zapatos y se dejó caer sobre el sofá cama, donde quitó la goma del paquete de postales. Empezó a examinarlas. Y mientras estaba enfrascada en esa actividad, pensó en que Terry Cole se estaba revelando, en muchos sentidos, como la víctima de un asesino, en tanto que Nicola Maiden, desde todos los puntos de vista, no era más que una chica de veinticinco años, sexualmente activa, que tenía uno o dos hombres en cada puerto y un amante rico cogido de las pelotas. Y si bien los celos de uno de esos hombres tal vez le habían impulsado a matarla, no existía ningún motivo para hacerlo en los páramos, sobre todo al comprobar que estaba con alguien. Habría sido más sensato esperar a sorprenderla sola. A menos que, por supuesto, Terry y ella estuvieran enfrascados en algo que, en aquel momento, le obnubiló. En cuyo caso, cegado por la rabia y los celos, habría podido atacar derechamente a su supuesto rival, acabando con ella después de haber dado buena cuenta del muchacho. Pero parecía improbable. Nada de lo que Barbara había averiguado sobre Nicola hasta el momento sugería que tuviera debilidad por adolescentes en paro.

Terry, por su parte, estaba demostrando ser una mina en relación a móviles de asesinato. Según Cilla, siempre andaba con dinero, y las postales que Barbara estaba desplegando sobre el sofá cama sugerían un empleo sumergido rodeado de violencia. Pese a lo que su madre proclamaba sobre el gran encargo que Terry había recibido, pese a lo que la señora Baden había afirmado sobre la bondad y generosidad del muchacho, cada vez parecía más probable que el auténtico Terry Cole había vivido cerca del bajo vientre de la vida inglesa, si es que no estaba metido de pleno en él. Relacionado con ese bajo vientre había drogas, pornografía, películas snuff, pedofilia, perversión y trata de blancas. Por no mencionar un centenar de sabrosas perversiones, todas las cuales podían suscitar un motivo de asesinato.

Habían acotado casi todo lo referente a Nicola: desde su estilo de vida en Londres hasta sus provisiones de fondos. Aún tenían que descubrir por qué había ido a trabajar a Derbyshire en verano, pero ¿qué demonios tenía que ver eso con su asesinato?

Por otra parte, no tenían nada concreto sobre la vida de Terry Cole. Hasta que Barbara había encontrado las postales.

Las miró, ordenadas en filas sobre el sofá cama, y se humedeció los labios. Venga, les dijo, dadme alguna pista. Sé que está ahí, sé que una de vosotras puede decírmelo. Lo sé, lo sé.

Aún se acordaba de la apasionada reacción de Cilla Thompson al ver las postales: «Nunca me contó nada de esto. Nunca, ni en cien años. Pretendía ser un artista, por el amor de Dios. Y los artistas dedican su tiempo al arte. Cuando no están creando, están pensando en la creación. No van por Londres colocando esta mierda. El arte llama al arte, así que te expones al arte. Esto -con un gesto desdeñoso en dirección a las postales- es una vida expuesta a la mierda más absoluta.»

Pero Terry nunca se había interesado por el arte, imaginó Barbara. Se había interesado por otra cosa muy diferente.

El primer juego constaba de cuarenta y cinco postales todas diferentes. Y por más que las estudió, dividió en categorías o intentó eliminarlas una a una, Barbara se vio forzada a admitir que solo el teléfono, incluso a aquella hora de la noche, iba a ayudarla a dar el siguiente paso.

Apartó toda idea de que Terry Cole estuviera relacionado con el pasado de Andy Maiden en el SO10. Desechó completamente que el SO10 estuviera relacionado con el caso.

Descolgó el auricular. Sabía muy bien que, pese a la hora, habría cuarenta y cinco sospechosos al otro extremo de la línea, a la espera de que alguien les llamara y formulara algunas preguntas.


Mediante el expediente de despertarse al alba y desplazarse en coche hasta el aeropuerto de Manchester, Lynley consiguió alcanzar el primer vuelo a Londres. Eran las diez menos veinte cuando el taxi le dejó en la puerta de su casa, en Eaton Terrace.

Se detuvo antes de entrar. Pese a la espléndida mañana (el sol se reflejaba en las ventanas de las casas que bordeaban la silenciosa calle), experimentó la sensación de caminar bajo una nube. Sus ojos tomaron nota de los magníficos edificios, las verjas de hierro forjado sin una mancha de óxido que mancillara la pintura negra, y pese al hecho de que había nacido en el período de paz más dilatado que su país había conocido jamás, no pudo evitar pensar en la guerra.

Londres había sido destruida. Noche tras noche, las bombas caían sobre la ciudad, reduciendo extensas zonas de la metrópolis a cascotes y escombros. La City, los muelles y los suburbios, en ambas márgenes del río, habían padecido los peores daños, pero nadie había escapado al miedo en la capital de la nación. De noche, lo presagiaban las sirenas y el silbido de las bombas. Se concretaba en explosiones, incendios, pánico, confusión, incertidumbre, y las secuelas de todo ello.

No obstante, Londres se había obstinado en renovarse como había hecho durante dos mil años. Las tribus de Boadicea no la habían conquistado, ni la peste ni el Gran Incendio la habían subyugado, de manera que los bombardeos no podían confiar en derrotarla. Porque siempre conseguía renacer del dolor, la destrucción y la muerte.

Por tanto, tal vez podía defenderse que el empeño y el dolor conducían a la grandeza, pensó Lynley, que la resolución, una vez puesta a prueba por la adversidad, adquiría firmeza, y la comprensión del mundo, cuestionada en el seno de las penalidades y las ideas generalizadas erróneas, se potenciaba para siempre. Pero la idea de que las bombas daban como fruto la paz, de la misma forma que el parto de una mujer conducía al nacimiento de un ser, no eran suficientes para disipar las tinieblas, la aprensión y el miedo. No hay mal que por bien no venga, en efecto. Lo que nadie quiere es contemplar el infierno intermedio.

A las seis de la mañana había telefoneado a Hanken para comunicarle que «una información crucial» desvelada por los agentes de Londres que trabajaban en el caso exigía su regreso a la ciudad. Se pondría en contacto con Derbyshire en cuanto obtuviera más detalles de dicha información y viera cómo encajaba en el conjunto. A la pregunta lógica de Hanken sobre por qué Lynley viajaba a Londres, cuando ya tenía a dos agentes trabajando en la capital y podía, con la ayuda del teléfono, movilizar hasta a dos docenas más, Lynley contestó que su equipo había descubierto ciertos detalles que apuntaban a Londres, no a Derbyshire. Parecía razonable, dijo, que uno de los dos oficiales al mando del caso analizara y estudiara los hechos en persona. ¿Sería tan amable Hanken de enviarle una copia del informe de la autopsia?, preguntó. También deseaba entregar el documento a un especialista forense, para verificar que las conclusiones de la doctora Miles sobre el arma homicida eran correctas.

– Si ha cometido algún error acerca del cuchillo, la longitud de la hoja, por ejemplo, me gustaría saberlo cuanto antes -dijo.

– ¿Cómo sería capaz un especialista forense de identificar un error en el informe sin ver el cadáver, las radiografías, las fotografías o la herida?, preguntó Hanken.

– No se trataba de un especialista normal, dijo Lynley.

Pero también pidió copias de las radiografías y las fotografías. Y una rápida parada en la comisaría de Buxton, camino del aeropuerto, puso todo en sus manos.

Por su parte, Hanken iba a iniciar una búsqueda de la navaja multiusos y el impermeable desaparecidos. También hablaría en persona con la masajista que se había ocupado de aliviar la tensión de Will Upman el martes por la noche. Y si le quedaba tiempo, llamaría a Broughton Manor para ver si el padre de Julian Britton confirmaba la coartada de su hijo o de su sobrina.

– Empléate a fondo con Julian -dijo Lynley-. He descubierto otro amante de Nicola. -Resumió la conversación de la noche anterior con Christian-Louis Ferrer.

Hanken silbó.

– ¿Conseguiremos encontrar algún tío que no se tirara a esta chavala, Thomas?

– Supongo que estamos buscando al que se creía el único.

– ¿Britton?

– Él dijo que le había propuesto matrimonio, y que recibió calabazas. Pero solo contamos con su palabra, ¿verdad? Afirmar que quería casarse con ella, cuando quería, e hizo, una cosa muy distinta, es un buen método para desviar la atención de él.

Lynley entró en su casa y llamó a su mujer. Casi esperaba que Helen hubiera salido ya (como si hubiera adivinado su intención de regresar sin decir nada y quisiera evitarle como consecuencia de su discusión), pero cuando cruzó el recibidor en dirección a la escalera, oyó una puerta que se cerraba y la voz de un hombre que decía:

– Lo siento. No sé medir mis fuerzas.

Un momento después, Denton y Helen avanzaron hacia él desde la cocina. El primero cargaba con una pila de enormes muestrarios. La segunda le seguía con una lista en la mano.

– He reducido bastante las posibilidades, Charlie. Aceptaron prestarme los muestrarios hasta las tres, de modo que dependo de ti para que me des ideas.

– Odio las flores, las cintas y todas esas cursilerías -dijo Denton-, de modo que no hace falta ni que me las enseñe. Me recuerdan a mi abuela.

– Tomo nota -contestó Helen.

– Hola. -Denton vio a Lynley en aquel instante-. Mire lo que nos ha traído la mañana, lady Helen. Ya no va a necesitarme, ¿verdad?

– ¿Para qué te necesita? -preguntó Lynley.

– ¡Tommy! -exclamó Helen-. ¿Has vuelto? Un viaje muy rápido, ¿verdad?

– Papel pintado -dijo Denton en respuesta a la pregunta de Lynley. Indicó los muestrarios que cargaba-. Muestras.

– Para las habitaciones sobrantes -añadió Helen-. ¿Has echado un vistazo a las paredes últimamente, Tommy? Parece que el empapelado no se haya cambiado desde principios de siglo.

– Y así es.

– Me lo temía. Bien, si no lo cambiamos antes de que ella llegue, temo que tu tía Augusta lo cambiará por nosotros. Pensé que tal vez podríamos disuadirla. Ayer me di una vuelta por Harrods y fueron tan amables de prestarme varios muestrarios a la hora de cerrar. Solo por hoy, claro. ¿No te parece todo un detalle? -Subió la escalera y habló sin volverse-. ¿Por qué has vuelto tan pronto? ¿Ya lo has solucionado todo?

Denton fue tras ella. Lynley se convirtió en el tercero de la procesión, maleta en mano. Había seguido cierta información hasta Londres, dijo a su mujer. Quería que St. James examinara unos documentos.

– La autopsia. Algunas fotos y radiografías -explicó.

– ¿Discusiones entre los expertos? -preguntó Helen, una suposición razonable. No sería la primera vez que St. James era requerido para mediar en una disputa entre científicos.

– Solo algunas preguntas que me he planteado -dijo Lynley-. Además, necesito examinar la información reunida por Winston.

– Ah. -Helen volvió la cabeza y le ofreció una fugaz sonrisa-. Me alegro mucho de que hayas vuelto.

Las habitaciones sobrantes que necesitaban una renovación se encontraban en la segunda planta. Lynley dejó la maleta en su dormitorio, y después se reunió con Denton y su esposa arriba. Helen estaba extendiendo sobre la cama de la primera habitación muestras de papel, aliviando a Denton del peso de los muestrarios, y procediendo a la elección con suma parsimonia. Durante todo el proceso Denton exhibió una expresión de infinita paciencia, que cambió por una de alegría cuando Lynley entró en la habitación.

– Ya está aquí, por fin -dijo Denton-. Si ya no me necesita… -insinuó a Helen.

– No puedo quedarme, Denton -fue la contestación de Lynley.

El hombre se mostró consternado.

– ¿Algún problema? -preguntó Lynley-. ¿Te espera alguna jovencita?

No sería extraño. Los devaneos de Denton eran la materia de que están hechas las leyendas.

– Me espera una taquilla de entradas a mitad de precio -contestó Denton-. Esperaba llegar antes de que hubiera mucha cola.

– Ah, sí. Entiendo. Espero que no será otro musical.

– Pues… -Denton pareció avergonzado. Su amor por los espectáculos que ofrecían los teatros del West End consumía buena parte de sus ingresos mensuales. Estaba casi tan enganchado al maquillaje, las luces tenues y los aplausos como un adicto a la cocaína.

Lynley cogió los muestrarios.

– Vete -dijo-. Quiera Dios que consigamos ahorrarte la última extravagancia teatral.

– Es arte -protestó Denton.

– Siempre dices lo mismo. Vete. Y si compras el CD correspondiente, te pediré que no lo pongas cuando yo esté en casa.

– Es un auténtico esnob en lo tocante a la cultura, ¿no? -dijo Denton a Helen con tono confidencial.

– Siempre lo ha sido.

Ella continuó extendiendo muestras de papel sobre la cama cuando Denton se marchó. Desechó tres muestras, las sustituyó por otras tres, y cogió otro muestrario de los brazos de su marido.

– No hace falta que me ayudes, Tommy. Tienes trabajo que hacer, ¿no es así?

– Puede esperar unos minutos.

– Tardaré más de unos minutos. Ya sabes lo que me cuesta decidirme. Había pensado en algo bastante bonito con flores, relajante y discreto, ya sabes. Pero Charlie me disuadió de la idea. Que Dios nos asista si le pedimos que acompañe a tía Augusta a una habitación que él considere cursi. ¿Qué te parece este, con unicornios y leopardos? ¿No es aterrador?

– Pero adecuado para fantasmas cuyas visitas se desea abreviar.

Helen rió.

– Eso es.

Lynley no dijo nada hasta que ella hubo seleccionado las muestras que deseaba. Cubrió la cama con ellas, así como casi todo el suelo. Todo el rato estuvo pensando en que era muy extraño que dos días antes hubieran discutido. Ahora ya no experimentaba irritación ni animosidad. Ni aquella sensación de haber sido traicionado que había despertado en él una indignación tan virtuosa. Solo sentía un sereno resurgir de su afecto hacia ella, que algunos hombres habrían identificado como lujuria y procedido en consecuencia, pero él sabía que no tenía que ver con el sexo sino con el amor.

– Tenías mi número de Derbyshire -dijo-. Se lo di a Denton. Y también a Simon.

Ella levantó la vista. Un mechón de pelo castaño se enredó en la comisura de su boca. Lo apartó.

– No llamaste -añadió Lynley.

– ¿Debía hacerlo? -La pregunta no fue evasiva-. Charlie me dio el número, pero no me dijo que le habías pedido…

– No es que debieras llamar, pero confiaba en que lo hicieras. Quería hablar contigo. Te fuiste de casa en plena discusión y no me gustó acabar así. Quería aclarar las cosas.

– Oh.

Era una palabra insignificante. Helen se acercó al antiguo tocador georgiano de la habitación y se sentó en el taburete. Le observó con semblante serio, con una sombra que jugueteaba sobre su mejilla donde el pelo protegía su cara de un rayo de luz que entraba por la ventana. Recordaba tanto a una colegiala a la espera de recibir un castigo, que Lynley se vio forzado a replantearse sus quejas hacia ella.

– Lamento la discusión, Helen -dijo-. Solo estabas dando tu opinión. Tenías todo el derecho. Te ataqué porque quería que me apoyaras. Es mi mujer, pensé, es mi trabajo, y se trata de decisiones que me he visto forzado a tomar en mi trabajo. La quiero a mi lado, no enfrentada a mí. En aquel momento no pensé en ti como en una persona independiente, sino como una extensión de mí. Cuando cuestionaste mi decisión acerca de Barbara, se me cruzaron los cables y perdí los estribos. Lo siento.

Helen bajó la vista y recorrió con los dedos el borde del taburete.

– No me fui de casa por el hecho de que perdieras los estribos. Bien sabe Dios que ya he sido testigo de ese hecho en anteriores ocasiones.

– Sé por qué te fuiste. Y no debería haberlo dicho.

– ¿Haber dicho qué?

– Aquel comentario. La redundancia. Fui irreflexivo y cruel. Me gustaría que me perdonaras por ello.

Ella alzó la vista.

– Solo fueron palabras, Tommy. No has de pedir disculpas por tus palabras.

– De todos modos, te las pido.

– No. Lo que quiero decir es que ya estás perdonado. Fuiste perdonado al instante, si quieres saberlo. Las palabras no equivalen a la realidad. Solo son expresiones de lo que la gente ve.

Se agachó, cogió una muestra de papel y la examinó. Por lo visto, sus disculpas habían sido aceptadas. Pero Lynley tenía la sensación de que el problema aún no estaba del todo zanjado.

De todos modos, para seguirle la corriente, dijo en referencia a la muestra:

– Me parece una buena elección.

– ¿De veras? -Helen la dejó caer al suelo-. Tomar decisiones es demasiado para mí. Y aún más tener que ser coherente con ellas.

Señales de advertencia se encendieron en la conciencia de Lynley. Su esposa no había aceptado casarse con él como la más ansiosa de las novias. De hecho, le había costado bastante tiempo convencerla de que el matrimonio era lo que más le convenía. La más joven de cinco hermanas, casadas con individuos muy diferentes, desde un aristócrata italiano hasta un ganadero de Montana, había sido testigo de las vicisitudes y extravagancias producto de cualquier relación permanente. Y nunca había mentido sobre su reticencia a implicarse en algo que podía exigirle más de lo que se consideraba capaz de dar. Por otra parte, nunca había sido una mujer que permitiera a los desacuerdos momentáneos imponerse a su sentido común. Habían intercambiado algunas palabras desagradables, eso era todo. Las palabras no presagiaban necesariamente nada.

– Cuando me di cuenta de que te quería -dijo de todos modos, para contradecir las implicaciones de la frase de Helen-, me resultó imposible comprender cómo había estado ciego durante tanto tiempo. ¿Te lo había dicho alguna vez? Habías sido parte de mi vida durante años, pero siempre a una distancia prudencial, como amiga. Y cuando supe que te quería, correr el riesgo de tener algo más que tu amistad me pareció lo más arriesgado de todo.

– Era lo más arriesgado -dijo Helen-. Rebasado cierto punto, ya no hay vuelta atrás, ¿verdad? Pero no me arrepiento del riesgo. ¿Y tú, Tommy?

Lynley exhaló un suspiro de alivio.

– Estamos en paz.

– ¿No lo estábamos?

– Me pareció… -Vaciló, sin saber muy bien cómo describir el cambio que estaba sintiendo entre ellos-. Nos espera un período de reajuste, ¿verdad? No somos niños. Llevábamos vidas independientes antes de casarnos, de modo que tardaremos un tiempo en adaptarnos a una vida que incluya al otro en todo momento.

– Así era. -Helen lo dijo en tono de afirmación, con aire pensativo. Le miró.

– ¿Así era qué?

– Llevábamos vidas independientes. Oh, ya sé que tú sí. ¿Quién podría discutirlo? Pero en cuanto a la otra mitad de la ecuación… -Hizo un gesto desvalido en dirección a las muestras-. Habría elegido las flores sin vacilar. Pero las flores son cursis, según Charlie. Nunca me he considerado inepta en el terreno del diseño de interiores. Tal vez solo me estaba engañando al respecto.

Lynley no la conocía desde hacía más de quince años para dejarse engañar por sus palabras.

– Helen, estaba irritado. Cuando estoy irritado soy el primero en perder los papeles, pero como has señalado, lo que dije fueron simples palabras. Eran tan ciertas como decir que soy la viva imagen de la sensibilidad. Cosa que no soy, como ya sabes.

Mientras hablaba, Helen había empezado a apartar diseños florales. Cuando él terminó, se detuvo. Le miró con la cabeza ladeada y expresión dulce.

– No entiendes lo que estoy diciendo, ¿verdad? Es que no puedes, claro. Si yo estuviera en tu lugar, tampoco lo entendería.

– Sí que te entiendo. Corregí tu lenguaje. Estaba enfadado porque no me apoyabas, de modo que reaccioné como creía que tú habías reaccionado: a la forma en lugar de a la sustancia. Y de paso, te ofendí. Lo siento.

Helen se puso en pie, con las muestras de papel apretadas contra el pecho.

– Tommy, me has descrito tal como soy -dijo con sencillez-. Me fui de casa porque no quería escuchar la verdad de la que he huido durante años.

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