21

– Al menos no desentonamos -fue la observación que hizo Winston Nkata cuando llegaron a los Boitons, un pequeño barrio en forma de balón de rugby, encajado entre Fulham Road y Old Brompton Road.

Consistía en dos calles curvas que formaban un óvalo alrededor de la iglesia central de St. Mary the Boltons, y sus características predominantes eran el número de cámaras de seguridad montadas en los muros exteriores de las mansiones, y la ostentosa exhibición de Rolls-Royces, Mercedes Benz y Range Rovers aparcados tras las verjas de hierro de muchas propiedades.

Cuando Lynley y Nkata entraron en los Boitons aún no se habían encendido las farolas de la calle y las aceras estaban desiertas. El único signo de vida procedía de un gato que brincaba en persecución de otro felino, y de una filipina, ataviada con el anacrónico uniforme negro y blanco de las criadas, que sujetaba un bolso bajo el brazo y subía a un Ford Capri aparcado ante la casa que Lynley y Nkata iban buscando.

El comentario de Nkata hacía referencia al Bentley de Lynley, tan a sus anchas en este barrio como la tarde anterior en Notting Hill. Pero aparte del coche, los dos detectives no habrían podido estar más fuera de lugar en aquella zona. Lynley por su elección de profesión, tan improbable en un hombre cuya familia se remontaba a los tiempos de Guillermo el Conquistador, y cuyos antepasados más recientes habrían considerado que los Boitons no estaban a la altura de sus moradas habituales, y Nkata por su acento caribeño con mezcla de la orilla sur del Támesis.

– No creo que vean a muchos polis por aquí -dijo Nkata mientras inspeccionaba las verjas de hierro, las cámaras, las cajas de alarmas y los intercomunicadores que parecían consustanciales a cada vivienda-. Pero hace que te preguntes de qué sirve tanto dinero si has de amurallarte para disfrutarlo.

– Tienes toda la razón -dijo Lynley, y aceptó un Opal Fruit del agente. Tras desenvolverlo, se guardó el papel doblado en el bolsillo, para no mancillar el prístino sendero peatonal-. Vamos a ver qué nos dice sir Adrian Beattie.

Lynley había reconocido el nombre cuando Tricia Reeve lo pronunció en Notting Hill. Sir Adrian Beattie era la respuesta inglesa a Christiaan Barnard. Había realizado su primer trasplante de corazón en Inglaterra, y continuó haciéndolo con éxito en todo el mundo durante las últimas décadas, estableciendo un récord de éxitos que le había asegurado un sitial en la historia de la medicina, granjeado una respetable reputación y garantizado una fortuna. Esta última se exhibía en los Boitons. La casa de Beattie era una fortaleza de paredes blancas y ventanas enrejadas, con una puerta principal que impedía la entrada a cualquiera que no pudiera proporcionar a sus habitantes una identidad aceptable por mediación de un intercomunicador, por el cual una voz incorpórea preguntó «¿Sí?» con tono de que cualquier respuesta no serviría.

Lynley supuso que «New Scotland Yard» tendría más peso que la simple palabra «policía», y así identificó a ambos. En respuesta, la cancela se abrió. Cuando Lynley y Nkata hubieron subido los seis peldaños delanteros, una mujer tocada con un incongruente sombrerito de fiesta en forma de cono ya había abierto la puerta.

Se presentó como Margaret Beattie, hija de sir Adrian. La familia estaba celebrando una fiesta de cumpleaños en aquel momento, explicó al tiempo que se quitaba el sombrero. Su hija cumplía cinco años ese mismo día. ¿Pasaba algo en el barrio? Confiaba en que no se tratara de un robo. Miró hacia la calle, como si entrar por la fuerza en los Boitons fuera una situación que ella, sin darse cuenta, tal vez fomentaba conservando abierta la puerta principal más de lo necesario.

Querían ver a sir Adrian, explicó Lynley. Y no, su visita no tenía nada que ver con el barrio y su vulnerabilidad ante los rateros profesionales.

– Entiendo -dijo Margaret Beattie, no demasiado convencida, y les dejó entrar. Dijo que si esperaban en el estudio de su padre, en el piso de arriba, ella le iría a buscar-. Confío en que no le retengan demasiado -dijo, con el tipo de insistencia suave y sonriente que una mujer bien educada siempre utiliza para dar a entender lo que desea sin enunciarlo de una forma directa-. Molly es su nieta favorita y le ha dicho que estará por ella toda la noche. Ha prometido leerle todo un capítulo de Peter Pan. Le preguntó qué deseaba para su cumpleaños, y ella contestó eso. Extraordinario, ¿no creen?

– Desde luego.

Margaret Beattie sonrió complacida, les condujo hasta el estudio y fue a buscar a su padre.

El estudio de sir Adrian estaba en el primer piso de la casa, al final de una amplia escalera. La habitación, adornada con butacas de piel color burdeos y una alfombra verde bosque, contenía una plétora de volúmenes, tanto médicos como de otras disciplinas, y prestaba testimonio silencioso de las dos vertientes de la vida de sir Adrian. El aspecto profesional estaba representado por medallones, diplomas, premios y recuerdos tan diversos como instrumentos de cirugía antiguos y grabados centenarios del corazón humano. El aspecto personal se manifestaba en docenas de fotografías. Había por todas partes, sobre la repisa de la chimenea, embutidas al azar en las librerías, alineadas como bailarinas dispuestas a brincar sobre el escritorio. Los protagonistas eran los familiares del doctor, de vacaciones, en casa, en la escuela y a lo largo de los años. Lynley cogió una y la examinó, mientras Nkata se agachaba para estudiar los instrumentos antiguos dispuestos sobre una librería enana.

El doctor tenía cuatro hijos, por lo visto. En la foto que Lynley sostenía, Beattie posaba entre ellos y sus esposas, un orgulloso paterfamilias con su mujer al lado y once nietos agrupados alrededor como diminutas gotas de aceite rodeando un charco central que intentara absorberlas. La excusa de la fotografía era una celebración de Navidad, en la que cada niño sostenía un regalo y el propio Beattie aparecía como un Papá Noel sin barba. Todo el mundo sonreía o reía en la instantánea, y Lynley se preguntó cómo cambiarían sus expresiones si el público, o la familia, llegaba a enterarse de la relación de sir Adrian con una dominatrix.

– ¿Inspector detective Lynley?

Lynley giró en redondo al oír aquella agradable voz de tenor. Podría haber pertenecido a un hombre mucho más joven, pero su dueño era el rotundo cirujano en persona, de pie en la puerta, con un gorro de papel en la cabeza y una copa de champán en la mano.

– Estábamos a punto de brindar por nuestra querida Molly. Va a abrir sus regalos. ¿No pueden esperar otra hora?

– Temo que no.

Lynley devolvió la fotografía a su sitio y presentó a Nkata, el cual sacó su libreta y lápiz.

Beattie observó sus movimientos con aparente consternación. Entró en la habitación y cerró la puerta a su espalda.

– ¿Se trata de una visita profesional? ¿Ha pasado algo? Mi familia… -Miró hacia la puerta y desechó lo que había intentado decir. Traer malas noticias sobre un miembro de la familia no podía ser la causa de la visita de la policía. Todos los miembros de la familia estaban en su casa.

– Una joven llamada Nicola Maiden fue asesinada en Derbyshire el martes por la noche -dijo Lynley.

En respuesta, Beattie se transformó en la viva imagen de la inmovilidad. Sus ojos estaban clavados en Lynley. Las manos del cirujano (unas manos de anciano que parecían tan ágiles como las manos de un hombre tres décadas más joven) no temblaron, con la copa agarrada firmemente, ni se movieron. Desvió la vista hacia Nkata, la posó sobre la libreta de piel que sostenía, y volvió a Lynley.

– Conocía a Nicola Maiden, ¿verdad, sir Adrian? Aunque tal vez la conociera solo por su nombre profesional: Nikki Tentación.

Beattie avanzó unos pasos y dejó la copa de champán sobre el escritorio con estudiado detenimiento. Se sentó en una silla de respaldo alto detrás del escritorio y cabeceó en dirección a las butacas de piel.

– Por favor, tome asiento, inspector -dijo por fin-. Usted también, agente. -Una vez acomodados, continuó-: No he visto los periódicos. ¿Qué le pasó?

Era el tipo de pregunta que un hombre acostumbrado a mandar formularía a un subordinado. En respuesta, Lynley procuró dejar claro cuál de los dos estaría al mando de la entrevista.

– Conocía a Nicola Maiden, pues.

Beattie enlazó los dedos. Lynley observó que dos de ellos tenían las uñas ennegrecidas, deformados por algún tipo de hongo que les afectaba. Era algo desconcertante en un médico, y Lynley se preguntó por qué Beattie no hacía algo al respecto.

– Sí. Conocía a Nicola Maiden -dijo Beattie.

– Háblenos de su relación.

Detrás de las gafas con montura de oro, los ojos eran cautelosos.

– ¿Soy sospechoso de su asesinato?

– Todos los que la conocían lo son.

– ¿Ha dicho el martes por la noche?

– En efecto.

– El martes por la noche estuve aquí.

– ¿En esta casa?

– Aquí no, pero en Londres sí. En mi club de St. James. ¿Necesito una corroboración? Es la palabra precisa, ¿verdad? Corroboración.

– Háblenos de Nicola -dijo Lynley-. ¿Cuándo la vio por última vez?

Beattie cogió la copa y bebió. ¿Para ganar tiempo, para templar los nervios, para apaciguar una sed repentina? Era imposible saberlo.

– La mañana del día anterior a que se marchara al norte.

– ¿Fue en junio pasado? -preguntó Nkata. Y cuando Beattie asintió, añadió-: ¿En Islington?

– ¿En Islington? -Beattie frunció el entrecejo-. No; aquí. Vino a casa. Siempre venía a casa cuando yo… cuando yo la necesitaba.

– Su relación era sexual, pues -dijo Lynley-. Usted era uno de sus clientes.

Beattie desvió la cabeza hacia la repisa de la chimenea, con su copioso despliegue de fotos familiares.

– Supongo que ya sabe la respuesta a esa pregunta. Usted no habría venido aquí un sábado por la noche si no supiera con exactitud mi papel en la vida de Nikki. Sí, era uno de sus clientes, si quiere llamarlo así.

– ¿Cómo lo llamaría usted?

– Teníamos un acuerdo mutuamente beneficioso. Ella me proporcionaba un servicio indispensable y yo le pagaba con generosidad.

– Es usted un hombre famoso y respetado -indicó Lynley-. Ha triunfado en su carrera, tiene mujer, hijos, nietos, y todos los aderezos externos de una vida afortunada.

– Y también todos los aderezos internos -dijo Beattie-. Es una vida afortunada, sí. ¿Por qué querría ponerla en peligro manteniendo relaciones con una vulgar prostituta? Eso es lo que quiere saber, ¿verdad? Pero esa es la cuestión, inspector Lynley. Nikki no era vulgar en ningún sentido.

Empezó a sonar música en la casa. Alguien tocaba el piano con furia y pericia. Chopin. Después, el tema fue interrumpido por gritos, y sustituido por una animada pieza de Cole Porter, acompañada por voces alegres que no se molestaban en afinar demasiado. «Llámame irreSPONsable, llámame ineSTAble», aulló, rió y cantó el grupo. «Pero es induDAblemente cierto…» Siguieron risas y cuchufletas: la familia feliz en plena celebración.

– Eso estoy averiguando -dijo Lynley-. No es usted la primera persona que menciona el hecho de que era una chica poco común. Pero ¿por qué quería poner en peligro todo manteniendo relaciones con…?

– No era eso.

– Manteniendo un acuerdo, pues. Por qué quiso arriesgarlo todo no es lo que deseo saber. Me interesa más descubrir exactamente qué llegaría a hacer para salvaguardar lo que posee, estos aderezos externos e internos de su vida, si su posesión se viera amenazada de alguna manera.

– ¿Amenazada?

El tono de Beattie fue demasiado perplejo para que Lynley considerara sincera su reacción. El hombre debía de saber cuánto arriesgaba con una prostituta adherida a la periferia de su vida.

– Todo el mundo tiene enemigos -dijo Lynley-. Incluso usted, me atrevería a decir. Si alguien indigno de confianza hubiera descubierto su acuerdo con Nicola Maiden, si alguien hubiera decidido perjudicarle revelando dicho acuerdo, usted habría perdido muchas cosas, y no solo tangibles.

– Ya entiendo: el resultado tradicional de desafiar a la sociedad. «Quien roba mi bolsa…» -murmuró Beattie. Luego prosiguió con tono más distendido, y Lynley tuvo la extraña sensación de que igual podrían haber estado comentando la previsión meteorológica para el día siguiente-. Eso no habría podido pasar, inspector. Nikki venía a casa, como ya he dicho. Vestía de manera conservadora, portaba un maletín de ejecutivo y conducía un Saab. A juzgar por las apariencias, venía para tomar dictados o para ayudar a preparar una fiesta.

– Supongo que ella no iba con los ojos vendados.

– Por supuesto que no. De haberlo hecho, no habría podido prestarme un servicio satisfactorio.

– Por lo tanto, convendrá conmigo en que tal vez poseía ciertos datos sobre usted. Detalles que, si se revelaran, podrían confirmar una historia que tal vez se vendería a la prensa amarilla, contando los hechos que ella quisiera revelar a la opinión pública, siempre ávida de historias salaces.

– Dios mío -dijo Beattie con tono pensativo.

– Por eso es necesaria una corroboración, tal como usted ha adivinado -dijo Lynley-. Necesitaremos el nombre del club.

– ¿Está insinuando que maté a Nikki porque quería más de lo que le pagaba? ¿O porque decidí que ya no la necesitaba más y amenazó con hacer pública la situación si no le seguía pagando? -Tomó un último sorbo de champán, lanzó una carcajada triste y apartó la copa a un lado. Se puso en pie-. Caray, ojalá hubiera sido ese el caso. Esperen aquí, por favor.

Salió de la habitación.

Nkata se levantó como impulsado por un resorte.

– Jefe, ¿le…?

– Esperemos.

– Podría estar fabricando su coartada por teléfono.

– No lo creo.

Lynley no habría podido explicar por qué tenía esa sensación, salvo por el hecho de que había algo muy extraño en las reacciones de sir Adrian Beattie, no solo ante la noticia del asesinato de Nicola Maiden, sino ante la lógica implicación de que su relación con ella podría haber destruido todo cuanto parecía valorar.

Cuando Beattie regresó dos minutos después, lo hizo acompañado de una mujer que presentó a los detectives como su mujer. Lady Beattie, la llamó, y después le dijo:

– Chloe, estos señores han venido para hablar de Nikki Maiden.

Lady Beattie, una mujer delgada con pelo a lo Wallis Simpson y piel brillante debido a demasiados liftings, se llevó la mano al triple collar de perlas que rodeaba su cuello.

– ¿Nikki Maiden? -dijo-. Espero que no se haya metido en ningún problema.

– Por desgracia, ha sido asesinada, querida -dijo su marido, y apoyó una mano bajo su codo, por si ella flaqueaba.

Por lo visto, así fue.

– Oh, Dios mío. Adrian…

Cogió su mano.

El hombre la tomó entre las suyas y la palmeó, con lo que Lynley consideró sincera ternura.

– Espantoso -dijo Beattie-. Horrible, abominable. Estos policías han venido a verme porque piensan que tal vez podría estar implicado. Debido al acuerdo.

Lady Beattie liberó su mano. Enarcó una ceja bien dibujada.

– ¿No es más probable que Nikki hubiera intentado perjudicarte, y no al revés? No permitía que nadie la dominara, ¿verdad? Recuerdo que fue muy concreta sobre eso la primera vez que nos entrevistamos con ella. «Yo no ocuparé su lugar», dijo. «Solo lo probé una vez, y lo encontré repugnante.» Y luego pidió perdón, por si te había ofendido. Lo recuerdo muy bien, ¿y tú, querido?

– Espero que no la mataran durante una sesión con alguien -dijo Beattie a su mujer-. Dicen que fue en Derbyshire, y ella consiguió aquel trabajo de verano con el abogado, ¿recuerdas?

– Y en sus ratos libres, ¿no…?

– Solo era en Londres, por lo que sé.

– Entiendo.

Lynley tuvo la sensación de haber pasado al otro lado del espejo. Miró a Nkata y vio que este, cuya cara era la viva imagen de la estupefacción, sentía lo mismo.

– Tal vez querrían explicarnos los términos de ese acuerdo, sir Adrian, lady Beattie -dijo Lynley-. Así sabremos de qué estamos hablando.

– Por supuesto.

Lady Beattie y su marido estuvieron encantados de explayarse sobre el tema de las tendencias sexuales de sir Adrian. Ella se sentó con elegancia en el sofá cercano a la chimenea. Los hombres volvieron a sus anteriores posiciones. Mientras su marido describía la naturaleza exacta de sus relaciones con Nicola Maiden, la mujer añadía detalles destacados siempre que él los olvidaba.

Conoció a Nicola Maiden el 1 de noviembre del año pasado, tal vez nueve meses después de que la artritis de Chloe le resultara demasiado dolorosa para poder practicar los ritos de disciplina que ambos aprendieron a disfrutar a lo largo de su matrimonio.

– Al principio pensamos que saldríamos adelante sin él -dijo sir Adrian-. Me refiero al dolor, no al sexo en sí. Pensamos que nos adaptaríamos. Seríamos tradicionales y todo eso. Pero no pasó mucho tiempo antes de que mi necesidad… -Hizo una pausa, como si buscara una explicación abreviada que no les condujera por los intrincados caminos de su psique-. Es una necesidad. Si quieren comprender algo, han de comprender eso.

– Continúe -dijo Lynley, y miró fugazmente a Nkata. El detective seguía tomando notas con diligencia, si bien su expresión telegrafiaba: «Oh, Señor, qué dirá mi mamá cuando se entere», con tanta elocuencia como si lo estuviera gritando.

Al comprender que si querían proseguir sus relaciones sexuales sería preciso atender a la necesidad de sir Adrian, buscaron a una mujer joven, sana, fuerte y, lo más importante, discreta.

– Nicola Maiden -dijo Lynley.

– Para un hombre de mi posición la discreción es, era, fundamental -dijo sir Adrian.

Era evidente que no podía elegir a ciegas a una dominatrix cualquiera a partir de una postal o un anuncio de revista. No podía pedir recomendaciones a amigos o colegas. Y acudir a un club de sadomasoquismo, o a cualquier prostíbulo del Soho, con la esperanza de encontrar a una candidata apropiada, no era una opción prudente, porque siempre existía la posibilidad de ser visto, ser reconocido y, en consecuencia, verse sujeto al tratamiento habitual de la prensa amarilla, que sin duda causaría sufrimientos a sus hijos, nueras y nietos.

– Y a Chloe, por supuesto -añadió sir Adrian-. Porque si bien ella siempre ha tenido conocimiento de mi necesidad, sus amigos y conocidos no. Y supongo que no desea ningún cambio en ese sentido.

– Gracias, querido -dijo Chloe.

Sir Adrian se había puesto en contacto con una empresa de señoritas de compañía (Acompañantes Globales, para ser preciso), y había conocido a Nicola Maiden a través de ella. A su primera entrevista, que había consistido en té, magdalenas y una conversación satisfactoria, siguió una segunda, durante la cual se cerró el trato inicial.

– ¿Trato? -preguntó Lynley.

– Cuándo serían necesarios sus servicios -explicó Chloe-. Lo que supondrían y lo que cobraría por ellos.

– Chloe y yo hablamos con ella en las dos entrevistas para llegar a un acuerdo -dijo sir Adrian-. Era fundamental hacerle comprender que no obtendría nada si intentaba chantajearme revelando una relación que podía ser socialmente dolorosa para mi mujer.

– Porque para mí, personalmente, no era dolorosa -puntualizó Chloe.

– ¿Les enseñas la cámara, querida? -pidió sir Adrian a su esposa-. Voy a ver a los niños para decirles que no tardaremos en reunirnos con ellos.

– Por supuesto -contestó la mujer-. Acompáñenme, inspector, agente.

Se levantó con tanta elegancia como se había sentado, caminó hasta la puerta y les precedió por dos tramos de escalera que ascendían hacia las alturas de la casa, mientras sir Adrian iba a tranquilizar a sus hijos y nietos. Irónicamente, estaban cantando «No me enrolla el champán». [16]

Lady Beattie les guió hasta el último piso del edificio. Rescató una llave de un antiguo guardarropa que había en el angosto pasillo, y abrió una de las puertas. Entró y encendió una bombilla de escasa potencia.

– Al principio solo deseaba disciplina -explicó-, cosa que, aunque me parecía un poco raro, conseguí proporcionarle. Golpes con la regla en las palmas, palmetazos en el trasero, correazos en la parte posterior de las piernas. Pero pasados unos años quiso más, y cuando llegamos a un punto en el que me faltaban las fuerzas… Bien, él ya se lo ha explicado, ¿no es así? En cualquier caso, aquí es donde tenían lugar sus sesiones… donde él y yo las practicábamos cuando yo aún podía.

La cámara, como la llamaban ellos, consistía en la unión de varias habitaciones de la servidumbre. A base de derribar paredes, acolcharlas, instalar un sistema de ventilación que obviaba el uso de ventanas (con los postigos cerrados para frustrar la curiosidad exterior), los Beattie habían creado un mundo de fantasía que era en parte despacho de director de colegio, teatro de variedades, mazmorra y cámara de torturas medieval. Se había habilitado una hilera de aparadores bajo los aleros. Lady Beattie los abrió y reveló una serie de disfraces e instrumentos de disciplina, como ella los llamaba, que tanto ella, como más tarde Nicola Maiden habían utilizado con sir Adrian.

Era fácil saber por qué Nicola no llevaba nada cuando iba a la mansión, salvo el deseo de ser útil a sir Adrian y de recibir una buena paga por sus servicios. Los disfraces de los aparadores abarcaban desde un grueso hábito de lana como el que utilizaban las monjas hasta uniformes de guardia de prisión, con porra y todo. También contaban con las prendas más tradicionales asociadas con el sadomasoquismo: atuendos de PVC rojos o negros, taparrabos y máscaras de piel, botas de tacón alto. Y los instrumentos necesarios para la disciplina de sir Adrian, dispuestos con todo cuidado como los instrumentos de cirugía antiguos del estudio, explicaban por qué la muchacha se presentaba en su casa con tan escaso equipo. Todo lo necesario para la disciplina, el dolor y la humillación había sido reunido en aquellas dependencias.

Después de tantos años en la policía, Lynley sabía que, a estas alturas, ya debería haber visto de todo. Pero cada vez que pensaba así, algo le pillaba por sorpresa. En este caso, no era tanto la presencia de la cámara en casa de los Beattie lo que le dejaba sin aliento. Era la actitud que adoptaba la pareja, sobre todo la mujer. Era como si les estuviera enseñando una cocina de alta tecnología.

Por lo visto, se dio cuenta del efecto que causaba. Desde la puerta observaba a Lynley, y también a Nkata, que paseaba por la cámara con una expresión sugerente de que su imaginación le estaba proporcionando imágenes de los usos a que estaban destinados los disfraces y el equipo.

– De haber tenido elección -dijo en voz baja-, no habría llegado a esto. Una se espera un matrimonio tradicional, pero amar a alguien significa llegar a compromisos eventuales. Y en cuanto me explicó por qué era tan importante para él… -Señaló la habitación, con una mano de nudillos voluminosos debido a la enfermedad que había exigido la irrupción de Nicola Maiden en el universo particular de los Beattie-. La necesidad no es más que necesidad. Mientras dejemos la cordura aparte, la necesidad carece de auténtico poder para perjudicarnos.

– ¿Le sabía mal que otra mujer satisficiera esa necesidad?

– Mi marido me quiere. Jamás lo he dudado.

Lynley tenía sus dudas.

Sir Adrian se reunió con ellos.

– Requieren tu presencia abajo, querida -dijo-. Molly no aguantará cinco minutos más sin abrir sus regalos.

– Pero tú…

Se comunicaban de esa forma peculiar propia de las parejas que llevan casados más de una generación.

– En cuanto termine aquí. No tardaré mucho.

Cuando la mujer se fue, sir Adrian esperó un momento antes de hablar.

– Hay una parte que prefiero ocultar a Chloe, por supuesto -dijo en voz baja-. No quiero causarle un daño innecesario.

Nkata preparó su libreta, mientras Lynley pensaba en las implicaciones de la frase del cirujano.

– Usted llamó al busca de Nicola durante todo el verano -dijo-. Pero como ella no podía proporcionarle disciplina desde Derbyshire, intuyo que su acuerdo implicaba algo más de lo que deseaba decir delante de su mujer.

– Es usted muy perspicaz, inspector. -Beattie cerró la puerta de la cámara-. Estaba enamorado de ella. Al principio no, claro. No nos conocíamos. Pero al cabo de uno o dos meses comprendí lo que sentía por ella. Al principio, me dije que era pura adicción. Una nueva mujer a cargo de la disciplina aumentaba mi excitación, y yo deseaba esa excitación cada vez más a menudo. Pero al final fue más allá de eso, porque ella era mucho mejor de lo que esperaba. Quise conservarla. Más que nada en el mundo, deseaba eso.

– ¿Conservarla como esposa?

– Amo a Chloe, pero hay más de una clase de amor en la vida de un hombre, cosa que usted ya sabe, o sabrá a la larga, y yo deseaba experimentarlo, de una forma egoísta. -Bajó la vista hacia las uñas deformes de sus dedos-. Sentía amor sexual por Nikki, el que está relacionado con la posesión física. Anhelo animal. Mi amor por Chloe es la materia de que está hecha nuestra historia. Cuando supe que sentía ese amor por Nikki, el deseo sexual que no podía quitarme de la cabeza cuanto más nos veíamos, me dije que era natural sentirlo. Ella satisfacía mi necesidad más poderosa. Deseara lo que deseara, ella me complacía. Pero cuando comprendí que deseaba de ella algo más que dominación…

– Se resistió a compartirla con otros hombres.

Beattie sonrió.

– Una buena deducción. Sí, es usted muy perspicaz.

Nicola visitaba los Boitons cinco días a la semana, como mínimo, les dijo Beattie. Explicó a Chloe la frecuencia de sus sesiones con la excusa de la tensión derivada de su trabajo, porque los médicos más jóvenes y los avances en la medicina habían aumentado su nivel de ansiedad hasta el punto de que solo la disciplina podía aliviarla. No era algo tan alejado de la verdad.

– Le dije que Nikki debía estar disponible en cuanto el ansia se apoderaba de mí.

– ¿Pero la realidad era más complicada?

– La realidad era de una sencillez infinita. No podía soportar la idea de que Nikki hiciera a otros, y fuera para otros, lo que me hacía y era para mí. Pensar en ella con otro era como un descenso a los infiernos. No pensaba llegar a sentir eso por una ramera. Pero cuando la contraté, ignoraba que iba a convertirse en algo más que una simple ramera.

Sin que su mujer lo supiera, había ofrecido a Nicola un trato especial. Pagaría para mantenerla, y pagaría lo que ella jamás había soñado, en la situación que ella eligiera: un piso, una casa, una suite de hotel, una casa en el campo. Le daba igual, siempre que ella prometiera reservar todo su tiempo para él.

– Dije que ya no quería hacer cola ni concertar citas -explicó Beattie-. Pero si quería tenerla disponible a cualquier hora, debía procurar que gozara de total libertad.

La solución fue la casa de Fulham. Como Nicola era quien iba a ver a sir Adrian, nunca al revés, no le importó que pidiera permiso para tener una compañera de piso, que le hiciera compañía durante los períodos en que sir Adrian no necesitaba sus servicios.

– Era un trato muy satisfactorio para mí -dijo-. Solo deseaba que estuviera disponible siempre que yo le telefoneara. Así fue durante el primer mes. Cinco o seis días a la semana. A veces, dos veces al día. Llegaba al cabo de una hora de haberla llamado al busca. Se quedaba todo el rato que yo quería. El acuerdo funcionaba bien.

– Pero después volvió a Derbyshire. ¿Por qué?

– Afirmó que se había comprometido a trabajar para un abogado de la zona, que solo estaría ausente durante el verano. Yo estaba enamorado como un idiota, pero no tanto como para creerla. Le dije que no seguiría pagando la casa de Fulham si no iba a estar en la ciudad a mi disposición.

– Pero de todos modos se fue. Puso en peligro todo lo que había conseguido gracias a usted. ¿Qué le sugiere eso?

– Lo evidente. Sabía que, si regresaba a Derbyshire pese a lo que yo le pagaba en Londres, tenía que existir un motivo, y ese motivo era el dinero. Alguien de allí le pagaba más que yo. Lo cual significaba, por supuesto, otro hombre.

– El abogado.

– Se lo eché en cara pero ella lo negó. Debo admitir que un abogado corriente no se lo habría podido permitir, sin una fuente de ingresos independiente. Tenía que ser otro. Pero no dijo su nombre, por más que la amenacé. «Solo es durante el verano», insistía. Y yo seguía gritando «Me importa una mierda».

– Se pelearon.

– Ferozmente. Le retiré mi apoyo. Sabía que debería volver al servicio de acompañantes, o incluso a la calle, si quería conservar el dúplex cuando regresara a Londres, y estaba seguro de que no lo haría. Pero me equivoqué. Me dejó. Me resistí durante cuatro días a telefonearle, dispuesto a concederle cualquier cosa con tal de que volviera conmigo. Más dinero. Una casa. Dios, incluso mi apellido.

– Pero no volvió.

– Dijo que no le importaba volver a la calle. Como si tal cosa. Como si le hubiera preguntado qué le parecía Derbyshire. «Hemos impreso postales, y las de Vi ya están en la calle», dijo. «Las mías estarán listas cuando vuelva a la ciudad. No te guardo rencor por lo que ha pasado entre nosotros, Ady. En cualquier caso, Vi dice que el teléfono no para de sonar en todo el día, así que nos irá bien.»

– ¿La creyó?

– Le acusé de intentar volverme loco. Le insulté. Luego me disculpé. Se burló de mí por teléfono. Después la deseé con tal desesperación que no pude soportar la idea de lo que estaba dando al otro, fuera quien fuera. Volví a insultarla. Estúpido de mí. Pero deseaba que volviera con todas mis fuerzas. Habría hecho cualquier cosa… -Calló, como consciente de la interpretación que podía atribuirse a sus palabras.

– ¿El martes por la noche, sir Adrian? -preguntó Lynley.

– Yo no maté a Nikki, inspector. Habría sido incapaz de hacerle daño. No la veía desde junio. No habría podido contarle todo esto si no… Habría sido incapaz de hacerle daño.

– ¿El nombre de su club?

– Brooks. Quedé para cenar con un colega el martes. Estoy seguro de que él lo confirmará. Dios, no le diga que… Nadie lo sabe, inspector. Es algo entre Chloe y yo.

Y cualquiera a quien Nicola Maiden se lo hubiera contado, pensó Lynley ¿Qué significaría para sir Adrian Beattie tener suspendido sobre su cabeza, cual espada de Damocles, su secreto mejor guardado? ¿Qué haría si le amenazaban con sacarlo a la luz?

– ¿Le presentó Nicola a su compañera de piso?

– Sí. Cuando le entregué las llaves del dúplex.

– De modo que Vi Nevin, la compañera de piso, estaba enterada del acuerdo.

– Tal vez. No lo sé.

¿Para qué correr el peligro de que alguien lo supiera?, se preguntó Lynley. ¿Por qué permitir a una compañera de piso entrar en el juego, además de afrontar los peligros inherentes a que una desconocida conociera las tendencias sexuales que tanto podrían humillar a un hombre de la posición de Beattie?

Beattie leyó la pregunta en los ojos de Lynley.

– ¿Sabe lo que es desear con desesperación a una mujer? -preguntó-. ¿Con tanta desesperación que accederías a cualquier cosa con tal de poseerla? Así eran las cosas.

– ¿Dónde encajaba Terry Cole?

– No conozco a ningún Terry Cole.

Lynley intentó analizar la veracidad de su declaración. No lo logró. Beattie era un experto en mantener una expresión de inocencia. Y eso aumentaba las sospechas de Lynley.

Dio las gracias al cirujano por su tiempo. Nkata y él se marcharon, devolviendo a Beattie a los brazos de su familia. Irónicamente, el hombre no se había quitado su sombrero de capitán durante toda la entrevista. Lynley se preguntó si conservar ese sombrero le había amarrado con firmeza a su vida familiar, o solo era el símbolo vacío de una devoción que no sentía.

– Santo cielo -dijo Nkata, una vez en la calle-. En qué cosas se mete la gente, inspector.

– Humm. Sí -admitió Lynley-. Y de qué cosas se sale.

– ¿No cree su historia?

Lynley contestó de una forma indirecta.

– Habla con la gente de Brooks. Tendrán registros que demostrarán su presencia el martes por la noche. Después ve a Islington. Ya has visto a sir Adrian Beattie en carne y hueso. También has visto a Martin Reeve. Habla con la casera de Nicola Maiden, con los vecinos. A ver si alguien recuerda haber visto a uno de esos caballeros el nueve de mayo.

– Pide mucho, jefe. Hace cuatro meses de eso.

– Tengo una gran fe en tus poderes de investigación. -Lynley desconectó la alarma del Bentley-. Sube. Te dejaré en el metro.

– ¿Qué se adjudica usted?

– Vi Nevin. Si alguien puede confirmar la historia de Beattie, es ella.


Azhar no permitió que Barbara recorriera sola los setenta metros que distaba su casa. Corría el riesgo de ser atracada, violada, acosada o atacada por un gato con debilidad por los tobillos gruesos.

Metió a su hija en la cama, cerró con llave la puerta del piso y acompañó a Barbara. Le ofreció un cigarrillo. Ella lo aceptó y se detuvieron para encenderlo. La cerilla subrayó el contraste entre la piel de ambos cuando Barbara protegió la llama con una mano.

– Un vicio desagradable -comentó-. Hadiyyah no para de repetirme que lo deje.

– A mí también -dijo Azhar-. Su madre es, o al menos era, una antitabaco militante, y por lo visto Hadiyyah ha heredado no solo el rechazo de Angela hacia el tabaco sino su espíritu de cruzado.

Las palabras abarcaban todo cuanto Azhar había contado sobre la madre de su hija. Barbara quiso preguntarle si había informado a su hija de que su madre se había ido para siempre, o si todavía se aferraba al cuento de hadas de que Angela Weston se encontraba de vacaciones en Canadá, prolongadas ya durante casi cinco meses. Pero solo dijo:

– Ya. Tú eres su padre, y supongo que quiere conservarte durante unos años más.

Siguieron el sendero que conducía a su casa.

– Gracias por la cena, Azhar. Ha sido deliciosa. Cuando consiga superar la fase de las pizzas precocinadas, me gustaría devolverte el favor.

– Será un placer, Barbara.

Ella esperaba que regresara a su piso, una vez divisaron la pequeña vivienda, lo cual descartaba la posibilidad de que alguien la asaltara antes de llegar, pero Azhar continuó caminando a su lado, con su serenidad habitual.

Llegaron a la puerta. Barbara no la había cerrado con llave, y cuando la abrió Azhar frunció el entrecejo y comentó que era muy descuidada con su seguridad personal. Sí, dijo ella, pero su intención había sido pasar a verles un momento y disculparse con Hadiyyah por haber olvidado la clase de costura a la que había prometido asistir. No había pensado ni por un momento quedarse a cenar. Y gracias por la cena, a propósito. Eres un cocinero excelente. ¿O ya te lo había dicho?

Azhar no mencionó, como persona bien educada, que había ensalzado sus artes culinarias hacía un momento, tras lo cual insistió en que debía entrar para asegurarse de que ningún visitante indeseable se había colado en la ducha o bajo el sofá cama. Tras haber examinado la casa a su entera satisfacción, Azhar le aconsejó que cerrara la puerta con llave siempre que saliera. Pero tampoco se marchó. En cambio, echó un vistazo a la mesa de la cocina, donde Barbara había arrojado sus pertenencias después de llegar a casa del trabajo. Dichas pertenencias consistían en su bolso deforme y una carpeta de papel manila que contenía la lista de empleados de Soho Square 31-32, la copia de la autopsia que había entregado a St. James y el borrador del informe redactado para Lynley, con la información obtenida después de leer los expedientes del SO10 sobre Andy Maiden.

– La nueva investigación te tiene muy ocupada -dijo Azhar-. Debes de sentirte contenta por volver a trabajar con tus colegas.

– Sí. He tenido que esperar mucho. Regents Park y yo llegamos a conocernos más de lo que esperaba cuanto todo esto empezó.

Azhar dio una calada a su cigarrillo y la contempló fijamente a través del humo. A Barbara no le gustaba que la mirara de aquella forma. Era una mirada que siempre le hacía preguntarse qué sucedería a continuación.

– Gracias una vez más por la cena -dijo.

– Gracias por compartirla con nosotros. -Pero Azhar no dio señales de querer marcharse, y ella comprendió el motivo cuando él añadió-: Las letras A y D se refieren a un rango de la policía, ¿no es así?

Su corazón dio un vuelco. Deseaba evitar aquel tema, pero no se le ocurrió cómo hacerlo.

– Sí -dijo-, en líneas generales. Supongo que depende de la intención de esas cartas. Como Washington DC. No es un rango. Claro que tampoco se refiere a la policía. -Sonrió. Con excesiva alegría, decidió.

– Pero unido a tu nombre, AD significa agente detective. ¿No?

Maldita sea, pensó Barbara. Pero dijo:

– Oh, sí. Exacto.

– Entonces has sido degradada. Vi las letras en la nota que aquel caballero te dejó. Al principio pensé que era un error, pero como no has estado trabajando con el inspector Lynley…

– No siempre trabajo con el inspector, Azhar. A veces nos encargamos de diferentes aspectos del caso.

– Claro. -Pero Barbara se dio cuenta de que él no se tragaba su historia. O al menos, sospechaba que le ocultaba una parte-. Degradación. Pero no han reducido los efectivos de la policía, ¿verdad? Creo que me dijiste eso, ¿no? Si tal es el caso, parece que estás ocultando la verdad. Conmigo, al menos. Me pregunto por qué.

– No estoy ocultando nada, Azhar. Joder. No somos carne y uña, ¿verdad? -dijo Barbara, y descubrió que su rostro se sonrojaba a causa de la implicación de intimidad de sus palabras. Puta mierda, pensó. ¿Por qué conversar con aquel hombre se transformaba en un campo de minas?-. Quiero decir que no hablamos mucho de trabajo. Nunca lo hemos hecho. Tú das clases en la universidad. Yo deambulo por el Yard y trato de parecer indispensable.

– La degradación es algo muy grave en cualquier profesión. En este caso, supongo que es debido al tiempo que pasaste en Essex, ¿no? ¿Qué ocurrió allí, Barbara?

– Caramba. ¿Cómo has llegado a esa conclusión?

Azhar apagó el cigarrillo en un cenicero del que sobresalían al menos diez colillas de Players, como hortalizas en crecimiento. La miró fijamente.

– Mi suposición es correcta, ¿verdad? Te han castigado debido a tu trabajo en Essex en junio pasado. ¿Qué pasó, Barbara?

– Es una situación confidencial -respondió-. O sea, se trata de algo personal. ¿Por qué quieres saberlo?

– Porque me encuentro en un estado de confusión respecto a la legislación inglesa y me gustaría comprenderla mejor. ¿Cómo puedo ser útil a mi pueblo cuando se enfrenta a dificultades legales, si no entiendo bien cómo se aplican las leyes de tu país a quienes las quebrantan?

– Pero no se trata de quebrantamiento de la ley -dijo Barbara. Es solo una leve prevaricación, pensó. Al fin y al cabo, no la habían acusado de agresión o intento de asesinato, con lo cual había logrado convencerse de que no había vulnerado ninguna ley.

– No obstante, como eres mi amiga, al menos eso creo…

– Por supuesto que sí.

– Tal vez me ayudarás a comprender mejor tu sociedad.

Y una mierda, pensó Barbara. Azhar sabía más sobre la sociedad inglesa que ella, pero no podía conducir la discusión en una dirección de la cual sería complicado salir.

– No es importante -dijo-. Me peleé con la inspectora que dirigía el caso en Essex, Azhar. Estábamos en plena persecución. Y lo que un subordinado no debe hacer jamás en plena persecución es discutir las órdenes. Yo lo hice, y por eso perdí mi rango.

– Por cuestionar una orden.

– Suelo hacerlo más que la mayoría. Es una costumbre que aprendí en la escuela. Soy bajita. Me pierdo en una multitud si no consigo hacerme oír. Deberías oírme pedir una pinta de Bass en el Load of Hay cuando la gente está viendo por la tele un partido del Arsenal. Cuando utilicé el mismo método con la inspectora Barlow, no le hizo mucha gracia.

– Pero perdiste tu rango… Es una medida draconiana, desde luego. ¿Has servido de ejemplo? ¿No puedes recurrir? ¿No hay un sindicato o una organización que pueda representarte con suficiente agresividad para…?

– En situaciones como estas -interrumpió Barbara-, es mejor dejarlo correr. Pasar desapercibida, no complicar más las cosas. -Gimió para sus adentros, la Reina del Tópico-. En cualquier caso, con el tiempo todo se solucionará. Ya sabes.

Apagó su cigarrillo entre los demás y puso fin a la discusión. Esperó a que Azhar se despidiera.

– Hadiyyah y yo vamos a la playa mañana -fue lo que dijo, en cambio.

– Ya me lo ha dicho. Tiene muchas ganas. El parque de atracciones, sobre todo. Espera que triunfes en la pesca de muñecos, Azhar, de modo que será mejor que empieces a practicar con las tenazas.

Él sonrió.

– Pide muy poco. No obstante, parece que la vida le da mucho.

– Quizá sea esa la razón -señaló Barbara-. Si no te pasas el tiempo deseando algo concreto, lo que encuentras al final ya te va bien.

– Sabias palabras -admitió Azhar.

Filosofía barata, pensó ella. Sacó de la carpeta la lista de nombres de Soho Square. El deber es el deber, dio a entender su gesto. Y Azhar era un experto en extraer deducciones de mensajes gestuales.


El desplazamiento desde el hogar de sir Adrian Beattie hasta el dúplex de Vi Nevin fue poco más que un paseo por Fulham Road, con un tráfico muy poco denso. Lynley no tardó mucho, pero sí lo suficiente para reflexionar sobre las revelaciones de Beattie y lo que sentía acerca de dichas revelaciones. Después de tantos años en el DIC, comprendió que era absurdo meditar sobre lo que sentía acerca de las revelaciones de alguien, y menos las de sir Adrian, pero no podía evitarlo. Justificó la dirección de sus pensamientos considerándolos como naturales: la perversión sexual era tan peculiar como un gato de dos cabezas. Aunque uno se estremeciera al contemplar semejante anomalía, seguía mirándola.

Y eso era lo que estaba haciendo: primero contemplar el comportamiento perverso debido a su condición anómala, y después evaluar la posibilidad de que la perversión sexual fuera el detalle relevante que le permitiera descubrir al asesino de Nicola Maiden. El único problema que encontraba al intentar servirse de la perversión sexual para descubrir a un asesino era que estaba siendo incapaz de avanzar más allá de la mera presencia de la perversión.

¿Por qué?, se preguntó. ¿Le fascinaba? ¿La condenaba? ¿Le intrigaba, atraía, seducía? ¿Qué?

No supo decirlo. Sabía que existía, por supuesto, lo que alguien llamaría el lado oscuro del deseo. Era consciente de algunas de las teorías en que los estudiosos de la psique la explicaban. Según a qué escuela de pensamiento deseara uno adscribirse, el sadomasoquismo podía considerarse una blasfemia erótica nacida del inconformismo sexual; un vicio de la clase alta producto de haber pasado los años de formación en internados donde los castigos corporales estaban a la orden del día, y cuanto más ritualizados mejor; una reacción desafiante a una educación rígidamente conservadora; una expresión de odio personal hacia la simple posesión de impulsos sexuales; o el único medio de acceder a la intimidad sexual para aquellos cuyo terror a la intimidad era más poderoso que su deseo de superarlo. Lo que ignoraba era por qué, en aquel preciso momento, la idea de la perversión le estaba obsesionando. Y no saberlo torturaba su mente.

¿Qué tiene que ver todo esto con el amor?, había querido preguntar Lynley al cirujano. ¿Qué tenía que ver ser golpeado, envilecido y humillado con el inefable (sí, de acuerdo, era absurdamente romántico, pero quería utilizar el adjetivo) y trascendente goce resultante del acto de poseer y ser poseído por otra persona? ¿Acaso no era ese goce el resultado al que aspiraban los miembros de la pareja cuando iniciaban el coito? ¿Tal vez él era un recién casado demasiado novato para analizar lo que pasaba por devoción entre adultos conscientes? ¿El sexo tenía algo que ver con el amor? ¿Era necesario, por cierto? ¿Quizá la equivocación fundamental de todo el mundo era conceder importancia a una función corporal tan vulgar como lavarse los dientes?

Claro que todo eran sofismas. No es necesario lavarse los dientes, ni siquiera se experimenta esa necesidad. Y es sentir una necesidad, la lenta ebullición de una tensión, primero sutil y al final imposible de ignorar, lo que revela la verdad sobre la vida. Porque es la sensación de esa necesidad la que conduce a un ansia que exige gratificación. Y es el deseo de gratificación lo que impele a abjurar de todo aquello que impide la consumación. Por el objetivo de gratificar la pasión se deja de lado honor, responsabilidad, tradición, fidelidad y deber. ¿Por qué? A causa del deseo.

Si se remontaba más de veinte años en el tiempo, era fácil ver cómo el deseo había desgarrado a su propia familia. O al menos, él había permitido que el deseo, que solo había comprendido a medias en aquel momento, la desgarrara. El honor había encadenado a su madre a su padre. La responsabilidad y la tradición la habían atado al hogar familiar y a los más de doscientos cincuenta años de condesas Asherton que habían supervisado su mantenimiento y gloria. El deber había exigido que se preocupara de la precaria salud de su marido y el bienestar de sus hijos. Y la fidelidad había exigido que lo hiciera todo sin reconocer, de manera abierta o privada, que tal vez deseara algo diferente, o al menos algo más, que el lote que había elegido a los dieciocho años. Había aguantado todo hasta que la enfermedad empezó a hacer mella en su marido. Incluso entonces había logrado continuar con la vida que siempre había conocido la familia, hasta que el mismo hecho de aguantar, de tener que interpretar un papel en lugar de ser capaz de vivirlo, la había impulsado a anhelar ser rescatada. Y el rescate había llegado, al menos de forma temporal.

«Zorra, puta, ramera», la había llamado él, su hijo. Y la habría abofeteado (a la madre a quien adoraba), si ella no le hubiera abofeteado antes, con una violencia, una frustración y una ira que proporcionó al golpe una fuerza capaz de partirle el labio.

¿Por qué había reaccionado con tanta violencia cuando se enteró de su infidelidad?, se preguntó Lynley, mientras frenaba para esquivar a un grupo de ciclistas que estaban doblando a la derecha por North End Road. Les miró sin verlos, con sus cascos y pantalones de licra, y meditó sobre la pregunta, no solo por lo que revelaba sobre su adolescencia, sino por lo que la respuesta implicaba acerca del caso que le ocupaba. La respuesta, decidió, estaba relacionada con el amor y con las expectativas, insidiosas y a menudo irracionales, que siempre parecían acompañar al acto de amar. Con cuánta frecuencia deseamos que el objeto del amor sea una extensión de nosotros, pensó. Y cuando eso no ocurre, porque es imposible, nuestra frustración exige que actuemos para aliviar el torbellino que sentimos.

Pero cayó en la cuenta de que estaba apareciendo más de un tipo de torbellino en las relaciones que Nicola Maiden había sostenido. Si bien el deseo frustrado desempeñaba un papel importante en su vida, y muy posiblemente en su muerte, no podía pasar por alto el lugar ocupado por los celos, la venganza, la avaricia y el odio. Aquellas pasiones enfermizas causaban torbellinos. Cualquiera de ellas podía haber empujado a alguien al asesinato.

Lynley descubrió que Rostrevor Road estaba un kilómetro al sur de Fulham Broadway, y que la puerta del edificio de Vi Nevin estaba abierta. Una nota escrita a mano pegada a la jamba explicaba el motivo, así como el ruido procedente de un piso de la planta baja, cuya puerta también estaba abierta. «Antro de Tildy y Steve al fondo» eran las palabras escritas con rotuladores de diversos colores en una hoja de papel grueso. «¡Id a fumar fuera, por favor!» constaba más abajo.

El ruido procedente del interior era considerable. Los participantes en la fiesta estaban disfrutando de los dudosos talentos musicales de un grupo inidentificable de hombres que aconsejaban con voces guturales a los miembros de su sexo utilizarla, maltratarla, poseerla y perderla, todo con el acompañamiento de percusión y metales. Lynley decidió que la combinación no sonaba muy tierna. Se estaba haciendo viejo y, ay, más anticuado de lo que pensaba. Se dirigió hacia la escalera y empezó a subir.

Las luces del pasillo se encendían con un temporizador cuyo botón estaba al pie de la escalera. Había ventanas en el rellano, pero como ya había oscurecido no lograban disipar las tinieblas que invadían la planta superior. Lynley apretó el botón y caminó hacia la puerta de Vi Nevin.

No había querido contarle la verdad sobre la forma en que había conocido a Nicola Maiden. No había querido decirle el nombre del hombre que había pagado el piso en que vivían. Sin duda, podría revelar muchas más cosas si se le aplicaba la presión psicológica apropiada.

Lynley se sentía apto para la tarea. Aunque Vi Nevin no era idiota, y sería difícil engañarla para que revelara información, también vivía al borde de la ilegalidad y, al igual que Reeve, accedería a llegar a un compromiso con tal de seguir en el negocio.

Llamó con los nudillos a la puerta y luego con la aldaba de latón, de modo que ella pudiese oír su llamada pese a la música y los gritos de la fiesta que se celebraba en la planta baja. Sin embargo, no hubo respuesta. Era una noche de fin de semana, y probablemente Vi Nevin estaba atendiendo a un cliente o comprometida de otra forma. Así pues, Lynley sacó una de sus tarjetas, se caló las gafas y extrajo una pluma para dejar una nota. Escribió y devolvió la pluma al bolsillo. Pegó la tarjeta en la puerta a la altura del pomo.

Y entonces la vio.

Sangre. Una inconfundible huella de pulgar en el pomo. Una segunda mancha unos veinte centímetros más arriba, que se elevaba en ángulo desde la jamba.

– Mierda. -Lynley utilizó el puño contra la puerta-. ¿Señorita Nevin? -gritó-. ¡Vi Nevin!

No hubo respuesta. No se oyó ningún ruido en el interior.

Lynley extrajo una tarjeta de crédito de su cartera y la aplicó a la vieja cerradura Banham.

Загрузка...