6

Ya había oscurecido cuando se internaron en Chart Street, en la zona de Shoreditch, y buscaron aparcamiento junto a una acera invadida por Vauxhalls, Opels y Volkswagens. Barbara había sentido un nudo en el estómago cuando Nkata la había guiado hasta el esbelto coche plateado de Lynley, una posesión tan preciada para el inspector que el hecho de haber entregado las llaves a un subordinado denotaba claramente su confianza en él. Ella había recibido aquel llavero en solo dos ocasiones, pero bastante después de haber trabajado por primera vez como compañera del inspector. De hecho, cuando reflexionó sobre su asociación con Lynley, descubrió que era incapaz de imaginarle entregando esas llaves a la persona que ella era cuando trabajaron juntos por primera vez en una investigación. Que las hubiera cedido a Nkata con tanta facilidad hablaba con elocuencia sobre la naturaleza de su relación.

Estupendo, pensó con resignación, así son las cosas. Escrutó el barrio que estaban atravesando, en busca de la dirección que la DVLA había facilitado como perteneciente al dueño de la moto encontrada cerca del lugar de los hechos, en Derbyshire.

Como muchos distritos similares de Londres, Shoreditch había padecido etapas de decadencia, pero aún no se daba por vencido. Era una zona muy poblada que comprendía un estrecho apéndice de tierra, el cual colgaba del cuerpo principal de Hackney, en el nordeste de Londres. Como constituía una de las fronteras de la City, parte de Shoreditch había sido invadida por el tipo de instituciones económicas que uno esperaba encontrar únicamente dentro del amurallado recinto romano de la antigua Londres. Otras partes habían sido conquistadas por el desarrollo industrial y comercial. No obstante, todavía sobrevivían vestigios de las aldeas de Haggeston y Hoxton, ya engullidas, aunque algunos de esos vestigios adoptaban la forma de placas conmemorativas que indicaban los lugares donde los Burbage [5] habían establecido su negocio teatral, y donde estaban enterrados los socios de William Shakespeare.

Chart Street parecía resumir la historia del barrio en una sola calle. Formaba un ángulo agudo que se extendía entre Pitfield Street y East Road, y albergaba tanto establecimientos comerciales como residencias. Algunos edificios eran bonitos, modernos y nuevos, y en consecuencia simbolizaban la abundancia de la City. Otros esperaban ese milagro de los barrios de Londres, el aburguesamiento, capaz de transformar una calle sencilla de pisos de alquiler en un paraíso yuppie en cuestión de pocos años.

La dirección proporcionada por la DVLA les condujo hasta una hilera de casas pareadas que, en apariencia, se hallaban en una fase intermedia entre el desmoronamiento y la renovación. La casa era de ladrillo, y si bien el enmaderado pedía a gritos una capa de pintura nueva, en las ventanas colgaban cortinas blancas que, al menos desde el exterior, parecían limpias y planchadas.

Nkata encontró aparcamiento frente al pub Marie Lloyd. Maniobró el Bentley con la clase de concentración que, imaginó Barbara, dedicaba un neurocirujano al cráneo abierto de un paciente. Abrió la puerta y bajó la tercera vez que el AD enderezó meticulosamente el coche. Encendió un cigarrillo y dijo:

– Puta mierda, Winston. A este paso nos haremos viejos aquí. Venga ya.

Nkata emitió una risita afable.

– Te he concedido tiempo para sucumbir a tu vicio.

– Gracias, pero no necesito fumar el paquete entero.

Una vez hubo aparcado el coche a su plena satisfacción, Nkata bajó, lo cerró con llave y conectó la alarma. Comprobó las puertas antes de reunirse con Barbara. Caminaron hacia la casa, mientras Barbara fumaba y Nkata meditaba. Se detuvieron ante la puerta amarilla. Barbara pensó que Nkata le estaba concediendo tiempo para terminar el cigarrillo, de modo que se llenó de nicotina antes de emprender una tarea que podía resultar desagradable, tal como era su costumbre.

Sin embargo, cuando tiró por fin la colilla al suelo, Nkata siguió sin moverse.

– ¿Y bien? -preguntó Barbara-. ¿Vamos a entrar? ¿Qué pasa?

– Es mi primera vez -se limitó a contestar Nkata.

– ¿La primera vez de qué? Ah, ¿la primera vez que eres portador de malas noticias? Bien, desengáñate. Nunca resulta fácil.

Nkata sonrió con tristeza.

– Es curioso cuando lo piensas -dijo en voz baja, y un acento caribeño afloró en la última palabra.

– ¿Cuando piensas qué?

– En las muchas veces que mi madre pudo recibir una visita similar de la bofia. Si yo hubiera seguido el camino que llevaba.

– Sí, bueno… -Barbara señaló la puerta y subió el único peldaño-. Todos tenemos alguna mancha en nuestra hoja de servicios, Winnie.

El tenue llanto de un niño se filtraba por las grietas del quicio. Cuando Barbara tocó el timbre, el llanto se intensificó, y la voz atormentada de una mujer dijo:

– Shhh. Ya está bien. Shhh. Darryl, ya lo has dejado claro. -Y preguntó a través de la puerta-. ¿Quién es?

– Policía -contestó Barbara-. ¿Podemos hablar?

Al principio no hubo respuesta, aparte de los berridos de Darryl, a quien nada inmutaba. Luego, la puerta se abrió y apareció una mujer con un niño apoyado en la cadera. Estaba frotándole la nariz al bebé contra el cuello de la bata verde que llevaba. Sobre el pecho izquierdo estaba bordado «Camino de rosas», y el nombre «Sal» debajo.

Barbara sacó su placa y se la enseñó a Sal, cuando una mujer más joven bajó corriendo la estrecha escalera que nacía a unos tres metros de la entrada. Tenía el cabello mojado.

– Lo siento, mamá -dijo-. Dámelo. Gracias por el descanso. Lo necesitaba. Darryl, ¿qué te pasa, cariño?

– Pa -sollozó Darryl, y extendió una mano mugrienta hacia Nkata.

– Quiere a su papá -comentó Nkata.

– No creo que ese cabrón le interese para nada -murmuró Sal-. Da un beso a tu abuelita, corazón -dijo a Darryl, que no se avino a razones. Sal le besó ruidosamente en la mejilla-. Es la tripa otra vez, Cyn. Le he preparado un biberón de agua caliente. Está en la cocina. Acuérdate de envolverlo con una toalla antes de dárselo.

– Gracias, mamá. Eres un sol -dijo Cyn. Se alejó por el pasillo en dirección a la parte posterior de la casa, con el niño apoyado en la cadera.

– ¿Qué quieren? -Sal paseó la vista entre Barbara y Nkata, sin moverse de su sitio. No les había invitado a entrar, ni pensaba hacerlo-. Pasan de las diez. Supongo que ya lo saben.

– ¿Podemos entrar, señora…? -dijo Barbara.

– Cole -dijo la mujer-. Sally Cole. Sal.

Se apartó de la puerta y les examinó cuando atravesaron el umbral. Cruzó los brazos. A la luz más generosa de la entrada, Barbara vio que se había hecho mechas rubio platino a cada lado de la cara, y que llevaba el pelo corto, justo por debajo de las orejas. Lo cual destacaba unas facciones irregulares e incongruentes: frente despejada, nariz ganchuda, boca diminuta en forma de pimpollo.

– No puedo soportar las intrigas, de modo que hablen de una vez.

– ¿Podríamos…?

Barbara movió la cabeza hacia una puerta que se abría a la izquierda de la escalera. Parecía dar acceso a la sala de estar, aunque la estancia estaba dominada por un amplio y curioso arreglo de utensilios de jardinería que se alzaba en el centro: un rastrillo al que faltaban la mitad de las púas, una azada con el borde curvado hacia adentro y una pala roma formaban un tipi sobre un extirpador, cuyo mango estaba partido por la mitad. Barbara lo observó con curiosidad y se preguntó si estaría relacionado con la manera de vestir de Sal Cole: la bata verde y las palabras bordadas sugerían una profesión relacionada con lo floral, cuando no hacia la agricultura.

– Mi Terry es escultor -informó Sal, al tiempo que se paraba junto a Barbara-. Así se gana la vida.

– ¿Herramientas de jardinería? -preguntó Barbara.

– Tiene una pieza con tijeras de podar que me dan ganas de llorar. Mis dos hijos son artistas. Cyn está haciendo un cursillo de diseñadora de modas. ¿Vienen por algo relacionado con mi Terry? ¿Se ha metido en algún lío? Díganmelo sin rodeos.

Barbara miró a Nkata, por si quería hacer los dudosos honores. Se tocó la cicatriz de su mejilla, como si le hubiera empezado a doler.

– ¿Terry no está en casa, señora Cole? -preguntó Barbara.

– No vive aquí -respondió Sal, y explicó que compartía vivienda y estudio en Battersea con una chica llamada Cilla Thompson, también artista-. No le habrá pasado nada a Cilla, ¿verdad? No estarán buscando a Terry a causa de Cilla, ¿no? Solo son amigos. Si le han hecho una cara nueva otra vez, será mejor que hablen con ese novio que tiene, no con mi Terry. Terry sería incapaz de matar a una mosca, ni aunque le estuviera mordiendo. Es un buen chico, siempre lo ha sido.

– ¿Hay un…? Bueno, ¿hay un señor Cole?

Si iban a decir a la mujer que su hijo quizá había muerto, Barbara deseaba que otra presencia, en teoría más fuerte, asimilara el golpe.

La mujer resopló.

– El señor Cole, cuando lo era, nos hizo un numerito digno de Houdini cuando Terry tenía cinco años. Prefirió irse con un par de gatitas a Folkestone, y ahí se acabó el padre de familia. ¿Por qué? -Su voz sonó más ansiosa-. ¿Para qué han venido?

Barbara hizo una señal a Nkata. Al fin y al cabo, había vuelto a Londres para localizar a la mujer, si era necesario. Le tocaba a él dar la noticia de que el cadáver no identificado podía ser el de su hijo. Empezó con la Triumph. Sal Cole confirmó que su hijo tenía una moto de esa marca, lo cual la condujo a la lógica pregunta de si había sufrido un accidente de tráfico, y preguntó a qué hospital le habían llevado. Barbara deseó que la noticia fuera tan sencilla como una colisión en la autopista.

Pero las cosas no eran tan fáciles. Nkata se había acercado a una repisa repleta de fotografías, encima de un hueco poco profundo, receptáculo en otro tiempo de un hogar. Levantó una de las fotos con marco de plástico, y su expresión reveló a Barbara que acompañar a la señora Cole hasta Derbyshire sería una pura formalidad. Al fin y al cabo, Nkata había visto fotos del cadáver, cuando no el propio cadáver. Y si bien en ocasiones las víctimas de un asesinato se parecían poco a como eran en vida, un observador atento podía efectuar una identificación mediante una fotografía.

Por lo visto, ver la foto proporcionó a Nkata el valor suficiente para relatar la historia, lo cual hizo con una sencillez y delicadeza que impresionó a Barbara.

Se había producido un doble homicidio en Derbyshire, informó Nkata a la señora Cole. Las víctimas eran un joven y una mujer. Habían encontrado en las cercanías la moto de Terry, y el joven en cuestión tenía cierto parecido con la foto de la repisa. Podía ser una casualidad que hubieran encontrado la moto de Terry cerca del lugar de los hechos, por supuesto, pero la policía necesitaba que alguien fuese a Derbyshire para identificar el cuerpo. La señora Cole podía ser esa persona. O si creía que podía ser demasiado traumático, otra persona, tal vez la hermana de Terry… La señora Cole debía decidir. Nkata dejó en su sitio la fotografía.

Sal le miró, estupefacta.

– ¿Derbyshire? -dijo-. No, no lo creo. Mi Terry está trabajando en un proyecto en Londres, un proyecto que le dará mucho dinero. Un encargo que le roba casi todo el tiempo. Por eso no pudo venir a comer el domingo, como de costumbre. Está loco por nuestro pequeño Darryl. No se perdería una tarde de domingo con él. Pero el encargo… Terry no pudo venir por culpa del encargo. Eso dijo, al menos.

Su hija se reunió con ellos, se había puesto un chándal azul y estirado el pelo hacia atrás.

– ¿Qué pasa, mamá? Estás pálida como un cadáver. Siéntate o te desmayarás.

– ¿Dónde está el chiquillo? ¿Dónde está nuestro pequeño Darryl?

– Se ha calmado. El agua caliente le ha sentado de maravilla. Venga, mamá. Siéntate de una vez.

– ¿Lo envolviste con una toalla como te dije?

– El bebé está bien. -Cyn se volvió hacia Barbara y Nkata-. ¿Qué ha pasado?

Nkata se lo explicó sucintamente. La joven escuchó y luego agarró el mango de la azada que formaba parte de la escultura.

– Este encargo iba a tener el triple de este tamaño. Él me lo dijo.

Se acercó a una butaca raída y rellena en exceso, rodeada de juguetes. La joven cogió uno: un pájaro amarillo que apretó contra su pecho.

– ¿Derbyshire? -dijo con incredulidad-. ¿Qué coño haría nuestro Terry en Derbyshire? Debió de prestar la moto a alguien, mamá. Cilla lo sabrá. Vamos a telefonearle.

Marcó los números en un teléfono que descansaba sobre una mesa achaparrada al pie de la escalera.

– ¿Eres Cilla Thompson? Soy Cyn Cole, la hermana de Terry… Sí… Ah, muy bien. Menudo monstruo. Siempre nos tiene pendientes de él. Escucha, Cilla, ¿está ahí Terry? Oh. ¿Sabes adonde fue? -Dirigió una sombría mirada a su madre-. Bien, pues… No. Ningún mensaje. Si aparece dentro de una hora o así, dile que me llame a casa, ¿de acuerdo?

Colgó.

Sal y Cyn se comunicaron en silencio, como sucede con las mujeres acostumbradas a convivir juntas.

– Se ha dedicado a ese proyecto en cuerpo y alma -dijo Sal en voz baja-. Dijo: «Esto dará vida al Arte del Destino. Ya lo verás, mamá.» No entiendo por qué se fue.

– ¿El arte del destino? -preguntó Barbara.

– Su galería. Así quiere llamarla: El Arte del Destino -aclaró Cyn-. Siempre ha querido tener una galería para exponer artistas modernos. Iba a estar, va a estar, en la orilla sur, cerca de Hayward. Es su sueño. Mamá, quizá sea una falsa alarma. Puede que no sea nada. -Pero su voz sonó como si solo deseara auto- convencerse.

– Necesitaremos la dirección -dijo Barbara.

– La galería todavía no existe -contestó Cyn.

– Del piso de Terry -aclaró Nkata-. Y del estudio que comparte.

– Pero acaban de decir… -Sal no terminó el comentario.

El silencio cayó sobre ellos. El motivo era evidente para todos: lo que tal vez no era nada podía convertirse en lo peor para una familia como los Cole.

Cyn fue en busca de la dirección exacta.

– Vendré a buscarla por la mañana, señora Cole -dijo Nkata-. Pero si Terry telefonea esta noche, llámeme al busca. ¿De acuerdo? A la hora que sea. Llámeme al busca.

Escribió el número en una hoja que arrancó de su libreta y se la entregó a Sal. La hermana de Terry regresó con la información sobre su hermano y se la dio a Barbara. Había dos direcciones anotadas junto a las palabras «piso» y «estudio». Ambas estaban en Battersea. Las memorizó, por si acaso, y entregó el papel a Nkata. Este le dio las gracias con un gesto y lo guardó en el bolsillo. Dijo la hora en que pasaría a recoger a la mujer, y los dos agentes se encontraron de nuevo en la noche.

Un tenue viento soplaba en la calle. Una bolsa de plástico y un vaso de Burger King rodaban por la acera. Nkata desconectó la alarma del coche pero no abrió la puerta, sino que miró a Barbara por encima del techo, y después a la casa de aspecto sombrío que había al otro lado de la calle. Su cara era la viva imagen de la tristeza.

– ¿Qué pasa? -preguntó Barbara.

– Les he estropeado la noche. Ya no podrán dormir. Tendría que haber venido por la mañana. ¿Por qué no lo pensé? No habríamos podido regresar esta noche a Derbyshire. Estoy hecho polvo. ¿Por qué me precipité a venir, como si fuera a extinguir un incendio? Han de ocuparse del niño, y las he desvelado.

– No tuviste elección -dijo Barbara-. Si hubieras esperado hasta mañana, probablemente no hubieras encontrado a ninguna de las dos. Se habrían ido al trabajo y el colegio, y habrías perdido un día. No le des más vueltas, Nkata. Has hecho lo que debías hacer.

– Es él -dijo-. El tío de la foto. El que fue apuñalado.

– Ya me lo imaginaba.

– Ellas no quieren creerlo.

– ¿Y quién querría? -dijo Barbara-. Es el adiós definitivo sin la menor posibilidad de decirlo. No hay nada más jodido que eso.


Lynley eligió Tideswell. Un pueblo de piedra caliza que trepaba por dos laderas opuestas, situado a mitad de camino entre Buxton y Padley Gorge. Hospedarse en el hotel Black Angel, con su agradable panorámica de la iglesia parroquial y el verde circundante, le proporcionaría durante la investigación fácil acceso tanto a la comisaría como a Maiden Hall. Y a Calder Moor, en caso necesario.

El inspector Hanken aprobó la idea de Tideswell. Enviaría un coche a recoger a Lynley por la mañana, si su subordinado aún no había regresado de Londres.

Hanken se había amansado bastante durante las horas que habían pasado juntos. En el bar del Black Angel, Lynley y él dieron cuenta de sendos whiskies antes de la cena, una botella de vino para acompañarla y un coñac después, lo cual contribuyó a la causa.

El whisky y el vino evocaron en Hanken las batallitas profesionales tan habituales entre los policías: peleas con superiores, investigaciones torcidas en el último momento, casos desagradables en que había participado contra su voluntad. El coñac provocó revelaciones personales.

El inspector de Buxton sacó la fotografía familiar que había enseñado antes a Lynley y la examinó durante un rato antes de hablar. Mientras seguía con el dedo índice el contorno de su hijo, pronunció la palabra «hijos», y explicó que un hombre cambiaba para siempre en cuanto depositaban un recién nacido en sus brazos. Tal vez no lo parecía, pues esas cosas eran más propias de mujeres, ¿verdad?, pero así era. Y el resultado de ese cambio era un poderosísimo deseo de proteger, de cerrar todas las escotillas, de vigilar todas las rutas de acceso al corazón de la casa. De modo que, perder un hijo pese a tantas precauciones… era un infierno inimaginable para él.

– Algo que Andy Maiden está experimentando en este momento -comentó Lynley.

Hanken le miró. Y a continuación le confió que Kathleen era la luz de su vida. Supo que quería casarse con ella el mismo día que la conoció, pero había tardado cinco años en convencerla. ¿Cómo había sido en el caso de Lynley y su mujer?

El matrimonio, su esposa y los hijos eran los últimos temas que Lynley deseaba abordar. Así que los esquivó con habilidad, aduciendo inexperiencia.

– Soy un marido demasiado novato para poder contar algo interesante -dijo.

Pero descubrió que no podía eludir el tema cuando estuvo a solas con sus pensamientos en la habitación del hotel. De todos modos, en un intento por alejarlos, o al menos posponerlos, se acercó a la ventana. La abrió unos centímetros y procuró soportar el intenso olor a moho que impregnaba el aire. Sin embargo, tuvo tanto éxito en esto como en intentar no fijarse en la cama, con su mullido colchón y su edredón rosa, cuya sábana de imitación de raso prometía una noche de dura batalla para no resbalar al suelo. Al menos, la habitación estaba equipada con una tetera eléctrica, observó con aire sombrío, una cestita de mimbre con bolsitas de té, siete minienvases de leche, un paquete de azúcar y dos galletas de mantequilla. También tenía un cuarto de baño que carecía de ventana y contaba con una vieja bañera, iluminado por una sola bombilla desnuda y de tanta potencia como una vela. Podría haber sido peor, se dijo. Pero no estaba seguro de cómo.

Cuando ya no pudo seguir evitándolo, echó un vistazo al teléfono, que descansaba sobre una mesilla con patas de hierro contigua a la cama. Debía a Helen una llamada, al menos para darle su dirección, pero se resistía a coger el auricular. Meditó sobre el motivo.

Desde luego, Helen estaba mucho más equivocada que él. Tal vez había perdido los estribos con ella, pero Helen había cruzado una línea al defender a Barbara Havers. Por ser su esposa, se suponía que debía defenderle a él. Podría haber preguntado por qué había elegido a Winston Nkata como compañero y no a Barbara Havers, en lugar de iniciar una discusión con el propósito de que cambiara una decisión que se había visto obligado a tomar.

Claro que, tras reflexionar, recordó que Helen había iniciado la conversación preguntándole por qué había elegido a Nkata. Fueron sus sucesivas respuestas las que transformaron una discusión razonable en una trifulca. Sin embargo, él había reaccionado así porque ella le había provocado una sensación marital, cuando no moral, de indignación. Las preguntas de Helen implicaban una alianza con alguien cuyas acciones no podían justificarse. Que le pidieran a él que justificara sus acciones, que eran razonables, admisibles y comprensibles, era más que irritante.

La policía funcionaba porque sus agentes se ceñían a una firme cadena de mando. Los oficiales superiores alcanzaban su rango demostrando, entre otras cosas, que eran capaces de trabajar bajo presión. Con una vida en juego y un sospechoso que huía, la superiora de Barbara Havers había tomado una decisión en una fracción de segundo e impartido unas órdenes tan diáfanas como razonables. El hecho de que Havers hubiera desobedecido esas órdenes ya era bastante grave, pero que tomara la responsabilidad en sus manos era mucho peor. Sin embargo, arrogarse el poder mediante la utilización de un arma de fuego era algo muy grave. No se trataba de una simple violación de las normas. Era una burla de todo aquello que defendían. ¿Por qué no lo había comprendido Helen?

«Estas cosas nunca son en blanco y negro, Tommy.» El comentario de Malcolm Webberly cruzó por su mente como una contestación a su pregunta. Pero Lynley no estaba de acuerdo con el superintendente. Creía que algunas cosas sí lo eran.

En cualquier caso, no podía olvidar que debía a su mujer una llamada telefónica. No era preciso que continuaran la discusión. Pero podía disculparse por haber perdido los estribos.

En lugar de Helen, sin embargo, se encontró hablando con Charlie Denton, el joven y frustrado actor de teatro que interpretaba el papel de mayordomo en la vida de Lynley, cuando no estaba rondando por el puesto de venta de entradas a mitad de precio de Leicester Square. La condesa no estaba en casa, le informó Denton, y Lynley adivinó lo mucho que a aquel hombre enloquecedor le gustaba llamar a Helen por su título nobiliario. Había telefoneado a eso de las siete desde la casa del señor St. James, continuó Denton, y dijo que la habían invitado a cenar. Aún no había regresado. ¿Deseaba su señoría…?

Lynley le interrumpió al punto.

– Ya basta, Denton.

– Lo siento. -El joven lanzó una risita y abandonó todo servilismo burlón-. ¿Quiere dejarle un mensaje?

– La localizaré en Chelsea -contestó Lynley, pero de todos modos dio el número del Black Angel a Denton.

No obstante, cuando telefoneó a casa de St. James descubrió que Helen y la mujer de St. James se habían ido después de cenar. Se quedó charlando con su viejo amigo.

– Estaban hablando de una película -dijo St. James-. Tuve la impresión de que era algo romántico. Helen dijo que le apetecía una velada viendo a norteamericanos revolcándose sobre colchones con cuerpos esculpidos, pelo elegante y dientes perfectos. Me refiero a los norteamericanos, no a los colchones, claro.

– Entiendo.

Lynley dio a su amigo el número del hotel, con el mensaje para Helen de que le telefoneara si llegaba a una hora razonable. Aún no habían tenido oportunidad de hablar antes de su partida hacia Derbyshire, dijo a St. James. Incluso a sus oídos sonó como una explicación muy endeble.

St. James dijo que se lo diría. ¿Cómo iba por Derbyshire?, preguntó a su amigo. Era una invitación tácita a comentar el caso. St. James nunca haría una pregunta directa. Sentía demasiado respeto por las normas tácitas que presidían una investigación policiaca.

Lynley descubrió que tenía ganas de hablar con su viejo amigo. Pasó revista a los hechos: las dos muertes, los diferentes medios de ejecutarlas, la ausencia de una de las armas, la falta de identificación del muchacho, las cartas anónimas compuestas con letras y palabras recortadas, la sugerencia garrapateada de que «Esta puta se ha llevado su merecido».

– Aporta una firma al crimen -concluyó Lynley-, aunque Hanken opina que la nota podría formar parte de un subterfugio.

– ¿Una maniobra de diversión por parte del asesino?

– Exacto.

– ¿Quién?

– Andy Maiden, si haces caso de los razonamientos de Hanken.

– ¿El padre? Eso es un poco fuerte. ¿Por qué Hanken apunta en esa dirección?

– No iba por ahí al principio. -Lynley resumió la entrevista con los padres de la chica muerta, lo que se había dicho y lo que había salido a la luz de manera inadvertida-. Así que Andy cree que existe una relación con el SO10.

– ¿Tú qué piensas?

– Como todo lo demás, hay que comprobarlo, pero Hanken no confió en nada de lo que dijo después de averiguar que Andy había ocultado información a su mujer.

– Tal vez solo intentaba protegerla -dijo St. James-. Es razonable que un hombre haga eso por la mujer que ama. Y si en realidad intentaban construir un subterfugio, ¿no os habrían dirigido a pensar en el muchacho?

Lynley coincidió con él.

– Existe un vínculo real entre ambos, Simon. Parece una relación muy estrecha.

St. James guardó silencio un momento. Alguien pasó por el pasillo, delante de la puerta de Lynley. Una puerta se cerró sin hacer ruido.

– En ese caso, hay otra forma de considerar el hecho de que Andy intentara proteger a su mujer, ¿verdad, Tommy?

– ¿Cuál?

– Puede que lo hiciera por otra razón. La peor posible, de hecho.

– ¿Medea en Derbyshire? -aventuró Lynley-. Eso es terrorífico. Cuando las madres matan, los niños suelen ser pequeños. Si las cosas van por ahí, tendré que descubrir un motivo.

– Medea habría dicho que ella tenía uno.


Nan Maiden nunca habría creído que algún día anhelaría algo tan tópico como la huida de casa de una adolescente en un arrebato de cólera. En el pasado, cuando Nicola desaparecía, su madre reaccionaba de la única forma que sabía: con una mezcla de miedo, ira y desesperación. Telefoneaba a las amigas de la muchacha, alertaba a la policía, salía a las calles a buscarla. No era capaz de otra cosa hasta saber que su hija se encontraba a salvo.

Que Nicola desapareciera en las calles de Londres siempre aumentaba la preocupación de Nan. Porque en las calles de Londres podía suceder cualquier cosa. Una adolescente podía ser violada, atraída al mundo de las drogas, apalizada, mutilada.

Había una posibilidad que Nan nunca tenía en cuenta cuando su hija desaparecía: que la hubieran asesinado. Era una idea insoportable. No porque el asesinato no se cebara en chicas jóvenes, sino porque si se producía el asesinato de Nicola, su madre no sabía cómo podría seguir viviendo.

Y ahora había sucedido. No durante los tempestuosos años de adolescencia, cuando Nicola se obstinaba en la autonomía, la independencia y lo que ella llamaba «el derecho a la autodeterminación, mamá. Ya no vivimos en la Edad Media». Ni durante aquella tortuosa etapa en que pedir algo a sus padres, desde algo tan sencillo como un CD hasta algo complejo y nebuloso como la libertad personal, constituía una tácita amenaza de desaparecer durante un día, una semana o un mes si su petición no era satisfecha. Sino ahora, cuando era una adulta, cuando cerrar con llave su puerta y asegurar su ventana no solo eran actos impensables sino innecesarios.

Pero eso es lo que debería haber hecho, pensó Nan. Tendría que haberla encerrado, atado a la cama, no perderla de vista ni un momento.

«Soy muy juiciosa -le había dicho Nicola hacía cuatro días-. Sabes que nunca tomo una decisión sin haber sopesado los pros y los contras. Tengo veinticinco años, y me quedan diez años. Bien, tal vez quince si voy con cuidado. Pienso utilizarlos a tope. No me vas a convencer de lo contrario, de modo que ni lo intentes, mamá.»

Lo había oído hasta la saciedad. En la voz de una niña de siete años que quería una Barbie, la casa de Barbie, el coche de Barbie y todas las prendas de vestir que podían adaptarse a Barbie, que era el epítome de la sexualidad femenina. En el llanto de los doce años, cuando no quería seguir viviendo a menos que le permitieran llevar maquillaje, medias y tacones de diez centímetros. En el malhumor de los quince años, cuando quería una línea telefónica personal y unas vacaciones en España sin el agobio de sus padres. Nicola siempre esperaba ver cumplidos sus deseos instantáneamente. Y muchas veces, a lo largo de los años, a su madre se le había antojado más fácil ceder antes que afrontar un día, una semana o una quincena de desaparición.

Pero ahora, Nan deseaba con todas sus fuerzas que su hija hubiera decidido simplemente fugarse. Y sintió culpabilidad por aquellas ocasiones, durante la adolescencia de Nicola, cuando enfrentada a otra de sus petulantes fugas había acariciado por un instante la idea de que habría preferido perderla en el parto antes que ignorar dónde estaba o si le había ocurrido algo.

En el lavadero del antiguo pabellón de caza, Nan Maiden apretó una de las camisas de su hija contra el pecho, como si la prenda pudiera metamorfosearse en la propia Nicola. Sin darse cuenta de lo que hacía, aspiró el aroma de la camisa, la mezcla de lociones y el champú que Nicola había usado. Nan consiguió visualizar a Nicola la última vez que había llevado esa camisa: en una reciente excursión en bicicleta acompañada de Christian-Louis, un domingo por la tarde, después de servir todas las comidas.

El chef francés siempre había considerado atractiva a Nicola (¿y qué hombre no?), y ella había descubierto el interés en sus ojos y no lo había desdeñado. En eso radicaba su talento: en atraer a los hombres sin el menor esfuerzo. No lo hacía para demostrarse algo a sí misma o a los demás. Lo hacía, sin más, como si proyectara una emanación peculiar que solo percibieran los hombres.

Durante la infancia de Nicola, Nan se había preocupado por su atractivo sexual y el precio que exigiría a la muchacha. Cuando Nicola llegó a la edad adulta, Nan comprobó ese precio.

«El propósito de la maternidad es traer niños al mundo que crezcan como adultos autónomos, no como clones -había sentenciado Nicola cuatro días antes-. Soy responsable de mi destino, mamá. Mi vida no tiene nada que ver contigo.»

¿Por qué decían los hijos esas cosas?, se preguntó Nan. ¿Cómo podían creer que sus opciones y el objetivo al que tendían no afectaba a más vidas que la suya? Tal como se habían desarrollado los acontecimientos para Nicola, todo tenía que ver con su madre, por el simple hecho de que era su madre. Porque nadie daba a luz sin preocuparse por el futuro de su hijo.

Y ahora había muerto. Dios mío, Nicola nunca volvería a entrar en casa como una exhalación a la vuelta de unas vacaciones, ni resoplaría al entrar con montones de bolsas del supermercado, ni volvería de una cita con Julian y contaría entre risas lo que habían hecho. Oh, Dios mío, pensó Nan Maiden. Su adorable, tempestuosa e incorregible hija se había ido para siempre. El dolor de esa certeza era como una cinta de hierro que le estrujara el corazón. No sería capaz de soportarlo. Por tanto, hizo lo acostumbrado cuando sus sentimientos la abrumaban: continuó con su tarea.

Sacó de la colada toda la ropa sucia de su hija, como si conservar el olor de la muchacha pudiera retrasar la inevitable aceptación de su muerte. Emparejó calcetines. Dobló tejanos y jerséis. Alisó las arrugas de todas las camisas, dobló bragas y las emparejó con sujetadores. Por fin, metió las prendas en bolsas de plástico que había cogido en la cocina. Después las anudó metódicamente, encerrando el olor de su hija, recogió las bolsas y salió de la habitación.

Arriba, Andy estaba paseándose de un lado a otro. Nan oyó sus pasos cuando avanzó silenciosamente por el pasillo de las habitaciones de huéspedes. Estaba en su cubículo, en su madriguera, paseándose desde la diminuta ventana de gablete hasta la estufa eléctrica, y viceversa, una y otra vez. Se había refugiado en la habitación después de la partida de la policía, anunciando que empezaría a revisar sus diarios de inmediato con la intención de localizar el nombre de alguien que tuviera una cuenta pendiente con él. Pero a menos que leyera dichos diarios mientras se paseaba, no había iniciado la investigación todavía.

Nan sabía por qué. La búsqueda era inútil. Porque la muerte de Nicola no estaba relacionada con el pasado de nadie.

No quiso pensar en ello. Aquí no, ahora no, tal vez nunca. Tampoco quería pensar en lo que significaba, o dejaba de significar, el que Julian afirmara que se había prometido con su hija.

Nan se detuvo al pie de la escalera que subía al piso privado de la casa, donde habitaba la familia. Sintió las manos resbaladizas mientras sujetaba las bolsas contra el pecho. Daba la impresión de que su corazón latía al ritmo de los pasos de su marido. Vete a la cama, le dijo en silencio. Por favor, Andy. Apaga las luces.

Ella sabía que él necesitaba dormir. Su marido tenía los miembros entumecidos. La llegada del detective de Scotland Yard no había mitigado su angustia, y la partida del detective la había aumentado. El entumecimiento de las manos había empezado a extenderse a los brazos. Consiguió mantener las apariencias mientras la policía estuvo presente, pero se desmoronó en cuanto se fue. Fue cuando dijo que iba a empezar a examinar los diarios. Si se refugiaba en su madriguera, podría ocultar lo peor de sus sufrimientos. Al menos, eso creía él.

Sin embargo, marido y mujer deberían ser capaces de ayudarse mutuamente a superar una situación así, caviló Nan. ¿Qué nos está pasando que lo afrontamos solos?

Sabía la respuesta a esa pregunta, al menos con respecto a su silencio: algunas cosas no debían hablarse. Algunas cosas, sacadas a la luz del día, podían hacer mucho daño.

Nan había intentado sustituir la conversación por solicitud unas horas antes, pero Andy había rechazado sus ofrecimientos de almohadillas eléctricas, coñac, té y sopa caliente. También había esquivado los intentos de Nan de masajearle los dedos. A la postre, todo lo que acaso se hubiera hablado entre ellos no fue verbalizado.

¿Qué decir ahora?, se preguntó Nan. ¿Qué decir cuando el miedo bullía en su interior, como innumerables batallones de un solo ejército, descontrolados y combatiendo entre sí?

Se obligó a subir la escalera, pero en lugar de ir en busca de su marido fue al dormitorio de Nicola. Cruzó la alfombra verde a oscuras y abrió el ropero encajado bajo el alero. Gracias a que sus ojos se habían adaptado a la oscuridad, distinguió un viejo monopatín en la parte posterior de un estante, y una guitarra eléctrica apoyada contra la pared del fondo, sin utilizar desde hacía mucho tiempo.

Tocó un amasijo de pantalones, dijo como una idiota «tweed, lana, algodón, seda» al palpar cada uno, y de pronto fue consciente de un sonido en la habitación, un zumbido procedente de la cómoda. Cuando se volvió, perpleja, el sonido cesó. Casi se había convencido de que eran imaginaciones suyas, cuando ocurrió de nuevo y se interrumpió con la misma brusquedad.

Nan dejó las bolsas sobre la cama y se acercó a la cómoda. No había nada encima que pudiera emitir aquel ruido, solo un jarrón con flores silvestres recogidas en un paseo por Padley Gorge. Las flores estaban acompañadas por un cepillo de pelo y un peine, tres frascos de perfume y un pequeño flamenco de juguete, con patas de un rosa estridente y grandes pies amarillos.

Dirigió una mirada hacia la puerta abierta de la habitación, como si estuviera haciendo un registro clandestino, y abrió el primer cajón de la cómoda. En ese momento el zumbido sonó por tercera vez. Sus dedos localizaron un pequeño cuadrado de plástico que vibraba bajo un montón de bragas.

Nan llevó el cuadrado de plástico a la cama, se sentó y encendió la lámpara de la mesilla de noche. Examinó lo que había sacado del cajón. Era el busca de Nicola. Un diminuto visor destellaba un único mensaje: «una llamada».

El zumbido sonó de nuevo, y Nan se sobresaltó. Apretó uno de los botones en respuesta. La pantalla mostró un número de teléfono con un código de zona que Nan reconoció como perteneciente al centro de Londres.

Tragó saliva. Miró fijamente el número y comprendió que la persona que llamaba no sabía que Nicola había muerto. Este pensamiento la empujó hacia el teléfono para contestar. Pero otra serie de pensamientos la condujeron hasta un teléfono situado en el vestíbulo de Maiden Hall, cuando habría podido llamar al número de Londres con igual facilidad desde la habitación que compartía con Andy.

Respiró hondo. Se preguntó si encontraría las palabras, y pensó que encontrar las palabras no cambiaría las cosas para nadie. Pero no quería reflexionar sobre eso. Solo quería telefonear.

Marcó los números a toda prisa. Esperó y esperó a que la conexión se realizara, hasta que se sintió un poco mareada y cayó en la cuenta de que estaba conteniendo el aliento. Por fin, con un clic, un teléfono empezó a sonar en alguna parte de Londres. Doble timbrazo, doble timbrazo. Nan contó hasta ocho. Ya empezaba a pensar que había marcado mal cuando oyó la voz ronca de un hombre.

Contestó a la vieja usanza, lo cual demostró a qué generación pertenecía: dijo las cuatro últimas cifras de su número. Y debido a eso, y porque la forma de contestar le recordó tanto a su padre, Nan se oyó decir lo que, horas antes, habría resultado impensable.

– Soy Nicola -susurró.

– Ah, Nicola -preguntó el hombre-. ¿Dónde coño estabas? Te llamé al busca hace más de una hora.

– Lo siento. -Y adoptó la forma de hablar telegráfica de su hija-. ¿Qué pasa?

– Nada, y lo sabes muy bien. ¿Qué has decidido? ¿Has cambiado de opinión? Puedes hacerlo, ya lo sabes. Todo será perdonado. ¿Cuándo vuelves?

– Sí -susurró Nan-. He decidido que sí.

– Gracias a Dios -repuso el hombre-. Oh, Dios mío. Maldita sea. Se me ha hecho imposible, Nikki. Te he echado de menos demasiado. Dime cuándo vuelves.

– Pronto.

Él susurró:

– ¿Cuándo? Dímelo.

– Te telefonearé.

– ¡No! Joder. ¿Estás loca? Margaret y Molly están aquí esta semana. Espera a que te llame al busca.

Nan vaciló.

– Por supuesto.

– ¿Te he hecho enfadar, cariño?

Ella no dijo nada.

– Lo he hecho, ¿verdad? Perdóname. No era mi intención.

Ella siguió en silencio.

Entonces, la voz se alteró, de repente como la de un niño.

– Oh, Nikki. Mi Nikki. Di que no estás enfadada. Di algo, cariño.

Silencio.

– Sé cómo te pones cuando te hago enfadar. Soy un chico malo, ¿verdad?

Silencio.

– Sí, lo sé, soy malo. No te merezco, y he de tomar la medicina. Tienes mi medicina, ¿verdad, Nikki? Y yo debo tomarla. Sí, debo hacerlo.

El estómago de Nan se revolvió.

– ¿Quién es usted? -gritó-. ¡Dígame su nombre!

Una exclamación ahogada fue la respuesta. Y la comunicación se cortó.

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