Capítulo 6

A Fidelma le sorprendió que no se le hubiera permitido un encuentro privado con Laisre para hablar de la postura particular del jefe. Consideraba que bien podían haber aprovechado las horas que todavía quedaban antes del banquete para entablar una discusión preliminar sobre las posturas respectivas. Al parecer, había división de opiniones entre los dirigentes del clan en cuanto al asunto. Le dijeron amablemente que ni Laisre ni Colla estaban disponibles. Por tanto, los habían abandonado a Eadulf y a ella a sus propios quehaceres, pues todos los que se alojaban en la ráth, incluidos el hermano Solin y el joven escriba, parecían haber desaparecido.

Fidelma sugirió que podían echar un vistazo a la fortaleza y sus alrededores. Fue inevitable que decidieran dar una vuelta por las almenas de la ráth, la pasarela de madera que circundaba la parte interior de los muros de granito. Si alguna vez la fortaleza era objeto de ataque, los guerreros podían apostarse para defenderla, cubriendo desde allí con los arcos las aproximaciones enemigas.

– Por el momento, es el único lugar donde, según me ha parecido, no pueden oírnos -comentó Fidelma mirando a su alrededor-. Es un buen lugar al que acudir cuando queramos pasar desapercibidos.

Se detuvieron en una abertura alargada del muro, bastante apartados de un centinela que había de pie junto a las puertas de entrada.

– ¿Hay algo que os inquieta, ya que buscáis intimidad? -preguntó Eadulf.

– Me siguen inquietando varios asuntos -reconoció Fidelma-. ¿Recordad que todavía queda por resolver el enigma de los treinta y tres cuerpos.

– ¿No creéis que Colla vaya a hallar ninguna prueba veraz de la matanza?

– Eso debería ser evidente -respondió con mordacidad-. Quizá Laisre tenga buenos motivos para que no salgamos de aquí, pero está claro que no quiere que indaguemos más sobre el asunto. Tengo la impresión de que nos están manipulando. ¿Por qué descartan nuestros servicios, cuando ya podríamos haber adelantado buena parte de la negociación que nos ha traído a este lugar en vez de perder horas valiosas?

– Bueno, poco podemos hacer cuando Laisre ya ha establecido el momento para iniciar las negociaciones. Para entonces, Colla estará de camino.

Fidelma alzó los hombros y los dejó caer en una elocuente muestra de resignación.

– Me temo que cualquiera que sea la información que traiga, poco aportará a lo que ya sabemos. Ahora me inquieta algo más inmediato: la presencia de ese clérigo de Armagh. Es curioso que haya aparecido aquí en este preciso momento. ¿Y dónde están él y su escriba ahora mismo? ¿Acaso está debatiendo con Laisre alguna cuestión de la que no tengo conocimiento? Si es así, ¿por qué?

– Su presencia no puede tener nada de siniestro, ¿no? -sugirió Eadulf, sorprendido por la insinuación de Fidelma.

– Sí que lo tiene -contestó Fidelma, seria-. Estamos hablando de una comunidad aislada que suele rechazar a los representantes de la Fe. Y ahora, no sólo han hecho venir a un representante de Imleach, el principal centro de la Fe en Muman, sino que además nos encontramos con un clérigo de Armagh. Yno sólo un clérigo, sino el propio secretario de Ultan de Armagh. Como bien sabéis, Armagh es el centro principal de la Fe en Ulaidh. Hace treinta años, Cummiam, que fue obispo allí, pidió la bendición a Roma para ser arzobispo y obispo principal de los cinco reinos. Imleach no reconoce tal cargo. Cierto que Ultan está reconocido como comarb, o sucesor, de Patricio, pero aquí Armagh carece de derecho alguno. Y ese hermano Solin no me gusta nada. Debemos estar ojo avizor, pues aquí algo se cuece.

A Eadulf le sorprendió su actitud, pero estaba de acuerdo con que el hermano Solin no era una persona agradable.

– No es un hombre simpático. Es una persona ladina.

– ¿Ladina? ¿En qué sentido? -preguntó Fidelma enseguida-. ¿Tenéis motivos para afirmarlo?

– Me ha dicho algo en la sala consistorial mientras hablabais con Laisre.

– Me he dado cuenta. He visto de qué manera os apartabais de él, como si os hubieran insultado.

Eadulf conocía demasiado bien a Fidelma para mencionar su perspicacia.

– Quería convencerme de que debía ser leal a Armagh como autoridad suprema de la Fe en los cinco reinos. Ha dicho que nos unía el vínculo de la Iglesia de San Pedro de Roma por la tonsura que llevo.

Fidelma se rió entre dientes.

– ¿Y qué le habéis contestado?

– Poca cosa. He pensado que era preferible dejarle hablar para averiguar sus intenciones. Estaba muy interesado en que reconociera que Ultan de Armagh es el obispo principal de toda Irlanda.

– Como he dicho, Armagh no es una autoridad suprema, si bien su obispo detenta el título de «arzobispo». El título que nosotros concedemos al obispo de Armagh es comarbde Patricio, es decir, el sucesor de Patricio, del mismo modo que el obispo de Imleach posee el título de comarb de Ailbe. Tanto Armagh como Imleach son iguales a los ojos de la Fe en Irlanda.

– Pues parece que el hermano Solin no lo cree. Me ha dicho que todo el que lleve la tonsura de Roma debería buscar la compañía de quienes rechazan la autoridad de Armagh.

Fidelma estaba muy enfadada.

– Me consta que Ultan tiene ambiciones para su paruchia, pero eso es ridículo. ¿Y qué habéis contestado?

Eadulf sacó la barbilla.

– Me he guardado de exponer mi parecer. Me he limitado a señalar que estoy aquí porque Teodoro, arzobispo de Canterbury, me ha enviado como emisario de la corte de Colgú de Cashel, y de ningún otro rey u obispo de los cinco reinos.

Fidelma esbozó una fugaz sonrisa.

– ¿Y cómo ha reaccionado el hermano Solin al oírlo?

– Ha inflado los carrillos cual pez, y se ha puesto rojo de indignación. Ha sido entonces cuando me he apartado de él para poner fin a la discusión.

– Resulta extraño, ciertamente que haya creído que podía dirigirse a vos de tal manera -murmuró.

Eadulf se ruborizó un poco.

– Creo que quería separarnos -le confió.

– ¿A qué os referís?

– Sin duda ignoraba nuestra amistad, imaginaría que sencillamente viajaba con vos. Creo que pretendía dejaros sola en esta misión.

– ¿Con qué propósito?

– No estoy seguro. Quizás en realidad intentaba advertirme de que era mejor si viajaba solo que con vos.

Fidelma estaba intrigada.

– ¿Os ha amenazado?

– No creo que fuera una amenaza… o no exactamente.

– Entonces, ¿exactamente qué?

– Hablaba con abstracciones hipotéticas, de manera que yo no supiera muy bien a qué se refería en realidad. Sólo sé que no os quiere bien.

– En tal caso vigilaremos al hermano Solin de cerca. Debemos averiguar qué pretende.

– Que pretende algo, lo doy por sentado, Fidelma -afirmó Eadulf.

Fidelma guardó silencio un instante antes de hablar.

– Según me han dicho, este banquete será un acto formal. Sabéis que hay un protocolo de asiento en tales encuentros, ¿verdad?

– He pasado el tiempo suficiente en Eireann para saberlo -reconoció.

– Muy bien. Entonces yo me sentaré con Laisre y su familia inmediata por el simple hecho de que soy la hermana del rey de Cashel. Imagino que el hermano Solin se sentará con los ollamhsy los eruditos como Murgal. A vos, seguramente os sentarán a la misma mesa que el joven escriba del hermano Solin, el hermano Dianach, que además de joven es inexperto. Intentad sonsacarle qué mueve a su superior. Estaría más tranquila si supiera qué es exactamente lo que ha traído al hermano Solin a Gleann Geis.

– Haré lo que pueda, Fidelma. Yo me encargaré de eso.

Fidelma quedó pensativa un momento, apretando los labios.

– Eadulf, creía que esta negociación iba a ser pan comido. Ahora ya no estoy tan segura. Detrás de todo esto hay algo extraño, que debemos descubrir.

Una tos amanerada les interrumpió. Tan enfrascados estaban en la conversación, que no advirtieron la presencia de un guerrero que se les había acercado. El hombre estaba a unos pocos metros de ellos, mirándolos con una expresión burlona. Era el mismo guerrero que había saludado a Orla a su entrada en la fortaleza.

– Hermana, os he visto a vos y al hermano aquí de pie y me preguntaba si necesitabais algo -preguntó.

– No, sólo estábamos tomando un poco el aire antes del banquete -explicó Eadulf.

Fidelma miraba al guerrero con interés, fijándose por primera vez en sus facciones. Era un hombre de aspecto fuerte, cabello rubio como el maíz y ojos azul claro. Tenía poco más de treinta años. Llevaba un bigote largo a la antigua usanza, que le colgaba a ambos lados de la boca, sobre la mandíbula, lo que le hacía parecer mayor. Tenía buen porte.

– ¿Por qué os dirigís a mí como «hermana»? -preguntó Fidelma inesperadamente-. Quienes no son adeptos a la Fe no tienen costumbre de hacerlo.

El guerrero posó la mirada sobre la suya un momento, lanzó otra fugaz a Eadulf y volvió a mirarla. Luego escrutó a lo largo de la pasarela por temor a que nadie le oyera, antes de introducir la mano en la camisa y sacar algo colgado de una correa de cuero. Era un crucifijo pequeño de bronce.

Fidelma lo miró pensativamente.

– ¿Así que sois cristiano?

El hombre asintió y volvió a guardar el crucifijo.

– Somos más de los que a Murgal le gustaría reconocer, hermana -respondió-. Mi madre vino aquí para casarse con un hombre de Gleann Geis y, al crecer, me educó en secreto bajo los dictados de la fe cristiana.

– ¿De modo que, cuando Laisre ha dicho que quería una iglesia y una escuela para la comunidad cristiana del lugar -reflexionó Eadulf-, no mentía?

El guerrero rubio movió la cabeza y dijo:

– No, hermano. Hace muchos años que nuestra comunidad pide al jefe y al Consejo que nos permita atender nuestras necesidades. Hasta ahora siempre se habían negado. Luego supimos que Laisre se había puesto en contacto con Imleach y Cashel para tal propósito. Una buena noticia para nosotros.

– ¿Y cómo os llamáis? -preguntó Fidelma.

– Me llamo Rudgal, hermana.

– Y, como veo, sois guerrero.

Rudgal soltó una risita.

– En Gleann Geis no hay guerreros profesionales. Soy carrero de oficio, pero acudo a Laisre cada vez que necesita mis servicios como guerrero. Aquí cada hombre sigue su propia vocación. Incluso Artgal, a quien Laisre tiene como escolta principal, tiene su oficio: es herrero.

Fidelma recordó lo que le había dicho Orla.

– ¿Y por qué os habéis dado a conocer, Rudgal? -preguntó Eadulf.

Rudgal lanzó a los dos una rápida mirada.

– Por si puedo serviros en algo. Acudid a mí en caso de que necesitéis algo; siempre que pueda ayudaros, lo haré.

Oyeron el sonido de un cuerno cercano. Rudgal hizo una mueca y dijo:

– ¡Ah, la llamada! Debemos dirigirnos a la sala del banquete.

Eadulf, al igual que Fidelma, tenía la impresión de que Laisre era estrictamente tradicional. Todos se habían congregado en la inmensa antesala de la sala consistorial de la ráth. Habían convertido el lugar en una sala de festejos. Tres oficiales al servicio de Laisre accedieron antes que nadie a la sala. Murgal, como consejero oficial de Laisre, un bottscare, o supervisor, para regular el orden de precedencia de quienes iban a tomar asiento, y el trompetero ofearstuic. Al sonido del siguiente toque aislado de trompeta, entraron el escudero de Laisre y demás portadores de los escudos y estandartes de los guerreros de Laisre. Entonces colgaron los escudos en unas perchas de la pared, sobre las sillas, según el rango de quien iba a sentarse.

Al tercer toque, los portadores de los emblemas de quienes poseían rangos menores entraron y dejaron los distintivos allí donde se sentaría cada invitado. Al final, con el último toque de trompeta, pasaron los invitados y cada uno se sentó bajo el escudo o emblema que le correspondía. De este modo se evitaba cualquier disputa indecorosa por el lugar que debía ocupar cada uno. Ni hombres ni mujeres se sentaron de cara, por lo que sólo ocuparon un lado de la mesa. Eadulf observó que la norma más estricta consistía en seguir con rigidez un orden de prioridades.

En la sala habían instalado grandes tablones de madera a modo de mesas. El supervisor de Laisre no dejó de ir de acá para allá, hasta comprobar que cada persona estaba sentada donde le correspondía por rango. En ocasiones -o eso le habían contado a Eadulf-, de todos era sabido que podían entablarse discusiones en cuanto a las posiciones que cada uno debía ocupar durante el banquete.

En la mesa principal estaba Fidelma, sentada junto a Laisre, pues le correspondía por derecho por ser una princesa Eóghanacht. Al otro lado del jefe estaba Orla y su hija, Esnad. A lo largo de cada lado se sentaban otros miembros de la familia del jefe. Los guerreros estaban sentados a otras mesas; los hombres de intelecto, como Solin y Murgal, junto con otros a los que Eadulf no supo identificar, estaban en otra mesa. Al parecer, a la mesa de Eadulf se sentaban los invitados de menor rango profesional. Los subjefes y otros funcionarios estaban agrupados en otra mesa más.

Eadulf reparó en que el escriba del hermano Solin, el hermano Dianach, había sido asignado a su izquierda, tal cual Fidelma había predicho. Decidió entablar conversación comentando que aquella costumbre de sentar a los invitados le era ajena. El joven movió la cabeza y superó su aparente timidez para reconvenir a Eadulf por la crítica que subyacía en el comentario.

– En la época de mi padre, fue precisamente la posición que ocupó Congal Cloén, por debajo de la que le correspondía, en el banquete de Dún na nGéid, el motivo principal de la batalla de Magh Ráth -dijo con calma y seriedad.

Eadulf decidió seguir rompiendo el hielo.

– ¿Qué batalla fue ésa?

– Fue la batalla en que el rey supremo Domnall mac Aedo aniquiló a Congal y a sus aliados, los Dál Riada al otro lado de las aguas -contestó el joven escriba.

Un anciano sentado en el lado contrario de Dianach, que se había presentado como Mel, escriba de Murgal, intervino:

– La verdadera cuestión es que la batalla marcó el derrocamiento de la antigua religión entre los grandes reyes del norte -dijo con desaprobación-. Cierto que se sostuvo una discusión acerca del insulto que representaba haber sentado a Congal donde no le correspondía en la mesa de invitados. Pero según dicen los grandes jefes de Ulaidh, hacía mucho que se resistían a la Fe y al rey cristiano Domnall mac Aedo, que pretendían imponerles. Sus diferencias terminaron con la victoria de Domnall mac Aedo en Magh Ráth. A partir de entonces, la antigua Fe quedó reducida a los clanes pequeños y aislados.

El joven escriba, el hermano Dianach, intentó reprimir un escalofrío y se santiguó.

– Bien es cierto que la Fe triunfó tras la batalla de Magh Ráth -concedió- y gracias a Dios. Cuentan que, justo antes del banquete, dos horribles espectros negros, un hombre y una mujer, se aparecieron ante la asamblea y, tras devorar grandes cantidades de comida, se desvanecieron. Dejaron una funesta influencia. Hasta tal punto fue así, que el rey Domnall tuvo que guiar a las fuerzas de Cristo contra las fuerzas del Demonio. Y así venció, ¡Deo favente!

El escriba mayor soltó una risa socarrona.

– ¿Cuándo decís que tuvo lugar? -preguntó Eadulf al muchacho, desoyendo al anciano, en aparente muestra de solidaridad.

– En los tiempos de mi padre; hace unas tres décadas, cuando era un joven guerrero. Perdió el brazo derecho en Magh Ráth.

Entonces Eadulf cayó en la cuenta de que ya había oído hablar de la batalla: la había estudiado en Tuam Brecain. En aquella universidad eclesiástica, había un profesor de avanzada edad llamado Cenn Faelad. Era profesor de derecho irlandés, pero además había escrito una gramática de la lengua de Eireann, que a Eadulf le había servido mucho para ampliar sus conocimientos de la lengua en cuestión. Cenn Faelad cojeaba y, en cierta ocasión en la que Eadulf había insistido, aquél le había revelado que de joven le habían herido en una batalla que Eadulf, al no haber oído bien el nombre, creía que se llamaba «Moira». Dado que Tuam Brecain era una reconocida universidad destacada en medicina, y además tenía un profesorado experto en derecho y estudios eclesiásticos, habían llevado allí a Cenn Faelad, y el abad, un cirujano cualificado, le ayudó a recuperar la salud. Cenn Faelad se quedó allí para hacer carrera en derecho y no en la guerra, y así se convirtió en uno de los brehons de los cinco reinos. Cuando Eadulf se disponía a contarle aquello a su compañero para seguir con la conversación, lo interrumpieron.

Laisre se puso en pie, y el trompetero dio un último toque. A Eadulf se le ocurrió que tal vez Laisre iba a decir Deo gratias para bendecir la comida, pero enseguida se percató del error. Laisre se limitó a dar la bienvenida formal a sus invitados, como dictaba la tradición.

Poco después, entraron los sirvientes cargando enormes bandejas de comida y cántaros de vino y aguamiel. Eadulf se fijó en que los platos calientes que iban entrando también se iban entregando formalmente, siguiendo una pauta jerárquica. Se reservaban determinados pedazos de carne asada a algunos jefes, oficiales y profesionales, de acuerdo con su posición. Los dáilemain, trinchadores o repartidores de comida, pasaban por las mesas ofreciendo pedazos de carne asada a cada comensal. Ellos mismos sujetaban la carne con los dedos de la mano izquierda, y cortaban la pieza que preferían con un cuchillo. Cada persona debía tener el cuidado de respetar la parte de la carne que cortaban. Era una grave ofensa cortar inadvertidamente una parte reservada a otro. Incluso había una ley -había explicado a Eadulf el hermano Dianach, cuya locuacidad iba en aumento- que penalizaba a quien cortaba el curathmir o bocado del héroe, una parte especial, reservada para la persona a la cual se reconocía como autora de la mayor y más valiente proeza de entre los invitados.

Después de la carne caliente, se sirvieron platos de pan, pescado y fiambres, así como cuencos llenos de fruta, todo ello acompañado de cántaros de vino importado o jarras de cerveza y aguamiel del lugar. El hecho de que Gleann Geis pudiera permitirse importar vino -aunque Eadulf consideró que no era un vino especialmente bueno o que, cuando menos, había perdido sus propiedades durante el viaje desde Galia- era motivo de orgullo para su jefe. Eadulf ya se había tomado dos copas de vino, antes de darse cuenta de que le dejaba un sabor amargo en la boca y decidir que prefería beber la rica aguamiel del lugar.

Se entregó un lambrat, una servilleta, a cada persona para que pudieran limpiarse las manos al final de la cena.

En el transcurso de la comida, Eadulf hizo cuanto pudo para sonsacar al joven clérigo los motivos por los que él y el hermano Solin habían viajado hasta allí. El joven, con una inocencia que hizo pensar a Eadulf que acaso fuera fingida, parecía más interesado en hacerle preguntas sobre la vida en los reinos anglosajones y, después de saber que Eadulf había estado en Roma, no respondió a nada hasta que Eadulf le hubo hablado de la ciudad y sus magníficas iglesias. Al final, Eadulf poco averiguó y, dado que el vino le había amargado la cena, bebió más aguamiel de la cuenta. El joven clérigo había tenido la sensatez de empezar con una jarra de cerveza, que hizo durar hasta el final, pues no tomaba más que pequeños sorbos.

– Mi padre fue guerrero del Dál Fiatach en el reino de Ulaidh, hasta que perdió el brazo en Magh Ráth -dijo al fin el hermano Dianach para responder a la insistencia de Eadulf, ya que, de hecho, la complacencia a la que se había abandonado había hecho perder toda sutileza a sus preguntas-. Pero eso pasó mucho antes de que yo naciera. Me enviaron a Armagh para estudiar con los religiosos, y allí aprendí a ejercer de escriba.

– Pero, ¿por qué vinisteis aquí?

– Por el hermano Solin -respondió el joven en un tono inocente, para exasperación de Eadulf.

– Eso ya lo sé, pero, ¿por qué os eligieron para acompañar al hermano Solin?

– Porque soy un buen escriba, supongo -contestó el hermano Dianach-. Y porque estoy sano: el viaje desde Armagh a este reino es muy largo.

– ¿Y por qué enviaron al hermano Solin? -preguntó Eadulf para animarlo a continuar.

El joven suspiró ante la insistencia de Eadulf sobre aquella pregunta concreta.

– Eso sólo lo sabe el hermano Solin. Mi superior me llamó y dijo que estaría bajo las órdenes del hermano Solin con mi estilo y demás bártulos, y que acatara cuanto me pidiera.

– Seguro que te dijeron más cosas -dijo Eadulf en un tono exigente que el alcohol hacía parecer agresivo.

– Tan sólo que íbamos a realizar un largo viaje y que me preparara para tal. Me dijeron que estaría haciendo el trabajo de Dios y de Armagh.

– ¿Y el hermano Solin no os explicó nada sobre el propósito de vuestro viaje? Ni siquiera un simple comentario de pasada.

El hermano Dianach movió la cabeza con resolución para responder que no.

– Pero seguro que teníais curiosidad por saberlo, ¿no? -insistió Eadulf como un perro que roe un hueso.

– ¿Por qué estáis tan interesado en el asunto del hermano Solin? -preguntó el joven, viéndose obligado a hacerlo-. El hermano Solin dice que la curiosidad, además de la ambición, son dos azotes de un alma desasosegada.

Eadulf estaba exasperado, aunque se daba cuenta de que había llevado la cuestión demasiado lejos.

– Sin duda, aquel que carece de curiosidad es un enemigo del conocimiento. ¿Cómo va a aprenderse nada sin curiosidad? -respondió a la defensiva.

El hermano Dianach miró con menosprecio la tez enardecida de Eadulf. No quiso hablar más del asunto, de manera que se volvió de cara a Mel, el anciano escriba, y desatendió al sajón, el cual se sintió de pronto algo ridículo. No había bebido tanto para haber perdido la sensibilidad. Se maldijo por haber mezclado un vino tan malo con un aguamiel tan fuerte.

En la mesa principal, Fidelma sabía que era de mala educación plantear a Laisre o a sus tánaistes asuntos relacionados con las negociaciones previstas. En la sala de festejos, por tradición, las armas, la política y los negocios se dejaban en la puerta. Así que Fidelma había mostrado interés por la historia del pueblo de Gleann Geis, pues quería aprender cuanto pudiera sobre las distintas partes del país. No obstante, la conversación fue reservada y forzada, por lo que en cierto modo agradeció la entrada de unos músicos en la sala.

Laisre había explicado que, a diferencia de muchos jefes, él rehusaba la presencia de músicos durante el banquete. Sólo una vez terminada la comida les permitía la entrada para que entretuvieran a los invitados.

– La música durante la comida es un insulto, tanto para los cocineros como para los músicos, y anula la conversación -explicó.

Mientras se hacía circular más vino y aguamiel entre los invitados, entró un arpista a la sala con un cruit, o arpa de mano, y se sentó de piernas cruzadas delante del jefe, al otro lado de la mesa. Tocó una melodía enérgica con unos dedos hábiles, que se movían a un ritmo asombroso de tan complejo, mo dulándolos con perfecta armonía, y completando las cadencias con sonoridad, si bien con delicadeza. Las notas más altas, que sostenían los tonos más graves de las cuerdas bajas, resultaban agradables.

Al final de la pieza, Orla se inclinó sobre Fidelma para decirle:

– Como podéis apreciar, incluso nosotros, pobres paganos, disfrutamos de nuestra propia música.

Fidelma hizo caso omiso a la burla furtiva de Orla.

– Mi mentor, el brehon Morann de Tara, me dijo en una ocasión que allí donde hay música no puede haber maldad.

– Una sabia observación -concedió Laisre-. Elegid una canción, Fidelma, y permitid que los músicos os demuestren su talento.

Al que tocaba el cruit se había unido otro arpista con un ceis, un arpa más pequeña de forma cuadrada que, como bien sabía Fidelma, servía de acompañamiento al cuit. Otro músico que tocaba un timpan, un instrumento de ocho cuerdas con un arco y un plectro, también se unió al grupo junto con un gaitero y su cruisech.

Solían tocarse tres tipos de música distinta en los festejos. La gentraige, que incitaba a los oyentes a la risa y la alegría y que incluía melodías animadas propias para el baile; la gotraige, expresión de penas y lamentos, canciones tristes sobre la muerte de héroes; y la súantraige, una forma pausada sobre amores no correspondidos y canciones de cuna.

La música había ocupado un lugar importante en la infancia de Fidelma, pues en el palacio de Cashel nunca habían faltado músicos, rapsodas y romanceros.

Estaba pensando en la canción que iba a pedir, cuando Murgal, que estaba sentado al lado del hermano Solin en la mesa contigua, se puso en pie, tambaleándose. Estaba rojo, y Fidelma advirtió enseguida que se había dado gustosamente al vino.

– Conozco una canción que será del gusto de una princesa Eóghanacht -dijo con sorna-. Yo la cantaré.


El fuerte de la gran Roca de Muman,

fue de Eoghan y fue de Connall,

fue de Nad Froích, fue de Feidelmid.

Fue de Fingen, fue de Faílbe Fland,

y es de Colgú ahora.

Todos vienen y van, y permanece el fuerte;

y bajo la tierra yacen todos los reyes.


La mesa de guerreros prorrumpió en carcajadas, y muchos empezaron a golpear la madera con los mangos de los cuchillos, manifestando así que les había gustado.

Era evidente lo que insinuaba Murgal cantando aquella canción. Con aquellas palabras decía que la autoridad de los reyes era transitoria.

Laisre torció el gesto hasta convertirlo en una máscara colérica.

– ¡Murgal! ¡El vino os ha sorbido el seso! ¿Osáis insultar a vuestro jefe degradándole a los ojos de sus invitados?

Murgal se volvió hacia su jefe aún con un vacuo atisbo de sonrisa en el rostro, envalentonado por el vino.

– Vuestra invitada Eóghanacht deseaba una canción. Lo único que he hecho ha sido proporcionarle una como homenaje a su hermano de Cashel.

Se dejó caer pesadamente en su silla sin dejar de sonreír. Fidelma vio que el hermano Solin no disimulaba una sonrisita de satisfacción al imaginar su incomodidad. Entonces se fijó en una joven sentada junto a Murgal, una mujer delgada y rubia, bastante atractiva. Miraba al frente, con un rostro inexpresivo, claramente incómoda por la ebriedad de su compañero.

Laisre se volvió hacia Fidelma para disculparse, pero ella se puso de pie. Permitió que asomara una sonrisa en sus labios, como si de este modo compartiera la broma de Murgal.

– La canción de Murgal ha sido buena -anunció a los presentes-, si bien he oído otras mejores y mejor cantadas. Tal vez le gustará oír la última composición de los bardos de Cashel.

A continuación, sin más preámbulos, sacudió la cabeza para apartarse el cabello del rostro y empezó a cantar, primero en un tono bajo y suave, para ir ganando resonancia. Fidelma tenía talento para la música, y la cadencia soprano de su voz impuso la expectación en la sala de festejos.


No es la rama de un árbol marchito,

Colgú, príncipe de los Eóghanacht,

hijo de Faílbe Fland, el que nobles obras

hizo,

y noble descendiente de Eoghan Mór,

nacido de la raza de Eber el Justo,

que reinó en Eireann desde las orillas

del Boyne

hasta el mar de Cliodhna, al sur.

Es descendiente de un auténtico

príncipe,

es árbol surgido de las raíces

de Eireann, santuario de bosques,

es justo heredero de Milesius,

es rica cosecha de frutas de árboles diversos,

cada uno de los cuales, antiguo como

el más adiano roble,

corona que cubre vastedad de ramajes.


Se sentó en medio de un silencio incómodo. Entonces Eadulf, que no se había interesado en los pormenores del cruce de canciones y sólo sabía que Fidelma había cantado como los ángeles, se dejó llevar por los efectos del aguamiel y prorrumpió en aplausos. Laisre acabó emulándole, lo cual provocó un aplauso de cortesía en toda la sala. Cuando se hubo apagado, pidió a los músicos que siguieran tocando melodías suaves.

Fidelma había respondido a la cínica mofa de Murgal sobre la mortalidad de los reyes de Cashel y lo efímero de su reinado. En su canción, había señalado que los Eóghanacht descendían de Eber, hijo de Milesius, jefe de los milesios, los primeros gaélicos que poblaron Irlanda. De Eber descendía Eoghan Mór, fundador de la dinastía real de los Eóghanacht. Además, con la sutileza de la canción había recordado a los presentes su rango.

Laisre, mirándola contrito, se excusó:

– Disculpad la falta de decoro que ha tenido Murgal.

El jefe quiso decir que para su pueblo era una norma estricta no insultar jamás a un invitado en una sala de festejos.

Fidelma respondió sin rencor:

– Como vos mismo habéis observado antes, el vino lo empujaba, si bien, como dijo Teognis una vez, el vino suele dar a conocer la mente de quien lo toma.

El sonido seco de un bofetón fue tan abrupto, que la música del cruit decayó hasta detenerse, pues a aquel sonido siguieron otros en serie. Primero se oyó una silla que era echada hacia atrás y luego el ruido de platos de loza al caer y romperse; a esto siguió una exclamación de indignación casi contenida. Todas las miradas de la sala de festejos se dirigieron a la mesa donde estaba Murgal, que volvía a estar de pie, tambaleándose. Sin embargo, esta vez tenía una mano sobre su mejilla enrojecida para aliviar el dolor y miraba con irritación a la mujer rubia que estaba sentada a su lado, y que también se puso en pie, encarándose a él.

– ¡Puerco e hijo de una puerca! -dijo entre dientes, y dio media vuelta para salir de la sala de festejos sin volverse atrás.

Una mujer repolluda se levantó de otra mesa y la siguió, mirando encolerizada a Murgal. Fidelma reparó en que se trataba de la hostalera, Cruinn.

Murgal se estremeció, acaso de rabia, y a continuación abandonó también la sala. Instantes después, uno de los guerreros, Rudgal, el de cabello rubio, se puso en pie y siguió a Murgal al exterior.

Fidelma se volvió hacia Laisre con una mirada inquiridora.

– Supongo que se trata de algún asunto doméstico -dijo en un tono inocente.

– No, Marga no es la esposa de Murgal -explicó Orla con picardía, antes de que su hermano pudiera hablar-. Pero digamos que a Murgal se le van los ojos…

Esnad, la joven hija de Orla, se echó a reír y luego, al ver que su padre, Colla, la miraba con enfado, hizo un mohín y calló.

Laisre se ruborizó un poco.

– No es una cuestión que deba comentarse delante de forasteros en un banquete -reprendió a su hermana.

Orla le hizo una mueca de fastidio antes de volver a su sitio. Laisre reanudó una conversación más considerada hacia Fidelma.

– Basta decir que el vino puede hacer del mejor de nosotros un patán -observó, tratando de quitar hierro al asunto.

– El vino es como la lluvia. Si cae sobre una ciénaga, la ensucia más, pero si cae sobre suelo bueno, lo hace florecer -observó Colla, que no había dicho nada desde hacía rato, evidenciando con el comentario que tenía poco respeto por Murgal.

– Esa muchacha, Marga, es atractiva -señaló Fidelma-. ¿Quién es?

– Es nuestra boticaria -contestó Laisre con cierto desinterés.

Fidelma reparó en que se le habían ruborizado las mejillas.

– Sí, es una mujer atractiva -añadió el jefe.

Fidelma estaba sorprendida.

– ¡Tan joven y ya es boticaria!

– Está facultada por la ley -dijo Laisre a la defensiva.

– No esperaba menos -contestó Fidelma a media voz y con un dejo de censura-. ¿Reside en la ráth?

– Sí. ¿Por qué lo preguntáis? -preguntó Colla con brusquedad.

– Por nada -dijo Fidelma para cambiar de tema, dado el tono suspicaz de Colla-, siempre es bueno saber dónde hay un boticario.

Uno de los músicos reanudó la canción larga e interminable que habían interrumpido, cantada sin acompañamiento instrumental, elevando y bajando la voz. Era una antiquísima canción sobre una muchacha a la que unas fuerzas invisibles atraían a la cima de una montaña, donde encontraba el destino que le habían determinado los dioses. Fidelma se identificó con la heroína de la canción. Algo la había arrastrado a aquel valle, y parecía que unas fuerzas invisibles dictaran su destino.

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