Capítulo 7

Todavía era pronto cuando Fidelma decidió retirarse del banquete. Estaban tocando música y el vino y el aguamiel seguían circulando. Presentó sus excusas a Laisre arguyendo que estaba cansada después de un viaje tan largo desde Cashel. El jefe no puso ningún reparo. Al cruzar la sala, Fidelma hizo una señal a Eadulf para que la siguiera. Éste se levantó de la silla, vacilante y con cierta renuencia, y la siguió. Era consciente de que había bebido más de lo que le convenía, de modo que intentó compensar el efecto caminando despacio y con parsimonia. Asombrosamente, fuera había mucha luz: la luna llena, una inmensa esfera fulgurante en medio de un cielo raso, se alzaba imponente. Incluso el cielo era un fulgor de luz con innúmeras estrellas titilantes en su bóveda. Fidelma lo estaba esperando en la puerta. No había oído los pasos sigilosos e inciertos de Eadulf.

– Demos una vuelta por los muros de la ráth.

Ella lo precedió por la escalera que subía a las almenas, donde soplaba una brisa que le alborotaba los cabellos. Desde allí entreveía algunas figuras a lo largo del muro: eran muchachos y muchachas que se habían ausentado de la sala para buscar sus propios intereses amatorios. Se detuvo a contemplar el cielo. Desde allí, se oía el remoto sonido de la música y las risas. En el patio de abajo, una mujer soltó una carcajada burda, a la que acompañó una profunda risotada de su compañero. Fidelma se abstrajo de los sonidos que la rodeaban e inspiró profundamente, mientras contemplaba la magnificencia sobrecogedora del cielo nocturno.

Caeli enarrant glariam Dei -susurró.

Eadulf entreoyó las palabras mientras se apoyaba contra el antepecho del muro, a su lado. Se frotó la frente e intentó concentrarse. Sabía que era una cita de los Salmos.

– Los cielos cantan la gloria del Señor -tradujo con aprobación, tratando de no arrastrar las palabras al hablar.

– Salmo XIX -confirmó Fidelma sin dejar de escrutar el cielo.

Pasados unos segundos, se volvió de pronto y le preguntó:

– ¿Estáis bien, Eadulf? No habláis como de costumbre.

– Me temo que he tomado demasiado vino, Fidelma.

Ella dio un chasquido como reprobación.

– En fin, no permitiré que os retiréis sin haberme contado qué os ha dicho el escriba del hermano Solin, el joven Dianach.

Eadulf apretó los labios con expresión de asco. Entonces gruñó, ya que todo empezó a darle vueltas.

– ¿Qué os ocurre? -preguntó Fidelma, preocupada, al ver que Eadulf se llevaba la mano a la frente.

– Un mal vino… y peor aguamiel.

– No esperéis que os compadezca por ello -lo amonestó-. Decidme, qué habéis averiguado con el hermano Dianach.

– Sólo que es un joven sumamente ingenuo, o que es un actor consumado. No hizo amago siquiera de explicar el por qué de la visita del hermano Solin. Dice que el hermano Solin no le confía sus razones.

Fidelma avanzó el labio inferior en un gesto de enfado.

– ¿Le creéis?

– Como he dicho, es difícil saber si es candido o más bien versado en el arte del engaño.

– Según ha dicho el hermano Solin, sólo está aquí para desempeñar una misión en nombre de Armagh, a fin de establecer la fuerza de la Fe en los confines de los cinco reinos -dijo Fidelma, pensativa.

– ¿Y por qué no iba a ser verdad lo que dicen?

– Porque podían haber acudido a los centros eclesiásticos de los cinco reinos para preguntar a abades y obispos lo que Ultan quiere saber, de manera que la información se obtendría en una semana, a diferencia de cuanto pudiera averiguar el hermano Solin en todo un año. Hay algo ilógico en todo esto.

Eadulf todavía estaba algo aturdido por el vino como para pensar en posibilidades alternativas, de manera que prefirió no hacer ningún comentario más al respecto

– No sabía que cantarais tan bien -confesó, dando un giro brusco a la conversación.

– Lo importante no era cómo cantaba, sino qué cantaba -respondió Fidelma con adusta satisfacción-. ¿Os habéis percatado de la escena de Murgal? Me refiero al incidente con la joven, no al de la canción.

– Dudo que alguno de los presentes en la sala de festejos lo haya pasado por alto. Además, se trata de una mujer muy atractiva.

– ¿Habéis tenido ocasión de fijaros en la causa del bofetón?

– De hecho, creo que Murgal empezaba a pasarse de simpático con la muchacha, y ella se ha cansado de su lascivia.

Aquello coincidía con el malicioso comentario de Orla sobre Murgal.

Fidelma miró al valle, iluminado por el resplandor fantasmal de la luna. Era una escena preciosa, a la vez que estremecedora.

– ¿Y qué pensáis de esta tierra de paganos, Eadulf? -preguntó Fidelma después de quedar un momento en silencio.

Eadulf reflexionó antes de responder. Intentaba dar algún sentido a la confusión de sus pensamientos.

– Pues no la considero peor ni mejor que otras tierras. Aquí hay personas, paganas o no, que tienen las mismas faltas de conducta, las mismas envidias y las mismas pretensiones que otras de cualquier lugar de la cristiandad. Pero cuanto antes concluyáis vuestra misión, antes podremos marcharnos. Prefiero la vida fácil y alegre del palacio de vuestro hermano en Cashel.

– ¿No habéis olvidado algo? -preguntó Fidelma, algo atónita.

– ¿Que he olvidado algo? -se quejó Eadulf, que sólo pensaba en irse a dormir-. ¿De qué me he olvidado?

– De los treinta y tres hombres que han asesinado en la entrada a este valle.

– ¡Ah, eso! -exclamó Eadulf, moviendo la cabeza-. No, no, claro que no lo he olvidado.

– ¡Eso! -lo imitó Fidelma para luego añadir con seriedad-: Puede que aquí haya personas que compartan las mismas emociones que otras de la cristiandad, pero además algo maligno se cierne sobre este lugar, y no descansaré hasta descubrirlo.

– Creía que ibais a esperar a ver qué descubre Colla, el tánaiste -supuso Eadulf, tratando en vano de contener un bostezo.

– No confío en que Colla vaya a proporcionarme la información adecuada. De todos modos -añadio, volviendo la vista a la bóveda celeste-, quizá debamos retirarnos: debemos estar preparados para mañana. No es bueno sacar conclusiones precipitadas, antes de disponer de información.

Dio media vuelta y descendió por la escalera de madera delante de Eadulf, que trataba de contener otro bostezo a la vez que todo volvía a darle vueltas. Se agarró al pasamanos para no caerse. Fidelma fingió que no se daba cuenta de las dificultades de Eadulf, que tropezó detrás de ella. No obstante, no lo perdió de vista para asegurarse de que llegaba a la cama del hostal para invitados sano y salvo. Cuando hubieron llegado, y Eadulf se dejó caer en la cama de su habitación, Fidelma esperó un poco y luego tuvo la sensatez de asomarse a la habitación.

Eadulf estaba echado bocabajo sobre la cama con la ropa puesta; su cuerpo postrado profería un leve ronquido. Por lo general, Fidelma no solía aprobar de nadie que bebiera demasiado, pero nunca había visto a Eadulf en aquel estado. De manera que le concedió el beneficio de la duda, le quitó las sandalias y lo cubrió con una manta.


Fidelma se levantó temprano, como de costumbre. Fue la primera en bañarse de los cuatro invitados del hostal. Terminó de asearse y vestirse antes de bajar a la sala principal del hostal, donde Cruinn, la rotunda hostalera, preparaba la primera comida del día. Se sorprendió cuando vio que Eadulf ya se había levantado. Estaba allí sentado, despeinado y sin afeitar, con la cabeza entre las manos, claro indicio de que sufría los efectos del festejo de la víspera. Al sentarse frente a él, levantó la cabeza con un ruido y parpadeó con cara de sueño.

– ¡Que Dios maldiga a los gallos! -murmuró-. Acababa de dormirme cuando el maldito gallo ha empezado a cantar y me ha impedido descansar. Sonaba como un coro demoníaco del infierno.

Fidelma no quiso decirle que había pasado la noche entera ajeno al mundo, sumido en un sueño inducido por el alcohol. Frunció el ceño y lo amonestó.

– Me sorprende que pidáis a Dios que maldiga al gallo, ya que, entre todas las aves, ésta es sagrada para la Fe.

– ¿Ah, sí? -preguntó Eadulf frotándose la cabeza, todavía mareado.

– ¿No recordáis la historia de cómo, después de que los soldados romanos crucificaran a Cristo, cocinaron un gallo? Uno de ellos informó a sus compañeros de que entre los seguidores de Cristo corría el rumor de que resucitaría al tercer día. Un segundo soldado se rió e hizo la broma de decir que no sucedería, como no podía suceder que un gallo muerto pudiera cantar. Dicho esto, el pájaro muerto salió del caldero y, agitando las alas, gritó: «¡El hijo de la virgen está a salvo!».

Pese al dolor de cabeza, Eadulf tuvo que reconocer que las palabras irlandesas «mac na hóighe slán» recordaban el canto de un gallo. Entonces le vino a la mente un vago recuerdo.

– Yo leí una historia pareja en un evangelio griego, el Evangelio deNicodemo, salvo que era la mujer de Judas Iscariote quien cocinaba el gallo e intentaba tranquilizar al traidor de Cristo. El ave batió las alas y cantó tres veces, pero sin significado implícito.

Fidelma se rió de buena gana.

– Debéis permitir que nuestra tradición barda interprete las historias para que tengan cierto fundamento para nuestra gente.

Al sentir otra punzada en su cabeza, Eadulf soltó un quejido.

– A mí no me hace falta otro gallo que cante para reafirmar mi Fe. Lo que necesito es que calle cuando intento descansar, ya que si no, ¿cómo voy a tener la mente lo bastante clara para seguir los dictados de mi doctrina?

– Con gallo o sin gallo, creo que la respuesta a vuestra falta de descanso está en otra parte. ¿O acaso no conocéis el dicho?: el vino es oro de noche y plomo por la mañana.

Eadulf abrió la boca para responder, cuando apareció el hermano Dianach, el joven escriba. En silencio, Eadulf maldijo el semblante recién lavado y reluciente del joven, así como su alegre saludo a Fidelma y la mirada de desaprobación que le lanzó. Parecía haber perdido toda su timidez.

Después de darle los buenos días, Fidelma le preguntó por su señor, el hermano Solin de Armagh.

– No estaba en su cuarto -contestó el hermano Dianach-, de modo que supongo que se habrá levantado y habrá salido.

Fidelma miró a Eadulf, pero el ojeroso monje sajón estaba demasiado abstraído en los efectos de su resaca.

– Entonces es que se ha levantado muy pronto. ¿Suele tener esa costumbre?

El joven monje asintió moviendo la cabeza con despreocupación, al tiempo que olfateaba el aire.

La rotunda Cruinn se dirigía a ellos con una bandeja de pan recién horneado, que aún despedía un intenso aroma, acompañado de crema de leche, fruta y fiambres, y un cántaro de aguamiel. Tras dejar la bandeja, la corpulenta hostalera solicitó que la dejaran volver a su casa, porque había prometido a su hija que saldría con ella a recoger hierbas curativas. Fidelma se encargó de concederle permiso y de darle las gracias, añadiendo que se las arreglarían solos. Cuando Cruinn hubo salido, Eadulf extendió una mano temblorosa para coger el cántaro de aguamiel más próximo. Sonrió burlonamente ante la mirada condenatoria de Fidelma.

Similia simüibus curantur -musitó él, vertiendo la bebida del cántaro a la jarra.

– Ah, no, hermano -intervino el joven Dianach en un tono reprobatorio-. Las cosas iguales no se curan con cosas iguales. Estáis muy, muy equivocado.

El joven parecía tan serio, que Eadulf se quedó con la jarra en el aire. Fidelma soltó una risilla maliciosa.

– ¿Y cuál sería su consejo, hermano Dianach? -inquirió ella.

Él la miró e hizo una larga y sincera reflexión sobre el asunto.

Contraria contrariis curantur… «los contrarios curan los contrarios». Este principio enseñan en Armagh. Considere el efecto que puede tener proporcionar algo que causa una enfermedad a alguien que ya tiene esa enfermedad. Sólo puede empeorarla. Es de todos sabido que el origen de la medicina radica en contrarrestar la enfermedad con aquello que produce el efecto contrario, y no con aquello que fomente el estado del enfermo.

– ¿Qué opináis vos, Eadulf? -preguntó Fidelma, regocijándose-. Vos habéis estudiado medicina en Tuam Brecain.

Como respuesta, Eadulf se bebió el contenido de la jarra temblando, con los ojos entreabiertos y una mirada entre agónica y extática. Al terminar soltó un largo resuello de complacencia.

El hermano Dianach lo miró, atónito.

– No sabía que el hermano sajón hubiera estudiado en una de nuestras más importantes escuelas de medicina -observó de pronto-. Anoche no me lo dijisteis. Sea como fuere, no deberíais tomar alcohol para contrarrestar vuestra resaca. Es algo vergonzoso, hermano.

Eadulf cerró los ojos, gruñó y se sirvió una segunda jarra de aguamiel sin contestar siquiera. Mientras Fidelma y el hermano Dianach terminaban la primera comida del día, Eadulf apenas había comido nada sustancioso. Cuando el joven monje se excusó para subir a su cuarto, Fidelma se inclinó sobre la mesa y le tocó el brazo a Eadulf.

– No me aleccionéis -se quejó antes de que ella pudiera decirle nada-. Dejadme morir en paz.

– Aun así, el muchacho tiene razón, Eadulf -dijo, muy seria-. Hoy necesitas tener la cabeza despejada. El exceso de aguamiel la embotará.

Eadulf hizo un esfuerzo para abrir los ojos.

– Juro que no beberé nada más. Lo justo para empezar el día. Al menos el aguamiel me ha quitado el dolor de cabeza… por el momento.

– Entonces demos un paseo y preparémonos para las negociaciones. Por cierto, ¿habéis oído lo que ha dicho el hermano Dianach del hermano Solin?

Eadulf se estaba levantando. Frunció el ceño.

– Sólo ha dicho que ha salido temprano. ¿Por qué? ¿Hay que entender algo más aparte de eso?

– Más bien no se ha ido temprano, sino que no ha pasado aquí la noche.

Eadulf la miró con interés.

– ¿Cómo lo sabéis?

– Porque estaba despierta antes de que cantara vuestro gallo infame. La puerta de la habitación del hermano Solin estaba abierta, como lo estaba anoche cuando me retiré a mi cuarto a descansar. El cobertor estaba igual de intacto que anoche. Por consiguiente, no ha pasado la noche en el hostal.

Eadulf se pasó una mano por el pelo, sopesando lo que acababa de oír.

– Cuando salimos de la sala de festejos, él todavía estaba allí, ¿verdad? No, un momento. El hermano Dianach se retiró pronto; un cuerpo pío y sobrio el suyo. Pero recuerdo que el hermano Solin se marchó al poco rato, antes que nosotros. De hecho, poco después de la salida dramática que protagonizó Murgal.

– Por tanto, ¿dónde ha estado toda la noche?

– ¿Insinuáis que puede tener algo que ver con su presencia en Gleann Geis?

– No lo sé, pero deberíamos vigilar al hermano Solin. Me da muy mala espina.

Se disponían a abandonar la sala cuando entró el objeto de su conversación. Parecía desconcertado al verles de pie, como si le estuvieran esperando, y a continuación recuperó la compostura con una sonrisa anodina y les dio los buenos días.

– Aún no hemos estado fuera para saber si serán buenos o no -respondió Fidelma con candidez-. ¿Hace buen día?

– Deberíais levantaros temprano, como hago yo -aconsejó el hermano Solin con aspecto imperturbable, acercándose a la mesa para sentarse.

Empezó a servirse la abundante comida que quedaba en la bandeja. Sin duda tenía mucho apetito.

– ¿Siempre habéis sido tan madrugador? -prosiguió Fidelma sin malicia alguna en la voz-. A mí me cuesta. ¿A vos no, Eadulf?

– Uf, me cuesta lo mío -concedió Eadulf, animándose a participar de la broma-. Sobre todo esta mañana, que me ha molestado el canto de ese condenado gallo. ¿Os ha interrumpido el sueño a vos también, hermano Solin?

– No, yo me he despertado antes. Siempre he sido madrugador.

Eadulf miró a Fidelma, pero ella movió la cabeza para indicarle que no quería que lo acusara abiertamente de no decir la verdad.

– Supongo que es bueno empezar el día con un buen paseo antes del desayuno -sugirió Fidelma, regresando a su lugar en la mesa.

– No hay nada mejor -reconoció el hermano Solin con satisfacción, rompiendo un pedazo de pan para luego cortar otra tajada de queso.

Eadulf empezó a toser para reprimir su indignación. Se había fijado -y estaba seguro de que Fidelma también -en que el hermano Solin llevaba puesta la misma ropa que la noche anterior durante el banquete. Un hombre de posición como el hermano Solin siempre tendría ropa para cambiarse en ocasiones especiales.

Fidelma también se había percatado de que Solin no se había cambiado la ropa de la noche anterior y, para evitar que Eadulf hiciera algún comentario al respecto, se apresuró a intervenir.

– ¿Os importa subir a mi celda para recoger el material que he traído para la reunión con Laisre y el Consejo? -le pidió a modo de clara indirecta.

Eadulf la entendió y subió a las habitaciones. Se detuvo al final de la escalera, para oír el resto de la conversación.

– ¿Hay buenos sitios para pasear por aquí, hermano Solin? -oyó decir a Fidelma.

– Más o menos -contestó el clérigo.

– ¿Adónde habéis ido?

– Más allá del grupo de casas, donde se bifurca el río, a algo menos de medio kilómetro de las puertas exteriores de la ráth -respondió con bastante presteza.

Solin respondía con tanta seguridad, que Eadulf sabía que Fidelma no obtendría nada más aparte de la historia de que había salido a pasear temprano. ¿Qué estaría tramando el obispo de Armagh? ¿Acaso estaban siendo injustos al sospechar que estaba implicado en algún asunto subversivo?

Como si le hubiera leído el pensamiento, Eadulf oyó a Fidelma bajar la voz hasta adoptar un tono confidente.

– Ahora que estamos solos, hermano Solin, permitidme que os pregunte para qué habéis venido en realidad.

Se hizo una pausa y, a continuación, el hermano Solin soltó una carcajada.

– Ya os lo he dicho, sor Fidelma, y seguís sin creerme.

– Me gustaría saber la verdad.

– ¿La verdad de quién? Si no os gusta la verdad, ¿qué queréis oír?

– ¿Juráis por el cuerpo de Cristo que estáis en una misión en nombre de Ultan de Armagh, sólo para evaluar la fuerza de la Fe en los cinco reinos? ¿Por qué? Armagh no tiene jurisdicción en Gleann Geis. Este lugar está bajo la autoridad del obispo de Imleach.

El hermano Solin se rió con un ruido silbante.

– Habéis estudiado en Tara, Fidelma de Cashel. He oído hablar acerca de vos incluso en Ultan. El brehon Morann de Tara fue vuestro mentor. Vuestro consejero en la Fe fue el abad Laisran de Durrow, y fuisteis novicia en Kildare. Os unisteis a la abadesa Etain de Kildare como consejera en el concilio de Whitby. Entonces el obispo Ultan de Armagh os envió a Roma para realizar Dios sabe qué misión. Desde que regresasteis, habéis decidido quedaros en Cashel bajo la protección de vuestro hermano.

Fidelma quedó pasmada al descubrir cuánta información tenía aquel hombre de ella.

– Por lo visto estáis bien informado, hermano Solin -reconoció.

– Soy el secretario de Ultan, como ya os he dicho. Tengo que estar bien informado.

– Pero eso no responde a mi pregunta. Armagh no está aceptada como sede eclesiástica en este reino.

– Trataba de deciros, hermana, que habéis viajado lo bastante para saber algo sobre los derechos de los reyes Uí Néill. Y así como los reyes Uí Néill reivindican sus derechos a la Soberanía Suprema y al dominio sobre los cinco reinos, Armagh también reivindica sus derechos sobre el reino eclesiástico de toda Irlanda.

Fidelma no se inmutó.

– Conozco bien las disensiones entre los Uí Néill y los Eóghanacht sobre el simbolismo de la Soberanía Suprema -afirmó con prudencia-. Son pocas las personas que viven en los cinco reinos que no las conozcan. Los Uí Néill llevan años exigiendo que la realeza de Tara tenga poder sobre los cinco reinos. En el primer encuentro de los reyes de Irlanda, cuando decretaron que elegirían a un rey supremo entre ellos, nunca se entendió como un cargo autocrático, sino como un cargo de «precedencia honorífica». Todos los reyes supremos serían elegidos por los miembros de cada dinastía real, y por ellos mismos cuando les correspondiera. Fue un honor, una muestra de respeto, no una concesión de poder. Consultad las leyes de los cinco reinos y, en concreto, las leyes de realeza. Mostradme una ley que reconozca siquiera un cargo en los cinco reinos superior al de rey provincial.

El hermano Solin se apoltronó en la silla con una mueca burlona.

– ¿Cómo una princesa Eóghanacht no iba a remitirse a la ley cuando ésta favorece a Cashel?

– Hablo como dálaigh -matizó Fidelma con firmeza-. Si hablara como princesa Eoghanacht, me remitiría a la ley de Uraiccecht Bec, «mayor que ningún rey es el rey de Muman».

– Los Uí Néill no están de acuerdo.

– Naturalmente que no -asintió Fidelma sin poder evitar el tono de sorna en su voz.

– Aun así, en el pasado reconocisteis a Sechnassuch como rey supremo. ¿Acaso no habéis estado en Tara y habéis servido en su corte? Incluso habéis reconocido a Ultan como arzobispo.

– Fui convocada a Tara para ayudar a resolver el misterio del robo de la espada del rey supremo. Reconocí la Soberanía Suprema por cortesía, por el honor sacerdotal concebido por los reyes. Pero ningún Eoghanacht reconocería jamás que el rey que ocupa el trono de Tara tiene autoridad suprema sobre estos dominios del sur. Y al dirigirme a Ultan con el título griego de archiepiskopos, no hago sino intentar traducir nuestro título irlandés de comarb de Patricio, ya que un arzobispo supervisa a los obispos de su provincia, del mismo modo que el comarb de Ailbe de Imleach lo hace en Muman.

El hermano Solin movió la cabeza despacio.

– Llegará el día, Fidelma, en que el título de rey supremo dejará de ser un simple título honorífico. El único modo de hacer grande esta tierra, de que no sólo sea una tierra dividida en cinco tristes reinos, es con un rey supremo poderoso que unifique los cinco de una vez por todas.

Los ojos de Fidelma centellearon con osadía.

– Y ese rey supremo sería un Uí Néill, por supuesto.

– ¿Quién puede dirigir mejor a los descendientes de Niall de los Nueve Rehenes? Anoche afirmasteis que Eóghanacht descendía de Eber, hijo de Milesio, pero, ¿acaso los Uí Néill no alegan también que descienden de Eremon, el hijo mayor de Milesio, que gobernó las tierras del norte? ¿Acaso Eremon no mató a Eber cuando intentó usurparle el poder?

A pesar de la exaltación del hermano Solin, Fidelma no subió la voz durante la discusión. Mantuvo un tono sereno y equilibrado.

– Tuve la suerte de conocer a Sechnassuch, hijo de Blathmaic, que ocupa el trono de Tara, en persona. Es un hombre de principios y nunca ansiaría el poder de la manera que decís. Reclama Tara de acuerdo con la costumbre de precedencia. Obedece las leyes de los cinco reinos.

– ¿Sechnassuch? ¡El mocoso de Blathmaic mac Aedo Sláine! -exclamó Solin con sorna.

Entonces una extraña expresión le cambió el semblante, como si se arrepintiera de haber dicho aquello. Cambió de actitud bruscamente.

– Tenéis razón, Fidelma -reconoció en un inesperado tono halagüeño-. Aveces me dejo llevar por mis sueños de que este país tenga un mejor sistema monárquico. Tenéis razón, cómo no. Tenéis toda la razón. Sechnassuch jamás subvertiría su cargo.

Fidelma sabía que el hermano Solin se había dado cuenta de que había hablado demasiado, si bien no lo bastante como para que ella pudiera averiguar qué hacía el clérigo en Gleann Geis.

– Todavía no habéis explicado para qué quiere enviar Ultan un representante a este aislado reducto de la cristiandad -insistió-. Podía haber conocido la situación actual de la fe de otras formas más sencillas.

El hermano Solin se desentendió con elocuencia:

– Quizás Ultan haya oído hablar de las dificultades que Imleach ha tenido en convertir esta zona a la Fe verdadera y por eso me ha enviado para valorar las posibilidades. Quizá sea casualidad que yo haya llegado justo cuando vos estáis negociando la manera en que Imleach traiga claridad a este oscuro valle.

– Tres afirmaciones falsas -saltó Fidelma, refiriéndose a las tríadas de Eireann-. ¡«Quizás», «tal vez» y «me atrevería a decir»!

El hermano Solin se rió al apreciar la erudición de Fidelma.

– Bueno, hermana, si puedo aconsejarla en algo más…

Eadulf estaba inclinado hacia delante para oír la respuesta, cuando oyó una tos superficial a sus espaldas.

– ¿Os encontráis mal, hermano?

Eadulf se irguió ruborizado, y al volverse vio al joven hermano Dianach, que lo miraba con curiosidad. Había olvidado por completo que Dianach había subido a su cuarto.

– Estaba mareado -titubeó, pensando en alguna excusa que explicara su postura-. Poner la cabeza entre las rodillas ayuda a pasar el mareo.

– De modo que eso es lo que intentaba hacer -dijo el hermano Dianach, pero Eadulf intuyó cierta ironía en el tono-. Es muy peligroso hacerlo en la escalera. Aun así, estoy seguro de que os encontraréis mejor, pero me temo que seguís una filosofía equivocada en lo que respecta a mantener un cuerpo sano. Disculpadme, hermano Eadulf.

El joven lo adelantó bajando las escaleras antes de que pudiera darle una respuesta apropiada. Estaba enojado consigo mismo. Seguramente, ahora el hermano Dianach sospecharía de Eadulf al verle agazapado al final de la escalera. Era evidente que estaba escuchando la conversación.

El hermano Solin miró hacia arriba al ver bajar a su escriba, y sonrió brevemente.

– Buenos días, hermano Dianach. ¿Tenéis ya preparado el estilo y las tablas de arcilla?

– Preparados están -contestó el joven.

El hermano Solin volvió a dirigirse a Fidelma.

– Supongo que ya no es necesario insistir en este asunto, teniendo en cuenta que ya está todo claro, ¿no? -preguntó con un ligero tono enfático.

Fidelma lo miró sin alterarse.

– Estoy de acuerdo -dijo a su vez-. Por el momento.

El hermano Solin se levantó y se limpió los restos de comida de las comisuras.

– Venid conmigo, hermano Dianach -instó al escriba, dirigiéndose hacia la puerta-. Debemos prepararnos para la asamblea de esta mañana -añadió, lanzando una mirada a Fidelma que ella no supo interpretar.

En cuanto cerraron la puerta, Eadulf bajó corriendo las escaleras.

– Dianach me ha sorprendido escuchando en la escalera… -empezó a decir.

– Entonces habéis oído lo que hemos estado hablando -lo interrumpió Fidelma.

– Sí. Creía que…

– Es evidente que el hermano Solin oculta algo -volvió a interrumpirlo Fidelma-. Ultan de Armagh nunca se preocuparía por este páramo. Hay algo más. Pero, ¿qué? Es frustrante. ¿Qué intenciones tiene Solin en realidad?

– Según cierta teoría, si hay que mentir, lo mejor es incorporar la máxima verdad posible en la mentira para hacerla creíble -sugirió Eadulf.

Fidelma se lo quedó mirando un momento y luego mostró una amplia sonrisa.

– A veces me recordáis las cosas más evidentes, Eadulf -dijo tras una pausa-. Sin duda mentía acerca de dónde ha pasado la noche. No obstante, cuando le he preguntado adónde había ido a pasear esta mañana, ha sido capaz de describir el lugar con exactitud y sin vacilar. Quizás allí es donde estuvo anoche. Lo mejor será que, cuando la negociación de esta mañana concluya, vayamos a dar un paseo por allí para ver si podemos descubrir algo.

Miró por la ventana y cayó en la cuenta de que se estaba haciendo tarde.

– El Consejo no tardará en reunirse. De todos modos, creo que deberíamos dar un breve paseo para despejar nuestras mentes.

El hermano Eadulf se lamentó con expresión dolorida:

– Me temo que hará falta algo más que un paseo para despejarme. Ese vinazo todavía me impregna el cuerpo de la cabeza a los pies. Creo que me hace falta algo más que aire fresco para mantenerme en pie toda la mañana.

A pesar del sufrimiento, Eadulf se dejó convencer y acabó acompañando a Fidelma a pasear, si bien habría preferido tumbarse en la cama y seguir durmiendo. Tenía náuseas y se sentía débil. Tenía la piel sudada e irritada, y la boca seca.

Fuera de la ráth había varias personas que iban de acá para allá ocupados en sus quehaceres cotidianos, pese a que para muchos el festejo no había terminado hasta el alba. Algunos saludaron a Eadulf y a Fidelma sin dar muestras de recelo; de hecho, hubo quien incluso se mostró simpático con ellos. Ahora bien, todos miraban con curiosidad a Fidelma, ya que la canción en respuesta a Murgal se había convertido en el chismorreo del lugar.

Al cruzar el patio de la ráth hacia las puertas de acceso, Fidelma se detuvo y señaló un carro que las atravesaba en aquel momento, tirado por un asno rechoncho. Parecía ir cargado con plantas de distintas clases. Una mujer esbelta exhortaba al asno a hacer un mayor esfuerzo, mientras éste hacía lo que podía para arrastrar la carga.

Fidelma le dio un codazo a Eadulf.

– ¿No es aquella la que se enfrentó a Murgal en el banquete de anoche? -susurró.

Eadulf, con los ojos entornados, alzó la vista y enseguida reconoció a la mujer, a pesar del abrigo con capucha que la cubría. Llevaba un vestido menos agraciado que el que había lucido la noche anterior.

Fidelma se acercó a ella, y Eadulf la siguió.

– Marga, ¿verdad?

La mujer se dio la vuelta. Fidelma vio unos ojos de un azul tan claro que le recordaron al hielo. La blancura del semblante que tenía ante sí no mostraba emoción alguna. Los largos mechones de su cabellera eran del color del maíz. Fidelma no se había equivocado la noche anterior: era una mujer atractiva. Y no cambió su apreciación. Marga era alta y, a pesar de la luenga capa negra, que acentuaba su palidez y el color rubio de sus cabellos, Fidelma sabía por la noche anterior que tenía un cuerpo grácil y bien formado y que al andar se movía con una agilidad felina.

Hablaba con un murmuro silbante.

– No lo sé, Fidelma de Cashel. ¿Cómo estáis tan familiarizada con mi nombre?

– Sé vuestro nombre porque alguien me lo dijo, como alguien os dijo el mío, así que os saludo. ¿Me equivoco al decir que sois Marga, la boticaria?

– Marga soy, y curo a las personas en nombre de Airmid, la diosa que guarda el secreto de Dian Cécht del Pozo de la Curación.

Hizo aquella afirmación como un desafío, pero Fidelma la desoyó.

Airmid era una de las antiguas diosas. Fidelma conocía bien la historia. Era hija del dios de la medicina, Dian Cécht, y hermana de Miach, otro dios consagrado a la medicina. Cuando Miach demostró ser mejor médico que su padre, éste lo mató de ira. De su tumba crecieron trescientas sesenta y cinco hierbas curativas. Contaba la leyenda que Airmid recogió las hierbas de la tumba de su hermano y las colocó sobre la capa que llevaba, según el orden de sus propiedades curativas. Dian Cécht, que todavía sentía celos de Miach, dio la vuelta al abrigo, furioso, y mezcló irremediablemente las hierbas, de manera que ningún humano conocería jamás el secreto de la inmortalidad que guardaban.

– Que la salud sea vuestra poción, Marga la Curandera -respondió Fidelma con gravedad-. Espero que hayáis aprendido algunos de los secretos que vuestro dios, Dian Cécht, nos ocultó.

Marga entornó los ojos.

– ¿Ponéis en duda mis conocimientos, Fidelma de Cashel? -susurró con voz amenazadora.

– ¿Por qué iba a hacerlo? -preguntó Fidelma con aparente inocencia, al tiempo que reparaba en el carácter apasionado de la muchacha-. Tengo escasos conocimientos de los cuentos antiguos, pero todo el mundo sabe qué hizo Dian Cécht para evitar que los mortales tuvieran pleno conocimiento de las propiedades curativas. Creía que…

– Ya sé qué creíais -la interrumpió Marga, aflojando el arnés del asno-. Con permiso, tengo muchas cosas que hacer.

– Como todos, cada uno y cada una a su manera. Pero antes me gustaría haceros unas preguntas.

Marga se mostró más descortés aún.

– Sin embargo, yo no tengo ganas de responderlas. Si me permitís…

Hizo ademán de marcharse, pero Fidelma se lo impidió con una mano, sonriendo. Fidelma tenía fuerza y, al final, Marga hizo un gesto de dolor.

– Y yo no tendré más ocasiones para hacerlas -explicó Fidelma, examinando el carro con detalle-. Parece que habéis estado recogiendo hierbas y plantas para vuestros remedios.

Marga se mostró firme.

– Salta a la vista -contestó con frialdad.

– ¿Yejercéis vuestra profesión en la ráth?

– Así es.

Marga miró furtivamente hacia la esquina de un edificio al otro lado del patio y la centró en un edificio elevado de tres plantas con una curiosa torre achaparrada en un extremo. Fidelma siguió el movimiento involuntario y vio una puerta cerca de la esquina. Junto a ella colgaban unos manojos de hierbas secas.

– ¿Así que ésa es vuestra botica?

Marga se desentendió de la pregunta de un modo casi insolente, pero a Fidelma no le importó.

– No veo a qué viene este interrogatorio -dijo con impaciencia la pálida herborista.

– Disculpad -contestó Fidelma, contrita-. Se trata de mi amigo…

Eadulf las miró, aturdido, y luego trató de recobrar la compostura.

Aquellos ojos pálidos lo miraron sin cambiar de expresión.

– Veréis -prosiguió Fidelma con resolución-, anoche mi amigo bebió demasiado zumo de la viña.

– ¡Vino galo! -murmuró Marga-. Se estropea al transportarlo, a menos que sea bueno. Pero Laisre no puede ofrecer nada mejor, salvo para él y su familia. Lo cierto es que hubo quienes tomaron mucho más del que podían tolerar.

– ¿Os referís a Murgal? -se apresuró a preguntar Fidelma.

Se hizo un silencio.

– Sois muy tenaz, cristiana. Sí, me refiero a Murgal. Pero eso no es asunto vuestro…

– Por supuesto que no -admitió Fidelma con una sonrisa-. Pero mi amigo, aquí presente, necesita un remedio a base de hierbas para su destemplanza. Ha pensado que tal vez podríais venderle algo.

A Eadulf le sorprendió aquella mentira, pues sabía tanto de remedios a base de hierbas como el que más, ya que había estudiado sobre el tema. Marga lo miró con gesto agrio. Eadulf se sonrojó ante su mirada fulminante.

– Supongo que os duele la cabeza y tenéis el estómago revuelto.

Eadulf asintió sin decir nada, pues no osaba abrir la boca.

La boticaria se volvió para rebuscar en el carro. Sacó unas hojas radicales de unos veinte centímetros de largo, que se estrechaban en un tallo bifurcado. Eadulf las reconoció nada más verlas. La dedalera era una planta bastante común que crecía en setos, zanjas y colinas boscosas.

– Usad solamente las hojas, hervidlas en agua y tomad la infusión. Tiene un sabor amargo, pero al rato notaréis sus efectos beneficiosos. ¿Lo habéis entendido, sajón?

– Sí -respondió Eadulf en voz baja.

Tomó las hojas y las introdujo en su bolsa.

– La moneda más pequeña que tengo es un screpall -murmuró, entregándosela, pero Marga no la aceptó.

– En el valle no usamos monedas, sajón. Sólo confiamos en el trueque, incluso con el mundo exterior. Quedaos con vuestra moneda y llevaos las hojas como muestra de caridad de una pagana a un cristiano.

Eadulf iba a darle las gracias con mucha seriedad, hasta que Fidelma lo interrumpió con una sonrisa.

– Supongo que mucha gente está sufriendo los efectos de un mal vino, ¿no es así?

– No tanta. Quienes prefieren beber vino en vez de aguamiel han desarrollado la capacidad para soportarlo.

– Aun así, ¿hubo anoche algún afectado?

Marga contestó con desinterés:

– Unos cuantos. Casi todos los puercos prefieren echarse a dormir el vino.

– Y Murgal, ¿acostumbra Murgal a beber tanto?

Marga entrecerró los ojos de rabia, y luego pareció reflexionar y calmarse.

– Lo cierto es que no ha recurrido a mi ayuda, ni yo se la habría proporcionado. Os aplaudo por esto, Fidelma de Cashel: anoche le disteis al puerco la respuesta que merecía.

– No parece que sintáis demasiada simpatía por Murgal.

– ¿Acaso no os disteis cuenta? -preguntó Marga con ironía.

– Me di cuenta.

– Murgal cree que puede coger cuanto se le antoje en la vida. Se atrevió a tocarme con sus asquerosas manazas. Ahora ya tiene motivos para saber que no debe tomarse ciertas libertades.

– Claro -dijo Fidelma con seriedad.

Marga la miró con suspicacia.

– ¿Eso queríais saber? -solicitó con cierta petulancia.

– En absoluto. Eadulf realmente necesitaba algo para purgar su malestar.

Marga les dedicó una última mirada suspicaz antes de tomar las riendas del asno para tirar de él y cruzar el patio. Entonces se detuvo en seco y se dirigió a Eadulf:

– Tened cuidado con la infusión de esas hojas, sajón -avisó-. Si no se toma de la forma correcta, la planta tiene propiedades venenosas. La dosis varía según la persona. En vuestro caso, diría que uno o dos sorbos.

Luego se volvió otra vez y siguió adelante, tirando del burro, hacia la botica.

Eadulf soltó un suspiro de alivio y se secó la frente.

– Me alegro de que haya tenido el detalle de decírmelo -observó con la voz apagada, mirando asqueado las hojas.

– ¿Por qué? -preguntó Fidelma con interés.

– Porque, conociendo las hierbas como las conozco, creía que pretendía envenenarme. Si no me hubiera advertido y yo no hubiera sabido nada acerca de estas hojas, bien podría haber muerto después de tomarme la infusión. Una cosa es un sorbo, pero tomarse el brebaje entero es otra muy distinta.

Fidelma se dio la vuelta y se quedó mirando con interés la figura de la boticaria, que desapareció en la ráth.

– Quizás al principio no le gustasteis, Eadulf -dijo esbozando una sonrisa.

– ¿Como extranjero, como cristiano o para preveniros de una muerte prematura.como hombre? -inquirió el sajón.

Fidelma soltó una risilla y dijo:

– Bueno, al menos ahora le gustáis lo bastante

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