Capítulo 12

Rudgal salió de la sala delante de Fidelma, que lo siguió en silencio. No había nada más que decir. Por primera vez en su vida, a pesar de las muchas ocasiones en que había corrido peligro, Fidelma tuvo una sensación parecida al pánico. Nueve días encarcelada en una celda por una acusación de asesinato, sin poder interrogar a nadie ni recoger pruebas en su propia defensa, era una perspectiva aterradora.

Rudgal la condujo a través del patio adoquinado. Entre los grupos de personas que había allí, las conversaciones se habían animado: ya no eran murmullos contenidos. La gente estaba enardecida. En vano, Fidelma buscó con la vista a Eadulf. Rudgal la llevó a un edificio situado frente a la ráth, detrás de las cuadras. Era un edificio de una sola planta, bajo y ancho, y de granito. El único acceso era una gran puerta de madera. Rudgal la empujó y, al abrirse, Fidelma oyó un fuerte clamor de voces y burdas risotadas procedentes del interior. Al parecer, Rudgal leyó lo que le pasaba por la cabeza a Fidelma.

– Aquí vivimos los voluntarios para servir al jefe como escolta, sor Fidelma. Cuando nos quedamos en la ráth, empleamos este sitio como vivienda, y es el único edificio donde podemos encerrar a alguien que infrinja la ley. En un extremo del edifico hay una única celda. La llamamos la Cámara de Aislamiento. No hagáis caso del barullo. Me temo que algunos de los hombres aún están borrachos después del festejo de anoche.

Rudgal la trató con delicadeza, lo cual ella agradeció. Se alegraba de que le hubieran encargado a él la desagradable tarea de escoltarla hasta la prisión, y no a Artgal.

Fidelma lo precedió al entrar al edificio. Él la siguió y cerró la puerta antes de guiarla a través de un corto pasillo donde los guardias continuaban su propia fiesta, luego giraron a la derecha, hasta una puerta con una pesada llave de hierro en la cerradura.

– Me temo que es un sitio poco confortable, sor Fidelma -dijo Rudgal al abrir la puerta.

– Trataré de arreglármelas -dijo Fidelma con una sonrisa lánguida.

Rudgal parecía avergonzado.

– Sólo tenéis que pedir, y haré lo que esté en mis manos para ayudaros, siempre y cuando no me pidáis que rompa mi juramento de lealtad hacia mi jefe.

Fidelma lo miró con solemnidad.

– Os prometo que no os pediré que rompáis el juramento… a menos que comporte un juramento superior.

El carrero la miró extrañado.

– ¿Un juramento superior? ¿Os referís a un deber para con la Fe?

– Ni siquiera eso. Vuestro jefe juró lealtad a Cashel. Cashel está por encima de todas las cosas. Si vuestro jefe rompe el juramento con Cashel, entonces vos sois libre de romper el juramento que hicisteis con él, pues esto significa que se habrá rebelado contra su rey. ¿Lo comprendéis?

– Creo que sí. Haré lo que pueda por ayudaros, sor Fidelma.

– Agradezco vuestro servicio, Rudgal.

Fidelma examinó la celda con disgusto. Era un lugar frío y húmedo con un jergón de paja en el suelo y poco más. Apestaba, y era evidente que no lo habían usado desde hacía tiempo. La única ventana que había era una minúscula abertura elevada en una pared. Rudgal trajo una lámpara de aceite, la encendió, y observó la celda con aversión.

– Es lo más que puedo hacer, sor Fidelma -se disculpó una vez más.

Fidelma casi tuvo ganas de sonreír, tal era la congoja que mostraba Rudgal.

– No sois vos el responsable de mi reclusión, Rudgal. La desgracia me ha traído aquí, y ahora debo usar la cabeza para salir.

– ¿Deseáis algo más, hermana? -volvió a preguntarle Rudgal.

Fidelma sabía que le haría esa pregunta.

– Sí. Necesito unos efectos personales del hostal. El marsupium, por ejemplo. ¿Podríais ir y pedir al hermano Eadulf, que estará durmiendo, que me los traiga cuanto antes?

– ¿Que el sajón venga aquí…? -dudó Rudgal.

– No os inquietéis, Rudgal. El hermano Eadulf deberá representarme como dálaigh ahora que no tengo libertad de movimiento. Me corresponde por derecho nombrarlo como tal para que me defienda y, como dálaigh, puede realizar visitas sin restricciones.

– Muy bien, hermana; iré a buscar al sajón.

Vaciló un momento antes de salir, y recordó que debía cerrar la gran puerta de madera tras de sí con un golpe estruendoso. Fidelma oyó cómo giraba la llave en la gran cerradura de hierro, y la invadió una sensación poco familiar de abatimiento. Jamás había sentido tanta desesperación.

Trató de ser práctica y volvió a centrar sus pensamientos en la supervivencia más inmediata; miró con repugnancia cada rincón de aquella celda húmeda y oscura. La pestilencia era intensa. Se estremeció y se rodeó los hombros con sus propios brazos, como si así hallara consuelo.

Algo se movió entre la paja del jergón. La forma gris y oscura de una rata se escabulló por un agujero entre los bloques de granito. Fidelma tuvo un brusco escalofrío y empezó a caminar de un lado a otro de la celda. Esperaba que Eadulf no tardara mucho. Después de darle instrucciones, intentaría evadirse con el arte del aeread, una forma de meditación que innúmeras generaciones de místicos irlandeses habían utilizado para sosegar pensamientos superfluos y alteraciones mentales, y alcanzar así el estado de sitcháin o paz. En épocas de intranquilidad, solía recurrir a esta práctica, pero jamás se había encontrado con tanta necesidad del arte meditativo como en aquel momento.

Pasó un buen rato, que a Fidelma le pareció una eternidad, hasta que Eadulf entró en la celda con la tez pálida. Rudgal venía detrás de él. La preocupación le había demacrado las facciones del rostro.

– Fidelma, ¿qué desgracia os ha traído hasta aquí? Rudgal me ha contado a grandes rasgos lo sucedido. Pero, decidme, ¿qué puedo hacer para sacaros de este lugar?

Fidelma estaba de pie en medio de la celda con una sonrisa serena en los labios para aplacar la inquietud de Eadulf.

Rudgal habló antes de que ella le respondiera:

– Mientras vos dais instrucciones al sajón, voy a ver si encuentro algo que haga vuestra estancia en esta celda más soportable.

Los dejó solos y cerró la puerta de madera al salir.

– ¿Qué puedo hacer? -preguntó Eadulf con tal aflicción en la voz que incluso sonó sobrenatural entre las paredes retumbantes de la celda-. Dios, merezco ser castigado. Estaba tan profundamente dormido, que no me he despertado hasta que ha venido Rudgal a decirme que estabais aquí. ¿Por qué no me habéis despertado al salir del hostal? Quizás hubiera podido impedir que esto ocurriera. De haber estado en vuestro lugar…

– Antes de nada, Eadulf, debéis calmaros -le ordenó Fidelma con dureza-. Ahora sois la única esperanza que tengo para salir de aquí.

Eadulf tragó saliva.

– Decidme qué debo hacer.

– Lo lamento, pero no puedo ofreceros asiento en este lugar, y me temo que el jergón de paja no es cómodo; además, está lleno de bichos. Así que os explicaré lo que ocurrió de pie.

Cuando Fidelma ya relataba el final de los hechos, la puerta de la celda volvió a abrirse. Era Rudgal, que traía un banco de madera.

– Excusad, hermana, que me demorara tanto, pero he ido a buscar una cama y un banco para que podáis sentaros. Traeré la cama en un momento, así evitaréis la humedad y el frío del suelo. Entretanto, este banco os será útil.

Fidelma agradeció encarecidamente la atención del guerrero.

– Rudgal se ha ofrecido a ayudarnos, y creo que podemos confiar en él -añadió para animar a Eadulf.

Rudgal empujó el banco contra una de las paredes más secas de la celda y volvió marcharse.

Fidelma se sentó y puso al día a Eadulf sobre su terrible situación. Eadulf expresó su angustia con un gruñido cuando su compañera hubo acabado y abrió las manos en señal de desesperación.

– Con Laisre y Murgal en contra, no sé qué voy a hacer.

– Debéis encontrar el modo -dijo ella con firmeza-. Al fin y al cabo, es una labor propia de un dálaigh.

– Pero yo no he estudiado vuestra ley -protestó Eadulf.

– Sin embargo, yo sí. Os daré consejo y deberéis hallar un modo de demostrar que he dicho la verdad. Es desconcertante. Orla y Colla parecen tan convincentes… Pero Eadulf, os juro que la vi salir de las cuadras. Deben de estar mintiendo. Y el hecho de que la haya identificado parece haber inquietado profundamente a su hermano Laisre. Supongo que representa un deshonor para su familia, pero estoy convencida de que, si esto no fuera más que una cuestión de palabra entre Artgal y yo, Laisre habría rechazado la de Artgal. El hecho de haber implicado a su hermana ha despertado su ira contra mí.

– No veo por qué deba estar tan furioso como para privaros de una vista justa.

– Ah, el honor familiar siempre es difícil de entender. No puedo decir que tenga una actitud injusta. Ni que lo sean los actos de Murgal. Ambos actúan según dicta la ley.

– Bueno, pero tengo que sacaros de aquí. ¿Qué medidas debo tomar?

– Debo limpiar mi nombre y descubrir quién ha matado al hermano Solin, pero no puedo hacerlo mientras esté encerrada en esta celda. Murgal ha dicho que debo permanecer aquí nueve días antes del juicio, como dicta la ley.

Eadulf se pasó una mano por el pelo, frunciendo el ceño.

– Pero si no recuerdo mal, en vuestros tribunales, a las personas de alto grado que pueden pagar una fianza se les permite salir si juran que comparecerán ante el tribunal el día del juicio.

Fidelma sonrió en señal de apreciación por los conocimientos de Eadulf.

– Recordáis bien. Esa ley existe. Debéis averiguar si podemos aplicarla para liberarme. Tienen una biblioteca a cargo de Murgal. ¿Recordáis que os mostré el edificio donde está?

Eadulf hizo un gesto afirmativo.

– Entonces debéis buscar la ley que trata esta cuestión. Luego deberéis acudir a Murgal, pues recordad que es el brehon de este valle. Pedidle una audiencia para preguntarle si puedo salir bajo fianza y comparecer en el juicio dentro de nueve días. En libertad podría demostrar qué manos empuñaron el cuchillo que acabó con la vida del hermano Solin.

– ¿Creéis que aquí tendrán una biblioteca con libros sobre leyes? -preguntó Eadulf angustiado-. Murgal es un pagano.

Fidelma se echó a reír entre dientes a pesar de su situación.

– Ya seamos paganos, ya seamos cristianos, somos un pueblo ilustrado, Eadulf. Los druidas tenían libros mucho antes de la llegada de Patricio y de adoptar el alfabeto latino. ¿Acaso no rendíamos culto a Ogma, dios de las letras y el saber, al cual debemos el nombre de nuestro alfabeto? Y la ley es la misma ley, millones de años anterior a la llegada de la Fe a nuestras costas.

Eadulf apretó los labios en un gesto de desaprobación.

– ¿Me estáis sugiriendo que pregunte a Murgal si tiene estos libros de leyes?

Fidelma adoptó un tono serio.

– Ya sea pagano o cristiano, ya sea consejero de Laisre o no, Murgal es un brehon y, como tal, ha jurado ceñirse a los dictados de la ley.

Eadulf movió la cabeza, poco convencido.

– Y si me concede permiso, ¿qué libro debo buscar?

– Antes debéis leer el texto titulado Cóic Cañara Fuffll, las cinco vías judiciales. Analizad también el Berrad Airechta. Creo que en estas obras hallaréis los procedimientos de mi situación. Estudiadlos bien y seguid la vía que la ley dicte para ponerme en libertad.

– Debo recordaros, Fidelma, que no estudié derecho en este país -se quejó Eadulf-. Sólo los pormenores de nuestra doctrina y la práctica de la medicina.

– Muchas veces me habéis dicho que en vuestro reino sois juez por herencia, Eadulf. Ahora es el momento de emplear vuestro talento. Habéis conocido los métodos que aplico y me habéis visto ejercer mi oficio ante un tribunal muchas veces. Consultad «las cinco vías judiciales» y estudiad la ley de seguridad llamada árach. Deposito toda mi confianza en vos, Eadulf.

Eadulf se levantó, algo incómodo.

– Trataré de no decepcionaros.

Extendió los brazos y la tomó por los hombros. Quedaron así un momento. Se miraron a los ojos y, con un leve rubor en las mejillas, Eadulf se dio la vuelta para ir hasta la puerta. Ésta se abrió casi al instante, como si Rudgal hubiera estado esperando para hacerlo. El guerrero se hizo a un lado para que Eadulf saliera.

Instantes después, Rudgal entró en la celda con un catre de madera. Luego trajo sábanas, y una jarra con agua. El guerrero se mostró inquieto.

– El hermano sajón parece preocupado, sor Fidelma -le susurró mientras colocaba el catre en la celda y, antes de que ella pudiera decir nada, añadió-: Espero que esto haga más cómoda vuestra estancia aquí.

– Como favor personal, Rudgal, o como favor a la Fe, os pediría que estuvierais pendiente del hermano Eadulf. Podría necesitar ayuda. Ayudadle del mismo modo que me ayudaríais a mí.

– Así lo haré, sor Fidelma. Yo me encargaré de ello.

Sin decir más, Fidelma se sentó en el banco y empezó a serenarse para el dercad. Ni siquiera oyó a Rudgal salir de la celda o cerrar la puerta de madera.


Todavía quedaban unas horas para el amanecer, y Eadulf se dio cuenta de que hasta entonces no podría acudir a Murgal para pedirle permiso de acceso a la biblioteca. De hecho, Murgal se habría retirado tras pasar la noche en vela. Eadulf sabía que, si quería ayudar a Fidelma, debía moverse con cautela. Hacía dos noches que no dormía bien, de modo que decidió que intentaría dormir una o dos horas más. Pese a su turbación, en cuanto descansó la cabeza sobre la almohada, quedó sumido en un sueño profundo.

Se despertó con la actividad procedente de la sala principal. Por un momento, Eadulf había olvidado lo sucedido la noche anterior. Luego le vino a la mente como una oleada desazonante. Se levantó y bajó al cuarto de baño.

Al verle, Cruinn le lanzó una mirada ensombrecida. El joven monje, el hermano Dianach, se hallaba sentado en un rincón con una manifiesta expresión afligida. A medida que Eadulf bajaba las escaleras, el semblante del muchacho se fue endureciendo. Quedaba claro que la muerte del hermano Solin y la detención de Fidelma habían sido el tema de conversación de aquella mañana en la ráth.

– ¿Por qué lo hizo? -preguntó el hermano Dianach en un feroz tono acusativo, que sentó a Eadulf como un jarro de agua fría.

El muchacho se puso de pie, como si fuera a amenazar físicamente a Eadulf.

– ¿Tanto le odiaba?

Eadulf se detuvo en el primer escalón, mirando al hermano Dianach con tristeza.

– Sor Fidelma no ha matado al hermano Solin -respondió con calma.

Cruinn musitó algo con rabia contenida. Aquella mujer alegre y corpulenta parecía ahora una arpía vieja y malcarada.

Eadulf los miró a ambos y luego se encogió de hombros. Saltaba a la vista que ninguno de los dos estaba dispuesto a escuchar la versión de Fidelma sobre los hechos. Dio media vuelta para dirigirse al cuarto de baño. Cuando terminó de asearse y salió a la sala, no había rastro de la presencia de Cruinn ni del hermano Dianach. Eadulf subió a su cuarto y se vistió. Al bajar otra vez, advirtió que Cruinn no le había preparado nada para el desayuno. Aquella era su forma de protestar. Eadulf suspiró y buscó algo para comer.

Tras un sobrio desayuno de pan seco, fiambres y aguamiel, salió dispuesto a realizar el primero de sus objetivos. En el edificio que Fidelma había dicho que albergaba la biblioteca, la primera persona a la que encontró fue a Marga, la atractiva boticaria. Después de saber por Fidelma que había tenido un arranque de ira contra él al descubrir que tenía estudios sobre plantas medicinales, Eadulf esperaba que pasara sin decirle nada, de modo que le asombró que se detuviera frente a él.

– No puedo decir que lamente lo ocurrido -dijo sin preámbulos, revelando así que también estaba al corriente de la noticia-, ya sea a ese puerco de Solin, o a vuestra amiga cristiana. Ambos merecen estar en vuestro Más Allá. Es comprensible que cualquier mujer que se topara con Solin deseara acabar con su vida.

Eadulf se mantuvo en sus trece.

– Tenéis derecho a expresar vuestra opinión, Marga. Pero Fidelma no mató al hermano Solin.

La muchacha lo miró con incredulidad.

– ¿No me digáis? ¿E intentaréis demostrarlo?

– Lo demostraré -la corrigió Eadulf-. Descubriré la verdad.

Marga añadió con desprecio:

– Sí, claro. Hablando de la verdad… Os ofrecí la dedalera, pensando que estaba ayudando a alguien profano en medicina. Dado que mentisteis, ahora debéis pagar las hierbas. Como veis, valoro la verdad, sajón. Creo que al brehon también le gustará saber qué valor dais vos a la verdad.

Eadulf enrojeció. Sacó el portamonedas y le tendió la mano con un screpall.

– Tomad y prosperad -dijo sin más.

Marga tomó la moneda, la examinó y luego, con gesto amanerado, la dejó caer al suelo. Sonreía con satisfacción. Parecía esperar que Eadulf se agachara a recogerla, pero éste se limitó a mirarla directamente a los ojos antes de acceder al edificio.

No iba a ser tarea fácil conseguir su propósito si todo el mundo en la ráth estaba convencido de que Fidelma era culpable antes de juzgarla.

Subió a la torre donde esperaba encontrar la estancia de Murgal y la biblioteca. Pero había muchos pasillos y diversas puertas. Se quedó allí de pie, sin saber qué hacer.

– ¡Ah, el sajón! ¿Qué hacéis aquí?

De pie, en la puerta de una de las dependencias, estaba Esnad, la hija de Orla. Eadulf reparó en las facciones coquetas de la joven, que estaba apoyada en la jamba, mirándolo con una sonrisa seductora.

– Busco la biblioteca de Murgal -explicó.

– ¡Oh, libros! -exclamó con un mohín-. ¿Por qué, en vez de ir a la biblioteca, no entráis y echamos una partida de Brandub? -le preguntó, haciendo un ademán que lo invitaba a pasar-. Éste es mi aposento.

Eadulf se ruborizó al desconcertarle la descocada actitud de la joven.

– Tengo muchas cosas pendientes, Esnad -dijo con respeto al recordar que, al fin y al cabo, era la hija del tánaiste-. Si fuerais tan amable de indicarme dónde está la biblioteca de Murgal…

– ¿Para qué queréis mi biblioteca, sajón? -el grave tono de voz del druida sorprendió a ambos.

La inquisitiva figura de Murgal estaba a los pies de la escalera.

Esnad soltó un bufido de disgusto. Entró en su estancia, airada, y dio un portazo al cerrar.

El monje sintió cierto alivio y se volvió hacia el druida, casi con gratitud.

– En realidad os buscaba a vos con la intención de pediros permiso para realizar una consulta en vuestra biblioteca.

– ¿Y en qué puedo serviros? -preguntó, arqueando las cejas.

– Necesito dos textos jurídicos que quizá tengáis.

Murgal mostró su sorpresa.

– ¿Y para qué os hacen falta esos textos?

– Habéis encarcelado a Fidelma de Cashel.

– Así es -reconoció sin más.

– Me ha designado como brehon para defenderla.

Murgal lo miró más sorprendido aún.

– ¿Vos la representaréis? Pero si sois extranjero y no tenéis el título de dálaigh; por tanto, no podéis ejercer como tal.

– Una persona que carece de título en leyes tiene pleno derecho a llevar un caso ante un brehon si quiere correr el riesgo -señaló Eadulf-. Incluso un extranjero. Conozco vuestra ley suficientemente bien para saber al menos que eso es así.

Murgal guardó un momento de silencio y al final concluyó:

– A esta clase de personas se las llama «personas sin lengua», y si hacen perder el tiempo al tribunal se les puede imponer una cuantiosa multa. ¿Estáis dispuesto a asumir el riesgo?

– Lo estoy.

– Bien -aceptó Murgal-. Debo decir que no me sorprende que le deis apoyo. Pero poco tendréis que intervenir, pues el caso es bastante claro. Su culpabilidad es evidente.

Eadulf enrojeció de indignación.

– ¿Y ya habéis decidido qué motivos llevaron a Fidelma a matar a un clérigo de su misma doctrina? -le exigió.

– Oh, claro que sí. Cuando los cristianos no encuentran con quien enfrentarse, se enfrentan entre ellos. ¿Cómo lo llamáis vosotros, los defensores de Roma? ¿Odium theologicum? Siempre existe odio recíproco entre vosotros.

– Veo que, como brehon, ya habéis emitido un veredicto -le espetó Eadulf-. Acaso debería ampliar vuestros conocimientos de latín con la frase maxim audi alteram partem: escuchad a la otra parte.

Murgal parpadeó y, por un instante, Eadulf creyó que el druida iba a estallar en cólera. Entonces, para asombro del monje, Murgal soltó una carcajada.

– ¡Bien dicho, sajón! ¡Bien dicho! Podéis consultar los libros de leyes de mi biblioteca, y espero que os sirvan de algo.

– Quisiera pediros algo más.

– ¿En qué más puedo serviros?

– Fidelma de Cashel está encarcelada hasta el día del juicio.

– Sí. La ley establece una limitación de nueve días en caso de juicio por asesinato -explicó Murgal-. Pasado ese tiempo, tendrá que responder ante la ley. Nadie es inmune a este proceso.

– Pero Fidelma de Cashel no puede preparar su defensa a menos que esté en libertad.

– La ley es la ley, sajón. Ni siquiera yo puedo cambiar una ley para adaptarla a un individuo.

Eadulf inclinó la cabeza en reconocimiento.

– La ley es la ley -repitió despacio-. Pero, en ocasiones, la restricción de la ley está sujeta a una interpretación. Lo cierto es que la palabra de Fidelma de Cashel, una mujer de rango en este país, basta para que sea puesta en libertad y que valga como árach o fianza hasta el juicio. Al encarcelarla no aplicáis la justicia con rigor.

Murgal lo miró pensativamente.

– Parece que conocéis nuestra ley lo suficiente para emplear conceptos como el del árach, sajón.

Eadulf decidió que más valía ser sincero.

– Sé bastante poco, por eso necesito consultar vuestros textos legales. Pero como represento a Fidelma de Cashel, quisiera solicitar una audiencia con vos mañana a fin de alegar en su favor para que sea puesta en libertad antes del juicio.

– ¿Qué libros de leyes queréis? -preguntó Murgal con interés.

Eadulf le dio el título de los libros que Fidelma le había indicado. Murgal caviló unos instantes.

– Sabia elección la vuestra, sajón -reconoció a su pesar.

Hizo una señal para que lo siguiera y subió por las escaleras para entrar luego en una sala de la torre. A Eadulf le sorprendió ver tantos libros, unos colgados de estacas de madera y otros guardados en estanterías. En algunas incluso había bastones, que reconoció como los «bastones de los poetas» que había visto otras veces: eran textos redactados en la antigua escritura irlandesa ogham, datados siglos antes de que la Fe llegara a Irlanda. Con resolución, Murgal fue derecho a dos bolsas de piel y extrajo los volúmenes del interior.

– Aquí tenéis los textos que buscáis. Lleváoslos a la casa de huéspedes, pero devolvedlos cuanto antes -requirió, entregándole los libros a Eadulf.

– Los consultaré con detenimiento, no os preocupéis.

Murgal lo acompañó hasta la puerta y volvió a cerrarla.

– ¿Y en cuanto a la audiencia que os he solicitado? -insistió Eadulf-. ¿Escucharéis lo que tengo que decir para que Fidelma sea puesta en libertad antes del juicio?

Murgal movió la cabeza en señal de disensión.

– No puedo daros una respuesta inmediata. Esta cuestión debe ser meditada. Para convocar una audiencia hacen falta argumentos de peso, la petición podría ir en contra de los deseos de mi jefe Laisre.

– ¿Acaso la ley no se antepone a los deseos de un jefe?

– ¿Ése es vuestro único argumento? -preguntó Murgal con una leve sonrisa.

– No. No. Existe un argumento de peso, y es que Fidelma de Cashel no es solamente una religiosa, ni una simple abogada de los tribunales de Irlanda. Además es la hermana del rey de Muman y, como tal, su rango debe ser respetado. Tiene pleno derecho a saber que puede ser puesta en libertad con su propia fianza.

– Os daré mi respuesta antes de que despunte el día. También dependerá de si habéis dado con la vía adecuada para este juicio en los libros que tenéis. Que la justicia os guíe, sajón.

Tras esta despedida, Eadulf se encaminó pensativo hacia la casa de huéspedes. Cuando pasaba bajo la pasarela que bordeaba la ráth, un sexto sentido le hizo apartarse a un lado de repente. No sabía qué le había empujado a actuar así: quizás un sexto sentido, acaso un leve sonido u otra sensación inexplicable. Una tremenda piedra descolocada de las almenas se desplomó a sus pies. Tan cerca cayó, que notó la ráfaga de aire y, de haber tenido un pie unos centímetros más avanzado, la piedra lo habría destrozado.

Eadulf retrocedió de un salto, dejando caer los libros al suelo.

Con el corazón acelerado, miró hacia arriba enseguida. Una sombra fugaz se retiró antes de que pudiera identificarla.

Eadulf se quedó inmóvil unos segundos con la frente perlada de sudor. Había estado a punto de morir.

Entonces reparó en una figura que bajaba corriendo hacia él por la escalera de la almena. Dio un paso atrás para defenderse.

Era Rudgal. Tenía una expresión rara.

– ¿Estáis bien, hermano? -preguntó, muy preocupado.

Eadulf se serenó al desvanecerse la amenaza.

– Me ha subido el corazón a la garganta -reconoció.

Rudgal se agachó a recoger los libros de leyes que se le habían caído.

– Ha faltado muy poco, hermano. Estos accidentes pueden ser muy peligrosos.

Eadulf entornó los ojos.

– ¿Un accidente, decís?

– ¿No ha sido un accidente? -preguntó Rudgal con una expresión anodina-. Algunos de estos bloques de piedra están sueltos y mal colocados.

– Ahí arriba en la almena había alguien que ha dado el empujón necesario a la piedra para hacerla caer en el momento adecuado.

– ¿Estáis seguro de eso, hermano? -preguntó Rudgal, perplejo-. ¿Habéis reconocido quién era?

– No he visto a nadie a quien pudiera identificar -confesó-. Pero vos estabais arriba. Quizás hayáis visto a alguien.

– Allí arriba hay varias personas -dijo moviendo la cabeza-. Pasaba por aquí y he oído el grito. Cuando me he asomado os he visto a vos, y he visto la piedra a vuestros pies. Parecíais alterado. No he visto a…

Calló un momento, frunciendo el ceño en un gesto pensativo.

– ¿Qué visteis…? ¿Qué? -le instó Eadulf.

– Seguramente nada. He visto al joven monje… ¿cómo se llama? ¿Dianach? Sí. Le he visto andando en dirección contraria con Esnad y, claro, Artgal no estaba demasiado lejos, aunque iba hablando con Laisre. Puede que ellos hayan visto algo… pero no creo, porque habrían acudido a ver qué ocurría. Por lo visto nadie más ha oído vuestro grito de alarma.

Eadulf movió la cabeza en un gesto de negación.

– No creo que sirviera de mucho preguntarles -reflexionó, tomando los libros de las manos de Rudgal-. Artgal es el testigo principal contra Fidelma, y esta mañana el hermano Dianach ha manifestado sin ambages su aversión hacia mí. No. No se hablará más de esto.


Dejó a Rudgal atrás y reanudó la marcha hacia el hostal. Una vez dentro, dejó los libros sobre la mesa y se sentó ante ellos. Bostezó y deseó haber dormido más. Entonces pensó en Fidelma dentro de la celda, y sintió una punzada de culpa, pues poco habría dormido, sola, en aquel lugar tan poco acogedor. El hostal estaba vacío. Ni Cruinn ni el hermano Dianach habían regresado. Era evidente que querían evitarlo.

Sin prisa, comenzó a hojear las páginas de los textos legales.

Pasaba el tiempo, y las letras empezaban a adquirir vida propia, retorciéndose y danzando ante sus ojos. Tenía la sensación de no ser capaz de entender ni el más sencillo de los conceptos. Los párpados le pesaban cada vez más, y empezó a cabecear.

Alguien llamó a la puerta.

Eadulf levantó la cabeza del manuscrito, pestañeando, sin saber muy bien dónde estaba. Sin duda se había dejado vencer por el sueño.

Vio a Rudgal de pie, en el umbral.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Eadulf, bostezando, pero avergonzado de haberse quedado dormido. Hizo a un lado el libro y prestó atención a Rudgal.

– Traigo un mensaje de Murgal, hermano. Se trata de la audiencia que solicitasteis.

– ¿Yqué dice? -preguntó Eadulf, levantándose, pues la noticia lo despejó-. ¿Me concederá una audiencia mañana?

– Murgal dice que estáis en vuestro derecho de exigirle una audiencia como brehon de Gleann Geis que es. Debo devolverle los libros. Ha dicho que vos sabríais cuáles quiere. Además, ha dicho que, si a través de mí podéis asegurarle que podéis prestar argumentos legales, accederá a tal audiencia. Pero la audiencia deberá celebrarse en la sala consistorial esta tarde antes de la cena.

– ¿Qué hora es? -preguntó Eadulf, sobresaltado; tenía la sensación de que Murgal estaba jugando con él.

– Casi falta una hora para la comida del mediodía.

– Eso significa que apenas tengo unas horas para prepararme.

Eadulf trató de aplacar el repentino terror que lo invadió. Rudgal lo miraba con semblante inexpresivo.

– Murgal dice que si no sois capaz de preparar la petición para esta tarde, es porque no sois capaz de comprender los fundamentos de la ley.

Eadulf se pasó una mano por el pelo mecánicamente.

– Al menos Murgal está dispuesto a conceder la audiencia -reconoció-. Tendréis que decirle que necesitaré los libros una hora más. Los devolveré luego.

Bajó la vista al libro abierto con aprensión.

– Por lo visto, la única esperanza es que acepte el juramento de sor Fidelma, que tenga en cuenta su rango y posición como princesa Eóghanacht hasta el juicio de dentro de nueve días.

– Sería justo que sacasen a sor Fidelma de la Cámara de Asilamiento -dijo Rudgal con una sonrisa amable-. Ésa no es cárcel para alguien como ella.

– Me gustaría ser optimista en cuanto a las posibilidades.

Rudgal entornó los ojos.

– ¿Consideráis que no tenéis suficientes conocimientos para obtener la libertad de sor Fidelma? -preguntó, señalando con un brazo los libros sobre la mesa-. ¿Cómo os dicen estos libros que debéis actuar?

Eadulf soltó una risa amarga.

– Me dicen que tengo pocos conocimientos jurídicos y que lo poco que sé no basta para asegurar su libertad.

– Estoy seguro de que algo podréis hacer.

– Sólo hay una posibilidad, aparte de que Murgal acepte el juramento de Fidelma como hermana del rey de Cashel a modo de garantía para que comparezca ante él el día del juicio.

– ¿Y cuál es? -preguntó Rudgal.

– Que consiga demostrar que Artgal no es un testigo fiable.

Rudgal se frotó el mentón con aire pensativo.

– Es un hombre ambicioso -dijo-. Un herrero de primera y un buen guerrero, eso sí.

– Quizá tenga algo que ocultar. Como que traicionara a algún compañero de batalla.

Rudgal se rió entre dientes.

– Buscad en otra parte, hermano. Luchamos juntos, codo con codo, en la colina de Aine contra los Arada Cliach el año pasado, y demostró ser un buen compañero en el campo de batalla.

Eadulf lo miraba, asombrado.

– ¿Luchasteis allí contra los Arada Cliach? Pero eso significa que luchasteis contra el ejército del rey de Cashel.

Rudgal encaró la cuestión con una siniestra sonrisa.

– Respondimos al llamamiento de nuestro jefe, Laisre, que a cambio sirvió a Eoganán, de los Uí Fidgente. Pero ahora Eoganán está muerto y vuelve a reinar la paz entre los Uí Fidgente y Cashel. Así que también hay paz entre Laisre y Cashel. Pero la ambición de Artgal no reside en la guerra. Lo sé porque él mismo me dijo que colmaría su ambición en tiempos de paz.

– Os juro que me resulta difícil comprender la política interna de vuestro pueblo -musitó Eadulf-. Y aunque la entendiera, no me ayudaría. Aparte del talento de Artgal como herrero y guerrero, ¿no hay nada más que podáis contarme sobre él? ¿A qué os referís cuando habláis de la ambición de Artgal?

– No es un delito ser ambicioso.

– Pero habéis dicho que comentó que colmaría su ambición en tiempos de paz.

– De hecho, esta mañana lo ha jurado.

– ¿Qué ambición? -insistió Eadulf.

– Expandir su humilde granja y emplear a un aprendiz, poder permitirse una esposa… Eso no tiene nada de malo.

– No. De hecho es bastante inocente. ¿Ypor qué lo considera una ambición?

– Porque no ha podido ahorrar suficiente para comprar vacas lecheras con las que criar ganado. Su forja está inactiva porque Goban es el herrero principal del valle, y la mayor parte de la gente acude a él para trabajos más elaborados. La granja de Artgal es humilde, y siempre anda buscando trabajo. En general se gana la vida con lo poco que le paga Laisre por ejercer de escolta. Pero ahora ha podido adquirir dos vacas lecheras.

– Debo decir que nada de esto me es útil para demostrar que su palabra no es de fiar.

Rudgal estaba de acuerdo.

– Cierto, pero en realidad me parece prácticamente imposible que haya podido ahorrar para comprar las vacas. Hace tan sólo dos días no tenía dinero. Estábamos apostando en la granja de Ronan y Artgal estaba perdiendo que daba miedo. Incluso llegó a ofrecer la granja y la forja como aval para la apuesta.

Eadulf no mostró demasiado interés en aquello y dedujo:

– Así que ganó las vacas, o el dinero para comprarlas, apostando. Eso tampoco es motivo de censura.

Rudgal negó moviendo la cabeza.

– Pero no fue así. Ganó lo justo para asegurarse de que no perdía la granja. No sacó dinero. Acabó el juego tan arruinado como empezó.

Eadulf empezó a interesarse.

– Pero entonces, ¿de dónde sacó las dos vacas? ¿Y cómo sabéis esto vos?

– Hace unos momentos le he oído hablar con Ronan. Le contaba que anoche casi perdió la granja jugando. Decía, y lo he oído claramente, que la fortuna le sonreía porque acababan de darle dos vacas lecheras como recompensa por decir la verdad.

Eadulf levantó la vista de pronto.

– ¿Usó esas mismas palabras?

– Las mismas. También ha dicho que dentro de nueve días le darían una tercera vaca. Y que, con tres buenas vacas lecheras, tendría la vida arreglada.

Eadulf miraba fijamente al rubio guerrero, que no parecía advertir el efecto que habían causado sus palabras.

– Por favor, confirmadlo: ¿acabáis de decir que habéis oído decir a Artgal que le habían dado dos vacas en recompensa por decir la verdad y.que dentro de nueve días le darían otra? ¿El lo ha dicho con esas mismas palabras?

Rudgal se rascó la cabeza, como si aquello le ayudara a concentrarse.

– Sí, claro. Es justo lo que ha dicho.

– ¿Pero estáis seguro de que ha dicho exactamente que «dentro de nueve días» iban a darle otra vaca? ¿Eso es lo que ha dicho?

– Sí, sí. Ha dicho nueve días.

Eadulf se echó atrás contra el respaldo y empezó a tamborilear con los dedos sobre la mesa.

– ¿Sirve para algo? -inquirió Rudgal después de un momento, al ver que Eadulf no decía nada.

Eadulf alzó la vista con la mirada ausente.

– ¿Qué? ¿Si sirve? Sí… puede que sí. No lo sé. Debo reflexionar al respecto.

Rudgal tosió nerviosamente y se excusó:

– Entonces, ¿debo ir ya a ver a Murgal? Y si es así, ¿qué debo responderle?

Eadulf dudó un instante y luego dijo, con una amplia sonrisa:

– Decidle que ya estoy preparado, que seguiré investigando argumentos para sacar adelante el procedimiento y ceñirme a ellos. Llevaos los libros y comunicádselo.

– Creía que los necesitabais una o dos horas más.

– No, ya está. Creo que ya sé qué vía judicial debo tomar.

– ¿Y aceptáis que podréis presentar vuestro caso a Murgal esta tarde?

– Lo acepto -dijo Eadulf con énfasis.

Rudgal recogió los libros y Eadulf lo acompañó a la puerta.

– En cuanto haya informado a Murgal -dijo Rudgal-, iré a comunicarlo a sor Fidelma. Os deseo suerte, hermano, en el esfuerzo que estáis haciendo por liberarla.

Eadulf alzó una mano a modo de agradecimiento, pero era evidente que tenía la cabeza en otra parte. Al cabo de un rato, se concentró en las notas que había tomado de los textos jurídicos, y luego volvió a sentarse con el ceño fruncido, como sumido en profundas cavilaciones.

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