– ¡Orla! -exclamó Fidelma con un suspiro de satisfacción-. Estaba segura de que era ella a quien había visto en la entrada a las cuadras.
– Permitidme que precise -se apresuró a añadir Ibor-. No podría jurar que fuera Orla quien se encontró con el hermano Solin y los hombres de Ailech. Los estábamos espiando de lejos, no lo olvidéis. Yo no conocía a Orla en ese momento. Pero no vi a nadie en Gleann Geis con el mismo tipo de atuendo y autoridad de mando como la mujer que vi. Por otra parte, quisiera destacar un hecho. Durante este encuentro, hubo un alboroto. Al parecer uno de los reos había escapado. El hombre a cargo de los perros salió en su busca, y la mujer habló con el cabecilla: por lo visto quería dirigir la caza ella misma, y partió a caballo con tres cazadores y sus perros.
– ¿Tratasteis de rescatar al prisionero que había huido? -preguntó Eadulf.
Ibor se encogió de hombros con resignación.
– Era imposible hacerlo sin revelar nuestra presencia. Apenas una hora después lo prendieron y lo volvieron a llevar al campamento. Fue entonces cuando reparamos en que era sacerdote, porque llevaba tonsura. El destino que esperaba a aquellos hombres encadenados no era imaginable, ya que de saberlo habríamos intentado rescatarlos. Estaba más preocupado por seguir a Solin y, para mi vergüenza, los abandoné a su suerte al no imaginar la atrocidad que se perpetraría contra ellos.
– De hecho, no creo que nadie pudiera imaginar la terrible matanza que se cernía sobre ellos -concedió Fidelma-. No es culpa vuestra. ¿Y qué hicisteis entonces?
– A la mujer le resultó fácil dar caza a aquel pobre prisionero. Después de regresar al campamento, habló con todos un momento, y luego se marchó con el hermano Solin y el hermano Dianach, y dos guerreros de Ailech. Se dirigieron hacia Gleann Geis.
– El hermano Solin y el hermano Dianach fueron derechos al desfiladero, pero no la mujer. Con los dos guerreros de Ailech, cruzó el valle para llegar al lugar donde colocarían luego los cuerpos, acaso para mostrar a los guerreros cuál era la zona más indicada. A continuación, los guerreros se reunieron con el resto del grupo, mientras que la mujer desapareció entre las colinas.
– Es una pena -suspiró Fidelma.
– ¿El qué?
– Es una pena… -repitió-. Si la mujer hubiera entrado en Gleann Geis con Solin y Dianach…
– ¿Qué?
– Habríamos confirmado que se trataba de Orla al averiguar, por los centinelas, quién acompañó a Solin y a Dianach hasta el valle.
– Me pregunté para qué iría el hermano Solin a Gleann Geis -prosiguió Ibor-, sin haber aclarado todavía todas las variantes de la conspiración. Entretanto, mis hombres y yo descubrimos este escondrijo y decidimos que sería la base de nuestra misión hasta que averiguáramos más detalles. Entonces sucedieron dos cosas.
– ¿Qué?
– Primero, mientras nos ocultábamos en las colinas, mis exploradores me informaron de que los guerreros de Ailech habían matado a los prisioneros. Los habían asesinado a orillas de las aguas someras de un arroyo en el interior de las colinas; habían desnudado los cuerpos, los habían cargado en carros y los llevaron hasta la cañada… como he dicho, al lugar que la mujer había indicado a los otros. Nos disponíamos a seguirles, cuando advertimos que los guerreros de Ailech regresaban con los carros vacíos. Vimos que uno de los carros estaba manchado con la ropa sanguinolenta de las víctimas. Entonces ambos carros se dirigieron hacia el norte, escoltados.
Ibor se pasó la mano por la boca con disgusto al recordar la escena.
– Proseguid -lo instó Eadulf, intrigado por el horror.
– Entonces mis exploradores me informaron de vuestra llegada a la llanura y que os habíais detenido allí donde habían dejado los cuerpos. Al cabo de un rato, desde el punto estratégico de las colinas donde estábamos, vimos que, al cruzar la llanura, os recibió una banda de guerreros encabezados por una mujer. A juzgar por su aspecto, parecía la misma que se había encontrado con los guerreros de Mael Dúin.
Cuando se detuvo, fue Fidelma quien lo instó a seguir.
– ¿Y qué ocurrió entonces?
– Mientras pensábamos en qué medidas tomar, mis hombres vieron a un guerrero, ahora sé que se trataba de Artgal, dirigirse a caballo hacia el lugar donde estaban los cuerpos para examinarlos. Vosotros dos habíais entrado con la mujer en el desfiladero. En ese momento no estaba seguro de quiénes erais ni qué estaba buscando Artgal. Ni siquiera entonces sabía qué había ocurrido exactamente. No osamos bajar a aquel lugar hasta que Artgal y sus hombres se hubieron ido -estaba explicándolo, cuando un escalofrío lo sacudió-. He visto muchos actos sanguinarios en la guerra, cuando el fervor de la batalla se apoderaba de los hombres, pero no recuerdo ninguno que pueda compararse a semejante atrocidad. Me acerqué con mis exploradores y vi que habían mutilado a los prisioneros a la manera de la Triple Muerte con la que solían asustarnos de niños al contarnos cuentos. No reparé en lo que representaba hasta que no vi cómo estaban dispuestos.
– ¿Por qué no me contasteis lo que sabíais cuando llegasteis a Gleann Geis, en vez de fingir que erais un tratante de caballos? -le preguntó Fidelma-. Era un artificio bastante poco creíble.
Ibor hizo una mueca.
– Era la única identidad que pensé que me permitiría adentrarme en la cañada. Mas, para seros sincero, no sabía siquiera quién erais. Cuando Laisre nos presentó, sólo os conocía por vuestra reputación. Pero se me dijo que os acompañaba un monje cristiano -dijo, mirando a Eadulf-. Bien podía haber sido uno de los hombres de Mael Dúin, o un seguidor de Ultan. No podía confiar en vos, como tampoco podía saber si estabais implicada en la conspiración o no.
En cambio, sospeché que Orla estaba involucrada porque era la misma persona que se había encontrado con el hermano Solin y los asesinos de Ailech. Cuanto más vueltas le daba, más me convencía de que Mael Dúin no era capaz de concebir o acometer la conspiración por su cuenta, o con el único respaldo de Solin. Para que funcionara, debían contar con al menos una persona que lo apoyara en Gleann Geis.
Eadulf asintió moviendo la cabeza lentamente.
– ¿Qué sucedió más adelante, cuando enviaron a Colla a investigar lo ocurrido? ¿Le observasteis? -preguntó.
– Nos escondimos de Colla y sus hombres. Yo ya había enviado a dos hombres tras el rastro de los guerreros de Ailech. Los siguieron hasta las fronteras con los Uí Fidgente, y regresaron para informar de que aquellos vastagos regresaban a los brazos de su amo y señor, Ailech. Observamos a Colla escrutar el valle unos momentos. Cabalgó hasta las estribaciones donde estábamos ocultos, y luego dio media vuelta para regresar a Gleann Geis.
Fidelma se echó hacia atrás.
– Y fue entonces cuando decidisteis interpretar el papel de tratante de caballos, para averiguar qué estaba sucediendo, ¿no es así?
Ibor hizo un gesto afirmativo.
– Entonces todas las piezas encajaron, o eso creía. Se había montado una gran farsa para desencadenar una terrible guerra. Lo único que evitó iniciar las hostilidades fue que os negarais a abandonaros al miedo y a dar la señal de alarma. El problema surgió cuando el hermano Solin me reconoció como guerrero de Ulaidh al servicio de Sechnassuch.
– Pude oír vuestra conversación en las cuadras; ¿por qué no os traicionó?
– No le convenía, ya que yo podía desvelar su engaño y le dije que lo denunciaría. Por lo visto muchas personas de Gleann Geis están implicadas en la conspiración. Mientras yo intentaba averiguar quién estaba en cada bando, el hermano Solin fue asesinado y a vos os acusaron de ello.
– ¡Y luego huisteis! -exclamó Eadulf con rencor-. Y en consecuencia, todas las sospechas recayeron sobre vos.
– ¿Qué más podía hacer, dadas las circunstancias? -preguntó Ibor-. Alguien tenía que estar libre para informar a Sechnassuch.
– ¿Entonces, no matasteis al hermano Solin?
– Eso es más que evidente.
Fidelma frunció el ceño al sopesar los detalles de la narración que acababa de contarle Ibor.
– Hay muchas cuestiones sin resolver, demasiados cabos sueltos -anunció.
– ¿Como, por ejemplo, de qué manera Mael Dúin, desde el reino del norte en Ailech, sabía que Laisre iba a pedir a Cashel que enviara a un religioso para tratar sobre los asuntos de la Fe? ¿O cómo averiguó que su enviado, una religiosa, iba a llegar un día determinado, para que sus hombres supieran cuándo y dónde colocar los cuerpos? -intervino Eadulf.
– Mael Dúin estaba bien informado sobre lo que estaba ocurriendo -asintió Ibor-. Orla mostró a sus hombres el lugar donde vos hallasteis los cuerpos. ¿Acaso actuaba por sí sola? Parece poco probable. Pero, ¿quién está implicado en la conspiración con ella?
Fidelma asintió.
– Es evidente que participa de esta conspiración, pero… y esta es la pregunta que debemos formularnos…, si Orla era una aliada del hermano Solin, ¿por qué lo mató?
Ibor se sobresaltó, sorprendido.
– Eso no se me había ocurrido. ¿Estáis segura de que visteis a Orla en la cuadra? Porque si se trataba de ella, de algún modo también estaría implicado Colla.
Fidelma calló un momento.
– Sí. Pero aún hay otro misterio sin resolver: si este asunto tiene su origen en una conspiración tan horrible como desatar una guerra civil en el lugar, ¿por qué un aliado ataca a otro? ¿Para qué matar al hermano Solin, y luego al hermano Dianach? No tiene ningún sentido.
Ibor abrió los brazos en muestra de resignación.
– Esperaba que vos pudierais desentrañar esta maraña.
– Ni siquiera yo puedo obrar milagros, Ibor -le respondió Fidelma a su pesar-. Jamás me había encontrado ante circunstancias como éstas, en que ninguna pista conduce a nada; en que sobran las sospechas, pero falta una serie tangible de hechos. Mucho me temo que las respuestas residen en la ráth de Gleann Geis.
Eadulf tuvo un leve estremecimiento.
– Creo que lo mejor es regresar a Cashel e informar de cuanto sabemos ahora a vuestro hermano -sugirió el sajón.
Ibor le dio la razón, pero Fidelma movió la cabeza en firme señal de negación.
– Supongo que ahora somos libres de ir a donde queramos, ¿no? -preguntó a Ibor con un deje de ironía.
El señor de Muirthemne se mostró contrito.
– Por supuesto. Mis hombres sólo os detuvieron porque les ordené que detuvieran a todos aquellos que parecieran sospechosos y procedieran de Gleann Geis. Mi intención era ponerme en contacto con vos para proponeros trabajar juntos en esto.
– En tal caso, el hermano Eadulf permanecerá con vos, pero yo debo regresar a la ráth de Laisre -anunció Fidelma-. Sólo allí podremos atar los cabos sueltos de este misterio. Sin embargo, os agradecería que enviarais a uno de vuestros hombres de confianza a Cashel. Debemos informar a mi hermano de las intenciones de Mael Dúin de Ailech y de la implicación de Ultan.
– Vuestro hermano sospechará de un guerrero de Ulaidh que acude a él con una historia descabellada -protestó Ibor.
– No temáis. ¿Puede alguno de vuestros hombres cortarme unas varas de avellano?
Ibor la miró, maravillado, pero dio la orden a uno de sus guerreros. El hombre se apresuró a cumplirla.
– ¿Qué queréis hacer? -preguntó a Fidelma-. Ahora podríais correr peligro en Gleann Geis. Si Orla y Colla sospechan que sabéis algo de su conspiración, algo de lo que están tramando, no dudarán en mataros. Una persona que está dispuesta a aceptar que maten a treinta y tres rehenes jóvenes con la mera intención de causar desavenencias y desatar conflictos, no se lo pensará dos veces si ha de eliminar a alguien más a fin de ocultar sus actos criminales.
– Lo sé -reconoció Fidelma-. ¿Cuántos hombres habéis dicho que os acompañan?
– Veinte guerreros de la Craobh Rígh, la rama real de Ulaidh -respondió Ibor con orgullo, pues la Craobh Rígh era la escolta escogida para proteger a los reyes de Ulaidh-. ¿Por qué me lo preguntáis?
– Creo que empiezo a vislumbrar una pauta en este embrollo -musitó-. Permitidme reflexionar un momento.
Pasado un rato, el guerrero volvió con un fajo de media docena de varillas flexibles de avellano. Fidelma las tomó y pidió a Ibor un cuchillo afilado. Todos la miraron extrañados al ver que empezaba a tallar una serie de muescas sobre las varas. Luego las ató en un haz con una correa que extrajo del marsupium, y se las entregó a Ibor.
– Vuestro hombre sólo tiene que entregar esto a mi hermano al llegar a Cashel. Sólo a él, y a nadie más. ¿Ha quedado claro?
Ibor se dirigió al guerrero que les había llevado las varillas.
– ¿Habéis entendido lo que debéis hacer, Mer?
El guerrero asintió y tomó el fajo de varas.
– Se hará como decís, hermana -dijo el hombre.
Fidelma alzó la vista para explicarle:
– He grabado un mensaje a mi hermano en ogham, la antigua escritura de nuestra lengua. Él lo entenderá.
– Es esencial que este mensaje llegue a Cashel -añadió Ibor con serenidad-. La seguridad de los cinco reinos está enjuego.
El guerrero llamado Mer alzó una mano como saludo formal y se marchó a todo correr.
– Pasarán varios días antes de que mi hermano reciba el mensaje -reflexionó Fidelma.
– ¿Le habéis pedido que invada el lugar con un ejército? -preguntó Eadulf con entusiasmo.
– ¿Y que haga exactamente lo que Mael Dúin y sus aliados querrían que hiciera? -se burló Fidelma-. No. Me he limitado a informarle de la situación y le he dicho que se guarde de Ailech y de Ultan de Armagh.
– Entonces, ¿qué proponéis que hagamos? -preguntó Eadulf, perplejo.
– Como ya he dicho, regresaré a Gleann Geis para reanudar la investigación, aunque seguramente poco podré indagar. Ibor tiene razón. No obstante, en Gleann Geis hallaremos amigos que se horroricen tanto como nosotros al conocer la conspiración para destruir Muman. En cuanto esté segura de quién es el responsable, podré detallarles los hechos y pedirles ayuda.
– Pero, ¿creéis que es prudente volver allí? -preguntó Ibor-. Estaréis en constante peligro.
Fidelma le dirigió una breve sonrisa y añadió:
– La prudencia consiste en ser prudente cuando se requiere ser prudente. Necesito obtener respuestas. Creo que sólo necesitaré un día más para resolver este misterio.
Eadulf la miraba sin salir de su asombro, pero Fidelma hablaba con sosiego y resolución.
– Regresaré a Gleann Geis por la tarde, de manera que mañana por la mañana podré empezar a investigar. Mañana al alba, Ibor, quiero que toméis el control con vuestros hombres de la fortaleza de Laisre. Tened controlados todos los lugares estratégicos al amanecer.
Ibor estaba tan asombrado por aquella petición, que era incapaz de pronunciar palabra. Sin embargo, enseguida borró de su rostro la expresión de perplejidad que impregnaba el de Eadulf.
– No supondrá ninguna dificultad -le aseguró Fidelma con franqueza-. Nunca he visto a más de media docena de guerreros apostados a la vez, y el portón permanece abierto toda la noche.
Ibor todavía parecía dudar.
– No es tan fácil. Aun de noche sería difícil llegar a la ráth de Laisre sin que nadie nos viera. Nunca cierran el portón porque sólo hay un acceso al valle y es a través de ese angosto barranco en el que únicamente caben dos personas juntas; por eso no necesitan cerrar el portón de la fortaleza. En cuanto vieran entrar por el barranco a extraños armados, darían la voz de alarma.
Eadulf estaba plenamente de acuerdo.
– Incluso al salir a caballo de madrugada nos han dado el alto, Fidelma -le recordó-. Ibor tiene toda la razón. No existe manera posible de que sus hombres puedan entrar al valle.
– Hay otra ruta de acceso -dijo Fidelma, haciendo oídos sordos a aquellas objeciones-. Por el río.
Ibor se rió con escepticismo.
– ¿Un río de rápidos y saltos de agua que ni siquiera es navegable en barco? Sólo un salmón en época de desovar podría entrar al valle por ahí. Ya había oído hablar a Murgal de esa conocida ruta de acceso al valle un día que alardeaba del carácter impenetrable de Gleann Geis.
– Sin embargo, según me contó Cruinn, existe un estrecho camino de rocas junto al río, donde sólo cabe un hombre a la vez, que atraviesa cuevas en algunos tramos, pero al final desemboca en el otro lado del valle.
– ¿Esa información es de fiar? -preguntó el señor de Muirthemne.
– La hostalera lo dijo en un momento de relajación, y luego parecía arrepentirse de haberlo dicho. Creo que podemos fiarnos. Pero representa que deberéis acceder al valle a pie. ¿Creéis que hallaréis el camino y podréis llegar hasta la fortaleza protegidos por la oscuridad, sin que nadie os vea? Al fin y al cabo, sólo os enfrentaréis a unos cuantos guerreros poco profesionales, mientras que vos estáis al mando de una tropa de la Craobh Rígh.
La insinuación de que la rama real de guerreros de Ulaidh pudiera temer un conflicto entre un puñado de guerreros poco profesionales hizo que Ibor enrojeciera, pero dijo sin vacilación:
– Si existe una ruta de acceso, hermana, mis hombres y yo la encontraremos. Si conseguimos entrar en el valle sin ser vistos, tomaremos el control de la ráth de Laisre antes del amanecer, como habéis pedido.
– Bien. En cuanto tengáis el control, creo que estaré en posición de descorrer el velo de esta conspiración de asesinos sin temer por mi vida.
– Pero tendremos que aguantar doce horas sin ayuda alguna -señaló Eadulf.
– ¿Tendremos? -preguntó Fidelma con una sonrisa-. He sugerido que os quedéis con Ibor.
– ¿No creeréis que voy a permitir que regreséis sola, verdad? -preguntó Eadulf con enfado.
– No os quiero pedir que lo hagáis, Eadulf. Nada tiene que ver con vos esta lucha.
– Como tampoco tenía nada que ver con la lucha entre Cashel y los Uí Fidgente, en la que acabé implicándome -dijo con firmeza-. Cualquier amenaza contra Cashel será mi lucha -señaló, dando énfasis a las últimas palabras.
Fidelma fingió que no le entendía, y no quería seguir discutiendo con él.
– Así, pues, Ibor, os veremos mañana al amanecer. Contaremos con vos.
Ibor los acompañó hasta el pequeño barranco, donde el teniente pelirrojo, que ahora se mostraba más deferente con ellos, les tenía preparados los caballos. Se despidieron sin más preámbulos, y el guerrero barbirrojo les guió para salir de las estribaciones y los condujo hasta allí donde empezaba el valle. Fidelma se negó a que ninguno de los hombres de Ibor los acompañaran más allá, pues podían cruzarse con alguien que viniera de Gleann Geis. Los dos religiosos cabalgaron hacia el sur, pero en vez de atravesar al valle, bordearon las estribaciones de las montañas.
– ¿De veras creéis que podéis demostrar que Orla fue la responsable de la muerte de Solin? -dijo Eadulf, rompiendo el silencio después de cabalgar un rato en silencio.
– Necesito formular una pregunta, a raíz de cuya respuesta quizás extraiga una hipótesis certera -contestó con calma.
Eadulf abrió la boca con un gesto pesimista.
– Una hipótesis no vale ante un juez -sentenció.
– Cierto, pero será lo mejor que pueda hacer -explicó-. Creo que bastará con localizar a quienes nos darán su apoyo contra Mael Dúin de Ailech.
– ¿Y cuál es esa hipótesis?
– No puedo decíroslo hasta que no haya atado el último cabo, porque ahora es el que más me preocupa. Si no se resuelve ese aspecto, todo el argumento se desmorona.
Se habían desviado de una pequeña estribación, cuando de pronto apareció una banda de guerreros de dos direcciones, gritando y enarbolando espadas amenazadoramente. Fidelma tiró del caballo y lo hizo girar en círculo, pero estaban rodeados y no tenían armas para defenderse. El caballo de Eadulf reculaba y alzaba las patas delanteras. Le costó no caer de la silla, pero consiguió hacerlo, así como mantener al animal bajo control.
Eadulf se halló renegando entre dientes, olvidando por completo su vocación religiosa. Era la segunda vez en un día que lo iban a coger prisionero.
Los guerreros se detuvieron en cuanto los hubieron encerrado en un círculo, con las espadas apoyadas sobre las monturas, preparadas para ser empuñadas de un momento a otro. Fidelma sintió que se le helaba la sangre. Aquellos no eran los hombre de Ibor.
– ¡Un momento! -gritó la voz familiar de una mujer.
El círculo de guerreros montados se abrió para dejar paso a un jinete. Sin duda, aquella esbelta figura era su jefe; se quitó el casco de guerra y los inspeccionó con una mirada adusta.
– Creíamos que habíais renunciado a nuestra hospitalidad, Fidelma de Cashel.
Era Orla, y la miraba con una siniestra expresión de satisfacción.
– Como veis -respondió Fidelma, impávida, como si la actitud de los guerreros no fuera amenazadora-, íbamos de regreso a Gleann Geis. No os habíamos dejado.
La certeza de su afirmación era bastante evidente, pues se encontraban a unos ochocientos metros de la entrada al desfiladero, y hasta el momento habían cabalgado en esa dirección. Orla hizo un leve gesto de asombro al darse cuenta de ello. Luego torció el gesto.
– Ni yo os dejaré en paz, Fidelma, hasta que no os retractéis de la acusación que hicisteis contra mí -dijo con hosquedad, con la voz crispada por la furia-. ¿Por qué os marchasteis?
– Esperaba que Murgal os hubiera explicado por qué -comentó Fidelma con aparente despreocupación.
– ¿Murgal? ¿Qué tiene que ver Murgal? -exigió la esposa del tánaiste de Gleann Geis.
– Murgal es un brehon. Él sabe qué me obligó a abandonar la hospitalidad de vuestro hermano.
– Bien, pero ya que Murgal no está aquí, quizá vos podáis explicarlo. Mejor aún, quizá vuestro amigo sajón querría explicármelo. Así podré estar segura de que me dicen la verdad.
Fidelma miró a Eadulf con preocupación, esperando que supiera improvisar o, cuando menos, que no hiciera ninguna alusión a Ibor y a sus hombres.
– La explicación es harto sencilla -dijo el sajón con tranquilidad-. Hemos venido a inspeccionar los restos de los hombres asesinados y a seguir las huellas para ver si descubríamos algo que Colla hubiera pasado por alto.
Orla lo miró con suspicacia.
– Sabía que no habíais dado crédito al informe de mi esposo después de venir a examinar los cuerpos.
– No es una cuestión de dar crédito o no. Vuestro esposo, Colla, no es un dálaigh de los tribunales, señora -precisó Eadulf-. No tenía por qué saber qué buscar en concreto. Y no hay nada como una observación cualificada y propia.
Orla apretó los dientes para contener la furia.
– Ésa no es la razón. Sé que queréis destruirnos a mi esposo y a mí. Por qué, no lo sé.
Fidelma la miró con tristeza.
– Si no habéis cometido ningún acto punible, nada tenéis que temer. Pero Eadulf ha dicho la verdad. La mejor manera de investigar la escena del crimen es hacerlo de primera mano.
Orla seguía sin creerles.
– ¿Y por qué Murgal tendría que saber dónde estabais? No le dijisteis nada, y estaba tan desconcertado como nosotros por vuestra huida de la ráth.
– No lo habría estado si hubiera pensado con calma dónde podíamos estar -dijo Eadulf en un tono confidente, inclinándose sobre la silla-. Veréis, como brehon, tendría que saber que un dálaigh nunca aceptaría una prohibición como la que promulgó Laisre. Cualquier dálaigh está obligado a ver las pruebas sin intermediarios.
Por un momento, Orla parecía estar confusa.
– ¿De modo que seguisteis las huellas? -preguntó a Fidelma con curiosidad, acaso con miedo en la mirada-. ¿Descubristeis algo que pasara por alto Colla?
Fidelma creyó que era el momento oportuno para desviar la conversación.
– Es tal como había dicho Colla -respondió Fidelma con indiferencia-. Las huellas se desvanecían y no hemos encontrado nada más.
Orla le dirigió una mirada escrutadora; luego suspiró y recuperó su expresión de desdén.
– ¿Así que ha sido una pérdida de tiempo?
– Una pérdida de tiempo -repitió Fidelma, dándole la razón.
– En tal caso no os importará que mis guerreros y yo os escoltemos hasta la ráth de Gleann Geis.
– Fidelma se encogió de hombros.
– Tanto da si nos escoltáis o no, ya que hacia allí nos dirigíamos.
Orla hizo una señal a los guerreros, que envainaron las espadas y apartaron los caballos para que Fidelma y Eadulf pudieran pasar el desfiladero. Orla acercó su caballo al de Fidelma y avanzaron con Eadulf detrás de ellas y la columna de guerreros montados a la zaga.
– Os hemos contado el resultado de nuestras investigaciones -observó Fidelma-. A cambio, vos podríais informarnos de las indagaciones de Murgal sobre la muerte del hermano Dianach. ¿Han encontrado ya a Artgal?
Orla le lanzó una mirada de irritación. Por un instante parecía que fuera a negarle una respuesta, pero se encogió de hombros para contestarle con despreocupación:
– Murgal ya ha resuelto el misterio. Al menos no podéis afirmar haberme visto huir tras esa muerte.
Fidelma decidió obviar el ataque. No obstante, le interesó oír que Murgal había resuelto el misterio.
– ¿Quién es el culpable? -insistió.
– Artgal, claro está.
– ¿Así que han descubierto a Artgal y ha confesado?
– No -respondió Orla-. Pero al desaparecer reconoce su culpa.
Fidelma agachó la cabeza con aire pensativo. Guardó silencio unos instantes antes de hablar.
– Es cierto que la desaparición de Artgal da mala espina. Sin embargo, sólo puede servir para decir que no le convenía nada huir. Y decir que al hacerlo le señala como culpable lo demuestra.
– A mí me parece lógico -saltó Orla-. Ese monje cristiano sobornó a Artgal. Cuando se supo, Artgal lo mató para que no contara lo que sabía.
– Algo falla en ese argumento, Artgal había sido ya desenmascarado -observó Fidelma.
– Además -añadió Eadulf con confianza-, Nemon podría dar fe de que el hermano Dianach le había comprado las vacas para dárselas a Artgal. Y Artgal ya había confesado que las había recibido.
Orla casi habló con desprecio.
– Deberíais instruir mejor a vuestro ayudante sobre las leyes de los brehon.
Eadulf miró inquisitivamente a Fidelma.
– Una prostituta no puede testificar -explicó Fidelma con serenidad-. Según dicta el Berrad Airechta, una prostituta no puede prestar declaración en contra de nadie. De manera que cualquier declaración que Nemon hiciera es inaceptable ante la ley.
– Pero Murgal es su padrastro y él es brehon. Es ridículo. Con un padre que posee tanto poder, Nemon ha de tener por fuerza algún derecho en este asunto, ¿no?
– Es nuestra ley, sajón -le espetó Orla.
– Aunque la ley así lo disponga, la verdad sigue siendo la verdad -replicó Eadulf categóricamente.
– Dura lex sed lex -suspiró Fidelma, repitiendo en latín una frase parecida a la que Murgal había empleado con él-. La ley es dura, pero es la ley… por el momento. He sabido que el abad Laisran de Durrow propondrá una enmienda de esa ley en el próximo Gran Consejo…
– No tienen ninguna posibilidad de sacar adelante una enmienda que conceda a las prostitutas el derecho a declarar -dijo Orla con un resoplido para expresar su desaprobación.
– Eso lo decidirá el Gran Consejo, con sede en Uisneach el año que viene.
Orla calló unos momentos para sopesar la cuestión.
– Bueno -dijo al fin-, comoquiera que sea el futuro, el brehon Murgal está satisfecho con que, desde la desaparición de Artgal, se haya puesto fin al misterio. Podemos aceptar que Artgal mató a Dianach y huyó del valle.
– Es bastante conveniente -murmuró Fidelma.
– No hay nada más que decir al respecto.
– Puede que sí. Puede que no.
Orla miró con rabia a la monja unos momentos e hizo ademán de hablar, pero cambió de opinión y se encogió de hombros para expresar su indiferencia. De este modo, en silencio, llegaron a la ráth de Laisre.