El nerviosismo de Eadulf al comparecer ante Murgal era evidente. El brehon estaba sentado en el lugar habitual, a la izquierda de Laisre. El propio jefe no parecía muy contento; al llegar, se desplomó sobre la silla y dejó que Murgal dirigiera todo el proceso. Rudgal había escoltado a Fidelma desde su celda de reclusión y estaba de pie detrás de su silla, que habían colocado frente a Laisre y Murgal.
Al parecer, todos los habitantes de la ráth habían querido asistir a la sesión. Eadulf pudo percibir la hostilidad del tánaiste, Colla, y de su esposa Orla, sentados a la derecha del jefe. También estaba el joven hermano Dianach, que lo miraba con mala cara y, a su lado, Esnad. Artgal estaba de pie al final de la sala, mirándolo con un gesto burlón. Había venido la atractiva boticaria, Marga, y el guapo tratante de caballos, Ibor de Muirthemne, estaba sentado al lado de ella. Incluso la oronda figura de Cruinn estaba allí, al fondo de la sala, a la expectativa. Se respiraba un ambiente tenso de expectación.
Murgal pidió silencio, si bien casi no fue necesario, ya que en el momento de entrar Fidelma y pedírsele que tomara asiento, la sala había quedado sumida en el silencio más absoluto.
El clan de Gleann Geis no había vivido jamás un acontecimiento tan entretenido, según Colla reconocería más tarde.
Tras establecer el orden, Murgal abrió la sesión oficialmente.
– Se me ha informado de que Fidelma de Cashel desea hacer una petición para ser puesta en libertad bajo fianza y permanecer en libertad hasta el momento de comparecer ante este tribunal, dentro de los nueve días establecidos por la ley, cuando responderá por la acusación del asesinato del hermano Solin de Armagh. ¿Es así?
– Así es -contestó Eadulf-. Y yo hablaré por ella en este tribunal.
Laisre preguntó con inquietud:
– ¿Tiene el sajón derecho a hacerlo, Murgal?
– En efecto, lo tiene, mi señor -respondió Murgal en un tono que parecía una disculpa.
Laisre apretó los labios, formando una línea recta, pero indicó que prosiguiera la sesión.
– Disculpad, Laisre de Gleann Geis -empezó a decir Eadulf con reticencia, quebrantando la costumbre al dirigirse directamente al jefe-. Para tranquilizaros, haré un breve comentario en cuanto a mi posición. Me llamáis correctamente sajón; es cierto que no nací en esta isla. En mi propio país fui gerefa hereditario, un título de juez que equivale al de brehon, ya que dictaba sentencias bajo la ley de mi propio pueblo. Un hombre llamado Fursa me convirtió a la Fe de Cristo; era un hombre de este reino, que fue a predicar la nueva religión a la tierra de South Folk. Me convenció de venir aquí a estudiar, y así lo hice; estudié en Durrow y en Tuam Brecain, si bien mis conocimientos de vuestra lengua y vuestras leyes son todavía imperfectos.
Murgal contestó por el jefe, que torcía el gesto.
– Con estas palabras demostráis ser severo con vos, sajón. Sois en vos mismo un tributo a la Fe de Fursa. Sólo debéis preguntar a este tribunal, y tendremos indulgencia en ayudaros a comprender nuestras leyes. ¿Con qué razones nos convocáis para juzgar si Fidelma de Cashel debe ser puesta en libertad antes del juicio?
Eadulf lanzó una mirada a Fidelma con una sonrisa alentadora, pues la joven dálaigh estaba pálida y tensa por no estar acostumbrada a ocupar la posición de acusada ante un brehon. Se quedó con la mirada absorta e inexpresiva.
– Estoy aquí para presentar una petición en nombre de Fidelma de Cashel, basándome en la virtud de su rango.
Laisre movió la cabeza mirando a Murgal:
– ¿Invoca la ley para esa petición?
Murgal obvió la pregunta del jefe. Al fin y al cabo, él era el brehon y presidía el tribunal.
– Este procedimiento no es habitual, sajón. Fidelma de Cashel está acusada de asesinato. Ni tan siquiera el rango permite esta clase de concesiones.
– Quisiera refutar vuestro argumento. Si he entendido bien el texto, el Berrad Airecht señala que, aun en el caso de acusación por asesinato, si el sospechoso es de rango noble y goza de buena reputación, y las pruebas son imprecisas, el reo puede ser liberado si así lo permite el brehon hasta que se cumplen los nueve días prescritos, momento en que se celebrará el juicio.
Fidelma miraba a Eadulf con aprobación por el conocimiento que demostraba haber adquirido el joven. Había empleado bien el tiempo consultando los libros de Murgal. Ella tenía un vago recuerdo de aquella ley, pero en aquellas circunstancias tan desfavorables, dudaba que le concedieran la libertad para los próximos nueve días.
– Habéis estudiado correctamente -dijo Murgal, expresando los pensamientos de Fidelma, en un tono incluso elogioso-. En efecto, así lo dicta la ley. Permitidme escuchar cómo creéis que debería aplicarse en estas circunstancias.
Eadulf, nervioso, sacudió la cabeza.
– ¿Me corregiréis si me equivoco? -pidió.
– Dadlo por sentado -afirmó Murgal con regocijo.
– Los textos legales, si los he entendido bien, dicen que la posición y la reputación de un sospechoso deben tenerse en cuenta para tomar esta decisión. ¿Alguien en este tribunal podría negar que sor Fidelma sea de rango y condición noble, no sólo de nacimiento, sino además por su título jurídico de dálaigh?
Una inquietud general invadió la sala.
– Nunca lo hemos negado -respondió Murgal con voz cansada.
– ¿Hay alguien en este tribunal que ose contradecir que sor Fidelma tiene una reputación intachable y que su nombre se pronuncia con afecto, no sólo en Cashel, sino en todo Tara?
El desafío de su voz volvió a sentirse en la sala, y luego se impuso el silencio.
– Nadie lo niega -afirmó Murgal.
– Entonces debéis aceptar que, de acuerdo con la ley, si sor Fidelma hace un juramento, fír testa, como aquí lo llamáis, debéis aceptar su palabra hasta que se demuestre que es culpable, y sor Fidelma podrá abandonar este tribunal con la fianza de su propia palabra.
Laisre miró con severidad a Murgal, alzando una ceja inquisitivamente, pero Murgal movió la cabeza y se dirigió a Eadulf.
– Así dice la ley. Como decís, podemos aceptar su juramento hasta que no se demuestre que es culpable. Sin embargo, existe un testigo que anula su juramento.
Fidelma estaba esperando aquel momento. Había presenciado suficientes juicios ante brehons competentes para saber que Murgal sabría que, si el testigo de un asesinato prestaba declaración, el juramento al que había aludido Eadulf quedaría anulado. El hecho de que el testigo sólo relatara lo que creía haber visto no invalidaba la declaración, hasta que no se demostrara lo contrario en el juicio.
Eadulf buscó con la mirada los ojos de Artgal, que seguía de pie al fondo de la sala con una sonrisa socarrona en los labios.
– Haced comparecer al testigo -solicitó Eadulf con firmeza- para que preste declaración.
– Testificará en el juicio que se celebrará dentro de nueve días -ordenó Murgal en tono no menos firme-. Ahora no es el momento de prestar declaración.
– ¡Debe testificar ahora! -insistió Eadulf, alzando la voz sobre el murmullo de los presentes-. Hoy es el día en que estamos considerando el valor que pueda tener el juramento de sor Fidelma, y si este testimonio anula el juramento, deberá demostrar ahora si es digno de crédito.
Murgal tragó saliva, mirando al sajón con sorpresa y creciente admiración. Estaba utilizando una estrategia legal para analizar el testimonio de Artgal sin esperar al juicio.
Artgal avanzó al frente con fanfarronería, incluso antes de que Murgal se lo ordenara.
– Aquí estoy, sajón -anunció con jactancia-, y no pienso cambiar mi declaración por mucho que alardeéis de ser un dálaigh.
Murgal se mostró algo incómodo por la hostilidad del testigo.
– Artgal -lo amonestó-, el sajón es extranjero en estas tierras. Enseñémosle que acatamos nuestras leyes de hospitalidad mostrándole respeto.
Artgal se enderezó, pero no borró su expresión de menosprecio.
Eadulf lanzó una mirada al brehon y esbozó una mueca imperceptible a modo de agradecimiento antes de dirigirse al guerrero.
– No es mi intención que cambiéis vuestra declaración, Artgal -empezó a decir con calma-. Acepto que contasteis lo que creísteis haber visto.
Varias personas dieron un respingo, e incluso Fidelma se estremeció, desconcertada, preguntándose dónde esperaba llegar Eadulf con aquella táctica.
– ¿Por qué queréis entonces interrogarle? -exigió Murgal, algo perplejo, pronunciando en voz alta la pregunta que acababa de asaltarle.
– Disculpad, Murgal -pidió Eadulf de un modo que casi parecía una súplica-. Sólo necesito que me aconsejéis en cuanto a este aspecto de la ley.
Fidelma no fue la única que se preguntaba si Eadulf era consciente de la ventaja que estaba echando a perder, al no proseguir con la declaración de Artgal e intentar destruirla.
Murgal se aclaró la garganta ruidosamente.
– Bueno, mi consejo sería que, si no deseáis interrogar a Artgal para hacer cambiar su declaración contra Fidelma, entonces no es necesario hacerle comparecer, lo que mantendría su declaración contra Fidelma. Sin embargo, de este modo, vuestro argumento a favor de su liberación se desmorona.
Artgal soltó una carcajada sarcástica y se dispuso a regresar a su sitio.
– ¡No os mováis!
Tan inesperada fue la firmeza en el tono de Eadulf, que Artgal se quedó clavado allí mismo, atónito. Todas las miradas se dirigieron a Eadulf, como si no pudieran creer que el manso suplicante de hacía un momento hubiera sido capaz de articular un tono tan severo. Incluso Fidelma quedó impresionada por la implacable fuerza de la orden.
Eadulf se dirigió directamente a Murgal.
– Todavía no le he interrogado -protestó, más sosegado, si bien con un tono que no ocultaba cierto grado de censura.
Murgal parpadeó, sin salir de su asombro.
– En tal caso, proceded -le invitó después de unos segundos.
– No conozco muy bien el procedimiento del tribunal, pero he consultado el texto conocido como «las cinco vías judiciales». Artgal comparece como un testigo de los que llamáis fiadú, «el que ve».
– Correcto -afirmó Murgal.
– Según dice el texto, para que un testigo de esta clase pueda dar testimonio, debe ser considerado sensato, honesto, serio y debe tener buena memoria.
– Yo tengo todas esas cualidades, sajón -intervino Artgal, que volvió a relajarse con una sonrisa-. ¿Y qué?
– Decidme, honorable juez -prosiguió Eadulf haciendo oídos sordos al guerrero-, ¿a qué se refiere la máxima jurídica del texto al decir foben inracus accobar?
La pregunta se formuló con bastante inocencia, mas toda la sala quedó sumida en un tenso silencio.
– Significa que «la codicia desmerece la honestidad» -tradujo Murgal, si bien todos pensaban que Eadulf ya sabía de antemano el significado.
– Significa que un hombre no puede prestar declaración si con ello se beneficia, ¿no es así? Su declaración, por tanto, queda excluida de la vista, lo cual se justifica con la máxima legal.
Fidelma pensó que el silencio había alcanzado tal intensidad, que si en la sala hubiera caído un grano de arena en el suelo, lo habría oído al tocar el suelo. Se preguntaba adónde quería ir a parar Eadulf con aquel argumento.
El monje miraba a Artgal, que ya no tenía la misma expresión de desdén. Ahora tenía el semblante grave, y la tez cenicienta.
– Artgal -añadió Eadulf-, ¿obtenéis algún beneficio con vuestra declaración contra Fidelma de Cashel?
Artgal no contestó. Era como si le costara hablar.
Después de un momento, Murgal habló con voz clara y pausada.
– Testigo, debéis responder… y recordad, tenéis un juramento, no sólo como miembro del clan, sino como guerrero y escolta privilegiado de nuestro jefe.
Artgal se dio cuenta de la mala impresión que estaba dando al vacilar, de modo que trató de recuperar la compostura.
– ¿Por qué iba a beneficiarme?
– Una pregunta no es una respuesta válida para la pregunta que os he hecho -lo censuró Eadulf-. ¿Obtenéis algún beneficio con vuestro testimonio contra Fidelma de Cashel?
– No.
– ¿No? Os recuerdo que habéis hecho un juramento.
– No.
– ¿Insistís en negarlo? ¿Debo acaso recordaros la suma de dos seds que ya han cambiado de manos, y el otro sed que pasará a ser vuestro cuando el juicio de Fidelma haya concluido? ¿Y que cada sed representa una vaca lechera?
Un murmullo de expectación llenó la sala.
– Deberéis demostrar esta acusación, sajón -exigió Murgal con gravedad.
– Oh, la demostraré, no os preocupéis -dijo Eadulf con una sonrisa irónica-. ¿Queréis que pronuncie el nombre de la persona que os ha hecho estos obsequios, Artgal?
El guerrero parecía haber menguado frente a la actitud resuelta de Eadulf. Negó con la cabeza.
– En tal caso, decidnos, ¿por qué recibisteis este dinero?
– No fue un soborno -empezó a quejarse Artgal.
– ¿No fue un soborno? -preguntó Eadulf con tono lleno de ironía que ya no empleaba el guerrero-. ¿Y por qué iban a pagaros por hacer una declaración determinada entonces?
– Vi a Fidelma en las cuadras. La vi inclinada sobre ese hombre… Solin. Sólo ella pudo haberlo matado.
– ¿«Sólo ella»? Esto dista mucho de decir que la visteis realmente hacerlo -intervino Murgal, muy serio.
– Una cosa tiene que implicar la otra -protestó el guerrero y herrero.
– La expresión «sólo ella pudo…» dice mucho -observó Eadulf-. «Sólo ella…» es como decir «todo parecía indicar que…» o «parecía que», lo que no implica que algo se haya hecho realmente.
– Este tribunal conoce de sobra el sentido de esa expresión -intervino Murgal, irritado-. Y tendrá en cuenta el cambio en el testimonio de Artgal. Pero, decid, Artgal, ¿reconocéis que os pagaron para contar esa historia?
– Para no contarla -se quejó Artgal-. Para asegurar que no cambiara la historia.
Eadulf soltó con discreción un suspiro contenido, y entonces lanzó una mirada de triunfo a Fidelma, que miraba al suelo, con los hombros bajos y en tensión.
– No acabo de entenderlo -estaba diciendo Murgal-. ¿Para qué ibais a cambiar la historia?
– No iba a cambiarla. Es la verdad. Pero hace unas horas, antes de que encarcelaran a Fidelma, un hombre se acercó a mí y me ofreció dos seds por no variar la historia. Me pagó enseguida, y me prometió otro sea una vez hubieran juzgado a Fidelma de Cashel. Como el dinero tiene poco valor en Gleann Geis, acordamos que sería el valor de tres vacas lecheras, y acepté el pago. Esta cantidad me habría resuelto la vida.
– ¿Quién era el hombre que os ofreció el dinero? -preguntó Laisre con gravedad en su primera intervención desde aquella revelación.
– No lo sé, mi señor. Estaba oscuro y no lo vi. Tan sólo oí su voz.
– ¿Y cómo era esa voz? -exigió Murgal.
Como respuesta, Artgal levantó una mano en señal de impotencia.
Algo llevó a Eadulf a jugar una última baza.
– Oísteis su voz claramente, Artgal -insistió-. ¿Tenía acento del norte?
Artgal tenía ahora una expresión lastimera. Toda su soberbia se había desvanecido.
– ¿Hablaba con acento de Ulaidh? -siguió insistiendo Eadulf.
Artgal asintió con un gesto de abatimiento.
Todas las miradas se dirigieron a Ibor de Muirthemne, que a pesar de haberse sonrojado, mantuvo la mirada al frente sin inmutarse.
– ¿Y qué os dijo su voz? -preguntó Murgal con gravedad.
– El hombre me dijo que, por la mañana, si iba a mi granja, encontraría dos vacas lecheras allí; y que en nueve días encontraría una tercera, siempre y cuando no cambiara mi testimonio contra Fidelma. Os juro que no pude sino aceptar. Estaba de pie, en la oscuridad, junto a mi cama. Tanto podía haberme apuntado con la punta de una daga, como ofrecerme dinero.
– ¿Y habéis ido a la granja esta mañana, esta misma mañana, y habéis encontrado las dos vacas? -preguntó Murgal.
– Sí.
– Por tanto, en pocas palabras, compraron vuestra declaración -concluyó Eadulf en un tono triunfal.
– Hice la declaración antes de recibir las vacas -protestó Artgal.
Laisre se dirigió a Murgal casi con impaciencia.
– En eso tiene razón. Es obvio que no puede considerarse un soborno para prestar declaración.
Eadulf iba a quejarse, cuando Murgal se frotó el mentón pensativamente y contestó a su jefe.
– Esto significa que, de acuerdo con la ley, la declaración de Artgal contra Fidelma no es válida. Ha perdido el honor y ya no se puede confiar en su palabra. Y no hay más testimonio contra Fidelma de Cashel que el suyo.
Laisre miró a Artgal intentando contener la furia.
– ¿Habéis dicho que ese hombre que os entregó las vacas hablaba con acento del reino del norte?
– Así es, señor.
– ¿Estáis seguro de que hablaba con acento del norte? ¿No podría haber sido un acento sajón, por ejemplo?
La sala entera se sumió en un murmullo de incredulidad ante la abierta acusación del jefe.
– Mi señor -se apresuró a intervenir Murgal con inquietud-, no podéis insinuar que el sajón engañó a Artgal para desacreditarlo con el fin de llegar a esta resolución.
Laisre lanzó una mirada malévola a Eadulf.
– ¿Y por qué no? Esta explicación es tan válida como otra.
– Mi señor, no os precipitéis y reconsiderad vuestras palabras. Las pruebas no dejan lugar a dudas. Artgal sabe distinguir perfectamente entre un acento del norte y un acento sajón, y lo habría dicho. Si discutís esta evidencia, podríais desacreditar vuestro cargo.
Laisre parecía dispuesto a prolongar el debate, pero la mirada de Murgal consiguió desanimarlo.
– De acuerdo, en tal caso, supongo que habrá que interrogar a todos aquellos con acento del norte.
El hermano Dianach se levantó para protestar. Incluso Eadulf se sorprendió de aquella reacción repentina, que no se adecuaba al carácter tímido y nervioso que había mostrado hasta el momento. Pero la rabia y, seguramente, el miedo le provocaron aquel arrebato.
– Todos saben que, aparte del hermano Solin, yo y el tratante de caballos somos los únicos con acento de las tierras del norte. ¡Niego cualquier posible acusación en mi contra! -gritó en falsete, rojo de furia.
– No pudo ser el muchacho -reconoció Artgal sin vacilar-. Era una voz masculina más grave.
Sólo Fidelma advirtió que Laisre aplacó la inquietud con una mirada de satisfacción.
Todos miraron al lugar donde había estado sentado Ibor de Muirthemne, que ahora estaba vacío.
– Honorable juez -intervino Eadulf rápidamente-, antes de perder de vista la cuestión principal que nos ocupa, este testigo ha dicho suficiente para demostrar que al aceptar el pago invalida su declaración.
Murgal le dio la razón con sobriedad.
– Cierto es. Artgal, podéis abandonar la sala, pero no salgáis de la ráth. Tendré que reflexionar sobre qué medidas debo tomar con vos, pues habéis deshonrado a vuestro jefe y a vuestro clan.
Cuando Artgal se dirigía ya al exterior, Eadulf volvió a hablar.
– Mi propuesta es que, dado que la declaración de Artgal queda invalidada, sor Fidelma sea liberada fír testa de inmediato.
Murgal iba a aceptarla, cuando para asombro de todos, Laisre alzó una mano y se inclinó hacia Eadulf desde la silla.
– Hay un cargo que lo impide, sajón -dijo con dureza-. Cuando se la acusó de este crimen, Fidelma de Cashel se rebajó intentando acusar a otra persona, es decir, a mi hermana Orla. Juró que había visto a Orla salir de las cuadras. Pero, gracias al testimonio de su esposo Colla, Orla pudo demostrar que no estaba en las cuadras. Así que jurar en vano es un delito suficiente, según mi interpretación de la ley, para que Fidelma de Cashel esté encerrada bajo llave hasta que se averigüe si es culpable o no. Y digo esto a pesar de la deshonestidad de Artgal.
A muchas personas les asombró la dureza y la indiferencia del jefe. Eadulf esperó a que cesara el murmullo de la sala antes de intervenir otra vez.
– Jefe, creedme, sé lo insultado que debéis de sentiros con una acusación que pone en entredicho el honor de vuestra familia. No obstante, debo objetar que no es razón para hacer caso omiso a lo que hemos oído hoy en la sala.
A continuación, se dirigió a Murgal, pues a él correspondía decir la última palabra y, como era de esperar, iba a dar consejo a Laisre sobre la ley.
– Según las enseñanzas de los druidas -prosiguió el monje con tranquilidad-, por lo que se me ha explicado, siempre hay una Vía Intermedia para resolver una situación. Es decir, una tercera vía. Quizá sor Fidelma se confundió al identificar a Orla. Es fácil que ocurra en la oscuridad. Del mismo modo que Artgal, antes de ser víctima de la avaricia, cometió el error de creer que Fidelma era la asesina porque la había visto inclinada sobre el cuerpo del hermano Solin. Tanto Fidelma como Artgal sacaron conclusiones precipitadas. No tuvieron en cuenta una tercera posibilidad.
Murgal estaba claramente impresionado por el argumento de Eadulf.
– ¿Hay alguna otra razón por la que debamos aceptar vuestra argumentación? -preguntó Murgal.
– La pruebas físicas, claro está.
– ¿Cómo decís?
– El hecho de que, como bien ha sugerido Fidelma, la registraron y no hallaron ningún arma en su posesión. Como tampoco la hallaron cuando registraron las cuadras. La conclusión es que el asesino se llevó el arma consigo, acaso porque pudiera identificarle. Laisre confirmará que sus guerreros registraron el lugar con ahínco. No quedó por mirar ninguna parte donde pudiera haberse ocultado el arma antes de que Artgal encontrara a Fidelma. Dicho de otro modo, los hechos coinciden exactamente según la versión de sor Fidelma…, pero con una excepción: que creyó haber visto a Orla.
Murgal se acercó a Laisre, con el que mantuvo una conversación a media voz. Laisre parecía quejarse, y Murgal se mostraba insistente; al final, el jefe hizo un gesto desganado de indiferencia, y Murgal volvió a sentarse en su sitio.
– Habéis argumentado bien vuestra postura, sajón. Tan bien, que de hecho, con las razones que habéis expuesto para poder poner en libertad a Fidelma, habéis conseguido desmentir todas las pruebas que había en su contra. Tengo la impresión de que, si encontramos al hombre que sobornó a Artgal, también encontraremos el arma que dio muerte a Solin. No hemos pasado por alto el hecho de que Artgal ha dicho que tal hombre hablaba con acento de Ulaidh, ni que el tratante de caballos, Ibor de Muirthemne, ha abandonado la sala. El hecho de que Solin fuera también de Ulaidh bien podría indicar que esta tragedia fue el resultado de una discusión personal. Ya no hay motivos para que Fidelma permanezca detenida.
La sala se llenó de pronto con el vocerío de los presentes.
Eadulf miró a Fidelma con una sonrisa de alivio y de triunfo. Fidelma se puso en pie, todavía con el rostro serio.
– Murgal -dijo en un tono de voz firme y seguro-. Os doy las gracias a vos y a Laisre por la justicia que habéis hecho este día. Pero todavía hay que detener al asesino del hermano Solin. Quisiera que me concedierais permiso para investigar este crimen. Si Ibor de Muirthemne es el responsable, permitidme que lo lleve ante la justicia. Creo que existe una relación entre la muerte del hermano Solin y el extraño ritual con los treinta y tres jóvenes muertos.
Laisre intervino antes de que Murgal pudiera responder.
– Preferiría que concluyéramos las negociaciones para las que habéis venido a fin de que regreséis cuanto antes a Cashel. Podéis estar segura de que haremos lo posible por encontrar a este hombre, Ibor de Muirthemne, que ha sobornado a uno de mis mejores guerreros y ha destruido su honor.
– ¿Es eso una orden? -insistió Fidelma para asombro de Eadulf, ya que, de haber sido por él, se habría marchado de Gleann Geis con la mayor rapidez posible.
– Digamos que es una preferencia, Fidelma de Cashel. Lo más importante que nos atañe en este momento es terminar nuestra negociación. En el futuro, ya no habrá dicha en nuestras relaciones. Cuanto antes partáis del valle, mejor, pues no podré olvidar que insultasteis a mi familia… aunque haya aceptado la explicación del sajón de que os confundisteis con la identificación. Descansemos, pues, esta noche, e iniciemos las deliberaciones por la mañana. Ahora… creo que aquí concluye este asunto por hoy.
Laisre se levantó de golpe y abandonó la sala. Su rostro no reflejaba alegría. Orla y Colla le siguieron enseguida. A Murgal correspondió levantar la sesión. Al otro lado de la sala, Eadulf vio al hermano Dianach apresurándose a salir; tenía el semblante enrojecido y angustiado. En cuanto a Artgal, había desaparecido. Eadulf iba a acercarse a Fidelma, cuando vio a la joven Esnad, sonriéndole. La hija de Orla tenía una sonrisa cálida y seductora y, cuando cruzaron las miradas, ella no apartó la suya con pudor, según podía esperarse, sino que la sostuvo de forma abierta y provocativa. Avergonzado, Eadulf fue el primero en apartar la suya.
La hija de Colla y Orla, de catorce años, estaba coqueteando descaradamente con él.