Capítulo 20

Laisre se reclinó en la silla como si le hubieran asestado un golpe. Se quedó con la boca abierta, consternado.

Los ojos de Fidelma no expresaron conmiseración alguna al pronunciar la acusación. El jefe de Gleann Geis tragó saliva y, curiosamente, a continuación se encorvó y abrió las manos en un curioso ademán, que bien podía expresar una actitud defensiva, o bien una rendición.

– No negaré que me vierais -confesó con la voz apagada, provocando una perceptible expresión de asombro entre los reunidos-, pero negaré que fuera yo quien matara a Solin de Armagh.

Esperaban que Fidelma insistiera en acusarle, pero se limitó a hacerse a un lado para añadir:

– Sé que no lo matasteis vos. Aunque el hermano Solin hubiera violado a Marga, por quien profesáis amor, hubierais preferido mantenerlo con vida, porque os interesaba, ¿cierto?

Laisre no respondió. Se humedeció los labios secos, observándola con fascinación, del mismo modo que el conejo mira al zorro antes de morir.

– Fuisteis a las cuadras aquella noche porque teníais una cita secreta con el hermano Solin de Armagh, ¿no es así?

– Fui allí a reunirme con él -admitió Laisre con la voz apagada.

– Pero alguien había llegado antes que vos.

– Entré en las cuadras por la puerta lateral. Solin ya estaba en el suelo, apuñalado. Me fui en cuanto vi que agonizaba. Reconozco, por tanto, que me visteis salir de las cuadras.

– El error que cometí fue pensar que vos erais vuestra hermana gemela, porque la capa os ocultaba de tal forma, que lo único que vi fue la parte superior del rostro. No es de extrañar que os enfadarais tanto cuando acusé a Orla. Vuestra ira se debía al temor que sentíais; tenías miedo por vos. Teníais miedo de que, en un momento dado, me percatara de mi error. Vuestro miedo me hizo sospechar de vos, ya que, de inspiraros simpatía, de pronto pasé a inspiraros odio, un cambio muy evidente. Teníais tanto miedo que, cuando supisteis por Rudgal que había nombrado a Eadulf mi brehon, empujasteis un bloque suelto de la almena de la ráth cuando él pasaba por debajo. Gracias a Dios, no lo matasteis.

Eadulf tragó saliva al recordar el incidente.

– ¿Así que fuisteis vos? -preguntó Eadulf, mirando fijamente a Laisre un instante, para luego dirigirse a Fidelma-. Pero, ¿cómo supisteis que era Laisre, si no estuvisteis allí?

– Rudgal os dijo quién pasaba por la almena en aquel momento. En cuanto relacioné a Laisre con las demás partes del rompecabezas, me pareció evidente que hubiera sido él. ¿Negáis que fuerais vos, Laisre?

Laisre guardó silencio.

– Y ahora, ¿querréis contarnos por qué decidisteis reuniros con el hermano Solin aquella noche en las cuadras?

El jefe de Gleann Geis permaneció inmóvil en su asiento, cual figura esculpida en piedra.

– En ese caso lo haré yo -prosiguió Fidelma, al ver que no contestaba-. Ambos eran cómplices de una conspiración, o aliados, si lo preferís. Vos sois la persona de Gleann Geis que se había confabulado con Mael Dúin de Ailech. Vos cogisteis y destruísteis el pergamino con el mensaje de Ailech que os incriminaba. ¿No es así?

Laisre soltó una carcajada, acaso algo forzada.

– ¿Insinuáis que sería capaz de traicionar a mi propio pueblo? ¿Que lo sacrificaría a cambio de poder?

– Eso mismo estoy diciendo. No es necesario que lo neguéis. Ya en la primera reunión del Consejo, cuando supuestamente debíais negociar conmigo, advertí que vos erais quien había pedido a Cashel un enviado religioso. Supe entonces que buena parte de los integrantes del Consejo se habían opuesto a tal decisión, que habíais tomado de una forma bastante arbitraria. Cabía preguntarse por qué un jefe tan aferrado a la antigua Fe y, según han dicho algunos cristianos, como Rudgal, un jefe tan renuente a reconocer la presencia de la Iglesia en Gleann Geis, de pronto era capaz de enfrentarse a los deseos del Consejo enviando tal invitación a Cashel. La respuesta es evidente. Enviasteis la invitación para aseguraros de que un clérigo viniera al valle y viera la matanza ritual. Ninguna otra persona de Gleann Geis tenía la autoridad necesaria para tomar tal decisión -Fidelma miró a Murgal con una sonrisa de satisfacción-. Me confundió el hecho de que fuerais el único que apoyara este proyecto, en contra de la voluntad de Colla, Murgal y de vuestra hermana, y de la de los demás miembros del Consejo. ¿Por qué pusisteis en peligro vuestro cargo al oponeros a la voluntad del Consejo? Porque teníais los ojos puestos en otra clase de poder. Es evidente que Mael Dúin os había prometido algo mejor que el simple cargo de jefe de Gleann Geis.

Colla, Murgal y Orla miraban a Laisre horrorizados al empezar a asimilar la irrevocable lógica de su acusación. El semblante de Laisre adoptó una expresión desafiante, casi de menosprecio.

– ¿Habríais destruido Gleann Geis por ambición? -preguntó Murgal, asombrado-. Negadlo y os creeremos. Sois nuestro jefe.

– Estáis en lo cierto: soy vuestro jefe -afirmó con una voz estentórea, incorporándose de súbito-.

Hagamos nuestro este día. No son muchos, si actuamos juntos. El plan de Mael Dúin triunfará a pesar de esta mujer. Unios a mí, si queréis estar al lado de los vencedores. Declarad a favor de Ailech, en contra de Cashel. Tomad las riendas de vuestro destino.

Colla estaba pálido y miraba a Laisre con tensión e incredulidad.

– Yo tomaré las riendas del único destino que ahora exige el honor -dijo sin levantar la voz-. Ya no sois el jefe de Gleann Geis, y lo único que os queda ahora es la vergüenza por lo que habéis intentado hacer a nuestro pueblo.

Laisre se encolerizó.

– ¡Entonces tendréis que vivir con la vergüenza de haber negado a vuestro legítimo jefe!

Antes de terminar sus palabras, avanzó hacia adelante, sacando un puñal del cinturón. Antes de que nadie pudiera reaccionar, arrancó a Esnad de su silla, la abrazó contra su pecho y le colocó el filo del puñal en la garganta. La joven gritó, pero la presión del acero afilado sofocó el chillido. Un fino hilo de sangre se deslizó sobre la blancura de su cuello. La muchacha parecía asustada, y tenía los ojos abiertos de par en par. Laisre empezó a retroceder hacia la puerta de la sala.

– No os mováis, si no queréis ver muerta a esta niña -gritó en cuanto Ibor y algunos guerreros avanzaron hacia él.

Orla gritó, angustiada:

– Es vuestra sobrina, Laisre. ¡Mi hija! ¡Es de vuestra propia sangre!

– Atrás -advirtió el jefe-. Pienso abandonar esta ráth indemne. No creáis que dudaré en usar el puñal. Esa arpía de Cashel os dirá que estaba dispuesto a sacrificar a mi pueblo para satisfacer mi ambición, y no dudaré siquiera en sacrificar incluso a esta niña indolente, sea o no de mi propia sangre.

Marga se dirigió hacia él, gritando de alegría:

– Yo iré con vos, Laisre.

Laisre la miró con una sonrisa cínica.

– Ahora no puedo permitir que vos y mi rehén me retraséis. He de viajar rápido. Arregláoslas sola hasta que vuelva a Gleann Geis con el ejército victorioso de Mael Dúin.

La joven retrocedió, como si la hubieran abofeteado.

– Pero… me prometisteis… después de todo lo que hemos pasado… Después de todo lo que he hecho por vos.

Su voz se deshizo en un titubeo al darse cuenta del rechazo.

– Las circunstancias cambian las situaciones -respondió el jefe con indiferencia, sin apartar la vista de los guerreros de Ibor-. Dejad paso. Si alguien intenta seguirme, la niña morirá.

Orla estaba casi histérica. Colla intentaba consolarla.

Fidelma miró fijamente al jefe de Gleann Geis y comprendió que estaba desquiciado por completo.

También comprendió que soltaría a Esnad en cuanto le dieran un caballo veloz y franqueara las puertas de la ráth. Ni su propia sobrina significaba nada para él, aparte de un medio para obtener lo que codiciaba. El poder era su dios. El poder era una peste destructora que contaminaba cuanto tocaba.

– Lo hará -advirtió Fidelma a Ibor, que seguía avanzando muy despacio-. No intentéis detenerle.

Ibor se detuvo, reconociendo que tenía razón; bajó la espada y ordenó a sus hombres que hicieran lo mismo.

Los guerreros de Ibor se detuvieron y lo miraron con impotencia, a la espera de instrucciones, pero Ibor apoyó la punta de la espada en el suelo, a sus pies, y soltó un suspiro.

Laisre sonrió con un gesto triunfante.

– Me alegro de que seáis tan sensata, Fidelma de Cashel. Marga, abridme la puerta. ¡Rápido!

Marga todavía estaba inmóvil, como si no pudiera creer que Laisre, su amante hasta hacía tan poco, la hubiera abandonado.

– ¡Moveos! -bramó Laisre con rabia-. ¡Haced lo que os ordeno!

Orla dirigió una mirada empañada en lágrimas a la boticaria y le suplicó:

– Por el bien de mi hija, Marga. Abridle la puerta.

La oronda Cruinn tomó la iniciativa.

– Yo le abriré la puerta, señora -se ofreció.

Laisre miró a la robusta mujer.

– Hacedlo, pues. ¡Deprisa!

La hostalera, con una expresión severa, se dirigió hacia la puerta. Al llegar, se dio la vuelta con rapidez.

De pronto, Laisre abrió la boca. Contrajo el rostro y, al aflojar la mano, separó el puñal de la garganta de Esnad. Al sentir que la fuerza que la retenía mermaba, la niña se apartó de él y, entre sollozos, corrió a los brazos de su madre. El jefe de Gleann Geis quedó de pie, balanceándose unos momentos. Alrededor del cuello apareció un hilo rojo que recordaba un collar. Al final, los dedos inertes soltaron el puñal, y Laisre cayó de bruces sobre el suelo de la sala consistorial. La sangre salía a borbotones de la arteria escindida, derramándose en el suelo de madera.

Marga se echó a llorar con sollozos largos y trémulos.

– Iba a traicionarme… -susurraba con incredulidad.

– Lo sé. Lo sé -dijo Cruinn, dirigiéndole una mirada comprensiva.

Todavía estaba en la puerta, tras el cuerpo de Laisre. Tenía un gran cuchillo en la mano, manchado con la sangre del jefe.

Ibor corrió hasta Laisre, se inclinó sobre el cuerpo y comprobó el pulso en vano, pues era evidente que el jefe estaba muerto. Miró a Fidelma y sacudió la cabeza. A continuación, se incorporó despacio y tomó el cuchillo que Cruinn sostenía sin fuerza en la mano.

La mujer se acercó a Marga, la cogió del brazo y la acompañó a su lugar.

Colla rodeaba con el brazo a Orla, la cual abrazaba a su vez a Esnad con fuerza. La niña temblaba, conmocionada por lo sucedido.

Sólo Murgal parecía dueño de sí. Miró a Fidelma con emoción contenida.

– Teníais razón: aquí hay mucha barbarie. ¿También él fue responsable de la muerte de Dianach…?

– De forma indirecta -confirmó Fidelma-. El hermano Dianach sabía que Laisre estaba implicado en la conspiración con su maestro, Solin de Armagh. Claro está, Dianach también estaba involucrado, pero consideraba que la causa de Solin era justa, y no era consciente de lo corrupto que era. Dianach era un simple sirviente. En muchos sentidos, era un joven ingenuo. Laisre acudió a Dianach cuando me encarcelaron. Sabía que yo era inocente y que, si se descubría la verdad, la sospecha recaería en él. Orla podía demostrar su inocencia a través de Colla y, tarde o temprano, yo me daría cuenta de lo que había visto. El hecho de que Orla y Laisre fueran gemelos terminaría por hacerme pensar en él. Laisre decidió que debía asegurarse de que me declararan culpable. Por esa razón le dijo a Dianach que comprara las vacas de Nemon para sobornar a Artgal, de modo que mantuviera la declaración contra mí y, así, asegurar su posición.

– Lo hizo para eludir su culpabilidad. Pero, ¿por qué mató a Solin? -preguntó Murgal, que estaba perplejo.

Fidelma movió la cabeza y negó:

– Laisre no mató al hermano Solin. Olvidáis que Solin era su aliado. Sin Solin, la conspiración no saldría adelante.

Murgal estaba totalmente desconcertado.

– Pero, yo creía que…

– No he mentido al decirle a Laisre que yo sabía que él no había matado al hermano Solin. Laisre sólo quería asegurarse de que yo me convertía en el chivo expiatorio, porque sabía quién era el verdadero culpable. El problema surgió cuando vos me pusisteis en libertad; el verdadero asesino pensó entonces erróneamente que Dianach y Artgal se habían convertido de algún modo en una amenaza. Esperó a Dianach y a Artgal en la granja de éste, después de la farsa de mi juicio. El asesino había preparado una bebida envenenada para ellos, a fin de evitar que siguieran hablando. Pero era un veneno de efecto retardado, que dio tiempo al asesino para convencer a Artgal de que huyera del valle con algún pretexto, acaso para huir del castigo. Es decir, el objetivo principal era que Artgal desapareciera. El asesino le sugirió que saliera de Gleann Geis por el sendero que sigue el curso del río, a través de las cuevas, a sabiendas de que, en un momento dado, el veneno actuaría: y Artgal nunca saldría de las cuevas con vida.

– Así que el asesino se quedó a solas con Dianach, a la espera de que el veneno hiciera efecto. La razón por la que el monje debía morir es evidente. Pero, como digo, el veneno era de efecto retardado. Mientras esperaba el fatal efecto de la pócima, vio que Rudgal, Eadulf y yo nos acercábamos a la granja de Artgal, por lo que solamente podía hacer una cosa. Debió de engañar a Dianach, diciéndole que queríamos hacerle daño, y lo invitó a esconderse; el asesino aprovechó la ocasión para cortarle el cuello justo cuando el monje se inclinó para entrar en el cobertizo de la granja.

Murgal seguía su argumentación con mucho interés, asintiendo, mientras ella exponía sus conclusiones sin divagar.

– No veo fisura alguna en vuestro razonamiento. De acuerdo, nos remite a la cuestión de la identidad del asesino. Por lo que decís… sólo puede ser Marga.

Marga era incapaz de reaccionar. Seguía bajo el efecto de la impresión de haber sido rechazada por Laisre. Fidelma sorprendió a todos los presentes con un ademán negativo.

– A estas alturas ya habréis deducido que Marga secundaba a Laisre en la conspiración iniciada por el ansia de poder de Mael Dúin. En eso estamos todos de acuerdo. Ella era el emisario que envió Laisre a los hombres de Ailech. ¿Por qué se involucró? Porque estaba enamorada de Laisre. Él le había prometido contraer matrimonio. Le había prometido compartir con ella el poder que le iba a otorgar Mael Dúin. Le había prometido ser su igual.

Antes de proseguir, hizo una pausa para que sus palabras hicieran mella.

– Como parte del plan, Laisre tenía que enviar a alguien para que se reuniera con los hombres de Mael Dúin y les mostrara el mejor lugar en el que representar la macabra farsa del sacrificio ritual. Por razones obvias, no podía ir en persona. Tenía que enviar a alguien con un cargo de autoridad, capaz de dirigir a los hombres de Ailech, no a una simple boticaria. Por ese motivo hizo vestir a Marga con las ropas de Orla, para que así aparentara una posición. Asimismo, le explicó que debía interpretar el papel. Y tan bien lo interpretó, que incluso participó en la caza de un prófugo. Hay que saber que Marga no tiene estima alguna por los cristianos, por lo que estuvo encantada de hacerlo y no le importó en absoluto el destino que esperaba a los prisioneros.

– Sin embargo, por mucha antipatía que tuviera por el hermano Solin, lo último que habría hecho Marga habría sido matar al aliado de Laisre antes de que la conspiración saliera adelante. No, ella y Laisre tenían demasiado en juego para matar a Solin sólo por haberla insultado.

– Entonces, ¿quién es el asesino? -exigió Colla con cierta irritación-. Decidlo ya, pues tenemos los nervios crispados; decidlo para poder poner fin de una vez a esta horrible situación.

– ¿Les diréis por qué matasteis al hermano Solin o se lo digo yo, Cruinn? -preguntó Fidelma en voz baja.

La oronda mujer, que estaba sentada junto a Marga, consolándola, no se alteró siquiera. Tenía una expresión pétrea.

– Decídselo si debéis -dijo al fin sin emoción, y cerró la boca, apretando los labios.

Marga soltó un sollozo de angustia, agarrando el brazo de la mujer.

– ¿Vos? ¿Vos matasteis a Solin?

– ¿Cómo no iba a hacerlo, hija? -respondió Cruinn con sosiego.

Marga se dio la vuelta y miró de uno en uno a todos los presentes con los ojos muy abiertos antes de clavarlos en Fidelma.

– Yo no lo sabía -susurró.

– Estoy segura de ello -dijo Fidelma, que luego miró a Cruinn-. Matasteis al hermano Dianach asestándole una puñalada muy similar a la que habéis asestado a Laisre. Y también envenenasteis a Artgal.

– ¿Pero qué disparate estáis diciendo? -preguntó Orla, que aunque ya había recuperado el aplomo, no asimiló aquel nuevo giro-. ¿Para qué querría esta anciana mujer matar a nadie?

Colla estaba de acuerdo.

– Deberéis explicaros, Fidelma. ¿Por qué iba a cometer esta honesta hostalera los asesinatos? Es una locura.

– Si fue una locura, fue la locura de una madre posesiva.

Cruinn fue implacable.

– ¿Desde cuándo lo sabéis? -preguntó a Fidelma.

– Desde hace ya un tiempo, pero no entendía cuál era el papel de Orla en todo esto. Hasta anoche aún estaba convencida de que la había visto salir de las cuadras. En cuanto supe que no era Orla, todo comenzó a encajar rápidamente, y esta mañana Ibor me ha proporcionado la última pieza del rompecabezas al informarme de que había encontrado el cuerpo de Artgal en las cuevas.

– ¿Vais a decirnos por qué lo hizo Cruinn? -sugirió Murgal.

– Cruinn es la madre de Marga.

– Casi todos lo saben en el valle -afirmó Murgal-. No es ningún secreto.

– Algo que se da por sentado puede dar lugar a malentendidos -respondió Fidelma-. Yo, aquí, soy extranjera y, por tanto, no lo sabía. Si lo hubiera sabido, tal vez podrían haberse evitado algunas muertes. Tuve que deducirlo por mi cuenta. Debería haber prestado más atención cuando Cruinn dijo que iba a recoger hierbas curativas con su hija. Más tarde mencionó que recogía hierbas para la boticaria. Me costó un tiempo relacionarlas: la boticaria era su hija. Luego recordé que, el día en que Murgal se insinuó a Marga durante el banquete, y Marga le dio una bofetada y salió, Cruinn fue tras ella para consolarla, mirando encolerizada a Murgal.

– Marga es una mujer hermosa -confesó Murgal, avergonzado-. No hay nada malo en rendirle tributo a la belleza.

– Depende de cómo se rinde ese tributo. Podría haber ocurrido algo peor, de haberos sobrepasado como lo hizo el hermano Solin. Podríais haber firmado vuestra propia sentencia de muerte, al igual que Solin, si hubierais insistido en prestar una atención no deseada. Cruinn quería mantener pura a su hija para el matrimonio con el jefe.

– Y yo debería haber estado más atenta la vez que Cruinn me preguntó sobre las leyes matrimoniales de los jefes. Creí que Cruinn albergaba ilusiones para con ella misma, cuando en realidad Marga le había dicho que Laisre la había pedido en matrimonio. Aquello agradó a Cruinn, pues tenía ambiciones para su hija. Pero la embargaban ciertas preocupaciones, de ahí que me preguntara sobre la ley matrimonial; en concreto, la dedicada al casamiento entre jefes y plebeyos. Cruinn quería proteger los intereses de su hija. De ahí su rabia hacia vos, Murgal, por insultar a su hija delante de Laisre. Más adelante, cuando descubrió que el hermano Solin había intentado tomar a su hija por la fuerza, la sangre se le subió a la cabeza. Sin saber que el hermano Solin era esencial para los planes de Laisre, una noche que vio salir al hermano a hurtadillas del hostal, Cruinn pensó que era la ocasión adecuada para vengarse. Lo siguió hasta las cuadras y lo mató, y lo hizo justo en el momento en que Laisre entraba para citarse en secreto con él, con motivo de la conspiración.

– Tenéis razón -intervino con reserva la mujer-. Tenéis toda la razón. Laisre entró en el momento en que Solin se desplomaba. Le dije que lo había hecho por Marga y por su felicidad futura. Aquello lo turbó primero, pero luego me indicó que saliera de allí y me llevara el cuchillo. Me ordenó que lo limpiara, para que no sospecharan de mí.

Fidelma prosiguió con el relato de los hechos.

– Laisre salió de las cuadras de inmediato. Entonces fue cuando lo vi, envuelto en la capa, y lo confundí con su hermana. Pero Laisre no podía acusar a la madre de Marga. Estaba pensando en cómo resolver el problema, cuando yo entré en escena por casualidad. Qué perfecto sería si, entre todos, se declarara a la cristiana culpable del asesinato del hermano Solin. Si conseguía que me culparan de asesinar al secretario de Ultan de Armagh, ello causaría la tensión que Mael Dúin pretendía provocar. Con suerte, el rey de Cashel incluso habría enviado guerreros que garantizaran mi liberación. De este modo, Laisre habría compensado el plan inicial, que yo había frustrado al no reaccionar como esperaban ante la matanza ritual.

Cruinn miró a Fidelma con impasibilidad y le preguntó:

– ¿Cómo me relacionasteis con el asesinato de Artgal y Dianach?

– Dejasteis los vasos del veneno en la cabaña. Olí los restos de cicuta que quedaron. Gracias a la profesión de boticaria de Marga, teníais suficientes conocimientos para preparar un veneno de estas características. En cuanto vi que Dianach tenía los labios azulados, supe que lo habían envenenado. Pero al ver que nos acercábamos, salisteis precipitadamente de la cabaña con él, y os dejasteis un delantal. Aunque Artgal hubiera sido una persona lo bastante pulcra para usar un delantal, era demasiado grande para él. Además, yo misma os había visto con una prenda similar en el hostal. Entonces, cuando Ibor me dijo que habían encontrado el cuerpo de Artgal en el camino del que me habíais hablado, supe que los habíais envenenado a los dos.

En la sala consistorial volvió a producirse un silencio absoluto mientras los presentes escuchaban aquella trágica historia.

Murgal dijo a Colla sin alzar la voz:

– Ahora sois nuestro jefe electo, Colla. Sois vos quien debéis tomar las decisiones.

Colla dudó. Cruzó miradas con su esposa Orla antes de volverse hacia Fidelma con un gesto inquisitivo.

– ¿Es cierto que ahora soy yo quien debe tomar las decisiones en Gleann Geis? -preguntó, dirigiéndole una mirada significativa a Ibor y a sus guerreros.

– Ahora que se ha resuelto este misterio, Ibor de Muirthemne y sus hombres esperarán vuestras

decisiones -le confirmó Fidelma-. Sois el jefe electo de Gleann Geis.

Ibor empuñó con elegancia la espada para saludar al nuevo jefe.

– Vos tenéis el mando, Colla -dijo.

– En tal caso, Cruinn y su hija deberán ser detenidas hasta que se las juzgue por lo que han hecho: a Marga, por planear la traición de su pueblo en alianza con Laisre; y a Cruinn, por sus despiadados asesinatos. Me habría inclinado a tratar con indulgencia a Cruinn por el carácter pasional de su crimen, si a éste no hubieran sucedido las calculadas muertes del joven Dianach y de Artgal.

Colla cogió a su esposa de la mano.

– Si el Consejo me acepta como jefe de Gleann Geis -añadió-, denunciaré y repudiaré el pacto de Laisre con Mael Dúin de Ailech y renovaré el compromiso de lealtad a Cashel y a sus reyes legítimos.

Ibor de Muirthemne sonreía de satisfacción.

– Excelente. Me honrará llevar a Tara este mensaje. Sechnassuch estará encantado. Pero tened presente que tan sólo hemos ganado una batalla a las ambiciones de Mael Dúin. Los Uí Néill del norte no cejarán en su empeño. Mientras Muman sea el único obstáculo que le impida dominar los cinco reinos, Mael Dúin ingeniará otras maneras de derrocar al gobierno de Cashel. Así pues, avisados quedáis.

Ibor se volvió hacia sus soldados:

– Liberad a los hombres de Gleann Geis y decidles que su nuevo jefe es Colla. Luego saldremos hacia el norte, de regreso a Tara -ordenó; entonces miró a Fidelma-. Ha sido… acaso «un placer» no sería la expresión adecuada; pero ha sido «gratificante» trabajar con vos, Fidelma de Gashel.

– También lo ha sido para mí trabajar con vos, Ibor de Muirthemne.

Ibor volvió a saludar a los presentes enarbolando la espada con dramatismo antes de seguir a los guerreros que salían de la sala consistorial.

Colla señaló entonces a Rudgal, que todavía estaba en el fondo de la sala con las muñecas atadas a la espalda.

– ¿Y qué hacemos con él, Fidelma? ¿Qué cargos presentáis contra Rudgal?

Fidelma sintió una punzada de culpa, pues casi había olvidado al rubio guerrero, aquejado de amor. Se volvió hacia Eadulf para decirle:

– Lo dejo en vuestras manos, Eadulf. Fue vuestra vida la que amenazó.

Eadulf le pidió a Colla que le prestara su cuchillo. Colla lo desenvainó con recelo y se lo dio con la empuñadura por delante. Eadulf llamó entonces a Esnad, que ya parecía haberse recuperado de aquella terrible experiencia.

– Tomad esto, Esnad -le ordenó-, y liberad a Rudgal. Luego lleváoslo de aquí y hablad con él seriamente. Ante todo, tratad de explicarle que yo os importo tanto como vos me importáis a mí.

Esnad se ruborizó un poco al mirar a Eadulf a la cara; luego apartó la vista, avergonzada, y se limitó a inclinar la cabeza y a acercarse a Rudgal con el cuchillo.

Ronan se había hecho cargo de Marga y de su madre, Cruinn, y las acompañaba a la salida. Nemon había salido con Bairsech, que casi mostraba simpatía por su vecina.

Eadulf se dirigió a Fidelma con una mueca de ironía:

– No estaba seguro de cómo ibais a sacarnos del laberinto en el que creía habernos perdido. Creo que me habéis dejado tan estupefacto como a todos los presentes.

Fidelma respondió con un aspaviento, quitándose importancia.

– Exageráis, Eadulf. Sólo parecía complicado porque había dos motivaciones distintas para cada fechoría.

Orla se adelantó, aún con el rostro tenso a causa de la impresión que le había causado la perfidia de su hermano. Hacía lo posible por mantener la compostura y parecía avergonzada al dirigirse a Fidelma.

– Sólo quería pediros perdón por mi actitud cuando pensaba…

Fidelma alzó una mano para pedirle que no siguiera hablando.

– Teníais todos los motivos del mundo para pensar de mí como hicisteis, pues acusar a un inocente siempre es motivo de indignación. Lamento que en el corazón de vuestro hermano no hubiera amor hacia vos o hacia los vuestros.

– Pobre Laisre -dijo la mujer, forzando una sonrisa pensativa-. Sí, incluso ahora puedo decir pobre Laisre. Estaba enfermo. Creo que su profunda locura era únicamente eso, una demencia, como una enfermedad, como un resfriado contra el que no hay remedio posible. Seguía siendo mi hermano; lo conocí antes de que la enfermedad se apoderara de su mente. Lo recordaré tal cual era entonces y olvidaré en qué se convirtió.

Colla se adelantó para tomar del brazo a su esposa y sonrió, contrito, a la dálaigh.

– Nos habéis enseñado muchas cosas, Fidelma de Cashel -comentó en voz baja.

– Espero que algunas os puedan servir para bien.

– ¿Cosas como lo que significan el amor y el perdón cristianos? -intervino Eadulf de manera oportuna-. Ésa sería una buena lección.

Colla rió con regocijo, de forma tan natural e insospechada, que Eadulf hasta se molestó.

– ¡No, no, sajón! Eso es lo último que habría aprendido aquí. ¿No es Mael Dúin de Ailech cristiano? ¿No eran cristianos los soldados que perpetraron la terrible masacre de los treinta y tres jóvenes? ¿No eran cristianos el hermano Solin y el hombre que lo envió, Ultan de Armagh? ¡Ja! El amor cristiano es lo último que ha quedado demostrado aquí -afirmó Colla, que inmediatamente se puso serio-. No, si algo he aprendido es que sólo la perseverancia puede hacer frente a la adversidad.

Con su esposa del brazo, se dirigió a la puerta de la sala consistorial. Al llegar, se detuvo y miró atrás.

– Al llegar a Cashel, decid a vuestro hermano y al obispo de Imleach que Gleann Geis aún no está dispuesto a aceptar una relación más próxima con la nueva Fe. Ya hemos conocido más inquietudes cristianas de las que nos convienen.

Colla y Orla salieron por la puerta sin más.

– ¡Cuánta ingratitud! -rezongó Eadulf, ofendido-. ¿Cómo podéis aceptar tales insultos de estos paganos?

Fidelma sonreía, impasible.

– No se les puede llamar insultos, Eadulf. Un hombre debe hablar según aquello que conoce. Tiene razón. La cristiandad de Mael Dúin, el hermano Solin y, si de veras forma parte de esta fatídica conspiración, la cristiandad de Ultan de Armagh, hacen que una eche de menos la moral de las antiguas creencias de nuestro pueblo.

Eadulf estaba escandalizado. Cuando se disponía a reprenderla, Murgal se aproximó con una expresión grave en el rostro.

– Lo cierto es que tenemos mucho que agradeceros, Fidelma de Cashel. He visto en vos la verdadera valía de una defensora moral de las leyes de los cinco reinos; una valía ejemplar.

– No la consideréis ejemplar, Murgal, pues vos mismo sois un ejemplo de ella. Sois un brehon valiente y honesto. Puede que nos separen las religiones, pero la moralidad a menudo trasciende las diferencias de fe.

– Es para mí alentador que reconozcáis algo así.

Fidelma hizo una sutil reverencia.

– Nos lo enseñan al estudiar la ley antigua. La intolerancia está hecha de la misma pasta que la mentira. Ningún desastre natural se ha cobrado tantas vidas humanas como la intolerancia del hombre para con las creencias de su prójimo.

– Muy cierto. ¿Os quedaréis un tiempo en Gleann Geis como nuestros invitados, o partiréis de inmediato hacia Cashel, como ha hecho Ibor de Muirthemne?

Fidelma miró por la ventana hacia el cielo.

– Aún nos queda día por delante. Ya no tenemos motivos para quedarnos en Gleann Geis. Tal vez un día pueda regresar al valle para hablar de cómo traeros la verdadera cristiandad. Pero ahora no es el momento. Iniciaremos el viaje de vuelta enseguida. Primero a Imleach, para consultar al obispo Ségdae, y luego a Cashel. Cuanto antes Muman esté al corriente de la conspiración que se urdió en su contra, antes podremos estar alerta contra Ailech y contra cualquier conspiración pareja que amenace la paz de este reino.

Dos hombres salían de la sala consistorial cargando con el cuerpo de Laisre.

Fidelma los observó en silencio y añadió, retórica:

– ¿Qué beneficio obtiene un hombre que gana el mundo entero y pierde el alma propia?

Murgal parecía impresionado.

– Un pensamiento sabio. ¿Acaso alguna cita de las enseñanzas del brehon Morann de Tara? No la conozco.

Eadulf le espetó con sarcasmo:

– No, es del Evangelio de San Marcos. Incluso nosotros, los cristianos, tenemos libros de filosofía.

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