Capítulo 14

Una vez Fidelma y Eadulf se quedaron solos en el hostal, Fidelma se volvió hacia el monje sajón con una sonrisa cálida y lo tomó de las manos.

– ¡Sois brillante! -exclamó, entusiasmada.

– He tenido una buena profesora -farfulló con modestia.

– Pero habéis sabido apoyaros en las leyes adecuadas para defender vuestra postura. ¡Y qué manera de hacer caer a Artgal en la trampa! Jamás he visto a un abogado manipular tan bien a un testigo. Disteis un uso brillante a la ley para desarrollar vuestra argumentación. Deberíais solicitar el título de dálaigh.

– Rudgal me ayudó un poco -reconoció Eadulf-. Sin su colaboración no habría podido demostrar que Artgal no era válido como testigo.

Fidelma se puso seria.

– ¿Os referís a que Rudgal os facilitó la información sobre el pago que Artgal recibió?

– Así es. Tuvimos suerte, porque me comentó que Artgal había recibido las vacas, y yo deduje el resto.

Fidelma se fue a buscar una jarra de aguamiel y un par de vasos, ya que tenía que recobrar fuerzas después del suplicio.

– En tal caso deberíamos dar las gracias a Rudgal. Aun así, empleasteis bien la información que os dio. La forma en que obligasteis a Artgal a confesar el soborno sin tener que presentar pruebas es digna de admiración.

Eadulf se rió con escepticismo.

– Si al final hubiera tenido que dar prueba de mi acusación, mucho me temo que me habrían vencido. Gracias a Dios, pude hacerle creer que sabía más de lo que él imaginaba.

Fidelma sostuvo en el aire el vaso que iba a llevarse a la boca, como si de pronto se hubiera dado cuenta de algo importante:

– Pero teníais la prueba que demostraba el soborno, ¿no? Es decir, pruebas que apoyaran vuestra acusación.

Eadulf forzó una sonrisa y reconoció la verdad.

– Ha sido una pantomima, no tuve tiempo de confirmar la información de Rudgal.

Fidelma lo miró consternada y se fue hundiendo en la silla.

– ¿Cómo que una pantomima? Más vale que os expliquéis.

– Pues muy fácil. Rudgal oyó a Artgal alardear de que había adquirido dos vacas lecheras. A pesar del fanfarroneo, no habló más de la cuenta. Sin embargo, mencionó que en nueve días tendría otra. Enseguida lo relacioné. Rudgal lo comentó como si no se diera cuenta de la trascendencia de sus palabras.

Fidelma se dio cuenta en el acto de lo que podría haber ocurrido.

– ¿Y os presentasteis ante el tribunal sólo con eso? -insistió Fidelma consternada.

Eadulf se abrió de brazos para decir:

– Me ha parecido una presunción razonable que la riqueza repentina de Artgal tuviera algo que ver con su declaración contra vos. Simplemente me arriesgué.

Fidelma lo miraba, abrumada.

– Pero ningún brehon habría osado jamás correr ese riesgo, afirmar algo ante el tribunal sin saber si es cierto o sin pruebas para demostrarlo. ¿Acaso no sabéis que sapiens nihil affirmat quod non probat? «Un hombre sabio no afirma que algo es verdad hasta que no lo ha demostrado.» ¿Y si Artgal no hubiera confesado? ¿Y si os hubieran pedido que demostrarais vuestra acusación?

Eadulf hizo un gesto compungido.

– Entonces, como he dicho, nos habría ido peor. Artgal podría haberme llamado mentiroso y probablemente habría salido airoso. Pero su mala conciencia le hizo confesar, y con eso contaba yo.

Fidelma movía la cabeza, abrumada.

– En todos los años de abogada, jamás había oído cosa semejante -dijo al fin.

– En tal caso, dejadme que me defienda con otro aforismo latino. Sifinis bonus est, totum bonum eri -dijo Eadulf con una sonrisa complaciente.

Fidelma no pudo evitar responderle con otra sonrisa al decirle:

– «Bien está lo que bien acaba.» No puedo objetar nada contra eso, pero nunca volváis a hacer esto a nadie, y menos a alguien como Murgal o Laisre. Una confesión obtenida a partir de un ardid como ése es un principio que no recogen las leyes de los cinco reinos.

Eadulf levantó una mano con la palma hacia fuera.

– ¡Juro que no volveré a hacerlo! Entre nosotros quedará el secreto. Pero eso no desmerece la verdad, porque en realidad Artgal aceptó un soborno.

Fidelma miraba fijamente el interior del vaso vacío, como si buscara allí la respuesta.

– Eso es lo que no acabo de entender. No hacía falta que lo sobornaran. Creo que acabó por creerse que había visto de verdad lo que creía haber visto. Fuera como fuere, no habría cambiado su declaración. ¿Para qué iba Ibor de Muirthemne a arriesgarse ofreciéndose a pagarle tan extraordinaria suma?

– Debemos encontrar a Ibor de Muirthemne -observó Eadulf-. Él nos dará muchas respuestas.

Fidelma lo miró con resignación.

– Ya habéis oído lo que ha dicho Laisre. Tengo prohibido seguir investigando.

– ¿Cuándo os han impedido hacerlo alguna vez? -dijo Eadulf con buen humor.

– Bueno, mañana terminaremos las negociaciones, y luego podremos centrarnos en la cuestión. Yo diría que aquí hay un misterio que tiene su origen, al menos en parte, en Ulaidh, en el norte. Todavía no alcanzo a entenderlo. ¿Recordáis el torques de guerrero, con manufactura típica del norte, que encontré cerca de los cuerpos?

– Lo recuerdo. Pero no tenemos por qué esperar a mañana. Todavía es pronto, y en la granja de Artgal hay dos vacas lecheras. Hasta un animal podría decirnos algo.

Fidelma no le entendió.

– Los animales no aparecen de la nada -aclaró Eadulf-. De alguna parte habrán venido. Es probable que tengan marcas en el pelaje, marcas que pueden indicarnos su origen. Y, de ser así, quizá podamos seguir los pasos del mismo Ibor y averiguar a quién representa y a qué ha venido a Gleann Geis.

Fidelma lo miraba con aprobación, satisfecha.

– A veces nos preocupamos tanto de examinar el árbol, que perdemos el bosque de vista. Una idea espléndida, Eadulf. Estáis demostrando con creces que sois tan bueno como un dálaigh. Pero debemos actuar con precaución. Laisre no aprobará nuestra investigación.

– Laisre no tiene por qué enterarse. No tardará en empezar el banquete con sus amigos -señaló

Eadulf-. Rudgal me ha explicado que el festejo de esta noche es una celebración habitual. Creo -añadió con humor y acritud- que tendrá que pasar mucho tiempo antes de que yo esté dispuesto a volver a uno de esos banquetes.

Fidelma cayó en la cuenta de que se acercaba la hora de comer y que eran las únicas personas que había en el hostal.

– ¿Dónde está Cruinn? Debería estar aquí para preparar algo de comer, ¿no? -preguntó.

– Me temo que Cruinn no nos tiene en mucha estima. Al parecer ha decidido cancelar sus servicios. Tendremos que valemos por nosotros mismos. Tampoco he visto al hermano Dianach por ninguna parte. Supongo que él tampoco ha aceptado la sentencia del tribunal.

Fidelma estaba desconcertada.

– Entiendo que el hermano Dianach esté consternado, pero no veo a qué viene tanta animosidad por parte de Cruinn. Aunque yo hubiera sido culpable, el hermano Solin no representaba nada para ella.

– Su disgusto se debe a la acusación contra Orla. Orla es muy apreciada en Gleann Geis.

– Bueno, puede que su ausencia nos venga bien. Así estaremos más tranquilos y no tendremos a nadie que nos cohiba…

No había acabado la frase, cuando la puerta se abrió y entró Rudgal. Parecía bastante avergonzado.

– Vengo a deciros que Cruinn, la hostalera, se niega a cocinar para vosotros. Es una mujer muy obstinada…

– De eso mismo estábamos hablando ahora -lo informó Fidelma.

– Pero si Murgal ha eximido a Fidelma de toda culpa -protestó Eadulf con indignación-. ¿Cómo osa negarse a cumplir con sus obligaciones?

Rudgal explicó, encogiéndose de hombros:

– Es de las que creen que, cuando el río suena, agua lleva. Se niega a servir comida en este hostal hasta que os hayáis marchado. Ni siquiera la intervención de Murgal la ha hecho cambiar de opinión, aunque debo decir que no la ha reprobado demasiado. Por tanto he venido a ofrecerme para atender vuestras necesidades, pese a que no soy un buen cocinero.

– Gracias, Rudgal -dijo Fidelma con una sonrisa de agradecimiento-. Creo que nos las arreglaremos bien si hay suficiente comida y bebida. Al fin y al cabo, nos marcharemos en menos de un día. Y estoy segura de que el hermano Dianach también se las sabrá apañar solo. Por cierto, ¿dónde está?

– No le he visto.

Fidelma se decepcionó. Se acordó de la conversación a media voz entre Solin y Dianach antes de que aquél hallara la muerte en las cuadras. «Si todo va bien», había dicho Solin al joven clérigo, «Cashel caerá a nuestros pies antes de que acabe el verano». ¿«A nuestros pies»? Era obvio que Dianach era partícipe de alguna conspiración que se estaba urdiendo. Quería interrogar al torpe escriba en cuanto fuera posible, sobre todo ahora que no podía recurrir a la protección de Solin. Fuera como fuese, si aparecía siempre podían emplear el tiempo en otras indagaciones y Eadulf había hecho una buena propuesta.

– Rudgal, hay otro favor que nos gustaría pediros -añadió Fidelma tras haber decidido seguir adelante-. Nos gustaría ir a la granja de Artgal para examinar esas dos vacas lecheras con las que le sobornaron.

La propuesta pareció incomodar al guerrero.

– ¿Creéis que eso será prudente, hermana? Laisre os ha prohibido que sigáis investigando.

– Sea o no prudente, quisiéramos que nos llevarais a la granja. Ni siquiera un rey puede prohibir a un dálaigh que investigue un delito. Un rey sirve a la ley, no a su señor.

– Yo no pongo en duda vuestra prudencia al querer investigar, pero creo que deberíais saber que, a pesar de que Murgal ordenara a Artgal que no saliera de la ráth, lo ha hecho. Nadie sabe dónde está, y Artgal podría estar pensando en perjudicaros por desenmascararlo públicamente.

Fidelma se puso en pie con resolución.

– ¿Creéis que acaso haya ido a su granja para destruir las pruebas que le imputan? Porque si es así debemos ir en su busca sin dilación, ya que es el único vínculo que nos conduce a Ibor de Muirthemne, y esas vacas son la corroboración de los hechos.

– Además, podría estar en cualquier parte -señaló Eadulf-. Es probable que haya escapado, a fin de evitar que Laisre lo juzgue.

– No lo creo -interpuso Rudgal-. Su cabaña no queda muy lejos de aquí, en la ladera que se alza sobre el poblado de Ronan. Ya han enviado a Ronan a su granja para que obligue a volver a Ibor de Muirthemne, aunque, por lo que parece, el extranjero ha huido de Gleann Geis. Pero al regresar, Ronan me ha dicho que ha visto a Artgal en el sendero de la colina que lleva a su granja. Ha pensado que no era su deber detenerlo porque a él sólo se le había encargado llevar a Ibor de vuelta a la ráth. Por otra parte, Artgal es primo y amigo de Ronan, así que Ronan no dirá nada a menos que se le pregunte directamente.

– ¿De modo que Ibor ha huido del valle? -murmuró Fidelma-. Bueno, es lo que cabía esperar.

– Ibor de Muirthemne abandonó la ráth con sus caballos incluso antes de que Murgal diera por concluida la vista -añadió Rudgal-. Sin embargo, en cuanto a Artgal, no creo que huya sin el ganado, ahora que lo tiene. Si pretende huir del valle para eludir la ira de Laisre, antes recogerá sus posesiones.

Salieron de la ráth de Laisre sin que nadie se lo impidiera. Como había apuntado Eadulf, pese a que aún quedaban unas cuantas horas de luz, parecía que aquella cálida tarde todo el mundo hubiera acudido a la sala de festejos de Laisre. En el patio vacío retumbaban las risas y el griterío del banquete. Ya no quedaba nadie fuera, ni tampoco en el acceso principal a la fortaleza. El propio Rudgal sugirió que no tomaran caballos, ya que, si Artgal estaba alerta, era más fácil que los viera si iban montados.

De cualquier modo, la granja quedaba a menos de dos kilómetros, en la ladera, justo encima del poblado de la granja de Ronan. Rudgal iba delante con paso tranquilo, seguido de cerca por los religiosos.

Aunque ya estaban cerca del atardecer, todavía hacía calor, y al salir de la ráth vieron unos nubarrones que asomaban sobre las montañas amenazando lluvia. Oyeron el fragor distante de los truenos, al otro lado de los picos que rodeaban el valle. Por lo menos, las nubes permanecían en torno a las cumbres de las colinas, como si estuvieran ancladas a ellas, y no se desplazaban a través del cielo que cubría el valle.

Rudgal se fijó en el semblante intranquilo de Eadulf y se rió entre dientes.

– Con la ayuda de Dios, el mal tiempo pasará de largo por el otro lado de las montañas.

Siguieron adelante, bordeando la granja de Ronan y la morada de Nemon antes de subir por la colina, hacia la humilde cabaña que pertenecía a Artgal, según había dicho Rudgal. El guerrero y carrero de cabellos rubios iba delante, por un sendero escarpado, en el que se habían colocado losas aquí y allá para facilitar la ascensión, y que le daban el aspecto de una escalera. Fidelma seguía a Rudgal y detrás de ella iba Eadulf. Casi no hablaban entre ellos, salvo cuando Rudgal indicaba las partes del sendero que debían evitar, como algunas zonas mullidas de matas enfangadas o los ocasionales hoyos ocultos entre los tojos.

Llegaron a una estrecha pendiente de prados cercados con piedras, entre los que se alzaba la cabaña. Era pequeña, de forma hexagonal, con un tejado de paja y una valla alrededor. Junto a la cabaña había una forja con el fuego apagado. Tenía el aspecto de no haber sido utilizada en mucho tiempo. Incluso había herramientas que empezaban a oxidarse.

Fidelma no vio indicio alguno de ganado en las proximidades.

Se detuvieron en la entrada de la casita para recobrar el aliento. Sólo entonces Fidelma llamó al guerrero:

– ¡Artgal!

No respondió nadie. Un extraño silencio se respiraba en el lugar.

– ¡Artgal! -repitió Rudgal con más fuerza, y luego añadió aparte, a modo de disculpa-: Estaba convencido de que vendría aquí. Quizá ya ha venido, ha recogido las vacas y ha huido. Pero no puede haber ido muy lejos con las vacas. Lo habríamos visto.

Al no haber ninguna respuesta a la segunda llamada, Rudgal empujó la puerta de la cabaña y entró. Los demás le siguieron. La habitación parecía vacía, pero las escasas pertenencias estaban en su sitio. No había ninguna señal de que el dueño hubiera huido de forma precipitada. El único objeto fuera de lugar era una prenda, que estaba en el suelo como si se le hubiera caído a alguien sin querer. Fidelma se acercó y la recogió. Sólo entonces se fijó en que era un delantal. Lo colgó en un gancho que había cerca, pensando que era extraño que un hombre como Artgal tuviera algo así. No obstante, encajaba con el orden que presentaba la cabaña. Aunque no era normal que Artgal usara una prenda tan grande para protegerse si tan meticuloso era.

– Quizá me haya equivocado -murmuró Rudgal-. Quizás haya ido a otro sitio que yo no conozca.

– No hay rastro de la vacas -comentó Eadulf.

– Y si se las hubiera llevado, lo habríamos visto -repitió Rudgal-. En esta campiña es fácil vislumbrar a un ganadero solitario con dos vacas.

Tenía razón, ya que en todo el valle había muy pocos árboles.

– Pero no parece que pueda haber otra explicación -añadió-. Artgal debe de haberse marchado con las vacas. Voy a ver si encuentro huellas que podamos seguir.

Salió de la cabaña. Fidelma seguía de pie en medio de la única sala, observando cada uno de los detalles, examinando hasta el último rincón. Entonces reparó en dos vasos de cerámica que había sobre la mesa, lo cual indicaba que Artgal podía haber tenido visita hacía poco, lo bastante poco para no haber tenido tiempo de retirar los restos de una bebida compartida y para no haber advertido el delantal tirado en el suelo.

Se inclinó para examinar los vasos y olisqueó los restos del contenido. Aquel olor acre no era nuevo para ella, pero no sabía identificarlo.

– Para ser un guerrero y un herrero, Artgal es bastante ordenado -musitó Fidelma.

Eadulf hizo una mueca.

– ¿Decís con eso que los herreros y los guerreros siempre son desordenados?

– Ya habéis visto el aspecto de Artgal. No esperaba que fuera un hombre tan pulcro. La ropa dice mucho de una persona. En cambio, la cabaña está escrupulosamente limpia.

– Yo sé de personas descuidadas en su apariencia y pulcrísimas en casa, y viceversa -observó Eadulf.

Oyeron entonces un grito de alarma procedente de fuera.

– ¡Hermana! ¡Hermano!

Era la voz de Rudgal, que gritaba, horrorizado.

Eadulf y Fidelma se miraron y salieron a toda prisa. Rudgal estaba en la parte de atrás de la cabaña, de pie, contemplando algo que había en el suelo, algo que sobresalía de un cobertizo. Eadulf lo reconoció por el atuendo.

Era el hermano Dianach.

– Buscaba huellas alrededor de la cabaña, cuando he tropezado con el cuerpo -explicó innecesariamente Rudgal.

Eadulf se arrodilló, y Fidelma apoyó una rodilla junto al cuerpo.

El joven monje yacía sobre un costado, con los pies y la parte inferior del cuerpo dentro del cobertizo, y el torso fuera, boca abajo, con un brazo tendido. En el suelo había sangre fresca. Con cuidado, Fidelma empujó el cuerpo para colocarlo boca arriba. La sangre lo manchaba todo. Era evidente que lo habían degollado: un largo y profundo corte le circundaba el cuello casi hasta la nuca.

Entonces Fidelma se fijó en los labios y encías del religioso muerto. Presentaban un matiz amoratado que no tenía sentido. Era evidente que el corte le había causado la muerte, y la herida aún sangraba. A pesar de resultarle desagradable, extendió la mano para tocar la piel. Todavía estaba caliente. El hermano Dianach había muerto hacía muy poco rato, quizás incluso en el momento en que ellos entraban en la cabaña.

Fidelma se pudo de pie y miró a su alrededor. Escrutó el prado que se extendía ante ellos.

– ¿Habéis visto a alguien por aquí, Rudgal?

El carrero apartó una mirada fascinada del cuerpo para mirar luego a Fidelma con perplejidad.

Fidelma se impacientaba.

– El muchacho acaba de morir, quizá mientras nos hallábamos en la cabaña. Mirad, el cobertizo es pequeño. Es probable que el hermano Dianach quisiera esconderse de nosotros aquí al vernos subir por la colina. El asesino debió de abalanzarse sobre él aquí mismo, y luego le cortó el cuello. Y eso ha ocurrido hace unos instantes.

Rudgal soltó un leve bufido.

– Cuando me he acercado al cobertizo no he visto a nadie; entonces, mientras buscaba las huellas de las vacas, he visto el cuerpo.

Eadulf se había encaramado a un muro de piedra hasta la parte de arriba. Escudriñó a conciencia la campiña que se extendía alrededor.

– ¿Veis algo? -preguntó Fidelma.

Eadulf movió la cabeza con decepción:

– Nada. Hay tantos surcos y muros, que cualquiera que conozca la zona podría esconderse fácilmente.

– ¿Veis algún indicio de ganado?

– Ninguno en absoluto, pero así como un hombre podría esconderse en este paraje, sería muy complicado esconder dos vacas.

Fidelma se dio la vuelta de cara al cadáver con frustración.

– ¿Por qué lo habrán matado? -dijo Rudgal-. Además, ¿qué hacía el muchacho aquí arriba?

– Cuando Artgal dijo que alguien con acento del norte le había propuesto el soborno, Dianach se enfadó mucho -reflexionó Fidelma-. Se apresuró a negar que hubiese sido él.

– Pero Artgal lo confirmó al decir que la voz era más grave, y al oírlo Ibor de Muirthemne desaparecio de la ráth sin intentar siquiera negar la conclusión lógica de que era él quien había sobornado a Artgal -dijo Eadulf desde el muro, sin dejar de otear la campiña-. Y ahora Ibor ha huido del valle.

– Si Ibor de Muirthemne no fue quien intentó sobornar a Artgal, ¿por qué ha desaparecido? -añadió Rudgal.

No había lógica posible.

Eadulf bajó de un salto del muro y se unió a ellos.

– Es más, ¿por qué ha desaparecido Artgal? -preguntó-. No creo que Laisre hubiera sido muy duro con él. Según dicta vuestra ley, Artgal sólo habría tenido que pagar una multa para restablecer su honor, y es mejor eso que llevar una vida errante en el exilio, lejos de su gente, ¿no?

Fidelma se acarició el mentón con actitud reflexiva.

– Eso que decís tiene sentido, Eadulf. Me pregunto si estaremos pasando por alto un aspecto más pertinente. Antes de nada, ¿hay que aclarar si esas vacas han llegado a existir de verdad?

– No entiendo a qué os referís con esa pregunta -masculló Rudgal-. Artgal nunca se habría inventado una historia así.

– Pensadlo bien -invitó Fidelma-. Sabemos que alguien entregó dos vacas a Artgal… ¿sólo sabemos que es un hombre con acento del norte? ¿Y compró ese hombre las vacas a alguien de este valle? El valle es pequeño, y la novedad de una adquisición como ésta debería ir en boca de todos, ya que no hace falta el vuelo de un pájaro para que las noticias vuelen.

– Quizá las comprase fuera del valle -sugirió Eadulf.

– Podría decirse lo mismo. Un hombre con dos vacas en este valle sería localizado e identificado enseguida.

Eadulf se había puesto a examinar el suelo de la parte trasera de la cabaña.

Fidelma miró a Rudgal. El guerrero parecía esperar instrucciones con paciencia.

– Creo que deberíais regresar a la ráth para explicarle a Murgal lo que hemos encontrado.

– ¿No se enfadará Laisre con vos por haber desobedecido su decreto de no seguir indagando este asunto? -preguntó el carrero.

– Yo me encargaré de ese problema -le aseguró Fidelma-. Es más, a mí me corresponde investigar la muerte de este clérigo, que ha tenido lugar fuera de la ráth de Laisre. Id, deprisa.

Rudgal se dirigió colina abajo, hacia la ráth, a un paso tranquilo.

Fidelma se volvió hacia Eadulf, que volvía a estar en el muro de piedra, sentado. Aun así, seguía clavando la mirada en el suelo de la parte trasera de la cabaña, que formaba el corral.

– Parece que algo os ha llamado la atención -se interesó Fidelma.

Eadulf la miró de mala gana y señaló al suelo.

– Lo que habéis dicho me preocupa. Si Artgal no recibió las vacas, ¿para qué iba a inventárselo? Aunque su declaración indica que lo que habéis dicho debería tenerse en cuenta, porque si a Artgal le hubieran dado las vacas, está claro que no las guardó aquí.

– ¿Cómo lo sabéis?

– ¿Habéis visto alguna vez un suelo sobre el que han deambulado vacas?

– No sé adónde queréis llegar.

– Observad este suelo, Fidelma. ¿Dónde están las huellas de las pezuñas? Es más, ¿dónde están los restos de excrementos, algo que siempre es imposible ocultar? No: aunque esta mañana le hubieran dado las vacas a Artgal y las hubiera tenido aquí durante el día, habría señales de su presencia. Si Artgal recibió ese ganado, lo guardó en otra parte.

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