Capítulo 16

Todavía era de noche cuando Fidelma despertó a Eadulf y le dijo que se preparara. Ella ya estaba vestida, de modo que, mientras él hacía lo mismo sin perder un momento, bajó a llenar las alforjas con la comida sobrante de la noche anterior. Cuando Eadulf estuvo listo, salieron a hurtadillas del hostal y aprovecharon las sombras, evitando la luz trémula de la antorcha por si los veía algún guardia. Fidelma quería eludir cualquier encuentro; vieron a un centinela en las almenas, pero parecía dormitar.

Ensillaron los caballos con la mayor discreción posible, y los sacaron de las cuadras.

Eadulf gruñó al oír el chacoloteo de los cascos sobre los adoquines: podía despertar a un muerto. Y despertó al centinela dormido que había en las almenas. Bajó las escaleras y obstruyó el paso ante el portón de la entrada. Fidelma se dio cuenta entonces de que iba a ser imposible irse sin que nadie lo supiera. Habría que embaucarlo.

– ¿Quién va? -exigió la voz del guarda, aún ronca por el sueño.

– Soy Fidelma de Cashel -contestó adoptando un tono altivo.

– ¡Ja! Todavía no ha amanecido -dijo a su vez el centinela, afirmando lo evidente-. ¿Por qué salís de la ráth a estas horas?

Su voz sonó insegura y denotaba que, al saber quién era ella, no sabía muy bien si hablar con deferencia u hostilidad.

– El hermano Eadulf y yo vamos a salir un momento de la ráth.

– ¿Laisre está al corriente, señora? -preguntó el guerrero en un tono que seguía siendo inseguro.

– ¿Acaso Laisre no es el jefe de Gleann Geis y, por tanto, está al corriente de cuanto acontece en su propia ráth? -replicó Fidelma, haciendo un esfuerzo por ser prudente, no mentir y decir algo que convenciera al centinela.

– No me culpéis por mi ignorancia, señora. Pero nadie me había informado de que ibais a salir -dijo el centinela, ofendido.

– Yo os informo ahora -dijo Fidelma, tratando de sonar molesta-. Haceros a un lado y dejadnos pasar. Si alguien preguntara por nosotros, decid que no tardaremos en regresar.

El centinela se hizo a un lado sin tenerlas todas consigo, y Fidelma y Eadulf cruzaron la entrada al trote, adentrándose en la oscuridad.

Hasta que no se hubieron alejado lo bastante de la ráth, cuando ya avanzaban a todo galope por el camino del valle que llevaba al desfiladero a través del cual se salía de Gleann Geis, Eadulf no se permitió exhalar un suspiro.

– ¿Creéis que ha sido prudente, Fidelma? Al dar a entender que teníamos permiso de Laisre, sólo conseguiremos avivar la furia del jefe a nuestro regreso.

– La prudencia surge entre las ruinas de la locura -dijo Fidelma con una sonrisa en la oscuridad-. No le he dicho nada que no sea cierto al centinela. Y regresaremos a Gleann Geis lo antes posible.

Unas vetas grises cruzaban el cielo cuando llegaron a la sombría estatua de granito gris que representaba al dios Lugh, el de la Mano Larga, que señalaba la entrada al valle. Se alzaba como una figura extraña y temible bajo aquella tenue luz del amanecer. Eadulf se santiguó con inquietud al pasar junto a la elevada imagen, pero Fidelma se rió con ganas.

– ¿No os había dicho que los antiguos veían a Lugh como un dios de la luz, una deidad solar? No debéis temerle, pues era un dios bueno.

– ¿Cómo podéis estar tan tranquila ante una aparición temible como ésta? -protestó Eadulf-. ¡Dioses con cornamentas en la cabeza y serpientes en las manos! -exclamó con un violento escalofrío.

– ¿Acaso vuestro pueblo no adoraba a este tipo de dioses antes de convertirse al cristianismo? -preguntó Fidelma.

– Sí, pero no con cuernos en la cabeza -aseguró Eadulf.

Llegaron a la entrada del desfiladero y se adentraron a través del angosto camino rocoso.

– ¿Quién va? -exclamó una voz desde arriba.

Fidelma se lamentó para sí. Había olvidado a los centinelas apostados en el cañón. Sin embargo, lo que había funcionado una vez, podía funcionar otra.

– Fidelma de Cashel -gritó en respuesta-. ¿Estabais de guardia ayer por la tarde? -se le ocurrió preguntar al instante.

Sobre ellos se movió una sombra, que apareció vagamente a la luz del amanecer.

– Yo en concreto, no. ¿Por qué lo preguntáis?

– Porque quisiera saber si habéis visto pasar por aquí al tratante de caballos, Ibor de Muirthemne, o a Artgal.

– Tenemos constancia de todos aquellos que han pasado por este desfiladero, y el tratante de caballos pasó por aquí ayer por la mañana, pues mi hermano estaba de guardia. Pero Artgal… no; nos lo habrían comunicado. Se habla mucho de la pérdida de honor de Artgal.

Fidelma aceptó la información con resignación. Lo cierto era que no esperaba oír nada nuevo.

– Muy bien. ¿Podemos seguir adelante?

– Id en paz -los invitó el centinela.

Cuando hubieron cruzado el desfiladero, el alba ya despuntaba entre las montañas con vetas anaranjadas, amarillas y doradas, y la campiña empezaba a despertar con coros de aves a su alrededor. Fidelma se encaminó directamente al lugar donde habían hallado los cuerpos de los jóvenes asesinados. Cuando llegaron allí, ya era pleno día. El sol lo iluminaba todo. A su pesar, en dos días los cuervos habían cumplido con creces su función. Los blancos huesos de los esqueletos yacían con pocos restos de carne. Eadulf se estremeció al mirar aquel blanco sepulcro de huesos, que resplandecían bajo los rayos del sol.

Fidelma ni siquiera miró lo que quedaba de los cuerpos, sino que se dirigió hacia donde recordaba haber visto las huellas. Pero no encontró rastro de ellas. Eadulf trató de buscar una explicación.

– Ayer no llovió en Gleann Geis, pero al otro lado de las montañas puede que sí, y es posible que el agua haya borrado las huellas.

Fidelma se adelantó para inspeccionar mejor el suelo.

– Pero no del todo -gritó en un tono triunfal-. Todavía se aprecian vagamente las marcas de los surcos.

Eadulf la siguió sin apartar la vista de la campiña circundante, pues todavía ponía en duda la prudencia de su cometido: los mismos que habían matado sin escrúpulos a treinta y tres jóvenes en una matanza ritual, no dudarían ni un segundo en matar a cualquier religioso que supusiera una amenaza para ellos.

– Vamos -gritó Fidelma-, las huellas van hacia el norte.

Empezó a guiar al caballo poco a poco a través del valle.

– ¿Hasta dónde pensáis ir? -preguntó el sajón a regañadientes-. Colla dijo que las huellas desaparecían enseguida.

Fidelma señaló hacia delante, a las colinas del norte, en la frontera del valle.

– Iremos hasta allí, donde termina la cañada, justo allí, donde las colinas empiezan a alzarse. Si al llegar a esa zona perdemos el rastro, bordearemos el valle hasta la garganta de acceso a Gleann Geis y concluiremos así nuestro propósito.

– ¿Tanto desconfiáis de Colla? ¿De veras pensáis que ha intentado engañarnos?

– Prefiero ver las pruebas con mis propios ojos -respondió Fidelma con tranquilidad-. Y no olvidéis que vi a Orla fuera de las cuadras. Sé que la vi. Por consiguiente, la conclusión lógica es que Colla mintió para proteger a su esposa. Y al hacerlo, me puso en peligro. Y si lo hizo una vez, podría hacerlo otra.

Siguieron adelante en silencio, cabalgando cómodamente. De vez en cuando, Fidelma se detenía para localizar la continuación de las huellas de los carros. Algo más allá, los surcos desaparecieron. Dejaron de ser visibles antes que el suelo pedregoso impidiera ver cualquier indicio del paso de un carro. Se vio obligada a reconocer que Colla había dicho la verdad. Aún estaba cerca del pie de la montaña, cuando desapareció todo rastro de las marcas.

– Quizás hayáis sido injusta con Colla -aventuró Eadulf con cierto tono de burla.

Fidelma no se dignó a responderle.

– Si regresamos con las manos vacías, ¿qué excusa le daremos a Laisre? -insistió Eadulf.

Fidelma avanzó el labio inferior y le respondió con fastidio:

– No tengo por costumbre presentar excusas a otros. No tiene derecho a poner en tela de juicio mis acciones en cuanto dálaigh.

Detuvo al caballo y alzó una mano para otear a lo lejos, y luego soltó aire, irritada.

– Estaría más contento si tuviera una remota idea de qué estamos buscando -protestó Eadulf-. No creo que vayamos a encontrar más huellas en este suelo. Simplemente, porque no hay nada más que buscar.

Fidelma no se molestó en contestarle. Siguieron adelante en silencio, hasta que el suelo pedregoso del valle empezó a ascender en pendiente, colina arriba. Pero no había resto alguno de las marcas. Después de mucho rato de búsqueda infructuosa, Fidelma se detuvo y extendió una mano hacia el sur.

– Si vamos hacia el sur, allí hay zonas con hierba. Quizás encontremos más huellas -sugirió-. No parece que este sendero hacia el norte vaya a revelarnos nada.

Eadulf contuvo un suspiro, pero la siguió a pesar de todo. Intuía que no descubrirían nada examinando la zona. No había rastro alguno de surcos hechos por carros, pero Fidelma insistía en seguir indagando. Eadulf se disponía a quejarse una vez más de que estaban perdiendo el tiempo, cuando Fidelma se detuvo en seco.

– Huellas de varios caballos -gritó en un tono victorioso, señalando a la hierba pisoteada del suelo.

Eadulf confirmó el hallazgo con una mirada lastimera.

– Si no hay marcas de ruedas, no significan mucho, ya que por aquí debe de pasar mucha gente a caballo.

Sucedió tan deprisa, que ninguno de los dos tuvo tiempo de reaccionar.

De la nada aparecieron media docena de guerreros a caballo enarbolando espadas y los rodearon.

– ¡No os mováis si dais valor a vuestras vidas! -advirtió el cabecilla, un hombre grande con barba roja y desaliñada, tocado con un bruñido casco de bronce, tachonado con piezas rojas de esmalte.

Una sensación de abatimiento se apoderó de Fidelma al reconocer el acento del norte del guerrero.

Otro hombre se acercó a ellos con el caballo y, antes de que pudieran protestar, tenían las muñecas hábilmente atadas a la espalda. Les taparon los ojos con vendas, les quitaron las riendas de las manos y notaron que los caballos avanzaban a medio galope. Si querían mantenerse en equilibrio sobre los caballos a aquella velocidad, no podían perder el tiempo protestando o exigiendo una explicación. Ni Eadulf ni Fidelma supieron calcular el tiempo que tardaron en llevarles al destino previsto por sus raptores.

El final del trayecto resultó tan brusco como lo fue el inicio.

Los caballos se detuvieron en seco, oyeron una voz que gritaba órdenes, y unos brazos fuertes los bajaron de las monturas. Les quitaron las vendas, y se hallaron de pie, parpadeando, en medio de un grupo de guerreros. Fidelma reparó en que estaban en un desfiladero, una fisura en la roca, donde apenas cabía una columna de cuatro hombres. Sobre ellos, las paredes rocosas se alzaban hasta casi tapar el cielo. Era un pasaje oscuro y estrecho.

El cabecilla, el mismo hombre pelirrojo, se colocó delante de ellos con una expresión fiera, casi iracunda; su sagacidad no dejó pasar nada por alto.

– Habéis venido de Gleann Geis -dijo, no tanto para preguntarles como para afirmarlo.

– No lo negamos -afirmó Fidelma con frialdad-. ¿De dónde salisteis?

El hombre la miró sin expresar ninguna reacción. Escrutó a ambos con unos penetrantes ojos azules, y se fijó en la Cadena de Oro de Fidelma y en el aspecto extranjero de Eadulf. Entonces hizo una señal a uno de sus hombres. En silencio, el hombre le dio las alforjas de los religiosos que acababa de coger de los caballos. El cabecilla pelirrojo miró el interior de las alforjas de Eadulf, y luego rebuscó en las de Fidelma.

– Entonces, ¿sois ladrones y bandidos? -les preguntó Fidelma en un tono despectivo-. Si buscáis riquezas, no hallaréis nada.

El hombre no hizo caso y siguió hurgando en la alforja, de la que sacó la torques de oro. La miró con ojos brillantes y le preguntó:

– ¿Quién sois?

– Soy Fidelma de Cashel.

– ¿Una mujer de Muman que lleva la torques de Ailech? -se burló el hombre.

Volvió a meterla en la alforja, y luego se la colgó del hombro con la de Eadulf.

Fidelma se sobresaltó al oír el nombre de Ailech.

Ailech era la capital de los reyes Uí Néill del norte, que gobernaban Tara.

El barbirrojo se apartó para dirigirse a grandes zancadas hacia lo que parecía ser la cara más escarpada del precipicio. Sus hombres habían rodeado a Eadulf y Fidelma. Antes de que pudieran rechistar o preguntar algo más a sus captores, les obligaron a avanzar deprisa hacia una de las elevadas paredes de la fisura. Tan rápido iban, aun con las manos atadas a la espada, que Eadulf cerró los ojos, convencido de que sus raptores iban a matarlos lanzandolos contra las paredes de granito. Entonces notó frío, acompañado de oscuridad. Se atrevió a abrir los ojos y vio que estaba en una cueva iluminada con la débil luz de una antorcha. Sin que pudieran saber cómo, los habían llevado a una cueva escondida.

El jefe del grupo iba delante, encabezando el paso a través del oscuro túnel. Ni Fidelma ni Eadulf se quejaron de nada, ya que poco sentido tenía hacerlo. Los guerreros, sin duda profesionales, les empujaban para que andarán con rapidez. Pasaron por una serie de cuevas y pasajes estrechos. De pronto, se detuvieron.

– Volved a vendarles los ojos -ordenó el cabecilla.

Quedaron inmersos otra vez en la oscuridad absoluta.

Después de una breve pausa, volvieron a hacerles avanzar a empujones. No tardaron en volver a pararse. De pronto, percibieron calor en el ambiente. Fidelma podía notar en sus mejillas el calor de un fuego.

– Hemos atrapado a un par de espías de Gleann Geis, señor -dijo el cabecilla del grupo que los escoltaba.

– Así que espías, ¿eh? -dijo una voz que resultaba familiar-. Quitadles las vendas.

Unas manos toscas volvieron a quitarles las vendas.

– ¡Con cuidado! -reprendió la voz familiar-. No hagáis daño a nuestros honorables invitados.

Fidelma parpadeó al abrir los ojos en una atmósfera cargada de humo, en el interior de una enorme cueva, iluminada por antorchas que chisporroteaban. Observó que había esteras para dormir y un fuego encendido en un rincón, situado estratégicamente bajo una chimenea natural, con un caldero humeante sobre las llamas. A su lado, Eadulf todavía pestañeaba, sin haber visto aún el lugar. Aparte de los hombres que los habían llevado a la cueva, había una media docena más de guerreros, repantigados en las esteras, y otro de pie al lado del caldero. En un extremo de la cueva, sentado en una silla de madera, estaba el hombre cuya voz le había resultado familiar.

Fidelma sonrió con sarcasmo al reconocer al joven tratante de caballos.

– Suponía que volveríamos a vernos, Ibor de Muirthemne.

El joven se rió de buena gana.

– Desatadles las manos y que tomen asiento -ordenó.

– Pero, señor… -protestó el guerrero pelirrojo que los había apresado-. ¡Mirad! -dijo, sacando la torques de oro, que mostró a Ibor-. La mujer llevaba esto como muestra de que es culpable.

– ¡Desatadlos he dicho! -exclamó con firmeza.

A regañadientes, el guerrero sacó un cuchillo y cortó los nudos de Fidelma y luego la cuerda que ataba las muñecas de Eadulf. Se frotaron las muñecas un momento, mirando con curiosidad a Ibor.

Vestía el atuendo de un guerrero, indumentaria que se ajustaba más a su porte que la que le habían visto hasta el momento. Fidelma volvió a sonreír, al corroborar la sospecha de que Ibor de Muirthemne tenía más aspecto de guerrero que de tratante de caballos. Era evidente, pues, que el otrora tratante de caballos era un farsante.

– Tomad asiento y aceptad mi hospitalidad -les invitó Ibor educadamente, como si estuvieran allí como meros invitados en su ráth-. No puedo ofreceros muchas comodidades, ya que estamos acampados aquí en medio…

– Para ocultaros de una autoridad legítima -le espetó Eadulf con acritud.

Ibor sacudió la cabeza y su sonrisa se amplió.

– No es que nos ocultemos: sencillamente no queremos dar a conocer nuestra presencia. Venid y sentaos. Mientras seáis mis invitados, no se os hará daño.

Con renuencia, pero sin alternativa, Fidelma y Eadulf se sentaron en las esteras que les habían indicado.

– ¿Por qué permitisteis que la gente de Gleann Geis creyera que vos sobornasteis a Artgal? -preguntó Fidelma sin preámbulos.

– Creía que habrían llegado igualmente a esa conclusión sin mi ayuda -respondió Ibor de buen talante.

– Al huir lo confirmasteis.

– Una retirada estratégica para reunirme con mis hombres.

– ¿Y con qué propósito, exactamente?

Ibor se encogió de hombros sin dejar de sonreír.

– ¿Quién sabe? Quizá para destruir ese nido de víboras.

– El hermano Dianach ha muerto. Estoy enterada de que fue él quien compró las vacas para sobornar a Artgal, y no vos.

El joven no parecía sorprendido.

– ¿Y Artgal? ¿Qué dice ahora?

– Artgal ha desaparecido.

Se hizo un silencio, pero Ibor no se inmutó.

– En cuanto Artgal empezó a mentir sobre el hermano Dianach, supe que todas las sospechas caerían sobre mí. Sabía que me detendrían por algo que no había hecho… como os sucedió a vos.

– ¿Sabíais que yo era inocente? -pregunto Fidelma sin poder disimular su asombro.

– Sabía que no teníais motivos para matar al hermano Solin -confirmó-. Me hubiera gustado descubrir al culpable antes de tener que abandonar la ráth de Laisre.

– Cuesta creer que os declaréis inocente -observó Fidelma con escepticismo-. ¿Quién sois y a qué se debe vuestra presencia en el valle?

– Ya sabéis que soy Ibor; Ibor, señor de Muirthemne.

– Es un título muy imponente. Y no es propio de un tratante de caballos.

– Me enorgullece poseerlo. Es de un antiguo linaje. ¿Acaso no fue antepasado mío Setanta de Muirthemne, a quien los hombres llamaban Cúchulainn, el can de Culainn?

Fidelma vio reflejado en los ojos de Ibor el orgullo de su estirpe.

– No habéis explicado aún por qué el señor de Muirthemne de Ulaidh trataba de pasar desapercibido en Gleann Geis, disfrazado de mercader. Es extraño, esta parte del mundo está muy aislada para que una banda de guerreros del norte sencillamente pasara por aquí sin malas intenciones, ¿no os parece?

– La verdad es que no pasábamos por aquí y, cierto, hemos venido con un propósito concreto.

– Por lo menos sois honesto conmigo. ¿Por qué?

Ibor le sonrió con encanto.

– Os pediré que seáis discreta sobre cuanto voy a contaros.

Fidelma ladeó la cabeza con un gesto de curiosidad.

– ¿Discreta? ¿Me estáis pidiendo que guarde un secreto?

Ibor movió la cabeza.

– Confío en vuestra prudencia y honestidad, como espero que confiéis en las mías después de oír lo que os voy a contar. Conozco vuestra buena reputación. Ya os lo había dicho. También he visto que lleváis la Cadena de Oro. Por eso deposito en vos mi confianza.

Fidelma seguía mirándolo con escepticismo.

– Os diré que aplico la discreción a cuanto hago, pero en lo que respecta a confiar en vos, está por ver.

– No esperaría más, dadas las circunstancias -dijo el joven señor de Muirthemne, lanzando una mirada a Eadulf-. ¿Habláis también por el hermano sajón?

– Podéis confiar tanto en la discreción de Eadulf como en la mía.

– Discreción es cuanto pido.

– Poco más podéis esperar, sobre todo cuando tenéis en la mano esa torques de oro que hallé en el lugar donde mataron a treinta y tres hombres jóvenes -añadió Fidelma con sosiego.

Ibor contempló la torques que sostenía en sus manos y asintió moviendo la cabeza, absorto.

– Es la torques que se creó para los guerreros de Ailech -señaló, abstraído-. Oiréis la historia que explica esto en breve. Antes de nada os diré que, la semana pasada, mis hombres y yo estuvimos siguiendo al hermano Solin de Armagh.

– ¿Con la autoridad de quién? -preguntó Fidelma al oírlo.

– Con la autoridad de Sechnassuch, el rey supremo de Tara.

– ¿Y con qué propósito?

– Con el de descubrir los motivos que le han traído a este lugar.

– Lo decís como si sospecharais que sus razones transgredieran la ley -intervino Eadulf.

El señor de Muirthemne se rió entre dientes con ironía.

– Me atrevería a decir que hace tiempo que es más que una sospecha. Y en cuanto a transgredir la ley, ha transgredido todos los códigos morales habidos y por haber.

– No comprendo nada -dijo Fidelma-. Sois un hombre del norte y, aun así, ¿os declaráis enemigo del hermano Solin? ¿Por qué? ¿Acaso el hermano Solin no es, además de un hombre del norte, un hombre del clero? Sostenía que estaba aquí en una misión de Fe.

– ¡En una misión del Demonio! -saltó Ibor, y luego se inclinó hacia delante y prosiguió en un tono grave-. Supongo que estaréis enterada de las digresiones entre los reyes del norte. Habéis estado en Tara, así como en Armagh.

– ¿Es coincidencia que el hermano Solin me hiciera la misma pregunta en una ocasión? He estado en Tara, y he estado en Armagh, pero no tengo conocimiento de ninguna disputa interna.

Ibor se apoyó contra el respaldo.

– Os daré una sucinta explicación de las disidencias. En primer lugar, debéis saber que soy emisario del rey supremo, Sechnassuch. Como sabéis, es el rey de los Uí Néill del sur, descendiente de Aedo Sláine. He aquí el sello real como muestra de mi palabra -dijo, llevando la mano bajo sus ropas para sacar un sello de oro colgado de una cadena de oro, que enseñó para que Fidelma examinara-. Vos habéis estado en Tara y sabéis que es genuino.

Fidelma miró fijamente el medallón de oro. En él había estampada una majestuosa mano alzada que simbolizaba el deber del rey de tender la mano para proteger a su pueblo, pues en la antigüedad se decía que las palabras rí, que significaba «rey», y reach, que significaba «tender», eran una misma cosa. Fidelma reconoció el sello de los Uí Néill enseguida.

– Proseguid -lo invitó-. Contadnos la historia.

– El hermano Solin era secretario de Ultan de Armagh.

– Lo sé -dijo Fidelma con cierta impaciencia.

– Ultan juró en secreto apoyar las reivindicaciones de los Uí Néill del norte, los reyes que ocupan el trono de Ailech.

Fidelma nunca había tratado con el reino del norte de los Uí Néill. Sólo sabía que Ailech era una ciudad fortificada, situada en el extremo noroeste del país, y cuyo rey era Mael Dúin, que también decía ser descendiente del gran rey supremo Niall de los Nueve Rehenes.

– Vuestro hombre ha dicho que la torques estaba hecha en Ailech -observó con calma.

Ibor asintió.

– Entre las dos dinastías de los Uí Néill, la del norte y la del sur, no hay mucho afecto -explicó-. Mael Dúin no es el primer rey de la línea de descendencia de los Uí Néill del norte, de modo que no puede pretender que los miembros de su dinastía sean los auténticos herederos de la corona del norte; y no sólo reivindica la corona de Ulaidh, sino también el derecho a ser el rey supremo de Tara. Además, defiende que el cargo de rey supremo no debería ser un cargo honorífico entre los reyes provinciales, sino una realidad, es decir, que el rey supremo debería tener poder real sobre los cinco reinos de Eireann.

Fidelma le preguntó con suspicacia:

– ¿Y qué opinión le merece esto a Sechnassuch?

– Vos conocéis a Sechnassuch -respondió Ibor-. Su principio es la ley. Es el rey de los Uí Néill del sur, de Tara, y acepta la cortesía acordada en las leyes de Míadslechta de ser rey supremo. Pero, como dicen las Míadslechta, ¿por qué los reyes provinciales tienen más poder que el rey supremo?

– Porque son ellos quienes designan y ordenan al rey supremo -interrumpió Fidelma, citando el texto-, mientras que el rey supremo no ordena a los reyes provinciales.

Ibor asintió reconociendo el dominio de las costumbres de Fidelma.

– Habéis dicho bien, dálaigh de Cashel. Sechnassuch estaría comprometiendo el precio de todo su honor, de catorce curtíais, en prenda si quebrantara esta ley.

– ¿Existe alguna posibilidad de que lo hiciera?

– No mientras esté vivo. Pero no podemos decir lo mismo de los Uí Néill del norte; ni de Mael Dúin de Ailech. Es ambicioso. Ysu ambición creció cuando peregrinó a Roma antes de recibir la corona de Ailech.

– ¿Por qué? ¿Qué tiene que ver un peregrinaje a Roma con la cuestión?

– Vio la grandeza de Roma y quedó prendado del camino de Roma hacia la Fe. Acudió a un sacerdote y confesor formado allí, que le habló de los grandes imperios temporales y de los pueblos que caían bajo el protectorado de Roma.

– De los cinco reinos, varios han jurado lealtad a Roma -observó Fidelma-. Pero considero que la lealtad a Roma es una cuestión de conciencia individual. Mi compañero, Eadulf, rinde lealtad a la corriente de Roma, mientras que yo me debo a la Iglesia de Comcille. No discrepamos, sino que debatimos en provechosa concordia.

– Me parece bien, Fidelma de Cashel. Y cada uno sigue su propio camino. Pero cuando se obliga a alguien a seguir un camino que no desea seguir, se siembra la disensión.

– ¿Os referís con ello a que Mael Dúin impone sus creencias?

– Eso mismo. Y lo hace de dos maneras. Primero con su religión y, después, empecinándose en crear en esta isla un imperio feudal como el que ha visto en Roma, con un reino central gobernado por un solo emperador.

Fidelma soltó un suspiro.

– Empiezo a ver adónde queréis llegar. Mael Dúin de Ailech desea, primero, subsumir al Uí Néill del norte en su reino de Ailech. Y luego pretende reclamar el cargo de rey supremo, que ahora es un cargo honorífico que se alterna entre los reyes de cada provincia, para que resida en una sola dinastía, que detente la autoridad suprema sobre los cinco reinos a la manera de los emperadores romanos. ¿No es así?

– Eso exactamente es lo que se propone -confirmó Ibor.

– En tal caso, habrá que advertir a los reyes de las provincias de lo que pretende Mael Dúin. Jamás aceptaría semejante arrogación jurídica y moral.

– Pero hay algo más.

– ¿Qué más puede haber? -preguntó Fidelma con una expresión furiosa.

– Como os he dicho, Mael Dúin cuenta con el apoyo de Ultan de Armagh.

– Me consta que hace tiempo que Ultan es partidario de las reglas de Roma en nuestra Iglesia, y que prefiere emplear el título de archiepiskopos en vez del de comarb. De hecho, por cortesía, muchos se dirigen a él de este modo, como yo misma. Sé que le gustaría reorganizar nuestra Iglesia a partir del modelo de Roma, pero ni siquiera Ultan puede creer que es posible cambiar las leyes que rigen nuestra monarquía.

– ¿Por qué no? Si Mael Dúin de Ailech cree que puede, Ultan puede creerlo también. Si Mael Dúin puede crear una poderosa Soberanía Suprema en Tara que favorezca el rito y la organización de Roma, Armagh también prosperará al estar incluido en el puruchia del rey supremo. Ultan planea convertirse en la máxima autoridad de la Fe en Irlanda, del mismo modo que Mael Duín planea proclamarse rey supremo para reunir un poder central.

Fidelma se mostró turbada al concebir la magnitud de la revelación que acaba de hacerle Ibor.

– Esto explica de sobra de qué se jactaba el hermano Solin. ¿Así que Ultan usará el poder de la autoridad centralizada de Mael Dúin para ejercer la autoridad de Armagh sobre todas las iglesias de los cinco reinos?

– Exactamente.

Eadulf intervino por primera vez.

– Olvidáis algo -dijo con sosiego-. Aunque ese tal rey de Ailech se impusiera sobre los Uí Néill del sur, no podría ejercer su poder en Tara por mucho tiempo. Cashel, con el apoyo de Imleach, sería de los primeros en desafiar esas ridiculas reivindicaciones.

Ibor lo miró casi con tristeza.

– Entonces es imprescindible debilitar a Imleach y a Cashel como sea -señaló.

Fidelma alzó la barbilla de una sacudida y, con los ojos encendidos, buscó los de Ibor.

– ¿Tenéis noticias de tal conspiración?

– La conspiración ya ha empezado aquí, en Gleann Geis -respondió-. Mael Dúin y Ultan están detrás de ella. Si los Uí Néill del norte avanzan en masa, los Uí Néill del sur no los retrasarán por mucho tiempo. Existen demasiados vínculos de parentesco y sangre para que se produzca un enfrentamiento entre Mael Dúin y Sechnassuch. Y en cuanto suceda… -Ibor calló, abriendo los brazos en señal de resignación.

– Pero Cashel no lo permitiría -aseguró Fidelma-. Que quieran debilitar de Cashel no significa que puedan a hacerlo.

– Cierto. Pero tienen que hacerlo, pues Cashel representa el mayor obstáculo para la ambición de hacerse con el poder de la Soberanía Suprema. Hace tiempo que Mael Dúin está tanteando los puntos débiles de Cashel. ¿Y cuál es la mayor debilidad de Cashel?

Fidelma reflexionó un momento y luego dijo, pensativamente:

– Bueno, sin duda está entre los Uí Fidgente, del noroeste de Muman. Y entre los clanes al oeste de Shannon. Siempre han sido los clanes más agitados de Muman. Los Uí Fidgente han intentado derrocar muchas veces a los reyes de Cashel para dividir el reino.

– Ahí reside, pues, la debilidad de Cashel… en los Uí Fidgente -declaró Ibor como un profesor que resume una lección.

– Entonces, ¿enviaron al hermano Solin para crear nuevas discrepancias entre los Uí Fidgente y el Eóghanacht de Cashel? ¿Eso estáis diciendo? -preguntó Eadulf.

– Lo enviaron como agente de Ultan y, a través de Ultan, como emisario de Mael Dúin.

– ¿Y con qué propósito os enviaron a vos? ¿Para detener como fuera al hermano Solin?

– No. Ya os he dicho que no tuve nada que ver con esa muerte. Yo no lo maté. Se me envió para desenmascarar los detalles de la conspiración que urde Mael Dúin.

A Fidelma le estaba costando asimilar el alcance de lo que el señor de Muirthemne le estaba revelando. Miró a Ibor a los ojos y le preguntó:

– ¿Y qué sabéis de la matanza de los jóvenes? ¿Del asesinato ritual?

– Se os conoce por resolver rompecabezas como ése. Llegasteis aquí como emisaria de Cashel e Imleach, y os encontrasteis con una matanza ritual, o eso os pareció. ¿A quién le interesaría que reaccionarais como se esperaba que reaccionaríais?

Fidelma lo miró un momento sin entenderle.

– ¿Cómo se esperaba que reaccionara? -preguntó con incertidumbre.

– Los responsables de la matanza, sencillamente, sabían que una religiosa iba de camino a Gleann Geis. La matanza se perpetró a sabiendas de que una religiosa reconocería el simbolismo pagano que encerraba el acto, y nada más. Sin duda ignoraban que sois una experta dálaigh.

Fidelma empezó a entenderlo.

– Creían que una religiosa se amedrentaría y regresaría a Cashel sin dilación para pedir que se declarara una guerra religiosa que exterminara a los bárbaros de Gleann Geis por cometer semejante crimen.

– Exacto -confirmó Ibor-. Cashel arremetería con todo su poder y su furia contra Gleann Geis como represalia. Gleann Geis declararía su inocencia y, sin duda, se pondrían pruebas en manos de partidarios de Gleann Geis que evidenciaran la propia intervención de Cashel en las muertes. Se convencería a los clanes vecinos de que Cashel era el hacedor del mal, porque se había servido de las muertes para justificar la eliminación de Gleann Geis. La indignación que esto habría despertado los haría alzarse para apoyar a Gleann Geis. Convencerían a los Uí Fidgente de un nuevo levantamiento contra Cashel, lo cual no sería difícil. Y así se extendería una guerra civil en todo el territorio irlandés.

– Pero la mayor parte de clanes en este reino apoyarían a Cashel -objetó Eadulf.

– Seguramente, pero los Uí Néill del norte, consternados por semejantes actos de crueldad -prosiguió Ibor-, alentarían y ayudarían a sus aliados a invadir Cashel. Y una vez derrotado a Cashel, Mael Dúin iniciaría el proceso de hacerse con la Soberanía Suprema y ejercer su voluntad sobre todos los reinos. Tras acabar con los Eóghanacht de Cashel, no quedaría nadie que desafiara a los Uí Néill.

Fidelma no daba crédito a lo que oía, pero al final comprendió la nefasta lógica de las palabras de Ibor.

– Y todo esto podría haber pasado… -murmuró.

No le hizo falta mirar a Eadulf para hacerle sentir incómodo. El sajón agachó la cabeza al recordar su propia sugerencia después de haber encontrado los cuerpos y descubrir qué simbolizaban. Lo invadió una sensación de horror al atar cabos.

– ¿Os he entendido bien? -preguntó a Ibor-. ¿La matanza de esos treinta y tres jóvenes se perpetró para que nosotros los encontráramos? ¿Fue una farsa grotesca para que regresáramos atemorizados a Cashel y declaráramos una guerra santa contra los paganos de Gleann Geis?

Ibor miraba al sajón con una fascinación solemne.

– Eso es exactamente lo que os acabo de explicar.

– ¿Y esos hijos de Satán nos han estado observando desde el principio? -musitó Eadulf con preocupación-. ¿Os acordáis? -preguntó a Fidelma-. Vimos un destello de luz al adentrarnos al valle. Nos estaban vigilando. Debieron de estar atentos a nuestra llegada y, al saber qué sendero íbamos a tomar al entrar en Gleann Geis, prepararon el terrible espectáculo en la trayectoria que seguíamos, asegurándose así de que veríamos los cuerpos.

Ibor de Muirthemne miró con seriedad a Fidelma.

– Si hubierais reaccionado como esperaban, se habría desencadenado la guerra que habían planeado. Sin embargo, gracias a Dios no fue así. Tuvisteis sangre fría y seguisteis adelante para descubrir la verdad en Gleann Geis.

Guardaron silencio al pensar en el golpe de suerte que había evitado que aquella conspiración, cuidadosamente urdida, se hubiera frustrado.

– Una vez Sechnassuch me dijo que erais una persona individualista, Fidelma -prosiguió Ibor con respeto-. Sechnassuch dijo que sois una rebelde, contraria a la forma tradicional de hacer las cosas.

– Fue una conspiración bien pensada -reconoció-, pero, Ibor, aún no nos habéis dicho quién es el responsable de la matanza.

Ibor contestó sin vacilar:

– Guerreros del propio Ailech. Hombres elegidos de entre la escolta personal de Mael Dúin, que no han jurado lealtad a nadie más que a él.

– ¿Presenciasteis vos esta matanza? -preguntó Eadulf.

– No, no la presenciamos, ya que de lo contrario habríamos hecho lo posible para evitarla -respondió Ibor con calma.

– Entonces, ¿cómo sabéis que fue obra de los hombres de Ailech? -insistió Eadulf.

– Muy fácilmente. Nuestro grupo, formado por veinte guerreros encabezados por mí, seguía al hermano Solin y al hermano Dianach. Sabíamos que nos conducirían hasta la esencia de la conspiración de Mael Dúin. Los seguimos desde Armagh en su viaje hacia el sur durante muchos días. Durante el viaje, el hermano Solin se encontró con una extraña comitiva. Se trataba de una banda de guerreros de Ailech. Escoltaban a una columna de prisioneros. Todos iban…

– ¿Encadenados con grilletes? -lo interrumpió Fidelma.

– ¿Cómo lo sabéis? -preguntó Ibor-. Yo mismo vi los cuerpos después de la matanza, y los hombres de Ailech habían retirado cualquier signo de identificación, como los grilletes o la ropa, cualquier signo que pudiera identificar a los perpetradores del acto.

– Vi las rozaduras y las heridas del hierro en los tobillos. También me fijé en las plantas de los pies: estaban cubiertas de ampollas y rasguños, lo cual indicaba que les habían obligado a caminar una larga distancia.

Al señor de Muirthemne no pareció impresionarle su deducción.

– De hecho, así es: les hicieron marchar a pie desde Ailech. Maldigo ese lugar. Debieron de ser reos seleccionados cuidadosamente que el tirano, Mael Dúin, reuniría para marchar hacia el sur con el propósito concreto de este espantoso crimen. Con los guerreros iban otros hombres a pie, que llevaban grandes perros atados para disuadir a los prisioneros, supongo, de que no intentaran escapar. Algo que me llamó la atención entonces fue que, al final de esta extraña comitiva, iban dos carros vacíos, grandes carros de granja, de los que usan para cargar paja.

– Ah, sí -asintió Fidelma-. Los carros. Suponía que los había. ¿Qué pasó exactamente en este encuentro que presenciasteis entre Solin y los hombres de Mael Dúin?

– El hermano Solin y el que estaba al mando de los guerreros de Ailech se saludaron de un modo amistoso, y acamparon juntos durante un día antes de que el hermano Solin reanudara su viaje con el hermano Dianach.

– ¿Identificasteis al comandante de estos guerreros? -interrumpió Eadulf.

– No lo identifiqué por su nombre, pero no me cabe la menor duda de que está bajo la protección de Mael Duín. En cambio, de quien sí que puedo hablaros es de una persona que había entre estos guerreros… -guardó silencio para causar un mayor efecto, pero al ver la expresión irritada de Fidelma, prosiguió enseguida-. Una mujer llegó a caballo al campamento. Era evidente que la esperaban, y la recibieron con muestras de cortesía. He visto a esa misma mujer en Gleann Geis. Una mujer esbelta, de presencia autoritaria.

Fidelma levantó la cabeza con una sonrisa de satisfacción:

– ¿Era Orla, la hermana de Laisre?

– No se me ocurre otra mujer de Gleann Geis que tenga tanto parecido con la persona que acudió al encuentro de los hombres de Ailech y el hermano Solin -contestó Ibor con seriedad.

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