Capítulo 19

Fidelma se levantó mucho antes de que empezara a clarear y, nerviosa, esperó en la sala principal de la casa de huéspedes. Había pasado a ver a Rudgal para comprobar que seguía atado y, aunque dormía, no parecía estar cómodo. Eadulf también dormía, y hasta roncaba un poco. Aguzó el oído, pero no oyó ningún movimiento fuera del hostal. Se dirigió a la ventana y vio con inquietud que el cielo empezaba a volverse gris sobre las montañas del este. Le asaltó la congoja al pensar que acaso se había precipitado al arriesgarlo todo con aquel encuentro al alba con Ibor de Muirthemne. ¿Y si Cruinn había mentido y realmente no había otra ruta de acceso a Gleann Geis? ¿Y si el desfiladero era la única ruta? ¿Y si Ibor y sus hombres no habían podido entrar en el valle? ¿Y si no habían podido tomar la fortaleza? ¿Y si…?

Se tranquilizó para tratar de acallar su aturdimiento. ¿Qué le había dicho en una ocasión su mentor, el brehon Morann de Tara?: «Con un "sí" podríais introducir los cinco reinos de Eireann en una botella y llevároslos con vos».

Procuró tomar un poco de aguamiel, pan seco y queso para tomar fuerzas, pues estaba segura de que la mañana iba a ser agitada.

Oyó un sonido cercano y se puso en pie de golpe. No se trataba más que de un bostezo, y reparó en que sólo era Eadulf, que se había levantado. Un momento después, bajaba por las escaleras medio dormido.

– ¿Hay alguna novedad? -susurró, despejándose al ver que ella ya estaba en pie, esperando.

Fidelma negó con la cabeza. Durante un momento, escucharon juntos el silencio, que sólo se rompió con el ladrido de un perro en la distancia.

Luego, irrumpiendo en la quietud de la mañana, un gallo empezó a cantar cerca de allí.

Fue como una señal, ya que justo en aquel momento la puerta del hostal se abrió de golpe. Se volvieron de inmediato, con los ojos abiertos de par en par. Ibor de Muirthemne apareció en el umbral, espada en mano y sonriente.

– La ráth ya es nuestra, Fidelma. He reunido a los guardas en sus propias estancias y los he dejado al cuidado de algunos de mis guerreros. He cerrado el portón y mis hombres vigilan todos los puntos, incluida la sala consistorial.

– ¿Se ha derramado sangre? -preguntó Fidelma, preocupada.

Ibor respondió con una sonrisa adusta.

– No, nada que se aprecie. Alguna que otra cabeza magullada, pero nada serio.

– Bien. Lo siguiente será despertar a los habitantes de la ráth y reunirlos a todos en la sala consistorial.

Ibor vaciló un instante.

– Hay algo que debéis saber, hermana. Encontramos el pasaje, como nos dijisteis. Era un camino rocoso que seguía el curso de un río turbulento que nace en el valle. En algunos tramos, el camino atravesaba una serie de cuevas antes de desembocar en el valle. De camino por esta ruta, siguiendo vuestras instrucciones, hemos encontrado a Artgal.

Fidelma no se inmutó.

– Estaría muerto, supongo.

– Estaba muerto -afirmó Ibor-. ¿Cómo lo sabíais?

– ¿De qué forma había muerto? -preguntó Fidelma, sin responderle.

– No sabría deciros. Yacía en el suelo. Llevaba una bolsa, como si fuera a emprender un largo viaje. No presentaba marca ni herida alguna.

Eadulf miró a Ibor, asombrado.

– ¿Ninguna herida? -preguntó-. ¿Ninguna herida, y estaba muerto?

– Quién sabe cómo murió -dijo Ibor, encogiéndose de hombros-. ¿Qué puede matar sin dejar herida? Al examinar el cuerpo, me he fijado en que tenía el rostro desfigurado por una expresión de terror espantosa. Tenía los labios azules y torcidos, con los dientes y las encías a la vista. Los ojos sobresalían como si hubieran visto un espíritu del infierno. He visto este tipo de muertes alguna que otra vez, y siempre entre paganos. Esta forma de matar es propia de un druida. Dios nos proteja, hermana. He tenido que amenazar a algunos de mis hombres con la espada para obligarles a adentrarse en este valle maldito.

Fidelma bajó la vista para reflexionar unos instantes. Al mirarlos de nuevo, su semblante estaba tranquilo.

– Creo que ya tengo la última pieza del rompecabezas -dijo con satisfacción-. Estoy preparada. Ya podéis reunir a los habitantes de la ráth en la sala consistorial; dejad aparte a los niños. Yo no tardaré en llegar.

Ibor se dirigía hacia la puerta, cuando Fidelma lo volvió a llamar.

– Si subís por esa escalera, encontraréis a un guerrero de la ráth; se trata de Rudgal. Está atado. Que dos de tus hombres lo escolten a la sala consistorial, pero no permitáis que le desaten las manos.

Ibor se quedó asombrado un instante, luego se encogió de hombros y se dispuso a acatar la orden, enarbolando la espada en reconocimiento.


Al entrar Fidelma en la sala consistorial con Eadulf a la zaga, se oyó un murmullo hostil y enojado. Los hombres de Ibor habían llevado hasta allí a punta de espada a los principales habitantes de la ráth. Los habían despojado de sus armas y, en cada entrada, los guerreros de Ibor montaban guardia, mientras el propio Ibor, con dos de sus hombres, vigilaba al jefe de Gleann Geis de cerca, junto a su silla. En total había una docena de guerreros de la Craobh Rígh en la sala. Fidelma supuso que los demás estarían montando guardia en los muros de la ráth.

Laisre, pálido de ira, estaba hundido en su silla oficial. Murgal, que estaba sentado cerca, también parecía disgustado. Colla estaba de pie detrás del jefe, rojo de indignación. A su lado, Orla miraba a Fidelma con hostilidad y el ceño fruncido. No había rostro en la sala con una expresión afable, salvo el de Esnad. Sólo ella parecía ajena a las circunstancias.

Fidelma miró a las demás personas que la rodeaban. Allí estaba Rudgal, con expresión colérica. Todavía tenía los brazos atados. También estaban Ronan y su malhumorada esposa, Bairsech, al lado de Nemon, la prostituta; Cruinn, la rolliza hostalera; y Marga, la boticaria. Eran las personas que Ibor se había asegurado de traer, siguiendo indicaciones específicas de Fidelma. La asamblea al completo, aparte de Ibor y sus hombres, miraba a Fidelma con un odio mortal, mientras ella ocupaba su puesto.

Laisre fue el primero en hablar. Se puso en pie, temblando de rabia.

– Bien, Fidelma de Cashel, este insulto, esta barbarie sólo podrá purgarse con sangre -anunció-. Habéis transgredido todas las reglas de la hospitalidad, habéis empleado guerreros extranjeros para aprisionar…

– «Barbarie» es una buena palabra para describir el mal que ha impregnado este valle -lo interrumpió Fidelma con dureza.

Cortó la invectiva de Laisre, y lo acalló antes de que tuviera tiempo de recuperar impulso.

– Y he venido a revelar la verdad sobre el mal que se cierne sobre vuestro pueblo -añadió.

– ¿Con la ayuda de guerreros del norte, Fidelma? -preguntó Colla-. ¿Cómo van a obligar los guerreros de Ulaidh a imponer una verdad al pueblo de Muman? ¿Así es como vuestro hermano trata a su pueblo, recurriendo a una fuerza externa? ¿Recurriendo a mercenarios a los que paga por acatar sus órdenes?

– Me temo que no estáis siendo justo con Ibor y sus hombres. Ellos no son mercenarios de Muman. Ni están aquí para imponer una verdad, sino simplemente para proteger de cualquier daño a los inocentes que hay entre vosotros y para asegurar que la verdad sea al fin escuchada. Y me escucharéis, porque no sólo hablo como representante de mi hermano, el rey, sino como dálaigh que posee el título de anruth, que permite que me escuchen los reyes; que incluso obliga a un rey supremo a acatarme.

Tales eran el sosiego y la seguridad de su voz, que el silencio se impuso en la sala consistorial.

Tras unos momentos, Murgal lo rompió diciendo con calma:

– Decidnos vuestra verdad, Fidelma de Cashel, y os responderemos con la nuestra.

Fidelma esbozó una leve sonrisa.

– Si es que os queda verdad alguna con la que responder -contestó sin alzar la voz.

Fidelma esperó un momento, en silencio y con la cabeza gacha, permitiendo de este modo que creciera la tensión entre los presentes.

Cuando Eadulf empezaba a preguntarse si debía apuntarle el modo de iniciar su discurso o si debía relevarla en la tarea, Fidelma empezó a hablar, al principio en voz baja.

– Me he enfrentado a muchos misterios desde que obtuve el título de abogada en nuestro tribunal de justicia. No diré que fueran misterios sencillos de resolver. El hermano Eadulf, aquí presente, sabe que muchos no lo fueron, pues ha sido partícipe de buena parte de ellos. No obstante, os diré que el misterio que aquí encontré me ha desconcertado durante mucho tiempo. ¿Les recuerdo a qué misterio me refiero?

Nadie respondió.

– Al llegar aquí el hermano Eadulf y yo nos encontramos con la matanza de treinta y tres jóvenes en lo que parecía un ritual pagano; los cuerpos estaban desnudos y dispuestos en un círculo que seguía la trayectoria del sol. Todos ellos habían sido asesinados de una forma conocida por los antiguos como la Triple Muerte -tomó aire y miró a Laisre-. Más tarde tuvimos que enfrentarnos a la muerte del hermano Solin de Armagh.

– De la que casi se os declaró culpable -matizó Orla de pronto-. De la que tratasteis de acusarme y de la que sólo os librasteis por un tecnicismo jurídico, cuando el sajón demostró que Artgal no era un testigo fiable. No se os declaró inocente del cargo. ¡Todavía podríais ser la asesina de Solin!

Murgal parecía incómodo, pues aquello era como una crítica a su sentencia. Se volvió y miró a Orla moviendo la cabeza.

– Orla, mi sentencia se mantiene. Tengo que juzgar de acuerdo con nuestra ley.

Orla lo miró con el ceño fruncido, pero no respondió.

Fidelma se dirigió directamente a Murgal.

– No hay nada por que disculparse, ni es siquiera necesario justificar la sentencia que pronunciasteis, Murgal. Sin embargo, al poco de la muerte del hermano Solin, siguió la muerte del joven hermano Dianach.

Murgal se inclinó hacia delante.

– Muerte que tiene fácil explicación, pues es obvio que Artgal mató a Dianach por venganza, o por alguna otra razón, una vez se descubrió que Dianach lo había sobornado para que no cambiara su declaración contra vos.

Fidelma hizo caso omiso de la interrupción.

– Y una vez lo hizo, Artgal huyó del valle, demostrando con ello su culpa a los ojos de algunos, ¿no es así?

– Exactamente -dijo Murgal con satisfacción.

– ¿Y se envenenó por el camino?

El comentario causó un silencio de sorpresa.

– Así es -prosiguió Fidelma, sin alterar el tono-, han encontrado a Artgal muerto en el sendero que bordea el río, a consecuencia de un envenenamiento.

– ¿Cómo lo sabéis? -preguntó Colla.

Fidelma señaló a Ibor.

– Lo ha encontrado Ibor. Ibor y sus hombres -corrigió con pedantería-. Ibor, habéis dicho que no había heridas en el cuerpo de Artgal cuando lo habéis encontrado, ¿no es así?

El guerrero dio un paso adelante e inclinó la cabeza en señal de confirmación.

– Pero habéis dicho que tenía las encías a la vista y una horrible expresión.

– En efecto.

– ¿Y las encías tenían un color negro azulado?

– Eso no os lo dije. Pero sí, lo tenían.

– De modo que hasta ahora se han producido un total de treinta y seis muertes en Gleann Geis -dijo Fidelma sin levantar la voz-. Tienen razón al decir que Gleann Geis es un valle prohibido. ¡Prohibe la vida!

– ¿Así que pretendéis culpar al pueblo de Gleann Geis? -protestó Laisre, enfadado-. Planeáis que vuestro hermano castigue a mi pueblo, del mismo modo que lo persuadisteis para que empleara toda la fuerza de Eóghanacht contra los Uí Fidgente este mismo año.

Fidelma sonrió al jefe con un gesto calculador.

– Precisamente alguien ha urdido ese plan, Laisre -dijo intencionadamente-. Pero seríais injusto conmigo si insinuarais que el plan es mío. Yo no deseo ningún mal al pueblo de Gleann Geis. Mi único interés es castigar a los responsables de los asesinatos.

Murgal volvió a hablar, acallando así el murmullo que aquella afirmación había levantado en la sala.

– ¿Insinuáis con ello que los responsables están aquí, en la sala consistorial? -preguntó Laisre-. ¿Que los responsables de las treinta y seis muertes se encuentran ahora entre nosotros?

– No lo insinúo. Lo afirmo.

El druida se inclinó hacia delante, alertado.

– ¿Podéis identificarlos?

– Puedo -contestó Fidelma a media voz-. Pero antes os explicaré cómo he llegado a esta conclusión.

La tensión entre los presentes aumentó de forma casi tangible.

– Mi primer error, pues cometí un error en mis deducciones que me impidió ver la verdad durante un tiempo, fue dar por sentado enseguida que la matanza de los treinta y tres jóvenes a la entrada del valle estaba vinculada al asesinato del hermano Solin.

Colla se sobresaltó.

– ¿Y decís que no lo están? -preguntó, sorprendido.

– No, no lo están -confirmó Fidelma-. Aunque, para ser exactos, existe un vínculo; pero no el que yo suponía. Hay que añadir, por cierto, que los asesinatos del hermano Dianach y de Artgal, aunque vinculados con la muerte del hermano Solin, tampoco tienen nada que ver con la matanza ritual.

– ¡Estamos esperando a que nos contéis vuestra verdad! -exclamó Laisre con sarcasmo, por encima del alboroto que Fidelma había desatado en la sala.

– No tardaréis en oírla. En primer lugar, aclararé el asunto de la matanza ritual. No fue más que una forma cruel y repugnante de intentar desencadenar una guerra civil en Muman. La culpa de esta matanza queda a las puertas de Mael Dúin, rey de los Uí Néill del norte de Ailech.

Volvió a interrumpirla un murmullo de sorpresa.

– Ailech está lejos de aquí -señaló Colla con incredulidad-. ¿Y de que modo podría beneficiarse Mael Dúin de una disensión en Muman?

– Al parecer, Mael Dúin quiere hacerse con los tronos de los reinos del norte para acabar ocupando el de Tara como rey supremo. Quiere dominar los cinco reinos. Ysabe que sólo hay un reino con suficiente poder para frenar sus ambiciones.

– ¿Muñían? -preguntó Murgal, formulando la conclusión lógica.

– Exactamente. El Eóghanach de Cashel no le permitiría usurpar la dignidad del rey supremo, que es un honor concedido, no un poder que pueda arrebatarse.

– ¿Y qué relación guarda esto con la muerte de los jóvenes, con los supuestos sacrificios?

Colla parecía fascinado ahora por su historia y la seguía con atención.

– Cuando Gleann Geis solicitó la presencia de un representante de Cashel, de la Iglesia de Imleach, para que viniera aquí supuestamente para discutir la edificación de una iglesia y una escuela, los enemigos de Muman ya esperaban que cualquier clérigo que se encontrara con la matanza ritual pensaría que se trataba de una ceremonia pagana y que acusaría sin más a la comunidad de Gleann Geis. Ningún clérigo pasaría por alto semejante afrenta a la Fe. Esperaban que el clérigo regresara sin dilación a Cashel, y que el rey de Cashel y el obispo de Imleach declararan una guerra santa como justo castigo a Gleann Geis -miró una vez más a Laisre, y continuó-: Es decir, los enemigos de Muman esperaban que el rey de Cashel intentara aniquilar al pueblo de Gleann Geis como justa sentencia.

– Esto habría dado lugar a que los vecinos de Gleann Geis se alzaran en armas para proteger a los suyos contra el ataque de Cashel. De este modo, un paso conduciría ineludiblemente al siguiente.

– ¿Y qué evitó que este gran plan se cumpliera…, si es que ese plan ha existido alguna vez? -preguntó Laisre con poca convicción.

– Yo era el clérigo en cuestión, pero al ser también dálaigh, creo en las pruebas antes de iniciar una acción. Y esto desbarató la cadena de acontecimientos que habían previsto los traidores.

– Un plan muy precario -comentó Colla-, que dependía de demasiadas condiciones y salvedades.

– No tanto, pues contaba con partidarios en Gleann Geis, con gente a la que no le importaba cuántos de su clan debían morir para obtener los resultados previstos, ya que para ellos era un paso adelante para conseguir más poder; poder que Mael Dúin les había prometido si llegaba a ser rey supremo.

Murgal se rió de buena gana, sin dar crédito a lo que oía.

– ¿Afirmáis que Mael Dúin de Ailech ha sobornado a algunos de los habitantes de Gleann Geis prometiéndoles riqueza y poder? ¿Estáis diciendo que nosotros, o algunos de nosotros, estamos conspirando mano a mano con Mael Dúin de Ailech para destruir a nuestro propio pueblo a cambio de unas migajas de su mesa?

– Exactamente. El plan de Mael Dúin no podía funcionar sin determinados aliados. La subversión de Muman tenía que originarse en el interior del país si querían que tuviera algún efecto.

– Eso tendréis que demostrarlo.

Fidelma sonrió a Murgal y dio una vuelta por la sala, mirando a los presentes de uno en uno, como si tratara de leer sus pensamientos. Al fin dijo:

– Eso mismo pretendo hacer ahora. Puedo demostrarlo gracias a otro incidente que, como he dicho, si bien pensé que tenía relación con todo lo ocurrido, en realidad no la tenía. Sin embargo, este asunto aislado me ha conducido al culpable, a la persona que se ha aliado con Ailech.

– ¿Quién es? -solicitó Colla con tensión.

– Antes permitidme reconstruir los hechos. El plan se ejecuta. Mael Dúin envía a una banda de guerreros con prisioneros, a los que sacrificará para representar el ritual que habrá de desatar la ira de Cashel e Imleach. Hasta ahí todo sale a pedir de boca. El aliado de Gleann Geis lo tiene todo preparado. Ha enviado una invitación a Imleach, para asegurarse de que un clérigo encuentre, de camino a Gleann Geis, la matanza ritual. Se apostan centinelas que vigilen la llegada del clérigo, para que los guerreros de Ailech sepan dónde y cuándo realizar ese crimen despreciable.

Fidelma guardó silencio un momento y sonrió a Eadulf para crear un efecto dramático.

– Pero Mael Dúin también tiene un aliado poderoso en el norte. Ultan, el mismísimo obispo de Armagh, ha prometido ayudar a Mael Dúin en su pugna por el poder. Hasta qué punto Ultan estaba al corriente del plan, no lo sé, pero envió a su secretario y a un joven escriba a Gleann Geis. Puede que enviara al hermano Solin para tener un testigo, digamos independiente, de la esperada invasión de Cashel a Gleann Geis; un testigo que pudiera informar del asunto a los otros reyes provinciales, para que Armagh pudiera invitarles a atacar Cashel. Sin embargo, el hermano Solin fue partícipe indiscutible de la conspiración, aun en el caso de que Ultan no lo fuera.

– ¿Cómo lo sabéis? -preguntó Murgal.

– La cuestión es que Sechnassuch de Tara ya sabía que Mael Dúin tenía ambiciones de poder y sospechaba que tramaba algo. También descubrió que Ultan estaba aliado con Mael Dúin, pero no sabía hasta qué punto. Por tanto, Sechnassuch pidió a algunos guerreros que vigilaran a Ultan, a raíz de lo cual descubrieron que el hermano Solin estaba implicado. Siguieron a Solin y al joven escriba, el hermano Dianach, y fueron testigos de un encuentro que tuvieron con algunos soldados de Mael Dúin. Estos soldados llevaban treinta y tres rehenes hacia Gleann Geis. Treinta y tres -repitió despacio para producir el efecto deseado.

Tras guardar silencio un momento, prosiguió:

– En ese mismo encuentro de los hombres de Ailech y del hermano Solin y el hermano Dianach, los guerreros de Sechnassuch vieron llegar a una mujer. Cuando uno de los prisioneros escapó, ella lo siguió a caballo hasta apresarlo. La misma mujer acompañó luego a Solin y al joven escriba hasta la entrada del desfiladero que conduce a Gleann Geis.

– Pero Solin y Dianach entraron en Gleann Geis solos -la interrumpió Orla con el rostro encendido-. Cualquiera de los guardas del desfiladero os lo puede decir.

– No lo discutiré -contestó Fidelma sin alterar la voz-, pues estáis en lo cierto. El hermano Solin y el joven hermano Dianach entraron en Gleann Geis solos… tras dejar atrás a la mujer. Ella misma indicó poco más tarde a dos guerreros de Ailech el camino por el que pasaría el clérigo de Cashel con toda seguridad; les mostró el lugar donde debían dejar los cuerpos. Luego entró en el valle por otro camino que conocía, el camino secreto que bordea el río, donde se ha encontrado ahora el cuerpo de Artgal.

Orla estaba a punto de decir algo cuando intervino su marido.

– ¿Decís que esos guerreros de Sechnassuch siguieron a esta gente hasta aquí? ¿Dónde están? ¿Qué prueba tenemos de lo que decís?

– Deberíais haber deducido que los guerreros que han tomado la ráth son esos mismos hombres. Ibor de Muirthemne es su líder, y no tratante de caballos. Ibor está al mando de la Craobh Rígh de Ulaidh.

Ibor dio un paso adelante e hizo una reverencia formal a Laisre.

– A sus órdenes, jefe de Gleann Geis -dijo con formalidad, pero con cierto regocijo.

– A mis órdenes no -respondió Laisre, asqueado-. Seguid con este tedioso cuento, Fidelma.

– Los hombres de Mael Dúin se aproximaron con los prisioneros a Gleann Geis. Los hombres de Ailech, pues no les concederé el honor de llamarlos «guerreros», ya que son vulgares asesinos, se apostaron en las colinas para controlar la llegada del clérigo de Cashel. Dicho de otro modo: me esperaban. En cuanto Eadulf y yo fuimos avistados, dieron comienzo a la matanza ritual. Dispusieron los cuerpos en el camino para que yo los encontrara, esperando que reaccionara según sus expectativas.

– No obstante malogré su plan, porque no huí horrorizada de aquel lugar, para luego despertar la ira de Cashel contra Gleann Geis y precipitar a Muman a una guerra civil.

– Sí, ese punto lo habéis dejado claro, Fidelma de Cashel -dijo Murgal, aturullado-. La cuestión es que el hecho de conocer ese plan os dio el mejor de los motivos para matar a Solin; un motivo que ninguno de los aquí presentes tenía.

– El asesino tenía otros motivos. Lo cierto es que yo no sabía nada de esta conspiración cuando murió Solin, como tampoco sabía que estaba implicado. Ibor de Muirthemne me lo reveló más tarde. Fue entonces cuando comprendí que en la trama había dos intereses distintos. La conspiración bárbara contra Muman, para emplear la palabra tan bien elegida por Laisre; y un simple asesinato… aunque un asesinato nunca es algo simple.

Hizo una pausa y se encogió de hombros.

– Antes de proseguir, presentaré las pruebas para demostrar quién en Gleann Geis estaba implicado en la terrible conspiración del rey de Ailech. Os recuerdo una vez más a la persona que se reunió con los hombres de Mael Dúin. Ibor y sus guerreros la vieron…

Fidelma se volvió hacia Orla.

– Esa persona era una mujer, una mujer de apariencia autoritaria.

Orla contuvo un grito de rabia.

– ¿Veis lo que está haciendo? Es la segunda vez que me acusa de asesinato. No contenta con pretender que yo maté a Solin de Armagh, me acusa ahora de un crimen atroz contra mi pueblo. Acabaré con vos por esto, Fidelma de Cashel…

Orla extrajo un cuchillo del cinturón e hizo ademán de lanzarse hacia delante.

Ibor avanzó hacia ella, pero Colla ya se había colocado delante de su esposa para defenderla; luego se adelantó y le quitó el cuchillo con cuidado, pero con firmeza.

– Ésta no es forma de responder, Orla -le dijo con brusquedad-. Nadie te hará daño mientras yo te defienda -dijo, y se volvió hacia Fidelma con los ojos encendidos de ira-. Yo mismo me haré cargo de vos, dálaigh -la amenazó-. No os libraréis del castigo que os merecéis por acusar falsamente a mi esposa.

Fidelma extendió los brazos con indiferencia.

– Hasta ahora no recuerdo haber hecho ninguna acusación, ni falsa ni de ningún tipo. Me limito a presentar los hechos. Cuando haga las acusaciones, lo sabréis.

Colla se quedó desconcertado, dio un paso adelante, pero Ibor le tocó el brazo con la punta de la espada y sacudió la cabeza en desaprobación mientras tendía la mano para que le diera el puñal de Orla. Colla se lo dio sin pensar ni protestar. A continuación, Ibor le pidió que regresara a su lugar.

– Volvamos al hermano Solin de Armagh, el eslabón débil en esta terrible cadena de tragedias. El hermano Solin era un hombre con ambiciones. Era ambicioso y taimado, un digno conspirador en esta conjura. Pero tenía una debilidad. Dicho claramente, era un hombre lujurioso, un sátiro. A vos se os insinuó, ¿no es así, Orla?

La esposa del tánaiste se ruborizó.

– Pude defenderme sola -farfulló-, sobre todo con un hombre así.

– Por supuesto que pudisteis. En una ocasión incluso le golpeasteis.

– Le di su merecido -respondió Orla a media voz-. No me llegó a poner la mano encima. Sólo me hizo una proposición lasciva. Algo de lo que no tardó en arrepentirse. Aprendió la lección.

– No, no la aprendió -la contradijo Fidelma-. Era un sátiro incurable. Lo intentó con otra persona. Alguien que no sólo le abofeteó, sino que además le tiró vino encima. Lo recordaréis, ¿verdad, Orla?, os pregunté si derramasteis vino sobre Solin.

Orla todavía no las tenía todas consigo.

– Os dije que no lo hice y no lo hice.

– Yasí es. Como sabemos, hay otra mujer atractiva en la ráth, ¿no es cierto, Murgal? De hecho, una mujer que guarda cierta similitud con Orla. Una mujer esbelta, de presencia autoritaria.

El druida frunció el ceño, intentando comprender adónde quería llegar.

– Comprobasteis que a ella no le gustaban vuestras insinuaciones, ¿no es así? En el banquete, Marga, la boticaria, os dio una bofetada.

Murgal parpadeó, avergonzado.

– Todos lo vieron -murmuró con incomodidad-. ¿Para qué voy negarlo? Pero no comprendo qué tiene que ver esto con lo demás.

Fidelma se enfrentó a Marga. El rostro de la boticaria era una curiosa amalgama de emociones.

– El hermano Solin no sólo os hizo una proposición lasciva… fue a vuestros aposentos e intentó tomaros por la fuerza.

Marga alzó la barbilla con brusquedad.

– Le tiré vino encima para calmar su ardor. Le di una bofetada. No volvió a molestarme. Yo no lo maté.

– Pero se había propasado con vos -insistió Fidelma sin alzar la voz-. Y por ese motivo el hermano Solin fue asesinado.

Se produjo un súbito silencio en la sala, roto sólo por el sollozo de la boticaria, que intentaba negar aquella afirmación. Todos los presentes miraban a Marga. La rolliza figura de Cruinn avanzó y rodeó a la joven con el brazo.

– ¿Afirmáis que Marga mató a Solin? -exclamó Murgal.

– No -respondió inmediatamente Fidelma-. Lo que he dicho es que el acoso de Solin a Marga fue el hecho que precipitó su muerte.

– ¿Afirmáis también que no fue Orla, sino Marga, a quien visteis en las cuadras? -le interpeló Colla.

Fidelma negó con la cabeza.

– Era alguien que tenía un enorme parecido con Orla, y eso me confundió. Vestía capa y capucha, por lo que sólo vi la parte superior del rostro cuando la luz lo iluminó.

Se volvió hacia Laisre.

– No reparé en el error que había cometido, hasta que vi la parte superior de vuestro rostro anoche, sobre la mampara de madera, Laisre, bajo una iluminación idéntica. Fuisteis vos, Laisre de Gleann Geis, quien salió de las cuadras, no vuestra hermana gemela, Orla.

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