Capítulo 2

El sacerdote estaba sentado sobre una roca plana junto a un manantial que brotaba con fuerza de la montaña, con los pies a remojo en el agua fresca y vigorizante, mientras miraba al cielo con una expresión de dicha en su rostro. Sentado al sol estival, se había arremangado su hábito marrón de lana hasta los codos y hasta las rodillas, lo que permitía que el agua borbotara y formara espuma en torno a sus tobillos. Era joven y fornido, y llevaba una corona spina, la tonsura circular de San Pedro de Roma, en medio de una abundante cabellera castaña y rizada.

De pronto, abrió los ojos y miró con disgusto a una segunda figura que estaba de pie en la orilla del arroyo.

– Supongo que no lo aprobáis, Fidelma -dijo con un tono de censura a la alta y pelirroja religiosa que le estaba observando.

La joven y atractiva mujer lo miró con unos ojos cuyo color, azul o verde, era difícil de discernir. El mohín de su boca evidenciaba su contrariedad.

– Estamos tan cerca del final del viaje que, sencillamente, considero que deberíamos seguir andando en vez de recrearnos en los placeres del cuerpo, como si dispusiéramos de todo el tiempo del mundo.

El joven sonrió con ironía.

Voluptates commendat rañor usus -recitó como justificación.

Sor Fidelma respiró hondo, enfadada.

– Quizá sean raras las ocasiones para complacer el cuerpo, y que por ese motivo el placer sea mayor -reconoció-, no obstante, Eadulf, no deberíamos dilatar el viaje más de lo necesario.

El hermano Eadulf se levantó, tras sacar los pies del agua con un suspiro de resignación, para ir hasta la orilla. Sin embargo, su rostro mostraba un gesto de satisfacción.

O si sic omnia -anunció.

– Y si todo fuera así -añadió Fidelma con mordacidad-, no adelantaríamos nada en la vida, ya que todo consistiría en una larga complacencia de los placeres del cuerpo. Gracias a Dios, el invierno fue creado, como el verano, para equilibrar los sentidos.

Cuando Eadulf terminó de secarse los pies con brusquedad con los faldones de su hábito, se levantó y se calzó las sandalias de piel.

Se habían detenido al mediodía para comer algo, y permitir así que los caballos pastaran en la hierba que crecía a orillas del arroyo. Fidelma ya había guardado la comida sobrante y había dispuesto las alforjas. Dada la intensidad del sol estival a esa hora del día, Eadulf había decidido sumergir los pies en la frescura del riachuelo. Sin embargo, sabía que no era sólo su complacencia lo que perturbaba a Fidelma. A lo largo del último día, había observado una creciente inquietud en su compañera de viaje, aunque ella había hecho lo posible por ocultarla.

– ¿De veras estamos tan cerca? -preguntó.

Fidelma respondió señalando los elevados picos de las montañas, en cuyas estribaciones se habían adentrado por la mañana.

– Son los Cruacha Dubha, los almiares negros. Delimitan las tierras del clan de Duibhne. A media tarde, deberíamos haber llegado al reino de Laisre. Se halla en un valle casi oculto en lo alto, junto a ese pico elevado, que al parecer es la montaña más alta de estas tierras.

El hermano Eadulf alzó la mirada hacia un pico pelado, que sobresalía de entre las cumbres que lo rodeaban.

– ¿Estáis empezando a arrepentiros de haber rechazado la oferta que vuestro hermano os ha hecho de enviar guerreros para que nos escoltaran? -preguntó con tacto.

Los ojos de Fidelma centellearon levemente, y se apresuró a responder negando con la cabeza, aunque sabía que Eadulf había adivinado sus pensamientos.

– ¿Qué sentido tendría este viaje si nos hubieran escoltado unos guerreros? Si tuviéramos que esparcir las enseñanzas y la Fe a punta de espada, no merecerían la atención de nadie.

– En ocasiones, los hombres, como los niños, no se sientan a escuchar a menos que se les obligue -filosofó el sajón-. La vara al niño, y la espada al adulto… Ayudan a prestar atención.

– Hay algo de cierto en eso -opinó Fidelma, que luego guardó silencio un momento y prosiguió-. Hace mucho que os conozco para no ser sincera con vos, Eadulf. Así es, siento temor. Laisre sólo entiende su propia ley. Puede que el honor y el deber le hayan empujado a dar a mi hermano una respuesta en Cashel, pero Cashel podría estar a una distancia infinita.

– Cuesta creer que todavía quede una región de estas tierras donde desconozcan la Fe.

Fidelma negó con la cabeza.

– No es que la desconozcan; la conocen, pero la rechazan. La Fe llegó a estas tierras hace apenas doscientos años, Eadulf. Todavía quedan muchos lugares aislados donde perduran las antiguas creencias. Somos un pueblo conservador al que le gusta aferrarse a las viejas costumbres e ideas. Vos mismo fuisteis educado en nuestras escuelas eclesiásticas. Sabéis que muchos aún son fieles a las viejas usanzas y a los dioses y diosas de antaño.

Eadulf asintió pensativamente. Un mes atrás había regresado a Cashel con Fidelma, después de pasar una breve temporada en el valle de Araglin, donde habían conocido a Gadra, un ermitaño que se aferraba con tesón incondicional a la antigua religión. Pero la asunción de la Fe era relativamente reciente en muchas otras partes. El propio Eadulf se había convertido poco después de llegar a la edad adulta. Había sido gerefa hereditario, o juez ordinario del ministro de Seaxmund's Ham en la tierra de South Folk, antes de conocer a un irlandés llamado Fursa, que había llevado la Palabra de Cristo y una nueva religión a los paganos sajones. Al poco tiempo, Eadulf renunció a los sombríos dioses de sus padres y se convirtió en un alumno tan cualificado, que Fursa lo envió a Irlanda a estudiar en las escuelas eclesiásticas superiores de Durrow y Tuam Brecain.

Al final, Eadulf se había inclinado por Roma en vez de lona. Eadulf había trabajado por primera vez con Fidelma en la asistencia al debate entre los partidarios de la liturgia de Roma y los partidarios de las observancias de Columba en Whitby; además de religiosa, Fidelma era abogada de los tribunales de Irlanda. Habían vivido juntos varias aventuras, y en esta ocasión había regresado a Irlanda como enviado especial del hermano de Fidelma, Colgú, rey de Muman, en nombre del arzobispo de Canterbury, Teodoro de Tarso.

Eadulf sabía muy bien hasta qué punto algunos pueblos preferían aferrarse a las viejas costumbres y a las viejas ideas, en vez de optar por aquello que no conocían o no habían probado nunca.

– ¿Tanto teme a la Fe ese jefe, Laisre, al que buscamos? -preguntó.

Fidelma se encogió de hombros.

– Quizá no sea Laisre a quien debamos temer, sino a quienes le dan consejo -sugirió Fidelma-. Laisre es el jefe de su pueblo y sin duda respetará castas y posiciones sociales. Está dispuesto a reunirse conmigo para hablar sobre la posibilidad de establecer una representación permanente de la Fe en sus tierras, lo cual muestra una actitud liberal por su parte.

Interrumpió su discurso al reparar en que estaba recordando los acontecimientos de la semana anterior; estaba pensando en el día en que su hermano Colgú de Cashel, rey de Muman, le había pedido que se reuniera con él en su sala privada…


Saltaba a la vista que Colgú tenía un parentesco con Fidelma. Compartían la misma complexión alta, el color rojizo de su pelo y los mismos ojos verdes y cambiantes; la misma estructura facial y la misma forma indescriptible de moverse.

El joven rey sonrió a su hermana cuando ésta entró en la sala.

– ¿Es verdad lo que he oído, Fidelma?

Fidelma tenía un semblante solemne, con los labios ligeramente tristes.

– Hasta que no sepa qué has oído, hermano, no podré confirmarlo ni negarlo.

– El obispo Ségdae me ha dicho que has renunciado a tu lealtad a la comunidad de Brígida.

Fidelma no alteró su expresión. Se sentó junto al fuego. Tenía derecho a sentarse en presencia de un rey provincial, aun cuando no hubiera sido su hermano, sin pedir permiso. Cierto que su rango como princesa Eóghanacht le concedía este derecho -y lo imponía-, pero además era una dálaigh, un abogada de los tribunales, con título de anruth y, por consiguiente, podía sentarse ante la presencia del rey supremo en persona si éste la invitaba a hacerlo.

– Has oído bien de los labios de vuestro «Halcón de la Región Fronteriza» -respondió con tranquilidad.

Colgú soltó una risilla. Ségdae, el nombre del obispo, significaba «como un halcón»; además, éste presidía la abadía de Imleach, que significaba «región fronteriza». Imleach era el centro eclesiástico más importante de Muman y competía con Armagh por ser el principal centro cristiano de Irlanda. Desde niña, Fidelma adoraba las palabras y los significados, y solían gustarle los juegos de palabras.

– Entonces, ¿está en lo cierto el obispo Ségdae? -preguntó Colgú con sorpresa al caer en la cuenta de lo que aquello implicaba-. Creía que estabas comprometida con la comunidad de Brígida.

– Te ha dicho la verdad, me he retirado de la comunidad de Brígida de Kildare, hermano -confirmó Fidelma con un deje de arrepentimiento en la voz-. Ya no podía mantener mi lealtad a la abadesa Ita. Es una cuestión de… de integridad… No diré más.

Colgú estaba sentado frente a ella, reclinado contra el respaldo, mirándola con las piernas estiradas, en actitud pensativa. Cuando su hermana se obstinaba en una idea, de poco servía seguir insistiendo.

– Aquí siempre serás bienvenida, Fidelma. Desde que te marchaste de Kildare, has prestado buenos servicios a este reino.

– He prestado servicios a la ley -corrigió Fidelma con amabilidad-. Juré respetar y defender la ley por encima de todas las cosas. A través de los servicios prestados a la ley, he cumplido mi servicio al rey legítimo y, por tanto, a su reino.

Colgú sonrió abiertamente. Era la fugaz sonrisa picara de siempre, en la que Fidelma reconocía cierto regocijo.

– En tal caso, tengo suerte de ser el rey legítimo -respondió Colgú sin más.

Fidelma cruzó miradas con su hermano con un una expresión grave.

– Me alegra que estemos de acuerdo.

Colgú volvió a ponerse serio y preguntó:

– ¿Es ahora tu voluntad quedarte en Muman, Fidelma? Aquí hay muchos monasterios donde estarían dispuestos a recibirte. Por ejemplo, el de Imleach. O el de Lios Mhór. Y si quisieras quedarte en el palacio de Cashel estarías más que invitada a hacerlo. Aquí naciste, y éste es tu hogar. Yo apreciaría tu consejo diario.

– Iré allí donde más necesiten mis servicios. Ésa es mi voluntad.

Su hermano la escrutó con la mirada unos instantes y luego añadió:

– Cuando el obispo Ségdae mencionó que te habías marchado de Kildare, debo confesar que pensé que se debía a tu deseo de viajar al reino de Ecgberth de Kent.

Fidelma enarcó las cejas en un involuntario gesto de sorpresa.

– ¿Kent? ¿El reino del pueblo juto? ¿Por qué, hermano? ¿Por qué se te ocurrió eso?

– Porque Canterbury está en Kent y, ¿acaso no es allí donde el hermano Eadulf debe regresar?

– ¿Eadulf? -se extrañó Fidelma, ruborizándose, y luego alzó la barbilla con brusquedad-. ¿Qué insinúas?

– No insinúo nada -contestó Colgú con una sonrisa de complicidad-. Sencillamente he observado que has pasado mucho tiempo en compañía de ese sajón. Me he fijado en el trato que tenéis entre vosotros. ¿Acaso no soy tu hermano y acaso no tengo motivos para no percatarme de estas cosas?

Fidelma apretó los labios en un gesto de vergüenza que logró convertir en irritación contenida.

– Eso es absurdo -dijo con una vehemencia demasiado artificiosa.

Colgú la miró larga y pensativamente.

– Incluso los religiosos tienen que casarse -observó con serenidad.

– No todos los religiosos -señaló Fidelma, todavía aturdida.

– Así es -suscribió su hermano-, pero el celibato en la Fe está únicamente reservado a aquellos que llevan la vida de ascetas y ermitaños. Tú perteneces demasiado a este mundo para seguir ese camino.

Fidelma había conseguido contener su vergüenza y ya había recuperado la compostura.

– En fin, lo cierto es que no tengo intención de ir al reino de los jutos, ni a cualquier otro reino lejos del mío.

– En tal caso, ¿quizás el hermano Eadulf renunciará a su lealtad a Canterbury y se unirá a nosotros?

– No es asunto mío prever las acciones de Eadulf, hermano -respondió Fidelma con irritación; una irritación que Colgú desarmó con una sonrisa.

– Te enfadas porque soy muy directo, hermana. Pero no menciono este asunto por vana curiosidad. Quiero saber cómo te encuentras y si estás pensando en irte de Muman.

– Ya he dicho que no.

– Tampoco te juzgaría por ello. Me gusta tu amigo sajón. Es buena compañía, pese a ser hijo de su pueblo.

Fidelma no replicó. Guardaron silencio un momento, luego Colgú se estiró en la silla y, al cambiar de tema, su rostro adquirió una expresión de inquietud.

– En realidad, Fidelma -dijo al fin-, necesito tus servicios.

Fidelma lo miró con gravedad.

– Estaba esperando algo así. ¿De qué se trata?

– Tú eres hábil en la resolución de problemas, Fidelma, y quisiera aprovechar esa cualidad una vez más.

Fidelma inclinó la cabeza.

– Cualquiera que sea mi habilidad, está a tu disposición, Colgú, ya lo sabes.

– En tal caso, debo confesar que te he hecho venir con un propósito en mente.

– No lo dudaba -dijo a su vez Fidelma con solemnidad-. Y sabía que tendrías que plantearlo a tu manera.

– ¿Conoces las montañas del oeste, de nombre Cruacha Dubha?

– Nunca he estado allí, pero las he visto de lejos y he oído algo sobre ellas.

Colgú se inclinó sin levantarse.

– ¿Y has oído algo de Laisre?

Fidelma lo miró, extrañada.

– ¿Laisre, el jefe de Gleann Geis? Algo se ha dicho de él últimamente por aquí, entre los religiosos de Cashel.

– ¿Qué has oído? Puedes hablar sin ambages.

– Que su pueblo aún rinde culto a los antiguos dioses y diosas. Que los extranjeros no son bienvenidos en sus tierras y que los hermanos y hermanas de la Fe se adentran en ellas por su cuenta y riesgo.

Colgú dio un suspiro y agachó la cabeza.

– Hay cierta verdad en ello. Sin embargo, los tiempos cambian con rapidez y, al parecer, Laisre es un hombre de inteligencia; ahora se ha dado cuenta de que no puede luchar eternamente contra el progreso.

Fidelma estaba asombrada.

– ¿Quieres decir con eso que se ha convertido a la Fe?

– No exactamente -reconoció Colgú-. Sigue siendo un partidario acérrimo de las viejas costumbres. No obstante, está dispuesto a atender a nuestras razones con buena disposición. Incluso habiendo entre su gente tanta oposición. Por tanto, el primer paso es entablar una negociación…

– ¿Una negociación?

– Laisre nos ha hecho saber que está dispuesto a negociar conmigo un medio que permita a los representantes de la Fe edificar en su territorio una iglesia y una escuela, que sustituirán con el tiempo a los antiguos santuarios paganos.

– El término «negociar» implica que querrá algo a cambio. ¿Qué precio pide por permitir la construcción de una iglesia y una escuela en su país?

Colgú se encogió ligeramente de hombros.

– Precisamente eso es lo que debemos averiguar. Pero necesito a alguien que pueda negociar en nombre de este reino, así como en nombre de la Iglesia.

Con aire pensativo, Fidelma miró fijamente a su hermano, que aguantó su silencio.

– ¿Me estás proponiendo que vaya a Cruacha Dubha para negociar con Laisre?

En su fuero interno, Fidelma estaba sorprendida. Creía que Colgú sólo iba a pedirle consejo al respecto.

– ¿Quién sino tú está acostumbrado a negociar con suma habilidad? Además, conoces bien este reino y sus necesidades.

– Pero…

– Tú podrías llevar mi palabra, Fidelma, así como la del obispo Ségdae. Tendrías que averiguar qué quiere Laisre; qué espera. Si las condiciones son razonables, deberás aceptarlas. Si son desmedidas, deberás pedir al rey y a su Consejo que las reconsideren.

Fidelma tenía un gesto grave.

– ¿Sabe Laisre que voy a ir yo?

– No daba por sentado que ibas a acceder, Fidelma -dijo Colgú con una sonrisa-. Laisre solamente pidió que enviásemos a un representante de la Fe a su país a comienzos de la semana próxima, y que fuera un emisario digno de mi cargo. ¿Aceptarás?

– Si es tu deseo que os represente a ti y al obispo Ségdae… Por cierto, ¿por qué el obispo no está presente para expresar su parecer sobre el asunto?

Colgú sonrió con ironía.

– Está aquí. He pedido al viejo «halcón de la frontera» que esperara fuera hasta haber hablado contigo. Después te transmitirá su punto de vista.

Fidelma miró a su hermano con recelo.

– Entonces, estabas seguro de que accedería a ir, ¿no?

– En absoluto -aseguró Colgú con una sonrisa que nada tenía que ver con la respuesta-. Pero ahora sé que irás, y quiero que te escolten mis paladines, los caballeros del Collar de Oro.

– ¿Y qué dirá Laisre si entro en su territorio con una banda de la orden de Niadh Nasc al mando? Si se me envía como emisaria, entonces como emisaria iré. Laisre interpretaría la presencia de guerreros en mi escolta como un insulto y como un acto intimidatorio para la negociación. Tus caballeros no tienen cabida en una negociación para fundar una iglesia y una escuela. Iré sola, a caballo.

Colgú sacudió la cabeza en señal de desaprobación.

– ¿Sola a Cruacha Dubha? No lo puedo consentir. Permite al menos que te escolte un guerrero.

– Ya sea uno, ya sean diez, todos son guerreros y darán pie a un enfrentamiento. No, sólo permitiré que me acompañe otro representante de la Fe para demostrar que nuestro propósito es pacífico.

Colgú escrutó el rostro de Fidelma unos instantes y luego hizo una mueca de resignación al ver que ya había tomado una decisión, y cuando Fidelma tomaba una decisión, Colgú sabía que era inútil empeñarse en hacerla ceder.

– Que te acompañe el sajón -insistió él-. Es un buen hombre y será un buen acompañante.

Fidelma lanzó una mirada a su hermano, esta vez sin rubor.

– Puede que el hermano Eadulf esté ocupado en otros menesteres… Seguramente ya será hora de que regrese junto al arzobispo de Canterbury, que lo despachó a ti como enviado.

Colgú sonrió con dulzura.

– Creo que te sorprenderá saber que el hermano Eadulf está deseando pasar más tiempo en nuestro reino, hermana. No obstante, debo insistir en que permitas que te escolten mis guerreros.

Fidelma no cedió.

– ¿Cómo vamos a demostrar que la Fe es el camino a la paz si empleamos la fuerza para convertirlos a ella? No. Te repito, hermano, que, si se me envía a negociar con Laisre y su pueblo, debo acudir demostrando que deposito mi confianza en la Fe y en la palabra sincera, no en la espada. ¡Vincit omnia ventas!

Colgú escuchaba a su hermana con regocijo.

– Cierto que la verdad puede conquistar todas las cosas, pero la clave está en saber cuándo y a quién debe dirigirse la verdad. Puesto que te complacen las máximas latinas, Fidelma, te daré este consejo: cave quid dicis, quando et cui.

Fidelma inclinó la cabeza con gravedad.

– Tendré en cuenta tu consejo.

Colgú se levantó y fue hasta un armario, del que sacó un bastón de madera de serbal blanco en el que había incrustada una figurilla de oro. Era la imagen de un ciervo con cuernos, símbolo de la princesa Eóghanacht de Cashel. Con solemnidad, Colgú lo entregó a su hermana.

– Te hago entrega del emblema de nuestra embajada, Fidelma. Este bastón te concede mi autoridad y te permite llevar mi palabra.

Fidelma se puso en pie; conocía muy bien el simbolismo del bastón.

– No te defraudaré, hermano.

Colgú miró con cariño a su hermana, extendió ambas manos y las puso encima de sus hombros.

– Y dado que no puedo convencerte de que te acompañe una tropa de guerreros, al menos puedo ofrecerte otra cosa.

Fidelma frunció el ceño cuando Colgú se volvió para dar unas palmadas. La puerta se abrió, y entraron el brehony el chambelán. Detrás de ellos iba el obispo Ségdae, un anciano con cara de halcón, cuyas facciones parecían responder a su nombre. Era evidente que habían estado esperando aquel momento. Los tres hicieron una breve y respetuosa reverencia a Fidelma para saludarla. Luego, sin mediar palabra, el chambelán se colocó a la izquierda de Colgú. Llevaba una caja de madera en las manos, que ofreció al rey.

– Hacía tiempo que quería hacer esto -confesó Colgú en un tono confidencial, volviéndose para abrir la caja-. Sobre todo cuando frustraste la conspiración de los Uí Fidgente para destruir el reino.

Sacó del cajón parte de una cadena de oro. Era sencilla y sin adornos, de unos sesenta centímetros de largo.

Fidelma había visto a otros reyes de Cashel celebrar la ceremonia y, de pronto, tomó conciencia de lo que iba a suceder a continuación. No obstante, no salía de su asombro.

– ¿Quieres concederme el título de la Niadh Nasc? -susurró.

– Así es -confirmó su hermano-. ¿Quieres arrodillarte y hacer el juramento?

La Niadh Nasc, la orden de la Cadena o el Collar de Oro, era una venerable fraternidad nobiliaria de Muman que surgió a partir de la antigua élite guerrera de los reyes de Cashel. El honor residía en la presentación personal del rey Eóghanacht de Cashel, y quien lo recibía le juraba lealtad personal a cambio de una cruz que llevaría al cuello, creada a partir de un antiguo símbolo solar, cuyo origen -se decía- se perdía en la noche de los tiempos. Había escribas que decían que su fundición se remontaba a casi un milenio antes del nacimiento de Cristo.

Fidelma se arrodilló lentamente.

– Fidelma de Cashel, ¿juras por todas las cosas que aceptas defender y proteger al legítimo rey de Muman, jefe de tu comunidad, y que recibirás en hermandad a los compañeros de la orden de la Cadena de Oro?

– Lo juro -susurró Fidelma, y colocó su mano derecha sobre la de su hermano, Colgú, el rey.

Este tomó la cadena de oro y rodeó con ella las manos juntas en un acto simbólico de unión.

– Con conocimiento de tu lealtad para con mi persona, comunidad y orden, y del solemne voto que has jurado obedecer, defender y guardar por igual, te adscribo a mi servicio y te invisto con la dignidad de la Niadh Nasc. Que sea la muerte, y no el deshonor, lo que rompa este vínculo.

El silencio se impuso en la sala durante un momento y luego, con una risa incómoda, Colgú desenrolló la cadena e hizo levantar a su hermana del suelo dándole un beso en cada mejilla. Acto seguido, se volvió hacia la caja y sacó otra cadena de oro. De un extremo de ésta colgaba una cruz de hechura singular; una cruz blanca con los extremos romos, en medio de la cual había incrustada una cruz sencilla. Era la insignia de la orden, una cruz anterior al simbolismo cristiano. Con gravedad, Colgú la puso alrededor del cuello de su hermana.

– Cualquier persona de los cinco reinos de Éireann reconocerá esta insignia -dijo con solemnidad-. Has rechazado la protección de mis guerreros en carne, pero esta cruz te brindará su protección en espíritu, pues quien ofendiere a un miembro de esta orden, también ofenderá a los reyes de Cashel y a la hermandad de la Niadh Nasc.

Fidelma sabía que las palabras de su hermano no eran vanas. Era muy difícil ser admitido en la orden, y muy pocas mujeres gozaban de tal honor.

– Llevaré la insignia con dignidad, hermano -reconoció con un hilo de voz.

– Que esta cruz te proteja en tu viaje al Valle Prohibido y en tu negociación con Laisre. Recuerda también mi exhortación, Fidelma: cave quid dicis, quando et cui.


Guárdate de lo que digas, cuándo y a quién.

El consejo de su hermano resonó en la mente de Fidelma al dirigir la atención a las imponentes y tenebrosas cumbres de las montañas que se alzaban ante ella.

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