La subida a través de las estribaciones, montaña adentro, fue más larga de lo que Eadulf había esperado. El camino se torcía y retorcía como una sierpe, atravesando escarpados terraplenes de roca y tierra, y pequeños pero caudalosos riachuelos que manaban de los elevados picos; cruzando claros boscosos y bosques sombríos, y a través de amplios pasos y desfiladeros rocosos. Eadulf se admiró de que hubiera personas que pudieran habitar lugares tan aislados, pues Fidelma le había asegurado que aquélla era la única ruta de acceso a la región por el sur.
Al mirar hacia las imponentes montañas, atisbo un destello. Parpadeó. Ya había visto el destello dos o tres veces durante el ascenso y, al principio, creía haberlo imaginado. Eadulf debió de exteriorizar esta preocupación, quizás al tensar los músculos del cuello, quizás al sostener la mirada en dirección al reflejo de luz, ya que Fidelma dijo en un susurro:
– Ya lo he visto. En la última media hora, alguien nos ha estado observando.
Eadulf se ofendió.
– ¿Por qué no me lo habíais dicho?
– ¿Deciros qué? No debería sorprenderos que alguien observe a unos forasteros que se adentran a caballo en estas montañas. Los que habitan las montañas son gente suspicaz.
Eadulf volvió a guardar silencio, pero sin perder de vista las colinas circundantes. Tenía la impresión de que el destello se debía al reflejo del sol contra un metal. Y el metal significaba armas o armaduras, lo cual siempre representaba un peligro potencial. Siguieron la marcha en silencio durante un rato, sin dejar de ascender. Hubo un momento en que tuvieron que desmontar -hasta tal punto era el camino empinado y pedregoso- y tirar de los caballos.
Al final, cuando Eadulf se disponía a preguntar a Fidelma si creía que quedaba mucho trayecto en pendiente, el camino torció en la ladera e, inesperadamente, una amplia cañada se extendió a sus pies. El brezo imperaba con una mezcla de aulaga roja, naranja y verde, en un espectáculo extraño y etéreo. No obstante, las altas cumbres seguían pareciendo lejanas.
– Este viaje es interminable -gruñó Eadulf.
Fidelma interrumpió el paso y se volvió desde la silla para mirar con severidad al sajón.
– No tanto. Sólo tenemos que cruzar esta gran cañada y pasar al otro lado de los picos que veis al final. Entonces habremos entrado en territorio de Laisre: estaremos en Gleann Geis.
Eadulf arrugó el ceño.
– Creía que nunca habíais estado en este territorio.
Fidelma contuvo un suspiro.
– Y no he estado, pero he pasado por aquí.
– Entonces, ¿cómo…?
– ¡Ah, Eadulf! ¿Qué creéis, que nuestro pueblo no tiene conocimientos de cartografía? Si no supiéramos cómo atravesar nuestro propio país, ¿cómo íbamos a enviar misioneros a las vastas tierras de Oriente?
Eadulf se sintió algo ridículo. Se disponía a hablar otra vez cuando, de súbito, observó que el cuerpo de su compañera de viaje se tensaba: Fidelma fijaba la vista al final de la cañada, hacia el cielo. Eadulf siguió su mirada.
– Aves -señaló.
– Los cuervos de la muerte -dijo ella en un tono de voz grave.
Las manchas negras contrastaban en el azul del cielo, al parecer los círculos de su vuelo descendían en espiral.
– Un animal muerto, seguro -propuso Eadulf-. Y ha de ser muy grande para atraer a tantos carroñeros.
– Grande, sin duda -asintió Fidelma mientras empujaba con suavidad al caballo hacia delante con un movimiento decidido-. Vamos, está de camino, y tengo curiosidad por saber qué atrae a tantos córvidos.
Eadulf la siguió con renuencia. A veces le habría gustado que esas cosas no despertaran tanto la curiosidad de su compañera. Él habría preferido seguir adelante para librarse del calor del día y llegar cuanto antes a su destino. Eadulf tenía bastante con haber pasado varios días montando. Prefería la comodidad de un sillón y una taza de aguamiel, dejada a enfriar en algún manantial de montaña.
Fidelma tenía que guiar con cuidado al caballo, ya que el terreno del valle sólo era plano en apariencia. Los grupos de brezos y zarzas crecían muy arraigados sobre un terreno desigual. Un ejército entero bien podría ocultarse entre aquellas plantas. Su llegada había desatado un coro de graznidos entre las aves, que siguieron volando en círculos; las que ya estaban en tierra alzaron el vuelo al verlos llegar.
Fidelma detuvo el caballo en seco, mirando fijamente la escena que tenía ante sí.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Eadulf, acercándose por detrás.
Fidelma no contestó; se había quedado de piedra sobre la silla, como una estatua, pálida y con la mirada fija.
Con el ceño fruncido, Eadulf avanzó el caballo y miró hacia aquello que contemplaban los ojos horrorizados de Fidelma.
El también palideció.
– Deus miseratur… -empezó a rezar el primer verso del Salmo LXVII y calló.
Parecía inadecuado, pues no habían tenido misericordia con aquellos que formaban el curioso altar macabro que había ante ellos. Sobre el agreste suelo yacían una veintena de cuerpos; eran los cuerpos desnudos de hombres jóvenes, dispuestos en un círculo grotesco. Parecía indiscutible que habían pasado a mejor vida de una forma violenta.
Fidelma y Eadulf se quedaron inmóviles sobre los caballos, mirando el círculo de cuerpos desnudos, incapaces de asimilar lo que sus ojos ya habían aceptado.
Sin decir nada, Fidelma decidió bajar; se deslizó de la montura y avanzó uno o dos pasos. Eadulf tragó saliva, desmontó y tomó a los caballos de las riendas para amarrarlos con un nudo suelto en un arbusto próximo. Luego se acercó a Fidelma. Un ligero temblor nervioso en la mandíbula revelaba la emoción que su gesto intentaba ocultar.
Fidelma dio otro paso adelante y miró de hito en hito el círculo de muerte. Era innegable que habían colocado en una posición determinada a aquellos cuerpos desnudos, masculinos, después de haberles dado muerte.
Movió los hombros, y la mandíbula sobresalió un poco, como si se preparara para una ardua labor.
– ¿No deberíamos retirarnos? ¿Quizá los responsables de esto vuelvan por aquí? -apremió Eadulf, nervioso, oteando el horizonte.
Sin embargo, no había más vida en el valle que la bandada de cuervos, negros como la noche, que se cernían sobre ellos, volando y graznando en una nube caótica. Algunos volvían a descender con recelo, como si no confiaran del todo en lo que el instinto les dictaba: que allí había un suculento condumio, carroña sustanciosa. Pero algo les decía que había movimiento entre los cuerpos; humanos vivos que podían hacerles daño. Algunos, más osados que el resto, incluso se iban posando a poca distancia del círculo. Eadulf, al ver cómo se acercaban a los cadáveres más cercanos dando saltos para examinarlos mejor, sintió repugnancia y se inclinó para coger una piedra del suelo. No alcanzó al vil pajarraco negro, como pretendía, pero la acción en sí valió para que alzara el vuelo con un crascitar irritado, que advirtió a sus compañeros del peligro. Aun así, algunos bajaron al suelo algo más allá, para contemplar los cuerpos con los ojos brillantes de avidez.
– Apartaos, Fidelma -le instó Eadulf-. No es escena que deban contemplar vuestros ojos.
Fidelma lo miró, airada.
– ¿Y qué ojos deben hacerlo? -preguntó en un tono seco-. ¿Qué ojos sino los de una abogada que juró respetar y defender las leyes de los cinco reinos?
Eadulf titubeó, avergonzado:
– Quería decir que…
Sin embargo, Fidelma lo interrumpió haciendo un movimiento seco con la mano.
Se dio la vuelta y apoyó una rodilla en el suelo junto al cuerpo más próximo, que empezó a examinar. Después, se desplazó con pausa alrededor del círculo de cuerpos para examinarlos uno a uno. Se detuvo junto a uno de ellos durante más tiempo del que había dedicado a los demás. Eadulf se encogió de hombros y, pese a que sus ojos miraban vigilantes el campo que les rodeaba, también trataba de dar cierto sentido al siniestro grupo de cadáveres.
Lo primero que le llamó la atención fue que todos eran hombres jóvenes: el más joven de ellos apenas debía de tener diecisiete o dieciocho años, y el mayor poco más de veinticinco. Todos estaban desnudos; las pieles exangües, blancas como el pergamino, revelaban que nunca habían estado expuestas al sol en vida. También observó que los cuerpos formaban un círculo, dispuestos con los pies hacia el centro del mismo. Cada cuerpo yacía sobre el costado izquierdo. También se fijó en que no había indicios de sangre, ni de alteración del suelo en derredor del círculo. Esto hizo suponer a Eadulf que no los habían matado allí. Deducción que, en cierto modo, lo tranquilizó.
Concluido su examen, Fidelma se puso en pie. A unos nueve metros de ellos había un riachuelo y, sin pronunciar palabra, se dio la vuelta y se dirigió hacia allí con decisión. Se inclinó sobre él, se lavó manos y brazos y se echó agua fría en la cara.
Eadulf la esperó, paciente. Había pasado suficiente tiempo en los cinco reinos de Eireann para saber cuan escrupulosos eran los irlandeses con la limpieza. Aguardó con paciencia hasta que hubo terminado. Al volver, aún con una expresión grave, volvió a detenerse ante el círculo de cuerpos.
– ¿Veamos, Eadulf, qué habéis observado? -preguntó tras una breve pausa.
Eadulf dio un respingo de asombro. No había advertido que ella había reparado en su observación. Eadulf reaccionó al instante.
– Todos son hombres jóvenes -indicó.
– Cierto.
– Los han dispuesto de un modo predeterminado, en un círculo, y no los han matado aquí.
Fidelma enarcó una ceja inquiridora.
– ¿Qué os hace pensar tal cosa?
– Si los hubieran matado aquí, habría vestigios de un forcejeo. El suelo de alrededor está intacto, y tampoco hay restos de sangre. Los mataron en otra parte y luego los trajeron aquí.
Ella asintió en señal de aprecio al oír la observación.
– ¿Y qué diríais de los pies?
Eadulf la miró con curiosidad.
– ¿Los pies? -preguntó, vacilante.
Fidelma señaló al suelo.
– Si os fijáis en los pies, veréis que cada joven tiene durezas, heridas y llagas, como si les hubieran obligado a caminar descalzos una larga distancia o por un terreno escabroso. Las abrasiones son recientes. ¿No contradice esta explicación vuestro argumento de que los trasladaron aquí?
Eadulf se concentró con denuedo.
– No necesariamente -dijo pasado un momento-. También podrían haberlos hecho marchar hasta el lugar donde los mataron, y luego haberlos traído hasta aquí, ya muertos, para colocarlos en este orden peculiar.
Fidelma le mostró su aprobación.
– Muy bien, Eadulf. Al final acabaréis siendo un dálaigh. ¿Algo más? No habéis mencionado las marcas de grilletes en los tobillos izquierdos.
En realidad, Eadulf no había reparado en aquellas marcas y, después del comentario de Fidelma, le parecieron evidentes. La monja añadió:
– ¿Habéis contado el número de cuerpos?
– Creo que hay unos treinta.
Fidelma torció un momento el gesto.
– Debes ser más preciso. Hay exactamente treinta y tres cuerpos.
– Bueno, me he aproximado bastante -replicó a la defensiva.
– No, eso no vale -objetó ella con sequedad-. Pero volveremos a ello en un momento. Habéis comentado que están dispuestos en un orden peculiar. ¿Tenéis alguna otra observación que hacer a ese respecto?
Eadulf miró el círculo e hizo una mueca.
– No.
– ¿No tenéis nada que decir sobre el hecho de que todos estén tumbados sobre el lado izquierdo, con los pies hacia el centro del círculo? ¿Esto no os sugiere nada?
– Sólo que podría tratarse de una suerte de ritual.
– Ah, un ritual. Mirad bien. Los cuerpos están colocados sobre el costado izquierdo. Empezad a mirar por la parte superior del círculo y seguidlo…, están situados en el sentido que recorre el sol, lo que nosotros llamamos deisol.
– No sé si os termino de entender.
– En tiempos paganos realizábamos algunos ritos girando deisol o en el sentido de la trayectoria del sol. Aun hoy en día, en un funeral, muchos insisten en caminar alrededor del camposanto tres veces en el sentido del sol con el féretro.
– ¿Queréis decir con eso que podría tratarse de un símbolo pagano? -preguntó Eadulf con un escalofrío; fue a santiguarse, pero se contuvo.
– No tiene por qué -lo tranquilizó Fidelma-. Cuando al santísimo Patricio le concedieron las tierras sobre las que edificaría su iglesia, se decía que tuvo que caminar deisol en derredor de ésta alzando un báculo y, de este modo, haciendo uso de nuestros antiguos ritos y costumbres, consagró solemnemente la tierra al servicio de Cristo.
– En tal caso, ¿qué queréis decir con esto? -preguntó Eadulf, ceñudo.
– Que la disposición de estos cuerpos forma parte de un ritual, no sé si pagano o cristiano; eso es algo que debemos averiguar observando otros detalles.
– ¿Como por ejemplo?
– ¿Os habéis fijado en el modo en que estos desdichados fueron expulsados de este mundo?
Eadulf confesó que no.
– ¿Habéis oído hablar alguna vez de la Triple Muerte?
– No.
– Una antigua historia cuenta que una vez, hace mucho tiempo, nuestro pueblo renunció al antiguo código moral de nuestros druidas para profesar adoración a un ídolo de oro al que llamaban Cormm Cruach, el dios de la Media Luna Sangrienta, al que se ofrecían sacrificios humanos. Le rendían culto en la Llanura de la Adoración, Magh Slécht, en la época del rey supremo Tigernmas, hijo de Follach. Su propio nombre significaba «señor de la muerte».
– Nunca lo había oído -dijo Eadulf.
– Es una época de nuestra historia de la que nuestro pueblo no se enorgullece. Al final, los subditos se cansaron de Tigernmas, y éste fue asesinado misteriosamente durante uno de los rituales de adoración desenfrenada al ídolo, y nuestro pueblo recuperó la lealtad a los dioses de sus antepasados.
Eadulf resopló en señal de desaprobación.
– No veo mucha diferencia entre rendir culto a un ídolo y rendir culto a los dioses paganos. Ni en un caso ni en el otro se trataba del dios verdadero.
– Estáis en lo cierto, Eadulf, pero al menos los antiguos dioses no exigían el sacrificio de la sangre que precisaba la adoración a Cromm Cruach.
Eadulf se pasó la mano por el cabello.
– Pero, ¿qué tiene que ver esto con… cómo era… la Triple Muerte?
– Según Tigernmas, era la muerte que exigía Cromm Cruach.
– Sigo sin entenderlo.
Fidelma señaló con la mano los cuerpos.
– Todos estos jóvenes tienen heridas de puñal y de estrangulamiento, y todos tienen el cráneo aplastado por un golpe. ¿Os sugieren algo estos detalles?
Eadulf la miró con los ojos abiertos de par en par.
– ¿Ésta es la Triple Muerte a la que os referís?
– Exactamente. Son tres maneras distintas de morir. Cada joven presenta las señales de la misma forma de muerte. Es más, ¿habéis advertido las marcas de las muñecas?
– ¿Tienen marcas?
– Marcas de haber estado maniatados. Les ataron las muñecas, supongo que hasta el momento de morir, y luego les quitaron las cuerdas.
Eadulf se estremeció y se hincó de rodillas.
– ¿Insinuáis que son víctimas de algún sacrificio expiatorio?
– Yo solamente expongo los hechos. Cualquier conclusión sería, por ahora, precipitada.
– Pero si lo que decís es cierto, entonces estáis sugiriendo que se trata de un sacrificio pagano, lo cual implicaría que el culto al ídolo que habéis mencionado, Cromm, aún existe.
Fidelma negó moviendo la cabeza.
– Se dice que Tigernmas fue el vigésimo sexto rey después de la llegada de los hijos de Míle, que trajo a Eireann a los hijos de Gael. Gobernó este país mil años antes de que Cristo viniera a este mundo. Incluso los druidas le dieron la espalda por sus costumbres malignas. Suponer que el culto a Cromm existe todavía sería un sinsentido.
Eadulf apretó los labios un instante.
– Aun así, esto tiene algo de satánico.
– En eso tenéis razón. Ya he dicho cuántos cuerpos hay, treinta y tres en total…
– Y con ello insinuáis que este número entraña algún significado -interpuso Eadulf enseguida.
– Cuando derrocaron a los dioses malignos del Fomorii, se cuenta que estaban al mando de treinta y dos jefes y su rey supremo. El gran héroe de Ulaidh, Cúchulainn, dio muerte a treinta y tres guerreros en el castillo de las hadas malignas. Cuando Cormac Mac Art expulsó a los Dési de Irlanda, tuvieron que pasar treinta y tres años vagando antes de poder establecerse. Treinta y tres paladines, entre ellos el rey, fallecieron en el salón de Bricriu… ¿hace falta que prosiga?
Eadulf fue abriendo los ojos.
– ¿Estáis diciendo con esto que el número treinta y tres tiene un significado especial en las tradiciones paganas de vuestro pueblo?
– Así es. Tenemos ante nosotros un antiguo ritual. La Triple Muerte y la colocación de los cuerpos en un círculo que sigue la trayectoria del sol forman parte del ritual. Pero lo que debemos descubrir es su sentido. Hay un último dato importante que habéis omitido.
Eadulf escrutó el círculo.
– ¿Cuál? -preguntó con incertidumbre.
– Examinad ese cuerpo y decidme qué veis -le indicó, refiriéndose a un cuerpo en concreto con una señal de la mano.
Con aprensión, Eadulf pasó con cuidado entre los cuerpos y miró al suelo. Soltó un grito ahogado y se santiguó.
– Un hermano -susurró-. Un hermano de la Fe. Lleva la tonsura de san Juan.
– A diferencia de los demás, éste tiene cortes y laceraciones en brazos, piernas y rostro.
– ¿Significa esto que lo torturaron?
– Quizá no. Más bien parece que se haya visto obligado a correr entre la maleza, de ahí los cortes y rasguños.
– Sin embargo, este hermano cristiano murió también según este ritual -argüyó Eadulf-. El hábito no lo salvó de esta muerte mezquina. Vos misma ya habéis dicho qué representa esto.
Fidelma lo miró fijamente un instante.
– Ah, ¿sí?
– Es evidente.
– Decidme, pues, si es así.
– Nos encaminamos hacia el Valle Prohibido, bajo el gobierno de un jefe pagano que, según vuestras propias palabras, se opone a la Verdad de la Enseñanza de Cristo. Sois aficionada a citar proverbios latinos, Fidelma. Yo os diré uno: Cuius regio eius religio.
Por primera vez desde que presenciaran la horrenda visión, Fidelma esbozó una sonrisa en los labios en reconocimiento a la observación de Eadulf.
– El soberano de un territorio elige su religión -tradujo ella a su vez.
– Ese tal jefe, Laisre, es un pagano -prosiguió Eadulf precipitadamente-. Por tanto, ¿no es esto una suerte de simbolismo pagano con el que pretenden amedrentarnos o intimidarnos?
– ¿Intimidarnos para impedirnos qué? -preguntó Fidelma.
– Pues que entremos en Gleann Geis para negociar la fundación de una iglesia y una escuela cristianas. Creo que con esto pretenden insultar a vuestro hermano, como rey, y a Ségdae como obispo de Imleach. Debemos abandonar este lugar de inmediato; dar media vuelta y regresar a tierras cristianas.
– ¿Y desatender nuestra misión? -preguntó Fidelma-. ¿A eso os referís? ¿Queréis que huyamos?
– Y regresar más adelante con un ejército que imponga el temor de Dios a estos paganos que nos han ofendido intencionadamente. Sí, eso deberíamos hacer. Yo volvería con fuerzas y borraría este nido de víboras de la faz de la tierra.
De pie, junto a los cadáveres, era fácil exaltarse. Así le ocurrió a Eadulf, y la tez se le enrojeció por el arrebato.
Fidelma procuró calmarlo.
– Lo primero que me ha venido a la mente, Eadulf, ha sido lo que acabáis de expresar con tanta elocuencia. Yes un pensamiento lógico, una reacción lógica. Si prepararon esta escena para que la viéramos, quizá todo sea demasiado evidente. No debemos pasar por alto las sombras que proyecta una luz muy luminosa.
A pesar del miedo y la ira que sentía, Eadulf se tranquilizó mientras intentaba desentrañar el significado de aquellas palabras.
– ¿Qué significa?
– Es un aforismo de mi maestro, el brehon Morann de Tara. Aveces, las cosas que son evidentes son una ilusión, y la realidad subyace debajo de ellas.
Fidelma calló, entornó los ojos y los fijó en algo que había en el suelo, no lejos de ellos.
– ¿Qué habéis visto? -preguntó Eadulf volviéndose hacia donde ella había clavado la mirada, por si les amenazaba otro peligro.
Los rayos del sol se reflejaban en algo que había en un tojo, a unos metros de ellos.
Sin decir nada, Fidelma se dirigió hacia allí, abriéndose paso entre el espeso arbusto, para luego inclinarse y levantarse con el objeto en la mano.
Eadulf alcanzó a oír el grito ahogado que soltó.
Corrió a su lado para ver lo que tenía en las manos.
– La torques de un guerrero -observó Fidelma innecesariamente.
Eadulf tenía conocimientos de sobra para reconocer el collar de oro que solían llevar antaño los paladines selectos de irlandeses y britanos, y hasta entre los galos de épocas más antiguas. El collar medía unos veinte centímetros de diámetro, y estaba elaborado con ocho alambres enroscados, soldados en dos extremos fundidos. Tenía intrincadas sartas de cuentas, tachonados y minúsculas perforaciones en círculos concéntricos. Era una pieza de oro bruñida, y el lustre del metal revelaba que no hacía mucho que aquella torques estaba allí.
Fidelma examinó con detenimiento las líneas y luego le entregó la torques a Eadulf, a quien le sorprendió la levedad del objeto, pues creía que estaba hecho de oro macizo. Sin embargo, los extremos eran huecos, y los alambres enroscados pesaban muy poco.
– ¿Guarda alguna relación con lo ocurrido? -preguntó, señalando con la cabeza los cuerpos yacientes.
– Puede que sí. Puede que no.
Fidelma tomó la torques de las manos de Eadulf y la colocó con delicadeza dentro del marsupium, la pequeña bolsa que llevaba colgada a la cintura.
– Tanto si hay alguna relación como si no, una cosa es cierta: no hace mucho tiempo que se ha caído, porque reluce demasiado y está recién bruñida. Hay otro detalle revelador: pertenece a un guerrero de rango.
– ¿Un guerrero de Muman?
Fidelma negó moviendo la cabeza.
– Existe una sutil diferencia entre los diseños de los artistas de Muman y los de otros reinos -explicó-. Yo diría que esta torques es obra de los hombres del reino de Ulaidh, situado en algún lugar del norte.
Fidelma se disponía ya a montar cuando le pareció ver algo más. Un adusto gesto de satisfacción se reflejó en sus facciones.
– He aquí una prueba de vuestro aserto, Eadulf -anunció, señalando con el dedo.
Eadulf fue hasta allí para ver mejor la zona que señalaba Fidelma. Sobre un terreno pedregoso en el cual la aulaga crecía de forma irregular, había una parte cubierta de barro. Vio que en aquella zona del terreno había surcos entrecruzados.
– Esto indica que trajeron los cuerpos hasta aquí en carros. ¿Veis los surcos más profundos? ¿Yveis ésos, menos profundos? Los más profundos se deben al paso de los carros cargados, y los más superficiales, al de los carros después de descargar los cuerpos.
Fidelma siguió las huellas un trecho. Luego, se detuvo a su pesar.
– Desgraciadamente, no podemos seguirlas. Nuestra prioridad es completar el viaje a Gleann Geis -observó, mirando hacia donde conducían las huellas-. Parece que las señales provienen del norte; son difíciles de seguir sobre un terreno tan pedregoso. Yo diría que vinieron del otro lado de esas colinas.
Extendió el brazo para señalar el lugar al que se refería. Por un momento se quedó de pie, dudando, antes de volverse para contemplar, repugnada, la multitud creciente de cuervos.
– Bueno, poco más podemos hacer ya por estos pobres diablos. No tenemos tiempo, ni fuerzas, ni herramientas suficientes para darles sepultura como es debido. Aunque quizá Dios creó a los carroñeros precisamente con este propósito.
– Por lo menos deberíamos rezar por los muertos, Fidelma -protestó Eadulf.
– Decid vuestra oración, Eadulf, y yo añadiré el amén por mi parte. Pero deberíamos partir en cuanto sea posible.
En ocasiones, Eadulf tenía la impresión de que Fidelma no se tomaba el aspecto religioso de su vida tan en serio como sus deberes como abogada de la ley. El sajón le lanzó una mirada de desaprobación antes de volverse al círculo de cuerpos, bendecirlo y empezar a recitar en sajón:
El polvo, la tierra y las cenizas nos dan
la fuerza,
pues la gloria del hombre es frágil y vana;
tierra somos, y a la hora postrera
a la tierra habremos de volver.
En vida comemos la carne de las bestias,
de pescados diversos y aves;
pero al morir el cuerpo deviene pasto
de gusanos reptantes.
De súbito, dos enormes cuervos, más valientes que sus compañeros, plegaron sus alas y se dejaron caer sobre uno de los cuerpos, hundiendo las garras en la carne lívida. Eadulf tragó saliva, interrumpió la oración en verso y musitó una bendición acuciosa para el reposo de las almas de los jóvenes, antes de echarse atrás a toda prisa.
Fidelma había desatado a los caballos del arbusto donde Eadulf los había dejado, y le esperaba. Los animales estaban intranquilos, no sólo por el hedor de la carne corrupta, sino también por el coro voraz de pájaros que se precipitaban a picotear. Eadulf subió al caballo, al igual que había hecho ella, y se alejaron del lugar.
– En cuanto podamos, quiero regresar a este sitio para seguir esas huellas y ver si nos pueden aclarar algo más -anunció, mirando por encima del hombro las lejanas colinas.
Eadulf se estremeció.
– ¿Creéis que es prudente?
Fidelma hizo un mohín.
– Esto no tiene nada que ver con la prudencia -aclaró, y luego sonrió-. Según mis cálculos, estamos a poca distancia a caballo de Gleann Geis. Se halla al otro lado de las siguientes colinas, hacia el oeste, a través de este valle. Veremos qué tiene que decir Laisre de todo esto. Si sostiene que no sabe nada, podremos llegar a un acuerdo con presteza, regresar y seguir el rastro de esos surcos.
– Puede que llueva y que el agua las borre -se apresuró a decir Eadulf, acaso con un atisbo de esperanza en la voz.
Fidelma miró al cielo.
– Entre hoy y pasado mañana no lloverá -pronosticó con convicción-. Con suerte, el tiempo será seco unos cuantos días más.
Hacía mucho que Eadulf había desistido de preguntarle cómo podía prever el tiempo que iba a hacer. Fidelma le había explicado varias veces que podía hacerse observando el estado de las plantas y las nubes, pero aquello era superior a su entendimiento. Por tanto, se limitaba a aceptar que nunca se equivocaba. Volvió la cabeza y, al ver el cruento festín con que se deleitaban los cuervos, se estremeció visiblemente.
Al advertir Fidelma su mirada de repulsión, dijo:
– Tomáoslo con filosofía, hermano cristiano. ¿Acaso no son los cuervos una parte de la gran Creación? ¿Acaso esos carroñeros no cumplen una función que ordenó el Creador?
Eadulf tenía sus reservas.
– Son obra de Satán. Y de nadie más.
– ¿Y de qué modo? -preguntó Fidelma sin gravedad-. ¿Ponéis en duda las enseñanzas de vuestra propia Fe?
Eadulf frunció el ceño, sin comprenderla.
– Génesis -citó Fidelma-. «Y creó Dios los grandes monstruos del agua y todos los animales que bullen en ella, según su especie, y todas las aves aladas, según su especie. Y vio Dios que aquello era bueno, y los bendijo diciendo: "Procread y multiplicaos, y henchid las aguas del mar, y multipliqúense sobre la tierra las aves".»
Se interrumpió e hizo una mueca.
– «Y todas las aves aladas» -repitió con énfasis-. El Génesis no dice «todas las aves aladas, salvo las carroñeras».
Fidelma no pudo evitar una mueca de burla. Si era honesta, debía admitir que disfrutaba contrastando opiniones sobre la Fe con Eadulf.
Avivando el paso de los caballos, fueron dejando atrás la inmensa bandada negra de córvidos, que ahora alfombraba el suelo.
– ¿Qué proponéis que hagamos cuando nos reunamos con ese Laisre? -inquirió Eadulf-. Me refiero a los cadáveres. ¿Tenéis en mente exigirle una explicación?
– Habláis como si dierais por sentado que es culpable.
– Parece una suposición lógica.
– Las suposiciones no son hechos.
– Entonces, ¿qué pensáis hacer?
– ¿Qué pienso hacer? -se preguntó Fidelma, frunciendo el ceño-. Pues seguir el consejo de mi hermano: guárdate de lo que digas, cuándo y a quién.