Capítulo 4

Apenas habían avanzado un kilómetro y medio a través del valle, cuando oyeron caballos acercándose. Justo delante de ellos había un acceso a lo que parecía un barranco, que se abría entre dos cerros de granito, donde el camino desaparecía. El ruido de cascos procedía claramente de esa dirección.

Eadulf, que aún estaba asqueado por la visión que había presenciado, miró a su alrededor de inmediato para buscar refugio, pero no encontró dónde.

Fidelma frenó el caballo y aguardó con tranquilidad, a la espera de que aparecieran los jinetes, y le ordenó con sequedad que hiciera lo mismo.

Momentos después, una columna de unos veinte guerreros apareció por el desfiladero para salir a la llanura que se extendía ante ellos. El jefe del grupo, una figura esbelta, los vio enseguida y, sin vacilar, guió a la columna a todo galope hasta liegar frente a ellos. Entonces, como si reaccionaran a una señal imperceptible incluso para el observador más experimentado, el grupo de caballos se detuvo en medio de una polvareda, entre resoplidos y algún que otro relincho quejumbroso.

Fidelma entrecerró los ojos al examinar al cabecilla de los jinetes. Era una mujer delgada de unos treinta años. Su cabellera rizada, casi negra como el azabache, le caía sobre los hombros. Una fina espiral de plata le cruzaba la frente y concedía al cabello cierta apariencia de orden. Iba ataviada con una capa; a un lado llevaba una larga vaina con una espada, y una daga a la derecha, ambas labradas. El rostro de la mujer era ligeramente redondo, casi con forma de corazón, e incluso atractivo. Sus labios eran gruesos y rojos; su piel, extremadamente blanca. Tenía los ojos oscuros, y desprendían un destello desafiante.

– ¡Forasteros! -exclamó con una voz ronca que contrastaba con su aspecto-, Y además cristianos. Os conozco por vuestro atuendo. ¡Sabed que aquí no sois bienvenidos!

Fidelma apretó los labios ante la descortesía de la acogida.

– Al señor de este reino no le gustaría saber que no soy bien recibida aquí -contestó con serenidad.

Sólo Eadulf reconoció el enfado que subyacía bajo aquel tono sosegado.

La mujer de cabellos oscuros torció el gesto.

– Me temo que estáis equivocada, mujer del dios de Cristo. Estáis hablando con su hermana.

Fidelma se limitó a levantar una ceja para preguntar con cinismo e incredulidad:

– ¿Decís ser la hermana del rey de este reino?

– Soy Orla, hermana de Laisre, el regente de este reino.

– Ah -exclamó Fidelma al ver que la mujer no había entendido bien el concepto de «rey»-. No me refiero a Laisre, jefe de Gleann Geis; hablo del rey de Cashel, ante el cual Laisre debe rendir pleitesía.

– Cashel queda muy lejos de aquí -le espetó la mujer con enfado.

– Pero el dominio de Cashel es firme y seguro, y extiende la justicia hasta los lugares más recónditos del reino.

Fidelma habló con tal firmeza y confianza, que Orla bajó los párpados con recelo. Parecía que no estaba acostumbrada a que le contestaran con confianza ni como a una igual.

– ¿Quién sois, mujer, que os adentráis al reino de Laisre con tal displicencia? -preguntó, lanzando una mirada desdeñosa a Eadulf, que esperaba detrás de Fidelma en silencio-. ¿Y quién sois vos para traer a este reino a un clérigo extranjero?

Un guerrero corpulento de la columna de jinetes se adelantó. Era un hombre feo de barba poblada, con una cicatriz sobre el ojo, la marca de una antigua herida.

– Señora, no es necesario hacer más preguntas a estos extranjeros que visten las togas afeminadas de su extraña religión. Dejadles dar media vuelta y marchar o permitid que yo mismo los guíe.

Orla, la mujer, le clavó la mirada con irritación.

– Cuando necesite ayuda, Artgal, os consultaré -lo reprendió y, tras la orden, se volvió hacia Fidelma sin alterar la expresión hostil de sus rasgos-. Hablad, mujer, y decidme quién osa aleccionar a la hermana del jefe de Gleann Geis, competencia de su hermano.

– Soy Fidelma… Fidelma de Cashel.

Ya fuera con intención o sin ella, Fidelma hizo un discreto movimiento desde la silla, con el que asomó la cruz de la Cadena de Oro, que ocultaba entre los pliegues de la ropa. El reflejo del sol sobre el metal atrajo la mirada de Orla, que abrió los ojos perceptiblemente al reconocerla.

– ¿Fidelma de Cashel? -repitió Orla con vacilación-. ¿Fidelma, hermana de Colgú, rey de Muman?

Fidelma no se molestó en contestar, pues dio por sentado que Orla ya sabía la repuesta.

– Vuestro hermano, Laisre, espera mi embajada desde Cashel -prosiguió, como si no le interesara la reacción que había provocado.

Se dio la vuelta para extraer de las alforjas el bastón blanco con el ciervo de oro en un extremo, símbolo de su embajada del rey de Cashel.

Todos guardaron silencio, mientras Orla contemplaba el bastón, maravillada.

– ¿Aceptáis el bastón blanco o preferís la espada? -preguntó Fidelma con el esbozo de una sonrisa en el rostro.

Los enviados que llegaban a un territorio hostil presentaban bien el bastón, bien la espada, a modo de reto simbólico en son de paz o de guerra.

– Mi hermano espera a un representante de Cashel -reconoció Orla despacio, levantando los ojos del bastón para mirar a Fidelma con un gesto inseguro.

Había respeto en su voz.

– Pero el representante debería estar cualificado para negociar con Laisre en cuestiones eclesiásticas. Alguien cualificado para…

Fidelma contuvo un suspiro de impaciencia.

– Soy abogada del tribunal brehon, con el título de anruth, que me cualifica. Soy el negociador que espera, y llevo la palabra de mi hermano, Colgú, su rey.

Orla no pudo disimular su asombro. El título de anruth era sólo un grado inferior al máximo que concedían las universidades eclesiásticas y seglares de Irlanda. Fidelma podía caminar y hablar con los reyes, incluso con el rey supremo, y, cómo no, con jefes menores.

La mujer de cabellos negros tragó saliva y, aunque estaba claramente impresionada, no alteró la expresión dura y hostil de su rostro.

– Como representante de Laisre de Gleann Geis, os doy la bienvenida, techtaire.

Eadulf tardó un momento en reconocer la antigua palabra para «enviado».

– No obstante, como representante de la nueva religión de Cristo no sois bien recibida en este lugar -añadió-. Ni tampoco el extranjero que os acompaña.

Fidelma se inclinó y dijo con voz firme y clara:

– ¿Supone esto una amenaza? ¿Acaso las leyes sagradas de hospitalidad están derogadas en el reino de Laisre? ¿Aceptáis la espada en vez de esto?

Fidelma empuñó el bastón otra vez, mostrándolo a Orla con un movimiento casi agresivo. El sol destelló con intensidad sobre la figurilla de oro.

Orla enrojeció y levantó la barbilla, desafiante.

– No pretendo amenazar vuestra vida. Ni siquiera la suya -dijo, señalando a Eadulf con la cabeza-. Ni tú ni el extranjero sufriréis daño alguno mientras le deis vuestra protección. En Gleann Geis no somos bárbaros. Por ley, los enviados son sagrados e inviolables, y se les trata con sumo respeto, aunque sean acérrimos enemigos.

Eadulf estaba inquieto, pues tras aquellas palabras seguía habiendo una seria amenaza.

– Es bueno saberlo, Orla -dijo a su vez Fidelma con sosiego, y volvió a dejar el bastón en la alforja-, ya que he visto qué sucede con aquéllos a quienes no se concede inmunidad a la muerte.

Eadulf notó que se le aflojaba la mandíbula y, súbitamente, sintió un miedo atroz. Si Orla y sus guerreros eran responsables de la muerte de aquellos jóvenes del valle, entonces Fidelma estaba poniendo sus vidas en peligro al reconocer que sabía de la existencia de los cadáveres. Creía que su compañera iba a ser cauta en cuanto a aquel hallazgo truculento. En ese momento, reparó en el graznido de las aves rapaces y lanzó una breve mirada hacia atrás. Era evidente que algo sucedía al otro lado de la cañada, en el lugar donde se hallaban los cuerpos; de todos modos, los guerreros que escoltaban a Orla ya habrían avistado a los carroñeros.

Sin embargo, Orla seguía mirando a Fidelma con perplejidad. No parecía haber advertido la nube de cuervos que se arremolinaba a lo lejos.

– No sé a qué os referís -dijo.

Fidelma señaló hacia el valle extendiendo el brazo con despreocupación.

– ¿Veis aquella negrura de cuervos que crece? Se alimentan de cadáveres humanos.

– ¿Cadáveres? -se sorprendió Orla mirando de golpe hacia el cielo, como si viera por primera vez las aves.

– Los de treinta y tres hombres jóvenes, víctimas de la Triple Muerte.

Orla apretó de pronto la mandíbula y palideció al volver a mirar a Fidelma. Tardó unos instantes en formular la respuesta.

– ¿Es esto una broma? -exigió con frialdad.

– Yo nunca bromeo.

Orla se volvió hacia el guerrero barbinegro al que había reprendido por interrumpirla.

– Artgal, llevaos a la mitad de los hombres y averiguad a qué se debe esa funesta concurrencia.

Artgal los miraba con una mueca de desconfianza.

– Quizá se trate de una trampa cristiana, señora.

La mujer lo fulminó con la mirada.

– ¡Haced lo que os digo! -le ordenó con una voz que más bien pareció un latigazo.

Sin decir más, Artgal señaló a los guerreros que le acompañarían y se dirigió a galope tendido hacia donde las aves circunvolaban y caían en picado, en la lejanía.

– ¿ La Triple Muerte, decís? -dijo la mujer casi en un susurro cuando aquéllos hubieron partido-. ¿Estáis segura que ésta fue la manera en que murieron, Fidelma de Cashel?

– Estoy segura. Pero vuestro hombre, Artgal, os confirmará lo que he dicho a su regreso.

– La culpa de esto no debe recaer sobre el pueblo de Laisre -protestó la mujer con una curiosa expresión en su rostro, como si tratara de sobreponerse al miedo-. No sabemos nada de este asunto.

– ¿Cómo podéis estar tan segura de que habláis por todo el pueblo de Laisre? -preguntó Fidelma con ingenuidad.

– Estoy segura, pues no sólo hablo por mi hermano, sino como la esposa de su tánaiste, el heredero elegido, Colla. Tenéis mi palabra.

– Un acto atroz se ha cometido en este valle, Orla. Mi juramento me obliga a indagar la causa y a descubrir al responsable. Tal es mi intención.

– Pero no hallaréis la respuesta en Gleann Geis -replicó Orla con hosquedad.

– Sin embargo, hacia Gleann Geis nos dirigimos -dijo Fidelma con confianza-. Cuanto antes lleguemos, mejor. Por tanto, mi acompañante y yo os dejaremos a la espera de que regresen vuestros guerreros para seguir nuestro camino.

Fidelma miró a Eadulf y le hizo una breve señal con la cabeza, como para indicarle que la siguiera. Sin añadir nada más, empujó suavemente al caballo, y pasó por delante de Orla y los guerreros montados que quedaban. Eadulf, que tardó unos instantes en reaccionar, la siguió. Los guerreros miraban algo perplejos a Orla, que no hizo nada por impedir el paso a los forasteros.

Con absoluta seguridad, Fidelma condujo a su caballo hacia el interior del desfiladero, donde el sendero se hacía escabroso, lo cual indicaba que antaño había sido el cauce de un río. Lo difícil era saber desde cuándo estaba seco; acaso desde hacía siglos. El sendero se torcía y curvaba entre paredes de granito que se alzaban a unos treinta metros a ambos lados y casi impedían el paso de la luz. En cuanto entraron en el pasaje, quedaron envueltos en la penumbra. Desde una entrada de unos diez metros de ancho, la garganta se fue estrechando hasta que sólo quedó espacio para que pudieran cabalgar cómodamente dos caballos juntos.

Eadulf esperó a haber avanzado un trecho antes de romper el silencio.

– ¿Creéis…? -empezó a decir, pero calló bruscamente cuando las paredes del estrecho desfiladero le devolvieron el eco de su voz.

Esperó un momento y, a continuación, bajó la voz hasta un murmuro, pero incluso así sonaba un eco sepulcral.

– ¿Creéis que esa mujer, Orla, y sus guerreros mataron a esos jóvenes?

Fidelma se las ingenió para encogerse de hombros sin responderle. Tenía una expresión rígida y severa.

– El gesto de asombro que ha mostrado Orla parecía bastante auténtico -prosiguió Eadulf con insistencia.

– No obstante, si yo no hubiera sido quien soy, no habríamos proseguido el viaje. Por lo visto, Orla y sus guerreros no parecen simpatizar con los de nuestra Fe.

Eadulf se estremeció, levantó una mano para santiguarse, pero se contuvo, y la bajó a un lado. La costumbre hacía que la acción perdiera significado.

– No sabía que en este país hubiera tierras tan paganas. Aquí hay mucho que temer.

– El miedo es destructivo en sí mismo, Eadulf. Y no deberías temer a alguien sólo porque no comparte tus creencias -lo censuró Fidelma.

– Si están preparados para usar la espada contra quienes no tienen sus mismas creencias, entonces hay mucho que temer -se lamentó Eadulf, casi exaltado-. Acabamos de ver en el valle con nuestros propios ojos un grotesco sacrificio ritual, perpetrado por esos paganos. Temo por nuestra seguridad.

– El temor es innecesario. Pero la prudencia es la consigna. Recordad lo que dijo Esquilo: demasiado miedo impide al hombre actuar. Por tanto, libraos de cualquier miedo y aplicad atención y prudencia y, de este modo, descubriremos la verdad.

Eadulf soltó un bufido con desdén.

– Quizás el miedo sea un mecanismo de protección -objetó-, porque el miedo nos hace prudentes.

– El miedo no aporta ninguna virtud a nada. He aquí un aforismo de Publio Siró: aquello a lo que tememos acaba ocurriendo antes que aquello que anhelamos. Si temes a este lugar, tu miedo creará eso a lo que temes, que carece de nombre. No tienes nada que temer salvo al propio miedo. Y en este caso no tenemos nada que temer, más que a los actos malignos de hombres y mujeres, y ya nos hemos enfrentado en otras ocasiones a mujeres y hombres malévolos, y hemos vencido. Así que no le deis más vueltas.

Fidelma se detuvo y, volviéndose, prestó atención.

Advirtieron a sus espaldas el ruido de un caballo acercándose a galope tendido a través del cañón.

– Vienen por nosotros -siseó Eadulf, dándose la vuelta desde la silla, pero eran tales los recodos del barranco, que no verían nada hasta que casi tuvieran encima al jinete.

Fidelma movió la cabeza y matizó:

– ¿Vienen? ¿Ves lo que provoca el miedo en el discernimiento? Se trata de un solo caballo que se acerca, y no cabe duda de que es el de Orla.

Eadulf apenas había abierto la boca para contestar, cuando de súbito apareció la mujer de cabellos negros por un recodo de la pared de granito, los vio y detuvo el caballo.

– No podría dejaros entrar en Gleann Geis sin la gentileza de una escolta. He dejado a mis hombres atrás, para que se ocupen de… -vaciló e hizo una señal con la mano, como si de este modo describiera la escena espeluznante de los cuerpos tendidos en la llanura-. Artgal informará de cuanto averigüe; ayudará a resolver el enigma de esta matanza. Yo os acompañaré hasta la ráth de mi hermano.

Fidelma inclinó la cabeza en señal de reconocimiento.

– Agradecemos vuestra cortesía, Orla.

La mujer morena avanzó su caballo para guiarlos, y siguieron adelante a paso lento.

Fidelma volvió a entablar conversación.

– ¿Debo entender que no coincidís con vuestro hermano, Laisre, en que la Fe debiera reconocerse en este reino?

Orla sonrió con acritud.

– Mi hermano ha aceptado que la palabra de vuestra Fe sea fuerte en los cinco reinos. Apenas si hay un reino o un rey menor que rechace el mensaje de este dios extranjero. Laisre es jefe, pero no todos tenemos por qué estar de acuerdo con sus decisiones.

Eadulf se dispuso a decir algo, pero disimuló el intento con un ataque de tos cuando Fidelma le advirtió con una mirada.

– ¿Consideráis, pues, que Cristo es un dios ajeno y no un dios único para el mundo? -añadió Fidelma.

– Tenemos nuestros propios dioses, que nos han atendido desde el principio de los tiempos. ¿Por qué tendríamos que abandonarlos ahora, y en favor de otro que llegó a este país en boca de romanos y esclavos romanos que nunca lograron conquistarnos en la guerra, y ahora pretenden conquistarnos con su dios?

– Una perspectiva extraordinaria, la vuestra -observó Fidelma-. Pero olvidáis que nuestro pueblo ha aceptado a un Dios del este como dios universal, aunque le rendimos culto a nuestra propia manera, y no a la manera que dicta Roma.

Orla frunció los labios y dijo con sorna:

– Eso no es lo que yo he oído. Muchos de vuestra Fe, como bien habéis dicho, se niegan a aceptar los dictados de Roma, pero muchos otros los siguen. Ultan de Armagh, por ejemplo, que dice tener autoridad sobre los cinco reinos y envía a sus representantes a todos los rincones del país, exigiendo lealtad.

Fidelma frunció el ceño con tal brevedad, que podría no haberse notado.

– ¿Habéis recibido a esos enviados de Ultan?

– Los hemos recibido -reconoció Orla sin reparo-. El mismo Ultan que se hace llamar comarb, sucesor de Patricio, el cual trajo la Fe a este país. El mismo Ultan que proclama que a él deberían pertenecer todos los derechos de la Fe.

Fidelma sintió la obligación de aclarar que los escribas de la abadía de Imleach discutían las reivindicaciones de Patricio, que afirmaba ser el primero en haber traído la Fe a Eireann y, sobre todo, a Muman. ¿Acaso no fue el Bienaventurado Ailbe, Olcnais, que sirviera en la casa de un rey, quien convirtió a la Fe a Muman? ¿Acaso Ailbe no trabó amistad con Patricio y lo alentó? De no haber sido por la labor conjunta que realizaron Patricio y Ailbe, ¿quién habría convertido a Oengus Mac Nad Froích, rey de Cashel, a la Fe? Y fue Patricio quien acordó que la ciudad real de Cashel debía ser la sede de la iglesia de Ailbe en Muman.

Todo esto salió de su boca, hasta que guardó silencio, pues mucho podía aprenderse también en silencio.

– Vuestra Fe no es de mi agrado, como tampoco lo son quienes la postulan -confesó Orla sin ningún reparo-. Vuestro Patricio convirtió a las gentes con miedo.

– ¿Y de qué modo? -preguntó Fidelma con calma.

Orla alzó la barbilla para apoyar su explicación.

– Puede que vivamos en un lugar apartado del mundo, pero tenemos bardos y escribas propios que han contado la historia de cómo se extendió vuestra Fe. Sabemos que Patricio fue a Tara, donde hizo quemar en una pira al druida Luchet Mael y, cuando el rey supremo Laoghaire protestó, Patricio dio muerte a otros que se negaron a aceptar la nueva Fe. Incluso amenazó con matar al rey supremo Laoghaire allí mismo si no la aceptaba. ¿No reunió acaso a su Consejo para decirles: «Es mejor aceptar la Fe que morir»? ¿Acaso es razonable ganar adeptos a la Fe de esta manera?

– Si lo que decís fuera cierto, no, no sería razonable -concedió Fidelma con calma, si bien con cierto énfasis en el «si».

– ¿Acaso los seguidores de vuestra Fe mienten, Fidelma de Cashel? -preguntó la mujer con desdén-. Ultan de Armagh envió a mi hermano un regalo, un libro titulado Vida de Patricio, escrito por un conocido suyo, alguien llamado Muirchú, y en él se recogen estas aseveraciones. No sólo eso: además cuenta que Patricio viajó hasta la fortaleza de Míliucc de Slemish, donde había vivido antes de huir a la Galia y convertirse a la nueva Fe. Cuando el jefe supo que Patricio se aproximaba a su fortaleza, tal era el temor que inspiraba ese Patricio, reunió todos sus bienes y congregó al servicio de la casa y a su esposa y sus hijos, se encerró con ellos en su ráthy le prendió fuego. ¿Qué temor movería a un hombre a poner fin a su vida de un modo tan horrible? ¿Negaréis que esto está escrito?

Fidelma soltó un leve suspiro.

– Sé que está escrito -reconoció.

– ¿Y sucedió como se cuenta?

– Se nos pide que creamos en la palabra de Muirchú, pero fue el jefe quien prefirió poner fin a su propia vida en lugar de creer y servir a un Dios eterno.

– Nuestras antiguas leyes nos dicen que la creencia de cada uno sólo concierne a la propia conciencia. La creencia es una decisión propia, siempre y cuando no perjudique a los demás. Patricio convirtió a los cinco reinos bajo una única elección: creer o morir a manos de él.

– ¡A manos de Dios! -saltó Eadulf, pues ya no podía seguir callando.

Orla arqueó las cejas y se volvió desde la silla.

– Vaya, el extranjero habla nuestra lengua. Ya empezaba a pensar que no, o que erais mudo. ¿De qué reino sois?

– Soy Eadulf de Seaxmund's Ham, de la tierra de South Folk.

– ¿Y dónde está eso?

– Es uno de los reinos sajones -explicó Fidelma.

– Ah, he oído hablar de los sajones. Sin embargo, habláis bien nuestra lengua.

– He estudiado en este país unos años.

– El hermano Eadulf está bajo la protección de la hospitalidad de mi hermano Colgú de Cashel -intervino Fidelma-. Es un enviado del arzobispo de Canterbury, en la tierra de los sajones.

– Ya veo. ¿Y aquí el buen hermano sajón discute mis conocimientos de las crónicas de Muirchú sobre la vida de Patricio?

– Algunas cosas no deberían entenderse al pie de la letra -se defendió Eadulf, pues se vio en la justicia de hacerlo.

– ¿Queréis decir con esto que el libro no dice la verdad?

Al ver que Eadulf enrojecía de irritación, Fidelma musitó:

– Dice la verdad, pero…

– ¿Cómo es posible que refleje la verdad y que no pueda leerse al pie de la letra? -preguntó Orla sonriendo con frialdad-. Tiene que haber nigromancia de por medio, seguro.

– Algunas cosas se revisten de cierto simbolismo para inculcar un concepto por medio de la creación de un mito.

– De manera que Patricio no mató a ninguna de las personas que dicen que mató, ¿cierto?

– No, yo no he…

Fidelma lo interrumpió.

– Estamos llegando al final del desfiladero -anunció aliviada al ver que el barranco se ensanchaba para dar paso a un extenso valle-. ¿Hemos llegado a Gleann Geis?

– Así es, el Valle Prohibido -confirmó Orla, dirigiendo su mirada hacia lo alto del precipicio que se alzaba sobre ellos. De pronto, profirió un chillido silbante parecido al de un ave. Al instante le respondieron con otro grito más grave. Entonces Fidelma supo que el acceso a Gleann Geis estaba bien protegido, pues nadie podía entrar ni salir del valle sin el consentimiento de quienes controlaban el estrecho desfiladero.

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