Capítulo 5

Gleann Geis era un valle espectacular. El terreno era una llanura de un mismo nivel, atravesada por un río de caudal considerable que se abría paso con lentitud; al parecer nacía en un extremo del valle, de un turbulento manantial de montaña, y caía desde escarpadas cascadas de altura asombrosa. Luego serpenteaba otra garganta, similar al desfiladero por el que habían pasado y surcaba el hueco de la barrera de granito a su paso por la cañada. Buena parte de la vastedad del valle estaba cubierta de campos de cereales y trigo, y tierras de pastoreo donde el ganado resaltaba con claridad en grupos marrones, blancos o negros contra un fondo verde, tachonado también de blancos rebaños de ovejas y cabras.

Eadulf enseguida pensó que se hallaba ante una región fértil, rica en pastos y cultivos. Estaba rodeada de una fortificación natural. Las paredes de las montañas circundantes se alzaban con majestuosidaden unas cumbres arriscadas, que abrigaban el vale de los vientos. Vio algunos edificios que parecían colgar de las faldas de las montañas. La mayoría habían sido levantados sobre pequeñas terrazas. Habían empleado los mismos bloques de granito a:ulado de las casas para construir los muros de contención de las terrazas.

No era necesario preguntar cuál de los edificios era la ráth de Laisre. Hacia el final del valle, en un espléndido aislamiento sobre la elevación de una colina, se alzaban los muros de la gran ráth, o fortaleza, cuyos baluartes seguían el contorno del montículo. Eadulf no estaba seguro de si la colina -quizá «loma» era un término más acertado, pues apenas se alzaba unos treinta metros sobre el nivel del llano, o eso le pareció- era un montículo natural o no. Sabía que algunas fortalezas se construían sobre elevaciones artificiales y se maravillaba del tiempo y el trabajo que se habrían invertido para construirlas. Estaban demasiado lejos para apreciar los detalles, pero era evidente que las grandes murallas debían de medir unos sesenta metros.

El valle era impresionante, cierto; pero a pesar de su vastedad y longitud, Eadulf sentía una claustrofobia agobiante al mirar hacia arriba, a las montañas de alrededor. Tenía la sensación de estar encerrado, recluido. Miró a Fidelma y se dio cuenta de que ella también había estado observando detenidamente el arrobador paisaje, pues tenía el mismo gesto maravillado.

Orla observaba con una ufana sonrisa de desdén en sus labios la reacción de Eadulf y Fidelma.

– Quizás ahora entendáis por qué lo llaman el Valle Prohibido -dijo con satisfacción.

Fidelma la miró con gravedad.

– Inaccesible, sí -concedió-, pero ¿por qué prohibido?

– Los bardos de nuestro pueblo cantan tiempos pasados. Fue en la época en que se decía que Oillil Olum fue enjuiciado en Cashel, cuando vivíamos al otro lado de las fronteras de este lugar. Morábamos bajo la sombra de un poderoso señor de la tribu de los fomorii, que asolaba nuestras tierras y habitantes por codicia y lujuria. Al final, nuestro jefe decidió sacar a nuestro pueblo del alcance del tirano fomorii, para lo cual buscó un nuevo territorio donde asentarse. Y así fue como llegamos aquí. Como veis, es una fortificación natural contra los enemigos de nuestro pueblo. Sólo puede accederse a él a través de un paso, y sólo se puede salir de él por este mismo paso…

– Salvo por el río -matizó Eadulf.

La mujer se echó a reír.

– Sólo un salmón puede aspirar a entrar en el valle de ese modo. El río atraviesa la roca con muchos rápidos y cascadas. No hay embarcación que pueda subir o bajar la corriente. Para quien no es bienvenido, éste es el Valle Prohibido. Unos cuantos guerreros corpulentos pueden guardar el desfiladero, como habéis podido ver.

– También he visto que tenéis abundantes guerreros, algo poco común para un clan tan pequeño -señaló Fidelma.

En el tono de Orla podía adivinarse la arrogancia:

– Ninguno es profesional, como los que tenéis en Cashel. Nuestro clan es demasiado pequeño. Cada guerrero realiza también otras labores. Por ejemplo, Artgal es herrero y lleva una granja pequeña. Cada hombre sirve por turnos cuando hay menester de asegurar la seguridad contra posibles enemigos. Aun así, la mayor parte del tiempo nos protege la naturaleza.

– Una forma de vida recluida -suspiró Eadulf-. ¿Cuántos vivís bajo el dominio de Laisre?

– Quinientos -reconoció Orla.

– Supongo que si habéis vivido aquí durante generaciones, esta circunstancia limitará el crecimiento del pueblo, ¿no?

Orla arrugó el ceño, tratando de entender la idea rebuscada de Eadulf.

– Mi hermano cristiano se refiere -intervino Fidelma, que había entendido el derrotero que seguía Eadulf- a la cuestión del matrimonio incestuoso.

Orla parecía sorprendida.

– Pero es que la ley prohibe el incesto.

– Imagino que en una comunidad tan pequeña, encerrada en este valle durante años… -empezó a explicar Eadulf.

Orla entendió lo que intentaba decir y le lanzó una mirada de desaprobación.

– El Cáin Lánamna establece que sólo puede haber nueve formas de matrimonio, y a ellas nos ceñimos. No somos tan primitivos como nos pintáis, sajón. Nuestros bardos mantienen árboles genealógicos estrictos, y contamos con el servicio de una casamentera que viaja de nuestra parte.

– ¿Quién administra la ley entre vosotros? -interrumpió Fidelma, intrigada.

– El druida de mi hermano, Murgal. Es nuestro brehon, así como nuestro guía espiritual. Goza de una reputación sin par en esta parte del país. No tardaréis en conocerle, pues él negociará en nombre de Laisre. Pero nos retrasamos; prosigamos el camino hasta la ráth de Laisre.

Fidelma miró de soslayo a la mujer. Empezaba a respetar la tenacidad de Orla y su autoridad natural, aunque disentía de su filosofía.

El camino que tomaron, cuesta abajo, les condujo desde el desfiladero hasta una amplia extensión de grandes rocas de granito erosionadas. En medio se alzaba una enorme estatua tallada que representaba una figura masculina, casi tres veces mayor que un hombre. Se sentaba con las piernas dobladas, una de las cuales estaba oculta en parte bajo el cuerpo. De su cabeza sobresalía una enorme cornamenta, y una torques heroica de oro le ceñía el cuello. Tenía los brazos levantados a ambos lados, de manera que las manos quedaban a la altura de los hombros. En la mano izquierda blandía otra torques heroica, y, en la derecha, una larga serpiente, que agarraba por la parte inmediata a la cabeza.

A Eadulf casi le saltaron los ojos de las órbitas cuando vio el ídolo pagano.

¡Soli Deo gloria! -exclamó-. ¿Qué es eso?

Fidelma contestó, impertérrita:

– Es Lugh Lamhfada, Lugh el de la Mano Larga, adorado en la Antigüedad…

– Y en nuestro tiempo, aquí -le recordó Orla en tono grave.

– Una aparición maligna -musitó Eadulf.

– No es cierto -contradijo Orla, cortante-. Es un dios que trae luz y entendimiento, célebre por la magnificencia de su semblante; es el dios de todas las artes y oficios; padre del héroe Cúchulainn con la mortal Dectíre. El dios cuya festividad celebramos con la fiesta de Lughnasadh, que será el mes próximo, mes de la cosecha.

Eadulf se santiguó con rapidez al pasar ante la impasible figura sentada, cuyos pétreos ojos grises los miraban con indiferencia.

Cabalgaron en silencio por el camino del valle hacia la ráth, en la distancia. Eadulf confirmó la suposición inicial de que se hallaba en un enclave opulento. Las montañas, además de proteger de los vientos y propiciar así el crecimiento de los cultivos, contenían las nubes de lluvia, que hacían del valle un entorno fértil. Aquí y allá, las abundantes precipitaciones a lo largo de milenios habían formado zonas pantanosas de poca extensión, pero en general era una tierra fecunda con frutales y cultivos de cereales. Las ovejas, las cabras y el ganado pastaban en las partes más elevadas.

Al pasar, la gente se detenía y los miraba; algunos saludaban a Orla con familiaridad, lo cual parecía agradarle. Fidelma tuvo la impresión de que, pese a tener una religión distinta, aquel pueblo vivía feliz y era autosuficiente, algo que le resultó extraño, pues nada de eso parecía estar relacionado con la terrible escena que habían visto sus ojos en la cañada, fuera del valle.

A medida que fueron acercándose a los muros de granito gris de la ráth, Fidelma reparó en que no se trataba de una simple fortaleza decorativa. A pesar de la defensa natural del valle, los enormes muros y almenas, así como la situación dominante sobre el valle, estaban tan bien construidos que, si una fuerza hostil irrumpiera por el desfiladero, unos pocos guerreros aún podrían defender la fortaleza contra un ejército entero. Había sido construida por expertos en las artes de la guerra. Fidelma volvió a plantearse para qué un clan tan pequeño tendría aquellas construcciones defensivas en un valle que ya gozaba de protección natural.

Antaño, cuando había enfrentamientos tribales por hacerse con los mejores territorios y enriquecerse, tales fortificaciones se erigían por los cinco reinos. Incluso Cashel había sido levantado para proteger al Eóghanacht de vecinos envidiosos, y del mismo modo se habían construido las capitales fortificadas de Tara, Navan, Ailech, Cruachan y Ailenn. Ahora bien, aunque esta ráth no era tan grande como aquéllas, era una fortaleza sólida y bien construida con varios edificios de dos, y hasta tres plantas de altura. Fidelma incluso alcanzó a ver una achaparrada torre de vigilancia.

En las murallas, pudo ver también a varios centinelas apostados que los observaban, y a hombres y mujeres que acudían a verles llegar. A cada lado de las puertas de la fortaleza había dos guerreros de pie. Fidelma se fijó en que eran puertas de roble pesadas, reforzadas con tachones macizos y bisagras de hierro. Observó que éstas estaban bien engrasadas y que las puertas, pese a estar abiertas de par en par, parecían simples ornamentos. Sobre la entrada ondeaba al viento una banda de seda azul en la que había bordada una mano empuñando una espada, emblema del jefe de Gleann Geis.

Un guerrero alto de cabello claro, de pie junto a la puerta, alzó la mano en un saludo respetuoso.

– Habéis regresado sin vuestra escolta y con dos extranjeros, Orla. ¿Va todo bien?

– Acompaño a la emisaria de Cashel, que ha venido a ver a mi hermano, Rudgal. Artgal y los demás no tardarán en llegar. Han tenido que… investigar un asunto.

El guerrero rubio los miró con desconfianza, primero a Fidelma y luego a Eadulf. Sin embargo, se hizo a un lado con respeto cuando Orla los precedió al entrar a un amplio patio adoquinado, rodeado de un enorme complejo de edificios. Era un patio tradicional, con un gran roble en el centro. A aquellas alturas, Eadulf ya conocía bastante bien las tradiciones como para saber que el árbol era el crann betha, el árbol de la vida, o el tótem del clan. Sabía que el árbol simbolizaba la moral y el bienestar de los habitantes. Si dos clanes se enfrentaban, una de las peores cosas que podía ocurrir era que el clan enemigo asaltara el territorio del otro clan y talara o quemara el árbol sagrado. Aquel acto desmoralizaría al clan y permitiría al enemigo cantar victoria.

Dos muchachos corrieron hacia ellos cuando Orla bajó del caballo.

– Los mozos de cuadra se llevarán los caballos -anunció Orla, y Fidelma y Eadulf siguieron su ejemplo y desmontaron.

Los muchachos sostuvieron las riendas, mientras ellos soltaban las correas de las alforjas.

– Supongo que querréis descansar un poco de tan arduo viaje antes de ver a mi hermano y los demás -añadió la esposa del tánaiste-. Os acompañaré a las dependencias de los invitados. Después de bañaros y comer, mi hermano querrá recibiros sin duda en la sala consistorial.

Fidelma indicó que les parecía bien. Un par de personas que pasaban por el patio de la ráth saludaron a Orla y miraron a Fidelma y a Eadulf con descarado interés. Orla no hizo ademán siquiera de explicarles quiénes eran. Una niña llegó corriendo.

– ¿Por qué habéis llegado tan pronto, madre? -preguntó-. ¿Quiénes son estos desconocidos?

Fidelma advirtió el parecido entre Orla y la niña enseguida. Tendría unos catorce años o poco más. El atuendo y las joyas que llevaba revelaban que ya tenía la edad de elegir y, por tanto, ya se la consideraba adulta. Su cabello moreno, rizado y abundante era idéntico al de Orla, así como sus brillantes ojos. Pese a ser joven, era atractiva y consciente de su encanto, pues tenía ademanes coquetos.

Orla saludó a su hija con circunspección.

– ¿Quiénes son estos cristianos, madre? -insistió la niña, reconociendo a la primera los hábitos-. ¿Son prisioneros?

Orla torció el gesto y negó.

– Son emisarios de Cashel, Esnad. Invitados de tu tío. Ahora retírate. Tendrás tiempo de sobra para saludarlos más tarde.

Esnad dedicó a Eadulf una mirada escrutadora.

– Ése es extranjero, pero bastante guapo para ser de fuera -se atrevió a decir con una coqueta sonrisa en sus labios.

Fidelma intentó disimular la gracia que le hizo, mientras Eadulf se ruborizaba.

– ¡Esnad! -censuró la madre, irritada-. ¡Retírate!

La niña se volvió hacia Eadulf, dedicándole una última sonrisa, y cruzó sin prisa el patio, contóneándose con insinuación. Orla soltó un suspiro de exasperación.

– ¿Vuestra hija está en la edad de elegir? -observó Fidelma.

Orla asintió.

– Es difícil encontrarle un marido. Me temo que tiene sus propias ideas. Esta niña es un reto.

Orla siguió precediendo a la pequeña comitiva, hacia un gran edificio de dos plantas situado contra uno de los muros exteriores de la ráth. Orla abrió la puerta y se hizo a un lado.

– Os enviaré a la hostalera y, cuando hayáis descansado, se os acompañará a las estancias de Laisre.

Inclinó la cabeza brevemente mirando a Fidelma y los dejó solos.

Dada la sensación de seguridad que tuvo Fidelma al hallarse en la sala principal del hostal de invitados -saltaba a la vista que allí comían los invitados y se preparaban las comidas-, soltó las alforjas sobre la mesa y se dejó caer sobre la silla más próxima, dando un profundo suspiro de agotamiento.

– He pasado demasiado tiempo montada a caballo, Eadulf -señaló-. Había olvidado la comodidad de estar sentada.

Eadulf recorrió las dependencias con la mirada. Era una sala decorada con calidez, donde ya ardía un fuego, bajo el cual humeaba una olla que desprendía agradables aromas.

– Al menos, parece que los invitados de Laisre están bien atendidos -murmuró.

La sala se extendía a todo lo largo del edificio, y en medio había una mesa larga con bancos a los lados y un par de sillas de madera más elaboradas. Era evidente que se trataba del comedor. Al fondo, junto al hogar, estaban todos los utensilios de cocina. Desde allí se veían cuatro puertas que daban a otras salas de la planta baja. Eadulf dejó las alforjas en el suelo y fue a echar un vistazo al interior de cada puerta.

– Hay dos cuartos de baño -anunció, y luego, al abrir las otras dos, dio un gruñido de asco y se santiguó-. Estas otras dos son los fialtech.

Conocía bien la palabra irlandesa, pues la «sala velada» era el eufemismo usado para denominar el retrete, tomado del concepto romano. Muchos religiosos creían que el diablo moraba en el retrete, por lo que se santiguaban antes de entrar.

Una escalera de madera conducía a la planta superior. Allí Eadulf encontró cuatro habitaciones pequeñas a la manera de celdas. Echó una mirada rápida a cada una y vio que en todas ya estaban dispuestos los catres de madera con los respectivos colchones de paja, mantas de lana y sábanas de hilo. Al poco rato, bajó a la sala donde Fidelma todavía estaba apoltronada en la silla.

– Al parecer hay otros dos invitados -observó-, y ricos, a juzgar por el equipaje que han dejado en los cubículos. Y uno es claramente un clérigo.

Fidelma alzó la vista, sorprendida.

– No se me comunicó que habría más personas en este encuentro. ¿Quiénes serán?

– Quizás el obispo Ségdae ha enviado a otro clérigo para que lo represente a él y a la abadía -aventuró a decir Eadulf.

– Es poco probable, ya que acordó con Colgú que delegarían en mí esa función. No, aquí no vendría ningún clérigo de Imleach.

Eadulf se encogió de hombros y preguntó:

– ¿No ha dicho la mujer, Orla, que Ultan de Armagh había enviado a un emisario? Bueno, no tardaremos en saber quiénes son el clérigo y su acompañante, ya que…

Interrumpió lo que estaba diciendo al abrirse de pronto la puerta del hostal, y una mujer mayor irrumpió en la sala con una amplia sonrisa iluminando su rostro; caminó con desenvoltura y con las manos entrecruzadas delante, hizo una breve inclinación a Fidelma y, acto seguido, una reverencia pareja a Eadulf. Los ojos le brillaban, asomando entre profundos pliegues de carne. Tenía un contorno casi esférico.

– ¿Sois la hostalera? -preguntó Eadulf mirándola algo impresionado, pues sólo con su presencia parecía llenar la sala.

– La misma que viste y calza, extranjero. Os doy la bienvenida. Decidme en qué puedo serviros.

– Quisiera darme un baño -pidió Fidelma enseguida-. Y luego…

– Y comer algo -interrumpió Eadulf, no fuera que desatendiera su orden de preferencia.

Los rollos de gordura temblaron.

– Un baño tomaréis, y de inmediato, señora. Como ya habían llegado otros invitados, el agua ya está caliente, y la comida, dispuesta para servir.

Fidelma se levantó y expresó su satisfacción.

– En tal caso os ruego que me indiquéis dónde está el baño… ¿cómo os llamáis?

La hostalera volvió a hacerle una reverencia.

– Me llamo Cruinn, señora.

A Fidelma le costó mantenerse seria, ya que el nombre implicaba redondez y, desde luego, coincidía con la silueta oronda de la mujer. Cruinn esperó de pie, al parecer ajena al esfuerzo que estaba haciendo Fidelma para contener la risa.

– Decidme, Cruinn -intervino Eadulf al entender la mirada de Fidelma para distraer a la mujer en caso de que una sonrisa la traicionara-, ¿quién se aloja en el hostal, además de nosotros?

La mujer se volvió hacia él.

– Bueno, unos huéspedes que creen en su mismo dios. Un noble del norte, creo que es.

– ¿Un noble del norte? -preguntó Fidelma, recuperando de pronto la seriedad.

– Sí, viste ropas distinguidas y lleva muchas joyas exquisitas.

– ¿Sabéis cómo se llama?

– No. No lo sé. Pero el otro, el acompañante, se llama hermano Dianach y es su sirviente, o eso creo.

– ¿Y decís que vienen del norte? -repitió Fidelma para asegurarse de que no había error posible.

– Del lejano reino de Ulaidh, según me han dicho.

Fidelma se quedó pensativa:

– Si se trata de un emisario de Ultan, ¿qué estará buscando Armagh en este… -casi dijo «lugar dejado de la mano de Dios», pero dado que al parecer los lugareños no creían en Dios, no era la mejor de las descripciones.

Orla había dicho que Ultan de Armagh había enviado presentes a Laisre. Presentes de Armagh. Aquello no tenía sentido alguno. ¿Por qué Armagh iba a enviar presentes al jefe pagano de un reino sobre el que no tenía jurisdicción y donde los habitantes no seguían la Fe siquiera? La rotunda hostalera interrumpió estos pensamientos.

– Poco sé sobre quiénes son y qué quieren. Yo sólo sé que la gente viene y se queda, y que entonces yo tengo que trabajar. Mejor sería que la gente se quedara en el sitio del que viene, en vez de viajar de un sitio a otro -dijo Cruinn con un profundo suspiro, un curioso sonido silbante y una acción que hizo temblar todo su cuerpo amenazadoramente-. En fin, a mí no me corresponde quejarme, pero es lo que pienso. Acompañadme, señora, primero le mostraré dónde está el baño.

– Yo esperaré aquí -propuso Eadulf- y acaso tome un poco de aguamiel para refrescarme mientras espero.

– Lo encontraréis en ese barril de ahí -indicó Cruinn por encima del hombro, a la vez que conducía a Fidelma a una de las salas de baño-, pero la segunda bañera ya está preparada, por si queréis daros un baño ahora.

Fidelma le llamó la atención con la vista y Eadulf se mordió el labio.

– En tal caso, ganaremos tiempo si me baño ahora -accedió a su pesar.

Como Sajón que era, Eadulf consideraba que los habitantes de Eireann eran exagerados en cuanto a las costumbres relativas al baño: se lavaban dos veces al día. Todos los hostales tenían uno o varios cuartos de baño propios, cada uno de los cuales disponía de una gran bañera o cuba, para las que tenían nombres distintos, siendo el más habitual dabach. Después del baño, los huéspedes se untaban con pociones de hierbas de dulces aromas.

Y no contentos con un baño completo por la noche, llamado fothrucud, de buena mañana, en cuanto se levantaban, se lavaban manos y cara. Tanto para lavarse como para bañarse empleaban una pastilla de una sustancia grasa a la que llamaban sléico'pbón, que envolvían en un paño de hilo para frotárselo sobre la piel, hasta producir espuma. En algunas ocasiones, incluso tomaban unos baños de vapor siguiendo un curioso ritual, en unos Tigh'n alluiso «casas sudoríficas», que tenían una pequeña cabina de piedra donde encendían grandes hogueras para que el lugar se calentara como un horno. Allí entraban y esperaban, hasta que empezaban a sudar; entonces salían y se sumergían en una corriente de agua fría. Eadulf desaprobaba rotundamente esas costumbres. No dudaba que aquélla era una forma de precipitar la muerte. Yes que su pueblo no era tan dado al baño.

Las clases altas sajonas se bañaban una vez por semana y, normalmente, nadando un poco consideraban zanjado el proceso de limpieza. Eadulf no era una persona sucia de cuerpo, maneras o costumbres, pero a su parecer los rituales de baño que practicaban los hiberneses eran excesivos.

Una hora después, mientras terminaban de comer, la puerta del hostal se abrió, y entró un hombre con una buena papada. Era indudable que se trataba de un clérigo. Llevaba la tonsura de san Pedro, pero no vestía la ropa que llevaban la mayoría de religiosos, sino un atavío de sedas suntuosas e hilos bordados, y un tipo de crucifijo con piedras preciosas engastadas, que Fidelma y Eadulf no habían visto desde que habían estado juntos en Roma. Fidelma miró al hombre con desaprobación. Ante ella había un clérigo cuyas riquezas traicionaban las verdaderas enseñanzas de Cristo.

Los ojos del hombre eran oscuros y escrutadores. Tenían la extraña peculiaridad de observar sin pestañear, como hacen los animales al acechar a la presa. La amplitud de los rasgos que rodeaban los ojos hacía que éstos parecieran más pequeños. Era un hombre de baja estatura, no tanto gordo como fornido, si bien la gordura del rostro invitaba a pensar que era obeso, hasta que uno advertía la fuerte musculatura de los hombros y la anchura de los brazos.

– Soy el hermano Solin -anunció con oficiosidad-, secretario de Ultan, arzobispo de Armagh -su entonación corroboró que procedía del reino de los Uí Néill de Ulaidh.

Había algo en él que llevó a Fidelma a formarse una mala opinión al instante. Quizá fuera el modo en que la observaba, con una mirada casi especulativa, que revelaba que aquel hombre la estaba juzgando como mujer, y no como persona.

– Orla me ha informado de vuestra llegada. Vos sois sor Fidelma, y vos debéis de ser el clérigo extranjero.

– Estáis muy lejos de Armagh, Solin-dijo Fidelma poniéndose en pie con reticencia, pero las normas de cortesía la obligaban a mostrar respeto por la posición del religioso del norte.

– Como vos de Cashel -respondió aquel hombre fornido, impasible, mientras se sentaba.

– Cashel es la sede real de este reino, Solin -replicó Fidelma con frialdad.

– Armagh es la sede real de la Fe en los cinco reinos -dijo a su vez el hombre con aire desdeñoso.

– Esa cuestión está en tela de juicio -le espetó Fidelma-. El obispo de Imleach no hace tal distinción de Armagh.

– Sea como fuere, es un debate tan delicado que deberíamos dejarlo para otro momento -sugirió Solin, zanjando el asunto con afectado aburrimiento.

Fidelma no se dejó apocar. Decidió ser directa:

– ¿Qué trae al Obispo de Armagh por este remoto rincón del reino de mi hermano?

Solin se sirvió una taza de aguamiel de la jarra que había sobre la mesa.

– ¿Acaso Cashel prohibe la presencia de clérigos errantes?

– Eso no es una respuesta -contestó Fidelma-. Creo que poco se os puede considerar peregrinator pro Cristo.

Solin la miró con enfado.

– Hermana, creo que os olvidáis de quién sois. Como secretario de Ultan… -protestó.

– No poseéis privilegios de rango con respecto a mí. Soy enviada de mi hermano, rey de Cashel. ¿A qué habéis venido?

Por un momento, la sangre se agolpó en la cara de Solin al tratar de contener la ira que sentía por un comentario tan osado. Cuando recuperó la compostura, añadió:

– Ultan de Armagh me ha enviado a los rincones más remotos de los cinco reinos para averiguar cómo prospera la Fe. Me ha enviado con presentes para distribuir entre…

La puerta volvió a abrirse con brusquedad.

Era Orla. Entró con una expresión de enfado que le arrugaba los rasgos.

– ¿Qué significa esto? -soltó-. Estáis haciendo esperar a mi hermano. ¿Ésta es la cortesía que Cashel muestra a los jefes de su reino?

Solin se levantó sonriendo.

– Ahora precisamente estaba intentando convencer a la hermana para que me acompañara a la sala consistorial del jefe -dijo con lisonja-. Parecía más interesada en los motivos de mi presencia en Gleann Geis.

Fidelma abrió la boca para defenderse de la falacia, pero la cerró inmediatamente y no dijo nada. Se volvió hacia Orla para enfrentarse a su enfado y su mirada pétrea.

– Estoy lista. Después de vos.

Orla alzó una ceja, desconcertada por la altanera expresión de Fidelma, ya que no estaba acostumbrada a que desafiaran su autoridad. Sin decir nada más, los guió a todos al exterior. Eadulf y Solin iban detrás.

El mayor de los edificios de la ráth albergaba las estancias de Laisre. Se trataba de un edificio de tres plantas situado en la parte central; a través de una gran puerta se accedía a una enorme sala de recepción con corredores que daban a izquierda y derecha, y una escalera de piedra que conducía a las dependencias de la planta de arriba. Una elevada puerta interior daba acceso a una estancia de gran tamaño. Era una sala humeante de techo alto, en la que había varias personas reunidas. Las paredes estaban cubiertas con unos tapices de gran tamaño, y del techo colgaban unas lámparas que iluminaban el lugar, aunque el fuego principal, donde ardían varios troncos, proyectaba una intensa luz resplandeciente que concedía aquel aspecto humeante a la atmósfera.

Dos lebreles estaban echados cuan largos eran junto al fuego crepitante. Junto a uno de ellos había una gran silla de roble con ornamentos tallados. Apiñados en torno a ésta había varios hombres y mujeres del círculo inmediato al jefe. Dos guerreros custodiaban la puerta interior y un tercero estaba de pie, detrás de la silla oficial. Fidelma reconoció al tercer guerrero como el hombre de barba negra al que llamaban Artgal, y que acompañaba a Orla en el primer encuentro con Eadulf y ella.

No habría sido difícil identificar a Laisre, el jefe de Gleann Geis, aun si no hubiera estado sentado a sus anchas en la gran silla de roble. Era fácil reconocerlo sabiendo que Orla era su hermana, ya que el parecido era increíble. Tenía la misma estructura del rostro, los mismos ojos y cabellos oscuros y la misma forma de gesticular que Orla. Incluso llevando un bigote largo y ralo, Fidelma habría pensado que eran dos guisantes de la misma vaina. De hecho, al observarlo más de cerca, se percató de que acaso Orla y él eran gemelos. Era un hombre de rasgos esbeltos y hermosos, y quizá tenía el defecto de saberlo. No respondía, ni mucho menos, a la imagen que Fidelma se había forjado de un jefe pagano de Cashel; había imaginado a un hombre salvaje y rebelde. No obstante, aun siendo pagano, Laisre tenía mucho aplomo, era de maneras impecables y hacía ostentación de ello.

Cuando Orla entró en la sala acompañando a los invitados, Laisre se levantó de la silla oficial y avanzó para recibir a Fidelma como muestra de respeto a su rango, del cual su hermana ya le habría informado. Laisre le tendió la mano.

– Sois bien recibida aquí, Fidelma de Cashel. Confío en que vuestro hermano, el rey, esté bien.

– Así es, a Dios gracias -contestó Fidelma automáticamente.

Uno de los hombres de la sala profirió una exclamación contenida. Fidelma dirigió una mirada inquisitiva en dirección al grupo.

Laisre hizo una mueca de disculpa. Sus ojos reflejaban cierto sentido del humor.

– Muchos de los presentes se preguntarán a qué dios os referís.

Fidelma dio con el hombre que había lanzado el frustrado bufido. Era alto y delgado, de cabello entrecano; vestía una toga de varios colores, con bordados de hilo de oro; y de su cuello colgaba una cadena oficial de oro. Sus facciones recordaban las de un ave, era escuálido, con una nuez prominente que subía y bajaba al tragar, cosa que, al parecer, hacía con frecuencia. Tenía unos ojos negros y profundos, impasibles cual serpiente, que ardían con intensa emoción.

– Murgal tiene derecho a expresar su opinión -observó Fidelma sin alterarse, volviéndose a Laisre.

Ella sabía que aquel hombre no daría crédito a lo que acababa de oír. Incluso a Laisre le sorprendió que fuera capaz de identificar a Murgal.

– ¿Conocéis a Murgal? -preguntó el jefe, vacilante, incapaz de entender la simple lógica que le había permitido identificarlo.

Fidelma contuvo una sonrisa de satisfacción provocada por el efecto que había causado.

– Seguramente todos conocen la reputación de Murgal, y saben que es un hombre con principios y cultura… así como un hombre correcto -respondió Fidelma con solemnidad, dispuesta a aprovechar tantas ventajas como pudiera antes de iniciar las negociaciones con Laisre.

La mejor manera de empezar era desconcertando a los adversarios. Fidelma había hecho una mera deducción. Orla había alardeado de Murgal, el brehony druida de su hermano. De hecho, nunca había oído hablar de él, pero, ¿quién sino estaría tan cerca del jefe, y con una cadena oficial como aquélla? Había acertado por azar, y en la sala consistorial de Gleann Geis se rumorearía sobre los conocimientos que tenía la enviada de Cashel.

Murgal había apretado los labios. La miraba con los párpados entornados, sopesando sus facultades como adversaria.

Aquel primer enfrentamiento no tuvo más trascendencia para ninguno de los presentes, salvo para Fidelma y Murgal.

– Venid, Murgal, y saludad a la enviada y hermana de Colgú de Cashel -ordenó Laisre.

El hombre alto dio unos pasos adelante e hizo y una reverencia con cierta deferencia con respecto al rango de ella.

– Yo también he oído hablar de Fidelma, hija de Faílbe Fland de Cashel -saludó con un extraño susurro, un tono ligeramente silbante, como si padeciera asma-. Vuestra fama os precede. Todavía estáis en la memoria de los Uí Fidgente, pues a vos atribuyen la derrota que sufrieron el pasado invierno.

¿Conllevaban aquellas palabras alguna amenaza?

– La derrota de los Uí Fidgente, después de que intentaran derrocar al rey legítimo de Cashel, se debió a la vanidad y avaricia de su gente -respondió Fidelma con serenidad-. Han sido castigados por ello con justicia. Sin embargo, como su servidora leal, me complace que aquellos que alimentan la traición contra Cashel sean descubiertos, así como estoy segura de que le complace a Laisre, servidor real de mi hermano, Colgú.

Murgal abrió y cerró los párpados lentamente, como si estuviera cansado y necesitara cerrarlos. Empezaba a darse cuenta de que se hallaba ante una adversaria astuta y perspicaz a la que habría que tratar con habilidad y discreción.

– Vuestros principios son dignos de admiración… la seguridad o el conocimiento de que servís a una causa justa frente al mal ha de ser sin duda un consuelo -dijo.

Fidelma iba a contestarle, cuando Laisre, con una sonrisa en la boca, la tomó del brazo y la volvió de espaldas a Murgal, diciendo:

– Lo cierto es que no hay nada malo en los principios, aunque a menudo es más fácil luchar por un principio que adherirse a sus preceptos. Venid, Fidelma, permitidme que os presente a mi tánaiste, Colla, esposo de mi hermana Orla.

El hombre que estaba junto a Orla dio un paso adelante e inclinó la cabeza para saludarla. El tánaiste era el nombre dado al heredero elegido en todas las tribus del reino. Colla era de la misma edad que Laisre, pero le sacaba una cabeza. Era evidente que era un hombre de acción: tenía complexión de guerrero, y una piel tostada por el sol que contrastaba con la fiereza de sus cabellos cobrizos y de unos claros ojos azules. No era guapo, pero poseía un sutil atractivo masculino, que Fidelma advirtió. Quizá fueran sus ademanes, una suerte de fuerza interior, o la leve sonrisa de su rostro, que le hacía parecer de trato fácil y afable, aunque sin menoscabo de la fuerza de carácter para un ojo atento. Vestía la guarnición militar, y llevaba la espada a la manera de un soldado.

– Me alegra que hayáis llegado sana y salva, Fidelma -saludó con una voz cavernosa que de entrada la asustó-. Mi esposa, Orla, me ha contado los detalles del horror que habéis encontrado en la cañada, y os aseguro que haré cuanto esté en mis manos para hallar a los culpables y hacer justicia. La razón de esa matanza sin sentido debe descubrirse, ya que no da una buena imagen de nuestro pueblo.

Fidelma lo miró con gravedad y luego preguntó en un tono inocente:

– ¿Por qué decís que fue una matanza sin sentido?

El tánaiste dio un respingo, sorprendido.

– No sé a qué os referís.

– Si conocéis la razón por la que se hizo, ¿por qué decís que fue una matanza sin sentido? -explicó con detalle.

Se hizo un silencio incómodo durante unos momentos, hasta que Colla se encogió de hombros y contestó:

– Es una forma de hablar…

Una risotada lo interrumpió. Laisre estaba alborozado.

– Sois sagaz, Fidelma. La negociación será interesante. Pero debo decir que, cuando Orla y Artgal nos informaron de este asunto, todos quedamos perplejos. No se ha sabido nada de los Uí Fidgente desde que el ejército de vuestro hermano los derrotó en la colina de Aine el pasado año. Hasta entonces, ellos habían sido los únicos jinetes hostiles de estas tierras. Algunas tribus al otro lado del valle perdieron muchos de sus rebaños a causa de varios asaltos. Pero, ¿quién iba a querer matar a unos forasteros, y de esa forma? ¿Quiénes son los forasteros a los que han asesinado? ¿De dónde eran? Por lo visto, hasta ahora nadie ha podido dar una respuesta a estas desconcertantes preguntas.

Fidelma mostró un interés repentino:

– ¿Sabemos a ciencia cierta que son forasteros?

Laisre estaba muy seguro de sí mismo.

– Artgal ha examinado meticulosamente cada uno de los cuerpos. Nuestra población no es tan grande para pasar por alto la ausencia de unos treinta hombres. Y no reconoció a ninguno.

– De hecho, eran treinta y tres -corrigió Fidelma, volviéndose intencionadamente hacia Murgal-. Treinta y tres cuerpos. Treinta y tres es un número extraño. Treinta y tres, distribuidos en un círculo en el sentido de la trayectoria del sol. Cada uno de los cuerpos había sufrido tres formas de muerte distintas: la Triple Muerte.

En la sala consistorial se impuso un silencio lúgubre; un silencio tal que, por encima del crepitar del fuego, hasta podían oírse los resoplidos de uno de los lebreles. Nadie dijo nada. Todos sabían qué representaba lo que había dicho Fidelma. El simbolismo significaba mucho para quienes seguían las antiguas formas de adoración. Finalmente, Murgal dio un paso adelante.

– Hablad, enviada de Cashel, pues me ha parecido vislumbrar una acusación velada en tus palabras.

Laisre miró a su brehon con incomodidad.

– Yo no he oído ninguna acusación, Murgal -lo reprendió-. Luego, volviéndose hacia Fidelma prosiguió con calma-. La idea de que nosotros, los que seguimos la antigua religión, realizamos sacrificios humanos, que es lo que oído predicar a algunos clérigos de vuestra Fe, es mera palabrería. Incluso en las historias que se cuentan sobre la adoración del ídolo Cromm, se decía que fueron los druidas quienes se alzaron contra el rey Tigernmas, el que introdujera el culto a Cromm, y ellos fueron quienes lo aniquilaron y, con él, aquella vil adoración.

– No obstante -insistió Fidelma-, me limito a señalar el simbolismo de las muertes. Y tal simbolismo nos conduce inevitablemente a hacernos ciertas preguntas que requieren una respuesta.

Orla, que se había colocado junto a su esposo, resopló con desaprobación.

– Ya he explicado a Fidelma de Cashel que no puede buscar la responsabilidad de estas muertes en Gleann Geis.

– No pretendo insinuar que la responsabilidad recaiga sobre Gleann Geis. Sé que la responsabilidad recae sobre otro lugar. Querría pediros permiso para retirarme de vuestro Consejo por unos días para iniciar una investigación de inmediato, antes de que el viento y la lluvia borren las huellas.

Saltaba a la vista que a Laisre no le hizo gracia la propuesta. Aun así, Colla habló por él.

– Es evidente que hay mucho por discutir sobre Gleann Geis y Cashel -se aventuró a decir, hablando directamente a Laisre-. Las negociaciones son importantes. No hay tiempo que perder. Por tanto, permitidme, mi señor, hacer una propuesta. Dadme permiso para salir del valle con media docena de guerreros e investigar lo ocurrido en lugar de Fidelma de Cashel. Mientras ella concluye la misión que la trajo a Gleann Geis, yo averiguaré cuanto pueda de las muertes y regresaré a informarla de ello.

Laisre parecía aliviado con la propuesta.

– Una idea excelente. Estamos de acuerdo.

Fidelma estaba a punto de expresar su insatisfacción y señalar que, como cualificada dálaigh de los tribunales que era, tenía más experiencia en la resolución de aquel tipo de asuntos que el tánaiste, pero el jefe continuó:

– Sí, disponed de lo necesario, Colla. Llevaos a Artgal y a tantos hombres como creáis necesarios. No partiréis hasta el alba, así que esta noche organizaremos un banquete para dar la bienvenida a la enviada de Cashel, como teníamos previsto -sólo entonces se volvió de nuevo hacia Fidelma-. Un plan de acción encomiable, ¿no os parece, Fidelma de Cashel?

Fidelma se disponía a expresar su desacuerdo cuando Murgal la volvió a interrumpir con un tono de satisfacción en sus palabras:

– Estoy seguro de que Colla descubrirá que nada de lo ocurrido está relacionado con Gleann Geis.

Fidelma lo miró con irritación.

– Estoy convencida de que vuestro tánaiste lo averiguará.

Murgal le devolvió la mirada sabiendo qué insinuaba. Era evidente que consideró por un momento si debía entender el comentario como una ofensa directa, pero ella le dio la espalda para esconder su enojo por no haber podido cumplir su propósito.

Eadulf estaba algo preocupado y se preguntaba si Fidelma insistiría más en el asunto. No hacía falta tener mucho sentido común para advertir que el jefe de Gleann Geis no iba a conceder permiso alguno a Fidelma para abandonar las negociaciones e investigar la muerte de aquellos hombres. Por suerte, a Eadulf le pareció que Fidelma también se había dado cuenta de que así sería, ya que inclinó la cabeza en señal de que aceptaba la situación.

– Muy bien, Laisre -dijo-. Aceptaré esta propuesta. Tendré que dar cuenta a mi hermano cuando regrese a Cashel, de manera que todo cuanto Colla descubra, por muy insignificante que sea para él, será de interés para mí.

– En tal caso partiré al alba con mis hombres, Fidelma de Cashel -le aseguró el tánaiste.

Laisre sonreía con satisfacción.

– Excelente -dijo-. Centrémonos, pues, en otros asuntos. He descuidado mis responsabilidades como anfitrión. ¿Os han presentado ya a Solin, secretario de Ultan de Armagh y destacado clérigo de vuestra Fe?

Fidelma no se molestó en mirar siquiera a Solin. Se había percatado de que estaba de pie junto a Eadulf, al cual le había estado susurrando al oído. Eadulf, incomodado, se había adelantado un par de pasos.

– Ya he conocido al hermano Solin -dijo en un tono de voz que manifestaba lo desagradable del encuentro.

– ¿Y al hermano Dianach, mi escriba? -preguntó Solin avanzando unos pasos-. Creo que no os han presentado.

Había algo de petulante en la forma en que lo había dicho, como si así señalara que era lo bastante importante para que le acompañara un escriba. Fidelma se dio la vuelta para escrutar al joven delgado y algo afeminado al que se refería, y al que Solin empujó hacia delante. Apenas llegaba a los veinte años, tenía una tez pálida con granos y llevaba la tonsura, bien que mal afeitada, del credo católico. El muchacho estaba nervioso y no se atrevía a mirarla directamente a los ojos, lo cual le daba un aspecto furtivo. Fidelma sintió pena por aquel joven tan falto de aplomo.

Salve, hermano Dianach -lo saludó a la manera romana con la intención de hacerle sentir cómodo.

Pax tecum -tartamudeó.

Fidelma se volvió para dirigirse a Laisre.

– Aprovecharé la ocasión para presentar al hermano Eadulf, enviado del arzobispo Teodoro de Canterbury, de la región de Kent.

Eadulf dio un paso adelante e inclinó ligeramente la cabeza, primero al jefe y luego a la asamblea en general.

– Bienvenido seáis a este lugar, Eadulf de Canterbury -lo saludó Laisre con cierta dificultad para pronunciar los nombres extranjeros-. ¿Con qué motivos honráis a nuestro valle con vuestra visita? El arzobispo Teodoro, de la lejana tierra de la cual provenís, no debe de tener mucho interés por lo que sucede en esta parte del mundo.

Eadulf se mostró diplomático.

– Estoy aquí sólo como enviado del rey de Cashel. Pero mientras gozo de su hospitalidad, he tenido ocasión de visitar los rincones más remotos de este reino para descubrir cómo prosperan sus gentes.

– En tal caso, sois tres veces bienvenido para observar cómo lo hacemos -respondió Laisre con solemnidad, y volvió a dirigirse a Fidelma-. Y ahora…

– Ahora -repitió Fidelma llevándose las manos al interior del hábito para sacar el bastón oficial y, a la vez, la daga-, debemos seguir la costumbre.

Sostuvo la daga en el aire, delante de Laisre, con una mano, y el bastón con la cabeza de ciervo en la otra.

Laisre conocía el protocolo. Extendió suavemente la mano y tocó con el índice un extremo del bastón.

– Os recibimos como enviada de Colgú -entonó solemnemente antes de dar un paso atrás y hacer una señal con la mano a los sirvientes que había en la sala; señal que los puso inmediatamente en movimiento: acercaron unas sillas y las colocaron en un semicírculo, delante de la silla oficial.

Varios presentes se hicieron atrás, mientras Laisre invitaba a Fidelma y a Eadulf a tomar asiento. Murgal, Colla, Orla y Solin fueron los únicos de la sala en sentarse cuando el jefe hubo regresado al lugar que le correspondía.

– Veamos. En cuanto al propósito de la negociación… -empezó a decir Laisre.

– A mi entender -intervino Fidelma- el propósito es acordar un medio que otorgue poder al obispo de Imleach para fundar una iglesia de la Fe en Gleann Geis, así como una escuela. ¿Es así?

Por un momento, Laisre pareció desconcertarse con aquel rápido resumen.

– Así es -accedió.

– Ya cambio, ¿qué esperáis vos de Imleach? -preguntó Fidelma.

– ¿Qué os hace pensar que esperemos nada a cambio de Imleach? -intervino Murgal en un tono suspicaz.

Fidelma le sonrió con cara de pocos amigos.

– La propia palabra que estamos usando para describir lo que vamos a hacer, «negociación», me hace pensar que así es. Una negociación implica un trato. Un trato significa llegar a algún tipo de acuerdo que implica un compromiso. ¿O me equivoco?

– No os equivocáis, Fidelma -respondió Laisre-. El trato es simple: a cambio de daros permiso para edificar una iglesia y una escuela en Gleann Geis, queremos tener la garantía de que no habrá interferencias religiosas en la vida de Gleann Geis, que podremos mantener la fe de nuestros antepasados, que podremos seguir el camino de nuestras antiguas creencias.

– Claro -dijo Fidelma frunciendo el ceño al sopesar la cuestión-. Sin embargo, ¿por qué vamos a construir una iglesia y una escuela si no se nos permitirá convertir a la gente? ¿De qué sirven una iglesia y una escuela si no se permite a nadie acudir a ellas?

Laisre cruzó la mirada con Murgal y a continuación midió con cuidado sus palabras:

– La verdad es, Fidelma de Cashel, que ya existe una comunidad cristiana en Gleann Geis.

Fidelma contuvo su sorpresa.

– No lo comprendo. Siempre se me había dicho que Gleann Geis era un bastión de la antigua fe, de las antiguas costumbres. ¿Acaso no es así?

– Así es -intervino Murgal con crispación-.Y así seguirá siendo.

– La vuestra no es una buena actitud -le reprendió Laisre-. Los tiempos han cambiado; debemos progresar con ellos o estamos perdidos.

Fidelma lo miró con interés. Pensó que acaso había subestimado al jefe. Era obvio que entre algunos de los suyos había quien censuraba su relación con el obispo de Imleach, pero en aquel momento estaba demostrando ser un firme adalid para su pueblo.

Murgal soltó un silbido de fastidio.

Se impuso un incómodo silencio antes de que Laisre prosiguiera.

– A lo largo de los años, nuestros hombres y mujeres han contraído matrimonio con los clanes de la zona, y de este modo hemos mantenido la fuerza como pueblo. Hemos obedecido lo que dictan las antiguas leyes contra el incesto, lo cual nos ha permitido sobrevivir como personas fuertes y sanas. Pero los desposados que han venido a vivir entre nosotros a menudo han sido hombres y mujeres de la nueva religión. Muchos han traído la nueva Fe a Gleann Geis, y muchos han educado a sus hijos según esta Fe. Ahora esta comunidad es considerable y exige un sacerdote y una iglesia de la Fe que cubran sus necesidades espirituales; también exigen una escuela donde puedan aprender su doctrina.

Colla musitó algo ininteligible.

Laisre no le prestó atención y se dirigió directamente a Fidelma.

– Entre nosotros, hay quien reconoce el triunfo inevitable de vuestra Fe. En los últimos dos siglos, los cinco reinos han sido convertidos, nos guste o no.

– Un principio fundamental de nuestra ley es que nadie debe dictar qué dioses o diosas deben adorarse -intervino Murgal-. Desde los tiempos en que los de la nueva Fe convirtieron a nuestros reyes, se nos ha dicho a qué dioses podemos rezar. Se nos ha dicho que sólo podemos adorar a tres…

– ¡Sólo hay un Dios! -prorrumpió Fidelma, incapaz de mantenerse al margen del argumento.

– ¿Uno? -dijo Murgal con sorna-. ¿Acaso no conocéis vuestra propia Fe? Son tres, a los que llamáis la Santísima Trinidad. ¿Y acaso no adoráis también a una diosa, la madre de Cristo?

Fidelma sacudió la cabeza a ambos lados.

– Así no es como nosotros, los seguidores de la Fe, lo entendemos, Murgal -se quejó Fidelma con serenidad, y luego se dirigió a Laisre-. Pero desde luego, éste no es el lugar más indicado para entablar un debate teológico, como tampoco es el motivo por el cual he venido a Gleann Geis.

El jefe agachó la cabeza para considerar lo que había dicho y luego asintió.

– Podemos discutir la libertad individual y la libertad de creencias en otro momento -añadió Fidelma.

– Entonces recordad -dijo Murgal-, cuando habléis de libertad, que nuestra religión está vinculada al suelo de estas tierras; es la religión de nuestros antepasados, de generaciones de antepasados que se pierden en la noche de los tiempos. Y esto lo hace difícil de erradicar del suelo en el que prosperó, el suelo del que se nutrió y dio frutos. Recordad que ser liberado de los lazos de la tierra no es libertad alguna para el árbol.

Fidelma empezó a darse cuenta de que Murgal no era un simple portavoz incondicional de la Fe que estaba desapareciendo. Era un hombre espiritual con ideas arraigadas. En ese momento, supo que había topado con un adversario al que no debía subestimar.

– Recordaré lo que decís, Murgal -concedió Fidelma-. Pero nuestra labor principal es llegar a un acuerdo, es decir, si es que deseáis tener una iglesia y una escuela en el valle. Tenía la impresión de que el Consejo ya lo había acordado así, pues no he venido a debatir sobre teología.

Laisre se ruborizó un poco.

– Os hice venir, Fidelma, porque es mi deseo que mi pueblo tenga una iglesia y una escuela, a fin de satisfacer todas las creencias. Pese a que muchos miembros del Consejo son reacios a los cambios, yo debo buscar el bien mayor de la mayoría de mi pueblo.

– En tal caso, estoy lista para hablar de asuntos prácticos.

Laisre se puso en pie con brusquedad.

– He decretado que la primera sesión de nuestras negociaciones se inicie mañana al sonar el cuerno. Nos reuniremos en la sala consistorial y trataremos tales cuestiones si vienen al caso. Pero por hoy, tengo previsto un banquete y diversión para daros la bienvenida a nuestro valle. El cuerno os convocará a la sala para celebrar el banquete.

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