El conde Capítulo VIII

Ese período habría quedado sumido en la confusión de los recuerdos antiguos y desdibujados por el tiempo, a no ser por las cartas que intercambiaron Clara y Blanca. Esa nutrida correspondencia preservó los acontecimientos, salvándolos de la nebulosa de los hechos improbables. Desde la primera carta que recibió de su hija, después de su matrimonio, Clara pudo adivinar que la separación con Blanca no sería por mucho tiempo. Sin decirle a nadie, arregló una de las más asoleadas y amplias habitaciones de la casa, para esperarla. Allí instaló la cuna de bronce donde había criado a sus tres hijos.

Blanca nunca pudo explicar a su madre las razones por las cuales había aceptado casarse, porque ni ella misma las sabía. Analizando el pasado, cuando ya era una mujer madura, llegó a la conclusión de que la causa principal fue el miedo que sentía por su padre. Desde que era una criatura de pecho había conocido la fuerza irracional de su ira y estaba acostumbrada a obedecerle. Su embarazo y la noticia de que Pedro Tercero estaba muerto terminaron por decidirla; sin embargo, se propuso desde el momento que aceptó el enlace con Jean de Satigny que jamás consumaría el matrimonio. Iba a inventar toda suerte de argumentos para postergar la unión, pretextando al comienzo los malestares propios de su estado y después buscaría otros, segura de que sería mucho más fácil manejar a un marido como el conde, que usaba calzado de cabritilla, se ponía barniz en las uñas y estaba dispuesto a casarse con una mujer preñada por otro, que oponerse a un padre como Esteban Trueba. De dos males, eligió el que le pareció menor. Se dio cuenta que entre su padre y el conde francés había un arreglo comercial en el que ella no tenía nada que decir. A cambio de un apellido para su nieto, Trueba dio a Jean de Satigny una dote suculenta y la promesa de que algún día recibiría una herencia. Blanca se prestó para la negociación, pero no estaba dispuesta a entregar a su marido ni su amor ni su intimidad, porque seguía amando a Pedro Tercero García, más por la fuerza del hábito, que por la esperanza de volverlo a ver.

Blanca y su flamante marido pasaron la primera noche de casados en la cámara nupcial del mejor hotel de la capital, que Trueba hizo llenar de flores para hacerse perdonar por su hija el rosario de violencias con que la había castigado en los últimos meses. Para su sorpresa, Blanca no tuvo necesidad de fingir una jaqueca, porque una vez que se encontraron solos, Jean abandonó el papel de novio que le daba besitos en el cuello y elegía los mejores langostinos para dárselos en la boca, y pareció olvidar por completo sus seductores modales de galán del cine mudo, para transformarse en el hermano que había sido para ella en los paseos del campo, cuando iban a merendar sobre la yerba con la máquina fotográfica y los libros en francés. Jean entró al baño, donde se demoró tanto, que cuando reapareció en la habitación Blanca estaba medio dormida. Creyó estar soñando al ver que su marido se había cambiado el traje de matrimonio por un pijama de seda negra y un batín de terciopelo pompeyano, se había puesto una red para sujetar el impecable ondulado de su peinado y olía intensamente a colonia inglesa. No parecía tener ninguna impaciencia amatoria. Se sentó a su lado en la cama y le acarició la mejilla con el mismo gesto un poco burlón que ella había

visto en otras ocasiones, y luego procedió a explicar, en su relamido español desprovisto de erres, que no tenía ninguna inclinación especial por el matrimonio, puesto que era un hombre enamorado solamente de las artes, las letras y las curiosidades científicas, y que, por lo tanto, no intentaba molestarla con requerimientos de marido, de modo que podrían vivir juntos, pero no revueltos, en perfecta armonía y buena educación. Aliviada, Blanca le tiró los brazos al cuello y lo besó en ambas mejillas.

— ¡Gracias, Jean! — exclamó.

— No hay de qué–replicó él cortésmente.

Se acomodaron en la gran cama de falso estilo Imperio, comentando los pormenores de la fiesta y haciendo planes para su vida futura.

— ¿No te interesa saber quién es el padre de mi hijo? — preguntó Blanca.

— Yo lo soy–respondió Jean besándola en la frente.

Se durmieron cada uno para su lado, dándose la espalda. A las cinco de la mañana Blanca despertó con el estómago revuelto debido al olor dulzón de las flores con que Esteban Trucha había decorado la cámara nupcial. Jean de Satigny la acompañó al baño, le sostuvo la frente mientras se doblaba sobre el excusado, la ayudó a acostarse y sacó las flores al pasillo. Después se quedó desvelado el resto de la noche leyendo La filosofía del tocador, del marqués de Sade, mientras Blanca suspiraba entre sueños que era estupendo estar casada con un intelectual.

Al día siguiente Jean fue al banco a cambiar un cheque de su suegro y pasó casi todo el día recorriendo las tiendas del centro para comprarse el ajuar de novio que consideró apropiado para su nueva posición económica. Entretanto, Blanca, aburrida de aguardarlo en el hall del hotel, decidió ir a visitar a su madre. Se colocó su mejor sombrero de mañana y partió en un coche de alquiler a la gran casa de la esquina, donde el resto de su familia estaba almorzando en silencio, todavía rencorosos y cansados por los sobresaltos de la boda y a resaca de las últimas peleas. Al verla entrar al comedor, su padre dio un grito de horror.

— ¡Qué hace aquí, hija! — rugió.

— Nada… vengo a verlos… — murmuró Blanca aterrada.

— ¡Está loca! ¿No se da cuenta que si alguien la ve, van a decir que su marido a devolvió en plena luna de miel? ¡Van a decir que no era virgen!

— Es que no lo era, papá.

Esteban estuvo a punto de cruzarle la cara de un bofetón, pero Jaime se puso por delante con tanta determinación, que se limitó a insultarla por su estupidez. Clara, inconmovible, llevó a Blanca hasta una silla y le sirvió un plato de pescado frío con salsa de alcaparras. Mientras Esteban seguía gritando y Nicolás iba a buscar el coche para devolverla a su marido, ellas dos cuchicheaban como en los viejos tiempos.

Esa misma tarde Blanca y Jean tomaron el tren que los llevó al puerto. Allí se embarcaron en un transatlántico inglés. Él vestía un pantalón de lino blanco y una chaqueta azul de corte marinero, que combinaban a la perfección con la falda azul y la chaqueta blanca del traje sastre de su mujer. Cuatro días más tarde, el buque los depositó en la más olvidada provincia del Norte, donde sus elegantes ropas de viaje y sus maletas de cocodrilo pasaron desapercibidas en el bochornoso calor seco de la hora de la siesta. Jean de Satigny acomodó provisoriamente a su esposa en un hotel y se dio a la tarea de buscar un alojamiento digno de sus nuevos ingresos. A las veinticuatro horas la pequeña sociedad provinciana estaba enterada que había un conde auténtico entre ellos. Eso facilitó mucho las cosas para Jean. Pudo alquilar una

antigua mansión que había pertenecido a una de las grandes fortunas de los tiempos del salitre, antes que se inventara el sustituto sintético que envió toda la región al carajo. La casa estaba algo mustia y abandonada, como todo lo demás por allí, necesitaba algunas reparaciones, pero conservaba intacta su dignidad de antaño y su encanto de fin de siglo. El conde la decoró a su gusto, con un refinamiento equívoco y decadente que sorprendió a Blanca, acostumbrada a la vida de campo y a la sobriedad clásica de su padre. Jean colocó sospechosos jarrones de porcelana china que en lugar de flores contenían plumas teñidas de avestruz, cortinas de damasco con drapeados y borlas, almohadones con flecos y pompones, muebles de todos los estilos, arrimos dorados, biombos y unas increíbles lámparas de pie, sostenidas por estatuas de loza representando negros abisinios en tamaño natural, semidesnudos, pero con babuchas y turbantes. La casa siempre estaba con las cortinas corridas, en una tenue penumbra que lograba detener la luz implacable del desierto. En los rincones Jean puso pebeteros orientales donde quemaba yerbas perfumadas y palitos de incienso que al comienzo le revolvían el estómago a Blanca, pero pronto se acostumbró. Contrató varios indios para su servicio, además de una gorda monumental que hacía el oficio de la cocina, a quien entrenó para preparar las salsas muy aliñadas que a él le gustaban, y una mucama coja y analfabeta para atender a Blanca. A todos puso vistosos uniformes de opereta, pero no pudo ponerles zapatos, porque estaban habituados a andar descalzos y no los resistían. Blanca se sentía incómoda en esa casa y tenía desconfianza de los indios inmutables que la servían desganadamente y parecían burlarse a sus espaldas. A su alrededor circulaban como espíritus, deslizándose sin ruido por las habitaciones, casi siempre desocupados y aburridos. No respondían cuando ella les hablaba como si no comprendieran el castellano, y entre sí hablaban en susurros o en dialectos del altiplano. Cada vez que Blanca comentaba con su marido las extrañas cosas que veía entre los sirvientes, él decía que eran costumbres de indios y que no había que hacerles caso. Lo mismo contestó Clara por carta cuando ella le contó que un día vio a uno de los indios equilibrándose en unos sorprendentes zapatos antiguos con tacón torcido y lazo de terciopelo, donde los anchos pies callosos del hombre se mantenían encogidos. «El calor del desierto, el embarazo y tu deseo inconfesado de vivir como una condesa, de acuerdo a la alcurnia de tu marido, te hacen ver visiones, hijita», escribió Clara en broma, y agregó que el mejor remedio contra los zapatos Luis XV era una ducha fría y una infusión de manzanilla. Otra vez Blanca encontró en su plato una pequeña lagartija muerta que estuvo a punto de llevarse a la boca. Apenas se repuso del susto y consiguió sacar la voz, llamó a gritos a la cocinera y le señaló el plato con un dedo tembloroso. La cocinera se aproximó bamboleando su inmensidad de grasa y sus trenzas negras, y tomó el plato sin comentarios. Pero en el momento de volverse, Blanca creyó sorprender un guiño de complicidad entre su marido y la india. Esa noche se quedó despierta hasta muy tarde, pensando en lo que había visto, hasta que al amanecer llegó a la conclusión de que lo había imaginado. Su madre tenía razón: el calor y el embarazo la estaban trastornando.

Los cuartos más apartados de la casa fueron destinados a la manía de Jean por la fotografía. Allí instaló sus lámparas, sus trípodes, sus máquinas. Rogó a Blanca que no entrara jamás sin autorización a lo que bautizó «el laboratorio», porque, según explicó, se podían velar las placas con la luz natural. Puso llave a la puerta y andaba con ella colgando de una leontina de oro, precaución del todo inútil, porque su mujer no tenía prácticamente ningún interés en lo que la rodeaba y mucho menos en el arte de la fotografía.

A medida que engordaba, Blanca iba adquiriendo una placidez oriental contra la cual se estrellaron los intentos de su marido por incorporarla a la sociedad, llevarla a fiestas, pasearla en coche o entusiasmarla por la decoración de su nuevo hogar.

Pesada, torpe, solitaria y con un cansancio perenne, Blanca se refugió en el tejido y en el bordado. Pasaba gran parte del día durmiendo y en sus horas de vigilia fabricaba minúsculas piezas de ropa para un ajuar rosado, porque estaba segura que daría a luz una niña. Tal como su madre con ella, desarrolló un sistema de comunicación con la criatura que estaba gestando y fue volcándose hacia su interior en un silencioso e ininterrumpido diálogo. En sus cartas describía su vida retirada y melancólica y se refería a su esposo con ciega simpatía, como un hombre fino, discreto y considerado. Así fue estableciendo, sin proponérselo, la leyenda de que Jean de Satigny era casi un príncipe, sin mencionar el hecho de que aspiraba cocaína por la nariz y fumaba opio por las tardes, porque estaba segura que sus padres no sabrían comprenderlo. Disponía de toda un ala de la mansión para ella. Allí había arreglado sus cuarteles y allí amontonaba todo lo que estaba preparando para la llegada de su hija. Jean decía que cincuenta niños no alcanzarían a ponerse toda esa ropa y jugar con esa cantidad de juguetes, pero la única diversión que Blanca tenía era salir a recorrer el reducido comercio de la ciudad y comprar todo lo que veía en color de rosa para bebé. El día se le iba en bordar mantillas, tejer zapatitos de lana, decorar canastillos, ordenar las pilas de camisas, de baberos, de pañales, repasar las sábanas bordadas. Después de la siesta escribía a su madre y a veces a su hermano Jaime y cuando el sol se ponía y refrescaba un poco, iba a caminar por los alrededores para desentumecer las piernas. En la noche se reunía con su esposo en el gran comedor de la casa, donde los negros de loza, parados en sus rincones, iluminaban la escena con su luz de prostíbulo. Se sentaban uno en cada extremo de la mesa, puesta con mantel largo, cristalería y vajilla completa, y adornada con flores artificiales, porque en esa región inhóspita no las había naturales. Los servía siempre el mismo indio impasible y silencioso, que mantenía en la boca rodando en permanencia la verde bola de hojas de coca con que se sustentaba. No era un sirviente común y no cumplía ninguna función específica dentro de la organización doméstica. Tampoco era su fuerte servir la mesa, ya que no dominaba ni fuentes ni cubiertos y terminaba por tirarles la comida de cualquier modo. Blanca tuvo que indicarle en alguna ocasión que por favor no agarrara las papas con la mano para ponérselas en el plato. Pero Jean de Satigny lo estimaba por alguna misteriosa razón y lo estaba entrenando para que fuera su ayudante en el laboratorio.

— Si no puede hablar como un cristiano, menos podrá tomar retratos–observó Blanca cuando se enteró.

Aquel indio fue el que Blanca creyó ver luciendo tacones Luis XV

Los primeros meses de su vida de casada transcurrieron apacibles y aburridos. La tendencia natural de Blanca al aislamiento y la soledad se acentuó. Se negó a la vida social y Jean de Satigny acabó por ir solo a las numerosas invitaciones que recibían. Después, cuando llegaba a la casa, se burlaba frente a Blanca de la cursilería de esas familias antañosas y rancias donde las señoritas andaban con chaperona y los caballeros usaban escapulario. Blanca pudo hacer la vida ociosa para la cual tenía vocación, mientras su marido se dedicaba a esos pequeños placeres que sólo el dinero puede pagar y a los que había tenido que renunciar por tan largo tiempo. Salía todas las noches a jugar al casino y su mujer calculó que debía perder grandes sumas de dinero, porque al final del mes había invariablemente una fila de acreedores en la puerta. Jean tenía una idea muy peculiar sobre la economía doméstica. Se compró un automóvil último modelo, con asientos forrados en piel de leopardo y perillas doradas, digno de un príncipe árabe, el más grande y ostentoso que se había visto nunca por esos lados. Estableció una red de contactos misteriosos que le permitieron comprar antigüedades, especialmente porcelana francesa de estilo barroco, por la cual sentía debilidad. También metió en el país cajones de licores finos que pasaba por la aduana sin problemas. Sus contrabandos entraban a la casa por la puerta de servicio y salían

intactos por la puerta principal rumbo a otros sitios, donde Jean los consumía en parrandas secretas o bien vendía a un precio exorbitante. En la casa no recibían visitas y a las pocas semanas las señoras de la localidad dejaron de llamar a Blanca. Se había corrido el rumor que era orgullosa, altanera y de mala salud, lo cual aumentó la simpatía general por el conde francés, quien adquirió fama de marido paciente y sufrido.

Blanca se llevaba bien con su esposo. Las únicas oportunidades en que discutían era cuando ella intentaba averiguar sobre las finanzas familiares. No podía explicarse que Jean se diera el lujo de comprar porcelana y pasear en ese vehículo atigrado, si no le alcanzaba el dinero para pagar la cuenta del chino del almacén ni los sueldos de los numerosos sirvientes. Jean se negaba a hablar del asunto, con el pretexto de que ésas eran responsabilidades propiamente masculinas y que ella no tenía necesidad de llenar su cabecita de gorrión con problemas que no estaba en capacidad de comprender. Blanca supuso que la cuenta de Jean de Satigny con Esteban Trueba tenía fondos ilimitados y ante la imposibilidad de llegar a un acuerdo con él, acabó por desentenderse de esos problemas. Vegetaba como una flor de otro clima, dentro de esa casa enclavada en arenales, rodeada de indios insólitos que parecía existir en otra dimensión, sorprendiendo a menudo pequeños detalles que la inducían a dudar de su propia cordura. La realidad le parecía desdibujada, como si aquel sol implacable que borraba los colores también hubiera deformado las cosas que la rodeaban y hubiera convertido a los seres humanos en sombras sigilosas.

En el sopor de esos meses, Blanca, protegida por la criatura que crecía en su interior, olvidó la magnitud de su desgracia. Dejó de pensar en Pedro Tercero García con la apremiante urgencia con que lo hacía antes y se refugió en recuerdos dulces y desteñidos que podía evocar en todo momento. Su sensualidad estaba adormecida y en las raras ocasiones en que meditaba sobre su desafortunado destino, se complacía imaginándose a sí misma flotando en una nebulosa, sin penas y sin alegrías, alejada de las cosas brutales de la vida, aislada, con su hija como única compañía. Llegó a pensar que había perdido para siempre la capacidad de amar y que el ardor de su carne se había acallado definitivamente. Pasaba interminables horas contemplando el paisaje pálido que se extendía delante de su ventana. La casa quedaba en el límite de la ciudad, rodeada por algunos árboles raquíticos que resistían el acoso implacable del desierto. Por el lado norte, el viento destruía toda forma de vegetación y se podía ver la inmensa planicie de dunas y cerros lejanos temblando en la reverberación de la luz. En el día la agobiaba el sofoco de ese sol de plomo y por las noches temblaba de frío entre las sábanas de su cama, defendiéndose de la heladas con bolsas de agua caliente y chales de lana. Miraba el cielo desnudo y límpido buscando el vestigio de una nube, con la esperanza de que alguna vez cayera una gota de lluvia que aliviara la oprimente aspereza de ese valle lunar. Los meses transcurrían inmutables, sin más diversión que las cartas de su madre, en las que le contaba de la campaña política de su padre, de las locuras de Nicolás, de las extravagancias de Jaime, que vivía como un cura pero andaba con ojos enamorados. Clara le sugirió, en una de sus cartas, que para tener las manos ocupadas, volviera a sus Nacimientos. Ella lo intentó. Se hizo mandar la arcilla especial que estaba acostumbrada a usar en Las Tres Marías, organizó su taller en la parte posterior de la cocina y puso a un par de indios a construir un horno para cocer las figuras de cerámica. Pero Jean de Satigny se burlaba de su afán artístico, diciendo que si era para mantener las manos ocupadas, mejor tejía botines y aprendía a hacer pastelitos de hojaldre. Ella terminó por abandonar su trabajo, no tanto por los sarcasmos de su marido, sino porque le resultó imposible competir con la alfarería antigua de los indios.

Jean había organizado su negocio con la misma tenacidad que antes empleó en el asunto de las chinchillas, pero con más éxito. Aparte de un sacerdote alemán que llevaba treinta años recorriendo la región para desenterrar el pasado de los incas, nadie más se había preocupado de esas reliquias, por considerarlas carentes de valor comercial. El Gobierno prohibía el tráfico de antigüedades indígenas y había entregado una concesión general al cura, quien estaba autorizado para requisar las piezas y llevarlas al museo. Jeán las vio por primera vez en las polvorientas vitrinas del museo. Pasó dos días con el alemán, quien feliz de encontrar después de tantos años a una persona interesada en su trabajo, no tuvo reparos en revelar sus vastos conocimientos. Así se enteró de la forma como se podía precisar el tiempo que llevaban enterrados, aprendiendo a diferenciar las épocas y los estilos, descubrió el modo de ubicar los cementerios en el desierto por medio de señales invisibles al ojo civilizado y llegó finalmente a la conclusión de que si bien esos cacharros no tenían el dorado esplendor de las tumbas egipcias, al menos tenían su mismo valor histórico. Una vez que obtuvo toda la información que necesitaba, organizó sus cuadrillas de indios para desenterrar cuanto hubiera escapado al celo arqueológico del cura.

Los magníficos huacos, verdes por la pátina del tiempo, empezaron a llegar a su casa disimulados en bultos de indios y alforjas de llamas, llenando rápidamente los lugares secretos dispuestos para ellos. Blanca los veía amontonarse en los cuartos y quedaba maravillada por sus formas. Los sostenía en las manos, acariciándolos como hipnotizada y cuando los embalaban en paja y papel para enviarlos a destinos lejanos y desconocidos, se sentía acongojada. Esa alfarería le parecía demasiado hermosa. Sentía que los monstruos de sus Nacimientos no podían estar bajo el mismo techo que los huacos, y por eso, más que por ninguna otra razón, abandonó su taller.

El negocio de las gredas indígenas era secreto, puesto que eran patrimonio histórico de la nación. Trabajaban para Jean de Satigny varias cuadrillas de indios que habían llegado allí deslizándose clandestinamente por los intrincados pasos de la frontera. No tenían documentos que los acreditaran como seres humanos, eran silenciosos, toscos e impenetrables. Cada vez que Blanca preguntaba de dónde salían esos seres que aparecían súbitamente en su patio, le respondían que eran primos del que servía la mesa y, en efecto, todos se parecían. No duraban mucho en la casa. La mayor parte del tiempo estaban en el desierto, sin más equipaje que una pala para excavar la arena y una bola de coca en la boca para mantenerse vivos. A veces tenían la suerte de encontrar las ruinas semienterradas en un pueblo de los incas y en poco tiempo llenaban las bodegas de la casa con lo que robaban en sus excavaciones. La búsqueda, transporte y comercialización de esta mercadería se hacía en forma tan cautelosa, que Blanca no tuvo la menor duda de que había algo ilegal detrás de las actividades de su marido. Jean le explicó que el Gobierno era muy susceptible respecto a los cántaros mugrientos y los míseros collares de piedrecitas del desierto y que para evitar tramitaciones eternas de la burocracia oficial, prefería negociarlos a su modo. Los sacaba del país en cajas selladas con etiquetas de manzanas, gracias a la complicidad interesada de algunos inspectores de la aduana.

Todo eso a Blanca la tenía sin cuidado. Sólo la preocupaba el asunto de las momias. Estaba familiarizada con los muertos, porque había pasado toda su vida en estrecho contacto con ellos a través de la mesa de tres patas, donde su madre los invocaba. Estaba acostumbrada a ver sus siluetas transparentes paseando por los corredores de la casa de sus padres, metiendo ruido en los roperos y apareciendo en los sueños para pronosticar desgracias o los premios de la lotería. Pero las momias eran diferentes. Esos seres encogidos, envueltos en trapos que se deshacían en hilachas polvorientas, con sus cabezas descarnadas y amarillas, sus manitas arrugadas, sus párpados cosidos, sus pelos ralos en la nuca, sus eternas y terribles sonrisas sin labios, su olor a

rancio y ese aire triste y pobretón de los cadáveres antiguos, le revolvían el alma. Eran escasas. Muy rara vez llegaban los indios con alguna. Lentos e inmutables, aparecían por la casa cargando una gran vasija sellada de barro cocido. Jean la abría cuidadosamente en una habitación con todas las puertas y ventanas cerradas, para que el primer soplo de aire no la convirtiera en polvo de ceniza. En el interior de la vasija aparecía la momia, como el hueso de un fruto extraño, encogida en posición fetal, envuelta en sus harapos, acompañada por sus miserables tesoros de collares de dientes y muñecos de trapo. Eran mucho más apreciadas que los demás objetos que sacaban de las tumbas, porque los coleccionistas privados y algunos museos extranjeros las pagaban muy bien. Blanca se preguntaba qué tipo de persona podía coleccionar muertos y dónde los pondría. No podía imaginar una momia como parte del decorado de un salón, pero Jean de Satigny le decía que acomodadas en una urna de cristal, podían ser más valiosas que cualquier obra de arte para un millonario europeo. Las momias eran difíciles de colocar en el mercado, transportar y pasar por la aduana, de modo que a veces permanecían varias semanas en las bodegas de la casa, esperando su turno para emprender el largo viaje al extranjero. Blanca soñaba con ellas, tenía alucinaciones, creía verlas andar por los corredores en la punta de los pies, pequeñas como gnomos solapados y furtivos. Cerraba la puerta de su habitación, metía la cabeza debajo de las sábanas y pasaba horas así, temblando, rezando y llamando a su madre con la fuerza del pensamiento. Se lo contó a Clara en sus cartas y ésta respondió que no debía temer a los muertos, sino a los vivos, porque a pesar de su mala fama, nunca se supo que las momias atacaran a nadie; por el contrario, eran de naturaleza más bien tímida. Fortalecida por los consejos de su madre, Blanca decidió espiarlas. Las esperaba silenciosamente, vigilando por la puerta entreabierta de su habitación. Pronto tuvo la certeza de que se paseaban por la casa, arrastrando sus patitas infantiles por las alfombras, cuchicheando como escolares, empujándose, pasando todas las noches en pequeños grupos de dos o tres, siempre en dirección al laboratorio fotográfico de Jean de Satigny. A veces creía oír unos gemidos lejanos de ultratumba y sufría arrebatos incontrolables de terror, llamaba a gritos a su marido, pero nadie acudía y ella tenía demasiado miedo para cruzar toda la casa y buscarlo. Con la salida de los primeros rayos del sol, Blanca recuperaba la cordura y el control de sus nervios atormentados, se daba cuenta que sus angustias nocturnas eran fruto de la imaginación febril que había heredado de su madre y se tranquilizaba, hasta que volvían a caer las sombras de la noche y recomenzaba su ciclo de espanto. Un día no soportó más la tensión que sentía a medida que se acercaba la noche y decidió hablar de las momias con Jean. Estaban cenando. Cuando ella le contó de los paseos, los susurros y los gritos sofocados, Jean de Satigny se quedó petrificado, con el tenedor en la mano y la boca abierta. El indio que iba entrando al comedor con la bandeja, dio un traspié y el pollo asado rodó debajo de una silla. Jean desplegó todo su encanto, firmeza y sentido de la lógica, para convencerla de que le estaban fallando los nervios y que nada de eso ocurría en realidad, sino que era producto de su sobresaltada fantasía. Blanca fingió aceptar su razonamiento, pero le pareció muy sospechosa la vehemencia de su marido que habitualmente no prestaba atención a sus problemas, así como la cara del sirviente, que por una vez perdió su inmutable expresión de ídolo y se le desorbitaron un poco los ojos. Decidió entonces para sus adentros que había llegado la hora de investigar a fondo el asunto de las momias trashumantes. Esa noche se despidió temprano, después de anunciar a su marido qi te pensaba tomar un tranquilizante para dormir. En su lugar bebió una taza grande de café negro y se apostó junto a su puerta, dispuesta a pasar muchas horas de vigilia.

Sintió los primeros pasitos alrededor de la medianoche. Abrió la puerta con mucha cautela y asomó la cabeza, en el preciso instante en que una pequeña figura

agazapada pasaba por el fondo del corredor. Esta vez estaba segura de que no lo había soñado, pero debido al peso de su vientre, necesitó casi un minuto para alcanzar el corredor. La noche estaba fría y soplaba la brisa del desierto, que hacía crujir los viejos artesonados de la casa e hinchaba las cortinas como negras velas en alta mar. Desde pequeña, cuando escuchaba los cuentos de cucos de la Nana en la cocina, temía a la oscuridad, pero no se atrevió a encender las luces para no espantar a las pequeñas momias en sus erráticos paseos.

De pronto rompió el espeso silencio de la noche un grito ronco, amortiguado, como si saliera del fondo de un ataúd o al menos eso pensó Blanca. Comenzaba a ser víctima de la morbosa fascinación de las cosas de ultratumba. Se inmovilizó, con el corazón a punto de saltarle por a boca, pero un segundo gemido la sacó del ensimismamiento, dándole faenas para avanzar hasta la puerta del laboratorio de Jean de Satigny. Trató de abrirla, pero estaba con llave. Pegó la cara a la puerta y entonces sintió claramente murmullos, gritos sofocados y risas, y ya no tuvo dudas de que algo estaba ocurriendo con las momias. Regresó a su habitación confortada por la convicción de que no eran sus nervios los que estaban fallando, sino que algo atroz ocurría en el antro secreto de su marido.

Al día siguiente, Blanca esperó que Jean de Satigny terminara su meticuloso aseo personal, desayunara con su parsimonia habitual, leyera su periódico hasta la última página y finalmente saliera en su diario paseo matinal, sin que nada en su plácida indiferencia de futura madre, delatara su feroz determinación. Cuando Jean salió, ella llamó al indio de los tacones altos y por primera vez le dio una orden.

— Anda a la ciudad y me compras papayas confitadas–ordenó secamente.

El indio se fue con el trote lento de los de su raza y ella se quedó en la casa con los otros sirvientes, a quienes temía mucho menos que a ese extraño individuo de inclinaciones cortesanas. Supuso que disponía de un par de horas antes que regresara, de modo que decidió no apurarse y actuar con serenidad. Estaba resuelta a aclarar el misterio de las momias furtivas. Se dirigió al laboratorio, segura de que a plena luz de la mañana las momias no tendrían ánimo para hacer payasadas y deseando que la puerta estuviera sin llave, pero la encontró cerrada, como siempre. Probó todas las llaves que tenía, pero ninguna sirvió. Entonces tomó el más grande cuchillo de la cocina, lo metió en el quicio de la puerta y empezó a forcejear hasta que saltó en pedazos la madera reseca del marco y así pudo soltar la chapa y abrir la puerta. El daño que le hizo a la puerta era indisimulable y comprendió que cuando su marido lo viera, tendría que ofrecer alguna explicación razonable, pero se consoló con el argumento de que como dueña de la casa, tenia derecho a saber lo que estaba ocurriendo bajo su techo. A pesar de su sentido práctico, que había resistido inconmovible más de veinte años el baile de la mesa de tres patas y oír a su madre pronosticar lo impronosticable, al cruzar el umbral del laboratorio, Blanca estaba temblando.

A tientas buscó el interruptor y encendió la luz. Se encontró en una espaciosa habitación con los muros pintados de negro y gruesas cortinas del mismo color en las ventanas, por donde no se colaba ni el más débil rayo de luz. El suelo estaba cubierto de gruesas alfombras oscuras y por todos lados vio los focos, las lámparas y las pantallas que había visto usar a Jean por primera vez durante el funeral de Pedro García, el viejo, cuando le dio por tomar retratos de los muertos y de los vivos, hasta que puso a todo el mundo en ascuas y los campesinos terminaron pateando las placas en el suelo. Miró a su alrededor desconcertada: estaba dentro de un escenario fantástico. Avanzó sorteando baúles abiertos que contenían ropajes emplumados de todas las épocas, pelucas rizadas y sombreros ostentosos, se detuvo ante un trapecio

dorado suspendido del techo, donde colgaba un muñeco desarticulado de proporciones humanas, vio en un rincón una llama embalsamada, sobre las mesas botellas de licores ambarinos y en el suelo pieles de animales exóticos. Pero lo que más la sorprendió fueron las fotografías. Al verlas se detuvo estupefacta. Las paredes del estudio de Jean Satigny estaban cubiertas de acongojantes escenas eróticas que revelaban la oculta naturaleza de su marido.

Blanca era de reacciones lentas y tardó un buen rato en asimilar lo que estaba viendo, porque carecía de experiencia en esos asuntos. Conocía el placer como una última y preciosa etapa en el largo camino que había recorrido con Pedro Tercero, por donde había transitado sin prisa, con buen humor, en el marco de los bosques, los trigales, el río, bajo un inmenso cielo, en el silencio del campo. No alcanzó a tener las inquietudes propias de la adolescencia. Mientras sus compañeras en el colegio leían á escondidas novelas prohibidas con imaginarios galanes apasionados y vírgenes ansiosas por dejar de serlo, ella se sentaba a la sombra de los ciruelos en el patio de las monjas, cerraba los ojos y evocaba con total precisión la magnífica realidad de Pedro Tercero García encerrándola en sus brazos, recorriéndola con sus caricias y arrancándole de lo más profundo los mismos acordes que podía sacar a la guitarra. Sus instintos se vieron satisfechos tan pronto despertaron y no se le había ocurrido que la pasión pudiera tener otras formas. Esas escenas desordenadas y tormentosas eran una verdad mil veces más desconcertante que las momias escandalosas que había esperado encontrar.

Reconoció los rostros de los sirvientes de la casa. Allí estaba toda la corte de los incas, desnuda como Dios la puso en el mundo, o mal cubierta por teatrales ropajes. Vio el insondable abismo entre los muslos de la cocinera, a la llama embalsamada cabalgando sobre la mucama coja y al indio impertérrito que le servía la mesa, en cueros como un recién nacido, lampiño y paticorto, con su inconmovible rostro de piedra y su desproporcionado pene en erección.

Por un interminable instante, Blanca se quedó suspendida en su propia incertidumbre, hasta que la venció el horror. Procuró pensar con lucidez. Entendió lo que Jean de Satigny había querido decir la noche de bodas, cuando le explicó que no se sentía inclinado por la vida matrimonial. Vislumbró también el siniestro poder del indio, la burla solapada de los sirvientes y se sintió prisionera en la antesala del infierno. En ese momento la niña se movió en su interior y ella se estremeció, como si hubiera sonado una campana de alerta.

— ¡Mi hija! ¡Debo sacarla de aquí! — exclamó abrazándose el vientre.

Salió corriendo del laboratorio, cruzó toda la casa como una exhalación y llegó a la calle, donde el calor de plomo y la despiadada luz del mediodía le devolvieron el sentido de la realidad. Comprendió que no podría llegar muy lejos a pie con su barriga de nueve meses. Regresó a su habitación, tomó todo el dinero que pudo encontrar, hizo un atadito con algunas ropas del suntuoso ajuar que había preparado y se dirigió a la estación.

Sentada en un tosco banco de madera en el andén, con su bulto en el regazo y los ojos espantados, Blanca esperó durante horas la llegada del tren, rezando entre dientes para que el conde, al volver a la casa y ver el destrozo en la puerta del laboratorio, no la buscara hasta dar con ella y obligarla a entrar en el maléfico reino de los incas, para que se apresurara el ferrocarril y por una vez cumpliera su horario, para que pudiera llegar a la casa de sus padres antes que la criatura que le estrujaba las entrañas y le pateaba las costillas anunciara su venida al mundo, para que le alcanzaran las fuerzas para ese viaje de dos días sin descanso y para que su deseo de

vivir fuera más poderoso que esa terrible desolación que comenzaba a embargarla. Apretó los dientes y esperó.

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