La época del estropicio Capítulo X

No puedo hablar de eso. Pero intentaré escribirlo. Han pasado veinte años y durante mucho tiempo tuve un inalterable dolor. Creí que nunca podría consolarme, pero ahora, cerca de los noventa años, comprendo lo que ella quiso decir cuando nos aseguró que no tendría dificultad en comunicarse con nosotros, puesto que tenía mucha práctica en esos asuntos. Antes yo andaba como perdido, buscándola por todas partes. Cada noche, al acostarme, imaginaba que estaba conmigo, tal como era cuando tenía todos sus dientes y me amaba. Apagaba la luz, cerraba los ojos y en el silencio de mi cuarto procuraba visualizarla, la llamaba despierto y dicen que también la llamaba dormido.

La noche que murió me encerré con ella. Después de tantos años sin hablarnos, compartimos aquellas últimas horas reposando en el velero del agua mansa de la seda azul, como le gustaba llamar a su cama, y aproveché para decirle todo lo que no había podido decirle antes, rodó lo que me había callado desde la noche terrible en que la golpeé. Le quité la camisa de dormir y la revisé con cuidado buscando algún rastro de enfermedad que justificara su muerte, y al no encontrarlo, supe que simplemente había cumplido su misión en esta tierra y había volado a otra dimensión donde su espíritu, libre al fin de los lastres materiales, se sentiría más a gusto. No había ninguna deformidad ni nada terrible en su muerte. La examiné largamente, porque hacía muchos años que no tenía ocasión de observarla a mi antojo y en ese tiempo mi mujer había cambiado, como nos ocurre a todos con el transcurso de la edad. Me pareció tan hermosa como siempre. Había adelgazado y creí que había crecido, que estaba más alta, pero luego comprendí que era un efecto ilusorio, producto de mi propio achicamiento. Antes me sentía como un gigante a su lado, pero al acostarme con ella en la cama, noté que éramos casi del mismo tamaño. Tenía su mata de pelo rizado y rebelde que me encantaba cuando nos casamos, suavizada por unos mechones de canas que iluminaban su rostro dormido. Estaba muy pálida, con sombras en los ojos y noté por primera vez que tenía pequeñas arrugas muy finas en la comisura de los labios y en la frente. Parecía una niña. Estaba fría, pero era la mujer dulce de siempre y pude hablarle tranquilamente, acariciarla, dormir un rato cuando el sueño venció la pena, sin que el hecho irremediable de su muerte alterara nuestro encuentro. Nos reconciliamos por fin.

Al amanecer empecé a arreglarla, para que todos la vieran bien presentada. Le coloqué una túnica blanca que había en su armario y me sorprendió que tuviera tan poca ropa, porque yo tenía la idea de que era una mujer elegante. Encontré unos calcetines de lana y se los puse para que no se le helaran los pies, porque era muy friolenta. Luego le cepillé el pelo con la idea de armar el moño que usaba, pero al pasar la escobilla se alborotaron sus rizos formando un marco alrededor de su cara y me pareció que así se veía más bonita. Busqué sus joyas, para ponerle alguna, pero no pude hallarlas, así es que me conformé con sacarme la alianza de oro que llevaba desde nuestro noviazgo y ponérsela en el dedo, para reemplazar la que se quitó cuando rompió conmigo. Acomodé las almohadas, estiré la cama, le puse unas gotas de agua de colonia en el cuello y luego abrí la ventana, para que entrara la mañana.

Una vez que todo estuvo listo, abrí la puerta y permití que mis hijos y mi nieta se despidieran de ella. Encontraron a Clara sonriente, limpia hermosa, como siempre estuvo. Yo me había achicado diez centímetros, me nadaban los zapatos y tenía el pelo definitivamente blanco, pero ya no lloraba.

— Pueden enterrarla–dije-. Aprovechen de enterrar también la cabeza de mi suegra, que anda perdida en el sótano desde hace algún tiempo–agregué y salí arrastrando los pies para que no se me cayeran los zapatos.

Así se enteró mí nieta que aquello que había en la sombrerera de cuero de cochino y que le sirvió para jugar a las misas negras y poner de adorno en sus casitas del sótano, era la cabeza de su bisabuela Nívea, que permaneció insepulta durante mucho tiempo, primero para evitar el escándalo y después porque en el desorden de esta casa, se nos olvidó. Lo hicimos con el mayor sigilo, para no dar que hablar a la gente. Después que los empleados de la funeraria terminaron de colocar a Clara en su ataúd y de arreglar el salón como capilla mortuoria, con cortinajes y crespones negros, cirios chorreados y un altar improvisado sobre el piano, Jaime y Nicolás metieron en el ataúd la cabeza de su abuela, que, ya no era más que un juguete amarillo con expresión despavorida, para que descansara junto a su hija preferida.

El funeral de Clara fue un acontecimiento. Ni yo mismo me pude explicar de dónde salió tanta gente dolida por la muerte de mi mujer. No sabía que conociera a todo el mundo. Desfilaron procesiones interminables estrechándomela mano, una cola de automóviles trancó todos los accesos al cementerio y acudieron unas insólitas delegaciones de indigentes, escolares, sindicatos obreros, monjas, niños mongólicos, bohemios y espirituados. Casi todos los inquilinos de Las Tres Marías viajaron, algunos por primera vez en sus vidas, en camiones y en tren para despedirla. En la muchedumbre vi a Pedro Segundo García, a quien no había vuelto a ver en muchos años. Me acerqué a saludarlo, pero no respondió a mi señal. Se aproximó cabizbajo a la tumba abierta y arrojó sobre el ataúd de Clara un ramo medio marchito de flores silvestres que tenían la apariencia de haber sido robadas de un jardín ajeno. Estaba llorando.

Alba, tomada de mi mano, asistió a los servicios fúnebres. Vio descender el ataúd en la tierra, en el lugar provisorio que le habíamos conseguido, escuchó los interminables discursos exaltando las únicas virtudes que su abuela no tuvo y cuando regresó a la casa, corrió a encerrarse en el sótano a esperar que el espíritu de Clara se comunicara con ella, tal cual se lo había prometido. Allí la encontré sonriendo dormida, sobre los restos apolillados de Barrabás.

Esa noche no pude dormir. En mi mente se confundían los dos amores de mi vida, Rosa, la del pelo verde, y Clara clarividente, las dos hermanas que tanto amé. Al amanecer decidí que si no las había tenido en vida, al menos me acompañarían en la muerte, de modo que saqué del escritorio unas hojas de papel y me puse a dibujar el más digno y lujoso mausoleo, de mármol italiano color salmón con estatuas del mismo material que representarían a Rosa y a Clara con alas de ángeles, porque ángeles habían sido y seguirían siendo. Allí entre las dos, seré enterrado algún día.

Quería morir lo antes posible, porque la vida sin mi mujer no tenía sentido para mí. No sabía que todavía tenía mucho que hacer en este mundo. Afortunadamente Clara ha regresado, o tal vez nunca se fue del todo. A veces pienso que la vejez me ha trastornado el cerebro y que no se puede pasar por alto el hecho de que la enterré hace veinte años. Sospecho que ando viendo visiones, como un anciano lunático. Pero esas dudas se disipan cuando la veo pasar por mi lado y oigo su risa en la terraza, sé que me acompaña, que me ha perdonado todas mis violencias del pasado y que está

más cerca de mí de lo que nunca estuvo antes. Sigue viva y está conmigo, Clara clarísima…

La muerte de Clara trastornó por completo la vida de la gran casa de la esquina. Los tiempos cambiaron. Con ella se fueron los espíritus, los huéspedes y aquella luminosa alegría que estaba siempre presente debido a que ella no creía que el mundo fuera un valle de lágrimas, sino, por el contrario, una humorada de Dios, y por lo mismo era una estupidez tomarlo en serio, si Él mismo no lo hacía. Alba notó el deterioro desde los primeros días. Lo vio avanzar lento, pero inexorable. Lo percibió antes que nadie por las flores que se marchitaron en los jarrones, impregnando el aire con un olor dulzón y nauseabundo, donde permanecieron hasta secarse, se deshojaron, se cayeron y quedaron sólo unos tallos mustios que nadie retiró hasta mucho tiempo después. Alba no volvió a cortar flores para adornar la casa. Luego murieron las plantas porque nadie se acordó de regarlas ni de hablarles, como hacía Clara. Los gatos se fueron calladamente, tal como llegaron o nacieron en los vericuetos del tejado. Esteban Trueba se vistió de negro y pasó, en una noche, de su recia madurez de varón saludable, a una incipiente vejez encogida y tartamudeante, que no tuvo, sin embargo, la virtud de calmarle la ira. Llevó su riguroso luto por el resto de su vida, incluso cuando eso pasó de moda y nadie se lo ponía, excepto los pobres, que se ataban una cinta negra en la manga en señal de duelo. Se colgó al cuello una bolsita de gamuza suspendida de una cadena de oro, debajo de la camisa, junto a su pecho. Eran los dientes postizos de su mujer, que para él tenían un significado de buena suerte y de expiación. Todos en la familia sintieron que sin Clara se perdía la razón de estar juntos: no tenían casi nada que decirse. Trueba se dio cuenta de que lo único que lo retenía en su hogar era la presencia de su nieta.

En el transcurso de los años siguientes la casa se convirtió en una ruina. Nadie volvió a ocuparse del jardín, para regarlo o para limpiarlo, hasta que pareció tragado por el olvido, los pájaros y la mala yerba. Aquel parque geométrico que mandó plantar Trueba, siguiendo los diseños de los jardines de los palacios franceses, y la zona encantada donde reinaba Clara en el desorden y la abundancia, la lujuria de las flores y el caos de los filodendros, se fueron secando, pudriendo, enmalezando. Las estatuas ciegas y las fuentes cantarinas se taparon de hojas secas, excremento de pájaro y musgo. Las pérgolas, rotas y sucias, sirvieron de refugio a los bichos y de basurero a los vecinos. El parque se convirtió en un tupido matorral de pueblo abandonado, donde apenas se podía andar sin abrirse paso a machetazos. La macrocarpa que antes podaban con pretensiones barrocas, terminó desesperanzada, contrahecha y atormentada por los caracoles y las pestes vegetales. En los salones, poco a poco las cortinas se desprendieron de sus ganchos y colgaron como enaguas de anciana, polvorientas y desteñidas. Los muebles pisoteados por Alba que jugaba a las casitas y a las trincheras en ellos, se transformaron en cadáveres con los resortes al aire y el gran gobelino del salón perdió su pulquérrima impavidez de escena bucólica de Versalles y fue usado como blanco de los dardos de Nicolás y su sobrina. La cocina se cubrió de grasa y de hollín, se llenó de tarros vacíos y pilas de periódicos y dejó de producir las grandes fuentes de leche asada y los guisos perfumados de antaño. Los habitantes de la casa se resignaron a comer garbanzos y arroz con leche casi a diario, porque nadie se atrevía a hacer frente al desfile de cocineras verruguientas, enojadas y despóticas que reinaron por turnos entre las cacerolas renegridas por el mal uso. Los temblores de tierra, los portazos y el bastón de Esteban Trueba abrieron grietas en las murallas y astillaron las puertas, se soltaron las persianas de los goznes y nadie tomó la iniciativa de repararlas. Empezaron a gotear las llaves, a filtrarse las cañerías, a romperse las tejas, a aparecer manchas verdosas de humedad en los muros. Sólo el

cuarto tapizado de seda azul de Clara permaneció intacto. En su interior quedaron los muebles de madera rubia, dos vestidos de algodón blanco, la jaula vacía del canario, la cesta con tejidos inconclusos, sus barajas mágicas, la mesa de tres patas y las rumas de cuadernos donde anotó la vida durante cincuenta años y que mucho tiempo después, en la soledad de la casa vacía y el silencio de los muertos y los desaparecidos, yo ordené y leí con recogimiento para reconstruir esta historia.

Jaime y Nicolás perdieron el poco interés que tenían en la familia y no tuvieron compasión por su padre, que en su soledad procuró inútilmente construir con ellos una amistad que llenara el vacío dejado por una vida de malas relaciones. Vivían en la casa porque no tenían un lugar más conveniente donde comer y dormir, pero pasaban como sombras indiferentes, sin detenerse a ver el estropicio. Jaime ejercía su oficio con vocación de apóstol y con la misma tenacidad con que su padre sacó del abandono a Las Tres Marías y amasó una fortuna, él dejaba sus fuerzas trabajando en el hospital y atendiendo a los pobres gratuitamente en sus horas libres.

— Usted es un perdedor sin remedio, hijo–suspira Trucha-. No tiene sentido de la realidad. Todavía no se ha dado cuenta de cómo es el mundo. Apuesta a valores utópicos que no existen.

— Ayudar al prójimo es un valor que existe, padre.

No. La caridad, igual que su socialismo, es un invento de los débiles para doblegar y utilizar a los fuertes.

— No creo en su teoría de los fuertes y los débiles–replicaba Jaime.

— Siempre es así en la naturaleza. Vivimos en una jungla.

— Sí, porque los que hacen las reglas son los que piensan como usted, pero no siempre será así.

— Lo será, porque somos triunfadores. Sabemos desenvolvernos en el mundo y ejercer el poder. Hágame caso, hijo, asiente cabeza y ponga una clínica privada, yo lo ayudo. ¡ Pero córtela con sus extravíos socialistas! — predicaba Esteban Trueba sin ningún resultado.

Después que Amanda desapareciera de su vida, Nicolás pareció estabilizarse emocionalmente. Sus experiencias en la India le dejaron el gusto por las empresas espirituales. Abandonó las fantásticas aventuras comerciales que le atormentaron la imaginación en los primeros años de su juventud así como su deseo de poseer a todas las mujeres que se le cruzaban por delante, y se volvió al anhelo que siempre tuvo de encontrar a Dios por caminos poco convencionales. El mismo encanto que antes empleó para conseguir alumnas para sus bailes flamencos, le sirvió para reunir a su alrededor un número creciente de adeptos. Eran en su mayoría jóvenes hastiados de la buena vida, que deambulaban como él en búsqueda de una filosofía que les permitiera existir sin participar en los agites terrenales. Se formó un grupo dispuesto a recibir los milenarios conocimientos que Nicolás había adquirido en Oriente. Por su orden, se reunieron en los cuartos traseros de la parte abandonada de la casa, donde Alba les repartía nueces y les servía infusiones de yerbas, mientras ellos meditaban con las piernas cruzadas. Cuando Esteban Trueba se dio cuenta que a sus espaldas circulaban los coetáneos y los epónimos respirando por el ombligo y quitándose la ropa a la menor invitación, perdió la paciencia y los echó amenazándolos con el bastón y con la policía. Entonces Nicolás comprendió que sin dinero no podría continuar enseñando La Verdad, de modo que empezó a cobrar modestos honorarios por sus enseñanzas. Con eso pudo alquilar una casa donde montó su academia de iluminados. Debido a las exigencias legales y á la necesidad de tener un nombre jurídico, la llamó Instituto de Unión con la Nada, IDUN. Pero su padre no estaba dispuesto a dejarlo en paz, porque

los seguidores de Nicolás comenzaron a aparecer fotografiados en los periódicos, con la cabeza afeitada, taparrabos indecentes y expresión beatífica, poniendo en ridículo el nombre de los Trueba. Apenas se supo que el profeta de IDUN era hijo del senador Trucha, la oposición explotó el asunto para burlarse de él, usando la búsqueda espiritual del hijo como un arma política contra el padre. Trueba soportó estoicamente hasta el día que encontró a su nieta Alba con la cabeza rapada como una bola de billar repitiendo incansablemente la palabra sagrada Om. Tuvo uno de sus más terribles ataques de rabia. Se dejó caer por sorpresa en el Instituto de su hijo, con dos matones contratados para tal fin, que destrozaron a golpes el escaso mobiliario y estuvieron a punto de hacer lo mismo con los pacíficos coetáneos, hasta que el viejo, comprendiendo que una vez más se le había pasado la mano, les ordenó detener la destrucción y que lo aguardaran afuera. A solas con su hijo, consiguió dominar el temblor furibundo que se había apoderado de él, para mascullarle con voz contenida que ya estaba harto de sus bufonadas.

— ¡No quiero volver a verlo hasta que le salga pelo a mi nieta! — agregó antes de irse con un último portazo.

Al día siguiente Nicolás reaccionó. Empezó por tirar los escombros que habían dejado los matones de su padre y limpiar el local, mientras respiraba rítmicamente para vaciar de su interior todo rastro de cólera y purificar su espíritu. Luego, con sus discípulos vestidos con sus taparrabos y llevando pancartas en las que exigían libertad de culto y respeto por sus derechos ciudadanos, marcharon hasta las rejas del Congreso. Allí sacaron pitos de madera, campanillas y unos pequeños gongs improvisados, con los cuales armaron tina algarabía que detuvo el tránsito. Una vez que se hubo juntado bastante público, Nicolás procedió a quitarse toda la ropa y, completamente desnudo como un bebé, se acostó en medio de la calle con los brazos abiertos en cruz. Se produjo tal conmoción de frenazos, cornetas, chillidos y silbatinas, que la alarma llegó al interior del edificio. En el Senado se interrumpió la sesión donde se discutía el derecho de los terratenientes para cercar con alambres de púas los caminos vecinales, y salieron los congresales al balcón a gozar del inusitado espectáculo de un hijo del senador Trucha cantando salmos asiáticos totalmente en pelotas. Esteban Trueba bajó corriendo las anchas escaleras del Congreso y se lanzó a la calle dispuesto a matar a su hijo, pero no alcanzó a cruzar la reja, porque sintió que el corazón le explotaba de ira en el pecho y un velo rojo le nublaba la vista. Cayó al suelo.

A Nicolás se lo llevó un furgón de los carabineros y al senador se lo llevó una ambulancia de la Cruz Roja. El patatús duró a Trueba tres semanas y por poco lo despacha a otro mundo. Cuando pudo salir de la cama agarró a su hijo Nicolás por el cuello, lo montó en un avión y lo fletó en dirección al extranjero, con la orden de no volver a aparecer ante sus ojos por el resto de su vida. Le dio, sin embargo), suficiente dinero para que pudiera instalarse y sobrevivir por un largo tiempo, porque tal como se lo explicó Jaime, ésa era una mancera de evitar que hiciera más locuras que pudieran desprestigiarlo también en el extranjero.

En los años siguientes Esteban Trueba supo de la oveja negra de su familia por la esporádica correspondencia que Blanca mantenía con él. Así se enteró que Nicolás había formado en Norteamérica otra academia para unirse con la nada, con tanto éxito, que llegó a tener la riqueza que no obtuvo elevándose en globo o fabricando emparedados. Terminó remojándose con sus discípulos en su propia piscina de porcelana rosada; en medio del respeto de la ciudadanía, combinando, sin proponérselo, la búsqueda de Dios con la buena fortuna en los negocios. Esteban Trueba, por cierto, no lo creyó jamás.

El senador esperó que creciera un poco el cabello a su nieta, para que no pensaran que tenía tiña, y fue personalmente a matricularla a un colegio inglés para señoritas, porque seguía pensando que ésa era la mejor educación, a pesar de los resultados contradictorios que obtuvo con sus dos hijos. Blanca estuvo de acuerdo, porque comprendió que no bastaba una buena conjunción de planetas en su carta astral para que Alba saliera adelante en la vida. En el colegio, Alba aprendió a comer verduras hervidas y arroz quemado, a soportar el frío del patio, cantar himnos y abjurar de todas las vanidades del mundo, excepto aquellas de orden deportivo. Le enseñaron a leer la Biblia, jugar al tenis y escribir a máquina. Eso último fue la única cosa útil que le dejaron aquellos largos años en idioma extranjero. Para Alba, que había vivido hasta entonces sin oír hablar de pecados ni de modales de señorita, desconociendo el límite entre lo humano y lo divino, lo posible y lo imposible, viendo pasar a un tío desnudo por los corredores dando saltos de karateca y al otro enterrado debajo de una montaña de libros a su abuelo destrozando a bastonazos los teléfonos y los maceteros de la terraza, a su madre escabulléndose con su maletita de payaso y a su abuela moviendo la mesa de tres patas y tocando a Chopin sin abrir el piano, la rutina del colegio le pareció insoportable. Se aburría en las clases. En los recreos se sentaba en el rincón más lejano y discreto del patio, para no ser vista, temblando de deseo de que la invitaran a jugar y rogando al mismo tiempo que nadie se fijara en ella. Su madre le advirtió que no intentara explicar a sus compañeras lo que había visto sobre la naturaleza humana en los libros de medicina de su tío Jaime, ni hablara a las maestras de las ventajas del esperanto sobre la lengua inglesa. A pesar de estas precauciones, la directora del establecimiento no tuvo dificultad en detectar, desde los primeros días, las extravagancias de su nueva alumna. La observó por un par de semanas y cuando estuvo segura del diagnóstico, llamó a Blanca Trueba a su despacho y le explicó, en la forma más cortés que pudo, que la niña escapaba por completo a los límites habituales de la formación británica y le sugirió que la pusiera en un colegio de monjas españolas, donde tal vez podrían dominar su imaginación lunática y corregir su pésima urbanidad. Pero el senador Trueba no estaba dispuesto a dejarse apabullar por una miss Saint John cualquiera, e hizo valer todo el peso de su influencia para que no expulsara a su nieta. Quería, a toda costa, que aprendiera inglés. Estaba convencido de la superioridad del inglés sobre el español, que consideraba un idioma de segundo orden, apropiado para los asuntos domésticos y la magia, para las pasiones incontrolables y las empresas inútiles, pero inadecuado para el mundo de la ciencia y de la técnica, donde esperaba ver triunfar a Alba. Había acabado por aceptar vencido por la oleada de los nuevos tiempos–que algunas mujeres no eran del todo idiotas y pensaba que Alba, demasiado insignificante para atraer a un esposo de buena situación, podía adquirir una profesión y acabar ganándose la vida como un hombre. En ese punto Blanca apoyó a su padre, porque había comprobado en carne propia los resultados de una mala preparación académica para enfrentar la vida.

— No quiero que seas pobre como yo, ni que tengas que depender de un hombre para que te mantenga–decía a su hija cada vez que la veía llorando porque no quería ir a clases.

No la retiraron del colegio y tuvo que soportarlo durante diez años ininterrumpidos.

Para Alba, la única persona estable en aquel barco a la deriva en que se convirtió la gran casa de la esquina después de la muerte de Clara, era su madre. Blanca luchaba contra el estropicio y la decadencia con la ferocidad de una leona, pero era evidente que perdería la pelea contra el avance del deterioro. Sólo ella intentaba dar al caserón una apariencia de hogar. El senador Trueba siguió viviendo allí, pero dejó de invitar a

habitación. Estaba ciego y sordo a las necesidades de su hogar. Muy atareado con la política y los negocios, viajaba constantemente, pagaba nuevas campañas electorales, compraba tierra y tractores, criaba caballos de carrera, especulaba con el precio del oro, el azúcar y el papel. No se daba cuenta de que las paredes de su casa estaban ávidas de una capa de pintura, los muebles desvencijados y la cocina transformada en un muladar. Tampoco veía los chalecos de lana apelmazada de su nieta, ni la ropa anticuada de su hija o sus manos destruidas por el trabajo doméstico y la arcilla. No actuaba así por avaricia: su familia había dejado simplemente de interesarle. Algunas veces se sacudía la distracción y llegaba con algún regalo desproporcionado y maravilloso para su nieta, que no hacía más que aumentar el contraste entre la riqueza invisible de las cuentas en los bancos y la austeridad de la casa. Entregaba a Blanca sumas variables, pero nunca suficientes, destinadas a mantener en marcha aquel caserón destartalado y oscuro, casi vacío y cruzado por las corrientes de aire, en que había degenerado la mansión de antaño. A Blanca nunca le alcanzaba el dinero para los gastos, vivían pidiendo prestado a Jaime y por más que recortara el presupuesto por aquí y lo remendara por allá, a fin de mes siempre tenía un alto de cuentas impagadas que iban acumulándose, hasta que tomaba la decisión de ir al barrio de los joyeros judíos a vender alguna de las alhajas, que un cuarto de siglo antes habían sido compradas allí mismo y que Clara le legó en un calcetín de lana.

En la casa, Blanca andaba con delantal y alpargatas, confundiéndose con la escasa servidumbre que quedaba, y para salir usaba su mismo traje negro planchado y vuelto a planchar, con su blusa de seda blanca. Después que su abuelo enviudó y dejó de preocuparse por ella, Alba se vestía con lo que heredaba de algunas primas lejanas, que eran más grandes o más pequeñas que ella, de modo que en general los abrigos le quedaban como capotes militares y los vestidos cortos y estrechos. Jaime hubiera querido hacer algo por ellas, pero su conciencia le indicaba que era mejor gastar sus ingresos dando comida a los hambrientos, que lujos a su hermana y a su sobrina.

Después de la muerte de su abuela, Alba comenzó a sufrir pesadillas que la hacían despertar gritando y afiebrada. Soñaba que se morían todos los miembros de su familia y ella quedaba vagando sola en la gran casa, sin más compañía que los tenues fantasmas deslucidos que deambulaban por los corredores. Jaime sugirió trasladarla a la habitación de Blanca, para que estuviera más tranquila. Desde que empezó a compartir el dormitorio con su madre, esperaba con secreta impaciencia el momento de acostarse. Encogida entre sus sábanas, la seguía con la vista en su rutina de terminar el día y meterse a la cama. Blanca se limpiaba la cara con crema del Harem, una grasa rosada con perfume de rosas, que tenía fama de hacer milagros por la piel femenina, y se cepillaba cien veces su largo pelo castaño que empezaba a teñirse con algunas canas invisibles para todos, menos para ella. Era propensa al resfriado, por eso en invierno y en verano dormía con refajos de lana que ella misma tejía en los ratos libres. Cuando llovía se cubría las manos con guantes, para mitigar el frío polar que se le había introducido en los huesos debido a la humedad de la arcilla y que todas las inyecciones de Jaime y la acupuntura china de Nicolás fueron inútiles para curar. Alba la observaba ir y venir por el cuarto, con su camisón de novicia flotando alrededor del cuerpo, el pelo liberado del moño, envuelta en la suave fragancia de su ropa limpia y de la crema del Harem, perdida en un monólogo incoherente en el que se mezclaban las quejas por el precio de las verduras, el recuento de sus múltiples malestares, el cansancio de llevar a cuestas el peso de la casa, y sus fantasías poéticas con Pedro Tercero García, a quien imaginaba entre las nubes del atardecer o recordaba entre los dorados trigales de Las Tres Marías. Terminado su ritual, Blanca se introducía en su lecho y apagaba la luz. A través del estrecho pasillo que las separaba, tomaba la mano a su hija y le contaba los cuentos de los libros mágicos de los baúles encantados del

bisabuelo Marcos, pero que su mala memoria transformaba en cuentos nuevos. Así se enteró Alba de un príncipe que durmió cien años, de doncellas que peleaban cuerpo a cuerpo con los dragones, de un lobo perdido en el bosque a quien una niña destripó sin razón alguna. Cuando Alba quería volver a oír esas truculencias, Blanca no podía repetirlas, porque las había olvidado, en vista de lo cual, la pequeña tomó el hábito de escribirlas. Después anotaba también las cosas que le parecían importantes, tal como lo hacía su abuela Clara.

Los trabajos del mausoleo comenzaron al poco tiempo de la muerte de Clara, pero se demoraron casi dos años, porque fui agregando nuevos y costosos detalles: lápidas con letras góticas de oro, una cúpula de cristal para que entrara el sol y un ingenioso mecanismo copiado de las fuentes romanas, que permitía irrigar en forma constante y mesurada un minúsculo jardín interior, donde hice plantar rosas y camelias, las flores preferidas de las hermanas que habían ocupado mi corazón. Las estatuas fueron un problema. Rechacé varios diseños, porque no deseaba unos ángeles cretinos, sino los retratos de Rosa y Clara, con sus rostros, sus manos, su tamaño real. Un escultor uruguayo me dio en el gusto y las estatuas quedaron por fin como yo las quería. Cuando estuvo listo, me encontré ante un obstáculo inesperado: no pude trasladar a Rosa al nuevo mausoleo, porque la familia Del Valle se opuso. Intenté convencerlos con toda suerte de argumentos, con regalos y presiones, haciendo valer hasta el poder político, pero todo fue inútil. Mis cuñados se mantuvieron inflexibles. Creo que se habían enterado del asunto de la cabeza de Nívea y estaban ofendidos conmigo por haberla tenido en el sótano todo ese tiempo. Ante su testarudez, llamé a Jaime y le dije que se preparara para acompañarme al cementerio a robarnos el cadáver de Rosa. No demostró ninguna sorpresa.

— Si no es por las buenas, tendrá que ser por las malas–expliqué a mi hijo.

Como es habitual en estos casos, fuimos de noche y sobornamos al guardián, tal como hice mucho tiempo atrás, para quedarme con Rosa la primera noche que ella pasó allí. Entramos con nuestras herramientas por la avenida de los cipreses, buscamos la tumba de la familia Del Valle y nos dimos a la lúgubre tarea de abrirla. Quitamos cuidadosamente la lápida que guardaba el reposo de Rosa y sacamos del nicho el ataúd blanco, que era mucho más pesado de lo que suponíamos, de modo que tuvimos que pedir al guardián que nos ayudara. Trabajamos incómodos en el estrecho recinto, estorbándonos mutuamente con las herramientas, mal alumbrados por un farol de carburo. Después volvimos a colocar la lápida en el nicho, para que nadie sospechara que estaba vacío. Terminamos sudando. Jaime había tenido la precaución de llevar una cantimplora con aguardiente y pudimos tomar un trago para darnos ánimo. A pesar de que ninguno de nosotros era supersticioso, aquella necrópolis de cruces, cúpulas y lápidas nos ponía nerviosos. Yo me senté en el umbral de la tumba a recuperar el aliento y pensé que ya no estaba nada joven, si mover un cajón me hacía perder el ritmo del corazón y ver puntitos brillantes en la oscuridad. Cerré los ojos y me acordé de Rosa, su rostro perfecto, su piel de leche, su cabello de sirena oceánica, sus ojos de miel provocadores de tumultos, sus manos entrelazadas con el rosario de nácar, su corona de novia. Suspiré evocando a esa virgen hermosa que se me había escapado de las manos y que estuvo allí, esperando durante todos esos años, que yo fuera a buscarla y la llevara al sitio donde le correspondía estar.

— Hijo, vamos a abrir esto. Quiero ver a Rosa–dije a Jaime.

No intentó disuadirme, porque conocía mi tono cuando la decisión era irrevocable. Acomodamos la luz del farol, él desprendió con paciencia los tornillos de bronce que el tiempo había oscurecido y pudimos levantar la tapa, que pesaba como si fuera de

plomo. A la blanca luz del carburo vi a Rosa, la bella, con sus azahares de novia, su pelo verde, su imperturbable belleza, tal como la viera muchos años antes, acostada en su féretro blanco sobre la mesa del comedor de mis suegros. Me quedé mirándola fascinado, sin extrañarme que el tiempo no la hubiera tocado, porque era la misma de mis sueños. Me incliné y deposité a través del cristal que cubría su rostro, un beso en los labios pálidos de la amada infinita. En ese momento una brisa avanzó reptando entre los cipreses, entró a traición por alguna rendija del ataúd que hasta entonces había permanecido hermético y en un instante la novia inmutable se deshizo como un encantamiento, se desintegró en un polvillo tenue y gris. Cuando levanté la cabeza y abrí los ojos, con el beso frío aún en los labios, ya no estaba Rosa, la bella. En su lugar había una calavera con las cuencas vacías, unas tiras de piel color marfil adheridas a los pómulos y unos mechones de crin mohoso en la nuca.

Jaime y el guardián cerraron la tapa precipitadamente, colocaron a Rosa en una carretilla y la llevaron al sitio que le estaba reservado junto a Clara en el mausoleo color salmón. Me quedé sentado sobre una tumba en la avenida de los cipreses, mirando la luna.

— Férula tenía razón–pensé-. Me he quedado solo y se me está achicando el cuerpo y el alma. Sólo me falta morir como un perro.

El senador Trueba luchaba contra sus enemigos políticos, que cada día avanzaban más en la conquista del poder. Mientras otros dirigentes del Partido Conservador engordaban, envejecían y perdían el tiempo en interminables discusiones bizantinas, él se dedicaba a trabajar, estudiar y recorrer el país de norte a sur, en una campaña personal que no cesaba nunca, sin tener en cuenta para nada sus años ni el sordo clamor de sus huesos. Lo reelegían senador en cada elección parlamentaria. Pero no estaba interesado en el poder, la riqueza o el prestigio. Su obsesión era destruir lo que él llamaba «el cáncer marxista», que estaba filtrándose poco a poco en el pueblo.

— ¡Uno levanta una piedra y aparece un comunista! — decía.

Nadie más lo creía. Ni los mismos comunistas. Se burlaban un poco de él, por sus arrebatos de mal humor, su pinta de cuervo enlutado, su bastón anacrónico y sus pronósticos apocalípticos. Cuando les blandía delante de las narices las estadísticas y los resultados reales de las últimas votaciones, sus correligionarios temían que fueran chocheras de viejo.

— ¡El día que no podamos echar el guante a las urnas antes que cuenten los votos, nos vamos al carajo! — sostenía Trueba.

— En ninguna parte han ganado los marxistas por votación popular. Se necesita por lo menos una revolución y en este país no pasan esas cosas–le replicaban.

— ¡Hasta que pasan! — alegaba Trueba frenético.

— Cálmate, hombre. No vamos a permitir que eso pase–lo consolaban-. El marxismo no tiene ni la menor oportunidad en América Latina. ¿No ves que no contempla el lado mágico de las cosas? Es una doctrina atea, práctica y funcional. ¡Aquí no puede tener éxito!

Ni el mismo coronel Hurtado, que andaba viendo enemigos de la patria por todos lados, consideraba a los comunistas un peligro. Le hizo ver en más de una oportunidad, que el Partido Comunista estaba compuesto por cuatro pelagatos que no significaban nada estadísticamente y que se regían por los mandatos de Moscú con una beatería digna de mejor causa.

— Moscú queda donde el diablo perdió el poncho, Esteban. No tienen idea de lo que pasa en este país–le decía el coronel Hurtado-. No tienen en cuenta para nada las condiciones de nuestro país, la prueba es que andan más perdidos que la Caperucita Roja. Hace poco publicaron un manifiesto llamando a los campesinos, los marineros y los indígenas a formar parte del primer soviet nacional, lo cual, desde todo punto de vista es una payasada. ¡Qué van a saber los campesinos lo que es un soviet! Y los marineros están siempre en alta mar y andan más interesados en los burdeles de otros puertos que en la política. ¡Y los indígenas! Nos quedan unos doscientos en total. No creo que hayan sobrevivido más a las masacres del siglo pasado, pero si quieren formar un soviet en sus reservaciones, allá ellos–se burlaba el coronel.

— ¡ Sí, pero además de los comunistas están los socialistas, los radicales y otros grupúsculos! Todos son más o menos lo mismo–respondía Trueba.

Para el senador Trueba todos los partidos políticos, excepto el suyo, eran potencialmente marxistas y no podía distinguir claramente la ideología de unos y otros. No vacilaba en exponer su posición en público cada vez que se le presentaba la oportunidad, por eso para todos menos para sus partidarios, el senador Trueba pasó a ser una especie de loco reaccionario y oligarca, muy pintoresco. El Partido Conservador tenía que frenarlo, para que no se fuera de lengua y los pusiera a todos en evidencia. Era el paladín furibundo dispuesto a dar la batalla en los foros, en las ruedas de prensa, en las universidades, donde nadie más se atrevía a dar la cara, allá estaba él inconmovible en su traje negro, con su melena de león y su bastón de plata. Era el blanco de los caricaturistas, que de tanto burlarse de él consiguieron hacerlo popular y en todas las elecciones arrasaba con la votación conservadora. Era fanático, violento y anticuado, pero representaba mejor que nadie los valores de la familia, la tradición, la propiedad y el orden. Todo el mundo lo reconocía en la calle, inventaban chistes a su costa y corrían de boca en boca las anécdotas que se le atribuían. Decían que, en ocasión de su ataque al corazón, cuando su hijo se desnudó en las puertas del Congreso, el Presidente de la República lo llamó a su oficina para ofrecerle la Embajada en Suiza, donde podría tener un cargo apropiado para sus años, que le permitiera reponer su salud. Decían que el senador Trueba respondió con un puñetazo sobre el escritorio del primer mandatario, volcando la bandera nacional y el busto del Padre de la Patria.

— ¡De aquí no salgo ni muerto, Excelencia! — rugió-. ¡Porque apenas yo me descuide los marxistas le quitan a usted la silla donde está sentado!

Tuvo la habilidad de ser el primero que llamó a la izquierda «enemiga de la democracia», sin sospechar que años después ése sería el lema de la dictadura. En la lucha política ocupaba casi todo su tiempo y una buena parte de su fortuna. Notó que, a pesar de que siempre estaba tramando nuevos negocios, ésta parecía irse mermando desde la muerte de Clara, pero no se alarmó, porque supuso que en el orden natural de las cosas estaba el hecho irrefutable de que en su vida ella había sido un soplo de buena suerte, pero que no podía continuar beneficiándolo después de su muerte. Además, calculó que con lo que tenía podía mantenerse como un hombre rico por el tiempo que le quedaba en este mundo. Se sentía viejo, tenía la idea de que ninguno de sus tres hijos merecía heredarlo y que a su nieta la dejaría asegurada con Las Tres Marías, a pesar de que el campo ya no era tan próspero como antes. Gracias a las nuevas carreteras y automóviles, lo que antes era un safari en tren, se había reducido a sólo seis horas desde la capital a Las Tres Marías, pero él estaba siempre ocupado y no encontraba el momento para hacer el viaje. Llamaba al administrador de vez en cuando, para que le rindiera cuentas, pero esas visitas lo dejaban con la resaca del mal humor por varios días. Su administrador era un hombre derrotado por su propio

fresas, las gallinas se contagiaron de moquillo, se apestó la uva. Así el campo, que había sido la fuente de su riqueza, llegó a ser una carga y a menudo el senador Trueba tuvo que sacar dinero de otros negocios para apuntalar a esa tierra insaciable que parecía tener ganas de volver a los tiempos del abandono, antes que él la rescatara de la miseria.

— Tengo que ir a poner orden. Allá hace falta el ojo del amo–murmuraba.

— Las cosas están muy revueltas en el campo, patrón–le advirtió muchas veces su administrador-. Los campesinos están alzados. Cada día hacen nuevas exigencias. Uno diría que quieren vivir como los patrones. Lo mejor es vender la propiedad.

Pero Trueba no quería oír hablar de vender. «La tierra es lo único que queda cuando todo lo demás se acaba», repetía igual como lo hacía cuando tenía veinticinco años y lo presionaban su madre y su hermana por la misma razón. Pero, con el peso de la edad y el trabajo político, Las Tres Marías, como muchas otras cosas que antes le parecieron fundamentales, había dejado de interesarle. Sólo tenía un valor simbólico para él.

El administrador tenía razón: las cosas estaban muy revueltas en esos años. Así lo andaba pregonando la voz de terciopelo de Pedro Tercero García, que gracias al milagro de la radio, llegaba a los más apartados rincones del país. A los treinta y tantos años seguía teniendo el aspecto de un rudo campesino, por una cuestión de estilo, ya que el conocimiento de la vida y el éxito le habían suavizado las asperezas y afinado las ideas. Usaba una barba montaraz y una melena de profeta que él mismo podaba de memoria con una navaja que había sido de su padre, adelantándose en varios años a la moda que después hizo furor entre los cantantes de protesta. Se vestía con pantalones de tela basta, alpargatas artesanales y en invierno se echaba encima un poncho de lana cruda. Era su traje de batalla. Así se presentaba en los escenarios y así aparecía retratado en las carátulas de los discos. Desilusionado de las organizaciones políticas, terminó por destilar tres o cuatro ideas primarias con las que armó su filosofía. Era un anarquista. De las gallinas y los zorros evolucionó para cantar a la vida, a la amistad, al amor y también a la revolución. Su música era muy popular y sólo alguien tan testarudo como el senador Trucha pudo ignorar su existencia. El viejo había prohibido la radio en su casa, para evitar que su nieta oyera las comedias y folletines en que las madres pierden a sus hijos y los recuperan después de años, así como evitar la posibilidad de que las canciones subversivas de su enemigo le malograran la digestión. Él tenía una radio moderna en su dormitorio, pero sólo escuchaba las noticias. No sospechaba que Pedro Tercero García era el mejor amigo de su hijo Jaime, ni que se reunía con Blanca cada vez que ella salía con su maleta de payaso tartamudeando pretextos. Tampoco sabía que algunos domingos asoleados llevaba a Alba a trepar a los cerros, se sentaba con ella en la cima a observar la ciudad y a comer pan con queso, y antes de dejarse caer rodando por las laderas, reventados. de la risa como cachorros felices, le hablaba de los pobres, los oprimidos, los desesperados y otros asuntos que Trueba prefería que su nieta ignorara.

Pedro Tercero veía crecer a Alba y procuró estar cerca de ella, pero no llegó a considerarla realmente su hija, porque en ese punto Blanca fue inflexible. Decía que Alba había tenido que soportar muchos sobresaltos y que era un milagro que fuera una criatura relativamente normal, de modo que no había necesidad de agregarle otro motivo de confusión respecto a su origen. Era mejor que siguiera creyendo la versión oficial y, por otra parte, no quería correr el riesgo de que hablara del asunto con su abuelo, provocando una catástrofe. De todos modos, el espíritu libre y contestatario de la niña agradaba a Pedro Tercero.

— Si no es hija mía, merece serlo–decía, orgulloso.

En todos esos años, Pedro Tercero nunca llegó a acostumbrarse a su vida de soltero, a pesar de su éxito con las mujeres, especialmente las adolescentes esplendorosas a quienes los quejidos de su guitarra encendían de amor. Algunas se introducían a viva fuerza en su vida. Él necesitaba la frescura de esos amores. Procuraba hacerlas felices un tiempo brevísimo, pero desde el primer instante de ilusión, comenzaba a despedirse, hasta que, por último, las abandonaba con delicadeza. A menudo, cuando tenía a una de ellas en la cama suspirando dormida a su lado, cerraba los ojos y pensaba en Blanca, en su amplio cuerpo maduro, en sus pechos abundantes y tibios, en las finas arrugas de su boca, en las sombras de sus ojos árabes y sentía un grito oprimiéndole el pecho. Intentó permanecer junto a otras mujeres, recorrió muchos caminos y muchos cuerpos alejándose de ella, pero en el momento más íntimo, en el punto preciso de la soledad y del presagio de la muerte, siempre era Blanca la única. A la mañana siguiente comenzaba el suave proceso de desprenderse de la nueva enamorada y apenas se encontraba libre, regresaba donde Blanca, más delgado, más ojeroso, más culpable, con una nueva canción en la guitarra y otras inagotables caricias para ella.

Blanca, en cambio, se había acostumbrado a vivir sola. Terminó por encontrar paz en sus quehaceres de la gran casa, en su taller de cerámica y en sus Nacimientos de animales inventados, donde lo único que correspondía a las leyes de la biología era la Sagrada Familia perdida en una multitud de monstruos. El único hombre de su vida era

Pedro Tercero, pues tenía vocación para un solo amor. La fuerza de ese inconmovible sentimiento la salvó de la mediocridad y de la tristeza de su destino. Permanecía fiel aun en los momentos en que él se perdía detrás de algunas ninfas de pelo lacio y huesos largos, sin amarlo menos por ello. Al principio creía morir cada vez que se alejaba, pero pronto se dio cuenta de que sus ausencias duraban lo que un suspiro y que invariablemente regresaba más enamorado y más dulce. Blanca prefería esos encuentros furtivos con su amante en hoteles de cita, a la rutina de una vida en común, al cansancio de un matrimonio y a la pesadumbre de envejecer juntos compartiendo las penurias de fin de mes, el mal olor en la boca al despertar, el tedio de los domingos y los achaques de la edad. Era una romántica incurable. Alguna vez tuvo la tentación de tomar su maleta de payaso y lo que quedaba de las joyas del calcetín, e irse con su hija a vivir con él, pero siempre se acobardaba. Tal vez temía que ese grandioso amor, que había resistido tantas pruebas, no pudiera sobrevivir a la más terrible de todas: la convivencia. Alba estaba creciendo muy rápido y comprendía que no le iba a durar mucho el buen pretexto de velar por su hija para postergar las exigencias de su amante, pero prefería siempre dejar la decisión para más adelante. En realidad, tanto como temía la rutina, la horrorizaba el estilo de vida de Pedro Tercero, su modesta casita de tablas y calaminas en una población obrera, entre cientos de otras tan pobres como la suya, con piso de tierra apisonada, sin agua y con un solo bombillo colgando del techo. Por ella, él salió de la población y se mudó a un departamento en el centro, ascendiendo así, sin proponérselo, a una clase media a la cual nunca tuvo aspiración de pertenecer. Pero tampoco eso fue suficiente para Blanca. El departamento le pareció sórdido, oscuro, estrecho y el edificio promiscuo. Decía que no podía permitir que Alba creciera allí, jugando con otros niños en la calle y en las escaleras, educándose en una escuela pública. Así se le pasó la juventud y entró en la madurez, resignada a que los únicos momentos de placer eran cuando salía disimuladamente con su mejor ropa, su perfume y las enaguas de mujerzuela que a Pedro Tercero cautivaban y que ella escondía, arrebolada de vergüenza, en lo más secreto de su ropero, pensando en las explicaciones que tendría que dar si alguien las descubría. Esa mujer práctica y terrenal para todos los aspectos de la existencia, sublimó su pasión de infancia, viviéndola trágicamente. La alimentó de fantasías, la

idealizó, la defendió con fiereza, la depuró de las verdades prosaicas y pudo convertirla en un amor de novela.

Por su parte, Alba aprendió a no mencionar a Pedro Tercero García, porque conocía el efecto que ese nombre causaba en la familia. Intuía que algo grave había ocurrido entre el hombre de los dedos cortados qué besaba a su madre en la boca, y el abuelo, pero todos, hasta el mismo Pedro Tercero, contestaban a sus preguntas con evasivas. En la intimidad del dormitorio, a veces Blanca le contaba anécdotas de él y le enseñaba sus canciones con la recomendación de que no fuera a tararearlas en la casa. Pero no le contó que era su padre y ella misma parecía haberlo olvidado. Recordaba el pasado como una sucesión de violencias, abandonos y tristezas y no estaba segura de que las cosas hubieran sido como pensaba. Se había desdibujado el episodio de las momias, los retratos y el indio lampiño con zapatos Luis XV, que provocaron su huida de la casa de su marido. Tantas veces repitió la historia de que el conde había muerto de fiebre en el desierto, que llegó a creerla. Años después, el día que llegó su hija a anunciarle que el cadáver de Jean de Satigny yacía en la nevera de la morgue, no se alegró, porque hacía mucho tiempo que se sentía viuda. Tampoco intentó justificar su mentira. Sacó del armario su antiguo traje sastre negro, se acomodó las horquillas en el moño y acompañó a Alba a sepultar al francés en el Cementerio General, en una tumba del Municipio, donde iban a parar los indigentes, porque el senador Trueba se negó a cederle un lugar en su mausoleo color salmón. Madre e hija caminaron solas detrás del ataúd negro que pudieron comprar gracias a a generosidad de Jaime. Se sentían un poco ridículas en el bochornoso mediodía estival, con un ramo de flores mustias en las manos y ninguna lágrima para el cadáver solitario que iban a enterrar.

— Veo que mi padre ni siquiera tenía amigos–comentó Alba.

Tampoco en esa ocasión Blanca admitió a su hija la verdad.

Después que tuve a Clara y a Rosa acomodadas en mi mausoleo, me sentí algo más tranquilo, porque sabía que tarde o temprano estaríamos los tres reunidos allí, junto a otros seres queridos, como mi madre, la Nana y la misma Férula, quien espero me haya perdonado. No imaginé que iba a vivir tanto como he vivido y que tendrían que esperarme tan largo tiempo.

La habitación de Clara permaneció cerrada con llave. No quería que nadie entrara, para que no movieran nada y yo pudiera encontrar su espíritu allí presente cada vez que lo deseara. Empecé a tener insomnio, el mal de todos los viejos. En las noches deambulaba por la casa sin poder conciliar el sueño, arrastrando las zapatillas que me quedaban grandes, envuelto en la antigua bata episcopal que todavía guardo por razones sentimentales, rezongando contra el destino, como un anciano acabado. Con la luz del sol, sin embargo, recuperaba el deseo de vivir. Aparecía a la hora del desayuno con la camisa almidonada y mi traje de luto, afeitado y tranquilo, leía el periódico con mi nieta, ponía al día mis asuntos de negocios y la correspondencia y luego salía por el resto del día. Dejé de comer en la casa, incluso los sábados y domingos, porque sin la presencia catalizadora de Clara, no había ninguna razón para soportar las peleas con mis hijos.

Mis únicos dos amigos procuraban quitarme el luto del alma. Almorzaban conmigo, jugábamos al golf, me desafiaban al dominó. Con ellos discutía mis negocios, hablaba de política y a veces de la familia. Una tarde en que me vieron más animado, me invitaron al Cristóbal Colón, con la esperanza de que una mujer complaciente me hiciera recuperar el buen humor. Ninguno de los tres teníamos edad para esas aventuras, pero nos tomamos un par de copas y partimos.

Había estado en el Cristóbal Colón hacía algunos años, pero casi lo había olvidado. En los últimos tiempos, el hotel había adquirido prestigio turístico y los provincianos viajaban a la capital nada más que para visitarlo y después contarlo a sus amigos. Llegamos al anticuado caserón, que por fuera se mantenía igual desde hacía muchísimos años. Nos recibió un portero que nos condujo al salón principal, donde recordaba haber estado antes, en la época de la matrona francesa o, mejor dicho, con acento francés. Una muchachita, vestida como una escolar, nos ofreció un vaso de vino a cuenta de la casa. Uno de mis amigos trató de tomarla por la cintura, pero ella le advirtió que pertenecía al personal de servicio y que debíamos esperar a las profesionales: Momentos después se abrió una cortina y apareció una visión de las antiguas cortes árabes: un negro enorme, tan negro que parecía azul, con los músculos aceitados, cubierto con unas bombachas de seda color zanahoria, un chaleco sin mangas, turbante de lamé morado, babuchas de turco y un anillo de oro atravesado en la nariz. Al sonreír, vimos que tenía todos los dientes de plomo. Se presentó como Mustafá y nos pasó un álbum de retratos, para que eligiéramos la mercancía. Por primera vez en mucho tiempo reí de buena gana, porque la idea de un catálogo de prostitutas me pareció muy divertida. Hojeamos el álbum, donde había mujeres gordas, delgadas, de pelo largo, de pelo corto, vestidas como ninfas, como amazonas, como novicias, como cortesanas, sin que fuera posible para mí escoger una, porque todas tenían la expresión pisoteada de las flores de banquete. Las últimas tres páginas del álbum estaban destinadas a muchachos con túnicas griegas, coronados de laureles, jugando entre falsas ruinas helénicas, con sus nalgas regordetas y sus párpados pestañudos, repugnantes. Yo no había visto de cerca a ningún marica confeso, excepto Carmelo el que se vestía de japonesa en el Farolito Rojo, por eso me sorprendió que uno de mis amigos, padre de familia y corredor de la Bolsa de Comercio, eligiera a uno de esos adolescentes culones de los retratos. El muchacho surgió como por arte de magia detrás de las cortinas y se llevó a mi amigo de la mano, entre risitas y contoneos femeninos. Mi otro amigo prefirió a una gordísima odalisca, con quien dudo que haya podido realizar ninguna proeza, debido a su edad avanzada y su frágil esqueleto, pero, en todo caso, salió con ella, también tragados por la cortina.

— Veo que al señor le cuesta decidirse–dijo Mustafá cordialmente-. Permítame ofrecerle lo mejor de la casa. Le voy a presentar a Afrodita.

Y entró Afrodita al salón, con tres pisos de crespos en la cabeza, mal cubierta por unos tules drapeados y chorreando uvas artificiales desde el hombro hasta las rodillas. Era Tránsito Soto, quien había adquirido un definitivo aspecto mitológico, a pesar de las uvas chabacanas y los tules de circo.

— Me alegro de verlo, patrón–saludó.

Me llevó a través de la cortina y desembocamos en un breve patio interior, el corazón de aquella laberíntica construcción. El Cristóbal Colón estaba formado por dos o tres casas antiguas, unidas estratégicamente por patios traseros, corredores y puentes hechos con tal fin. Tránsito Soto me condujo a una habitación anodina, pero limpia, cuya única extravagancia eran unos frescos eróticos mal copiados de los de Pompeya, que un pintor mediocre había reproducido en las paredes, y una bañera grande, antigua, algo oxidada, con agua corriente. Silbé admirativamente.

— Hicimos algunos cambios en el decorado–dijo ella.

Tránsito se quitó las uvas y los tules, y volvió a ser la mujer que yo recordaba, sólo que más apetecible y menos vulnerable, pero con la misma expresión ambiciosa de los ojos que me cautivara cuando la conocí. Me contó de la cooperativa de prostitutas y maricones, que había resultado formidable. Entre todos levantaron al Cristóbal Colón

de la ruina en que lo dejó la falsa madama francesa de antaño, y trabajaron para convertirlo en un acontecimiento social y un monumento histórico, que andaba en boca de marineros por los más remotos mares. Los disfraces eran la mayor contribución al éxito, porque removían la fantasía erótica de los clientes, así como el catálogo de putas, que habían podido reproducir y distribuir por algunas provincias, para despertar en los hombres el deseo de llegar a conocer algún día el famoso burdel.

— Es una lata andar con estos trapos y estas uvas de mentira, patrón, pero a los hombres les gusta. Se van contando y eso atrae a otros. Nos va muy bien, es un buen negocio y nadie aquí se siente explotado. Todos somos socios. Ésta es la única casa de putas del país que tiene su propio negro auténtico. Otros que usted ve por ahí son pintados, en cambio a Mustafá, aunque lo frote con lija, negro se queda. Y esto está limpio. Aquí se puede tomar agua en el excusado, porque echamos lejía hasta por donde usted no se imagina y todas estamos controladas por Sanidad. No hay venéreas.

Tránsito se quitó el último velo y su magnífica desnudez me apabulló tanto, que de pronto sentí un mortal cansancio. Tenía el corazón agobiado por la tristeza y el sexo fláccido como una flor mustia y sin destino entre las piernas.

— ¡Ay, Tránsito! Creo que ya estoy muy viejo para esto–balbuceé.

Pero Tránsito Soto comenzó a ondular la serpiente tatuada alrededor de su ombligo, hipnotizándome con el suave contorneo de su vientre, mientras me arrullaba con su voz de pájaro ronco, hablando de los beneficios de la cooperativa y las ventajas del catálogo. Tuve que reírme, a pesar de todo, y poco a poco sentí que mi propia risa era como un bálsamo. Con el dedo traté de seguir el contorno de la serpiente, pero se me deslizó zigzagueando. Me maravillé de que esa mujer, que no estaba en su primera ni en su segunda juventud, tuviera la piel tan firme y los músculos tan duros, capaces de mover a aquel reptil como si tuviera vida propia. Me incliné a besar el tatuaje y comprobé, satisfecho, que no estaba perfumada. El olor cálido y seguro de su vientre me entró por las narices y me invadió por completo, alertando en mi sangre un hervor que creía enfriado. Sin dejar de hablar, Tránsito abrió las piernas, separando las suaves columnas de sus muslos, en un gesto casual, como si acomodara la postura. Comencé a recorrerla con los labios, aspirando, hurgando, lamiendo, hasta que olvidé el luto y el peso de los años y el deseo me volvió con la fuerza de otros tiempos y sin dejar de acariciarla y besarla fui quitándole la ropa a tirones, con desesperación, comprobando feliz la firmeza de mi masculinidad, al tiempo que me hundía en el animal tibio y misericordioso que se me ofrecía, arrullado por la voz de pájaro ronco, enlazado por los brazos de la diosa, zarandeado por la fuerza de esas caderas, hasta perder la noción de las cosas y estallar en gozo.

Después nos remojamos los dos en la bañera con agua tibia, hasta que me volvió el alma al cuerpo y me sentí casi curado. Por un instante jugueteé con la fantasía de que Tránsito era la mujer que siempre había necesitado y que a su lado podría volver a la época en que era capaz de levantar en vilo a una robusta campesina, subirla al anca de mi caballo y llevarla a los matorrales contra su voluntad.

— Clara:.. — murmuré sin pensar, y entonces sentí que caía una lágrima por mi mejilla y luego otra y otra más, hasta que fue un torrente de llanto, un tumulto de sollozos, un sofoco de nostalgias y de tristezas, que Tránsito Soto reconoció sin dificultad, porque tenía una larga experiencia con las penas de los hombres. Me dejó llorar todas las miserias y las soledades de los últimos años y después me sacó de la bañera con cuidados de madre, me secó, me hizo masajes hasta dejarme blando como un pan remojado y me tapó cuando cerré los ojos en la cama. Me besó en la frente y salió de puntillas.

— ¿Quién será Clara? — la oí murmurar al salir.

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