Clara, clarividente Capítulo III

Clara tenía diez años cuando decidió que no valía la pena hablar y se encerró en el mutismo. Su vida cambió notablemente. El médico de la familia, el gordo y afable doctor Cuevas, intentó curarle el silencio con píldoras de su invención, con vitaminas en jarabe y tocaciones de miel de bórax en la garganta, pero sin ningún resultado aparente. Se dio cuenta de que sus medicamentos eran ineficaces y que su presencia ponía a la niña en estado de terror. Al verlo, Clara comenzaba a chillar y se refugiaba en el rincón más lejano, encogida como un animal acosado, de modo que abandonó sus curaciones y recomendó a Severo y Nívea que la llevaran donde un rumano de apellido Rostipov, que estaba causando sensación esa temporada. Rostipov se ganaba la vida haciendo trucos de ilusionista en los teatros de variedades y había realizado la increíble hazaña de tensar un alambre desde la punta de la catedral hasta la cúpula de la Hermandad Gallega, al otro lado de la plaza para cruzar caminando por el aire con una pértiga como único sostén. A pesar de su lado frívolo, Rostipov estaba provocando una batahola en los círculos científicos, porque en sus horas libres mejoraba la histeria con varillas magnéticas y trances hipnóticos. Nívea y Severo llevaron a Clara al consultorio que el rumano había improvisado en su hotel. Rostipov la examinó cuidadosamente y por último declaró que el caso no era de su incumbencia, puesto que la pequeña no hablaba porque no le daba la gana, y no porque no pudiera. De todos modos, ante la insistencia de los padres, fabricó unas píldoras de azúcar pintadas de color violeta y las recetó advirtiendo que eran un remedio siberiano para curar sordomudos. Pero la sugestión no funcionó en este caso y el segundo frasco fue devorado por Barrabás en un descuido sin que ello provocara en la bestia ninguna reacción apreciable. Severo y Nívea intentaron hacerla hablar con métodos caseros, con amenazas y súplicas y hasta dejándola sin comer, a ver si el hambre la obligaba a abrir la boca para pedir su cena, pero tampoco eso resultó.

La Nana tenía la idea de que un buen susto podía conseguir que la niña hablara y se pasó nueve años inventando recursos desesperados para aterrorizar a Clara, con lo cual sólo consiguió inmunizarla contra la sorpresa y el espanto. Al poco tiempo Clara no tenía miedo de nada, no la conmovían las apariciones de monstruos lívidos y desnutridos en su habitación, ni los golpes de los vampiros y demonios en su ventana. La Nana se disfrazaba de filibustero sin cabeza, de verdugo de la Torre de Londres, de perro lobo y de diablo cornudo, según la inspiración del momento y las ideas que sacaba de unos folletos terroríficos que compraba para ese fin y aunque no era capaz de leerlos, copiaba las ilustraciones. Adquirió la costumbre de deslizarse sigilosamente por los corredores para asaltar a la niña en la oscuridad, de aullar detrás de las puertas y esconder bichos vivos en la cama, pero nada de eso logró sacarle ni una palabra. A veces Clara perdía la paciencia, se tiraba al suelo, pataleaba y gritaba, pero sin articular ningún sonido en idioma conocido, o bien anotaba en la pizarrita que siempre llevaba consigo los peores insultos para la pobre mujer, que se iba a la cocina a llorar la incomprensión,

— ¡ Lo hago por tu bien, angelito! — sollozaba la Nana envuelta en una sábana ensangrentada y con la cara tiznada con corcho quemado.

Nívea le prohibió que siguiera asustando a su hija. Se dio cuenta que el estado de turbación aumentaba sus poderes mentales y producía desorden entre los aparecidos que rondaban a la niña. Además, aquel desfile de personajes truculentos estaba destrozando el sistema nervioso a Barrabás, que nunca tuvo buen olfato y era incapaz de reconocer a la Nana debajo de sus disfraces. El perro comenzó a orinarse sentado, dejando a su alrededor un inmenso charco y con frecuencia le crujían los dientes. Pero la Nana aprovechaba cualquier descuido de la madre para persistir en sus intentos de curar la mudez con el mismo remedio con que se quita el hipo.

Retiraron a Clara del colegio de monjas donde se habían educado todas las hermanas Del Valle y le pusieron profesores en la casa. Severo hizo traer de Inglaterra a una institutriz, miss Agatha, alta, toda ella de color ámbar y con grandes manos de albañil, pero no resistió el cambio de clima, la comida picante y el vuelo autónomo del salero desplazándose sobre la mesa del comedor, y tuvo que regresar a Liverpool. La siguiente fue una suiza que no tuvo mejor suerte y la francesa, que llegó gracias a los contactos del embajador de ese país con la familia, resultó ser tan rosada, redonda y dulce, que quedó encinta a los pocos meses y, al hacer las averiguaciones del caso, se supo que el padre era Luis, hermano mayor de Clara. Severo los casó sin preguntarles su opinión y, contra todos los pronósticos de Nívea y sus amigas, fueron muy felices. En vista de estas experiencias, Nívea convenció a su marido de que aprender idiomas extranjeros no era importante para una criatura con habilidades telepáticas y que era mucho mejor insistir con las clases de piano y enseñarle a bordar.

La pequeña Clara leía mucho. Su interés por la lectura era indiscriminado y le daban lo mismo los libros mágicos de los baúles encantados de su tío Marcos, que los documentos del Partido Liberal que su padre guardaba en su estudio. Llenaba incontables cuadernos con sus anotaciones privadas, donde fueron quedando registrados los acontecimientos de ese tiempo, que gracias a eso no se perdieron borrados por la neblina del olvido, y ahora yo puedo usarlos para rescatar su memoria.

Clara clarividente conocía el significado de los sueños. Esta habilidad era natural en ella y no requería los engorrosos estudios cabalísticos que usaba el tío Marcos con más esfuerzo y menos acierto. El primero en darse cuenta de eso fue Honorio, el jardinero de la casa, que soñó un día con culebras que andaban entre sus pies y que, para quitárselas de encima, les daba de patadas hasta que conseguía aplastar a diecinueve. Se lo contó a la niña mientras podaba las rosas, sólo para entretenerla, porque la quería mucho y le daba lástima que fuera muda. Clara sacó la pizarrita del bolsillo de su delantal y escribió la interpretación del sueño de Honorio: tendrás mucho dinero, te durará poco, lo ganarás sin esfuerzo, juega al diecinueve. Honorio no sabía leer, pero Nívea le leyó el mensaje entre burlas y risas. El jardinero hizo lo que le decían y se ganó ochenta pesos en una timba clandestina que había detrás de una bodega de carbón. Se los gastó en un traje nuevo, una borrachera memorable con todos sus amigos y una muñeca de loza para Clara. A partir de entonces la niña tuvo mucho trabajo descifrando sueños a escondidas de su madre, porque cuando se supo la historia de Honorio iban a preguntarle qué quería decir volar sobre una torre con alas de cisne; ir en una barca a la deriva y que cante una sirena con voz de viuda; que nazcan dos gemelos pegados por la espalda, cada uno con una espada en la mano, y Clara anotaba sin vacilar en la pizarrita que la torre es la muerte y el que vuela por encima se salvará de morir en un accidente, el que naufraga y escucha a la sirena perderá su trabajo y pasará penurias, pero lo ayudará una mujer con la que hará un negocio; los gemelos son marido y mujer forzados en un mismo destino, hiriéndose mutuamente con golpes de espada.

Los sueños no eran lo único que Clara adivinaba. También veía el futuro y conocía la intención de la gente, virtudes que mantuvo a lo largo de su vida y acrecentó con el tiempo. Anunció la muerte de su padrino, don Salomón Valdés, que era corredor de la Bolsa de Comercio y que creyendo haberlo perdido todo, se colgó de la lámpara en su elegante oficina. Allí lo encontraron, por insistencia de Clara, con el aspecto de un carnero mustio, tal como ella lo describió en la pizarra. Predijo la hernia de su padre, todos los temblores de tierra y otras alteraciones de la naturaleza, la única vez que cayó nieve en la capital matando de frío a los pobres en las poblaciones y a los rosales en. los jardines de los ricos, y la identidad del asesino de las colegialas, mucho antes que la policía descubriera el segundo cadáver, pero nadie la creyó y Severo no quiso que su hija opinara sobre cosas de criminales que no tenían parentesco con la familia. Clara se dio cuenta a la primera mirada que Getulio Armando iba a estafar a su padre con el negocio de las ovejas australianas, porque se lo leyó en el color del aura. Se lo escribió a su padre, pero éste no le hizo caso y cuando vino a acordarse de las predicciones de su hija menor, había perdido la mitad de su fortuna y su socio andaba por el Caribe, convertido en hombre rico, con un serrallo de negras culonas y un barco propio para tomar el sol.

La habilidad de Clara para mover objetos sin tocarlos no se pasó con la menstruación, como vaticinaba la Nana, sino que se fue acentuando hasta tener tanta práctica, que podía mover las teclas del piano con la tapa cerrada, aunque nunca pudo desplazar el instrumento por la sala, como era su deseo. En esas extravagancias ocupaba la mayor parte de su energía y de su tiempo. Desarrolló la capacidad de adivinar un asombroso porcentaje de las cartas de la baraja e inventó juegos de irrealidad para divertir a sus hermanos. Su padre le prohibió escrutar el futuro en los naipes e invocar fantasmas y espíritus traviesos que molestaban al resto de la familia y aterrorizaban a la servidumbre, pero Nívea comprendió que mientras más limitaciones y sustos tenía que soportar su hija menor, más lunática se ponía, de modo que decidió dejarla en paz con sus trucos de espiritista, sus juegos de pitonisa y su silencio de caverna, tratando de amarla sin condiciones y aceptarla tal cual era. Clara creció como una planta salvaje, a pesar de las recomendaciones del doctor Cuevas, que había traído de Europa la novedad de los baños de agua fría y los golpes de electricidad para curar a los locos.

Barrabás acompañaba a la niña de día y de noche, excepto en los períodos normales de su actividad sexual. Estaba siempre rondándola como una gigantesca sombra tan silenciosa como la misma niña, se echaba a sus pies cuando ella se sentaba y en la noche dormía a su lado con resoplidos de locomotora. Llegó a compenetrarse tan bien con su ama, que cuando ésta salía a caminar sonámbula por la casa, el perro la seguía en la misma actitud. Las noches de luna llena era común verlos paseando por los corredores, como dos fantasmas flotando en la pálida luz. A medida que el perro fue creciendo, se hicieron evidentes sus distracciones. Nunca comprendió la naturaleza translúcida del cristal y en sus momentos de emoción solía embestir las ventanas al trote, con la inocente intención de atrapar alguna mosca. Caía al otro lado en un estrépito de vidrios rotos, sorprendido y triste. En aquellos tiempos los cristales venían de Francia por barco y la manía del animal de lanzarse contra ellos llegó a ser un problema, hasta que Clara ideó el recurso extremo de pintar gatos en los vidrios. Al convertirse en adulto, Barrabás dejó de fornicar con las patas del piano, como lo hacía en su infancia, y su instinto reproductor se ponía de manifiesto sólo cuando olía alguna perra en celo en la proximidad. En esas ocasiones no había cadena ti¡ puerta que pudiera retenerlo, se lanzaba a la calle venciendo todos los obstáculos que se le ponían por delante y se perdía por dos o tres días. Volvía siempre con la pobre perra colgando atrás suspendida en el aire, atravesada por su enorme masculinidad. Había que

esconder a los niños para que no vieran el horrendo espectáculo del jardinero mojándolos con agua fría hasta que, después de mucha agua, patadas y otras ignominias, Barrabás se desprendía de su enamorada, dejándola agónica en el patio de la casa, donde Severo tenía que rematarla con un tiro de misericordia.

La adolescencia de Clara transcurrió suavemente en la gran casa de tres patios de sus padres, mimada por sus hermanos mayores, por Severo que la prefería entre todos sus hijos, por Nívea y por la Nana, que alternaba sus siniestras excursiones disfrazada de cuco, con los más tiernos cuidados. Casi todos sus hermanos se habían casado o partido, unos de viaje, otros a trabajar a provincia, y la gran casa, que había albergado a una familia numerosa, estaba casi vacía, con muchos cuartos cerrados. La niña ocupaba el tiempo que le dejaban sus preceptores en leer, mover sin tocar los objetos más diversos, corretear a Barrabás, practicar juegos de adivinación y aprender a tejer que, de todas las artes domésticas, fue la única que pudo dominar. Desde aquel Jueves Santo en que el padre Restrepo la acusó de endemoniada, hubo una sombra sobre su cabeza que el amor de sus padres y la discreción de sus hermanos consiguió controlar, pero la fama de sus extrañas habilidades circuló en voz baja en las tertulias de señoras. Nívea se dio cuenta que a su hija nadie la invitaba y hasta sus propios primos la eludían. Procuró compensar la falta de amigos con su dedicación total, con tanto éxito, que Clara creció alegremente y en los años posteriores recordaría su infancia como un período luminoso de su existencia, a pesar de su soledad y de su mudez. Toda su vida guardaría en la memoria las tardes compartidas con su madre en la salita de costura, donde Nívea cosía a máquina ropa para los pobres y le contaba cuentos y anécdotas familiares. Le mostraba los daguerrotipos de la pared y le narraba el pasado.

— ¿Ve este señor tan serio, con barba de bucanero? Es el tío Mateo, que se fue al Brasil por un negocio de esmeraldas, pero una mulata de fuego le hizo mal de ojo. Se le cayó el pelo, se le desprendieron las uñas, se le soltaron los dientes. Tuvo que ir a ver a un hechicero, un brujo vudú, un negro retinto, que le dio un amuleto y se le afirmaron los dientes, le salieron uñas nuevas y recuperó el pelo. Mírelo, hijita, tiene más pelo que un indio: es el único calvo en el mundo que volvió a echar pelo.

Clara sonreía sin decir nada y Nívea seguía hablando porque se había acostumbrado al silencio de su hija. Por otra parte, tenía la esperanza que de tanto meterle ideas en la cabeza, tarde o temprano haría una pregunta y recuperaría el habla.

— Y éste decía–es el tío Juan. Yo lo quería mucho. Una vez se tiró un pedo y fue su condena a muerte, una gran desgracia. Sucedió en un almuerzo campestre. Estábamos todas las primas un fragante día de primavera, con nuestros vestidos de muselina y nuestros sombreros con flores y cintas, y los muchachos lucían su mejor ropa dominguera. Juan se quitó su chaqueta blanca, ¡ parece que lo estoy viendo! Se arremangó la camisa y se colgó airoso de la rama de un árbol para provocar, con sus proezas de trapecista, la admiración de Constanza Andrade, que fue Reina de la Vendimia, y que desde la primera vez que la vio, perdió la tranquilidad, devorado por el amor. Juan hizo dos flexiones impecables, una vuelta completa y al siguiente movimiento lanzó una sonora ventosidad. ¡No se ría, Clarita! Fue terrible. Se produjo un silencio confundido y la Reina de la Vendimia empezó a reír descontroladamente. Juan se puso su chaqueta, estaba muy pálido, se alejó del grupo sin prisa y no lo volvimos a ver más. Lo buscaron hasta en la Legión Extranjera, preguntaron por él en todos los consulados, pero nunca más se supo de su existencia. Yo creo que se metió a misionero y se fue a cuidar leprosos ala Isla de Pascua, que es lo más lejos que se puede llegar para olvidar y para que lo olviden, porque queda fuera de las rutas de

navegación y ni siquiera figura en los mapas de los holandeses. Desde entonces la gente lo recuerda como Juan del Pedo.

Nívea llevaba a su hija a la ventana y le mostraba el tronco seco del álamo.

— Era un árbol enorme–decía-. Lo hice cortar antes que naciera mi hijo mayor. Dicen que era tan alto, que desde la punta se podía ver toda la ciudad, pero el único que llegó tan arriba, no tenía ojos para verla. Cada hombre de la familia Del Valle, cuando quiso ponerse pantalones largos, tuvo que treparlo para probar su valor. Era algo así como un rito de iniciación. El árbol estaba lleno de marcas. Yo misma pude comprobarlo cuando lo cortaron. Desde las primeras ramas intermedias, gruesas como chimeneas, ya se podían ver la marcas dejadas por los abuelos que hicieron su ascenso en su época. Por las iniciales grabadas en el tronco se sabía de los que habían subido más alto, de los más valientes, y también de los que se habían detenido, asustados. Un día le tocó a jerónimo, el primo ciego. Subió tanteando las ramas sin vacilar, porque no veía la altura y no presentía el vacío. Llegó a la cima, pero no pudo terminar la jota de su inicial, porque se desprendió como una gárgola y se fue de cabeza al suelo, a los pies de su padre y sus hermanos. Tenía quince años. Llevaron el cuerpo envuelto en una sábana a su madre, la pobre mujer los escupió a todos en la cara, les gritó insultos de marinero y maldijo a la raza de hombres que había incitado a su hijo a subir al árbol, hasta que se la llevaron las monjas de la Caridad envuelta en una camisa de fuerza. Yo sabía que algún día mis hijos tendrían que continuar esa bárbara tradición. Por eso lo hice cortar. No quería que Luis y los otros niños crecieran con la sombra de ese patíbulo en la ventana.

A veces Clara acompañaba a su madre y a dos o tres de sus amigas sufragistas a visitar fábricas, donde se subían en unos cajones para arengar a las obreras, mientras desde una prudente distancia, los capataces y los patrones las observaban burlones y agresivos. A pesar de su corta edad y su completa ignorancia de las cosas del mundo, Clara podía percibir el absurdo de la situación y describía en sus cuadernos el contraste entre su madre y sus amigas, con abrigos de piel y botas de gamuza, hablando de opresión, de igualdad y de derechos, a un grupo triste y resignado de trabajadoras, con sus toscos delantales de dril y las manos rojas por los sabañones. De la fábrica, las sufragistas se iban a la confitería de la Plaza de Armas a tomar té con pastelitos y comentar los progresos de la campaña, sin que esta distracción frívola las apartara ni un ápice de sus inflamados ideales. Otras veces su madre la llevaba a las poblaciones marginales y a los conventillos, donde llegaban con el coche cargado de alimentos y ropa que Nívea y sus amigas cosían para los pobres. También en esas ocasiones, la niña escribía con asombrosa intuición que las obras de caridad no podían mitigar la monumental injusticia. La relación con su madre era alegre e íntima, y Nívea, a pesar de haber tenido quince hijos, la trataba como si fuera la única, estableciendo un vínculo tan fuerte, que se prolongó en las generaciones posteriores como una tradición familiar.

La Nana se había convertido en una mujer sin edad, que conservaba intacta la fortaleza de su juventud y podía andar a brincos por los rincones asustando la mudez, igual como podía pasar el día revolviendo con un palo la marmita de cobre, en un fuego de infierno al centro del tercer patio, donde gorgoriteaba el dulce de membrillo, un líquido espeso de color del topacio, que al enfriarse se convertía en moldes de todos tamaños que Nívea repartía entre sus pobres. Acostumbrada a vivir rodeada de niños, cuando los demás crecieron y se fueron, la Nana volcó en Clara todas sus ternuras. Aunque la niña ya no tenía edad para eso, la bañaba como si fuera un crío, remojándola en la bañera esmaltada con agua perfumada de albahaca y jazmín, la frotaba con una esponja, la enjabonaba meticulosamente sin olvidar ningún resquicio

de plumas de cisne y le cepillaba el pelo con infinita paciencia, hasta dejárselo brillante y dócil como una planta de mar. La vestía, le abría la cama, le llevaba el desayuno en bandeja, la obligaba a tomar infusión de tilo para los nervios, de manzanilla para el estómago, de limón para la transparencia de la piel, de ruda para la mala bilis y de menta para la frescura del aliento, hasta que la niña se convirtió en un ser angélico y hermoso que deambulaba por los patios y los corredores envuelta en un aroma de flores, un rumor de enaguas almidonadas y un halo de rizos y cintas.

Clara pasó la infancia y entró en la juventud dentro de las paredes de su casa, en un mundo de historias asombrosas, de silencios tranquilos, donde el tiempo no se marcaba con relojes ni calendarios y donde los objetos tenían vida propia, los aparecidos se sentaban en la mesa y hablaban con los humanos, el pasado y el futuro eran parte de la misma cosa y la realidad del presente era un caleidoscopio de espejos desordenados donde todo podía ocurrir. Es una delicia, para mi, leer los cuadernos de esa época, donde se describe un mundo mágico que se acabó. Clara habitaba un universo inventado para ella, protegida de las inclemencias de la vida, donde se confundían la verdad prosaica de las cosas materiales con la verdad tumultosa de los sueños, donde no siempre funcionaban las leyes de la física o la lógica. Clara vivió ese período ocupada en sus fantasías, acompañada por los espíritus del aire, del agua y de la tierra, tan feliz, que no sintió la necesidad de hablar en nueve años. Todos habían perdido la esperanza de volver a oírle la voz, cuando el día de su cumpleaños, después que sopló las diecinueve velas de su pastel de chocolate, estrenó una voz que había estado guardada durante todo aquel tiempo y que tenía resonancia de instrumento desafinado.

— Pronto me voy a casar–dijo.

— ¿Con quién? — preguntó Severo.

— Con el novio de Rosa–respondió ella.

Y entonces se dieron cuenta que había hablado por primera vez en todos esos años y el prodigio removió la casa en sus cimientos y provocó el llanto de toda la familia. Se llamaron unos a otros, se desparramó la noticia por la ciudad, consultaron al doctor Cuevas, que no podía creerlo, y en el alboroto de que Clara había hablado, a todos se les olvidó lo que dijo y no se acordaron hasta dos meses más tarde, cuando apareció Esteban Trueba, a quien no habían visto desde el entierro de Rosa, a pedir la mano de Clara.

Esteban Trueba se bajó en la estación y cargó él mismo sus dos maletas. La cúpula de fierro que habían construido los ingleses imitando la Estación Victoria, en los tiempos en que tenían la concesión de los ferrocarriles nacionales, no había cambiado nada desde la última vez que estuvo allí años antes, los mismos cristales sucios, los niños lustrabotas, las vendedoras de pan de huevo y dulces criollos y los cargadores con sus gorras oscuras con la insignia de la corona británica, que a nadie se le había ocurrido sustituir por otra con los colores de la bandera. Tomó un coche y le dio la dirección de la casa de su madre. La ciudad le pareció desconocida, había un desorden de modernismo, un prodigio de mujeres mostrando las pantorrillas, de hombres con chaleco y pantalones con pliegues, un estropicio de obreros haciendo hoyos en el pavimento, quitando árboles para poner postes, quitando postes para poner edificios, quitando edificios para plantar árboles, un estorbo de pregoneros ambulantes gritando las maravillas del afilador de cuchillos, del maní tostado, del muñequito que baila solo, sin alambre, sin hilos, compruébelo usted mismo, pásele la mano, un viento de basurales, de fritangas, de fábricas, de automóviles tropezando con los coches y los

)-ran\(íac Hü t–rarrión a cannro rr\mn llamahan a lr>c rahallnc \/iair>c mío Hrahan la

movilización colectiva, un resuello de muchedumbre, un rumor de carreras, de ir y venir con prisa, de impaciencia y horario fijo. Esteban se sintió oprimido. Odiaba esa ciudad mucho más de lo que recordaba, evocó las alamedas del campo, el tiempo medido por las lluvias, la vasta soledad de sus potreros, la fresca quietud del río y de su casa silenciosa.

— Ésta es una ciudad de mierda–concluyó.

El coche lo llevó al trote a la casa donde se había criado. Se estremeció al ver cómo se había deteriorado el barrio en esos años, desde que los ricos quisieron vivir más arriba que los demás y la ciudad creció hacia los faldeos de la cordillera. De la plaza donde jugaba de niño, no quedaba nada, era un sitio baldío lleno de carretas del mercado estacionadas entre la basura donde escarbaban los perros vagos. Su casa estaba devastada. Vio todos los signos del paso del tiempo. En la puerta vidriada, con motivos de pájaros exóticos en el cristal tallado, pasada de moda y desvencijada, había un llamador de bronce con la forma de una mano femenina sujetando una bola. Tocó y tuvo que esperar un tiempo que le pareció interminable hasta que la puerta se abrió con el tirón de una cuerda que iba del picaporte hasta la parte superior de la escalera. Su madre habitaba el segundo piso y alquilaba la planta baja a una fábrica de botones. Esteban comenzó a subir los peldaños crujientes que no habían sido encerados en mucho tiempo. Una viejísima sirvienta, cuya existencia había olvidado por completo, lo esperaba arriba y lo recibió con lacrimosas muestras de afecto, igual como lo recibía a los quince años, cuando volvía de la Notaría donde se ganaba la vida copiando traspasos de propiedades y poderes de desconocidos. Nada había cambiado, ni siquiera la ubicación de los muebles, pero todo le pareció diferente a Esteban, el corredor con los pisos de madera gastada, algunos vidrios rotos, mal remendados con pedazos de cartón, unos helechos polvorientos languideciendo en tarros oxidados y maceteros de loza descascarada, una fetidez de comida y de orines que encogía el estómago: «¡Qué pobreza!», pensó Esteban sin explicarse a dónde iba a parar todo el dinero que le enviaba a su hermana para vivir con decencia.

Férula salió a recibirlo con una triste mueca de bienvenida. Había cambiado mucho, ya no era la mujer opulenta que había dejado años atrás, había adelgazado y la nariz parecía enorme en su rostro anguloso, tenía un aire de melancolía y ofuscación, olor intenso a lavanda y ropa anticuada. Se abrazaron en silencio.

— ¿Cómo está mamá? — preguntó Esteban.

— Ven a verla, te espera–dijo ella.

Pasaron por un corredor de cuartos comunicados entre sí, todos iguales, oscuros, de paredes mortuorias, techos altos y ventanas estrechas, con papeles murales de flores desteñidas y doncellas lánguidas, manchados por el hollín de los braseros y por la pátina del tiempo y la pobreza. Desde muy lejos llegaba la voz de un locutor de radio anunciando las pildoritas del doctor Ross, chiquitas pero cumplidoras, que combaten el estreñimiento, el insomnio y el mal aliento. Se detuvieron ante la puerta cerrada del dormitorio de doña Ester Trueba.

Aquí está–dijo Férula.

Esteban abrió la puerta y necesitó algunos segundos para ver en la oscuridad. El olor a medicamentos y podredumbre le golpeó la cara, un olor dulzón de sudor, humedad, encierro y algo que al principio no identificó, pero que pronto se le adhirió como una peste: el olor de la carne en descomposición. La luz entraba en un hilo por la ventana entreabierta, vio la cama ancha donde murió su padre y donde durmió su madre desde el día de su boda, de negra madera tallada, con un dosel de ángeles en altorrelieve y unas piltrafas de brocado rojo marchitas por el uso. Su madre estaba

semisentada. Era un bloque de carne compacta, una monstruosa pirámide de grasa y trapos, terminada en una pequeña cabecita calva con los ojos dulces, sorprendentemente vivos, azules e inocentes. La artritis la había convertido en un ser monolítico, no podía doblar las articulaciones ni girar la cabeza, tenía los dedos engarfiados como las patas de un fósil, y para mantener la posición en la cama necesitaba el apoyo de un cajón en la espalda, sostenido por una viga de madera que a su vez se asentaba en la pared. Se notaba el paso de los años por las marcas que la viga dejó en el muro, una huella de sufrimiento, un sendero de dolor.

— Mamá… — murmuró Esteban y la voz se le quebró en el pecho en un llanto contenido, borrando de una plumada los recuerdos tristes, la infancia pobre, los olores rancios, las mañanas heladas y la sopa grasienta de su niñez, la madre enferma, el padre ausente y esa rabia comiéndole las entrañas desde el día en que tuvo uso de razón, olvidando todo menos los únicos momentos luminosos en que esa mujer desconocida que yacía en la cama lo había acunado en sus brazos, había tocado su frente buscando la fiebre, le había cantado una canción de cuna, se había inclinado con él sobre las páginas de un libro, había sollozado de pena al verlo levantarse al alba para ir a trabajar cuando aún era un niño, había sollozado de alegría al verlo regresar en la noche, había sollozado, madre, por mí.

Doña Ester extendió la mano, pero no era un saludo, sino un gesto para detenerlo.

— Hijo, no se acerque–y tenía la voz entera, tal como él la recordaba, la voz cantarina y sana de una jovencita.

— Es por el olor–aclaró Férula secamente-. Se pega.

Esteban quitó la colcha de damasco deshilachada y vio las piernas de su madre. Eran dos columnas amoratadas, elefantiásicas, cubiertas de llagas donde las larvas de moscas y los gusanos hacían nidos y cavaban túneles, dos piernas pudriéndose en vida, con unos pies descomunales de un pálido color azul, sin uñas en los dedos, reventándose en su propia pus, en la sangre negra, en la fauna abominable que se alimentaba de su carne, madre, por Dios, de mi carne.

— El doctor me las quiere cortar, hijo–dijo doña Ester con su voz tranquila de muchacha-,pero yo estoy muy vieja para eso y estoy muy cansada de sufrir, así es que mejor me muero. Pero no quería morirme sin verlo, porque en todos estos años llegué a pensar que usted estaba muerto y que sus cartas las escribía su hermana, para no darme ese dolor. Póngase a la luz, hijo, para verlo bien visto. ¡ Por Dios! ¡Parece un salvaje!

— Es la vida del campo, mamá–murmuró él.

— ¡Enfín! Se ve fuerte todavía. ¿Cuántos años tiene?

— Treinta y cinco.

— Buena edad para casarse y asentar cabeza, para que yo me pueda morir en paz.

— ¡Usted no se va a morir, mamá! — suplicó Esteban.

— Quiero estar segura de que tendré nietos, alguien que lleve mi sangre, que tenga nuestro apellido. Férula perdió las esperanzas de casarse, pero usted tiene que buscarse una esposa. Una mujer decente y cristiana. Pero antes tiene que cortarse esos pelos y esa barba, ¿me oye?

Esteban asintió. Se arrodilló junto a su madre y hundió la cara en su mano hinchada, pero el olor lo tiró hacia atrás. Férula lo tomó del brazo y lo sacó de esa habitación de pesadumbre. Afuera respiró profundamente, con el olor pegado en las narices y entonces sintió la rabia, su rabia tan conocida subirle como una oleada caliente a la cabeza, inyectarle los ojos, poner blasfemias de bucanero en sus labios,

rabia por el tiempo pasado sin pensar en usted madre, rabia por haberla descuidado, por no haberla querido y cuidado lo suficiente, rabia por ser un miserable hijo de puta, no, perdone, madre, no quise decir eso, carajo, se está muriendo, vieja, y yo no puedo hacer nada, ni siquiera calmarle el dolor, aliviarle la podredumbre, quitarle ese olor de espanto, ese caldo de muerte en el que se está cocinando, madre.

Dos días después, doña Ester Trueba murió en el lecho de los suplicios donde había padecido los últimos años de su vida. Estaba sola, porque su hija Férula había do, como todos los viernes, a los conventillos de los pobres, en el barrio de la Misericordia, a rezar el rosario a los indigentes, a los ateos, a las prostitutas y a los huérfanos, que le tiraban basura, le vaciaban bacinillas y la escupían, mientras ella, de rodillas en el callejón del conventillo, gritaba padrenuestros y avemarías en incansable letanía, chorreada de porquería de indigente, de escupo de ateo, de desperdicio de prostituta y basura de huérfano, llorando, ay, de humillación, clamando perdón para los que no saben lo que hacen y sintiendo que los huesos se le ablandaban, que una languidez mortal le convertía las piernas en algodón, que un calor de verano le infundía pecado entre los muslos, aparta de mí este cáliz, Señor, que el vientre le estallaba en llamas de infierno, ay; de santidad, de miedo, padrenuestro, no me dejes caer en la tentación, Jesús.

Esteban tampoco estaba con doña Ester cuando murió calladamente en el lecho de los suplicios. Había ido a visitar a la familia Del Valle para ver si les quedaba alguna hija soltera, porque con tantos años de ausencia y tantos de barbarie, no sabía por donde comenzar a cumplir la promesa hecha a su madre de darle nietos legítimos y concluyó que si Severo y Nívea lo aceptaron como yerno en los tiempos de Rosa la bella, no había ninguna razón para que no lo aceptaran de nuevo, especialmente ahora que era un hombre rico y no tenía que escarbar la tierra para arrancarle su oro, sino que tenía todo el necesario en su cuenta en el banco.

Esteban y Férula encontraron esa noche a su madre muerta en la cama. Tenía una sonrisa apacible, como si en el último instante de su vida la enfermedad hubiera querido ahorrarle su cotidiana tortura.

El día que Esteban Trueba pidió ser recibido, Severo y Nívea del Valle recordaron las palabras con que Clara había roto su larga mudez, de modo que no manifestaron ninguna extrañeza cuando el visitante les preguntó si tenían alguna hija en edad y condición de casarse. Sacaron sus cuentas y le informaron que Ana se había metido a monja, Teresa estaba muy enferma y todas las demás estaban casadas, menos Clara, la menor, que aún estaba disponible, pero era una criatura algo estrafalaria, poco apta para las responsabilidades matrimoniales y la vida doméstica. Con toda honestidad, le contaron las rarezas de su hija menor, sin omitir el hecho de que había permanecido sin hablar durante la mitad de su existencia, porque no le daba la gana hacerlo y no porque no pudiera, como había aclarado muy bien el rumano Rostipov y confirmado el doctor Cuevas con innumerables exámenes. Pero Esteban Trucha no era hombre de dejarse amedrentar por historias de fantasmas que deambulan por los corredores, por objetos que se mueven a la distancia con el poder de la mente o por presagios de mala suerte, y mucho menos por el prolongado silencio, que consideraba una virtud. Concluyó que ninguna de esas cosas eran inconvenientes para echar hijos sanos y legítimos al mundo y pidió conocer a Clara. Nívea salió a buscar a su hija y los dos hombres quedaron solos en el salón, ocasión que Trucha, con su franqueza habitual, aprovechó para plantear sin preámbulos su solvencia económica.

— ¡Por favor, no se adelante, Esteban! — le interrumpió Severo-. Primero tiene que ver a la niña, conocerla mejor, y también tenemos que considerar los deseos de Clara. ¿No le parece?

Nívea regresó con Clara. La joven entró al salón con las mejillas arreboladas y las uñas negras, porque había estado ayudando al jardinero a plantar papas de dalias y en esa ocasión le falló la clarividencia para esperar al futuro novio con un arreglo más esmerado. Al verla, Esteban se puso de pie asombrado. La recordaba como una criatura flaca y asmática, sin la menor gracia, pero la joven que tenía al frente era un delicado medallón de marfil, con un rostro dulce y una mata de cabello castaño, crespo y desordenado escapándose en rizos del peinado, ojos melancólicos, que se transformaban en una expresión burlona y chispeante cuando se reía, con una risa franca y abierta, la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás. Ella lo saludó con un apretón de manos, sin dar muestras de timidez.

— Lo estaba esperando–dijo sencillamente.

Transcurrieron un par de horas en visita de cortesía, hablando de la temporada lírica, los viajes a Europa, la situación política y los resfríos de invierno, bebiendo mistela y comiendo pasteles de hojaldre. Esteban observaba a Clara con toda la discreción de que era capaz, sintiéndose paulatinamente seducido por la muchacha. No recordaba haber estado tan interesado en alguien desde el día glorioso en que vio a Rosa, la bella, comprando caramelos de anís en la confitería de la Plaza de Armas. Comparó a las dos hermanas y llegó a la conclusión de que Clara aventajaba en simpatía, aunque Rosa, sin duda, había sido mucho más hermosa. Cayó la noche y entraron dos empleadas a correr las cortinas y encender las luces, entonces Esteban se dio cuenta que su visita había durado demasiado. Sus modales dejaban mucho que desear. Saludó rígidamente a Severo y Nívea y pidió autorización para visitar a Clara de nuevo.

— Espero no aburrirla, Clara–dijo sonrojándose-. Soy un hombre rudo, de campo, y soy por lo menos quince años mayor. No sé tratar a una joven como usted…

— ¿Usted quiere casarse conmigo? — preguntó Clara y él notó un brillo irónico en sus pupilas de avellana.

— ¡Clara, por Dios! — exclamó su madre horrorizada-. Disculpe, Esteban, esta niña siempre ha sido muy impertinente.

— Quiero saberlo, mamá, para no perder tiempo–dijo Clara.

— A mí también me gustan las cosas directas–sonrió feliz Esteban-. Sí, Clara, a eso he venido.

Clara lo tomó del brazo y lo acompañó hasta la salida. En la última mirada que intercambiaron Esteban comprendió que lo había aceptado y lo invadió la alegría. Al tomar el coche, iba sonriendo sin poder creer en su buena suerte y sin saber por qué una joven tan encantadora como Clara lo había aceptado sin conocerlo. No sabía que ella había visto su propio destino, por eso lo había llamado con el pensamiento y estaba dispuesta a casarse sin amor.

Dejaron pasar algunos meses por respeto al duelo de Esteban Trueba, durante los cuales él la cortejó a la antigua, en la misma forma en que lo había hecho con su hermana Rosa, sin saber que Clara detestaba los caramelos de anís y los acrósticos le daban risa. A fin de año, cerca de Navidad, anunciaron oficialmente su noviazgo por el periódico y se colocaron las argollas en presencia de sus parientes y amigos íntimos, más de cien personas en total, en un banquete pantagruélico, donde desfilaron las bandejas con pavos rellenos, los cerdos acaramelados, los congrios de agua fría, las

langostas gratinadas, las ostras vivas, las tortas de naranja y limón de las Carmelitas,

de almendra y nuez de las Dominicas, de chocolate y huevomol de las Clarisas, y cajas de champán traídas de Francia a través del cónsul, que hacía contrabando con sus privilegios diplomáticos, pero todo servido y presentado con gran sencillez por las antiguas empleadas de la casa, con sus delantales negros de todos los días, para darle al festín la apariencia de una modesta reunión familiar, porque toda extravagancia era una prueba de chabacanería y condenada como un pecado de vanidad mundana y un signo de mal gusto, debido al ancestro austero y algo lúgubre de aquella sociedad descendiente de los más esforzados emigrantes castellanos y vascos. Clara era una aparición de encaje de Chantilly blanco y camelias naturales, desquitándose como una cotorra feliz de los nueve años de silencio, bailando con su novio bajo los toldos y los faroles, ajena por completo a las advertencias de los espíritus que le hacían señales desesperadas desde las cortinas, pero que en la turbamulta y el bochinche, ella no veía. La ceremonia de las argollas se mantenía igual desde los tiempos de la Colonia. A las diez de la noche, un sirviente circuló entre los invitados tocando una campanita de cristal, se calló la música, se paró el baile y los invitados se reunieron en el salón principal. Un sacerdote pequeño e inocente, adornado con sus paramentos de misa mayor, leyó el enmarañado sermón que había preparado, exaltando confusas e impracticables virtudes. Clara no le escuchó, porque cuando se apagó el estrépito de la música y la pelotera de los bailarines, prestó atención a los susurros de los espíritus entre las cortinas y se dio cuenta que hacía muchas horas que no veía a Barrabás. Lo buscó con la mirada, alertando los sentidos, pero un codazo de su madre la devolvió a las urgencias de la ceremonia. El sacerdote terminó su discurso, bendijo los anillos de oro y en seguida Esteban puso uno a su novia y se colocó el otro en su dedo.

En ese momento un grito de horror sacudió a la concurrencia. La gente se apartó, abriendo un camino por donde entró Barrabás, más negro y grande que nunca, con un cuchillo de carnicero metido en el lomo hasta la cacha, desangrándose como un buey, las largas patas de potrillo temblando, el hocico babeando en un hilo de sangre, los ojos nublados por la agonía, paso a paso, arrastrando una pata detrás de la otra, en un zigzagueante avance de dinosaurio herido. Clara cayó sentada en el sofá de seda francesa. El perrazo se acercó a ella, le colocó la gran cabeza de fiera milenaria en la falda y se quedó mirándola con sus ojos enamorados, que se fueron empañando y quedando ciegos, mientras el blanco encaje de Chantilly, la seda francesa del sofá, la alfombra persa y el parquet se ensopaban de sangre. Barrabás se fue muriendo sin ninguna prisa, con los ojos prendidos en Clara, que le acariciaba las orejas y murmuraba palabras de consuelo, hasta que finalmente cayó y en un único estertor se quedó tieso. Entonces todos parecieron despertar de una pesadilla y un rumor de espanto recorrió el salón, los invitados comenzaron a despedirse apresurados, a escapar sorteando los charcos de sangre, recogiendo al vuelo sus estolas de piel, sus sombreros de copa, sus bastones, sus paraguas, sus bolsos de mostacillas. En el salón de la fiesta quedaron solamente Clara con la bestia en el regazo, sus padres, que se abrazaban paralizados por el mal presagio, y el novio, que no entendía la causa de tanto alboroto por un simple perro muerto, mas cuando se dio cuenta que Clara parecía traspuesta, la levantó en brazos y se la llevó medio inconsciente hasta su dormitorio, donde los cuidados de la Nana y las sales del doctor Cuevas impidieron que volviera a caer en el estupor y la mudez. Esteban Trueba pidió ayuda al jardinero y entre los dos echaron al coche el cadáver de Barrabás; que con la muerte aumentó de peso hasta ser casi imposible levantarlo.

El año transcurrió en los preparativos de la boda. Nívea se ocupó del ajuar de Clara, quien no demostraba el menor interés en el contenido de los baúles de sándalo y

cani lía ovnorimont–aniHn rnn la moca Hü t–roc nat–ac \/ ciic nainac Hü aiHi\;inariAn I ac

sábanas bordadas con primor, los manteles de hilo y la ropa interior que diez años atrás habían hecho las monjas para Rosa con las iniciales entrelazadas de Trueba y Del Valle, sirvieron para el ajuar de Clara. Nívea encargó a Buenos Aires, a París y a Londres vestidos de viaje, ropa para el campo, trajes de fiesta, sombreros a la moda, zapatos y carteras de cuero de lagarto y gamuza, y otras cosas que se guardaron envueltas en papel de seda y se preservaron con lavanda y alcanfor, sin que la novia les diera más que una mirada distraída.

Esteban Trueba se puso al mando de una cuadrilla de albañiles, carpinteros y plomeros, para construir la casa más sólida, amplia y asoleada que se pudiera concebir, destinada a durar mil años y a albergar varias generaciones de una familia numerosa de Truebas legítimos. Encargó los planos a un arquitecto francés e hizo traer parte de los materiales del extranjero para que su casa fuera la única con vitrales alemanes, con zócalos tallados en Austria, con grifería de bronce inglesa, con mármoles italianos en los pisos y cerraduras pedidas por catálogo a los Estados Unidos, que llegaron con las instrucciones cambiadas y sin llaves. Férula, horrorizada por el gasto, procuró evitar que siguiera haciendo locuras, comprando muebles franceses, lámparas de lágrimas y alfombras turcas, con el argumento de que se iban a arruinar y volverían a repetir la historia del Trueba extravagante que los había engendrado, pero Esteban le demostró que era bastante rico como para darse esos lujos y la amenazó con forrar las puertas de plata si seguía molestándolo. Entonces ella alegó que tanto despilfarro era seguramente pecado mortal y Dios los iba a castigar a todos por gastar en chabacanerías de nuevo rico lo que estaría mejor empleado ayudando a los pobres.

A pesar de que Esteban Trueba no era amante de las innovaciones, sino, por el contrario, tenía gran desconfianza por los trastornos del modernismo, decidió que su casa debía ser construida como los nuevos palacetes de Europa y Norteamérica, con todas las comodidades aunque guardando un estilo clásico. Deseaba que fuera lo más alejada posible de la arquitectura aborigen. No quería tres patios, corredores, fuentes roñosas, cuartos oscuros, paredes de adobe blanqueadas a la cal ni tejas polvorientas, sino dos o tres pisos heroicos, hileras de blancas columnas, una escalera señorial que diera media vuelta sobre sí misma y aterrizara en un hall de mármol blanco, ventanas grandes e iluminadas y, en general, un aspecto de orden y concierto, de pulcritud y civilización, propio de los pueblos extranjeros y acorde con su nueva vida. Su casa debía ser el reflejo de él, de su familia y del prestigio que pensaba darle al apellido que su padre había manchado. Deseaba que el esplendor se notara desde la calle, por eso hizo diseñar un jardín francés con macrocarpa versallesca, macizos de flores, un prado liso y perfecto, surtidores de agua y algunas estatuas representando a los dioses del Olimpo y tal vez. algún indio bravo de la historia americana, desnudo y coronado de plumas, como una concesión al patriotismo. No podía saber que aquella mansión solemne, cúbica, compacta y oronda, colocada como un sombrero en su verde y geométrico contorno, acabaría llenándose de protuberancias y adherencias, de múltiples escaleras torcidas que conducían a lugares vagos, de torreones, de ventanucos que no se abrían, de puertas suspendidas en el vacío, de corredores torcidos y ojos de buey que comunicaban los cuartos para hablarse a la hora de la siesta, de acuerdo a la inspiración de Clara, que cada vez que necesitara instalar un nuevo huésped, mandaría fabricar otra habitación en cualquier parte y si los espíritus le indicaban que había un tesoro oculto o un cadáver insepulto en las fundaciones, echaría abajo un muro, hasta dejar la mansión convertida en un laberinto encantado imposible de limpiar, que desafiaba numerosas leyes urbanísticas y municipales. Pero cuando Trueba construyó lo que todos llamaron «la gran casa de la esquina», tenía el sello solemne, que procuraba imponer a todo lo que le rodeaba, en recuerdo de las

privaciones de su infancia. Clara nunca fue a ver la casa durante el proceso de construcción. Parecía interesarle tan poco como su propio ajuar, y depositó las decisiones en su novio y en su futura cuñada.

Al morir su madre, Férula se encontró sola y sin nada útil a lo cual dedicar su vida, a una edad en que no tenía ilusión de casarse. Por un tiempo estuvo visitando conventillos todos los días, en una frenética obra piadosa que le provocó una bronquitis crónica y no llevó nada de paz a su alma atormentada. Esteban quiso que viajara, se comprara ropa y se divirtiera por primera vez en su melancólica existencia, pero ella tenía el hábito de la austeridad y llevaba demasiado tiempo encerrada en su casa. Tenía miedo de todo. El matrimonio de su hermano la sumía en la incertidumbre, porque pensaba que ése sería un motivo más de alejamiento para Esteban, que era su único sustento. Temía terminar sus días haciendo ganchillo en un asilo para solteronas de buena familia, por eso se sintió muy feliz al descubrir que Clara era incompetente para todas las cosas de orden doméstico y cada vez que tenía que enfrentar una decisión, adoptaba un aire distraído y vago. «Es un poco idiota», concluyó Férula encantada. Era evidente que Clara sería incapaz de administrar el caserón que su hermano estaba construyendo y que necesitaría mucha ayuda. De maneras sutiles procuró hacer saber a Esteban que su futura mujer era una inútil y que ella, con su espíritu de sacrificio tan ampliamente demostrado, podría ayudarla y estaba dispuesta a hacerlo. Esteban no seguía la conversación cuando tomaba por esos rumbos. A medida que se acercaba la fecha del matrimonio y se veía en la necesidad de decidir su destino, Férula empezó a desesperarse. Convencida de que con su hermano no iba a conseguir nada, buscó la oportunidad de hablar a solas con Clara y la encontró un sábado a las cinco de la tarde en que la vio paseando por la calle. La invitó al Hotel Francés a tomar el té. Las dos mujeres se sentaron rodeadas de pastelillos con crema y porcelana de Bavaria, mientras al fondo del salón una orquesta de señoritas interpretaba un melancólico cuarteto de cuerdas. Férula observaba con disimulo a su futura cuñada, que parecía de quince años y todavía tenía la voz desafinada, producto de los años de silencio, sin saber cómo abordar el tema. Después de una pausa larguísima en la que se comieron una bandeja de masitas y se bebieron dos tazas de té de jazmín cada una, Clara se acomodó un mechón de pelo que le caía sobre los ojos, sonrió y dio una palmadita cariñosa en la mano de Férula.

— No te preocupes. Vas a vivir con nosotros y las dos seremos como hermanas–dijo la muchacha.

Férula se sobresaltó, preguntándose si serían ciertos los chismes sobre la habilidad de Clara para leer el pensamiento ajeno. Su primera reacción fue de orgullo y hubiera rechazado la oferta nada más que por la belleza del gesto, pero Clara no le dio tiempo. Se inclinó y la besó en la mejilla con tal candor, que Férula perdió el control y rompió a llorar. Hacía mucho tiempo que no derramaba una lágrima y comprobó asombrada cuánta falta le hacía un gesto de ternura. No recordaba la última vez que alguien la había tocado espontáneamente. Lloró largo rato, desahogándose de muchas tristezas y soledades pasadas, de la mano de Clara, que la ayudaba a sonarse y entre sollozo y sollozo le daba más pedazos de pastel y sorbos de té. Se quedaron llorando y hablando hasta las ocho de la noche y esa tarde en el Hotel Francés sellaron un pacto de amistad que duró muchos años.

Apenas terminó el duelo por la muerte de doña Ester y estuvo lista la gran casa de la esquina, Esteban Trueba y Clara del Valle se casaron en una discreta ceremonia. Esteban regaló a su novia un aderezo de brillantes, que ella encontró muy bonito, lo guardó en una caja de zapatos y enseguida olvidó dónde lo había puesto. Se fueron de

viaje a Italia y a los dos días de embarcarse, Esteban se sentía enamorado como un adolescente, a pesar de que el movimiento del buque sumió a Clara en un mareo incontrolable y el encierro le produjo asma. Sentado a su lado en el estrecho camarote, poniéndole paños mojados en la frente y sosteniéndola cuando vomitaba, se sentía profundamente feliz y la deseaba con una intensidad injustificada, teniendo en consideración su lamentable estado. Al cuarto día ella amaneció mejor y salieron a cubierta a mirar el mar. Al verla con la nariz colorada por el viento y riéndose con cualquier pretexto, Esteban se juró que tarde o temprano ella llegaría a amarlo en la forma en que necesitaba ser querido, aunque para lograrlo tuviera que emplear los recursos más extremos. Se daba cuenta que Clara no le pertenecía y que si ella continuaba habitando un mundo de aparecidos, de mesas de tres patas que se mueven solas y barajas que escrutan el futuro, lo más probable era que no llegara a pertenecerle nunca. La despreocupada e impúdica sensualidad de Clara tampoco le bastaba. Deseaba mucho más que su cuerpo, quería apoderarse de esa materia imprecisa y luminosa que había en su interior y que se le escapaba aun en los momentos en que ella parecía agonizar de placer. Sentía que sus manos eran muy pesadas, sus pies muy grandes, su voz muy dura, su barba muy áspera, su costumbre de violaciones y de prostitutas muy arraigada, pero aunque tuviera que darse vuelta al revés como un guante, estaba dispuesto a seducirla.

Regresaron de la luna de miel tres meses después. Férula los esperaba con la casa nueva, que todavía olía a pintura y cemento fresco, llena de flores y fuentes con frutas, tal como Esteban le había ordenado. Al cruzar el umbral por primera vez, Esteban levantó a su mujer en brazos. Su hermana se sorprendió de no sentir celos y observó que Esteban parecía haber rejuvenecido.

— Te ha hecho bien el matrimonio–dijo.

Llevó a Clara a recorrer la casa. Ella paseaba la vista y encontraba todo muy bonito, con la misma cortesía con que celebraba una puesta de sol en alta mar, la Plaza San Marcos o el aderezo de brillantes. En la puerta de la habitación destinada a ella, Esteban le pidió que cerrara los ojos y la condujo de la mano hasta el centro.

— Ya puedes abrirlos–le dijo encantado.

Clara miró a su alrededor. Era una pieza grande con las paredes tapizadas en seda azul, muebles ingleses, grandes ventanas con balcones abiertos al jardín y una cama con dosel y cortinas de gasa que parecía un velero navegando en el agua mansa de la seda azul.

— Muy bonito–dijo Clara.

Entonces Esteban le señaló el lugar donde estaba parada. Era la maravillosa sorpresa que había preparado para ella. Clara bajó los ojos y dio un grito pavoroso; estaba de pie sobre el lomo negro de Barrabás, que yacía abierto de patas, convertido en alfombra, con la cabeza intacta y dos ojos de vidrio mirándola con la expresión de desamparo propia de la taxidermia. Su marido alcanzó a sostenerla antes que cayera desmayada al suelo.

— Ya te dije que no le iba a gustar, Esteban–dijo Férula.

El cuero curtido de Barrabás fue rápidamente sacado de la habitación y lo tiraron en un rincón del sótano, junto con los libros mágicos de los baúles encantados del tío Marcos y otros tesoros, donde se defendió de las polillas y del abandono con una tenacidad digna de mejor causa, hasta que otras generaciones lo rescataron.

Muy pronto fue evidente que Clara estaba embarazada. El cariño que Férula sentía por su cuñada se transformó en una pasión por cuidarla, una dedicación para servirla y

lina t–nloranria Nimil–a/Ha nara rocictír cmc Hict–rarrinnoc \/ QvrQnt–ririHaiHoc Dara fórula

que había dedicado su vida a cuidar a una anciana que iba pudriéndose irremisiblemente, atender a Clara fue como entrar en la gloria. La bañaba en agua perfumada de albahaca y jazmín, la frotaba con una esponja, la enjabonaba, la friccionaba con agua de colonia, la empolvaba con un hisopo de plumas de cisne y le cepillaba el pelo hasta dejárselo brillante y dócil como una planta de mar, tal como antes lo había hecho la Nana.

Mucho antes de que se apaciguara su impaciencia de marido reciente, Esteban Trueba tuvo que regresar a Las Tres Marías, donde no había puesto los pies desde hacía más de un año y que, a pesar de los esmeros de Pedro Segundo García, reclamaba la presencia del patrón. La propiedad, que antes le parecía un paraíso y era todo su orgullo, ahora le resultaba un fastidio. Miraba las vacas inexpresivas rumiando en los potreros, la lenta faena de los campesinos repitiendo los mismos gestos cada día a lo largo de sus vidas, el inmutable marco de la cordillera nevada y la frágil columna de humo del volcán y se sentía como un preso.

Mientras él estaba en el campo, la vida en la gran casa de la esquina cambiaba para acomodarse a una suave rutina sin hombres. Férula era la primera en despertar, porque le había quedado el hábito de madrugar desde la época en que velaba junto a su madre enferma, pero dejaba dormir a su cuñada hasta tarde. A media mañana le llevaba personalmente el desayuno a la cama, abría las cortinas de seda azul para que entrara el sol entre los cristales, llenaba la bañera de porcelana francesa pintada con nenúfares, dándole tiempo a Clara para sacudirse la modorra saludando por turno a los espíritus presentes, atraer la bandeja y mojar las tostadas en el chocolate espeso. Luego la sacaba de la cama acariciándola con cuidados de madre y comentándole las noticias agradables del periódico, que cada día eran menos, así es que debía llenar las lagunas con chismes sobre los vecinos, pormenores domésticos y anécdotas inventadas que Clara encontraba muy bonitas y a los cinco minutos ya no recordaba, de modo que era posible volver a contarle lo mismo varias veces y ella se divertía como si fuera la primera.

Férula la llevaba a pasear para que tomara el sol, le hace bien a la criatura; de compras, para que cuando nazca no le falte nada y tenga la ropa más fina del mundo; a almorzar al Club de Golf, para que todos vean lo bonita que te has puesto desde que te casaste con mi hermano; a visitar a tus padres, para que no crean que los has olvidado; al teatro, para que no pases todo el día encerrada en la casa. Clara se dejaba conducir con una dulzura que no era imbecilidad, sino distracción y gastaba toda su capacidad de concentración en inútiles intentos de comunicarse telepáticamente con Esteban, que no recibía los mensajes, y en perfeccionar su propia clarividencia.

Por primera vez desde que podía recordar, Férula se sentía feliz. Estaba más cerca de Clara de lo que nunca estuvo de nadie, ni siquiera de su madre. Una persona menos original que Clara, habría terminado por molestarse con los mimos excesivos y la constante preocupación de su cuñada, o habría sucumbido a su carácter dominante y meticuloso. Pero Clara vivía en otro mundo. Férula detestaba el momento en que su hermano regresaba del campo y su presencia llenaba toda la casa, rompiendo la armonía que se establecía en su ausencia. Con él en la casa, ella debía ponerse a la sombra y ser más prudente en la forma de dirigirse a los sirvientes, tanto como en las atenciones que prodigaba a Clara. Cada noche, en el momento en que los esposos se retiraban a sus habitaciones, se sentía invadida por un odio desconocido, que no podía explicar y que llenaba su alma de funestos sentimientos. Para distraerse retomaba el vicio de rezar el rosario en los conventillos y de confesarse con el padre Antonio.

— Ave María Purísima.

— Sin pecado concebida.

— Te escucho, hija.

— Padre, no sé cómo comenzar. Creo que lo que hice es pecado… — ¿De la carne, hija?

— ¡Ay! La carne está seca, padre, pero el espíritu no. Me atormenta el demonio.

— La misericordia de Dios es infinita.

— Usted no conoce los pensamientos que pueden haber en la mente de una mujer sola, padre, una virgen que no ha conocido varón, y no por falta de oportunidades, sino porque Dios le mandó a mi madre una larga enfermedad y tuve que cuidarla.

— Ese sacrificio está registrado en el Cielo, hija mía.

— ¿Aunque haya pecado de pensamiento, padre?

— Bueno, depende del pensamiento…

— En la noche no puedo dormir, me sofoco. Para calmarme me levanto y camino por el jardín, vago por la casa, voy al cuarto de mi cuñada, pego el oído a la puerta, a veces entro de puntillas para verla cuando duerme, parece un ángel, tengo la tentación de meterme en su cama para sentir la tibieza de su piel y su aliento.

— Reza, hija. La oración ayuda.

— Espere, no se lo he dicho todo. Me avergüenzo.

— No debes avergonzarte de mí, porque no soy más que un instrumento de Dios.

— Cuando mi hermano viene del campo es mucho peor, padre. De nada me sirve la oración, no puedo dormir, transpiro, tiemblo, por último me levanto y cruzo toda la casa a oscuras, deslizándome por los pasillos con mucho cuidado para que no cruja el piso. Los oigo a través de la puerta de su dormitorio y una vez pude verlos, porque se había quedado la puerta entreabierta. No le puedo contar lo que vi, padre, pero debe ser un pecado terrible. No es culpa de Clara, ella es inocente como un niño. Es mi hermano el que la induce. Él se condenará con seguridad.

— Sólo Dios puede juzgar y condenar, hija mía. ¿Qué hacían?

Y entonces Férula podía tardar media hora en dar los detalles. Era una narradora virtuosa, sabía colocar la pausa, medir la entonación, explicar sin gestos, pintando un cuadro tan vívido, que el oyente parecía estarlo viviendo, era increíble cómo podía percibir desde la puerta entreabierta la calidad de los estremecimientos, la abundancia de los jugos, las palabras murmuradas al oído, los olores más secretos, un prodigio, en verdad. Desahogada de aquellos tumultuosos estados de ánimo, regresaba a la casa con su máscara de ídolo, impasible y severa, y vamos, dando órdenes, contando los cubiertos, disponiendo la comida, echando llave, exigiendo póngame esto aquí, se lo ponían, cambien las flores de los jarrones, las cambiaban, laven los vidrios, hagan callar a esos pájaros del diablo, que la bullaranga no deja dormir a la señora Clara y con tanto cacareo se le va a espantar la criatura y capaz que nazca alelada. Nada escapaba a sus ojos vigilantes y estaba siempre en actividad, en contraste con Clara, que todo lo encontraba muy bonito y le daba lo mismo comer trufas rellenas o sopa de sobras, dormir en colchón de plumas o sentada en una silla, bañarse en aguas perfumadas o no bañarse. A medida que avanzaba su estado de gravidez, parecía irse despegando irremisiblemente de la realidad y volcándose hacia el interior de sí misma, en un diálogo secreto y constante con la criatura.

Esteban quería un hijo que llevara su nombre y le pasara a su descendencia el apellido de los Trueba.

— Es una niña y se llama Blanca–dijo Clara desde el primer día que anunció su embarazo.

Y así fue.

El doctor Cuevas, a quien Clara le había finalmente perdido el miedo, calculaba que el alumbramiento debía producirse a mediados de octubre, pero a principios de noviembre Clara seguía bamboleando una panza enorme, en estado semisonámbulo, cada vez más distraída y cansada, asmática, indiferente a todo lo que la rodeaba, incluso su marido, a quien a veces ni siquiera reconocía y le preguntaba ¿qué se le ofrece? cuando lo veía a su lado. Una vez que el médico descartó cualquier posible error en sus matemáticas y fue evidente que Clara no tenía ninguna intención de parir por la vía natural, procedió a abrir la barriga a la madre y sustraer a Blanca, que resultó ser una niña más peluda y fea que lo usual. Esteban sufrió un escalofrío cuando la vio, convencido de que había sido burlado por el destino y en vez del Trueba legítimo que le prometió a su madre en el lecho de muerte, había engendrado un monstruo y, para colmo, de sexo femenino. Revisó a la niña personalmente y comprobó que tenía todas sus partes en el sitio correspondiente, al menos aquellas visibles al ojo humano. El doctor Cuevas lo consoló con la explicación de que el aspecto repugnante de la criatura se debía a que había pasado más tiempo que lo normal dentro de su madre, al sufrimiento de la cesárea y a su constitución pequeña, delgada, morena y algo peluda. Clara, en cambio, estaba encantada con su hija. Pareció despertar de un largo sopor y descubrir la alegría de estar viva. Tomó a la niña en los brazos y no la soltó más, andaba con ella prendida al pecho, dándole de mamar en todo momento, sin horario fijo y sin contemplaciones con las buenas maneras o el pudor, como una indígena. No quiso fajarla, cortarle el pelo, perforarle las orejas o contratarle una aya para que la criara y mucho menos recurrir a la leche de algún laboratorio, como hacían todas las señoras que podían pagar ese lujo. Tampoco aceptó la receta de la Nana de darle leche de vaca diluida en agua de arroz, porque concluyó que si la naturaleza hubiera querido que los humanos se criaran así, habría hecho que los senos femeninos secretaran ese tipo de producto. Clara le hablaba a la niña todo el tiempo, sin usar medias lenguas ni diminutivos, en correcto español, como si dialogara con una adulta, en la misma forma pausada y razonable en que le hablaba a los animales y a las plantas, convencida de que si le había dado resultado con la flora y la fauna, no había ninguna razón para que no fuera lo indicado también con la niña. La combinación de leche materna y conversación tuvo la virtud de transformar a Blanca en una niña saludable y casi hermosa, que no se parecía en nada al armadillo que era cuando nació.

Pocas semanas después del nacimiento de Blanca, Esteban Trueba pudo comprobar, mediante los retozos en el velero del agua mansa de la seda azul, que su esposa no había perdido con la maternidad el encanto o la buena disposición para hacer el amor, sino todo lo contrario. Por su parte Férula, demasiado ocupada con la crianza de la niña, que tenía pulmones formidables, carácter impulsivo y apetito voraz, no tenía tiempo para ir a rezar a los conventillos, para confesarse con el padre Antonio y mucho menos para espiar por la puerta entreabierta.

Загрузка...