La venganza Capítulo VI

Año y medio después del terremoto, Las Tres Marías había vuelto a ser el fundo modelo de antes. Estaba en pie la gran casa patronal igual a la original, pero más sólida y con una instalación de agua caliente en los baños. El agua era como chocolate claro y a veces hasta guarisapos aparecían, pero salía en un alegre y fuerte chorro. La bomba alemana era tina maravilla. Yo circulaba por todas partes sin más apoyo que un grueso bastón de plata, el mismo que tengo ahora y que mi nieta dice que no lo uso por la cofera, sino para dar fuerza a mis palabras, blandiéndolo como un contundente argumento. La larga enfermedad tnelló mi organismo y empeoró mi carácter. Reconozco que al final ni Clara podía frenarme las rabietas. Otra persona habría quedado inválida para siempre a raíz del accidente, pero a mí me ayudó la fuerza de la desesperación. Pensaba en ini madre, sentada en su silla de ruedas pudriéndose en vida, y eso me daba tenacidad para pararme y echar a andar, aunque fuera a punta de maldiciones. Creo que la gente me tenía miedo. Hasta la misma Clara, que nunca había temido mi mal genio, en parte porque yo me cuidaba mucho de dirigirlo contra ella, andaba asustada. Verla temerosa de mí me ponía frenético.

Poco a poco Clara fue cambiando. Se veía cansada y noté que se alejaba de mí. Ya no me tenía simpatía, mis dolores no le daban compasión sino fastidio, me di cuenta que eludía mi presencia. Me atrevería a decir que en esa época se sentía más a gusto ordeñando las vacas con Pedro Segundo que haciéndome compañía en el salón. Mientras más distante estaba Clara, más grande era la necesidad que yo sentía de su amor. No había disminuido el deseo que tuve de ella al casarme, quería poseerla completamente, hasta su último pensamiento, pero aquella mujer diáfana pasaba por mi lado como un soplo y aunque la sujetara a dos manos y la abrazara con brutalidad, no podía aprisionarla. Su espíritu no estaba conmigo. Cuando me tuvo miedo, la vida se nos convirtió en un purgatorio. En el día cada uno andaba ocupado en lo suyo. Los dos teníamos mucho que hacer. Sólo nos encontrábamos a la hora de la comida y entonces era yo el que hacía toda la conversación, porque ella parecía vagar en las nubes. Hablaba muy poco y había perdido esa risa fresca y atrevida que fue lo primero que me gustó en ella, ya no echaba para atrás la cabeza, riéndose con todos los dientes. Apenas sonreía. Pensé que la edad y mi accidente nos estaban separando, que estaba aburrida de la vida matrimonial, esas cosas ocurren en todas las parejas y yo no era un amante delicado, de esos que regalan flores a cada rato y dicen cosas bonitas. Pero intenté acercarme a ella. ¡Cómo lo intenté, Dios mío! Me aparecía en su cuarto cuando estaba afanada en sus cuadernos de anotar la vida o en la mesa de tres patas. Traté inclusive de compartir esos aspectos de su existencia, pero a ella no le gustaba que leyeran sus cuadernos y mi presencia le cortaba la inspiración cuando conversaba con sus espíritus, de modo que tuve que desistir. También abandoné el propósito de establecer una buena relación con Blanca. Mi hija desde chica era rara y nunca fue la niña cariñosa tierna que yo habría deseado. En realidad parecía un quirquincho. Desde que me acuerdo fue arisca conmigo y no tuvo que superar el complejo de Edipo, porque nunca lo tuvo. Pero ya era una señorita, parecía inteligente y madura para su edad, estaba muy unida a su madre. Pensé que podría ayudarme y

traté de conquistarla como aliada, le hacía regalos, trataba de bromear con ella, pero también me eludía. Ahora, que ya estoy muy viejo y puedo hablar de eso sin perder la cabeza de rabia, creo que la culpa de todo la tuvo su amor por Pedro Tercero García. Blanca era insobornable. Nunca pedía nada, hablaba menos que su madre y si yo la obligaba a darme un beso de saludo, lo hacía de tan mala gana, que me dolía como una bofetada. «Todo cambiará cuando regresemos a la capital y hagamos una vida civilizada», decía yo entonces, pero ni Clara ni blanca demostraban el menor interés por dejar Las Tres Marías, por el contrario, cada vez que yo mencionaba el asunto, Blanca decía que la vida en el campo le había devuelto la salud, pero todavía no se sentía fuerte, y Clara me recordaba que había mucho que hacer en el campo, que las cosas no estaban como para dejarlas a medio hacer. Mi mujer no echaba de menos los refinamientos a que había estado acostumbrada y el día que llegó a Las Tres Marías el cargamento de muebles y artículos domésticos que encargué para sorprenderla, se limitó a encontrarlo todo muy bonito. Yo mismo tuve que disponer dónde se colocarían las cosas, porque a ella parecía no importarle en lo más mínimo. La nueva casa se vistió con un lujo que nunca había tenido, ni siquiera en los esplendorosos días previos a mi padre, que la arruinó. Llegaron grandes muebles coloniales de encina rubia y nogal, tallados a mano, pesados tapices de lana, lámparas de fierro y cobre martillado. Encargué a la capital una vajilla de porcelana inglesa pintada a mano, digna de una embajada, cristalería, cuatro cajones atiborrados de adornos, sábanas y manteles de hilo, una colección de discos de música clásica y frívola, con su moderna vitrola. Cualquier mujer se habría encantado con todo eso y habría tenido ocupación para varios meses organizando su casa, menos Clara, que era impermeable a esas cosas. Se limitó a adiestrar un par de cocineras y a entrenar a unas muchachas, hijas de los inquilinos, para que sirvieran en la casa, y apenas se vio libre de las cacerolas y la escoba, regresó a sus cuadernos de anotar la vida y a sus cartas del tarot en los momentos de ocio. Pasaba la mayor parte del día ocupada en el taller de costura, la enfermería y la escuela. Yo la dejaba tranquila, porque esos quehaceres justificaban su vida. Era una mujer caritativa y generosa, ansiosa por hacer felices a los que la rodeaban, a todos menos a mí. Después del derrumbe reconstruimos la pulpería y por darle gusto, suprimí el sistema de papelitos rosados y empecé a pagar a la gente con billetes, porque. Clara decía que eso les permitía comprar en el pueblo y ahorrar. No era cierto. Sólo servía para que los hombres hieran a emborracharse a la taberna de San Lucas v las mujeres y los niños pasaran necesidades. Por ese tipo de cosas peleábamos mucho. Los inquilinos eran la causa de todas nuestras discusiones. Bueno, no todas. También discutíamos por la guerra mundial. Y> seguía los progresos de las tropas nazis en un mapa que había puesto en la pared del salón, mientras Clara tejía calcetines para los soldados aliados. Blanca se agarraba la cabeza a dos manos, sin comprender la causa de nuestra pasión por una guerra que no tenía nada que ver con nosotros y que estaba ocurriendo al otro lado del océano. Supongo que también teníamos malentendidos por otros motivos. En realidad, muy pocas veces estábamos de acuerdo en algo. No creo que la culpa de todo fuera mi mal genio, porque yo era un buen marido, ni sombra del tarambana que había sido de soltero. Ella era la única mujer para mí. Todavía lo es.

Un día Clara hizo poner un pestillo a la puerta de su habitación y no volvió a aceptarme en su cama, excepto en aquellas ocasiones en que yo forzaba tanto la situación, que negarse habría significado una ruptura definitiva. Primero pensé que tenía alguno de esos misteriosos malestares que dan a las mujeres de vez en cuando, o bien la menopausia, pero cuando el asunto se prolongó por varias semanas, decidí hablar con ella. Me explicó con calma que nuestra relación matrimonial se había deteriorado y por eso había perdido su buena disposición para los retozos carnales.

Dedujo naturalmente que sí no teníamos nada que decirnos, tampoco podíamos compartir la cama, y pareció sorprendida de que yo pasara todo el día rabiando contra ella y en la noche quisiera sus caricias. Traté de hacerle ver que en ese sentido los hombres y las mujeres somos algo diferentes y que la adoraba, a pesar de todas mis mañas, pero fue inútil. En ese tiempo me mantenía más sano y más fuerte que ella, a pesar de mi accidente y de que Clara era mucho menor. Con la edad yo había adelgazado. No tenía ni un gramo de grasa en el cuerpo y guardaba la misma resistencia y fortaleza de mi juventud. Podía pasarme todo el día cabalgando, dormir tirado en cualquier parte, comer lo que fuera sin sentir la vesícula, el hígado y otros órganos internos de los cuales la gente habla constantemente. Eso sí, me dolían los huesos. En las tardes frías o en las noches húmedas el dolor de los huesos aplastados en el terremoto era tan intenso, que mordía la almohada para que no se oyeran mis gemidos. Cuando ya no podía más, me echaba un largo trago de aguardiente y dos aspirinas al gaznate, pero eso no me aliviaba. Lo extraño es que mi sensualidad se había hecho más selectiva con la edad, pero era casi tan inflamable como en mi juventud. Me gustaba mirar a las mujeres, todavía me gusta. Es un placer estético, casi espiritual. Pero sólo Clara despertaba en mí un deseo concreto e inmediato, porque en nuestra larga vida en común habíamos aprendido a conocernos y cada uno tenía en la punta de los dedos la geografía precisa del otro. Ella sabía dónde estaban mis puntos más sensibles, podía decirme exactamente lo que necesitaba oír. A una edad en la que la mayoría de los hombres está hastiado de su mujer y necesita el estímulo de otras para encontrar la chispa del deseo, yo estaba convencido que sólo con Clara podía hacer el amor como en los tiempos de la luna de miel, incansablemente. No tenía la tentación de buscar a otras.

Recuerdo que empezaba a asediarla al caer la noche. En las tardes se sentaba a escribir y yo fingía saborear mi pipa, pero en realidad la estaba espiando de reojo. Apenas calculaba que iba a retirarse–porque empezaba a limpiar la pluma y cerrar los cuadernos–me adelantaba. Me iba cojeando al baño, me acicalaba, me ponía una bata de felpa episcopal que había comprado para seducirla, pero que ella nunca pareció darse cuenta de su existencia, pegaba la oreja a la puerta y la esperaba. Cuando la escuchaba avanzar por el corredor, le salía al asalto. Lo intenté todo, desde colmarla de halagos y regalos, hasta amenazarla con echar la puerta abajo y molerla a bastonazos, pero ninguna de esas alternativas resolvía el abismo que nos separaba. Supongo que era inútil que yo tratara de hacerle olvidar con mis apremios amorosos en la noche, el mal humor con que la agobiaba durante el día. Clara me eludía con ese aire distraído que acabé por detestar. No puedo comprender lo que me atraía tanto de ella. Era una mujer madura, sin ninguna coquetería, que arrastraba ligeramente los pies y había perdido la alegría injustificada que la hacía tan atrayente en su juventud. Clara no era seductora ni tierna conmigo. Estoy seguro que no me amaba. No había razón para desearla en esa forma descomedida y brutal que me sumía en la desesperación y el ridículo. Pero no podía evitarlo. Sus gestos menudos, su tenue olor a ropa limpia y jabón, la luz de sus ojos, la gracia de su nuca delgada coronada por sus rizos rebeldes, todo en ella me gustaba. Su fragilidad me producía una ternura insoportable. Quería protegerla, abrazarla, hacerla reír como en los viejos tiempos, volver a dormir con ella a mi lado, su cabeza en mi hombro, las piernas recogidas debajo de las mías, tan pequeña y tibia, su mano en mi pecho, vulnerable y preciosa. A veces me hacía el propósito de castigarla con una fingida indiferencia, pero al cabo de unos días me daba por vencido, porque parecía mucho más tranquila y feliz cuando yo la ignoraba. Taladré un agujero en la pared del baño para verla desnuda, pero eso me ponía en tal estado de turbación, que preferí volver a tapiarlo con argamasa. Para herirla, hice ostentación de ir al Farolito Rojo, pero su único comentario fue que eso

era mejor que forzar a las campesinas, lo cual me sorprendió, porque no imaginé que supiera de eso. En vista de su comentario, volví a intentar las violaciones, nada más que para molestarla. Pude comprobar que el tiempo y el terremoto hicieron estragos en mi virilidad y que ya no tenía fuerzas para rodear la cintura de una robusta muchacha y alzarla sobre la grupa de mi caballo, y, mucho menos, quitarle la ropa a zarpazos y penetrarla contra su voluntad. Estaba en la edad en que se necesita ayuda y ternura para hacer el amor. Me había puesto viejo, carajo.

Él fue el único que se dio cuenta que se estaba achicando. Lo notó por la ropa. No era simplemente que le sobrara en las costuras, sino que le quedaban largas las mangas y las piernas de los pantalones. Pidió a Blanca que se la acomodara en la máquina de coser, con el pretexto de que estaba adelgazando, pero se preguntaba inquieto si Pedro García, el viejo, no le habría puesto al revés los huesos y por eso se estaba encogiendo. No se lo dijo a nadie, igual como no habló nunca de sus dolores, por una cuestión de orgullo.

Por esos días se preparaban las elecciones presidenciales. En una cena de políticos conservadores en el pueblo, Esteban Trueba conoció al conde Jean de Satigny. Usaba zapatos de cabritilla y chaquetas de lino crudo, no sudaba como los demás mortales y olía a colonia inglesa, estaba siempre tostado por el hábito de meter una pelota a través de un pequeño arco con un palo, a plena luz del mediodía y hablaba arrastrando las últimas sílabas de las palabras y comiéndose las erres. Era el único hombre que Esteban conocía, que se pusiera esmalte brillante en las uñas y se echara colirio azul en los ojos. Tenía tarjetas de presentación con escudo de armas de su familia y observaba todas las reglas conocidas de urbanidad y otras inventadas por él, como comer las alcachofas con pinzas, lo cual provocaba estupefacción general. Los hombres se burlaban a sus espaldas, pero pronto se vio que trataban de imitar su elegancia, sus zapatos de cabritilla, su indiferencia y su aire civilizado. El título de conde lo colocaba en un nivel diferente al de los otros emigrantes que habían llegado de Europa Central huyendo de las pestes del siglo pasado, de España escapando de la guerra, del Medio Oriente con sus negocios de turcos y armenios del Asia a vender su comida típica y sus baratijas. El conde De Satigny no necesitaba ganarse la vida, como b hizo saber a todo el mundo. El negocio de las chinchillas era sólo un pasatiempo para él.

Esteban Trueba había visto las chinchillas merodeando por su propiedad. Las cazaba a tiros, para que no le devoraran las siembras, pero no se le había ocurrido que esos roedores insignificantes pudieran convertirse en abrigos de señora. Jean de Satigny buscaba un socio que pusiera el capital, el trabajo, los criaderos y corriera con todos los riesgos, para dividir las ganancias en un cincuenta por ciento. Esteban Trueba no era aventurero en ningún aspecto de la vida, pero el conde francés tenía la gracia alada y el ingenio que podían cautivarlo, por eso perdió muchas noches desvelado estudiando la proposición de las chinchillas y sacando cuentas. Entretanto, monsieur De Satigny, pasaba largas temporadas en Las Tres Marías, como invitado de honor. Jugaba con su pelotita a pleno sol, bebía cantidades exorbitantes de jugo de melón sin azúcar y rondaba delicadamente las cerámicas de Blanca. Llegó, incluso, a proponer a la muchacha exportarlas a otros lugares donde había un mercado seguro para las artesanías indígenas. Blanca trató de sacarlo de su error, explicándole que ella no tenía nada de indio y que su obra tampoco, pero la barrera del lenguaje impidió que él comprendiera su punto de vista. El conde fue una adquisición social para la familia Trueba, porque desde el momento en que se instaló en su propiedad, les llovieron las invitaciones de los fundos vecinos, a las reuniones con las autoridades políticas del pueblo y a todos los acontecimientos culturales y sociales de la región. Todos querían

las jovencitas suspiraban al verlo y las madres lo anhelaban como yerno, disputándose el honor de invitarlo. Los caballeros envidiaban la suerte de Esteban Trueba, que había sido elegido para el negocio de las chinchillas. La única persona que no se deslumbró por los encantos del francés y ni se maravilló por su forma de pelar una naranja con cubiertos, sin tocarla con los dedos, dejando las cáscaras en forma de flor, o su habilidad para citar a los poetas y filósofos franceses en su lengua natal, era Clara, que cada vez que lo veía tenía que preguntarle su nombre y se desconcertaba cuando lo encontraba en bata de seda camino al baño de su propia casa. Blanca, en cambio, se divertía con él y agradecía la oportunidad de lucir sus mejores vestidos, peinarse con esmero y arreglar la mesa con la vajilla inglesa y los candelabros de plata.

— Por lo menos nos saca de la barbarie–decía.

Esteban Trueba estaba menos impresionado por la burumballa del noble, que por las chinchillas. Pensaba cómo diablos no se le había ocurrido la idea de curtirles el pellejo, en vez de perder tantos años criando esas malditas gallinas que se morían de cualquier diarrea de morondanga y esas vacas que por cada litro de leche que se les ordeñaba, consumían una hectárea de forraje y una caja de vitaminas y además llenaban todo de moscas y de mierda. Clara y Pedro Segundo García, en cambio, no compartían su entusiasmo por los roedores, ella por razones humanitarias, puesto que le parecía atroz criarlos para arrancarles el cuero, y él porque nunca había oído hablar de criaderos de ratones.

Una noche el conde salió a fumar uno de sus cigarrillos orientales, especialmente traídos del Líbano ¡vaya uno a saber dónde queda eso!, como decía Trueba, y a respirar el perfume de las flores que subía en grandes bocanadas desde el jardín e inundaba los cuartos. Paseó un poco por la terraza y midió con la vista la extensión de parque que se extendía alrededor de la casa patronal. Suspiró, conmovido por aquella naturaleza pródiga que podía reunir en el más olvidado país de la tierra todos los climas de su invención, la cordillera y el mar, los valles y las cumbres más altas, ríos de agua cristalina y una benigna fauna que permitía pasear con toda confianza, con la certeza de que no aparecerían víboras venenosas o fieras hambrientas, y, para total perfección, tampoco había negros rencorosos o indios salvajes. Estaba harto de recorrer países exóticos detrás de negocios de aletas de tiburón para afrodisíacos, ginseng para todos los males, figuras talladas por los esquimales, pirañas embalsamadas del Amazonas y chinchillas para hacer abrigos de señora. Tenía treinta y ocho años, al menos ésos confesaba, y sentía que por fin había encontrado el paraíso en la tierra, donde podía montar empresas tranquilas con socios ingenuos. Se sentó en un tronco a fumar en la oscuridad. De pronto vio una sombra agitarse y tuvo la idea fugaz de que podía ser un ladrón, pero enseguida la desechó, porque los bandidos en esas tierras estaban tan fuera de lugar como las bestias malignas. Se aproximó con prudencia y entonces divisó a Blanca, que asomaba las piernas por la ventana y se deslizaba como un gato por la pared, cayendo entre las hortensias sin el menor ruido. Vestía de hombre, porque los perros ya la conocían y no necesitaba andar en cueros. Jean de Satigny la vio alejarse buscando las sombras del alero de la casa y de los árboles, pensó seguirla, pero tuvo miedo de los mastines y pensó que no había necesidad de eso para saber dónde iba una muchacha que salta por una ventana en la noche. Se sintió preocupado, porque lo que acababa de ver ponía en peligro sus planes.

Al día siguiente, el conde pidió a Blanca Trueba en matrimonio. Esteban, que no había tenido tiempo para conocer bien a su hija, confundió su plácida amabilidad y su entusiasmo por colocar los candelabros de plata en la mesa, con amor. Se sintió muy satisfecho de que su hija, tan aburrida y de mala salud, hubiera atrapado al galán más

al pretendiente que debía consultarlo con Blanca, pero que estaba seguro de que no habría ningún inconveniente y que, por su parte, se adelantaba a darle la bienvenida a la familia. Hizo llamar a su hija, que en ese momento estaba enseñando geografía en la escuela, y se encerró con ella en su despacho. Cinco minutos después se abrió la puerta violentamente y el conde vio salir a la joven con las mejillas arreboladas. Al pasar por su lado le lanzó una mirada asesina y volteó la cara. Otro menos tenaz, habría cogido sus valijas y se habría ido al único hotel del pueblo, pero el conde dijo a Esteban que estaba seguro de conseguir el amor de la joven, siempre que le dieran tiempo para ello. Esteban Trueba le ofreció que se quedara como huésped en Las Tres Marías mientras lo considerara necesario. Blanca nada dijo, pero desde ese día dejó de comer en la mesa con ellos y no perdió oportunidad de hacer sentir al francés que era indeseable. Guardó sus vestidos de fiesta y los candelabros de plata y lo evitó cuidadosamente. Anunció a su padre que si volvía a mencionar el asunto del matrimonio regresaba a la capital en el primer tren que pasara por la estación y se iba de novicia a su colegio.

— ¡Ya cambiará de opinión! — rugió Esteban Trueba.

— Lo dudo–respondió ella.

Ese año la llegada de los mellizos a Las Tres Marías, fue un gran alivio. Llevaron una ráfaga de frescura y bullicio al clima oprimente de la casa. Ninguno de los dos hermanos supo apreciar los encantos del noble francés, a pesar de que él hizo discretos esfuerzos por ganar la simpatía de los jóvenes. Jaime y Nicolás se burlaban de sus modales, de sus zapatos de marica y su apellido extranjero, pero Jean de Satigny nunca se molestó. Su buen humor terminó por desarmarlos y convivieron el resto del verano amigablemente, llegando incluso a aliarse para sacar a Blanca del emperramiento en que se había hundido.

— Ya tienes veinticuatro años, hermana. ¿Quieres quedarte para vestir santos? — decían.

Procuraban entusiasmarla paras que se cortara el pelo y copiara los vestidos que hacían furor en las revistas, pero ella no tenía ningún interés en esa moda exótica, que no tenía la menor oportunidad de sobrevivir en la polvareda del campo.

Los mellizos eran tan diferentes entre sí, que no parecían hermanos. Jaime era alto, fornido, tímido y estudioso. Obligado por la educación del internado, llegó a desarrollar con los deportes una musculatura de atleta, pero en realidad consideraba que ésa era una actividad agotadora e inútil. No podía comprender el entusiasmo de Jean de Satigny por pasar la mañana persiguiendo una bola con un palo para meterla en un hoyo, cuando era tanto más fácil colocarla con la mano. Tenía extrañas manías que empezaron a manifestarse en esa época y que fueron acentuándose a lo largo de su vida. No le gustaba que le respiraran cerca, que le dieran la mano, que le hicieran preguntas personales, le pidieran libros prestados o le escribieran cartas. Esto dificultaba su trato con la gente, pero no consiguió aislarlo, porque a los cinco minutos de conocerlo saltaba a la vista que, a pesar de su actitud atrabiliaria, era generoso, cándido y tenía una gran capacidad de ternura, que él procuraba inútilmente disimular, porque lo avergonzaba. Se interesaba por los demás mucho más de lo que quería admitir, era fácil conmoverlo. En Las Tres Marías los inquilinos lo llamaban «el patroncito» y acudían a él cada vez que necesitaban algo. Jaime los escuchaba sin comentarios, contestaba con monosílabos y terminaba dándoles la espalda, pero no descansaba hasta solucionar el problema. Era huraño y su madre decía que ni siquiera cuando era pequeño se dejaba acariciar. Desde niño tenía gestos extravagantes, era capaz de quitarse la ropa que llevaba puesta para dársela a otro, como lo hizo en varias oportunidades. El afecto y las emociones le parecían signos de inferioridad y

sólo con los animales perdía las barreras de su exagerado pudor, se revolcaba por el suelo con ellos, los acariciaba, les daba de comer en la boca y dormía abrazado con los perros. Podía hacer lo mismo con los niños de muy corta edad, siempre que nadie estuviera observando, porque frente a la gente prefería el papel de hombre recio y solitario. La formación británica de doce años de colegio, no pudo desarrollar en él spleen, que se consideraba el mejor atributo de un caballero. Era un sentimental incorregible. Por eso se interesó en la política y decidió que no sería abogado, como su padre le exigía, sino médico, para ayudar a los necesitados, como le sugirió su madre, que le conocía mejor. Jaime había jugado con Pedro Tercero García durante toda su infancia, pero fue ese año que aprendió a admirarlo. Blanca tuvo que sacrificar un par dé encuentros en el río, para que los dos jóvenes se reunieran. Hablaban de justicia, de igualdad, del movimiento campesino, del socialismo, mientras Blanca los escuchaba con impaciencia, deseando que acabaran pronto para quedarse sola con su amante. Esa amistad unió a los dos muchachos hasta la muerte, sin que Esteban Trueba lo sospechara.

Nicolás era hermoso como una doncella. Heredó la delicadeza y la transparencia de la piel de su madre, era pequeño, delgado, astuto y rápido como un zorro. De inteligencia brillante, sin hacer ningún esfuerzo sobrepasaba a su hermano en todo lo que emprendían juntos. Había inventado un juego para atormentarlo: le llevaba la contra en cualquier tema y argumentaba con tanta habilidad y certeza, que terminaba por convencer a Jaime que estaba equivocado, obligándolo a admitir su error.

— ¿Estás seguro de que yo tengo la razón? — decía finalmente Nicolás a su hermano.

— Sí, tienes razón–gruñía Jaime, cuya rectitud le impedía discutir de mala fe.

— ¡Ah! Me alegro–exclamaba Nicolás-. Ahora yo te voy a demostrar que el que tiene la razón eres tú y el equivocado soy yo. Te voy a dar los argumentos que tú tenías que haberme dado, si fueras inteligente.

Jaime perdía la paciencia y le caía a golpes, pero enseguida se arrepentía, porque era mucho más fuerte que su hermano y su propia fuerza lo hacía sentirse culpable. En el colegio, Nicolás usaba su ingenio para molestar a los demás y cuando se veía obligado a enfrentar una situación de violencia, llamaba a su hermano para que lo defendiera mientras él lo animaba desde atrás. Jaime se acostumbró a dar la cara por Nicolás y llegó a parecerle natural ser castigado en su lugar, hacer sus tareas y tapar sus mentiras. El principal interés de Nicolás en ese período de su juventud aparte de las mujeres, fue desarrollar la habilidad de Clara para adivinar el futuro. Compraba libros sobre sociedades secretas, de horóscopos y de todo lo que tuviera características sobrenaturales. Ese año le dio por desenmascarar milagros, se compró Las Vidas de Los Santos en edición popular y pasó el verano buscando explicaciones pedestres a las más fantásticas proezas de orden espiritual. Su madre se burlaba de él.

— Si no puedes entender cómo funciona el teléfono, hijo–decía Clara-, ¿cómo quieres comprender los milagros?

El interés de Nicolás por los asuntos sobrenaturales comenzó a manifestarse un par de años antes. Los Fines de semana que podía salir del internado, iba a visitar a las tres hermanas Mora en su viejo molino, para aprender ciencias ocultas. Pero pronto se vio que no tenía ninguna disposición natural para la clarividencia o la telequinesia, de modo que tuvo que conformarse con la mecánica de las cartas astrológicas, el tarot y los palitos chinos. Como una cosa trae a la otra, conoció en casa de las Mora a una hermosa joven de nombre Amanda, algo mayor que él, que lo inició en la meditación yoga y en la acupuntura, ciencias con las cuales Nicolás llegó a curar el reuma y otras dolencias menores, que era más de lo que conseguiría su hermano con la medicina

t–raHirir\nal Hocnuóc Hü cíq<-q añnc Hü ac<-nH¡n Dom t–nrlri acn fi mi irhn Hocnnác Pea

verano tenía veintiún años y se aburría en el campo. Su hermano lo vigilaba estrechamente, para que no molestara a las muchachas, porque se había autodesignado defensor de la virtud de las doncellas de Las Tres Marías, a pesar de lo cual Nicolás se las arregló para seducir a casi todas las adolescentes de la zona, con artes de galantería que jamás se habían visto por aquellos lugares. El resto del tiempo lo pasaba investigando milagros, tratando de aprender los trucos de su madre para mover el salero con la fuerza de la mente, y escribiendo versos apasionados a Amanda, que se los devolvía por correo, corregidos y mejorados, sin que ello lograra desanimar al joven.

Pedro García, el viejo, murió poco antes de las elecciones presidenciales. El país estaba convulsionado por las campañas políticas, los trenes de triunfo cruzaban de Norte a Sur llevando a los candidatos asomados en la cola, con su corte de proselitistas, saludando todos del mismo modo, prometiendo todos las mismas cosas, embanderados y con una sonajera de orfeón y altoparlantes que espantaba la quietud del paisaje y pasmaba al ganado. El viejo había vivido tanto, que ya no era más que un montón de huesitos de cristal cubiertos por un pellejo amarillo. Su rostro era un encaje de arrugas. Cloqueaba al caminar, con un tintineo de castañuelas, no tenía dientes y sólo podía comer papilla de bebé, además de ciego se había quedado sordo, pero nunca le falló el reconocimiento de las cosas y la memoria del pasado y de lo inmediato. Murió sentado en su silla de mimbre al atardecer. Le gustaba colocarse en el umbral de su rancho a sentir caer la tarde, que la adivinaba por el cambio sutil de la temperatura, por los sonidos del patio, el afán de las cocinas, el silencio de las gallinas. Allí lo encontró la muerte. A sus pies, estaba su bisnieto Esteban García, que ya tenía alrededor de diez años, ocupado en ensartar los ojos a un pollo con un clavo. Era hijo de Esteban García, el único bastardo del patrón que llevó su nombre, aunque no su apellido. Nadie recordaba su origen ni la razón por la cual llevaba ese nombre, excepto él mismo, porque su abuela, Pancha García, antes de morir alcanzó a envenenar su infancia con el cuento de que si su padre hubiera nacido en el lugar de Blanca, Jaime o Nicolás, habría heredado Las Tres Marías y podría haber llegado a Presidente de la República, de haberlo querido. En aquella región sembrada de hijos ilegítimos y de otros legítimos que no conocían a su padre, él fue probablemente el único que creció odiando su apellido. Vivió castigado por el rencor contra el patrón, contra su abuela seducida, contra su padre bastardo y contra su propio inexorable destino de patán. Esteban Trueba no lo distinguía entre los demás chiquillos de la propiedad, era uno más del montón de criaturas que cantaban el himno nacional en la escuela y hacían cola para su regalo de Navidad. No se acordaba de Pancha García ni de haber tenido un hijo con ella, y mucho menos de aquel nieto taimado que lo odiaba, pero que lo observaba de lejos para imitar sus gestos y copiar su voz. El niño se desvelaba en la noche imaginando horribles enfermedades o accidentes que ponían fin a la existencia del patrón y todos sus hijos, para que él pudiera heredar la propiedad. Entonces transformaba Las Tres Marías en su reino. Esas fantasías las acarició toda su vida, aun después de saber que jamás obtendría nada por vía de la herencia. Siempre reprochó a Trueba la existencia oscura que forjó para él y se sintió castigado, inclusive en los días en que llegó a la cima del poder y los tuvo a todos en su puño.

El niño se dio cuenta que algo había cambiado en el anciano. Sé acercó, lo tocó y el cuerpo se tambaleó. Pedro García cayó al suelo como una bolsa de huesos. Tenía las pupilas cubiertas por la película lechosa que las fue dejando sin luz a lo largo de un cuarto de siglo. Esteban García tomó el clavo y se disponía a pincharle los ojos, cuando llegó Blanca y lo apartó de un empujón, sin sospechar que esa criatura hosca y

malvada era su sobrino y que dentro de algunos años sería el instrumento de una tragedia para su familia.

— Dios mío, se murió el viejecito–sollozó inclinándose sobre el cuerpo jibarizado del anciano que pobló su infancia de cuentos y protegió sus amores clandestinos.

A Pedro García, el viejo, lo enterraron con un velorio de tres días en el que Esteban Trucha ordenó que no se escatimara el gasto. Acomodaron su cuerpo en un cajón de pino rústico, con su traje dominguero, el mismo que usó cuando se casó y que se ponía para votar y recibir sus cincuenta pesos en Navidad. Le pusieron su única camisa blanca, que le quedaba muy holgada en el cuello, porque la edad lo había encogido, su corbata de luto y un clavel rojo en el ojal, como siempre que se enfiestaba. Le sujetaron la mandíbula con un pañuelo y le colocaron su sombrero negro, porque había dicho muchas veces, que quería quitárselo para saludar a Dios. No tenía zapatos, pero Clara sustrajo unos de Esteban Trucha, para que todos vieran que no iba descalzo al Paraíso.

Jean de Satigny se entusiasmó con el funeral, extrajo de su equipaje una máquina fotográfica con trípode y tomó tantos retratos al muerto, que sus familiares pensaron que le podía robar el alma ,v, por precaución, destrozaron las placas. Al velatorio acudieron campesinos de toda la región, porque Pedro García, en su siglo de vida estaba emparentado con muchos paisanos de provincia. Llegó la meica, que era aún más anciana que él, con varios indios de su tribu, que a una orden suya comenzaron a llorar al finado y no dejaron de hacerlo hasta que terminó la parranda tres días después. La gente se juntó alrededor del rancho del viejo a beber vino, tocar la guitarra y vigilar los asados. También llegaron dos curas en bicicleta, a bendecir los restos mortales de Pedro García y a dirigir los ritos fúnebres. Uno de ellos era un gigante rubicundo con fuerte acento español, el padre José Dulce María, a quien Esteban Trucha conocía de nombre. Estuvo a punto de impedirle la entrada a su propiedad, pero Clara lo convenció de que no era el momento de anteponer sus odios políticos al fervor cristiano de los campesinos. «Por lo menos pondrá algo de orden en los asuntos del alma», dijo ella. De modo que Esteban Trueba terminó por darle la bienvenida e invitarlo a que se quedara en su casa con el hermano lego, que no abría la boca y miraba siempre al suelo, con la cabeza ladeada y las manos juntas. El patrón estaba conmovido por la muerte del viejo que le había salvado las siembras de las hormigas y la vida de yapa, y quería que todos recordaran ese entierro como un acontecimiento.

Los curas reunieron a los inquilinos y visitantes en la escuela, para repasar los olvidados evangelios y decir una misa por el descanso del alma de Pedro García. Después se retiraron a la habitación que se les había destinado en la casa patronal, mientras los demás continuaban la juerga que había sido interrumpida por su llegada. Esa noche Blanca esperó que se callaran las guitarras y el llanto de los indios y que todos se fueran a la cama, para saltar por la ventana de su habitación y enfilar en la dirección habitual, amparada por las sombras. Volvió a hacerlo durante las tres noches siguientes, hasta que los sacerdotes se fueron. 'Iodos, menos sus padres, se enteraron de que Blanca se juntaba con uno de ellos en el río. Era Pedro Tercero García, que no quiso perderse el funeral de su abuelo y aprovechó la sotana prestada para arengar a los trabajadores casa por casa, explicándoles que las próximas elecciones eran su oportunidad de sacudir el yugo en que habían vivido siempre. Lo escuchaban sorprendidos y confusos. Su tiempo se medía por estaciones, sus pensamientos por generaciones, eran lentos y prudentes. Sólo los más jóvenes, los que tenían radio y oían las noticias, los que a veces iban al pueblo y conversaban con los sindicalistas, podían seguir el hilo de sus ideas. Los demás lo escuchaban porque el muchacho era el

héroe perseguido por los patrones, pero en el fondo estaban convencidos de que hablaba tonterías.

— Si el patrón descubre que vamos a votar por los socialistas, nos jodimos–dijeron.

— ¡No puede saberlo! El voto es secreto–alegó el falso cura.

— Eso cree usted, hijo–respondió Pedro Segundo, su padre-. Dicen que es secreto, pero después siempre saben por quién votamos. Además, si ganan los de su partido, nos van a echar a la calle, no tendremos trabajo. Yo he vivido siempre aquí. ¿Qué haría?

— ¡No pueden echarlos a todos, porque el patrón pierde más que ustedes si se van! — arguyó Pedro Tercero.

— No importa por quién votemos, siempre ganan ellos.

— Cambian los votos–dijo Blanca, que asistía a la reunión sentada entre los campesinos.

— Esta vez no podrán–dijo Pedro Tercero-. Mandaremos gente del partido para controlar las mesas de votación y ver que sellen las urnas.

Pero los campesinos desconfiaban. La experiencia les había enseñado que el zorro siempre acaba por comerse a las gallinas, a pesar de las baladas subversivas que andaban de boca en boca cantando lo contrario. Por eso, cuando pasó el tren del nuevo candidato del Partido Socialista, un doctor miope y carismático que movía a las muchedumbres con su discurso inflamado, ellos lo observaron desde la estación, vigilados por los patrones que montaron un cerco a su alrededor, armados con escopetas de caza y garrotes. Escucharon respetuosamente las palabras del candidato, pero no se atrevieron a hacerle ni un gesto de saludo, excepto unos pocos braceros que acudieron en pandilla, provistos de palos y picotas, y lo vitorearon hasta desgañitarse, porque ellos no tenían nada que perder, eran nómadas del campo, vagaban por la región sin trabajo fijo, sin familia, sin amo y sin miedo.

Poco después de la muerte y el memorable entierro de Pedro García, el viejo, Blanca comenzó a perder sus colores de manzana y a sufrir fatigas naturales que no eran producidas por dejar de respirar y vómitos matinales que no eran provocados por salmuera caliente. Pensó que la causa estaba en el exceso de comida, era la época de los duraznos dorados, los damascos, el maíz tierno preparado en cazuelas de barro y perfumado con albahaca, era el tiempo de hacer las mermeladas y las conservas para el invierno. Pero el ayuno, la manzanilla, los purgantes y el reposo no la curaron. Perdió el entusiasmo por la escuela, la enfermería y hasta por sus Nacimientos de barro, se puso floja y somnolienta, podía pasar horas echada en la sombra mirando el cielo, sin interesarse por nada. La única actividad que mantuvo fueron sus escapadas nocturnas por la ventana cuando tenía cita con Pedro Tercero en el río.

Jean de Satigny, que no se había dado por vencido en su asedio romántico, la observaba. Por discreción, pasaba unas temporadas en el hotel del pueblo y hacía algunos viajes cortos a la capital, de donde regresaba cargado de literatura sobre las chinchillas, sus jaulas, su alimento, sus enfermedades, sus métodos reproductivos, la forma de curtirles el cuero y, en general, todo lo referente a esas pequeñas bestias cuyo destino era convertirse en estolas. La mayor parte del verano el conde fue huésped en Las Tres Marías. Era un visitante encantador, bien educado, tranquilo y alegre. Siempre tenía una frase amable en la punta de los labios, celebraba la comida, los divertía en las tardes tocando el piano del salón, donde competía con Clara en los nocturnos de Chopin y era una fuente inagotable de anécdotas. Se levantaba tarde y pasaba una o dos horas dedicado a su arreglo personal, hacía gimnasia, trotaba alrededor de la casa sin importarle las burlas de los toscos campesinos, se remojaba

en la bañera con agua caliente y se demoraba mucho en elegir la ropa para cada ocasión. Era un esfuerzo perdido, puesto que nadie apreciaba su elegancia y a menudo lo único que conseguía con sus trajes ingleses de montar, sus chaquetas de terciopelo y sus sombreros tiroleses con pluma de faisán, era que Clara, con la mejor intención, le ofreciera ropa más apropiada para el campo. Jean no perdía el buen humor, aceptaba las sonrisas irónicas del dueño de casa, las malas caras de Blanca y la perenne distracción de Clara, que al cabo de un año seguía preguntándole su nombre. Sabía cocinar algunas recetas francesas, muy aliñadas y magníficamente presentadas, con las que contribuía cuando tenían invitados. Era la primera vez que veían a un hombre interesado en la cocina, pero supusieron que eran costumbres europeas y no se atrevieron a hacerle bromas, para no pasar por ignorantes. De sus viajes a la capital traía, además de lo concerniente a las chinchillas, las revistas de moda, los folletines de guerra que se habían popularizado para crear el mito del soldado heroico y novelas románticas para Blanca. En la conversación de sobremesa, a veces se refería con tono de mortal aburrimiento, a sus veranos con la nobleza europea en los castillos de Liechtenstein o en la Costa Azul. Nunca dejaba de decir que estaba feliz de haber cambiado todo eso por el encanto de América. Blanca le preguntaba por qué no había elegido el Caribe, o por lo menos un país con mulatas, cocoteros y tambores, si lo que buscaba era exotismo, pero él sostenía que no había en la tierra otro sitio más agradable que ese olvidado país al final del mundo. El francés no hablaba de su vida personal, excepto para deslizar algunas claves imperceptibles que permitían al interlocutor astuto darse cuenta de su esplendoroso pasado, su fortuna incalculable y su noble origen. No se conocía con certeza su estado civil, su edad, su familia o de qué parte de Francia provenía. Clara era de opinión que tanto misterio era peligroso y trató de desentrañarlo con las cartas del tarot, pero Jean no permitía que le echaran la suerte ni que se escrutaran las líneas de su mano. Tampoco se sabía su signo zodiacal.

A Esteban Trueba todo eso le tenía sin cuidado. Para él era suficiente que el conde estuviera dispuesto a entretenerlo con una partida de ajedrez o de dominó, que fuera ingenioso y simpático y nunca pidiera dinero prestado. Desde que Jean de Satigny visitaba la casa, era mucho más soportable el aburrimiento del campo, donde a las cinco de la tarde no había nada más que hacer. Además le gustaba que los vecinos lo envidiaran por tener a ese huésped distinguido en Las Tres Marías.

Se había corrido la voz de que Jean pretendía a Blanca Trueba, pero no por eso dejó de ser el galán predilecto de las madres casamenteras. Clara también lo estimaba, aunque en ella no había ningún cálculo matrimonial. Por su parte, Blanca acabó acostumbrándose a su presencia. Era tan discreto y suave en el trato, que poco a poco Blanca olvidó su proposición matrimonial. Llegó a pensar que había sido algo así como una broma del conde. Volvió a sacar del armario los candelabros de plata, a poner la mesa con la vajilla inglesa y a usar sus vestidos de ciudad en las tertulias de la tarde. A menudo Jean la invitaba al pueblo o le pedía que lo acompañara a sus numerosas invitaciones sociales. En esas oportunidades Clara tenía que ir con ellos, porque Esteban Trueba era inflexible en ese punto: no quería que vieran a su hija sola con el francés. En cambio, les permitía pasear sin chaperona por la propiedad, siempre que no se alejaran demasiado y que regresaran antes que oscureciera. Clara decía que si se trataba de cuidar la virginidad a la joven eso era mucho más peligroso que ir a tomar té al fundo de los Uzcátegui, pero Esteban estaba seguro de que no había nada que temer de Jean, puesto que sus intenciones eran nobles, pero había que cuidarse de las malas lenguas, que podían destrozar la honra a su hija. Los paseos campestres de Jean y de' Blanca consolidaron una buena amistad. Se llevaban bien. A los dos les gustaba salir a media mañana a caballo, con la merienda en un canasto y varios maletines de lona y cuero con el equipo de Jean. El conde aprovechaba todas las

paradas para colocar a Blanca contra el paisaje y fotografiarla, a pesar de que se resistía un poco, porque se sentía vagamente ridícula. Ese sentimiento se justificaba al ver los retratos revelados, donde aparecía con una sonrisa que no era la suya, en una postura incómoda y con un aire de infelicidad, debido, según Jean, a que no era capaz de posar con naturalidad y, según ella, a que la obligaba a ponerse torcida y aguantar la respiración durante largos segundos, hasta que se imprimiera la placa. Por lo general escogían un lugar sombrío debajo de los árboles, colocaban una manta sobre la yerba y se acomodaban para pasar algunas horas. Hablaban de Europa, de libros, de anécdotas familiares de Blanca o de los viajes de Jean. Ella le regaló un libro del Poeta y él se entusiasmó tanto, que aprendió largos pasajes de memoria y podía recitar los versos sin vacilar. Decía que era lo mejor que se había escrito en materia de poesía y que ni siquiera en francés, el idioma de las artes, había nada que pudiera compararse. No hablaban de sus sentimientos. Jean era solícito, pero no era suplicante o insistente, sino más bien hermanable y burlón. Si le besaba la mano para despedirse, lo hacía con una mirada de escolar que restaba todo romanticismo al gesto. Si le admiraba un vestido, un guiso o una figura del Nacimiento, su tono tenía un dejo irónico que permitía interpretar la frase de muchas maneras. Si cortaba flores para ella o la ayudaba a desmontar del caballo, lo hacía con un desenfado que convertía la galantería en una atención de amigo. De todos modos, para prevenir, Blanca le hizo saber, cada vez que se presentó la ocasión, que no se casaría ni muerta con él. Jean de Satigny sonreía con su brillante sonrisa de seductor, sin decir nada, y Blanca no podía menos que notar que era mucho más apuesto que Pedro Tercero.

Blanca no sabía que Jean la espiaba. La había visto saltar por la ventana vestida de hombre en muchas ocasiones. La seguía un trecho, pero se revolvía, temeroso de que lo sorprendieran los perros en la oscuridad. Pero, por la dirección que ella tomaba, había podido determinar que siempre iba rumbo al río.

Entretanto, Trueba no terminaba de decidirse respecto a las chinchillas. A modo de prueba, accedió a instalar una jaula con algunas parejas de esos roedores, imitando en pequeña escala la gran industria modelo. Fue la única vez que se vio a Jean de Satigny arremangado trabajando. Sin embargo, las chinchillas se contagiaron de una enfermedad privativa de las ratas y se fueron muriendo todas en menos de dos semanas. Ni siquiera pudieron curtir las pieles, porque el pelo se les puso opaco y se les desprendía del cuero como plumas de un ave remojada en agua hirviendo. Jean vio horrorizado aquellos cadáveres despelucados, con las patas tiesas y los ojos en blanco, que echaban por tierra las esperanzas de convencer a Esteban Trucha, quien perdió todo entusiasmo por la peletería al ver esa mortandad.

— Si la peste le hubiera dado a la industria modelo, estaría totalmente arruinado–concluyó Trucha.

Entre la peste de las chinchillas y las escapadas de Blanca, el conde pasó varios meses perdiendo su tiempo. Empezaba a estar cansado de aquellas tramitaciones y pensaba que Blanca jamás se iba a fijar en sus encantos. Vio que el criadero de roedores no tenía para cuándo concretarse y decidió que era mejor precipitar las cosas, antes que otro más avispado se quedara con la heredera. Además, Blanca comenzaba a gustarle, ahora que estaba más robusta y con esa languidez que había atenuado sus modales de campesina. Prefería a las mujeres plácidas y opulentas y la visión de Blanca echada sobre almohadones observando el cielo a la hora de la siesta, le recordaba a su madre. A veces conseguía conmoverlo. Jean aprendió a adivinar, por pequeños detalles imperceptibles para los demás, cuándo Blanca tenía planeada una excursión nocturna al río. En esas ocasiones, la joven se quedaba sin cenar, pretextando dolor de cabeza, se despedía temprano y había un brillo extraño en sus

decidió seguirla hasta el final, para terminar con esa situación que amenazaba con prolongarse indefinidamente. Estaba seguro que Blanca tenía un amante, pero creía que no podía ser nada serio. Personalmente, Jean de Satigny no tenía ninguna fijación con la virginidad y no se había planteado ese asunto cuando decidió pedirla en matrimonio. Lo que le interesaba de ella eran otras cosas, que no se perderían por un momento de placer en el lecho del río.

Después que Blanca se retiró a su habitación y el resto de la familia también, Jean de Satigny se quedó sentado en el salón a oscuras, atento a los ruidos de la casa, hasta la hora que calculó que ella saltaría por la ventana. Entonces salió al patio y se plantó entre los árboles a esperarla. Estuvo agazapado en la sombra más de media hora, sin que nada anormal turbara la paz de la noche. Aburrido de esperar, se disponía a retirarse, cuando se fijó que la ventana de Blanca estaba abierta. Se dio cuenta que había saltado antes que él se apostara en el jardín a vigilarla.

— Merde–masculló en francés.

Rogando que los perros no alertaran a toda la casa con sus ladridos y que no le saltaran encima, se dirigió hacia el río, por el camino que otras veces había visto tomar a Blanca. No estaba acostumbrado a andar con su fino calzado por la tierra arada, ni a saltar piedras y sortear charcos, pero la noche estaba muy clara, con una hermosa luna llena iluminando el cielo en un resplandor fantasmagórico y apenas se le pasó el temor de que aparecieran los perros, pudo apreciar la belleza del momento. Anduvo un buen cuarto de hora antes de avistar los primeros cañaverales de la orilla y entonces duplicó su prudencia y se acercó con más sigilo, cuidando sus pisadas para que no aplastaran ramas que pudieran delatarlo. La luna se reflejaba en el agua con un brillo de cristal y la brisa mecía suavemente las cañas y las copas de los árboles. Reinaba el más completo silencio y por un instante tuvo la fantasía de que estaba viviendo un sueño de sonámbulo, en el cual caminaba y caminaba, sin avanzar, siempre en el mismo sitio encantado, donde el tiempo se había detenido y donde trataba de tocar los árboles, que parecían al alcance de la mano, y se encontraba con el vacío. Tuvo que hacer un esfuerzo para recuperar su habitual estado de ánimo, realista y pragmático. En un recodo del paisaje, entre grandes piedras grises iluminadas por la luz de la luna, los vio tan cerca, que casi podía tocarlos. Estaban desnudos. El hombre estaba de espaldas, cara al cielo, con los ojos cerrados, pero no tuvo dificultad en reconocer al sacerdote jesuita que había ayudado la misa del funeral de Pedro García, el viejo. Eso le sorprendió. Blanca dormía con la cabeza apoyada en el vientre liso y moreno de su amante. La tenue luz lunar ponía reflejos metálicos en sus cuerpos y Jean de Satigny se estremeció al ver la armonía de Blanca, que en ese momento le pareció perfecta.

Tomó casi un mimito al elegante conde francés abandonar el estado de ensueño en que lo sumió la vista de los enamorados, la placidez de la noche, la luna y el silencio del campo, y darse cuenta de que la situación era más grave de lo que había imaginado. En la actitud de los amantes reconoció el abandono propio de quienes se conocen de muy largo tiempo. Aquello no tenía el aspecto de una aventura erótica de verano, como había supuesto, sino más bien de un matrimonio de la carne y el espíritu. Jean de Satigny no podía saber que Blanca y Pedro Tercero habían dormido así el primer día que se conocieron y que continuaron haciéndolo cada vez que pudieron a lo largo de esos años, sin embargo, lo intuyó por instinto.

Procurando no hacer ni el menor ruido que pudiera alertarlos, dio media vuelta y emprendió el regreso, pensando cómo enfrentar el asunto. Al llegar a la casa, ya había tomado la decisión de contárselo al padre de Blanca, porque la ira siempre pronta de Esteban Trueba le pareció el mejor medio para resolver el problema. «Que se las arreglen entre los nativos», pensó.

Jean de Satigny no esperó la mañana. Golpeó la puerta de la habitación de su anfitrión y antes que éste alcanzara a despabilarse completamente del sueño, le zampó su versión. Dijo que no podía dormir por el calor y que, para tomar aire, había caminado distraídamente en dirección al río y se había encontrado con el deprimente espectáculo de su futura novia durmiendo en brazos del jesuita barbudo, desnudos a la luz de la luna. Por un momento, eso despistó a Esteban Trueba, que no podía imaginar a su hija acostada con el padre José Dulce María, pero enseguida se dio cuentas de lo que había pasado, de la burla de que había sido objeto durante el entierro del viejo y de que el seductor no podía ser otro que Pedro Tercero García, ese maldito hijo de perra que lo tendría que pagar con su vida. Se puso los pantalones a toda prisa, se calzó las botas, se echó la escopeta al hombro y descolgó de la pared su fusta de jinete.

— Usted me espera aquí, don–ordenó al francés, quien de todos modos no tenía ninguna intención de acompañarlo.

Esteban Trueba corrió al establo y se montó en su caballo sin ensillarlo. Iba resoplando de indignación, con los huesos soldados reclamando por el esfuerzo y el corazón galopándole en el pecho. «Los voy a matar a los dos» rezongaba como una letanía. Salió a la carrera en la dirección que había señalado el francés, pero no tuvo necesidad de llegar hasta el río, porque a medio camino se encontró con Blanca que regresaba a la casa canturreando, con el pelo desordenado, la ropa sucia, y ese aire feliz de quien no tiene nada que pedirle a la vida. Al ver a su hija, Esteban Trueba no pudo contener su mal carácter y se le fue encima con el caballo y la fusta en el aire, la golpeó sin piedad, propinándole un azote tras otro, hasta que la muchacha cayó y quedó tendida inmóvil en el barro. Su padre saltó del caballo, la sacudió hasta que la hizo volver en sí y le gritó todos los insultos conocidos y otros inventados en el arrebato del momento.

— ¡Quién es! ¡Dígame su nombre o la mato! — le exigió.

— No se lo diré nunca–sollozó ella.

Esteban Trueba comprendió que ése no era el sistema para obtener algo de esa hija suya que había heredado su propia testarudez. Vio que se había sobrepasado en el castigo, como siempre. La subió al caballo y volvieron a la casa. El instinto o el alboroto de los perros, advirtieron a Clara y a los sirvientes, que esperaban en la puerta con todas las luces encendidas. El único que no se veía por ninguna parte, era el conde, que en el tumulto aprovechó para hacer sus maletas, enganchó los caballos al coche y se fue discretamente al hotel del pueblo.

— ¡Qué has hecho, Esteban, por Dios! — exclamó Clara al ver a su hija cubierta de barro y sangre.

Clara y Pedro Segundo García llevaron a Blanca en brazos a su cama. El administrador había empalidecido mortalmente, pero no dijo ni una sola palabra. Clara lavó a su hija, le aplicó compresas frías en los moretones y la arrulló hasta que consiguió tranquilizarla. Después que la dejó dormitando, fue a enfrentarse con su marido, que se había encerrado en su despacho y allí paseaba furioso dando golpes con la fusta a las paredes, maldiciendo y pateando los muebles. Al verla, Esteban dirigió toda su furia contra ella, la culpó de haber criado a Blanca sin moral, sin religión, sin principios, como una atea libertina, peor aún, sin sentido de clase, porque se podía entender que lo hiciera con alguien bien nacido, pero no con un patán, un gaznápiro, un cerebro caliente, ocioso, bueno para nada.

— ¡Debí haberlo matado cuando se lo prometí! ¡Acostándose con mi propia hija! ¡Juro que lo voy a encontrar y cuando lo agarre lo capo, le corto las bolas, aunque sea lo último que haga en mi vida, juro por mi madre que se va a arrepentir de haber nacido!

— Pedro Tercero García no ha hecho nada que no hayas hecho tú–dijo Clara, cuando pudo interrumpirlo-. Tú también te has acostado con mujeres solteras que no son de tu clase. La diferencia es que él lo ha hecho por amor. Y Blanca también.

Trueba la miró, inmovilizado por la sorpresa. Por un instante su ira pareció desinflarse y se sintió burlado, pero inmediatamente una oleada de sangre le subió a la cabeza. Perdió el control y descargó un puñetazo en la cara a su mujer, tirándola contra la pared: Clara se desplomó sin un grito. Esteban pareció despertar de un trance, se hincó a su lado, llorando, balbuciendo disculpas y explicaciones, llamándola por los nombres tiernos que sólo usaba en la intimidad, sin comprender cómo había podido levantar la mano a ella, que era el único ser que realmente le importaba v a quien jamás, ni aun en los peores momentos de tu vida en común, había dejado de respetar. La alzó en brazos, la sentó amorosamente en un sillón, mojó un pañuelo para ponerle en la frente y trató de hacerla beber un poco de agua. Por último, Clara abrió los ojos. Echaba sangre por la nariz. Cuando abrió la boca, escupió varios dientes, que cayeron al suelo y un hilo de saliva sanguinolenta le corrió por la barbilla y el cuello.

Apenas Clara pudo enderezarse, apartó a Esteban de un empujón, se puso de pie con dificultad y salió del despacho, tratando de caminar erguida. Al otro lado de la puerta estaba Pedro Segundo García, que alcanzó a sujetarla en el momento que trastabillaba. Al sentirlo a su lado, Clara se abandonó. Apoyó la cara tumefacta en el pecho de ese hombre que había estado a su lado durante los momentos más difíciles de su vida, y se puso a llorar. La camisa de Pedro Segundo García se tiñó de sangre.

Clara no volvió a hablar a su marido nunca más en su vida. Dejó de usar su apellido de casada y se quitó del dedo la fina alianza de oro que él le había colocado más de veinte años atrás, aquella noche memorable en que Barrabás murió asesinado por un cuchillo de carnicero.

Dos días después, Clara y Blanca abandonaron Las Tres Marías y regresaron a la capital. Esteban quedó humillado y furioso, con la sensación de que algo se había roto para siempre en su vida.

Pedro Segundo fue a dejar a la patrona y a su hija a la estación. Desde la noche aquella, no había vuelto a verlas y permanecía silencioso y huraño. Las acomodó en el tren y después se quedó con el sombrero en la mano, los ojos bajos, sin saber cómo despedirse. Clara lo abrazó. Al principio él se mantuvo rígido y desconcertado, pero pronto lo vencieron sus propios sentimientos y se atrevió a rodearla tímidamente con los brazos y depositar un beso imperceptible en su pelo. Se miraron por última vez a través de la ventanilla y los dos tenían los ojos llenos de lágrimas. El fiel administrador llegó a su casa de ladrillos, hizo un bulto con sus escasas pertenencias, envolvió en un pañuelo el poco dinero que había podido ahorrar en todos esos años de servicio y partió. Trucha lo vio despedirse de los inquilinos y montar en su caballo. Trató de detenerlo explicándole que lo que había ocurrido no tenía nada que ver con él, que no era justo que por las culpas de su hijo perdiera el trabajo, los amigos, la casa y su seguridad.

— No quiero estar aquí cuando encuentre a mi hijo, patrón–fueron las últimas palabras de Pedro Segundo García antes de partir al trote hacia la carretera.

¡Qué solo me sentí entonces! Ignoraba que la soledad no me abandonaría nunca más y que la única persona que volvería a tener cerca de mí en el resto de mi vida,

sería una nieta bohemia y estrafalaria, con el pelo verde como Rosa. Pero eso sería varios años más tarde.

Después de la partida de Clara, miré a mi alrededor y vi muchas caras nuevas en Las Tres Marías. Los antiguos compañeros de ruta estaban muertos o se habían alejado. Ya no tenía a mi mujer ni a mi hija. El contacto con mis hijos era mínimo. Habían fallecido mi madre, mi hermana, la buena Nana, Pedro García, el viejo. Y también Rosa me vino a la memoria como un inolvidable dolor. Ya no podía contar con Pedro Segundo García, que estuvo a mi lado durante treinta y cinco años. Me dio por llorar. Se me caían solas las lágrimas y me las sacudía a manotazos, pero venían otras. ¡Váyanse todos al carajo!, bramaba yo por los rincones de la casa. Me paseaba por los cuartos vacíos, entraba al dormitorio de Clara y buscaba en su ropero y en su cómoda algo que ella hubiera usado, para acercármelo a la nariz y recuperar, aunque fuera por un momento fugaz, su tenue olor a limpieza. Me tendía en su cama, hundía la cara en su almohada, acariciaba los objetos que había dejado sobre el tocador y me sentía profundamente desolado.

Pedro Tercero García tenía toda la culpa de lo que había pasado. Por él se había alejado Blanca de mi lado, por él yo había discutido con Clara, por él se había ido del fundo Pedro Segundo, por él los inquilinos me miraban con recelo y cuchicheaban a mis espaldas. Siempre había sido un revoltoso y lo que yo debí hacer desde el principio era echarlo a patadas. Dejé pasar el tiempo por respeto a su padre y a su abuelo y el resultado fue que ese mocoso de porquería me quitó lo que más amaba en el mundo. Fui al retén del pueblo y soborné a los carabineros para que me ayudaran a buscarlo. Les di orden de no meterlo preso, sino de entregármelo sin alboroto. En el bar, en la peluquería, en el club y en el Farolito Rojo, eché a correr la voz de que había una recompensa para quien me entregara al muchacho.

— Cuidado, patrón. No se ponga a hacer justicia por su propia mano, mire que las cosas han cambiado mucho desde los tiempos de los hermanos Sánchez–me advirtieron. Pero yo no quise escucharlos. ¿Qué habría hecho la justicia en ese caso? Nada.

Pasaron como quince días sin ninguna novedad. Salía a recorrer el fundo, entraba en las propiedades vecinas, espiaba a los inquilinos. Estaba convencido que me escondían al muchacho. Subí la recompensa y amenacé a los carabineros con hacerlos destituir, por incapaces, pero todo fue inútil. Con cada hora que pasaba me aumentaba la rabia. Comencé a beber como nunca lo había hecho, ni en mis años de soltería. Dormía mal y volví a soñar con Rosa. Una noche soñé que la golpeaba como a 'Clara y que sus dientes también rodaban por el suelo, desperté gritando, pero estaba solo y nadie me podía oír. Estaba tan deprimido, que dejé de afeitarme, no me cambiaba ropa, creo que tampoco me bañaba. La comida me parecía agria, tenía un sabor de bilis en la boca. Me rompí los nudillos golpeando las paredes y reventé un caballo galopando para espantar la furia que me estaba consumiendo las entrañas. En esos días nadie se me acercaba, las empleadas me servían la mesa temblando, lo cual me ponía peor.

Un día estaba en el corredor, fumando un cigarro antes de la siesta, cuando se acercó un niño moreno y se me plantó al frente en silencio. Se llamaba Esteban García. Era mi nieto, pero yo no lo sabía y sólo ahora, debido a las terribles cosas que han ocurrido por obra suya, me he enterado del parentesco que nos une. Era también nieto de Pancha García, una hermana de Pedro Segundo, a quien en realidad no recuerdo.

— ¿Qué es lo que quieres, mocoso? — pregunté al niño.

— Yo sé dónde está Pedro Tercero García–me respondió.

Di un salto tan brusco que se volteó el sillón de mimbre donde estaba sentado, agarré al muchacho por los hombros y lo zarandeé.

— ¿Dónde? ¿Dónde está ese maldito? — le grité.

— ¿Me va a dar la recompensa, patrón? — balbuceó el niño aterrorizado.

— ¡La tendrás! Pero primero quiero estar seguro de que no me mientes. ¡Vamos, llévame donde está ese desgraciado!

Fui a buscar mi escopeta y salimos. El niño me indicó que teníamos que ir a caballo, porque Pedro Tercero estaba escondido en el aserradero de los Lebus, a varias millas de Las Tres Marías. ¿Cómo no se me ocurrió que estaría allí: Era un escondite perfecto. En esa época del año el aserradero

— ¿Cómo te enteraste que Pedro Tercero García está allá?

— Todo el mundo lo sabe, patrón, menos usted–me respondió.

Nos fuimos al trote, porque en ese terreno no se podía correr. El aserradero está enclavado en una ladera de la montaña y allí no se podía forzar mucho a las bestias. En el esfuerzo por trepar, los caballos arrancaban chispas a las piedras con los cascos. Creo que sus pisadas eran el único sonido en a tarde bochornosa y quieta. Al entrar a la zona boscosa, cambió el paisaje y refrescó, porque los árboles se erguían en apretadas filas, cerrando el paso a la luz del sol. El suelo era una alfombra rojiza y mullida donde las patas de los caballos se hundían blandamente. Entonces nos rodeó el silencio. El niño iba adelante, montado en su bestia sin montura, pegado al animal, como si fueran el mismo cuerpo, y yo iba detrás, taciturno, rumiando mi rabia. Por momentos la tristeza me invadía, era más fuerte que el enojo que había estado incubando durante tanto tiempo, más fuerte que el odio que sentía por Pedro Tercero García. Deben de haber pasado un par de horas antes de divisar los chatos galpones del aserradero, ubicados en semicírculo en un claro del bosque. En ese lugar, el olor de la madera y de los pinos era tan intenso, que por un momento me distraje del propósito del viaje. Me sobrecogió el paisaje, el bosque, la quietud. Pero esa debilidad no me duró más que un segundo.

— Espera aquí y cuida los caballos. ¡No te muevas!

Desmonté. El niño tomó las riendas del animal y yo partí agazapado, con la escopeta preparada en las manos. No sentía mis sesenta años ni los dolores en mis viejos huesos aporreados. Iba animado por la idea de vengarme. De uno de los galpones salía una frágil columna de humo, vi un caballo amarrado en la puerta, deduje que allí debía estar Pedro Tercero y me dirigí al galpón haciendo un rodeo. Me castañeaban los dientes de impaciencia, iba pensando que no quería matarlo al primer tiro, porque eso sería muy rápido y se me iría el gusto en un minuto, había esperado tanto que quería saborear el momento de hacerlo pedazos, pero tampoco podía darle una oportunidad de escapar. Era mucho más joven que yo y si no podía sorprenderlo estaba jodido. Llevaba la camisa empapada de sudor, pegada al cuerpo, un velo me cubría los ojos, pero me sentía de veinte años y con la fuerza de un toro. Entré al galpón arrastrándome silenciosamente, el corazón me golpeaba como un tambor. Me encontré dentro de una amplia bodega que tenía el suelo cubierto de aserrín. Había grandes pilas de madera y unas máquinas tapadas con trozos de lona verde, para preservarlas del polvo. Avancé ocultándome entre las pilas de madera, hasta que de pronto lo vi. Pedro Tercero García estaba acostado en el suelo, con la cabeza sobre una manta doblada, durmiendo. A su lado había un pequeño fuego de brasas sobre unas piedras y un tarro para hervir agua. Me detuve sobresaltado y pude observarlo a mi antojo, con todo el odio del mundo, tratando de fijar para siempre en mi memoria ese rostro

moreno, de facciones casi infantiles, donde la barba parecía un disfraz, sin comprender qué diablos había visto mi hija en ese peludo ordinario. Tendría unos veinticinco años, pero al verlo dormido me pareció un muchacho. Tuve que hacer un gran esfuerzo para controlar el temblor de mis manos y mis dientes. Levanté la escopeta y me adelanté un par de pasos. Estaba tan cerca, que podía volarle la cabeza sin apuntar, pero decidí esperar unos segundos para que se me tranquilizara el pulso. Ese momento de vacilación me perdió. Creo que el hábito de esconderse había afinado el oído a Pedro Tercero García y el instinto le advirtió el peligro. En una fracción de segundo debe haber vuelto a la conciencia, pero se quedó con los ojos cerrados, alertó todos los músculos, tensó los tendones y puso toda su energía en un salto formidable que de un solo impulso lo dejó parado a un metro del sitio donde se estrelló mi bala. No alcancé a apuntar de nuevo, porque se agachó, recogió un trozo dé madera y lo lanzó, dando de lleno en la escopeta, que voló lejos. Recuerdo que sentí una oleada de pánico al verme desarmado, pero inmediatamente me di cuenta que él estaba más asustado que yo. Nos observamos en silencio, jadeando, cada uno esperaba el primer movimiento del otro para saltar. Y entonces vi el hacha. Estaba tan cerca, que podía alcanzarla estirando apenas el brazo y eso es lo que hice sin pensarlo dos veces. Tomé el hacha y con un grito salvaje que me salió del fondo de las entrañas, me lancé contra él, dispuesto a partirlo de arriba abajo con un solo golpe. El hacha brilló en el aire y cayó sobre Pedro Tercero García. Un chorro de sangre me saltó a la cara.

En el último instante levantó los brazos para detener el hachazo y el filo de la herramienta le rebanó limpiamente tres dedos de la mano derecha. Con el esfuerzo yo me fui hacia adelante y caí de rodillas. Se sujetó la mano contra el pecho y salió corriendo, brincó sobre las pilas de madera y los troncos tirados en el suelo, alcanzó su caballo, montó de un salto y se perdió con un grito terrible entre las sombras de los pinos. Dejó atrás un reguero de sangre.

Yo me quedé a cuatro patas en el suelo, acezando. Tardé varios minutos en serenarme y comprender que no lo había matado. Mi primera reacción fue de alivio, porque al sentir la sangre caliente que me golpeaba la cara, se me desinfló el odio súbitamente y tuve que hacer un esfuerzo para recordar por qué quería matarlo, para justificar la violencia que me estaba ahogando, que me hacía estallar el pecho, zumbar los oídos, que me nublaba la vista. Abrí la boca desesperado, tratando de meter aire en los pulmones, y conseguí ponerme en pie, pero empecé a temblar, di un par de pasos y caí sentado sobre un montón de tablas, mareado, sin poder recuperar el ritmo de la respiración. Creí que me iba a desmayar, el corazón me saltaba en el pecho como una máquina enloquecida. Debe de haber transcurrido mucho tiempo, no lo sé. Por último levanté la vista, me paré y busqué la escopeta.

El niño Esteban García estaba a mi lado, mirándome en silencio. Había recogido los dedos cortados y los sostenía como un ramo de espárragos sangrientos. No pude evitar las arcadas, tenía la boca llena de saliva, vomité manchándome las botas, mientras el chiquillo sonreía impasible.

— ¡Suelta eso, mocoso de mierda! — grité golpeándole la mano.

Los dedos cayeron sobre el aserrín, tiñéndolo de rojo.

Recogí la escopeta y avancé tambaleándome hacia la salida. El aire fresco del atardecer y el perfume agobiador de los pinos me dieron en la cara, devolviéndome el sentido de la realidad. Respiré con avidez, a bocanadas. Caminé hacia mi caballo con un gran esfuerzo, me dolía todo el cuerpo y tenía las manos agarrotadas. El niño me siguió.

Volvimos a Las Tres Marías buscando el camino en la oscuridad, que cayó

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caballos tropezaban con las piedras y los matorrales, las ramas nos golpeaban al pasar. Yo estaba como en otro mundo, confundido y aterrado de mi propia violencia, agradecido de que Pedro Tercero escapara, porque estaba seguro de que si hubiera caído al suelo, yo le habría seguido dando con el hacha hasta matarlo, destrozarlo, picarlo en pedacitos, con la misma decisión con que estaba dispuesto a meterle un tiro en la cabeza.

Yo sé lo que dicen de mí. Dicen, entre otras cosas, que he matado a uno o a varios hombres en mi vida. Me han colgado la muerte de algunos campesinos. No es verdad. Si lo fuera, no me importaría reconocerlo, porque a la edad que tengo esas cosas se pueden decir impunemente. Ya me falta muy poco para estar enterrado. Nunca he matado a un hombre y lo más cerca que he estado de hacerlo fue ese día que tomé el hacha y me abalancé sobre Pedro Tercero García.

Llegamos a la casa de noche. Me bajé trabajosamente del caballo y caminé hacia la terraza. Me había olvidado por completo del niño que iba acompañándome, porque en todo el trayecto no abrió la boca, por eso me sorprendí al sentir que me tiraba de la manga.

— ¿Me va a dar la recompensa, patrón? — dijo.

Lo despedí de un manotazo.

— No hay recompensa para los traidores que delatan. ¡Ah! ¡Y te prohíbo que cuentes lo qué pasó! ;Me has entendido? — gruñí.

Entré a la casa y fui directamente a beber un trago de la botella. El coñac me quemó la garganta y me devolvió algo de calor. Luego me tendí en el sofá, resoplando. Todavía me latía desordenadamente el corazón y estaba mareado. Con el dorso de la mano limpié las lágrimas que me rodaban por las mejillas.

Afuera quedó Esteban García frente a la puerta cerrada. Como yo, estaba llorando de rabia.

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