En el comedor de su casa, entre muebles anticuados y maltrechos que en un pasado lejano fueron buenas piezas victorianas, Esteban Trueba cenaba con su hermana Férula la misma sopa grasienta de todos los días y el mismo pescado desabrido de todos los viernes. Eran servidos por la empleada que los había atendido toda la vida, en la tradición de esclavos a sueldo de entonces. La vieja mujer iba y venía entre la cocina y el comedor, agachada y medio ciega, pero todavía enérgica, llevando y trayendo las fuentes con solemnidad. Doña Ester Trueba no acompañaba a sus hijos en la mesa. Pasaba las mañanas inmóvil en su silla mirando por la ventana el quehacer de la calle y viendo cómo el transcurso de los años iba deteriorando el barrio que en su juventud fue distinguido. Después del almuerzo la trasladaban a su cama, acomodándola para que pudiera estar medio sentada, única posición que le permitía la artritis, sin más compañía que las lecturas piadosas de sus libritos píos de vidas y milagros de los santos. Allí permanecía hasta el día siguiente, en que volvía a repetirse la misma rutina. Su única salida a la calle era para asistir a la misa del domingo en la iglesia de San Sebastián, a dos cuadras de la casa, donde la llevaban Férula y la empleada en su silla de ruedas.
Esteban terminó de escarbar la carne blancuzca del pescado entre la maraña de espinas y dejó los cubiertos en el plato. Se sentaba rígidamente, igual como caminaba, muy erguido, con la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás y un poco ladeada, mirando de reojo, con una mezcla de altanería, desconfianza y miopía. Ese gesto habría sido desagradable si sus ojos no hubieran sido sorprendentemente dulces y claros. Su postura, tan tiesa, era más propia de un hombre grueso y bajo que quisiera aparecer más alto, pero él medía un metro ochenta y era muy delgado. Todas las líneas de su cuerpo eran verticales y ascendentes, desde su afilada nariz aguileña y sus cejas en punta, hasta la alta frente coronada por una melena de león que peinaba hacia atrás. Era de huesos largos y manos de dedos espatulados. Caminaba a grandes trancos, se movía con energía y parecía muy fuerte, sin carecer, sin embargo, de cierta gracia en los gestos. Tenía un rostro muy armonioso, a pesar del gesto adusto y sombrío y su frecuente expresión de mal humor. Su rasgo predominante era el mal genio y la tendencia a ponerse violento y perder la cabeza, característica que tenía desde la niñez, cuando se tiraba al suelo, con la boca llena de espuma, sin poder respirar de rabia, pataleando como un endemoniado. Habla que zambullirlo en agua helada para que recuperara el control. Más tarde aprendió a dominarse, pero le quedó a lo largo de la vida aquella ira siempre pronta, que requería muy poco estímulo para aflorar en ataques terribles.
— No voy a volver a la mina–dijo.
Era la primera frase que intercambiaba con su hermana en la mesa. Lo había decidido la noche anterior, al darse cuenta que no tenía sentido seguir haciendo vida de anacoreta en busca de una riqueza rápida. 'Iénía la concesión de la mina por dos años más, tiempo suficiente para explotar bien el maravilloso filón que había descubierto, pero pensaba que aunque el capataz le robara un poco, o no supiera trabajarla como lo haría él, no tenía ninguna razón para ir a enterrarse en el desierto.
No deseaba hacerse rico a costa de tantos sacrificios. Le quedaba la vida por delante para enriquecerse si podía, para aburrirse y esperar la muerte, sin Rosa.
— En algo tendrás que trabajar, Esteban–replicó Férula-. Ya sabes que nosotras gastamos muy poco, casi nada, pero las medicinas de mamá son caras.
Esteban miró a su hermana. Era todavía una bella mujer, de formas opulentas y rostro ovalado de madona romana, pero a través de su piel pálida con reflejos de durazno y sus ojos llenos de sombras, ya se adivinaba la fealdad de la resignación. Férula había aceptado el papel de enfermera de su madre. Dormía en la habitación contigua a la de doña Ester, dispuesta en todo momento a acudir corriendo a su lado a darle sus pócimas, ponerle la bacinilla, acomodarle las almohadas. Tenía un alma atormentada. Sentía gusto en la humillación y en las labores abyectas, creía que iba a obtener el cielo por el medio terrible de sufrir iniquidades, por eso se complacía limpiando las pústulas de las piernas enfermas de su madre, lavándola, hundiéndose en sus olores y en sus miserias, escrutando su orinal. Y tanto como se odiaba a sí misma por esos tortuosos e inconfesables placeres, odiaba a su madre por servirle de instrumento. La atendía sin quejarse, pero procuraba sutilmente hacerle pagar el precio de su invalidez. Sin decirlo abiertamente, estaba presente entre las dos el hecho de que la hija había sacrificado su vida por cuidar a la madre y se había quedado soltera por esa causa. Férula había rechazado a dos novios con el pretexto de la enfermedad de su madre. No hablaba de eso, pero todo el mundo lo sabía. Era de gestos bruscos y torpes, con el mismo mal carácter de su hermano, pero obligada por la vida, y por su condición de mujer, a dominarlo y a morder el freno. Parecía tan perfecta, que llegó a tener fama de santa. La citaban como ejemplo por la dedicación que le prodigaba a doña Ester y por la forma en que había criado a su único hermano cuando enfermó la madre y murió el padre dejándolos en la miseria. Férula había adorado a su hermano Esteban cuando era niño. Dormía con él, lo bañaba, lo llevaba de, paseo, trabajaba de sol a sol cosiendo ropa ajena para pagarle el colegio y había llorado de rabia y de impotencia el día que Esteban tuvo que entrar a trabajar en una notaría porque en su casa no alcanzaba lo que ella ganaba para comer. Lo había cuidado y servido como ahora lo hacía con la madre y también a él lo envolvió en la red invisible de la culpabilidad y de las deudas de gratitud impagas. El muchacho empezó a alejarse de ella apenas se puso pantalones largos. Esteban podía recordar el momento exacto en que se dio cuenta que su hermana era una sombra fatídica. Fue cuando ganó su primer sueldo. Decidió que se reservaría cincuenta centavos para cumplir un sueño que acariciaba desde la infancia: tomar un café vienés. Había visto, a través de las ventanas del Hotel Francés, a los mozos que pasaban con las bandejas suspendidas sobre sus cabezas, llevando unos tesoros: altas copas de cristal coronadas por torres de crema batida y decoradas con una hermosa guinda glaseada. El día de su primer sueldo pasó delante del establecimiento muchas veces antes de atreverse a entrar. Por último cruzó con timidez el umbral, con la boina en la mano, y avanzó hacia el lujoso comedor, entre las lámparas de lágrimas y muebles de estilo, con la sensación de que todo el mundo lo miraba, que mil ojos juzgaban su traje demasiado estrecho y sus zapatos viejos. Se sentó en la punta de la silla, las orejas calientes, y le hizo el pedido al mozo con un hilo de voz. Esperó con impaciencia, espiando por los espejos el ir y venir de la gente, saboreando de antemano aquel placer tantas veces imaginado. Y llegó su café vienés, mucho más impresionante de lo imaginado, soberbio, delicioso, acompañado por tres galletitas de miel. Lo contempló fascinado por un largo rato. Finalmente se atrevió a tomar la cucharilla de mango largo y con un suspiro de dicha, la hundió en la crema. Tenía la boca hecha agua. Estaba dispuesto a hacer durar ese instante lo más posible, estirarlo hasta el infinito. Comenzó a revolver viendo cómo se mezclaba el líquido oscuro del vaso con la espuma de la crema.
Revolvió, revolvió, revolvió… Y, de pronto, la punta de la cucharilla golpeó el cristal, abriendo un orificio por donde saltó el café a presión. Le cayó en la ropa. Esteban, horrorizado, vio todo el contenido del vaso desparramarse sobre su único traje, ante la mirada divertida de los ocupantes de otras mesas. Se paró, pálido de frustración, y salió del Hotel Francés con cincuenta centavos menos, dejando a su paso un reguero de café vienés sobre las mullidas alfombras. Llegó a su casa chorreado, furioso, descompuesto. Cuando Férula se enteró de lo que había sucedido, comentó ácidamente: «eso te pasa por gastar el dinero de las medicinas de mamá en tus caprichos. Dios te castigó». En ese momento Esteban vio con claridad los mecanismos que usaba su hermana para dominarlo, la forma en que conseguía hacerlo sentirse culpable y comprendió que debía ponerse a salvo. En la medida en que él se fue alejando de su tutela, Férula le fue tomando antipatía. La libertad que él tenía, a ella le dolía como un reproche, como una injusticia. Cuando se enamoró de Rosa y lo vio desesperado, como un chiquillo, pidiéndole ayuda, necesitándola, persiguiéndola por la casa para suplicarle que se acercara a la familia Del Valle, que hablara a Rosa, que sobornara a la Nana, Férula volvió a sentirse importante para Esteban. Por un tiempo parecieron reconciliados. Pero aquel fugaz reencuentro no duró mucho y Férula no tardó en darse cuenta de que había sido utilizada. Se alegró cuando vio partir a su hermano a la mina. Desde que empezó a trabajar, a los quince años, Esteban mantuvo la casa y adquirió el compromiso de hacerlo siempre, pero para Férula eso no era suficiente. Le molestaba tener que quedarse encerrada entre esas paredes hediondas a vejez y a remedios, desvelada con los gemidos de la enferma, atenta al reloj para administrarle sus medicinas, aburrida, cansada, triste, mientras que su hermano ignoraba esas obligaciones. Él podría tener un destino luminoso, libre, lleno de éxitos. Podría casarse, tener hijos, conocer el amor. El día que puso el telegrama anunciándole la muerte de Rosa, experimentó un cosquilleo extraño, casi de alegría.
— Tendrás que trabajar en algo–repitió Férula.
— Nunca les faltará nada mientras yo viva–dijo él.
— Es fácil decirlo–respondió Férula sacándose una espina de pescado entre los dientes.
— Creo que me iré al campo, a Las Tres Marías.
— Eso es una ruina, Esteban. Siempre te he dicho que es mejor vender esa tierra, pero tú eres testarudo como una mula.
— Nunca hay que vender la tierra. Es lo único que queda cuando todo lo demás se acaba.
— No estoy de acuerdo. La tierra es una idea romántica, lo que enriquece a los hombres es el buen ojo para los negocios–alegó Férula-. Pero tú siempre decías que algún día te ibas a ir a vivir al campo.
Ahora ha llegado ese día. Odio esta ciudad.
— ¿Por qué no dices mejor que odias esta casa?
— También–respondió él brutalmente.
— Me habría gustado nacer hombre, para poder irme también–erijo ella llena de odio.
— Y a mí no me habría gustado nacer mujer–dijo él.
Terminaron de comer en silencio.
Los hermanos estaban muy alejados y lo único que todavía los unía era la presencia de la madre y el recuerdo borroso del amor que se tuvieron en la niñez. Habían crecido en una casa arruinada, presenciando el deterioro moral y económico del padre y luego
joven, fue poniéndose rígida hasta llegar a moverse con gran dificultad, como amortajada en vida, y, por último, cuando ya no pudo doblar las rodillas, se instaló definitivamente en su silla de ruedas, en su viudez y en su desolación. Esteban recordaba su infancia y su juventud, sus trajes estrechos, el cordón de san Francisco que lo obligaban a usar en pago de quién sabe qué promesas de su madre o de su hermana, sus camisas remendadas con cuidado y su soledad. Férula, cinco años mayor, lavaba y almidonaba día por medio sus únicas dos camisas, para que estuviera siempre pulcro y bien presentado, y le recordaba que por el lado de la madre llevaba el apellido más noble y linajudo del Virreinato de Lima. Trueba no había sido más que un lamentable accidente en la vida de doña Ester, que estaba destinada a casarse con alguien de su clase, pero se había enamorado perdidamente de aquel tarambana, emigrante de primera generación, que en pocos años dilapidó su dote y después su herencia. Pero de nada servía a Esteban el pasado de sangre azul, si en su casa no había para pagar las cuentas del almacén y tenía que irse a pie al colegio, porque no tenía el centavo para el tranvía. Recordaba que lo mandaban a clase con el pecho y la espalda forrados en papel de periódicos, porque no tenía ropa interior de lana y su abrigo daba lástima, y que padecía imaginando que sus compañeros podían oír, como lo oía él, el crujido del papel al frotarse contra su piel. En invierno, la única fuente de calor era un brasero en la habitación de su madre, donde se reunían los tres para ahorrar las velas y el carbón. Había sido una infancia de privaciones, de incomodidades, de asperezas, de interminables rosarios nocturnos, de miedos y de culpas. De todo eso no le había quedado más que la rabia y su desmesurado orgullo.
Dos días después Esteban Trueba partió al campo. Férula lo acompañó a la estación. Al despedirse lo besó fríamente en la mejilla y esperó que subiera al tren, con sus dos maletas de cuero con cerraduras de bronce, las mismas que había comprado para irse a la mina y que debían durarle toda la vida, como le había prometido el vendedor. Le recomendó que se cuidara y tratara de visitarlas de vez en cuando, dijo que lo echaría de menos, pero ambos sabían que estaban destinados a no verse en muchos años y en el fondo sentían un cierto alivio.
— ¡Avísame si mamá empeora! — gritó Esteban por la ventanilla cuando el tren se puso en movimiento.
— ¡No te preocupes! — respondió Férula agitando su pañuelo desde el andén.
Esteban Trueba se recostó en el respaldo tapizado en terciopelo rojo y agradeció la iniciativa de los ingleses de construir coches de primera clase, donde se podía viajar como un caballero, sin tener que soportar las gallinas, los canastos, los bultos de cartón amarrados con un cordel y los lloriqueos de los niños ajenos. Se felicitó por haberse decidido a gastar en un pasaje más costoso, por primera vez en su vida, y decidió que era en los detalles donde estaba la diferencia entre un caballero y un patán. Por eso, aunque estuviera en mala situación, de ese día en adelante iba a gastar en las pequeñas comodidades que lo hacían sentirse rico.
— ¡No pienso volver a ser pobre! — decidió, pensando en el filón de oro.
Por la ventanilla del tren vio pasar el paisaje del valle central. Vastos campos tendidos al pie de la cordillera, fértiles campiñas de viñedos, de trigales, de alfalfa y de maravilla. Lo comparó con las yermas planicies del Norte, donde había pasado dos años metido en un hoyo, en medio de una naturaleza agreste y lunar cuya aterradora belleza no se cansaba de mirar, fascinado por los colores del desierto, por los azules, los morados, los amarillos, de los minerales a flor de tierra.
— Me está cambiando la vida–murmuró.
Cerró los ojos y se quedó dormido.
Bajó del tren en la estación San Lucas. Era un lugar miserable. A esa hora no se veía ni un alma en el andén de madera, con un techo arruinado por la intemperie y las hormigas. Desde allí se podía ver todo el valle a través de una bruma impalpable que se desprendía de la tierra mojada por la lluvia de la noche. Las montañas lejanas se perdían entre las nubes de un cielo encapotado y sólo la punta nevada del volcán se distinguía nítidamente, recortada contra el paisaje e iluminada por un tímido sol de invierno. Miró alrededor. En su infancia, en la única época feliz que podía recordar, antes que su padre terminara de arruinarse y se abandonara al licor y a su propia vergüenza, había cabalgado con él por esa región. Recordaba que en Las Tres Marías había jugado en los veranos, pero hacía tantos años de eso, que la memoria lo había casi borrado y no podía reconocer el lugar. Buscó con la vista el pueblo de San Lucas, pero sólo divisó un caserío lejano, desteñido en la humedad de la mañana. Recorrió la estación. Estaba cerrada con un candado la puerta de la única oficina. Había un aviso escrito con lápiz, pero estaba tan borroso que no pudo leerlo. Oyó que a sus espaldas el tren se ponía en marcha y comenzaba a alejarse dejando atrás una columna de humo blanco. Estaba solo en ese paraje silencioso. Tomó sus maletas y echó a andar por el barrizal y las piedras de un sendero que conducía al pueblo. Caminó más de diez minutos, agradecido de que no lloviera, porque a duras penas podía avanzar con sus pesadas maletas por ese camino y comprendió que la lluvia lo habría convertido en pocos segundos en un lodazal intransitable. Al acercarse al caserío vio humo en algunas chimeneas y suspiró aliviado, porque al comienzo tuvo la impresión de que era un villorrio abandonado, tal era su decrepitud y su soledad.
Se detuvo a la entrada del pueblo, sin ver a nadie. En la única calle cercada de modestas casas de adobe, reinaba el silencio y tuvo la sensación de marchar en sueños. Se aproximó a la casa más cercana, que no tenía ninguna ventana y cuya puerta estaba abierta. Dejó sus maletas en la acera y entró llamando en alta voz. Adentro estaba oscuro, porque la luz sólo provenía de la puerta, de modo que necesitó algunos segundos para acomodar la vista y acostumbrarse a la penumbra. Entonces divisó a dos niños jugando en el suelo de tierra apisonada, que lo miraban con grandes ojos asustados, y en un patio posterior a una mujer que avanzaba secándose las manos con el borde del delantal. Al verlo, esbozó un gesto instintivo para arreglarse un mechón de pelo que le caía sobre la frente. La saludó y ella respondió tapándose la boca con la mano al hablar para ocultar sus encías sin dientes. Trueba le explicó que necesitaba alquilar un coche, pero ella pareció no comprender y se limitó a esconder a los niños en los pliegues de su delantal, con una mirada sin expresión. Él salió, tomó su equipaje y siguió su camino.
Cuando había recorrido casi toda la aldea sin ver a nadie y empezaba a desesperarse, sintió a sus espaldas los cascos de un caballo. Era una destartalada carreta conducida por un leñador. Se paró delante y obligó al conductor a detenerse.
— ¿Puede llevarme a Las Tres Marías? ¡Le pagaré bien! — gritó.
— ¿Qué va a ir a hacer allá, caballero? — preguntó el hombre-. Ésa es una tierra de nadie, un roquerío sin ley.
Pero aceptó llevarlo y lo ayudó a poner su equipaje entre los atados de leña. Trueba se sentó a su lado en el pescante. De algunas casas salieron niños corriendo tras la carreta. Trucha se sintió más solo que nunca.
A once kilómetros del pueblo de San Lucas, por un camino devastado, invadido por la maleza y lleno de baches, apareció el aviso de madera con el nombre de la propiedad. Colgaba de una cadena rota y el viento lo golpeaba contra el poste con un sonido sordo que le sonó como un tambor de duelo. Le bastó una ojeada para comprender que se necesitaba un hércules para rescatar aquello de la desolación. La
mala yerba se había tragado el sendero y para donde mirara veía peñascos, matorrales y monte. No había ni la sugerencia de potreros, ni restos de los viñedos que él recordaba, nadie que saliera a recibirlo. La carreta avanzó lentamente, siguiendo una huella que el paso de las bestias y los hombres había trazado en los malezales. Al poco rato divisó la casa del fundo, que todavía se mantenía en pie, pero aparecía como una visión de pesadumbre, llena de escombros, de alambres de gallinero en el suelo, de basura. Tenía la mitad de las tejas rotas y había una enredadera salvaje que se metía por las ventanas y cubría casi todas las paredes. Alrededor de la casa vio algunos ranchos de adobe sin blanquear, sin ventanas y con techos de paja, negros de hollín. Dos perros peleaban con furia en el patio.
La sonajera de las ruedas de la carreta y las maldiciones del leñador atrajeron a los ocupantes de los ranchos, que fueron apareciendo poco a poco. Miraban a los recién llegados con extrañeza y desconfianza. Habían pasado quince años sin ver ningún patrón y habían deducido que simplemente no lo tenían. No podían reconocer en ese hombre alto y autoritario al niño de rizos castaños que mucho tiempo atrás jugaba en ese mismo patio. Esteban los. miró y tampoco pudo recordar a ninguno. Formaban un grupo miserable. Vio varias mujeres de edad indefinida, con la piel agrietada y seca, algunas aparentemente embarazadas, todas vestidas con harapos descoloridos y descalzas. Calculó que había por lo menos una docena de niños de todas las edades. Los menores estaban desnudos. Otros rostros se asomaban en los umbrales de las puertas, sin atreverse a salir. Esteban esbozó un gesto de saludo, pero nadie respondió. Algunos niños corrieron a esconderse detrás de las mujeres.
Esteban se bajó de la carreta, descargó sus dos maletas y pasó unas monedas al leñador.
— Si quiere lo espero, patrón–dijo el hombre.
— No. Aquí me quedo.
Se dirigió a la casa, abrió la puerta de un empujón y entró. Adentro había suficiente luz, porque la mañana entraba por los postigos rotos y los huecos del techo, donde habían cedido las tejas. Estaba lleno de polvo y telarañas, con un aspecto de total abandono, y era evidente que en esos años ninguno de los campesinos se había atrevido a dejar su choza para ocupar la gran casa patronal vacía. No habían tocado los muebles; eran los mismos de su niñez, en los mismos sitios de siempre, pero más feos, lúgubres y desvencijados de lo que podía recordar. Toda la casa estaba alfombrada con una capa de yerba, polvo y hojas secas. Olía a tumba. Un perro esquelético le ladró furiosamente, pero Esteban Trueba no le hizo caso y finalmente el perro, cansado, se echó en un rincón a rascarse las pulgas. Dejó sus maletas sobre una mesa y salió a recorrer la casa, luchando contra la tristeza que comenzaba a invadirlo. Pasó de una habitación a otra, vio el deterioro que el tiempo había labrado en todas las cosas, la pobreza, la suciedad, y sintió que ése era un hoyo mucho peor que el de la mina. La cocina era una amplia habitación cochambrosa, techo alto y de paredes renegridas por el humo de la leña y el carbón, mohosa, en ruinas, todavía colgaban de unos clavos en las paredes las cacerolas y sartenes de cobre y de fierro que no se habían usado en quince años y que nadie había tocado en todo ese tiempo. Los dormitorios tenían las mismas camas y los grandes armarios con espejos de luna que compró su padre en otra época, pero los colchones eran un montón de lana podrida y bichos que habían anidado en ellos durante generaciones. Escuchó los pasitos discretos de las ratas en el artesonado del techo. No pudo descubrir si el piso era de madera o de baldosas, porque en ninguna parte aparecía a la vista y la mugre lo tapaba todo. La capa gris de polvo borraba el contorno de los muebles. En lo que había sido el salón, aún se veía el piano alemán con una pata rota y las teclas
amarillas, sonando como un clavecín desafinado. En los anaqueles quedaban algunos libros ilegibles con las páginas comidas por la humedad y en el suelo restos de revistas muy antiguas, que el viento desparramó. Los sillones tenían los resortes a la vista y había un nido de ratones en la poltrona donde su madre se sentaba a tejer antes que la enfermedad le pusiera las manos como garfios.
Cuando terminó su recorrido, Esteban tenía las ideas más claras. Sabía que tenía por delante un trabajo titánico, porque si la casa estaba en ese estado de abandono, no podía esperar que el resto de la propiedad estuviera en mejores condiciones. Por un instante tuvo la tentación de cargar sus dos maletas en la carreta y volver por donde mismo había llegado, pero desechó ese pensamiento de una plumada y resolvió que si había algo que podía calmar la pena y la rabia de haber perdido a Rosa, era partirse el lomo trabajando en esa tierra arruinada. Se quitó el abrigo, respiró profundamente y salió al patio donde todavía estaba el leñador junto a los inquilinos reunidos a cierta distancia, con la timidez propia de la gente del campo. Se observaron mutuamente con curiosidad. Trueba dio un par de pasos hacia ellos y percibió un leve movimiento de retroceso en el grupo, paseó la vista por los zarrapastrosos campesinos y trató de esbozar una sonrisa amistosa a los niños sucios de mocos, a los viejos legañosos y a las mujeres sin esperanza, pero le salió como una mueca.
— ¿Dónde están los hombres? — preguntó.
El único hombre joven dio un paso adelante. Probablemente tenía la misma edad de Esteban Trueba, pero se veía mayor.
— Se fueron dijo.
— ¿Cómo te llamas?
— Pedro Segundo García, señor–respondió el otro.
— Yo soy el patrón ahora. Se acabó la fiesta. Vamos a trabajar. Al que no le guste la idea, que se vaya de inmediato. Al que se quede no le faltará de comer, pero tendrá que esforzarse. No quiero flojos ni gente insolente, ¿me oyeron?
Se miraron asombrados. No habían comprendido ni la mitad del discurso, pero sabían reconocer la voz del amo cuando la escuchaban.
— Entendimos, patrón–dijo Pedro Segundo García-. No tenemos donde ir, siempre hemos vivido aquí. Nos quedamos.
Un niño se agachó y se puso a cagar y un perro sarnoso se acercó a olisquearlo. Esteban, asqueado, dio orden de guardar al niño, lavar el patio y matar al perro. Así comenzó la nueva vida que, con el tiempo, habría de hacerlo olvidar a Rosa.
Nadie me va a quitar de la cabeza la idea de que he sido un buen patrón. Cualquiera que hubiera visto Las Tres Marías en los tiempos del abandono y la viera ahora, que es un fundo modelo, tendría que estar de acuerdo conmigo. Por eso no puedo aceptar que mi nieta me venga con el cuento de la lucha de clases, porque si vamos al grano, esos pobres campesinos están mucho peor ahora que hace cincuenta años. Yo era como un padre para ellos. Con la reforma agraria nos jodimos todos.
Para sacar a Las Tres Marías de la miseria destiné todo el capital que había ahorrado para casarme con Rosa y todo lo que me enviaba el capataz de la mina, pero no fue el dinero el que salvó a esa tierra, sino el trabajo y la organización. Se corrió la voz de que había un nuevo patrón en Las Tres Marías y que estábamos quitando las piedras con bueyes y arando los potreros para sembrar. Pronto comenzaron a llegar algunos hombres a ofrecerse como braceros, porque yo pagaba bien y les daba abundante comida. Compré animales. Los animales eran sagrados para mí y aunque pasáramos el
año sin probar la carne, no se sacrificaban. Así creció el ganado. Organicé a los hombres en cuadrillas y después de trabajar en el campo, nos dedicábamos a reconstruir la casa patronal. No eran carpinteros ni albañiles, todo se lo tuve que enseñar yo con unos manuales que compré. Hasta plomería hicimos con ellos, arreglamos los techos, pintamos todo con cal, limpiamos hasta dejar la casa brillante por dentro y por fuera. Repartí los muebles entre los inquilinos, menos la mesa del comedor, que todavía estaba indemne a pesar de la polilla que había infectado todo, y la cama de fierro forjado que había sido de mis padres. Me quedé viviendo en la casa vacía, sin más mobiliario que esas dos cosas y unos cajones donde me sentaba, hasta que Férula me mandó de la capital los muebles nuevos que le encargué. Eran piezas grandes, pesadas, ostentosas, hechas para resistir muchas generaciones y adecuados para la vida de campo, la prueba es que se necesitó un terremoto para destruirlos. Los acomodé contra las paredes, pensando en la comodidad y no en la estética, y una vez que la casa estuvo confortable, me sentí contento y empecé a acostumbrarme a la idea de que iba a pasar muchos años, tal vez toda la vida, en Las Tres Marías.
Las mujeres de los inquilinos hacían turnos para servir en la casa patronal y ellas se encargaron de mi huerta. Pronto vi las primeras flores en el jardín que tracé con mi propia mano y que, con muy pocas modificaciones, es el mismo que existe hoy día. En esa época la gente trabajaba sin chistar. Creo que mi presencia les devolvió la seguridad y vieron que poco a poco esa tierra se convertía en un lugar próspero. Eran gente buena y sencilla, no había revoltosos. También es cierto que eran muy pobres e ignorantes. Antes que yo llegara se limitaban a cultivar sus pequeñas chacras familiares que les daban lo indispensable para no morirse de hambre, siempre que no los golpeara alguna catástrofe, como sequía, helada, peste, hormiga o caracol, en cuyo caso las cosas se les ponían muy difíciles. Conmigo todo eso cambió. Fuimos recuperando los potreros uno por uno, reconstruimos el gallinero y los establos y comenzamos a trazar un sistema de riego para que las siembras no dependieran del clima, sino de algún mecanismo científico. Pero la vida no era fácil. Era muy dura. A veces yo iba al pueblo y volvía con un veterinario que revisaba a las vacas y a las gallinas y, de paso, echaba una mirada a los enfermos. No es cierto que yo partiera del principio de que si los conocimientos del veterinario alcanzaban para los animales, también servían para los pobres, como dice mi nieta cuando quiere ponerme furioso. Lo que pasaba era que no se conseguían médicos por esos andurriales. Los campesinos consultaban a una meica indígena que conocía el poder de las yerbas y de la sugestión, a quien le tenían una gran confianza. Mucha más que al veterinario. Las parturientas daban a luz con ayuda de las vecinas, de la oración y de una comadrona que casi nunca llegaba a tiempo, porque tenía que hacer el viaje en burro, pero que igual servía para hacer nacer a un niño, que para sacarle el ternero a una vaca atravesada. Los enfermos graves, esos que ningún encantamiento de la meica ni pócima del veterinario podían curar, eran llevados por Pedro Segundo García o por mí en una carreta al hospital de las monjas, donde a veces había algún médico de turno que los ayudaba a morir. Los muertos iban a parar con sus huesos a un pequeño camposanto junto a la parroquia abandonada, al pie del volcán, donde ahora hay un cementerio como Dios manda. Una o dos veces al año yo conseguía un sacerdote para que fuera a bendecir las uniones, los animales y las máquinas, bautizar a los niños y decir alguna oración atrasada a los difuntos. Las únicas diversiones eran capar a los cerdos y a los toros, las peleas de gallos, la rayuela y las increíbles historias de Pedro García, el viejo, que en paz descanse. Era el padre de Pedro Segundo y decía que su abuelo había combatido en las filas de los patriotas que echaron a los españoles de América. Enseñaba a los niños a dejarse picar por las arañas y tomar orina de mujer encinta para inmunizarse. Conocía casi tantas yerbas como la meica, pero se confundía en el momento de decidir
su aplicación y cometía algunos errores irreparables. Para sacar muelas, sin embargo, reconozco que tenía un sistema insuperable, que le había dado justa fama en toda la zona, era una combinación de vino tinto y padrenuestros, que sumía al paciente en trance hipnótico. A mí me sacó una muela sin dolor y si estuviera vivo, sería mi dentista.
Muy pronto empecé a sentirme a gusto en el campo. Mis vecinos más próximos quedaban a una buena distancia a lomo de caballo, pero a mí no me interesaba la vida social, me complacía la soledad y además tenía mucho trabajo entre las manos. Me fui convirtiendo en un salvaje, se me olvidaron las palabras, se me acortó el vocabulario, me puse muy mandón. Como no tenía necesidad de aparentar ante nadie, se acentuó el mal carácter que siempre he tenido. Todo me daba rabia, me enojaba cuando veía a los niños rondando las cocinas para robarse el pan, cuando las gallinas alborotaban en el patio, cuando los gorriones invadían los maizales. Cuando el mal humor empezaba a estorbarme y me sentía incómodo en mi propio pellejo, salía a cazar. Me levantaba mucho antes que amaneciera y partía con una escopeta al hombro, mi morral y mi perro perdiguero. Me gustaba la cabalgata en la oscuridad, el frío del amanecer, el largo acecho en la sombra, el silencio, el olor de la pólvora y la sangre, sentir contra el hombro recular el arma con un golpe seco y ver a la presa caer pataleando, eso me tranquilizaba y cuando regresaba de una cacería, con cuatro conejos miserables en el morral y unas perdices tan perforadas que no servían para cocinarlas, medio muerto de fatiga y lleno de barro, me sentía aliviado y feliz.
Cuando pienso en esos tiempos, me da una gran tristeza. La vida se me pasó muy rápido. Si volviera a empezar hay algunos errores que no cometería, pero en general no me arrepiento de nada. Sí, he sido un buen patrón, de eso no hay duda.
Los primeros meses Esteban Trueba estuvo tan ocupado canalizando el agua, cavando pozos, sacando piedras, limpiando potreros y reparando los gallineros y los establos, que no tuvo tiempo de pensar en nada. Se acostaba rendido y se levantaba al alba, tomaba un magro desayuno en la cocina y partía a caballo a vigilar las labores del campo. No regresaba hasta el atardecer. A esa hora hacía la única comida completa del día, solo en el comedor de casa. Los primeros meses se hizo el propósito de bañarse y cambiarse ropa diariamente a la hora de cenar, como había oído que hacían los colonos ingleses en las más lejanas aldeas del Asia y del África, para no perder la dignidad y el señorío. Se vestía con su mejor ropa, se afeitaba y ponía en el gramófono las mismas arias de sus óperas preferidas todas las noches. Pero poco a poco se dejó vencer por la rusticidad y aceptó que no tenía vocación de petimetre, especialmente si no había nadie que pudiera apreciar, el esfuerzo. Dejó de afeitarse, se cortaba el pelo cuando le llegaba por los hombros, y siguió bañándose sólo porque tenía el hábito muy arraigado, pero se despreocupó de su ropa y de sus modales. Fue convirtiéndose en un bárbaro. Antes de dormir leía un rato o jugaba ajedrez, había desarrollado la habilidad de competir contra un libro sin hacer trampas y de perder las partidas sin enojarse. Sin embargo, la fatiga del trabajo no fue suficiente para sofocar su naturaleza fornida y sensual. Empezó a pasar malas noches, las frazadas le parecían muy pesadas, las sábanas demasiado suaves. Su caballo le jugaba malas pasadas y de repente se convertía en una hembra formidable, una montaña dura y salvaje de carne, sobre la cual cabalgaba hasta molerse los huesos. Los tibios y perfumados melones de la huerta le parecían descomunales pechos de mujer y se sorprendía enterrando la cara en la manta de su montura, buscando en el agrio olor del sudor de la bestia, la semejanza con aquel aroma lejano y prohibido de sus primeras prostitutas. En la noche se acaloraba con pesadillas de mariscos podridos, de
tenso, con el sexo como un fierro entre las piernas, más rabioso que nunca. Para aliviarse, corría a zambullirse desnudo en el río y se hundía en las aguas heladas hasta perder la respiración, pero entonces creía sentir unas manos invisibles que le acariciaban las piernas. Vencido, se dejaba flotar a la deriva, sintiéndose abrazado por la corriente, besado por los guarisapos, fustigado por las cañas de la orilla. Al poco tiempo su apremiante necesidad era notoria, no se calmaba ni con inmersiones nocturnas en el río, ni con infusiones de canela, ni colocando piedra lumbre debajo del colchón, ni siquiera con los manipuleos vergonzantes que en el internado ponían locos a los muchachos, los dejaban ciegos y los sumían en la condenación eterna. Cuando comenzó a mirar con ojos de concupiscencia a las aves del corral, a los niños que jugaban desnudos en el huerto y hasta a la masa cruda del pan, comprendió que su virilidad no se iba a calmar con sustitutos de sacristán. Su sentido práctico le indicó que tenía que buscarse una mujer y, una vez tomada la decisión, la ansiedad que lo consumía se calmó y su rabia pareció aquietarse. Ese día amaneció sonriendo por primera vez en mucho tiempo.
Pedro García, el viejo, lo vio salir silbando camino al establo y movió la cabeza inquieto.
El patrón anduvo todo el día ocupado en el arado de un potrero que acababa de hacer limpiar y que había destinado a plantar maíz. Después se fue con Pedro Segundo García a ayudar a una vaca que a esas horas trataba de parir y tenía al ternero atravesado. Tuvo que introducirle el brazo hasta el codo para voltear al crío y ayudarlo a asomar la cabeza. La vaca se murió de todos modos, pero eso no le puso de mal humor. Ordenó que alimentaran al ternero con una botella, se lavó en un balde y volvió a montar. Normalmente era su hora de comida, pero no tenía hambre. No tenía ninguna prisa, porque ya había hecho su elección.
Había visto a la muchacha muchas veces cargando en la cadera a su hermanito moquillento, con un saco en la espalda o un cántaro de agua del pozo en la cabeza. La había observado cuando lavaba la ropa, agachada en las piedras planas del río, con sus piernas morenas pulidas por el agua, refregando los trapos descoloridos con sus toscas manos de campesina. Era de huesos grandes y rostro aindiado, con las facciones anchas y la piel oscura, de expresión apacible y dulce, su amplia boca carnosa conservaba todavía todos los dientes y cuando sonreía se iluminaba, pero lo hacía muy poco. Tenía la belleza de la primera juventud, aunque él podía ver que se marchitaría muy pronto, como sucede a las mujeres nacidas para parir muchos hijos, trabajar sin descanso y enterrar a sus muertos. Se llamaba Pancha García y tenía quince años.
Cuando Esteban Trueba salió a buscarla, ya había caído la tarde y estaba más fresco. Recorrió con su caballo al paso las largas alamedas que dividían los potreros preguntando por ella a los que pasaban, hasta que la vio por el camino que conducía a su rancho. Iba doblada por el peso de un haz de espino para el fogón de la cocina, sin zapatos, cabizbaja. La miró desde la altura del caballo y sintió al instante la urgencia del deseo que había estado molestándolo durante tantos meses. Se acercó al trote hasta colocarse a su lado, ella lo oyó, pero siguió caminando sin mirarlo, por la costumbre ancestral de todas las mujeres de su estirpe de bajar la cabeza ante el macho. Esteban se agachó y le quitó el fardo, lo sostuvo un momento en el aire y luego lo arrojó con violencia a la vera del camino, alcanzó a la muchacha con un brazo por la cintura y la levantó con un resoplido bestial, acomodándola delante de la montura, sin que ella opusiera ninguna resistencia. Espoleó el caballo y partieron al galope en dirección al río. Desmontaron sin intercambiar ni una palabra y se midieron con los ojos. Esteban se soltó el ancho cinturón de cuero y ella retrocedió, pero la
Esteban no se quitó la ropa. La acometió con fiereza incrustándose en ella sin preámbulos, con una brutalidad inútil. Se dio cuenta demasiado tarde, por las salpicaduras sangrientas en su vestido, que la joven era virgen, pero ni la humilde condición de Pancha, ni las apremiantes exigencias de su apetito, le permitieron tener contemplaciones. Pancha García no se defendió, no se quejó, no cerró los ojos. Se quedó de espaldas, mirando el cielo con expresión despavorida, hasta que sintió que el hombre se desplomaba con un gemido a su lado. Entonces empezó a llorar suavemente. Antes que ella su madre, y antes que su madre su abuela, habían sufrido el mismo destino de perra. Esteban Trueba se acomodó los pantalones, se cerró el cinturón, la ayudó a ponerse en pie y la sentó en el anca de su caballo. Emprendieron el regreso. Él iba silbando. Ella seguía llorando. Antes de dejarla en su rancho, el patrón la besó en la boca.
— Desde mañana quiero que trabajes en la casa–dijo.
Pancha asintió sin levantar la vista. También su madre y su abuela habían servido en la casa patronal.
Esa noche Esteban Trueba durmió como un bendito, sin soñar con Rosa. En la mañana se sentía pleno de energía, más grande y poderoso. Se fue al campo canturreando y a su regreso, Pancha estaba en la cocina, afanada revolviendo el manjar blanco en una gran olla de cobre. Esa noche la esperó con impaciencia y cuando se callaron los ruidos domésticos en la vieja casona de adobe y empezaron los trajines nocturnos de las ratas, sintió la presencia de la muchacha en el umbral de su puerta.
— Ven, Pancha–la llamó. No era una orden, sino más bien una súplica.
Esa vez Esteban se dio tiempo para gozarla y para hacerla gozar. La recorrió tranquilamente, aprendiendo de memoria el olor ahumado de su cuerpo y de su ropa lavada con ceniza y estirada con plancha a carbón, conoció la textura de su pelo negro y liso, de su piel suave en los sitios más recónditos y áspera y callosa en los demás, de sus labios frescos, de su sexo sereno y su vientre amplio. La deseó con calma y la inició en la ciencia más secreta y más antigua. Probablemente fue feliz esa noche y algunas noches más, retozando como dos cachorros en la gran cama de fierro forjado que había sido del primer Trucha y que ya estaba medio coja, pero aún podía resistir las embestidas del amor.
A Pancha García le crecieron los senos y se le redondearon las caderas. A Esteban Trucha le mejoró por un tiempo el mal humor y comenzó a interesarse en sus inquilinos. Los visitó en sus ranchos de miseria. Descubrió en la penumbra de uno de ellos un cajón relleno con papel de periódico donde compartían el sueño un niño de pecho y una perra recién parida. En otro, vio a una anciana que estaba muriéndose desde hacía cuatro años y tenía los huesos asomados por las llagas de la espalda. En un patio conoció a un adolescente idiota, babeando, con una soga al cuello, atado a un poste, hablando cosas de otros mundos, desnudo y con un sexo de mulo que refregaba incansablemente contra el suelo. Se dio cuenta, por primera vez, que el peor abandono–no era el de las tierras y los animales, sino de los habitantes de Las Tres Marías, que habían vivido en el desamparo desde la época en que su padre se jugó la dote y la herencia de su madre. Decidió que era tiempo de llevar un poco de civilización a ese rincón perdido entre la cordillera y el mar.
En Las Tres Marías comenzó una fiebre de actividad que sacudió la modorra. Esteban Trueba puso a trabajar a los campesinos como nunca lo habían hecho. Cada hombre, mujer, anciano y niño que pudiera tenerse en sus dos piernas, fue empleado
por el patrón, ansioso por recuperar en pocos meses los años de abandono. Hizo construir un granero y despensas para guardar alimentos para el invierno, hizo salar la carne de caballo y ahumar la de cerdo y puso a las mujeres a hacer dulces y conservas de frutas. Modernizó la lechería, que no era más que un galpón lleno de estiércol y moscas, y obligó a las vacas a producir suficiente leche. Inició la construcción de una escuela con seis aulas, porque tenía la ambición de que todos los niños y adultos de Las Tres Marías debían aprender a leer, escribir y sumar, aunque no era partidario de que adquirieran otros conocimientos, para que no se les llenara la cabeza con ideas inapropiadas a su estado y condición. Sin embargo, no pudo conseguir un maestro que quisiera trabajar en esas lejanías, y ante la dificultad para atrapar a los chiquillos con promesas de azotes y de caramelos para alfabetizarlos él mismo, abandonó esa ilusión y dio otros usos a la escuela. Su hermana Férula le enviaba desde la capital los libros que le encargaba. Era literatura práctica. Con ellos aprendió a poner inyecciones colocándoselas en las piernas y fabricó una radio a galena. Gastó sus primeras ganancias en comprar telas rústicas, una máquina de coser, una caja de píldoras homeopáticas con su manual de instrucciones, una enciclopedia y un cargamento de silabarios, cuadernos y lápices. Acarició el proyecto de hacer un comedor donde todos los niños recibieran una comida completa al día, para que crecieran fuertes y sanos y pudieran trabajar desde pequeños, pero comprendió que era cosa de locos obligar a los niños a trasladarse desde cada extremo de la propiedad por un plato de comida, de modo que cambió el proyecto por un taller de costura. Pancha García fue la encargada de desentrañar los misterios de la máquina de coser. Al principio, creía que era un instrumento del diablo dotado de vida propia y se negaba a aproximársele, pero él fue inflexible y ella acabó por dominarla. Trucha organizó una pulpería. Era un modesto almacén donde los inquilinos podían comprar lo necesario sin tener que hacer el viaje en carreta hasta San Lucas. El patrón compraba las cosas al por mayor y lo revendía al mismo precio a sus trabajadores. Impuso un sistema de vales, que primero funcionó como una forma de crédito y con el tiempo llegó a reemplazar al dinero legal. Con sus papeles rosados se compraba todo en la pulpería y se pagaban los sueldos. Cada trabajador tenía derecho, además de los famosos papelitos, a un trozo de tierra para cultivar en su tiempo libre, seis gallinas por familia al año, una porción de semillas, una parte de la cosecha que cubriera sus necesidades, pan y leche para el día y cincuenta pesos que se repartían para Navidad y para as Fiestas Patrias entre los hombres. Las mujeres no tenían esa bonificación, aunque trabajaran con los hombres de igual a igual, porque no se las consideraba jefes de familia, excepto en el caso de las viudas. El jabón de lavar, la lana para tejer y el jarabe para fortalecer los pulmones eran distribuidos gratuitamente, porque Trueba no quería a su alrededor gente sucia, con frío o enferma. Un día leyó en la enciclopedia las ventajas de una dieta equilibrada y comenzó su manía de las vitaminas, que había de durarle por el resto de la vida. Sufría rabietas cada vez que comprobaba que los campesinos daban a los niños sólo el pan y alimentaban a los cerdos con la leche y los huevos. Empezó a hacer reuniones obligatorias en la escuela para hablarles de las vitaminas y, de paso, informarlos sobre las noticias que conseguía captar mediante los escarceos con la radio a galena. Pronto se aburrió de perseguir la onda con el alambre y encargó a la capital una radio transoceánica provista de dos enormes baterías. Con ella podía captar algunos mensajes coherentes, en medio de un ensordecedor barullo de sonidos de ultramar. Así se enteró de la guerra de Europa y siguió los avances de las tropas en un mapa que colgó en el pizarrón de la escuela y que iba marcando con alfileres. Los campesinos lo observaban estupefactos, sin comprender ni remotamente el propósito de clavar un alfiler en el color azul y al día siguiente correrlo al color verde. No podían imaginar el mundo del tamaño de un papel suspendido en el pizarrón, ni a los ejércitos reducidos a la cabeza de un alfiler. En realidad, la guerra, los inventos de la ciencia, el
progreso de la industria, el precio del oro y las extravagancias de la moda, los tenían sin cuidado. Eran cuentos de hadas que en nada modificaban la estrechez de su existencia. Para aquel impávido auditorio, las noticias de la radio eran lejanas y ajenas y el aparato se desprestigió rápidamente cuando fue evidente que no podía pronosticar el estado del tiempo. El único que demostraba interés por los mensajes venidos del aire, era Pedro Segundo García.
Esteban Trucha compartió con él muchas horas, primero junto a la radio a galena, y después con la de batería, esperando el milagro de una voz anónima y remota que los pusiera en contacto con la civilización. Esto, sin embargo, no consiguió acercarlos. Trueba sabía que ese rudo campesino era más inteligente que los demás. Era el único que sabía leer y era capaz de mantener una conversación de más de tres frases. Era lo más parecido a un amigo que tenía en cien kilómetros a la redonda, pero su monumental orgullo le impedía reconocerle ninguna virtud, excepto aquellas propias de su condición de buen peón de campo. Tampoco era partidario de las familiaridades con los subalternos. Por su parte, Pedro Segundo lo odiaba, aunque jamás había puesto nombre a ese sentimiento tormentoso que le abrasaba el alma y lo llenaba de confusión. Era una mezcla de miedo y de rencorosa admiración. Presentía que nunca se atrevería a hacerle frente, porque era el patrón. Tendría que soportar sus rabietas, sus órdenes desconsideradas y su prepotencia durante el resto de su vida. En los años en que Las Tres Marías estuvo abandonada, él había asumido en forma natural el mando de la pequeña tribu que sobrevivió en esas tierras olvidadas. Se había acostumbrado a ser respetado, a mandar, a tomar decisiones y a no tener más que el cielo sobre su cabeza. La llegada del patrón le cambió la vida, pero no podía dejar de admitir que ahora vivían mejor, que no pasaban hambre y que estaban más protegidos y seguros. Algunas veces Trueba creyó verle en los ojos un destello asesino, pero nunca pudo reprocharle una insolencia. Pedro Segundo obedecía sin chistar, trabajaba sin quejarse, era honesto y parecía leal. Si veía pasar a su hermana Pancha por el corredor de la casa patronal, con el vaivén pesado de la hembra satisfecha, agachaba la cabeza y callaba.
Pancha García era joven y el patrón era fuerte. El resultado predecible de su alianza comenzó a notarse a los pocos meses. Las venas de las piernas de la muchacha aparecieron como lombrices en su piel morena, se hizo más lento su gesto y lejana su mirada, perdió interés en los retozos descarados de la cama de fierro forjado y rápidamente se le engrosó la cintura y se le cayeron los senos con el peso de una nueva vida que crecía en su interior. Esteban tardó bastante en darse cuenta, porque casi nunca la miraba y, pasado el entusiasmo del primer momento, tampoco la acariciaba. Se limitaba a utilizarla como una medida higiénica que aliviaba la tensión del día y le brindaba una noche sin sueños. Pero llegó un momento en que la gravidez de Pancha fue evidente incluso para él. Le tomó repulsión. Empezó a verla corno un enorme envase que contenía una sustancia informe y gelatinosa, que no podía reconocer como un hijo suyo. Pancha abandonó la casa del patrón y regresó al rancho de sus padres, donde no le hicieron preguntas. Siguió trabajando en la cocina patronal, amasando el pan y cosiendo a máquina, cada día más deformada por la maternidad. Dejó de servir la mesa a Esteban y evitó encontrarse con él, puesto que ya nada tenían que compartir. Una semana después que ella salió de su cama, él volvió a soñar con Rosa y despertó con las sábanas húmedas. Miró por la ventana y vio a una niña delgada que estaba colgando en un alambre la ropa recién lavada. No parecía tener más de trece o catorce años, pero estaba completamente desarrollada. En ese momento se volvió y lo miró: tenía la mirada de una mujer.
Pedro García vio al patrón salir silbando camino al establo y movió la cabeza inquieto.
En el transcurso de los diez años siguientes, Esteban Trueba se convirtió en el patrón más respetado de la región, construyó casas de ladrillo para sus trabajadores, consiguió un maestro para la escuela y subió el nivel de vida de todo el mundo en sus tierras. Las Tres Marías era un buen negocio que no requería ayuda del filón de oro, sino, por el contrario, sirvió de garantía para prorrogar la concesión de la mina. El mal carácter de Trueba se convirtió en una leyenda y se acentuó hasta llegar a incomodarlo a él mismo. No aceptaba que nadie le replicara y no toleraba ninguna contradicción, consideraba que el menor desacuerdo era una provocación. También se acrecentó su concupiscencia. No pasaba ninguna muchacha de la pubertad a la edad adulta sin que la hiciera probar el bosque, la orilla del río o la cama de fierro forjado. Cuando no quedaron mujeres disponibles en Las Tres Marías, se dedicó a perseguir a las de otras haciendas, violándolas en un abrir y cerrar de ojos, en cualquier ugar del campo, generalmente al atardecer. No se preocupaba de hacerlo a escondidas, porque no le temía a nadie. En algunas ocasiones llegaron hasta Las Tres Marías un hermano, un padre, un marido o un patrón a pedirle cuentas, pero ante su violencia descontrolada, estas visitas de justicia o de venganza fueron cada vez menos frecuentes. La fama de su brutalidad se extendió por toda la zona y causaba envidiosa admiración entre los machos de su clase. Los campesinos escondían a las muchachas y apretaban los puños inútilmente, pues no podían hacerle frente. Esteban Trueba era más fuerte y tenía impunidad. Dos veces aparecieron cadáveres de campesinos de otras haciendas acribillados a tiros de escopeta y a nadie le cupo duda que había que buscar al culpable en Las Tres Marías, pero los gendarmes rurales se limitaron a anotar el hecho en su libro de actas, con la trabajosa caligrafía de los semianalfabetos, agregando que habían sido sorprendidos robando. La cosa no pasó de allí. Trueba siguió labrando su prestigio de rajadiablos, sembrando la región de bastardos, cosechando el odio y almacenando culpas que no le hacían mella, porque se le había curtido el alma y acallado la conciencia con el pretexto del progreso. En vano Pedro Segundo García y el viejo cura del hospital de las monjas trataron de sugerirle que no eran las casitas de ladrillo ni los litros de leche los que hacían a un buen patrón, o a un buen cristiano, sino dar a la gente un sueldo decente en vez de papelitos rosados, un horario de trabajo que no es moliera los riñones y un poco de respeto y dignidad. Trueba no quería oír hablar de esas cosas que, según él, olían a comunismo.
— Son ideas degeneradas–mascullaba-. Ideas bolcheviques para soliviantarme a los inquilinos. No se dan cuenta que esta pobre gente no tiene cultura ni educación, no pueden asumir responsabilidades, son niños. ¿Cómo van a saber lo que les conviene? Sin mí estarían perdidos, la prueba es que cuando doy vuelta la cara, se va todo al diablo y empiezan a hacer burradas. Son muy ignorantes. Mi gente está muy bien, ¿qué más quieren? No les falta nada. Si se quejan, es de puro mal agradecidos. Tienen casas de ladrillo, me preocupo de sonar los mocos y quitar los parásitos a sus chiquillos, de llevarles vacunas y enseñarles a leer. ¿Hay otro fundo por aquí que tenga su propia escuela? ¡No! Siempre que puedo, les llevo al cura para que les diga unas misas, así es que no sé por qué viene el cura a hablarme de justicia. No tiene que meterse en lo que no sabe y no es de su incumbencia. ¡Quisiera verlo a cargo de esta propiedad! A ver si iba a andar con remilgos. Con estos pobres diablos hay que tener mano dura, es el único lenguaje que entienden. Si uno se ablanda, no lo respetan. No niego que muchas veces he sido muy severo, pero siempre he sido justo. He tenido que enseñarles de todo, hasta a comer, porque si fuera por ellos, se alimentaban de puro pan. Si me descuido les dan la leche y los huevos a los chanchos. ¡No saben limpiarse el traste y quieren derecho a voto! Si no saben donde están parados, ¿cómo van a saber de política? Son capaces de votar por los comunistas, como los mineros
del Norte, que con sus huelgas perjudican a todo el país, justamente cuando el precio del mineral está en su punto máximo. Mandar a la tropa es lo que haría yo en el Norte, para que les corra bala, a ver si aprenden de una vez por todas. Por desgracia el garrote es lo único que funciona en estos países. No estamos en Europa. Aquí lo que se necesita es un gobierno fuerte, un patrón fuerte. Sería muy lindo que fuéramos todos iguales, pero no lo somos. Eso salta a la vista. Aquí el único que sabe trabajar soy yo y los desafío a que me prueben lo contrario. Me levanto el primero y me acuesto el último en esta maldita tierra. Si fuera por mí, mandaba todo al carajo y me iba a vivir como un príncipe a la capital, pero tengo que estar aquí, porque si me ausento aunque sea por una semana, esto se viene al suelo y estos infelices empiezan a morirse de hambre. Acuérdense cómo era cuando yo llegué hace nueve o diez años: una desolación. Era una ruina de piedras y buitres. Una tierra de nadie. Estaban todos los potreros abandonados. A nadie se le había ocurrido canalizar el agua. Se contentaban con plantar cuatro lechugas mugrientas en sus patios y dejaron que todo lo demás se hundiera en la miseria. Fue necesario que yo llegara para que aquí hubiera orden, ley, trabajo. ¿Cómo no voy a estar orgulloso? He trabajado tan bien, que ya compré los dos fundos vecinos y esta propiedad es la más grande y la más rica de toda la zona, la envidia de todo el mundo, un ejemplo, un fundo modelo. Y ahora que la carretera pasa por el lado, se ha duplicado su valor, si quisiera venderlo podría irme a Europa a vivir de mis rentas, pero no me voy, me quedo aquí, machucándome. Lo hago por esta gente. Sin mí estarían perdidos. Si vamos al fondo de las cosas, no sirven ni para hacer los mandados, siempre lo he dicho: son como niños. No hay uno que pueda hacer lo que tiene que hacer sin que tenga que estar yo detrás azuzándolo. ¡Y después me vienen con el cuento de que somos todos iguales! Para morirse de la risa, carajo…
A su madre y hermana enviaba cajones con frutas, carnes saladas, jamones, huevos frescos, gallinas vivas y en escabeche, harina, arroz y granos por sacos, quesos del campo y todo el dinero que podían necesitar, porque eso no le faltaba. Las Tres Marías y la mina producían como era debido por primera vez desde que Dios puso aquello en el planeta, como le gustaba decir a quien quisiera oírlo. A doña Ester y a Férula daba lo que nunca ambicionaron, pero no tuvo tiempo, en todos esos años, para irlas a visitar, aunque fuera de paso en alguno de sus viajes al Norte. Estaba tan ocupado en el campo, en las nuevas tierras que había comprado y en otros negocios a los que empezaba a echar el guante, que no podía perder su tiempo junto al lecho de una enferma. Además existía el correo que los mantenía en contacto y el tren que le permitía mandar todo lo que quisiera. No tenía necesidad de verlas. Todo se podía decir por carta. Todo menos lo que no quería que supieran, como la recua de bastardos que iban naciendo como por arte de magia. Bastaba tumbar a una muchacha en el potrero y quedaba preñada inmediatamente, era cosa del demonio, tanta fertilidad era insólita, estaba seguro que la mitad de los críos no eran suyos. Por eso decidió que aparte del hijo de Pancha García, que se llamaba Esteban como él y que no había duda de que su madre era virgen cuando la poseyó, los demás podían ser sus hijos y podían no serlo y siempre era mejor pensar que no lo eran. Cuando llegaba a su casa alguna mujer con un niño en los brazos para reclamar el apellido o alguna ayuda, la ponía en el camino con un par de billetes en la mano y la amenaza de que si volvía a importunarlo, la sacaría a rebencazos, para que no le quedaran ganas de andar meneando el rabo al primer hombre que viera y después acusarlo a él. Así fue como nunca se enteró del número exacto de sus hijos y en realidad el asunto no le interesaba. Pensaba que cuando quisiera tener hijos, buscaría una esposa de su clase, con bendición de la Iglesia, porque los únicos que contaban eran los que llevaban el apellido del padre, los otros era como si no existieran. Que no le fueran con la monstruosidad de que todos nacen con los mismos derechos y heredan igual, porque
en ese caso se iba todo al carajo y la civilización regresaba a la Edad de Piedra. Se acordaba de Nívea, la madre de Rosa, quien después que su marido renunció a la política, aterrado por el aguardiente envenenado, inició su propia campaña política. Se encadenaba con otras damas en las rejas del Congreso y de la Corte Suprema, provocando un bochornoso espectáculo que ponía en ridículo a sus maridos. Sabía que Nívea salía en la noche a pegar pancartas sufragistas en los muros de la ciudad y era capaz de pasear por el centro a plena luz del mediodía de un domingo, con una escoba en la mano y un birrete en la cabeza, pidiendo que las mujeres tuvieran los derechos de los hombres, que pudieran votar y entrar a la universidad, pidiendo también que todos los niños gozaran de la protección de la ley, aunque fueran bastardos.
— ¡Esa señora está mal de la cabeza! — decía Trueba-. Eso sería ir contra la naturaleza. Si las mujeres no saben sumar dos más dos, menos podrán tomar un bisturí. Su función es la maternidad, el hogar. Al paso que van, cualquier día van a querer ser diputados, jueces, ¡ hasta Presidente de la República! Y mientras tanto están produciendo una confusión y un desorden que puede terminar en un desastre. Andan publicando panfletos indecentes, hablan por la radio, se encadenan en lugares públicos y tiene que ir la policía con un herrero para que corte los candados y puedan llevárselas presas, que es como deben estar. Lástima que siempre hay un marido influyente, un juez de pocos bríos o un parlamentario con ideas revoltosas que las pone en libertad… ¡Mano dura es lo que hace falta también en este caso!
La guerra en Europa había terminado y los vagones llenos de muertos eran un clamor lejano, pero que aún no se apagaba. De allí estaban llegando las ideas subversivas traídas por los vientos incontrolables de la radio, el telégrafo y los buques cargados de emigrantes que llegaban como un tropel atónito, escapando al hambre de su tierra, asolados por el rugido de las bombas y por los muertos pudriéndose en los surcos del arado. Era año de elecciones presidenciales y de preocuparse por el vuelco que estaban tomando los acontecimientos. El país despertaba. La oleada de descontento que agitaba al pueblo estaba golpeando la sólida estructura de aquella sociedad oligárquica. En los campos hubo de todo: sequía, caracol, fiebre aftosa. En el Norte había cesantía y en la capital se sentía el efecto de la guerra lejana. Fue un año de miseria en el que lo único que faltó para rematar el desastre fue un terremoto.
La clase alta, sin embargo, dueña del poder y de la riqueza, no se dio cuenta del peligro que amenazaba el frágil equilibrio de su posición. Los ricos se divertían bailando el charlestón y los nuevos ritmos del jazz, el fox–trot y unas cumbias de negros que eran una maravillosa indecencia. Se renovaron los viajes en barco a Europa, que se habían suspendido durante los cuatro años de guerra y se pusieron de moda otros a Norteamérica. Llegó la novedad del golf, que reunía a la mejor sociedad para golpear una pelotita con un palo, tal como doscientos años antes hacían los indios en esos mismos lugares. Las damas se ponían collares de perlas falsas hasta las rodillas y sombreros de bacinilla hundidos hasta las cejas, se habían cortado el pelo como hombres y se pintaban como meretrices, habían suprimido el corsé y fumaban pierna arriba. Los caballeros andaban deslumbrados por el invento de los coches norteamericanos, que llegaban al país por la mañana y se vendían el mismo día por la tarde, a pesar de que costaban una pequeña fortuna y no eran más que un estrépito de humo y tuercas sueltas corriendo a velocidad suicida por unos caminos que fueron hechos para los caballos y otras bestias naturales, pero en ningún caso para máquinas de fantasía. En las mesas de juego se jugaban las herencias y las riquezas fáciles de la posguerra, destapaban el champán, y llegó la novedad de la cocaína para los más refinados y viciosos. La locura colectiva parecía no tener fin.
Pero en el campo los nuevos automóviles eran una realidad tan lejana como los
buen año. Esteban Trueba y otros terratenientes de la región se juntaban en el club del pueblo para planear la acción política antes de las elecciones. Los campesinos todavía vivían igual que en tiempos de la Colonia y no habían oído hablar de sindicatos, ni de domingos festivos, ni de un salario mínimo, pero ya comenzaban a infiltrarse en los fundos los delegados de los nuevos partidos de izquierda, que entraban disfrazados de evangélicos, con una Biblia en un sobaco y sus panfletos marxistas en el otro, predicando simultáneamente la vida abstemia y la muerte por la revolución. Estos almuerzos de confabulación de los patrones terminaban en borracheras romanas o en peleas de gallos y al anochecer tomaban por asalto el Farolito Rojo, donde las prostitutas de doce años y Carmelo, el único marica del burdel y del pueblo, bailaban al son de una vitrola antediluviana, bajo la mirada alerta de la Sofía, que ya no estaba para esos trotes, pero que todavía tenía energía para regentarlo con mano de hierro y para impedir que se metieran los gendarmes a fregar la paciencia y los patrones a propasarse con las muchachas, jodiendo sin pagar. Entre todas, Tránsito Soto era la que mejor bailaba y la que más resistía los embistes de los borrachos, era incansable y nunca se quejaba de nada, como si tuviera la virtud tibetana de dejar su mísero esqueleto de adolescente en manos del cliente y trasladar su alma a una región lejana. A Esteban Trueba le gustaba, porque no tenía remilgos para las innovaciones y las brutalidades del amor, sabía cantar con voz de pájaro ronco, y porque una vez le dijo que ella iba a llegar muy lejos y eso le hizo gracia.
— No me voy a quedar en el Farolito Rojo toda la vida, patrón. Me voy a ir a la capital, porque quiero ser rica y famosa–dijo.
Esteban iba al lupanar porque era el único lugar de diversión del pueblo, pero no era hombre de prostitutas. No le gustaba pagar por lo que podía obtener por otros medios. A Tránsito Soto, sin embargo, la apreciaba. La joven lo hacía reír.
Un día, después de hacer el amor, se sintió generoso, lo que no le ocurría casi nunca, y preguntó a Tránsito Soto si le gustaría que le hiciera un regalo.
— ¡Préstame cincuenta pesos, patrón! — pidió ella al punto.
— Es mucha plata. ¿Para qué la quieres?
— Para un pasaje en tren, un vestido rojo, unos zapatos con tacón, un frasco de perfume y para hacerme la permanente. Es todo lo que necesito para empezar. Se los voy a devolver algún día, patrón. Con intereses.
Esteban le dio los cincuenta pesos porque ese día había vendido cinco novillos y andaba con los bolsillos repletos de billetes, y también porque la fatiga del placer satisfecho lo ponía algo sentimental.
— Lo único que siento es que no te voy a volver a ver, Tránsito. Me había acostumbrado a ti.
— Sí nos vamos a ver, patrón. La vida es larga y tiene muchas vueltas.
Esas comilonas en el club, las riñas de gallos y las tardes en el burdel, culminaron en un plan inteligente, aunque no del todo original, para hacer votar a los campesinos. Les dieron una fiesta con empanadas y mucho vino, se sacrificaron algunas reses para asarlas, les tocaron canciones en la guitarra, les endilgaron algunas arengas patrióticas y les prometieron que si salía el candidato conservador tendrían una bonificación, pero si salía cualquier otro, se quedaban sin trabajo. Además, controlaron las urnas y sobornaron a la policía. A los campesinos, después de la fiesta, los echaron dentro de unas carretas y los levaron a votar, bien vigilados, entre bromas y risas, la única oportunidad en que tenían familiaridades con ellos, compadre para acá, compadre para allá, cuente conmigo, que yo no le fallo, patroncito, así me gusta, hombre, que tengas
conciencia patriótica, mira que los liberales y los radicales son todos unos pendejos y los comunistas son unos ateos, hijos de puta, que se comen a los niños.
El día de la elección todo ocurrió como estaba previsto, en perfecto orden. Las Fuerzas Armadas garantizaron el proceso democrático, todo en paz, un día de primavera más alegre y asoleado que otros.
— Un ejemplo para este continente de indios y de negros, que se lo pasan en revoluciones para tumbar a un dictador y poner a otro. Éste es un país diferente, una verdadera república, tenemos orgullo cívico, aquí el Partido Conservador gana limpiamente y no se necesita a un general para que haya orden y tranquilidad, no es como esas dictaduras regionales donde se matan unos a otros, mientras los gringos se llevan todas las materias primas–expresó Trueba en el comedor del club, brindando con una copa en la mano, en el momento en que se enteró de los resultados de la votación.
Tres días después, cuando se había vuelto a la rutina, llegó la carta de Férula a Las Tres Marías. Esteban Trueba había soñado esa noche con Rosa. Hacía mucho tiempo que eso no le ocurría. En el sueño la vio con su pelo de sauce suelto en la espalda, como un manto vegetal que la cubría hasta la cintura, tenía la piel dura y helada, del color y textura del alabastro. Iba desnuda y llevaba un bulto en los brazos, caminaba como se camina en los sueños, aureolada por el verde resplandor que flotaba alrededor de su cuerpo. La vio acercarse lentamente y cuando quiso tocarla, ella lanzó el bulto al suelo, estrellándolo a sus pies. Él se agachó, lo recogió, y vio a una niña sin ojos que lo llamaba papá. Se despertó angustiado y anduvo de mal humor toda la mañana. A causa del sueño, se sintió inquieto, mucho antes de recibir la carta de Férula. Entró a tomar su desayuno en la cocina, como todos los días, y vio una gallina que andaba picoteando las migas en el suelo. Le mandó un puntapié que le abrió la barriga, dejándola agónica en un charco de tripas y plumas, aleteando en medio de la cocina. Eso no lo calmó, por el contrario, aumentó su rabia y sintió que comenzaba a ahogarse. Se montó en el caballo y se fue al galope a vigilar el ganado que estaban marcando. En eso llegó a la casa Pedro Segundo García, que había ido a la estación San Lucas a dejar una encomienda y había pasado por el pueblo a recoger el correo. Traía la carta de Férula.
El sobre aguardó toda la mañana sobre la mesa de la entrada. Cuando Esteban Trueba llegó, pasó directamente a bañarse, porque iba cubierto de sudor y de polvo, impregnado del olor inconfundible de las bestias aterrorizadas. Después se sentó en su escritorio a sacar cuentas y ordenó que le sirvieran la comida en una bandeja. No vio la carta de su hermana hasta la noche, cuando recorrió la casa como hacía siempre antes de acostarse, para ver que los faroles estuvieran apagados y las puertas cerradas. La carta de Férula era igual a todas las que había recibido de ella, pero al tenerla en la mano, supo, aun antes de abrirla, que su contenido le cambiaría la vida. Tuvo la misma sensación que cuando sostenía el telegrama de su hermana que le anunció la muerte de Rosa, años atrás.
La abrió, sintiendo que le latían las sienes a causa del presentimiento. La carta decía brevemente que doña Ester Trucha se estaba muriendo y que, después de tantos años de cuidarla y servirla como una esclava, Férula tenía que aguantar que su madre ni siquiera la reconociera, sino que clamaba día y noche por su hijo Esteban, porque no quería morirse sin verlo. Esteban nunca había querido realmente a su madre, ni se sentía cómodo en su presencia, pero la noticia lo dejó tembloroso. Comprendió que ya no le servirían los pretextos siempre novedosos que inventaba para no visitarla, y que había llegado el momento de hacer el camino de vuelta a la capital y enfrentar por última vez a esa mujer que estaba presente en sus pesadillas, con su rancio olor a
medicamentos, sus quejidos tenues, sus interminables oraciones, esa mujer sufriente que había poblado de prohibiciones y terrores su infancia y cargado de responsabilidades y culpas su vida de hombre.
Llamó a Pedro Segundo García y le explicó la situación. Lo llevó al escritorio y le mostró el libro de contabilidad y las cuentas de la pulpería. Le entregó un manojo con todas las llaves, menos la de la bodega de los vinos, y le anunció que a partir de ese momento y hasta su regreso, él era responsable de todo lo que había en Las Tres Marías y que cualquier estupidez que cometiera la pagaría muy cara. Pedro Segundo García recibió las llaves, se metió el libro de cuentas debajo del brazo y sonrió sin alegría.
— Uno hace lo que puede, no más, patrón–dijo encogiéndose de hombros.
Al día siguiente Esteban Trueba rehizo por primera vez en años el camino que lo había llevado de la casa de su madre al campo. Se fue en una carreta con sus dos maletas de, cuero hasta la estación San Lucas, ton ió el coche de primera clase de los tiempos de la compañía inglesa de ferrocarriles y volvió a recorrer los vastos campos tendidos al pie de la cordillera.
Cerró los ojos e intentó dormir, pero la imagen de su madre le espantó el sueño.