Tal como había pronosticado el Candidato, los socialistas, aliados con el resto de los partidos de izquierda, ganaron las elecciones presidenciales. El día de la votación transcurrió sin incidentes en una luminosa mañana de septiembre. Los de siempre, acostumbrados al poder desde tiempos inmemoriales, aunque en los últimos años habían visto debilitarse mucho sus fuerzas, se prepararon para celebrar el triunfo con semanas de anticipación. En las tiendas se terminaron los licores, en los mercados se agotaron los mariscos frescos y las pastelerías trabajaron doble turno para satisfacer la demanda de tortas y pasteles. En el Barrio Alto no se alarmaron al oír los resultados de los cómputos parciales en las provincias, que favorecían a la izquierda, porque todo el mundo sabía que los votos de la capital eran decisivos. El senador Trueba siguió la votación desde la sede de su Partido, con perfecta calma y buen humor, riéndose con petulancia cuando alguno de sus hombres se ponía nervioso por el avance indisimulable del candidato de la oposición. En anticipación al triunfo, había roto su duelo riguroso poniéndose una rosa roja en el ojal de la chaqueta. Lo entrevistaron por televisión y todo el país pudo escucharlo: «Ganaremos los de siempre», dijo soberbiamente, y luego invitó a brindar por el «defensor de la democracia».
En la gran casa de la esquina, Blanca, Alba y los empleados estaban frente al televisor, sorbiendo té, comiendo tostadas y anotando los resultados para seguir de cerca la carrera final, cuando vieron aparecer al abuelo en la pantalla, más anciano y testarudo que nunca.
— Le va a dar un yeyo–dijo Alba-. Porque esta vez van a ganar los otros.
Pronto fue evidente para todos que sólo un milagro cambiaría el resultado que se iba perfilando a lo largo de todo el día. En las señoriales residencias blancas, azules y amarillas del Barrio Alto, comenzaron a cerrar las persianas, a trancar las puertas y a retirar apresuradamente las banderas y los retratos de su candidato, que se habían anticipado a poner en los balcones. Entretanto, de las poblaciones marginales y de los barrios obreros salieron a la calle familias enteras, padres, niños, abuelos, con su ropa de domingo, marchando alegremente en dirección al centro. Llevaban radios portátiles para oír los últimos resultados. En el Barrio Alto, algunos estudiantes, inflamados de idealismo, hicieron una morisqueta a sus parientes congregados alrededor del televisor con expresión fúnebre, y se volcaron también a la calle. De los cordones industriales llegaron los trabajadores en ordenadas columnas, con los puños en alto, cantando los versos de la campaña. En el centro se juntaron todos, gritando como un solo hombre que el pueblo unido jamás será vencido. Sacaron pañuelos blancos y esperaron. A medianoche se supo que había ganado la izquierda. En un abrir y cerrar de ojos, los grupos dispersos se engrosaron, se hincharon, se extendieron y las calles se llenaron de gente eufórica que saltaba, gritaba, se abrazaba y reía. Prendieron antorchas y el desorden de las voces y el baile callejero se transformó en una jubilosa y disciplinada comparsa que comenzó a avanzar hacia las pulcras avenidas de la burguesía. Y entonces se vio el inusitado espectáculo de la gente del pueblo, hombres con sus zapatones de la fábrica, mujeres con sus hijos en los brazos, estudiantes en mangas de camisa, paseando tranquilamente por la zona reservada y preciosa donde muy pocas veces se habían aventurado y donde eran extranjeros. El clamor de sus cantos.
sus pisadas y el resplandor de sus antorchas penetraron al interior de las casas cerradas y silenciosas, donde temblaban los que habían terminado por creer en su propia campaña de terror y estaban convencidos que la poblada los iba a despedazar o, en el mejor de los casos, despojarlos de sus bienes y enviarlos a Siberia. Pero la rugiente multitud no forzó ninguna puerta ni pisoteó los perfectos jardines. Pasó alegremente sin tocar los vehículos de lujo estacionados en la calle, dio vuelta por las plazas y los parques que nunca había pisado, se detuvo maravillada ante las vitrinas del comercio, que brillaban como en Navidad y donde se ofrecían objetos que no sabía siquiera qué uso tenían y siguió su ruta apaciblemente. Cuando las columnas pasaron frente a su casa, Alba salió corriendo y se mezcló con ellas cantando a voz en cuello. Toda la noche estuvo desfilando el pueblo alborozado. En las mansiones las botellas de champán quedaron cerradas, las langostas languidecieron en sus bandejas de plata y las tortas se llenaron de moscas.
Al amanecer, Alba divisó en el tumulto que ya empezaba a dispersarse la inconfundible figura de Miguel, que iba gritando con una bandera en las manos. Se abrió paso hasta él, llamándolo inútilmente, porque no podía oírla en medio de la algarabía. Cuando se puso al frente y Miguel la vio, pasó la bandera al que estaba más cerca y la abrazó, levantándola del suelo. Los dos estaban en el límite de sus fuerzas y mientras se besaban, lloraban de alegría.
— ¡Te dije que ganaríamos por las buenas, Miguel! — rió Alba.
— Ganamos, pero ahora hay que defender el triunfo–replicó.
Al día siguiente, los mismos que habían pasado la noche en vela aterrorizados en sus casas salieron como una avalancha enloquecida y tomaron por asalto los bancos, exigiendo que les entregaran su dinero. Los que tenían algo valioso, preferían guardarlo debajo del colchón o enviarlo al extranjero. En veinticuatro horas, el valor de la propiedad disminuyó a menos de la mitad y todos los pasajes aéreos se agotaron en la locura de salir del país antes que llegaran los soviéticos a poner alambres de púas en la frontera. El pueblo que había desfilado triunfante fue a ver a la burguesía que hacía cola y peleaba en las puertas de los bancos y se rió a carcajadas. En pocas horas el país se dividió en dos bandos irreconciliables y la división comenzó a extenderse entre todas las familias.
El senador Trueba pasó la noche en la sede de su Partido, retenido a la fuerza por sus seguidores, que estaban seguros que si salía a la calle la multitud no iba a tener dificultad alguna en reconocerlo y lo colgaría de un poste.'Iirueba estaba más sorprendido que furioso. No podía creer lo que había ocurrido, a pesar de que llevaba muchos años repitiendo la cantinela de que el país estaba lleno de marxistas. No se sentía deprimido, por el contrario. En su viejo corazón de luchador aleteaba una emoción exaltada que no sentía desde su juventud.
— Una cosa es ganar la elección y otra muy distinta es ser Presidente–dijo misteriosamente a sus llorosos correligionarios.
La idea de eliminar al nuevo Presidente, sin embargo, no estaba todavía en la mente de nadie, porque sus enemigos estaban seguros que acabarían con él por la misma vía legal que le había permitido triunfar. Eso era lo que Trueba estaba pensando. Al día siguiente, cuando fue evidente que no había que temer de la muchedumbre enfiestada, salió de su refugio y se dirigió a una casa campestre en los alrededores de la ciudad, donde se llevó a cabo un almuerzo secreto. Allí se juntó con otros políticos, algunos militares y con los gringos enviados por el servicio de inteligencia, para trazar el plan que tumbaría al nuevo gobierno: la desestabilización económica, como llamaron al sabotaje.
Aquélla era una casona de estilo colonial rodeada por un patio de adoquines. Al llegar el senador Trucha ya había varios coches estacionados. Lo recibieron efusivamente, porque era uno de los líderes indiscutidos de la derecha y porque él, previniendo lo que se avecinaba, había hecho los contactos necesarios con meses de anticipación. Después de la comida: corvina fría con salsa de palta, lechón asado en brandy y mousse de chocolate, despidieron a los mozos y trancaron las puertas del salón. Allí trazaron a grandes líneas su estrategia y después, de pie, hicieron un brindis por la patria. Todos ellos, menos los extranjeros, estaban dispuestos a arriesgar la mitad de su fortuna personal en la empresa, pero sólo el viejo Trucha estaba dispuesto a dar también la vida.
— No lo dejaremos en paz ni un minuto. Tendrá que renunciar–dijo con firmeza.
— Y si eso no resulta, senador, tenemos esto–agregó el general Hurtado poniendo su arma de reglamento sobre el mantel.
— No nos interesa un cuartelazo, general–replicó en su correcto castellano el agente de inteligencia de la embajada-. Queremos que el marxismo fracase estrepitosamente y caiga solo, para quitar esa idea de la cabeza a otro países del continente. Comprende? Este asunto lo vamos a arreglar con dinero. 'Todavía podemos comprar a algunos parlamentarios para que no lo confirmen como presidente. Está en su Constitución: no obtuvo la mayoría absoluta y el Parlamento debe decidir.
— ¡Sáquese esa idea de la cabeza, míster! — exclamó el senador Trueba-. ¡Aquí no va a poder sobornar a nadie! El Congreso y las Fuerzas Armadas son incorruptibles. Mejor destinamos ese dinero a comprar todos los medios de comunicación. Así podremos manejar a la opinión pública, que es lo único que cuenta en realidad.
— ¡Eso es una locura! ¡Lo primero que harán los marxistas será acabar con la libertad de prensa! — dijeron varias voces al unísono.
— Créanme, caballeros–replicó el senador Trueba-. Yo conozco a este país. Nunca acabarán con la libertad de prensa. Por lo demás, está en su programa de gobierno, ha jurado respetar las libertades democráticas. Lo cazaremos en su propia trampa.
El senador Trueba tenía razón. No pudieron sobornar a los parlamentarios y en el plazo estipulado por la ley la izquierda asumió tranquilamente el poder. Y entonces la derecha comenzó a juntar odio.
Después de la elección, a todo el mundo le cambió la vida y los que pensaron que podían seguir como siempre, muy pronto se dieron cuenta que eso era una ilusión. Para Pedro Tercero García el cambio fue brutal. Había vivido sorteando las trampas de la rutina, libre y pobre como un trovador errante, sin haber usado nunca zapatos de cuero, corbata ni reloj, permitiéndose el lujo de la ternura, el candor, el despilfarro y la siesta, porque no tenía que rendir cuentas a nadie. Cada vez le costaba más trabajo encontrar la inquietud y el dolor necesarios para componer una nueva canción, porque con los años había llegado a tener una gran paz interior y la rebeldía que lo movilizaba en la juventud se había transformado en la mansedumbre del hombre satisfecho consigo mismo. Era austero como un franciscano. No tenía ninguna ambición de dinero o de poder. El único manchón en su tranquilidad era Blanca. Le había dejado de interesar el amor sin futuro de las adolescentes y había adquirido la certeza de que Blanca era la única mujer para él. Contó los años que la había amado en la clandestinidad y no pudo recordar ni un momento de su vida en que ella no estuviera presente. Después de la elección presidencial, vio el equilibrio de su existencia destrozado por la urgencia de colaborar con el gobierno. No pudo negarse, porque,
como le explicaron, los partidos de izquierda no tenían suficientes hombres capacitados para todas las funciones que había que desempeñar.
— Yo soy un campesino. No tengo ninguna preparación–trató de excusarse.
— No importa, compañero. Usted, por lo menos, es popular. Aunque meta la pata, la gente se lo va a perdonar–le explicaron.
Así fue como se encontró sentado detrás de un escritorio por primera vez en su vida, con una secretaria para su uso personal y a sus espaldas un grandioso retrato de los Próceres de la Patria en alguna honrosa batalla. Pedro Tercero García miraba por la ventana con barrotes de su lujosa oficina y sólo podía ver un minúsculo cuadrilátero de cielo gris. No era un cargo decorativo. Trabajaba desde las siete de la mañana hasta la noche y al final estaba tan cansado, que no se sentía capaz de arrancar ni un acorde a su guitarra y, mucho menos, de amar a Blanca con la pasión acostumbrada. Cuando podían darse cita, venciendo todos los obstáculos habituales de Blanca, más los nuevos que le imponía su trabajo, se encontraban entre las sábanas con más angustia que deseo. Hacían el amor fatigados, interrumpidos por el teléfono, perseguidos por el tiempo, que nunca les alcanzaba. Blanca dejó de usar su ropa interior de mujerzuela, porque le parecía una provocación inútil que los sumía en el ridículo. Terminaron juntándose para reposar abrazados, como una pareja de abuelos, y para conversar amigablemente sobre sus problemas cotidianos y sobre los graves asuntos que estremecían a la nación. Un día Pedro Tercero sacó la cuenta que llevaban casi un mes sin hacer el amor y, lo que le pareció aún peor, que ninguno de los dos sentía el deseo de hacerlo. Tuvo un sobresalto. Calculó que a su edad no había razón para la impotencia y lo atribuyó a la vida que llevaba y a las mañas de solterón que había desarrollado. Supuso que si hiciera una vida normal con Blanca, en la cual ella estuviera esperándolo todos los días en la paz de un hogar, las cosas serían de otro modo. La conminó a casarse de una vez por todas, porque ya estaba harto de esos amores furtivos y ya no tenía edad para vivir así. Blanca le dio la misma respuesta que le había dado muchas veces antes.
— Tengo que pensarlo, mi amor.
Estaba desnuda, sentada en la angosta cama de Pedro Tercero. Él la observó sin piedad y vio que el tiempo comenzaba a devastarla con sus estragos, estaba más gorda, más triste, tenía las manos deformadas por el reuma y esos maravillosos pechos que en otra época le quitaron el sueño, se estaban convirtiendo en el amplio regazo de una matrona instalada en plena madurez. Sin embargo, la encontraba tan bella como en su juventud, cuando se amaban entre las cañas del río en Las Tres Marías, y justamente por eso lamentaba que la fatiga fuera más fuerte que su pasión.
— Lo has pensado durante casi medio siglo. Ya basta. Es ahora o nunca–concluyó.
Blanca no se inmutó, porque no era la primera vez que él la emplazaba para que tomara una decisión. Cada vez que rompía con una de sus jóvenes amantes y volvía a su lado, le exigía casamiento, en una búsqueda desesperada de retener el amor y de hacerse perdonar. Cuando consintió en abandonar la población obrera donde había sido feliz por varios años, para instalarse en un departamento de clase media, le había dicho las mismas palabras.
— O te casas conmigo ahora o no nos vemos más.
Blanca no comprendió que en esa oportunidad la determinación de Pedro lércero era irrevocable.
Se separaron enojados. Ella se vistió, recogiendo apresuradamente su ropa que estaba regada por el suelo y se enrolló el pelo en la nuca sujetándolo con algunas
horquillas que rescató del desorden de la cama. Pedro Tercero encendió un cigarrillo y
no le quitó la vista de encima mientras ella se vestía. Blanca terminó de ponerse los zapatos, tomó su cartera y desde la puerta le hizo un gesto de despedida. Estaba segura que al día siguiente él la llamaría para una de sus espectaculares reconciliaciones. Pedro Tercero se volvió contra la pared. Un rictus amargo le había convertido la boca en una línea apretada. No volverían a verse en dos años.
En los días siguientes, Blanca esperó que se comunicara con ella, de acuerdo a un esquema que se repetía desde siempre. Nunca le había fallado, ni siquiera cuando ella se casó y pasaron un año separados. También en esa oportunidad fue él quien la buscó. Pero al tercer día sin noticias, comenzó a alarmarse. Se daba vueltas en la cama, atormentada por un insomnio perenne, dobló la dosis de tranquilizantes, volvió a refugiarse en sus jaquecas y sus neuralgias, se aturdió en el taller metiendo y sacando del horno centenares de monstruos para Nacimientos en un esfuerzo por mantenerse ocupada y no pensar, pero no pudo sofocar su impaciencia. Por último lo llamó al ministerio. Una voz femenina le respondió que el compañero García estaba en una reunión y que no podía ser interrumpido. Al otro día Blanca volvió a llamar y siguió haciéndolo durante el resto de la semana, hasta que se convenció de que no lo conseguiría por ese medio. Hizo un esfuerzo para vencer el monumental orgullo que había heredado de su padre, se puso su mejor vestido, su portaligas de bataclana y partió a verlo a su departamento. Su llave no calzó en la cerradura y tuvo que tocar el timbre. Le abrió la puerta un hombrazo bigotudo con ojos de colegiala.
— El compañero García no está–dijo sin invitarla a entrar.
Entonces comprendió que lo había perdido. Tuvo la fugaz visión de su futuro, se vio a sí misma en un vasto desierto, consumiéndose en ocupaciones sin sentido para consumir el tiempo, sin el único hombre que había amado en toda su vida y lejos de esos brazos donde había dormido desde los días inmemoriales de su primera infancia. Se sentó en la escalera y rompió en llanto. El hombre de bigotes cerró la puerta sin ruido.
No dijo a nadie lo que había pasado. Alba le preguntó por Pedro Tercero y ella le contestó con evasivas, diciéndole que el nuevo cargo en el gobierno lo tenía muy ocupado. Siguió haciendo sus clases para señoritas ociosas y niños mongólicos y además comenzó a enseñar cerámica en las poblaciones marginales, donde se habían organizado las mujeres para aprender nuevos oficios y participar, por primera vez, en la actividad política y. social del país. La organización era una necesidad, porque «el camino al socialismo» muy pronto se convirtió en un campo de batalla. Mientras el pueblo celebraba la victoria dejándose crecer los pelos y las barbas, tratándose unos a otros de compañeros, rescatando el folklore olvidado y las artesanías populares y ejerciendo su nuevo poder en eternas e inútiles reuniones de trabajadores donde todos hablaban al mismo tiempo y nunca llegaban a ningún acuerdo, la derecha realizaba una serie de acciones estratégicas destinadas a hacer trizas la economía y desprestigiar al gobierno. Tenía en sus manos los medios de difusión más poderosos, contaba con recursos económicos casi ilimitados y con la ayuda de los gringos, que destinaron fondos secretos para el plan de sabotaje. A los pocos meses se pudieron apreciar los resultados. El pueblo se encontró por primera vez con suficiente dinero para cubrir sus necesidades básicas y comprar algunas cosas que siempre deseó, pero no podía hacerlo, porque los almacenes estaban casi vacíos. Había comenzado el desabastecimiento, que llegó a ser una pesadilla colectiva. Las mujeres se levantaban al amanecer para pararse en las interminables colas donde podían adquirir un escuálido pollo, media docena de pañales o papel higiénico. El betún para lustrar zapatos, las agujas y el café pasaron a ser artículos de lujo que se regalaban envueltos en papel de fantasía para los cumpleaños. Se produjo la angustia de la escasez, el país
sobre los productos que iban a faltar y la gente compraba lo que hubiera, sin medida, para prevenir el futuro. Se paraban en las colas sin saber lo que se estaba vendiendo, sólo para no dejar pasar la oportunidad de comprar algo, aunque no lo necesitaran. Surgieron profesionales de las colas, que por una suma razonable guardaban el puesto a otros, los vendedores de golosinas que aprovechaban el tumulto para colocar sus chucherías y los que alquilaban mantas para las largas colas nocturnas. Se desató el mercado negro. La policía trató de impedirlo, pero era como una peste que se metía por todos lados y por mucho que revisaran los carros y detuvieran a los que portaban bultos sospechosos no lo podían evitar. Hasta los niños traficaban en los patios de las escuelas. En la premura por acaparar productos, se producían confusiones y los que nunca habían fumado terminaban pagando cualquier precio por una cajetilla de cigarros, y los que no tenían niños se peleaban por un tarro de alimento para lactantes. Desaparecieron los repuestos de las cocinas, de las máquinas industriales, de los vehículos. Racionaron la gasolina y las filas de automóviles podían durar dos días y una noche, bloqueando la ciudad como una gigantesca boa inmóvil tostándose al sol. No había tiempo para tantas colas y los oficinistas tuvieron que desplazarse a pie o en bicicleta. Las calles se llenaron de ciclistas acezantes y aquello parecía un delirio de holandeses. Así estaban las cosas cuando los camioneros se declararon en huelga. A la segunda semana fue evidente que no era un asunto laboral, sino político, y que no pensaban volver al trabajo. El ejército quiso hacerse cargo del problema, porque las hortalizas se estaban pudriendo en los campos y en los mercados no había nada que vender a las amas de casa, pero se encontró con que los chóferes habían destripado los motores y era imposible mover los millares de camiones que ocupaban las carreteras como carcasas fosilizadas. El presidente apareció en televisión pidiendo paciencia. Advirtió al país que los camioneros estaban pagados por el imperialismo y que iban a mantenerse en huelga indefinidamente, así es que lo mejor era cultivar sus propias verduras en los patios y balcones, al menos hasta que se descubriera otra solución. El pueblo, que estaba habituado a la pobreza y que no había comido pollo más que para las fiestas patrias y la Navidad, no perdió la euforia del primer día, al contrario, se organizó como para una guerra, decidido a no permitir que el sabotaje económico le amargara el triunfo. Siguió celebrando con espíritu festivo y cantando por las calles aquello de que el pueblo unido jamás será vencido, aunque cada vez sonaba más desafinado, porque la división y el odio cundían inexorablemente.
Al senador Trueba, como a todos los demás, también le cambió la vida. El entusiasmo por la lucha que había emprendido le devolvió las fuerzas de antaño y alivió un poco el dolor de sus pobres huesos. Trabajaba como en sus mejores tiempos. Hacía múltiples viajes de conspiración al extranjero y recorría infatigablemente las provincias del país, de norte a sur, en avión, en automóvil y en los trenes, donde se había acabado el privilegio de los vagones de primera clase. Resistía las truculentas cenas con que lo agasajaban sus partidarios en cada ciudad, pueblo y aldea que visitaba, fingiendo el apetito de un preso, a pesar de que sus tripas de anciano ya no estaban para esos sobresaltos. Vivía en conciliábulos. Al principio, el largo ejercicio de la democracia lo limitaba en su capacidad para poner trampas al gobierno, pero pronto abandonó la idea de jorobarlo dentro de la ley y aceptó el hecho de que la única forma de vencerlo era empleando los recursos prohibidos. Fue el primero que se atrevió a decir en público que para detener el avance del marxismo sólo daría resultado un golpe militar, porque el pueblo no renunciaría al poder que había estado esperando con ansias durante medio siglo, porque faltaran los pollos.
— ¡ Déjense de mariconadas y empuñen las armas! — decía cuando oía hablar de sabotaje.
Sus ideas no eran ningún secreto, las divulgaba a todos los vientos y, no contento con ello, iba de vez en cuando a tirar maíz a los cadetes de la Escuela Militar y gritarles que eran unas gallinas. Tuvo que buscarse un par de guardaespaldas que lo vigilaran de sus propios excesos. A menudo olvidaba que él mismo los había contratado y al sentirse espiado sufría arrebatos de mal humor, los insultaba, los amenazaba con el bastón y terminaba generalmente sofocado por la taquicardia. Estaba seguro de que si alguien se proponía asesinarlo, esos dos imbéciles fornidos no servirían para evitarlo, pero confiaba en que su presencia al menos podría atemorizar a los insolentes espontáneos. Intentó también poner vigilancia a su nieta, porque pensaba que se movía en un antro de comunistas donde en cualquier momento alguien podría faltarle al respeto por culpa del parentesco con él, pero Alba no quiso oír hablar del asunto. «Un matón a sueldo es lo mismo que una confesión de culpa. Yo no tengo nada que temer», alegó. No se atrevió a insistir, porque ya estaba cansado de pelear con todos los miembros de su familia y, después de todo, su nieta era la única persona en el mundo con quien compartía su ternura y que lo hacía reír.
Entretanto, Blanca había organizado una cadena de abastecimiento a través del mercado negro y de sus conexiones en las poblaciones obreras, donde iba a enseñar cerámica a las mujeres. Pasaba muchas angustias y trabajos para escamotear un saco de azúcar o una caja de jabón. Llegó a desarrollar una astucia de la que no se sabía capaz, para almacenar en uno de los cuartos vacíos de la casa toda clase de cosas, algunas francamente inútiles, como dos barriles de salsa de soja que le compró a unos chinos. Tapió la ventana del cuarto, puso candado a la puerta y andaba con las llaves en la cintura, sin quitárselas ni para bañarse, porque desconfiaba de todo el mundo, incluso de Jaime y de su propia hija. No le faltaban razones. «Pareces un carcelero, mamá», decía Alba, alarmada por esa manía de prevenir el futuro a costa de amargarse el presente. Alba era de opinión que si no había carne, se comían papas, y si no había zapatos, se usaban alpargatas, pero Blanca, horrorizada con la simplicidad de su hija, sostenía la teoría de que, pase lo que pase, no hay que bajar de nivel, con lo cual justificaba el tiempo gastado en sus argucias de contrabandista. En realidad, nunca habían vivido mejor desde la muerte de Clara, porque por primera vez había alguien en la casa que se preocupaba de la organización doméstica y disponía lo que iba a parar en la olla. De Las Tres Marías llegaban regularmente cajones de alimentos que Blanca escondía. La primera vez se pudrió casi todo y la pestilencia salió de los cuartos cerrados, ocupó la casa y se desparramó por el barrio. Jaime sugirió a su hermana que donara, cambiara o vendiera los productos perecibles, pero Blanca se negó a compartir sus tesoros. Alba comprendió entonces que su madre, que hasta entonces parecía ser la única persona equilibrada de la familia, también tenía sus locuras. Abrió un boquete en el muro de la despensa, por donde sacaba en la misma medida en que Blanca almacenaba. Aprendió a hacerlo con tanto cuidado para que no se notara, robando el azúcar, el arroz y la harina por tazas, rompiendo los quesos y desparramando las frutas secas para que pareciera obra de los ratones, que Blanca se demoró más de cuatro meses en sospechar. Entonces hizo un inventario escrito de lo que tenía en la bodega y marcaba con cruces lo que sacaba para el uso de la casa, convencida que así descubriría al ladrón. Pero Alba aprovechaba el menor descuido de su madre para hacerle cruces en la lista, de modo que al final Blanca estaba tan confundida que no sabía si se había equivocado al contabilizar, si en la casa comían tres veces más de lo que ella calculaba o si era cierto que en ese maldito caserón todavía circulaban almas errantes.
El producto de los hurtos de Alba iba a parar a manos de Miguel, quien lo repartía en las poblaciones y en las fábricas junto con sus panfletos revolucionarios llamando a la lucha armada para derrotar a la oligarquía. Pero nadie le hacía caso. Estaban
convencidos de que si habían llegado al poder por la vía legal y democrática, nadie se lo podía quitar, al menos hasta unas próximas elecciones presidenciales.
— ¡Son unos imbéciles, no se dan cuenta de que la derecha se está armando! — dijo Miguel a Alba.
Alba le creyó. Había visto descargan en medio de la noche grandes cajas de madera en el patio de su casa, y luego, con gran sigilo, el cargamento fue almacenado, bajo las órdenes de Trueba, en otro de los cuartos vacíos. Su abuelo, igual que su madre, le puso un candado a la puerta y andaba con la llave al cuello en la misma bolsita de gamuza donde llevaba siempre los dientes de Clara. Alba se lo contó a su tío Jaime, que después de acordar una tregua con su padre, había vuelto a la casa. «Estoy casi segura de que son armas», le comentó. Jaime, que en esa época estaba en la luna y lo siguió estando hasta el día en que lo mataron, no pudo creerlo, pero su sobrina insistió tanto, que aceptó hablar con su padre a la hora de la comida. Las dudas que tenían se les disiparon con la respuesta del viejo.
— ¡En mi casa hago lo que me da la gana y traigo cuantas cajas se me antojen! ¡No vuelvan a meter las narices en mis asuntos! — rugió el senador Trueba dando un puñetazo a la mesa que hizo bailar la cristalería y cortó en seco la conversación.
Esa noche Alba fue a ver a su tío en el túnel de libros y le propuso usar con las armas del abuelo el mismo sistema que ella empleaba con las vituallas de su madre. Así lo hicieron. Pasaron el resto de la noche abriendo un agujero en la pared del cuarto contiguo al arsenal, que disimularon por un lado con un armario y por el otro con las mismas cajas prohibidas. Por allí pudieron meterse al cuarto cerrado por el abuelo, provistos de un martillo y un alicate. Alba, que ya tenía experiencia en ese oficio, señaló las cajas de más abajo para abrirlas. Encontraron un armamento de batalla que los dejó boquiabiertos, porque no sabían que existieran instrumentos tan perfectos para matar. En los días siguientes robaron todo lo que pudieron, dejando las cajas vacías debajo de las otras y rellenándolas con piedras para que no se notara al levantarlas. Entre los dos sacaron pistolas de combate, metralletas cortas, rifles y granadas de mano, que escondieron en el túnel de Jaime hasta que Alba pudo llevarlas en la caja de su violoncelo a lugar seguro. El senador Trueba veía pasar a su nieta arrastrando la pesada caja, sin sospechar que en el interior forrado en paño rodaban las balas que tanto le habían costado pasar por la frontera y esconder en su casa. Alba tuvo la idea de entregar las armas confiscadas a Miguel, pero su tío Jaime la convenció de que Miguel no era menos terrorista que el abuelo y que era mejor disponer de ellas de modo que no pudieran hacerle mal a nadie. Discutieron varías alternativas, desde arrojarlas al río hasta quemarlas en una pira, y finalmente decidieron que era más práctico enterrarlas en bolsas de plástico en algún lugar seguro y secreto, por si alguna vez podían servir para una causa más justa. El senador Trueba se extrañó de ver a su hijo y a su nieta planeando una excursión a la montaña, porque ni Jaime ni Alba habían vuelto a practicar deporte alguno desde los tiempos del colegio inglés y nunca habían manifestado inclinación por las incomodidades del andinismo. Un sábado por la mañana partieron en un jeep prestado, provistos de tina carpa, un canasto con provisiones y una misteriosa maleta que tuvieron que cargar–entre los dos porque pesaba como un muerto. Adentro iban los armamentos de guerra que habían robado al abuelo. Se fueron entusiasmados rumbo a la montaña hasta donde pudieron llegar por el camino y después avanzaron a campo traviesa, buscando un sitio tranquilo en medio de la vegetación torturada por el viento y el frío. Allí pusieron sus bártulos y levantaron sin ninguna pericia la pequeña carpa, cavaron los hoyos y enterraron las bolsas, marcando cada lugar con un montículo de piedras. El resto del fin de semana lo emplearon en pescar truchas en el río y asarlas en un fuego de espino, andar por los
con canela y azúcar y arropados en sus chales brindaron por la cara que pondría el abuelo cuando se diera cuenta que lo habían robado, riéndose hasta que les saltaron las lágrimas.
— ¡Si no fueras mi tío, me casaría contigo! — bromeó Alba.
— ¿Y Miguel?
— Sería mi amante.
A Jaime no le pareció divertido y el resto del paseo estuvo huraño. Esa noche se metieron cada uno en su saco de dormir, apagaron la lámpara de parafina y se quedaron en silencio. Alba se durmió rápidamente, pero Jaime se quedó hasta el amanecer con los ojos abiertos en la oscuridad. Le gustaba decir que Alba era como su hija, pero esa noche se sorprendió deseando no ser su padre o su tío, sino ser simplemente Miguel. Pensó en Amanda y lamentó que ya no pudiera conmoverlo, buscó en su memoria el rescoldo de aquella pasión desmedida que una vez sintió por ella, pero no pudo encontrarlo. Se había convertido en un solitario. En un principio estuvo muy cerca de Amanda, porque se había hecho cargo de su tratamiento y la veía casi todos los días. La enferma pasó varias semanas de agonía, hasta que pudo prescindir de las drogas. Dejó también los cigarrillos y el licor y empezó a hacer una vida saludable y ordenada, ganó algo de peso, se cortó el pelo y volvió a pintarse sus grandes ojos oscuros y a colgarse collares y pulseras tintineantes, en un patético intento por recuperar la desteñida imagen que guardaba de sí misma. Estaba enamorada. De la depresión pasó a un estado de euforia permanente y Jaime era el centro de su manía. El enorme esfuerzo de voluntad que hizo para librarse de sus numerosas adicciones, se lo ofreció a él como prueba de amor. Jaime no la alentó, pero no tuvo tampoco el valor de rechazarla, porque pensó que la ilusión del amor podía ayudarla en la recuperación, pero sabía que era tarde para ellos. Apenas pudo trató de establecer distancia, con la disculpa de ser un solterón perdido para el amor. Le bastaban los encuentros furtivos con algunas enfermeras complacientes del hospital o las tristes visitas a los burdeles, para satisfacer sus urgencias más apremiantes en los raros momentos libres que le dejaba su trabajo. A pesar de él mismo, se vio envuelto en una relación con Amanda que en su juventud deseó con desesperación, pero que ya no lo conmovía ni se sentía capaz de mantener. Sólo le inspiraba un sentimiento de compasión, pero ésta era una de las emociones más fuertes que él podía sentir. En toda una vida de convivir con la miseria y el dolor, no se había endurecido su alma, sino, por el contrario, era cada vez más vulnerable a la piedad. El día que Amanda le echó los brazos al cuello y dijo que lo amaba, la abrazó maquinalmente y la besó con una pasión fingida, para que ella no percibiera que no la deseaba. Así se vio atrapado en una relación absorbente a una edad en la que se creía incapacitado para los amores tumultuosos. «Ya no sirvo para estas cuestiones», pensaba después de aquellas agotadoras sesiones en que Amanda, para encantarlo, recurría a rebuscadas manifestaciones amorosas que dejaban a ambos aniquilados.
Su relación con Amanda y la insistencia de Alba, lo pusieron a menudo en contacto con Miguel. No podía evitar encontrarlo en muchas ocasiones. Hizo lo posible por mantenerse indiferente, pero Miguel terminó por cautivarlo. Había madurado y ya no era un joven exaltado, pero no había variado ni un ápice en su línea política y seguía pensando que sin una revolución violenta, sería imposible vencer a la derecha. Jaime no estaba de acuerdo, pero lo apreciaba y admiraba su carácter valiente. Sin embargo, lo consideraba uno de esos hombres fatales, poseídos de un idealismo peligroso y una pureza intransigente, que todo lo que tocan lo tiñen de desgracia, especialmente a las mujeres que tienen la mala suerte de amarlos. No le gustaba tampoco su posición ideológica, porque estaba convencido de que los extremistas de izquierda como Miguel,
hacían más daño al Presidente que los de derecha. Pero nada de eso impedía que le tuviera simpatía y se inclinara ante la fuerza de sus convicciones, su alegría natural, su tendencia a la ternura y la generosidad con que estaba dispuesto a dar la vida por ideales que Jaime compartía, pero que no tenía el valor de llevar a cabo hasta las últimas consecuencias.
Esa noche Jaime se durmió apesadumbrado e inquieto, incómodo en su saco de dormir, escuchando muy–cerca la respiración de su sobrina. Cuando despertó, ella se había levantado y estaba calentando el café del desayuno. Soplaba una brisa fría y el sol iluminaba con reflejos dorados las cumbres de las montañas. Alba echó los brazos al cuello de su tío y lo besó, pero él mantuvo las manos en los bolsillos y no devolvió la caricia. Estaba turbado.
Las Tres Marías fue uno de los últimos fundos que expropió la Reforma Agraria en el Sur. Los mismos campesinos que habían nacido y trabajado por generaciones en esa tierra, formaron una cooperativa y se adueñaron de la propiedad, porque hacía tres años y cinco meses que no veían a su patrón y se les había olvidado el huracán de sus rabietas. El administrador, atemorizado por el rumbo que tomaban los acontecimientos y por el tono exaltado de las reuniones de los inquilinos en la escuela, juntó sus bártulos y se largó sin despedirse de nadie y sin avisar al senador Trueba, porque no quería enfrentar su furia y porque pensó que ya había cumplido con advertírselo varias veces. Con su partida, Las Tres Marías quedó por un tiempo a la deriva. No había quien diera las órdenes y ni quien estuviera dispuesto a cumplirlas, pues los campesinos saboreaban por primera vez en sus vidas el gustillo de la libertad y de ser sus propios arios. Se repartieron equitativamente los potreros y cada uno cultivó lo que le dio la gana, hasta que el gobierno mandó un técnico agrícola que les dio semillas a crédito y los puso al día sobre la demanda del mercado, las dificultades de transporte para los productos y las ventajas de los abonos y desinfectantes. Los campesinos hicieron poco caso al técnico, porque parecía un alfeñique de ciudad y era evidente que jamás había tenido un arado en las manos, pero de todos modos celebraron su visita abriendo las sagradas bodegas del antiguo patrón, saqueando sus vinos añejos y sacrificando los toros reproductores para comer las criadillas con cebolla y cilantro. Después que partió el técnico, se comieron también las vacas importadas y las gallinas ponedoras. Esteban Trucha se enteró de que había perdido la tierra, cuando le notificaron que iban a pagársela con bonos del Estado, a treinta años plazo y al mismo precio que él había puesto en su declaración de impuestos. Perdió el control. Sacó de su arsenal una ametralladora que no sabía usar y le ordenó a su chofer que lo llevara en el coche de un tirón hasta Las Tres Marías sin avisar a nadie, ni siquiera a sus guardaespaldas. Viajó varias horas, ciego de rabia, sin ningún plan concreto en la mente.
Al llegar, tuvieron que frenar el automóvil en seco, porque les cerraba el paso u.na gruesa tranca en el portón. Uno de los inquilinos estaba montando guardia armado con un chuzo y una escopeta de caza sin balas. Trueba se bajó del vehículo. Al ver al patrón, el pobre hombre se colgó frenéticamente de la campana de la escuela, que le habían instalado cerca para dar la alarma, v en seguida se arrojó de boca al suelo. La ráfaga de balas le pasó por encima de la cabeza y se incrusto en los árboles cercanos. Trueba no se detuvo a ver si lo había matado. Con una agilidad inesperada a su edad, se metió por el camino del fundo sin mirar para ningún lado, de modo que el golpe en la nuca le llegó de sorpresa y lo tiró de bruces en el polvo antes que alcanzara a darse cuenta de lo que había pasado. Despertó en el comedor de la casa patronal, acostado sobre la mesa, con las manos amarradas y una almohada bajo la cabeza. Una mujer estaba poniéndole paños mojados en la frente y a su alrededor estaban casi todos los
— ¿Cómo se siente, compañero? — preguntaron.
— ¡Hijos de puta! ¡Yo no soy compañero de nadie! — bramó el viejo tratando de incorporarse.
Tanto se debatió y gritó, que soltaron sus ligaduras y lo ayudaron a pararse, pero cuando quiso salir, vio que las ventanas estaban tapiadas por fuera y la puerta cerrada con llave. Trataron de explicarle que las cosas habían cambiado y ya no era el amo, pero no quiso escuchar a nadie. Echaba espuma por la boca y el corazón amenazaba con estallarle, lanzaba improperios como un demente, amenazando con tales castigos y venganzas, que los otros terminaron por echarse a reír. Por último, aburridos, lo dejaron solo encerrado en el comedor. Esteban Trucha se derrumbó en una silla, agotado por el tremendo esfuerzo. Horas después se enteró de que se había convertido en un rehén y que querían filmarlo para la televisión. Advertidos por el chofer, sus dos guardaespaldas y algunos jóvenes exaltados de su partido habían hecho el viaje hasta Las Tres Marías, armados con palos, manoplas y cadenas, para rescatarlo, pero se encontraron con la guardia redoblada en el portón, encañonados por la misma metralleta que el senador Trucha les había proporcionado.
— Al compañero rehén no se lo lleva nadie–dijeron los campesinos, y para dar énfasis a sus palabras los corrieron a tiros.
Apareció un camión de la televisión a filmar el incidente y los inquilinos, que nunca habían visto nada semejante, lo dejaron entrar y posaron para las cámaras con sus más amplias sonrisas, rodeando al prisionero. Esa noche todo el país pudo ver en sus pantallas al máximo representante de la oposición amarrado, echando espumarajos de rabia y bramando tales palabrotas que tuvo que actuar la censura. El presidente también lo vio y el asunto no le hizo gracia, porque vio que podía ser el detonante que haría estallar el polvorín donde se asentaba su gobierno en precario equilibrio. Mandó a los carabineros a rescatar al senador. Cuando éstos llegaron al fundo, los campesinos, envalentonados por el apoyo de la prensa, no los dejaron entrar. Exigieron una orden judicial. El juez de la provincia, viendo que podía meterse en un lío y salir también en la televisión vilipendiado por los reporteros de izquierda, se fue apresuradamente a pescar. Los carabineros tuvieron que limitarse a esperar al otro lado del portón de Las Tres Marías, hasta que mandaran la orden de la capital. ,
Blanca y Alba se enteraron, como todo el mundo, porque lo vieron en el noticiario. Blanca esperó hasta el día siguiente sin hacer comentarios, pero al ver que tampoco los carabineros habían podido rescatar al abuelo, decidió que había llegado el momento de volver a encontrarse con Pedro Tercero García.
— Quítate esos pantalones roñosos y ponte un vestido decente–ordenó a Alba.
Se presentaron ambas en el ministerio sin haber pedido cita. Un secretario intentó detenerlas en la antesala, pero Blanca lo eliminó de un empujón y pasó con tranco firme llevando a su hija a remolque. Abrió la puerta sin golpear e irrumpió en la oficina de Pedro Tercero, a quien no veía desde hacía dos años. Estuvo a punto de retroceder, creyendo que se había equivocado. En tan corto plazo, el hombre de su vida había adelgazado y envejecido, parecía muy cansado y triste, tenía el pelo todavía negro, pero más ralo y corto, se había podado su hermosa barba y estaba vestido con un traje gris de funcionario y una mustia corbata del mismo color. Sólo por la mirada de sus antiguos ojos negros Blanca lo reconoció.
— ¡Jesús! ¡Cómo has cambiado…! — balbuceó.
A Pedro Tercero, en cambio, ella le pareció más hermosa de lo que recordaba, como si la ausencia la hubiera rejuvenecido. En ese plazo él había tenido tiempo de arrepentirse de su decisión y de descubrir que sin Blanca había perdido hasta el gusto
por las jóvenes que antes lo entusiasmaban. Por otra parte, sentado en ese escritorio, trabajando doce horas diarias, lejos de su guitarra y la inspiración del pueblo, tenía muy pocas oportunidades de sentirse feliz. A medida que pasaba el tiempo, echaba más y más de menos el amor tranquilo y reposado de Blanca. Apenas la vio entrar con ademanes decididos y acompañada por Alba, comprendió que no iba a verlo por razones sentimentales y adivinó que la causa era el escándalo del senador Trueba.
— Vengo a pedirte que nos acompañes–le dijo Blanca sin preámbulos-. Tu hija y yo vamos a ir a buscar al viejo a Las Tres Marías.
Fue así como se enteró Alba de que su padre era Pedro Tercero García.
— Está bien. Pasemos por mi casa a buscar la guitarra–respondió él levantándose.
Salieron del ministerio en un automóvil negro como carruaje funerario con placas oficiales. Blanca y Alba esperaron en la calle mientras él subió a su departamento. Cuando regresó, había recuperado algo de su antiguo encanto. Se había cambiado el traje gris por su mameluco y su poncho de antaño, calzaba alpargatas y llevaba la guitarra colgando en la espalda. Blanca le sonrió por primera vez y él se inclinó y la besó brevemente en la boca. El viaje fue silencioso durante los primeros cien kilómetros, hasta que Alba pudo recuperarse de la sorpresa y sacó un hilo de voz temblorosa para preguntar por qué no le habían dicho antes que Pedro Tercero era su padre; así se habría ahorrado tantas pesadillas de un conde vestido de blanco muerto de fiebre en el desierto.
— Es mejor un padre muerto que un padre ausente–respondió enigmáticamente Blanca, y no volvió a hablar del asunto.
Llegaron a Las Tres Marías al anochecer y encontraron en el portón del fundo un gentío en amigable charla alrededor de una fogata donde se asaba un cerdo. Eran los carabineros, los periodistas y los campesinos que estaban dando el bajo a las últimas botellas de la bodega del senador. Algunos perros y varios niños jugueteaban iluminados por el fuego, esperando que el rosado y reluciente lechón terminara de cocinarse. A Pedro Tercero García lo reconocieron al punto los de la prensa, porque lo habían entrevistado a menudo, los carabineros por su inconfundible pinta de cantor popular, y los campesinos porque lo habían visto nacer en esa tierra. Lo recibieron con afecto.
— ¿Qué le trae por aquí, compañero? — le preguntaron los campesinos.
— Vengo a ver al viejo–sonrió Pedro Tercero.
— Usted puede entrar, compañero, pero solo. Doña Blanca y la niña Alba nos van a aceptar un vasito de vino–dijeron.
Las dos mujeres se sentaron alrededor de la fogata con los demás y el suave olor de la carne chamuscada les recordó que no habían comido desde la mañana. Blanca conocía a todos los inquilinos y a muchos de ellos les había enseñado a leer en la pequeña escuela de Las Tres Marías, así es que se pusieron a recordar los tiempos pasados, cuando los hermanos Sánchez imponían su ley en la región, cuando el viejo Pedro García acabó con la plaga de hormigas y cuando el Presidente era un eterno candidato, que se paraba en la estación a arengarlos desde el tren de sus derrotas.
— ¡Quién hubiera pensado que alguna vez iba a ser Presidente–dijo uno.
— ¡Y que un día el patrón iba a mandar menos que nosotros en Las Tres Marías! — se rieron los demás.
A Pedro Tercero García lo condujeron a la casa, directamente a la cocina. Allí estaban los inquilinos más viejos cuidando la puerta del comedor donde tenían prisionero al antiguo patrón. No habían visto a Pedro Tercero en años, pero todos lo
recordaban. Se sentaron a la mesa a beber vino y a rememorar el pasado remoto, los tiempos en que Pedro Tercero no era una leyenda en la memoria de las gentes del campo, sino tan solo un muchacho rebelde enamorado de la hija del patrón. Después Pedro Tercero tomó su guitarra, se la acomodó en la pierna, cerró los ojos y comenzó a cantar con su voz de terciopelo aquello de las gallinas y los zorros, coreado por todos los viejos.
— Voy a llevarme al patrón, compañeros–dijo suavemente Pedro Tercero en una pausa.
— Ni lo sueñes, hijo–le replicaron.
— Mañana vendrán los carabineros con una orden judicial y se lo llevarán como a un héroe. Mejor me lo llevo yo con la cola entre las piernas–dijo Pedro Tercero.
Lo discutieron un buen rato y por último lo condujeron al comedor y lo dejaron solo con el rehén. Era la primera vez que estaban frente a frente desde el día fatídico en que Trueba le cobró la virginidad de su hija con un hachazo. Pedro Tercero lo recordaba como un gigante furibundo. armado con una fusta de cuero de culebra y un bastón de plata, a cuyo paso temblaban los inquilinos y se alteraba 1a naturaleza con su vozarrón de trueno y su prepotencia de gran señor. Se sorprendió de que su rencor, amasado durante tan largo tiempo, se desinflara en presencia de ese anciano encorvado y empequeñecido que lo miraba asustado. El senador Trueba había agotado su rabia y la noche que había pasado sentado en una silla con las manos amarradas lo tenía con dolor en todos los huesos y un cansancio de mil años en la espalda. Al principio tuvo dificultad en reconocerlo, porque no lo había vuelto a ver desde hacía un cuarto de siglo, pero al notar que le faltaban tres dedos de la mano derecha, comprendió que ésa era la culminación de la pesadilla en que se encontraba sumergido. Se observaron en silencio por largos segundos, pensando los dos que el otro encarnaba lo más odioso en el mundo, pero sin encontrar el fuego del antiguo odio en sus corazones.
— Vengo a sacarlo de aquí–dijo Pedro Tercero.
— ¿Por qué? — preguntó el viejo.
— Porque Alba me lo pidió–respondió Pedro Tercero.
— Váyase al carajo–balbuceó Trueba sin convicción.
— Bueno, para allá vamos. Usted viene conmigo.
Pedro Tercero procedió a soltarle las ligaduras, que habían vuelto a ponerle en las muñecas para evitar que diera puñetazos contra la puerta. Trueba desvió los ojos para no ver la mano mutilada del otro.
— Sáqueme de aquí sin que me vean. No quiero que se enteren los periodistas–dijo el senador Trueba.
— Voy a sacarlo de aquí por donde mismo entró, por la puerta principal–dijo Pedro Tercero, y echó a andar.
Trueba lo siguió con la cabeza gacha, tenía los ojos enrojecidos y por primera vez desde que podía recordar se sentía derrotado. Pasaron por la cocina sin que el viejo levantara la vista, cruzaron toda la casa y recorrieron el camino desde la casa patronal hasta el portón de la entrada, acompañados por un grupo de niños revoltosos que brincaban a su alrededor y un séquito de campesinos silenciosos que marchaba detrás. Blanca y Alba estaban sentadas entre los periodistas y los carabineros, comiendo cerdo asado con los dedos y bebiendo grandes sorbos de vino tinto del gollete de la botella que circulaba de mano en mano. Al ver al abuelo, Alba se conmovió, porque no lo había visto tan abatido desde la muerte de Clara. Tragó lo que tenía en la boca y corrió
a su encuentro. Se abrazaron estrechamente y ella le susurró algo al oído. Entonces el senador Trueba consiguió dominar su dignidad, levantó la cabeza y sonrió con su antigua soberbia a las luces de las máquinas fotográficas. Los periodistas lo retrataron subiendo a un automóvil negro con patente oficial y la opinión pública se preguntó durante semanas qué significaba esa bufonada, hasta que otros acontecimientos mucho más graves borraron el recuerdo del incidente.
Esa noche el Presidente, que había tomado el hábito de engañar al insomnio jugando ajedrez con Jaime, comentó el asunto entre dos partidas, mientras espiaba con ojos astutos, ocultos detrás de gruesas gafas con marcos oscuros, algún signo de incomodidad en su amigo, pero Jaime siguió colocando las piezas en el tablero sin agregar palabra.
— El viejo Trueba tiene los cojones bien puestos–dijo el Presidente-. Merecería estar de nuestro lado.
— Usted parte, Presidente–respondió Jaime señalando el juego.
En los meses siguientes la situación empeoró mucho, aquello parecía un país en guerra. Los ánimos estaban muy exaltados, especialmente entre las mujeres de la oposición, que desfilaban por las calles aporreando sus cacerolas en protesta por el desabastecimiento. La mitad de la población procuraba echar abajo al gobierno y la otra mitad lo defendía, sin que a nadie le quedara tiempo para ocuparse del trabajo. Alba se sorprendió una noche al ver las calles del centro oscuras y vacías. No se había recogido la basura en toda la semana y los perros vagabundos escarbaban entre los montones de porquería. Los postes estaban cubiertos de propaganda impresa, que la lluvia del invierno había deslavado, y en todos los espacios disponibles estaban escritas las consignas de ambos bandos. La mitad de los faroles había sido apedreada y en los edificios no había ventanas encendidas, la luz provenía de unas tristes fogatas alimentadas con periódicos y tablas, donde se calentaban pequeños grupos que montaban guardia ante los ministerios, los bancos, las oficinas, turnándose para impedir que las pandillas de extrema derecha los tomaran al asalto en las noches. Alba vio detenerse una camioneta frente a un edificio público. Se bajaron varios jóvenes con cascos blancos, tarros de pintura y brochas y cubrieron las paredes con un color claro como base. Después dibujaron grandes palomas multicolores, mariposas y flores sangrientas, versos del Poeta y llamadas a la unidad del pueblo. Eran las brigadas juveniles que creían poder salvar su revolución a punta de murales patrióticos y palomas panfletarias. Alba se acercó y les señaló el mural que había al otro lado de la calle. Estaba manchado con pintura roja y tenía escrita una sola palabra con letras enormes: Djakarta.
— ¿Qué significa ese nombre, compañeros? — preguntó.
— No sabemos–respondieron.
Nadie sabía por qué la oposición pintaba esa palabra asiática en las paredes, jamás habían oído hablar de los montones de muertos en las calles de esa lejana ciudad. Alba montó en su bicicleta y pedaleó rumbo a su casa. Desde que había racionamiento de gasolina y huelga de transporte público, había desenterrado del sótano el viejo juguete de su infancia para movilizarse. Iba pensando en Miguel y un oscuro presentimiento le cerraba la garganta.
Hacía tiempo que no iba a clase y empezaba a sobrarle el tiempo. Los profesores habían declarado un paro indefinido y los estudiantes se tomaron los edificios de las Facultades. Aburrida de estudiar violoncelo en su casa, aprovechaba los ratos en que no estaba retozando con Miguel, paseando con Miguel o discutiendo con Miguel para ir al hospital del Barrio de la Misericordia a ayudar a su tío Jaime y a unos pocos médicos
más, que seguían ejerciendo a pesar de la orden del Colegio Médico de no trabajar para sabotear al gobierno. Era una tarea hercúlea. Los pasillos se atochaban de pacientes que esperaban durante días para ser atendidos, como un gimiente rebaño. Los enfermeros no daban abasto. Jaime se quedaba dormido con el bisturí en la mano, tan ocupado que a menudo olvidaba comer. Adelgazó y andaba muy demacrado. Hacía turnos de dieciocho horas y cuando se echaba en su camastro no podía conciliar el sueño, pensando en los enfermos que estaban aguardando y en que no había anestesias, ni jeringas, ni algodón, y aunque él se multiplicara por mil, todavía no sería suficiente, porque aquello era como tratar de detener un tren con la mano. También Amanda trabajaba en el hospital como voluntaria, para estar cerca de Jaime y mantenerse ocupada. En esas agotadoras jornadas cuidando enfermos desconocidos recuperó la luz que la iluminaba por dentro en su juventud y, por un tiempo, tuvo la ilusión de ser feliz. Usaba un delantal azul y zapatillas de goma, pero a Jaime le parecía que cuando andaba cerca tintineaban sus abalorios de antaño. Se sentía acompañado y hubiera deseado amarla. El Presidente aparecía en la televisión casi todas las noches para denunciar la guerra sin cuartel de la oposición. Estaba muy cansado y a menudo se le quebraba la voz. Dijeron que estaba borracho y que pasaba las noches en una orgía de mulatas traídas por vía aérea desde el trópico para calentar sus huesos. Advirtió que los camioneros en huelga recibían cincuenta dólares diarios del extranjero para mantener el país parado. Respondieron que le enviaban helados de coco y armas soviéticas en las valijas diplomáticas. Dijo que sus enemigos conspiraban con los militares para hacer un golpe de Estado, porque preferían ver la democracia muerta, antes que gobernada por él. Lo acusaron de inventar patrañas de paranoico y de robarse las obras del Museo Nacional para ponerlas en el cuarto de su querida. Previno que la derecha estaba armada y decidida a vender la patria al imperialismo y le contestaron que tenía su despensa llena de pechugas de ave mientras el pueblo hacía cola para el cogote y las alas del mismo pájaro.
El día que Luisa Mora tocó el timbre de la gran casa de la esquina, el senador Trueba estaba en la biblioteca sacando cuentas. Ella era la última de las hermanas Mora que todavía quedaba en este mundo, reducida al tamaño de un ángel errante y totalmente lúcido, en plena posesión de su inquebrantable energía espiritual. Trueba no la veía desde la muerte de Clara, pero la reconoció por 1a voz, que seguía sonando como una flauta encantada y por el perfume de violetas silvestres que el tiempo había suavizado, pero que aún era perceptible a la distancia. Al entrar a la habitación trajo consigo la presencia alada de Clara, que quedó flotando en el aire ante los ojos enamorados de su marido, quien no la veía desde hacía varios días.
— Vengo a anunciarle desgracias, Esteban–dijo Luisa Mora después de acomodarse en el sillón.
— ¡Ay, querida Luisa! De eso ya he tenido suficiente… — suspiró él.
Luisa contó lo que había descubierto en los planetas. Tuvo que explicar el método científico que había usado, para vencer la pragmática resistencia del senador. Dijo que había pasado los últimos diez meses estudiando la carta astral de cada persona importante en el gobierno y en la oposición, incluyendo al mismo Trueba. La comparación de las cartas reflejaba que en ese preciso momento histórico ocurrirían inevitables hechos de sangre, dolor y muerte.
— No tengo la menor duda, Esteban–concluyó-. Se avecinan tiempos atroces. Habrá tantos muertos que no se podrán contar. Usted estará en el bando de los ganadores, pero el triunfo no le traerá más que sufrimiento y soledad.
Esteban Trueba se sintió incómodo ante esa pitonisa insólita que trastornaba la paz de su biblioteca v alborotaba su hígado con desvaríos astrológicos, pero no tuvo valor
para despedirla, a causa de Clara, que estaba observando con el rabillo del ojo desde su rincón.
— Pero no he venido a molestarlo con, noticias que escapan a su control, Esteban. He venido a hablar con su nieta Alba, porque tengo un mensaje para ella de su abuela.
El senador llamó a Alba. La joven no había visto a Luisa Mora desde que tenía siete años, pero se acordaba perfectamente de ella. La abrazó con delicadeza, para no desbaratar su frágil esqueleto de marfil y aspiró con ansias una bocanada de ese perfume inconfundible.
— Vine a decirte que te cuides, hijita–dijo Luisa Mora después que se hubo secado el llanto de emoción-. La muerte te anda pisando los talones. Tu abuela Clara te protege desde el Más Allá, pero me mandó a decirte que los espíritus protectores son ineficaces en los cataclismos mayores. Sería bueno que hicieras un viaje, que te fueras al otro lado del mar, donde estarás a salvo.
A esas alturas de la conversación, el senador Trueba había perdido la paciencia y estaba seguro que se encontraba frente a una andana demente. Diez meses y once días más tarde, recordaría la profecía de Luisa Mora, cuando se llevaron a Alba en la noche durante el toque de queda.