Clara y Blanca llegaron a la capital con el lamentable aspecto de dos damnificadas. Ambas tenían la cara hinchada, los ojos rojos de llanto y la ropa arrugada por el largo viaje en tren. Blanca, más débil que su madre, a pesar de ser mucho más alta, joven y pesada, suspiraba despierta y sollozaba dormida, en un lamento ininterrumpido que duraba desde el día de la paliza. Pero Clara no tenía paciencia para la desgracia, de modo que al llegar a la gran casa de la esquina, que estaba vacía y lúgubre como un mausoleo, decidió que bastaba de lloriqueos y quejumbres, que era hora de alegrar la vida. Obligó a su hija a secundarla en la tarea de contratar nuevos sirvientes, abrir los postigos, quitar las sábanas que cubrían los muebles, las fundas de las lámparas, los candados de las puertas, sacudir el polvo y dejar entrar la luz y el aire. En eso estaban, cuando invadió la casa el inconfundible aroma de las violetas silvestres, y así supieron que las tres hermanas Mora, advertidas por la telepatía o simplemente por el afecto, habían llegado de visita. Su parloteo feliz, sus compresas de agua fría, sus consuelos espirituales y su encanto natural, consiguieron que la madre y la hija se repusieran de las contusiones del cuerpo y los dolores del alma.
— Habrá que comprar otros pájaros–dijo Clara mirando por la ventana las jaulas vacías y el jardín enmarañado, donde las estatuas del Olimpo se erguían desnudas y cagadas por las palomas.
— No sé cómo puede pensar en los pájaros si le faltan los dientes, mamá–anotó Blanca, que no se acostumbraba al nuevo rostro desdentado de su madre.
Clara se dio tiempo para todo. En un par de semanas tenía las antiguas jaulas llenas de nuevos pájaros, y se había hecho fabricar una prótesis de porcelana, que se sostenía en su sitio mediante un ingenioso mecanismo que la afirmaba a los molares que le quedaban, pero el sistema resultó tan incómodo, que prefirió llevar la dentadura postiza colgando de una cinta al cuello. Se la ponía sólo para comer y, a veces, para las reuniones sociales. Clara devolvió la vida a la casa. Dio orden a la cocinera de mantener el fogón siempre encendido y le dijo que había que estar preparados para alimentar a un número variable de huéspedes. Sabía por qué lo decía. A los pocos días comenzaron a llegar sus amigos rosacruces, los espiritistas, los teósofos, los acupunturistas, los telépatas, los fabricantes de lluvia, los peripatéticos, los adventistas del séptimo día, los artistas necesitados o en desgracia y; en fin, todos los que habitualmente constituían su corte. Ciara reinaba entre ellos como una pequeña soberana alegre y sin dientes. En esa época empezaron sus primeros intentos serios para comunicarse con los extraterrestres y como ella anotó, tuvo sus primeras dudas respecto al origen de los mensajes espirituales que recibía a través del péndulo o de la mesa de tres patas. Se la oyó decir a menudo que tal vez no eran las almas de los muertos que vagaban en otra dimensión, sino simplemente seres de otros planetas que intentaban establecer una relación con los terrícolas, pero que, por estar hechos de una materia impalpable, fácilmente podían confundirse con las ánimas. Esa explicación científica encantó a Nicolás, pero no tuvo la misma aceptación entre las tres hermanas Mora, que eran muy conservadoras.
Blanca vivía ajena a esas dudas. Los seres de otros planetas entraban, para ella, en
apasionamiento de su madre y los demás por identificarlos. Estaba muy ocupada en la casa, porque Clara se desentendió de los asuntos domésticos con el pretexto de que jamás tuvo aptitud para ellos. La gran casa de la esquina requería un ejército de sirvientes para mantenerla limpia y el séquito de su madre obligaba a tener turnos permanentes en la cocina. Había que cocinar granos y yerbas para algunos, verduras y pescado crudo para otros, frutas y leche agria para las tres hermanas Mora y suculentos platos de carne, dulces y otros venenos para Jaime y Nicolás, que tenían un apetito insaciable y todavía no habían adquirido sus propias mañas. Con el tiempo ambos pasarían hambre: Jaime por solidaridad con los pobres y Nicolás para purificar su alma. Pero en esa época todavía eran dos robustos jóvenes ansiosos de gozar los placeres de la vida.
Jaime había entrado a la universidad y Nicolás vagaba buscando su destino. Tenían un automóvil prehistórico, comprado con el producto de las bandejas de plata que se habían robado de la casa de sus padres. Lo bautizaron Covadonga, en recuerdo de los abuelos Del Valle. Covadonga había sido desarmado y vuelto a armar tantas veces con otras piezas, que escasamente podía andar. Se desplazaba con un estrépito de su roñoso motor, escupiendo humo y tuercas por el tubo de escape. Los hermanos lo compartían salomónicamente: los días pares lo usaba Jaime y los nones, Nicolás.
Clara estaba dichosa de vivir con sus hijos y se dispuso a iniciar una relación amistosa. Había tenido poco contacto con ellos durante su infancia y en el afán de que se «hicieran hombres», había perdido las mejores horas de sus hijos y había tenido que guardarse todas sus ternuras. Ahora que estaban en sus proporciones adultas, hechos hombres finalmente, podía darse el gusto de mimarlos como debió haberlo hecho cuando eran pequeños, pero ya era tarde, porque los mellizos se habían criado sin sus caricias y habían terminado por no necesitarlas. Clara se dio cuenta de que no le pertenecían. No perdió la cabeza tu el buen ánimo. Aceptó a los jóvenes tal como eran y se dispuso a gozar de su presencia sin pedir nada a cambio.
Blanca, sin embargo, rezongaba porque sus hermanos habían convertido la casa en un muladar. A su paso quedaba un reguero de desorden, estropicio y bulla. La joven engordaba a ojos vista y parecía cada día más lánguida y malhumorada. Jaime se fijó en la barriga de su hermana y acudió donde su madre.
— Creo que Blanca está embarazada, mamá–dijo sin preámbulos.
— Me lo imaginaba, hijo–suspiró Clara.
Blanca no lo negó y, una vez confirmada la noticia, Clara lo escribió con su redonda caligrafía en el cuaderno de anotar la vida. Nicolás levantó la vista de sus prácticas de horóscopo chino y sugirió que había que decírselo al padre, porque dentro de un par de semanas el asunto ya no podría disimularse y todo el mundo se iba a enterar.
— ¡Nunca diré quién es el padre! — dijo Blanca con firmeza.
— No me refiero el padre de la criatura, sino al nuestro–dijo su hermano-. Papá tiene derecho a saberlo por nosotros, antes que se lo cuente otra persona.
— Pongan un telegrama al campo–sugirió Clara tristemente. Se daba cuenta de que cuando se enterara Esteban Trucha, el niño de Blanca se convertiría en una tragedia.
Nicolás redactó el mensaje con el mismo espíritu criptográfico con que hacía versos a Amanda, para que la telegrafista del pueblo no pudiera entender el telegrama y propagar el chisme: «Envíe instrucciones en cinta blanca. Punto». Igual que la telegrafista, Esteban Trueba no pudo descifrarlo y tuvo que llamar por teléfono a su casa en la capital para enterarse del asunto. A Jaime le tocó explicárselo y agregó que el embarazo estaba tan avanzado, que no se podía pensar en ninguna solución
drástica. Al otro lado de la línea hubo un largo y terrible silencio y después su padre
colgó el auricular. En Las Tres Marías, Esteban Trueba, lívido de sorpresa y de rabia, tomó su bastón y destrozó el teléfono por segunda vez. Nunca se le había ocurrido la idea de que una hija suya pudiera cometer un desatino tan monstruoso. Sabiendo quién era el padre, le tomó menos de un segundo arrepentirse de no haberle metido un balazo en la nuca cuando tuvo la oportunidad. Estaba seguro que el escándalo sería igual si ella daba a luz un bastardo, que si se casaba con el hijo de un campesino: la sociedad la condenaría al ostracismo en cualquiera de los dos casos.
Esteban Trucha pasó varias horas rondando por la casa a grandes trancos, dando bastonazos a los muebles y a las paredes, murmurando entre dientes maldiciones y forjando planes descabellados que iban desde mandar a Blanca a un convento en Extremadura, hasta matarla a golpes. Finalmente, cuando se calmó un poco, le vino una idea salvadora a la mente. Hizo ensillar su caballo y se fue al galope hasta el pueblo.
Encontró a Jean de Satigny, a quien no había vuelto a ver desde la infortunada noche en que lo despertó para contarle los amoríos de Blanca, sorbiendo jugo de melón sin azúcar en la única pastelería del pueblo, acompañado del hijo de Indalecio Aguirrazábal, un fifiriche acicalado que hablaba con voz atiplada y recitaba a Rubén Darío. Sin ningún respeto, Trucha levantó al conde francés por las solapas de su impecable chaqueta escocesa y lo sacó de la confitería prácticamente en vilo, ante las miradas atónitas de los demás clientes, plantándolo en el medio de la acera.
— Usted me ha dado bastantes problemas, joven. Primero lo de sus malditas chinchillas y después mi hija. Ya me cansé. Vaya a buscar sus pilchas, porque se viene a la capital conmigo. Se va a casar con Blanca.
No le dio tiempo a reponerse de la sorpresa. Lo acompañó al hotel del pueblo, donde esperó con la fusta en una mano y el bastón en la otra, mientras Jean de Satigny hacía sus maletas. Después lo llevó directamente a la estación y lo montó sin miramientos al tren. Durante el viaje, el conde trató de explicarle que no tenía nada que ver con ese asunto y que jamás le había puesto ni un dedo encima a Blanca Trueba, que probablemente el responsable de lo sucedido era el fraile barbudo con quien Blanca se encontraba en las noches en la orilla del río. Esteban Trueba lo fulminó con su mirada más feroz. — No sé de lo que está hablando, hijo. Eso usted lo soñó–le dijo.
Trueba procedió a explicarle las cláusulas del contrato matrimonial, lo cual tranquilizó bastante al francés. La dote de Blanca, su renta mensual y las perspectivas de heredar una fortuna, la convertían en un buen partido.
— Como ve, éste es mejor negocio que el de las chinchillas–concluyó el futuro suegro sin prestar atención al lloriqueo nervioso del joven.
Así fue como el sábado llegó Esteban Trueba a la gran casa de la esquina, con un marido para su hija desflorada y un padre para el pequeño bastardo. Iba echando chispas de rabia. De un manotazo volteó el florero con crisantemos de la entrada, le dio un bofetón a Nicolás que intentó interceder para explicar la situación y anunció a gritos que no quería ver a Blanca y que debía quedarse encerrada hasta el día del matrimonio. Clara no salió a recibirlo. Se quedó en su habitación y no le abrió ni aun cuando él partió el bastón de plata a golpes contra la puerta.
La casa entró en un torbellino de actividad y de peleas. El aire parecía irrespirable y hasta los pájaros se callaron en sus jaulas. Los sirvientes corrían bajo las órdenes de ese patrón ansioso y brusco que no admitía demoras para hacer cumplir sus deseos. Clara continuó haciendo la misma vida, ignorando a su marido y negándose a dirigirle la palabra. El novio, prácticamente prisionero de su futuro suegro, fue acomodado en uno de los numerosos cuartos de huéspedes, donde pasaba el día dándose vueltas sin
nada que hacer, sin ver a Blanca y sin comprender cómo había ido a parar en ese folletín. No sabía si lamentarse por ser víctima de aquellos bárbaros aborígenes o alegrarse de que podría cumplir su sueño de desposar a una heredera sudamericana, joven y hermosa. Como era de temperamento optimista y estaba dotado del sentido práctico propio de los de su raza, optó por lo segundo y en el transcurso de la semana se fue tranquilizando.
Esteban Trueba fijó la fecha del matrimonio para dentro de quince días. Decidió que la mejor forma de evitar el escándalo era saliéndole al encuentro con una boda espectacular. Quería ver a su hija casada por el obispo, con traje blanco y una cola de seis metros llevada por pajes y doncellas, fotografiada en la crónica social del periódico, quería una fiesta caligulesca y suficiente fanfarria y gasto como para que nadie se fijara en la barriga de la novia. El único que lo secundó en sus planes fue Jean de Satigny.
El día que Esteban Trueba llamó a su hija para mandarla al modisto a probarse el vestido de novia, fue la primera vez que la vio desde la noche de la paliza. Se espantó al verla gorda y con manchas en la cara.
— No me voy a casar, padre–dijo ella.
— ¡Cállese! — rugió él-. Se va a casar porque yo no quiero bastardos en la familia ¿me oye?
— Creí que ya teníamos varios–respondió Blanca.
— ¡No me conteste! Quiero que sepa que Pedro Tercero García está muerto. Lo maté con mi propia mano, así es que olvídese de él y trate de ser una esposa digna del hombre que la lleva al altar.
Blanca se echó a llorar y siguió llorando incansablemente en los días que siguieron.
El matrimonio que Blanca no deseaba se celebró en la catedral, con bendición del obispo y un traje de reina hecho por el mejor costurero del país, quien hizo milagros para disimular el vientre prominente de la novia con chorreras de flores y pliegues grecorromanos. La boda culminó con una fiesta espectacular, con quinientos invitados en traje de gala, que invadieron la gran casa de la esquina, animada por una orquesta de músicos mercenarios, con un escándalo de reses sazonadas con yerbas finas, mariscos frescos, caviar del Báltico, salmón de Noruega, aves trufadas, un torrente de licores exóticos, un chorro inacabable de champán, un despilfarro de dulces, suspiros, mil hojas, eclaires, empolvados, grandes copas de cristal con frutas glaseadas, fresas de Argentina, cocos del Brasil, papayas de Chile, piñas de Cuba y otras delicias imposibles de recordar, sobre una larguísima mesa que daba vueltas por el jardín y terminaba en una torta descomunal de tres pisos, fabricada por un artífice italiano originario de Nápoles, amigo de Jean de Satigny, que convirtió los humildes materiales: huevos, harina y azúcar, en una réplica de la Acrópolis coronada por una nube de merengue, donde reposaban dos amantes mitológicos, Venus y Adonis, hechos con pasta de almendra teñida para imitar el tono rosado de la carne, el rubio de los cabellos, el azul cobalto de los ojos, acompañados por un Cupido regordete, también comestible, que fue partida con un cuchillo de plata por el novio orgulloso y la novia desolada.
Clara, que desde el principio se opuso a la idea de casar a Blanca contra su voluntad, decidió no asistir a la fiesta. Se quedó en el costurero elaborando tristes predicciones para los novios, que se cumplieron al pie de la letra, como todos pudieron comprobar más tarde, hasta que su marido fue a suplicarle qué se cambiara de ropa y apareciera en el jardín aunque fuera por diez minutos, para acallar las murmuraciones
de los invitados. Clara lo hizo de mala gana, pero, por cariño a su hija, se puso los dientes y procuró sonreír a todos los presentes.
Jaime llegó al final de la fiesta, porque se quedó trabajando en el hospital de pobres donde empezaban sus primeras prácticas como estudiante de medicina. Nicolás llegó acompañado por la bella Amanda, quien acababa de descubrir a Sartre y había adoptado el aire fatal de las existencialistas europeas, toda de negro, pálida, con los ojos moros pintados con khol, el pelo oscuro suelto hasta la cintura y una sonajera de collares, pulseras y zarcillos que provocaban conmoción a su paso. Por su parte, Nicolás estaba vestido de blanco, como un enfermero, con amuletos colgando al cuello. Su padre le salió al encuentro, lo tomó de un brazo y lo introdujo a viva fuerza en un baño, donde procedió a arrancar los talismanes sin contemplaciones.
— ¡Vaya a su cuarto y póngase una corbata decente! ¡Vuelva a la fiesta y pórtese como un caballero! No se le ocurra ponerse a predicar alguna religión hereje entre los invitados ¡y diga a esa bruja que lo acompaña que se cierre el escote! — ordenó Esteban a su hijo.
Nicolás obedeció de pésimo humor. En principio era abstemio, pero de la rabia se tomó unas copas, perdió la cabeza y se lanzó vestido a la fuente del jardín, de donde tuvieron que rescatarlo con la dignidad empapada.
Blanca pasó toda la noche sentada en una silla observando la torta con expresión alelada y llorando, mientras su flamante esposo revoloteaba entre los comensales explicando la ausencia de su suegra con un ataque de asma y el llanto de su novia con la emoción de la boda. Nadie le creyó. Jean de Satigny le daba a Blanca besitos en el cuello, le tomaba la mano y procuraba consolarla con sorbos de champán y langostinos elegidos amorosamente y servidos de su propia mano, pero todo fue inútil, ella seguía llorando. A pesar de todo, la fiesta fue un acontecimiento, tal como había planeado Esteban Trueba. Comieron y bebieron opíparamente y vieron el amanecer bailando al son de la orquesta, mientras en el centro de la ciudad los grupos de cesantes se calentaban en pequeñas fogatas hechas con periódicos, pandillas de jóvenes con camisas pardas desfilaban saludando con el brazo en alto, como habían visto en las películas sobre Alemania, y en las casas de los partidos políticos se daban los últimos toques a la campaña electoral.
— Van a ganar los socialistas–había dicho Jaime, que de tanto convivir con el proletariado en el hospital de pobres, andaba alucinado.
— No, hijo, van a ganar los de siempre–había replicado Clara, que lo vio en las barajas y se lo confirmó su sentido común.
Después de la fiesta, Esteban Trueba se llevó a su yerno a la biblioteca y le extendió un cheque. Era su regalo de boda. Había arreglado todo para que la pareja se fuera al Norte, donde Jean de Satigny pensaba instalarse cómodamente a vivir de las rentas de su mujer, lejos del comentario de la gente observadora que no dejaría de reparar en su vientre prematuro. Tenía en mente un negocio de cántaros diaguitas y de momias indígenas.
Antes que los recién casados abandonaran la fiesta, fueron a despedirse de su madre. Clara llevó aparte a Blanca, que no había parado de llorar, y le habló en secreto.
— Deja de llorar, hijita. Tantas lágrimas le harán daño a la criatura y tal vez no sirva para ser feliz–dijo Clara.
Blanca respondió con otro sollozo.
— Pedro Tercero García está vivo, hija–agregó Clara.
Blanca se tragó el hipo y se sonó la nariz.
— ¿Cómo lo sabe, mamá? — preguntó.
— Porque lo soñé–respondió Clara.
Eso fue suficiente para tranquilizar a Blanca por completo. Se secó las lágrimas, enderezó la cabeza y no volvió a llorar hasta el día en que murió su madre, siete años más tarde, a pesar de que no le faltaron dolores, soledades y otras razones.
Separada de su hija, con quien siempre había estado muy unida, Clara entró en otro de sus períodos confusos y depresivos. Continuó haciendo la misma vida de antes, con la gran casa abierta y siempre llena de gente, con sus reuniones de espiritualistas y sus veladas literarias, pero perdió la capacidad de reírse con facilidad y a menudo se quedaba mirando fijamente al frente, perdida en sus pensamientos. Intentó establecer con Blanca un sistema de comunicación directa que le permitiera obviar los atrasos del correo, pero la telepatía no siempre funcionaba y no había seguridad de la buena recepción del mensaje. Pudo comprobar que sus comunicaciones se embrollaban por interferencias incontrolables y se entendía otra cosa de lo que ella había querido transmitir. Además, Blanca no era proclive a los experimentos psíquicos y a pesar de haber estado siempre muy cerca de su madre, jamás demostró ni la menor curiosidad por los fenómenos de la mente. Era una mujer práctica, terrenal y desconfiada, y su naturaleza moderna y pragmática era un grave obstáculo para la telepatía. Clara tuvo que resignarse a usar los métodos convencionales. Madre e hija se escribían casi a diario y su nutrida correspondencia reemplazó por varios meses a los cuadernos de anotar la vida. Así se enteraba Blanca de todo lo que ocurría en la gran casa de la esquina y podía jugar con la ilusión de que todavía estaba con su familia y que su matrimonio era sólo un mal sueño.
Ese año los caminos de Jaime y Nicolás se distanciaron definitivamente, porque las diferencias entre ambos hermanos eran irreconciliables. Nicolás andaba esos días con la novedad del baile flamenco, que decía haberlo aprendido de los gitanos en las cuevas de Granada, aunque en realidad nunca había salido del país, pero era tal su poder de convicción, que hasta en el seno de su propia familia comenzaron a dudar. A la menor provocación, ofrecía una demostración. Saltaba sobre la mesa del comedor, la gran mesa de encina que había servido para velar a Rosa muchos años antes y que Clara había heredado, y comenzaba a batir palmas como un desenfrenado, a zapatear espasmódicamente, a dar saltos y gritos agudos hasta que conseguía atraer a todos los habitantes de la casa, algunos vecinos y en una ocasión a los carabineros, que llegaron con los palos desenfundados, embarrando las alfombras con las botas, pero que terminaron como todos los demás, aplaudiendo y gritando olé. La mesa resistió heroicamente, aunque al cabo de una semana tenía la apariencia de un mesón de carnicería usado para descuartizar becerros. El baile flamenco no tenía ninguna utilidad práctica en la cerrada sociedad capitalina de entonces, pero Nicolás puso un discreto anuncio en el periódico anunciando sus servicios como maestro de esa fogosa danza. Al día siguiente tenía una alumna y a la semana se había corrido el rumor de su encanto. Las muchachas acudían en pandillas, al comienzo avergonzadas y tímidas, pero él comenzaba a revolotearles alrededor, a zapatearles enlanzándolas por la cintura, a sonreírles con su estilo de seductor y al poco rato conseguía entusiasmarlas. Las clases fueron un éxito. La mesa del comedor estaba a punto de deshacerse en astillas, Clara empezó a quejarse de jaqueca y Jaime pasaba encerrado en su habitación tratando de estudiar con dos bolas de cera en las orejas. Cuando Esteban Trueba se enteró de lo que ocurría en la casa durante su ausencia, montó en justa y terrible cólera y prohibió a su hijo usar la casa como academia de baile flamenco o de
cualquiera otra cosa. Nicolás tuvo que desistir de sus contorsiones, pero la experiencia le sirvió para convertirse en el joven más popular de la temporada, el rey de las fiestas y de todos los corazones femeninos, porque mientras los demás estudiaban, se vestían con trajes grises cruzados y se cultivaban el bigote al ritmo de los boleros, él predicaba el amor libre, citaba a Freud, bebía pernod y bailaba flamenco. El éxito social, sin embargo, no consiguió disminuir su interés por las habilidades psíquicas de su madre. Trataba inútilmente de emularla. Estudiaba con vehemencia, practicaba hasta poner en peligro su salud y asistía a las reuniones de los viernes con las tres hermanas Mora, a pesar de la prohibición expresa de su padre, que persistía en su idea de que ésos no eran asuntos de hombres. Clara intentaba consolarlo de sus fracasos.
— Esto no se aprende ni se hereda, hijo–decía, cuando lo veía concentrarse hasta quedar bizco, en un esfuerzo desproporcionado por mover el salero sin tocarlo.
Las tres hermanas Mora querían mucho al muchacho. Le prestaban los libros secretos y lo ayudaban a descifrar las claves de los horóscopos y de las cartas de adivinación. Se sentaban a su alrededor, tomadas de la mano, para traspasarlo de fluidos benéficos, pero eso tampoco consiguió dotar a Nicolás de poderes mentales. Lo ampararon en .sus amores con Amanda. Al comienzo la joven pareció fascinada con la mesa de tres patas y los artistas pelucones de la casa de Nicolás, pero al poco tiempo se cansó de evocar fantasmas y de recitar al Poeta, cuyos versos andaban de boca en boca, y entró a trabajar como reportera en un periódico.
— Ésa es una profesión truhán–dictaminó Esteban Trueba al enterarse.
Trueba no sentía simpatía por ella. No le gustaba verla en su casa. Pensaba que era una mala influencia para su hijo y tenía la idea que su pelo largo, sus ojos pintados y sus abalorios eran los síntomas de algún vicio oculto, y que su tendencia a quitarse los zapatos y sentarse en el suelo con las piernas cruzadas, como un aborigen, eran modales de marimacho.
Amanda tenía una visión muy pesimista del mundo y para soportar sus depresiones, fumaba hachís. Nicolás la acompañaba. Clara se dio cuenta que su hijo pasaba por momentos malos, pero ni siquiera su prodigiosa intuición le permitió relacionar esas pipas orientales que fumaba Nicolás con sus extravíos delirantes, su modorra ocasional y sus ataques de injustificada alegría, porque nunca había oído hablar de esa droga ni de ninguna otra. «Son cosas de la edad, ya se le pasará», decía al verlo actuar como un lunático, sin acordarse que Jaime había nacido el mismo día y no tenía ninguno de esos desvaríos.
Las locuras de Jaime eran de muy diverso estilo. Tenía vocación para el sacrificio y la austeridad. En su ropero sólo había tres camisas y dos pantalones. Clara pasaba el invierno tejiendo apresuradamente prendas de lana ordinaria, para mantenerlo abrigado, pero él las usaba sólo hasta que otro más necesitado se le ponía por delante. Todo el dinero que le daba su padre iba a parar a los bolsillos de los indigentes que atendía en el hospital. Siempre que algún perro esquelético lo seguía en la calle, él lo asilaba en la casa y cuando se enteraba de la existencia de un niño abandonado, una madre soltera o una anciana desvalida que necesitara de su protección, llegaba con ellos para que su madre se hiciera cargo del problema. Clara se convirtió en una experta en beneficencia social, conocía todos los servicios del Estado y de la iglesia donde se podía colocar a los desventurados y cuando todo le fallaba, terminaba por aceptarlos en su casa. Sus amigas le tenían miedo, porque cada vez que aparecía de visita era porque tenía algo que pedirles. Así se extendió la red de los protegidos de Clara y Jaime, que no llevaban la cuenta de la gente que ayudaban, de modo que les resultaba una sorpresa que de pronto apareciera alguien a darles las gracias por un favor que no recordaban haber hecho. Jaime tomó sus estudios de medicina como una
vocación religiosa. Le parecía que cualquier diversión que lo apartara de sus libros o le quitara su tiempo, era una traición a la humanidad que había jurado servir. «Este niño debió haberse metido a cura», decía Clara. Para Jaime, a quien los votos de humildad, pobreza y castidad del sacerdote no habrían molestado, la religión era la causa de la mitad de las desgracias del mundo, de modo que cuando su madre opinaba así, se ponía furioso. Decía que el cristianismo, como casi todas las supersticiones, hacía al hombre más débil y resignado y que no había que esperar una recompensa en el cielo, sino pelear por sus derechos en la tierra. Estas cosas las discutía a solas con su madre, porque era imposible hacerlo con Esteban Trueba, que perdía rápidamente la paciencia y acababa a gritos y portazos, porque, como él decía, ya estaba harto de vivir entre puros locos y lo único que quería era un poco de normalidad, pero había tenido la mala suerte de casarse con una excéntrica y engendrar tres chiflados buenos para nada que le amargaban la existencia. Jaime no discutía con su padre. Pasaba por la casa como una sombra, daba un beso distraído a su madre cuando la veía y se dirigía directamente a la cocina, comía de pie las sobras de los demás y luego se encerraba en su habitación a leer o estudiar. Su dormitorio era un túnel de libros, todas las paredes estaban cubiertas desde el suelo hasta el techo, de estanterías de madera repletas de volúmenes que nadie limpiaba, porque él mantenía la puerta con llave. Eran nidos ideales para las arañas y los ratones. Al centro de la pieza estaba su cama, un camastro de conscripto, iluminado por un bombillo desnudo qué colgaba del techo sobre la cabecera. Durante un temblor de tierra que Clara olvidó predecir, se sintió un estrépito de tren descarrilado y cuando pudieron abrir la puerta, vieron que la cama estaba enterrada debajo de una montaña de libros. Se habían desprendido las estanterías y Jaime quedó aplastado por ellas. Lo rescataron sin un rasguño. Mientras Clara quitaba los libros, se acordaba del terremoto y pensaba que ese momento ya lo había vivido. La ocasión sirvió para sacudir el polvo al zocucho y espantar los bichos y pajarracos a escobazos.
Las únicas veces que Jaime enfocaba la vista para percibir la realidad de su casa, era cuando veía pasar a Amanda de la mano de Nicolás. Muy pocas veces le dirigía la palabra y enrojecía violentamente si ella lo hacía. Desconfiaba de su exótica apariencia y estaba convencido que si se peinaba como todo el mundo y se quitaba la pintura de los ojos, se vería como un ratón flaco y verdoso. Sin embargo, no podía dejar de mirarla. La sonajera de pulseras que acompañaba a la joven lo distraía de sus estudios y tenía que hacer un gran esfuerzo para no seguirla por la casa como una gallina hipnotizada. Solo, en su cama, sin poder concentrarse en la lectura, imaginaba a Amanda desnuda, envuelta en su pelo negro, con todos sus adornos ruidosos, como un ídolo. Jaime era un solitario. Fue un niño huraño y más tarde un hombre tímido. No se amaba a sí mismo y tal vez por eso pensaba que no merecía el amor de los demás. La menor demostración de solicitud o agradecimiento hacia él, lo avergonzaba y lo hacía sufrir. Amanda representaba la esencia de todo lo femenino y, por ser la compañera de Nicolás, de todo lo prohibido. La personalidad libre, afectuosa y aventurera de la joven mujer lo fascinaba y su aspecto de ratón disfrazado provocaba en él un ansia tormentosa de protegerla. La deseaba dolorosamente, pero nunca se atrevió a admitirlo, ni en lo más secreto de sus pensamientos.
En esa época Amanda frecuentaba mucho la casa de los Trueba. En el periódico tenía un horario flexible y cada vez que podía, llegaba a la gran casa de la esquina con su hermano Miguel, sin que la presencia de ambos llamara la atención en aquel caserón siempre lleno de gente y de actividad. Miguel tendría entonces alrededor de cinco años, era discreto y limpio, no producía ningún alboroto, pasaba desapercibido, confundiéndose con el diseño del papel de las paredes y con los muebles, jugaba solo en el jardín y seguía a Clara por toda la casa llamándola mamá. Por eso, y porque a
Jaime lo llamaba papá, supusieron que Amanda y Miguel eran huérfanos. Amando andaba siempre con su hermano, lo llevaba a su trabajo, lo acostumbró a comer de todo, a cualquier hora, y a dormir tirado en los lugares más incómodos. Lo rodeaba de una ternura apasionada y violenta, lo rascaba como a un perrito, lo gritaba cuando se enojaba y después corría a abrazarlo. No dejaba que nadie corrigiera o diera una orden a su hermano, no aceptaba comentarios sobre la extraña vida que le hacía llevar y lo defendía como una leona, aunque nadie tuviera intención de atacarlo. A la única persona que permitió opinar sobre la educación de Miguel fue a Clara, quien la pudo convencer de que había que enviarlo a la escuela, para que no fuera un ermitaño analfabeto. Clara no era especialmente partidaria de la educación regular, pero pensó que en el caso de Miguel era necesario darle algunas horas diarias de disciplina y convivencia con otros niños de su edad. Ella misma se encargó de matricularla, comprarle los útiles y el uniforme y acompañó a Amanda a dejarlo el primer día de clases. En la puerta del plantel, Amanda y Miguel se abrazaron llorando, sin que la maestra consiguiera separar al niño de las polleras de su hermana, a las cuales se aferraba con dientes y uñas, chillando y lanzando patadas desesperadas al que se acercaba. Finalmente, ayudada por Clara, la maestra pudo arrastrar al niño al interior y se cerró la puerta del colegio a sus espaldas. Amanda se quedó toda la mañana sentada en la acera. Clara la acompañó porque se sentía culpable de tanto dolor ajeno y empezaba a dudar de la sabiduría de su iniciativa. A mediodía sonó la campana y se abrió el portón. Vieron salir un rebaño de escolares y entre ellos, en orden, callado y sin lágrimas, con una raya de lápiz en la nariz y los calcetines comidos por los zapatos, iba el pequeño Miguel, que en esas pocas horas había aprendido a andar por la vida sin ir de la mano de su hermana. Amanda lo estrechó contra su pecho frenéticamente y en una inspiración del momento le dijo: «daría la vida por ti, Miguelito». No sabía que algún día tendría que hacerlo.
Entretanto, Esteban Trueba se sentía cada día más solo y furioso. Se resignó a la idea de que su mujer no volvería a dirigirle la palabra y, cansado de perseguirla por los rincones, suplicarle con la mirada y taladrar agujeros en las paredes del baño, decidió dedicarse a la política. Tal como Clara había pronosticado, ganaron las elecciones los mismos de siempre, pero por tan escaso margen, que todo el país se alertó. Trueba consideró que era el momento de salir en defensa de los intereses de la patria y los del Partido Conservador, puesto que nadie mejor que él podía encarnar al político honesto e incontaminado, como él mismo lo decía, y agregaba que se había levantado con su propio esfuerzo, dando trabajo y buenas condiciones de vida a sus empleados, dueño del único fundo con casitas de ladrillo. Era respetuoso de la ley, la patria y la tradición y nadie podía reprocharle ningún delito mayor que la evasión de impuestos. Contrató un administrador para reemplazar a Pedro Segundo García y lo puso en Las Tres Marías a cargo de sus gallinas ponedoras y sus vacas importadas y se instaló definitivamente en la capital. Pasó varios meses dedicado a su campaña, con el respaldo del Partido Conservador, que necesitaba gente para presentar a las próximas elecciones parlamentarias, y de su propia fortuna, que la puso al servicio de su causa. La casa se llenó de propaganda política y de sus partidarios, que prácticamente la tomaron por asalto, mezclándose con los fantasmas de los corredores, los rosacruces y las tres hermanas Mora. Poco a poco la corte de Clara fue desplazada hacia los cuartos traseros de la casa. Se estableció una frontera invisible entre el sector que ocupaba Esteban Trueba y el de su mujer. Bajo la inspiración de Clara y de acuerdo a las necesidades del momento, fueron brotándole a la noble arquitectura señorial, cuartuchos, escaleras, torrecillas, azoteas. Cada vez que había que alojar a un nuevo
huésped, llegaban los mismos albañiles y añadían otra habitación. Así, la gran casa de la esquina llegó a parecer un laberinto.
— Algún día esta casa servirá para poner un hotel–decía Nicolás.
— O un pequeño hospital–agregaba Jaime, que empezaba a acariciar la idea de llevar sus pobres al Barrio Alto.
La fachada de la casa se mantuvo sin alteraciones. Por delante se veían las columnas heroicas y el jardín versallesco, pero hacia detrás se perdía el estilo. El jardín trasero era una selva enmarañada donde proliferaban variedades de plantas y flores y donde alborotaban los pájaros de Clara, junto con varias generaciones de perros y gatos. Entre aquella fauna doméstica, el único que tuvo alguna relevancia en el recuerdo de la familia fue un conejo que llevó Miguel, un pobre conejo vulgar, que los perros lamían constantemente, hasta que se le cayó el pelo, convirtiéndose en el único calvo de su especie, cubierto por un pellejo tornasoleado que le daba la apariencia de un reptil orejudo.
A medida que se acercaba la fecha de las elecciones, Esteban Trueba se ponía más y más nervioso. Había arriesgado todo lo que tenía en su aventura política. Una noche no aguantó más y fue a golpear la puerta del dormitorio de Clara. Ella le abrió. Estaba en camisa de dormir y se había puesto los dientes, porque le gustaba mordisquear galletas mientras escribía en su cuaderno de anotar la vida. A Esteban le pareció tan joven y hermosa como el primer día que la llevó de la mano a ese dormitorio tapizado en seda azul y la paró sobre la piel de Barrabás. Sonrió con el recuerdo.
— Disculpa, Clara–dijo sonrojándose como un escolar-. Me siento solo y angustiado. Quiero estar un rato aquí, si no te importa.
Clara sonrió también, pero no dijo nada. Le señaló el sillón y Esteban se sentó. Se quedaron un rato callados, compartiendo el plato de galletas y mirándose extrañados, porque hacía mucho tiempo que vivían bajo el mismo techo sin verse.
— Supongo que sabes lo que me está atormentando–dijo Esteban Trueba finalmente.
Clara asintió con la cabeza.
— ¿Crees que voy a salir elegido?
Clara volvió a asentir y entonces Trueba se sintió totalmente aliviado, como si ella le hubiera dado una garantía escrita. Lanzó una alegre y sonora carcajada, se puso de pie, la tomó por los hombros y la besó en la frente.
— ¡Eres formidable, Clara! Si tú lo dices, seré senador–exclamó.
A partir de esa noche disminuyó la hostilidad entre los dos. Clara siguió sin dirigirle la palabra, pero él hacía caso omiso de su silencio y le hablaba normalmente, interpretando sus menores gestos como respuestas. En casos de necesidad, Clara usaba a los sirvientes o a sus hijos para enviarle mensajes. Se preocupaba del bienestar de su marido, lo secundaba en su trabajo y lo acompañaba cuando se lo pedía. Algunas veces le sonreía.
Diez días después, Esteban Trueba fue elegido senador de la República tal como Clara había pronosticado. Celebró el acontecimiento con una fiesta para sus amigos y correligionarios, una bonificación en efectivo para sus empleados y para los inquilinos de Las Tres Marías y un collar de esmeraldas que dejó a Clara sobre la cama junto a un ramito de violetas. Clara comenzó a asistir a las recepciones sociales y a los actos políticos, donde su presencia era necesaria para que su marido proyectara la imagen de hombre sencillo y familiar que gustaba al público y al Partido Conservador. En esas ocasiones, Clara se colocaba los dientes y algunas joyas que le había regalado
Esteban. Pasaba por ser la dama más elegante, discreta y encantadora de su círculo social y nadie llegó a sospechar que esa distinguida pareja jamás se hablaba.
Con la nueva posición de Esteban Trueba, aumentó el número de personas que atender en la gran casa de la esquina. Clara no llevaba la cuenta de las bocas que alimentaba ni de los gastos de su casa. Las facturas iban directamente a la oficina del senador Trueba en el Congreso, quien pagaba sin preguntar, porque había descubierto que mientras más gastaba, más parecía aumentar su fortuna y llegó a la conclusión que no sería Clara, con su hospitalidad indiscriminada y sus obras de caridad, quien consiguiera arruinarlo. Al principio, tomó el poder político como un juguete nuevo. Había llegado a la madurez convertido en el hombre rico y respetado que juró que llegaría a ser cuando era un adolescente pobre, sin padrinos y sin más capital que su orgullo y su ambición. Pero, al poco tiempo comprendió que estaba tan solo como siempre. Sus dos hijos lo eludían y con Blanca no había vuelto a tener ningún contacto. Sabía de ella por lo que contaban sus hermanos y se limitaba a enviarle todos los meses un cheque, fiel al compromiso que había adquirido con Jean de Satigny. Estaba tan lejos de sus hijos, que era incapaz de mantener un diálogo con ellos sin acabar a gritos. Trueba se enteraba de las locuras de Nicolás cuando ya era demasiado tarde, es decir, cuando todo el mundo las comentaba. Tampoco sabía nada de la vida de Jaime. Si hubiera sospechado que se juntaba con Pedro Tercero García, con quien llegó a desarrollar un cariño de hermano, seguramente le habría dado una apoplejía, pero Jaime se cuidaba muy bien de hablar de esas cosas con su padre.
Pedro Tercero García había abandonado el campo. Después del terrible encuentro con su patrón, lo acogió el padre José Dulce María en la casa parroquial y le curó la mano. Pero el muchacho estaba hundido en la depresión y repetía incansablemente que la vida no tenía ningún sentido, porque había perdido a Blanca y tampoco podría tocar la guitarra, que era su único consuelo. El padre José Dulce María esperó que la fuerte contextura del joven le cicatrizara los dedos y luego lo montó en una carretela y se lo llevó a la reservación indígena, donde le presentó a una vieja centenaria que estaba ciega y tenía las manos engarfiadas por el reumatismo, pero que aún tenía voluntad para hacer cestería con los pies. « Si ella puede hacer canastos con las patas, tú puedes tocar la guitarra sin dedos», le dijo. Luego el jesuita le contó su propia historia.
A tu edad yo también estaba enamorado, hijo. Mi novia era la muchacha más linda de mi pueblo. Nos íbamos a casar y ella estaba comenzando a bordar su ajuar y yo a ahorrar para hacernos una casita, cuando me mandaron al servicio militar. Cuando volví, se había casado con el carnicero y estaba convertida en una señora gorda. Estuve a punto de tirarme al río con una piedra en los pies, pero luego decidí meterme a cura. Al año de tomar los hábitos, ella enviudó y venía a la iglesia a mirarme con ojos lánguidos. — La risotada franca del gigantesco jesuita levantó el ánimo a Pedro Tercero y lo hizo sonreír por primera vez en tres semanas-..Para que veas, hijo–concluyó el padre José Dulce María-,cómo no hay que desesperarse. Volverás a ver a Blanca el día menos pensado.
Curado del cuerpo y del alma, Pedro Tercero García se fue a la capital con un atadito de ropa y unas pocas monedas que el cura sustrajo de la limosna dominical. También le dio las señas de un dirigente socialista en la capital, que lo acogió en su casa los primeros días y luego le consiguió un trabajo como cantante en una peña de bohemios. El joven se fue a vivir a una población obrera, en un rancho de madera que le pareció un palacio, sin más mobiliario que un somier con patas, un colchón, una silla y dos cajones que le servían de mesa. Desde allí promovía el socialismo y rumiaba su disgusto de que Blanca se hubiera casado con otro, negándose a aceptar las
mano derecha y multiplicado el uso de los dos dedos que le quedaban y siguió componiendo canciones de gallinas y zorros perseguidos. Un día lo invitaron a un programa de radio y ése fue el comienzo de una vertiginosa popularidad que ni él mismo esperaba. Su voz comenzó a escucharse a menudo en la radio y su nombre se hizo conocido. El senador Trueba, sin embargo, nunca lo oyó nombrar, porque en su casa no admitía aparatos de radio. Los consideraba instrumentos propios de la gente inculta, portadores de influencias nefastas y de ideas vulgares. Nadie estaba más alejado de la música popular que él, que lo único melódico que podía soportar era la ópera durante la temporada lírica y la compañía de zarzuelas que viajaba desde España todos los inviernos.
El día que llegó Jaime a la casa con la novedad de que quería cambiarse el apellido, porque desde que su padre era senador del Partido Conservador sus compañeros lo hostilizaban en la universidad y desconfiaban de él en el Barrio de la Misericordia, Esteban Trueba perdió la paciencia y estuvo a punto de abofetearlo, pero se contuvo a tiempo, porque le vio en la mirada que en esa ocasión no se lo toleraría.
— ¡Me casé para tener hijos legítimos que lleven mi apellido, y no bastardos que lleven el de la madre! — le espetó lívido de furia.
Dos semanas más tarde oyó comentar en los pasillos del Congreso y en los salones del Club, que su hijo Jaime se había quitado los pantalones en la Plaza Brasil, para dárselos a un indigente, y había regresado caminando en calzoncillos quince cuadras hasta su casa, seguido por una leva de niños y curiosos que lo vitoreaban. Cansado de defender su honor del ridículo y de los chismes, autorizó a su hijo para ponerse el apellido que le diera la gana, con tal que no fuera el suyo. Ese día, encerrado en su escritorio, lloró de decepción y de rabia. Trató de decirse a sí mismo que semejantes excentricidades se le pasarían cuando madurara y tarde o temprano se convertiría en el hombre equilibrado que podría secundarlo en sus negocios y ser el sostén de su vejez. Con su otro hijo, en cambio, había perdido las esperanzas. Nicolás pasaba de una empresa fantástica a otra. Andaba en esos días con la ilusión de cruzar la cordillera, igual como muchos años antes lo intentara su tío abuelo Marcos, en un medio de transporte poco usual. Había elegido elevarse en globo, convencido de que el espectáculo de un gigantesco globo suspendido entre las nubes, sería un irresistible elemento publicitario que cualquier bebida gaseosa podía auspiciar. Copió el modelo de un zepelín alemán anterior a la guerra, que se elevaba mediante un sistema de aire caliente, llevando en su interior a una o más personas de temperamento audaz. Los afanes de armar aquella gigantesca salchicha inflable, estudiar los mecanismos secretos, las corrientes de los vientos, los presagios de los naipes y las leyes de la aerodinámica, lo mantuvieron entretenido por mucho tiempo. Olvidó durante semanas las sesiones de espiritismo de los viernes con su madre y las tres hermanas Mora, y ni siquiera se dio cuenta que Amanda había dejado de ir a la casa. Una vez terminada su nave voladora, se encontró ante un obstáculo que no había calculado: el gerente de las gaseosas, un gringo de Arkansas, se negó a financiar el proyecto, pretextando que si Nicolás se mataba en su artefacto, bajarían las ventas de su brebaje. Nicolás trató de encontrar otros auspiciadores, pero nadie se interesó. Eso no fue suficiente para hacerlo desistir de sus propósitos y decidió elevarse de todos modos, aunque fuera gratis. El día fijado, Clara siguió tejiendo imperturbable sin prestar atención a los preparativos de su hijo, a pesar de que la familia, los vecinos y los amigos estaban horrorizados con el plan descabellado de cruzar las montañas en esa máquina estrambótica.
— Tengo la corazonada de que no se va a elevar–dijo Clara sin dejar de tejer.
Así fue. En el último momento apareció una camioneta llena de policías en el parque público que Nicolás había elegido para elevarse. Exigieron un permiso municipal que, por supuesto, no tenía. Tampoco lo pudo conseguir. Pasó cuatro días corriendo de una oficina a otra, en trámites desesperados que se estrellaban contra un muro de incomprensión burocrática. Nunca se enteró que detrás de la camioneta de policías y los papeleos interminables, estaba la influencia de su padre, que no estaba dispuesto a permitir esa aventura. Cansado de luchar contra la timidez de las gaseosas y la burocracia aérea, se convenció de que no podría elevarse, a menos que lo hiciera clandestinamente, lo cual era imposible, dadas las dimensiones de su nave. Entró en una crisis de ansiedad, de la cual lo sacó su madre, al sugerirle que para no perder todo lo invertido, usara los materiales del globo para algún fin práctico. Entonces Nicolás ideó la fábrica de emparedados. Su plan era hacer emparedados de pollo, envasarlos en la tela del globo cortada en pedacitos y venderlos a los oficinistas. La amplia cocina de su casa le pareció ideal para su industria. Los jardines traseros fueron llenándose de aves atadas de las patas, que aguardaban su turno para que dos matarifes especialmente contratados decapitaran en serie. El patio se llenó de plumas y la sangre salpicó las estatuas del Olimpo, el olor a consomé tenía a todo el mundo con náuseas y el destripadero empezaba a llenar de moscas el barrio, cuando Clara le puso fin a la matanza con un ataque de nervios que por poco la vuelve a los tiempos de la mudez. Este nuevo fracaso comercial no importó tanto a Nicolás, que también estaba con el estómago y la conciencia revueltos con la carnicería. Se resignó a perder lo que había invertido en esos negocios y se encerró en su pieza a planear nuevas formas de ganar dinero y de divertirse.
— Hace tiempo que no veo a Amanda por aquí–dijo Jaime, cuando ya no pudo resistir la impaciencia de su corazón.
En ese momento Nicolás se acordó de Amanda y sacó la cuenta que no la había visto deambular por la casa desde hacía tres semanas y que no había asistido al fracasado intento de elevarse en globo, ni a la inauguración de la industria doméstica de pan con pollo. Fue a preguntar a Clara, pero su madre tampoco sabía nada de la joven y estaba comenzando a olvidarla, debido a que había tenido que acomodar su memoria al hecho ineludible de que su casa era un pasadero de gente y como ella decía, no le alcanzaba el alma para lamentar a todos los ausentes. Nicolás decidió entonces ir a buscarla, porque se dio cuenta que le estaban haciendo falta la presencia de mariposa inquieta de Amanda y sus abrazos sofocados y silenciosos en los cuartos vacíos de la gran casa de la esquina, donde retozaban como cachorros cada vez que Clara aflojaba la vigilancia y Miguel se distraía jugando o se quedaba dormido en algún rincón.
La pensión donde vivía Amanda con su hermanito resultó ser una vetusta casa que medio siglo atrás probablemente tuvo algún esplendor ostentoso, pero lo perdió a medida que la ciudad fue extendiéndose hacia las laderas de la cordillera. La ocuparon primero los comerciantes árabes, quienes le incorporaron pretenciosos frisos de yeso rosado, y, más tarde, cuando los árabes pusieron sus negocios en el Barrio de los Turcos, el propietario la convirtió en pensión, subdividiéndola en cuartos mal iluminados, tristes, incómodos contrahechos, para inquilinos de pocos recursos. Tenía una geografía imposible de pasillos estrechos y húmedos, donde reinaba eternamente el tufillo de la sopa de coliflor y del guiso de repollo. Salió a abrir la puerta la dueña de la pensión en persona, una mujerona inmensa, provista de una triple papada majestuosa y ojillos orientales sumidos en pliegues fosilizados de grasa, con anillos en todos los dedos y los remilgos de una novicia.
— No se aceptan visitantes del sexo opuesto–dijo a Nicolás.
Pero Nicolás desplegó su irresistible sonrisa de seductor, le besó la mano sin retroceder ante el carmesí descascarado de sus uñas sucias, se extasió con los anillos y se hizo pasar por un primo hermano de Amanda, hasta que ella, derrotada, retorciéndose en risitas coquetas y contoneos elefantiásicos, lo condujo por las polvorientas escaleras hasta el tercer piso y le señaló la puerta de Amanda. Nicolás encontró a la joven en la cama, arropada con un chal desteñido y jugando a las damas con su hermano Miguel. Estaba tan verdosa y disminuida, que tuvo dificultad en reconocerla. Amanda lo miró sin sonreír y no le hizo ni el menor gesto de bienvenida. Miguel, en cambio, se le paró al frente con los brazos en jarra.
— Por fin vienes–le dijo el niño.
Nicolás se aproximó a la cama y trató de recordar a la cimbreante y morena Amanda, la Amanda frutal y sinuosa de sus encuentros en la oscuridad de los cuartos cerrados, pero entre las lanas apelmazadas del chal y las sábanas grises, había una desconocida de grandes ojos extraviados, que lo observaba con inexplicable dureza. «Amanda», murmuró tomándole la mano. Esa mano sin los anillos y las pulseras de plata, parecía tan desvalida como pata de pájaro moribundo. Amanda llamó a su hermano. Miguel se acercó a la cama y ella le sopló algo al oído. El niño se dirigió lentamente hacia la puerta y desde el umbral lanzó una última mirada furiosa a Nicolás y salió, cerrando la puerta sin ruido.
— Perdóname, Amanda–balbuceó Nicolás-. Estuve muy ocupado. ¿Por qué no me avisaste que estabas enferma?
— No estoy enferma–respondió ella-. Estoy embarazada.
Esa palabra dolió a Nicolás como un bofetón. Retrocedió hasta sentir el vidrio de la ventana a sus espaldas. Desde el primer momento en que desnudó a Amanda, tanteando en la oscuridad, enredado en los trapos de su disfraz de existencialista, temblando de anticipación por las protuberancias y los intersticios que muchas veces había imaginado sin llegar a conocerlos en su espléndida desnudez, supuso que ella tendría la experiencia suficiente para evitar que él se convirtiera en padre de familia a los veintiún años y ella en madre soltera a los veinticinco. Amanda había tenido amores anteriores y había sido la primera en hablarle del amor libre. Sostenía su irrevocable determinación de permanecer juntos solamente mientras se tuvieran simpatía, sin ataduras y sin promesas para el futuro, como Sartre y la Beauvoir. Ese acuerdo, que al principio a Nicolás le pareció una muestra de frialdad y desprejuicio algo chocante, después le resultó muy cómodo. Relajado y alegre, como era para todas las cosas de la vida, encaró la relación amorosa sin medir las consecuencias.
— ¡Qué vamos a hacer ahora! — exclamó.
— Un aborto, por supuesto–respondió ella.
Una oleada de alivio sacudió a Nicolás. Había sorteado el abismo una vez más. Como siempre que jugaba al borde del precipicio, otro más fuerte había surgido a su lado para hacerse cargo de las cosas, tal como en los tiempos del colegio, cuando azuzaba a los muchachos en el recreo hasta que se le iban encima y entonces, en el último instante, en el momento en que el terror lo paralizaba, llegaba Jaime y se ponía por delante, transformando su pánico en euforia y permitiéndole ocultarse entre los pilares del patio a gritar insultos desde su refugio, mientras su hermano sangraba de la nariz y repartía puñetazos con la silenciosa tenacidad de una máquina. Ahora era Amanda quien asumía la responsabilidad por él.
— Podemos casarnos, Amanda…, si quieres–balbuceó para salvar la cara.
— ¡No! — replicó ella sin vacilar-. No te quiero lo suficiente para eso, Nicolás.
Inmediatamente sus sentimientos dieron un brusco viraje, porque esa posibilidad no se le había ocurrido. Hasta entonces nunca se había sentido rechazado o abandonado y en cada amorío había tenido que recurrir a todo su tacto para escabullirse sin herir demasiado a la muchacha de turno. Pensó en la difícil situación en que se encontraba Amanda, pobre, sola, esperando un hijo. Pensó que una palabra suya podía cambiar el destino de la joven, convirtiéndola en la respetable esposa de un Trueba. Estos cálculos le pasaron por la cabeza en una fracción de segundo, pero enseguida se sintió avergonzado y enrojeció al sorprenderse sumido en esos pensamientos. De pronto Amanda le pareció magnífica. Le vinieron a la memoria todos los buenos momentos que habían compartido, las veces que se echaron en el suelo fumando la misma pipa para marearse un poco juntos, riéndose de esa yerba que sabía a bosta seca y tenía muy poco efecto alucinógeno, pero hacía funcionar el poder de la sugestión; de los ejercicios yoga y la meditación en pareja, sentados frente a frente, en completa relajación, mirándose a los ojos y murmurando palabras en sánscrito que pudieran transportarlo al Nirvana, pero que generalmente tenían el efecto contrario y terminaban escabulléndose de las miradas ajenas, agazapados entre los matorrales del jardín, amándose como desesperados; de los libros leídos a la luz de una vela ahogados de pasión y de humo; de las tertulias eternas discutiendo a los filósofos pesimistas de la posguerra, o concentrándose en mover la mesa de tres patas, dos golpes para sí, tres para no, mientras Clara se burlaba de ellos. Cayó hincado junto a la cama suplicando a Amanda que no lo dejara, que lo perdonara, que siguieran juntos como si nada hubiera pasado, que eso no era más que un accidente desventurado que no podía alterar la esencia intocable de su relación. Pero ella parecía no escucharlo. Le acariciaba la cabeza con un gesto maternal y distante.
— Es inútil, Nicolás. ¿No ves que yo tengo el alma muy vieja y tú todavía eres un niño? Siempre serás un niño–le dijo.
Continuaron acariciándose sin deseo y atormentándose con las súplicas y los recuerdos. Saboreaban la amargura de una despedida que presentían, pero que todavía podían confundir con una reconciliación. Ella se levantó de la cama a preparar tina taza de té para los dos y Nicolás vio que usaba una enagua vieja a modo de camisa de dormir. Había adelgazado y sus pantorrillas le parecieron patéticas. Andaba por la habitación descalza, con el chal en los hombros y el pelo revuelto, afanada alrededor de la hornilla a parafina que había sobre una mesa que le servía como escritorio, comedor y cocina. Vio el desorden en que vivía Amanda y cayó en cuenta que hasta entonces ignoraba casi todo de ella. Había supuesto que no tenía más familia que su hermano, y que vivía con su sueldo escaso, pero había sido incapaz de imaginar su verdadera situación. La pobreza le parecía un concepto abstracto y lejano, aplicable a los inquilinos de Las Tres Marías y los indigentes que su hermano Jaime socorría, pero con los cuales él nunca había estado en contacto. Amanda, su Amanda tan próxima y conocida, de pronto era una extraña. Miraba sus vestidos, que cuando ella los llevaba puestos parecían los disfraces de una reina, colgando de unos clavos en la pared, como trisres ropajes de una mendiga. Veía su cepillo de dientes en un vaso sobre el lavatorio oxidado, los zapatos del colegio dé Miguel tantas veces embetunados y vueltos a embetunar, que ya habían perdido la forma original, la vieja máquina de escribir al lado de la hornilla, los libros entre las tazas, el vidrio roto de una ventana tapado con un recorte de revista. Era otro mundo. Un mundo cuya existencia no sospechaba. Hasta entonces a un lado de la línea divisoria estaban los pobres de solemnidad y al otro la gente como él, entre la que había colocado a Amanda. No sabía nada de esa silenciosa clase media que se debatía entre la pobreza de cuello y corbata y el deseo imposible de emular a la canalla dorada a la cual él pertenecía. Se sintió confuso y abochornado, pensando en las múltiples ocasiones pasadas en que ella
probablemente tuvo que embrujarlos para que no se notara su miseria en la casa de los Trueba y él, en completa inconsciencia, no la había ayudado. Recordó los cuentos de su padre, cuando le hablaba de su infancia pobre y de que a su edad trabajaba para mantener a su madre y a su hermana, y por primera vez pudo encajar esas anécdotas didácticas con una realidad. Pensó que así era la vida de Amanda.
Compartieron una taza de té sentados sobre la cama, porque había una sola silla. Amanda le contó de su pasado, de su familia, de un padre alcohólico que era profesor en una provincia del Norte, de una madre agobiada y triste que trabajaba para mantener a seis hijos y de cómo ella, apenas pudo valerse por sí misma, se fue de la casa. Había llegado a la capital de quince años, a casa de una madrina bondadosa que la ayudó por un tiempo. Después, cuando su madre murió, fue a enterrarla y a buscar a Miguel, que era todavía una criatura en pañales. Desde entonces le había servido de madre. Del padre y del resto de sus hermanos no había vuelto a saber. Nicolás sentía crecer en su interior el deseo de protegerla y cuidarla, de compensarle todas las carencias. Nunca la había amado más.
Al anochecer vieron llegar a Miguel con las mejillas arreboladas, retorciéndose sigiloso y divertido para ocultar el regalo que traía escondido en la espalda. Era una bolsa de pan para su hermana. Se la puso sobre la cama, la besó amorosamente, le alisó el pelo con su manita enana, le acomodó las almohadas. Nicolás se estremeció, porque en los gestos del niño había más solicitud y ternura que en todas las caricias que él había prodigado en su vida a cualquier mujer. Entonces comprendió lo que Amanda había querido decirle. «Tengo mucho que aprender», murmuró. Apoyó la frente en el cristal grasiento de la ventana, preguntándose si alguna vez sería capaz de dar en la misma medida en que esperaba recibir.
— ¿Cómo lo haremos? — preguntó sin atreverse a decir la palabra terrible.
— Pídele ayuda a tu hermano Jaime–sugirió Amanda.
Jaime recibió a su hermano en su túnel de libros, recostado en el camastro de conscripto, iluminado por la luz del único bombillo que colgaba del techo. Estaba leyendo los sonetos de amor del Poeta, que para entonces ya tenía renombre mundial, tal como lo pronosticara Clara la primera vez que lo oyó recitar con su voz telúrica, en su velada literaria. Especulaba que los sonetos tal vez habían sido inspirados por la presencia de Amanda en el jardín de los Trueba, donde el Poeta solía sentarse a la hora del té, a hablar sobre canciones desesperadas, en la época en que era un huésped tenaz de la gran casa de la esquina. Le sorprendió la visita de su hermano porque, desde que habían salido del colegio, cada día se distanciaban más. En los últimos tiempos no tenían nada que hablar y se saludaban con una inclinación de cabeza las raras veces que se tropezaban en el umbral de la puerta. Jaime había desistido de su idea de atraer a Nicolás a las cosas trascendentales de la existencia.
Aún sentía que sus frívolas diversiones eran un insulto personal, pues no podía aceptar que gastara tiempo y energía en viajes en globo y masacres de pollos, habiendo tanto trabajo por hacer en el Barrio de la Misericordia. Pero ya no intentaba arrastrarlo al hospital, para que viera el sufrimiento de cerca, en la esperanza de que la miseria ajena lograra conmover su corazón de pájaro transeúnte y dejó de invitarlo a las reuniones con los socialistas en la casa de Pedro Tercero García, en la última calle de la población obrera, donde se reunían, vigilados por la policía, todos los jueves. Nicolás se burlaba de sus inquietudes sociales, alegando que sólo un tonto con vocación de apóstol podía salir por el mundo a buscar la desgracia y la fealdad con un cabo de vela. Ahora, Jaime tenía a su hermano al frente, mirándolo con la expresión
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— Amanda está embarazada–dijo Nicolás sin preámbulos.
Tuvo que repetirlo, porque Jaime se quedó inmóvil, en la misma actitud huraña que siempre tenía, sin que ni un solo gesto delatara que lo había oído. Pero por dentro la frustración estaba ahogándolo. En silencio llamaba a Amanda por su nombre, aferrándose a la dulce resonancia de esa palabra para mantener el control. Era tanta su necesidad de tener viva la ilusión, que llegó a convencerse de que Amanda sostenía con Nicolás un amor infantil, una relación limitada a paseos inocentes tomados de la mano, a discusiones alrededor de una botella de ajenjo, a los pocos besos fugaces que él había sorprendido.
Se había negado a la verdad dolorosa que ahora tenía que enfrentar.
— No me lo cuentes. No tengo nada que ver con eso–replicó apenas pudo sacar la voz.
Nicolás se dejó caer sentado a los pies de la cama, hundiendo la cara entre las manos.
— ¡Tienes que ayudarla, por favor! — suplicó.
Jaime cerró los ojos y respiró con ansias, esforzándose por controlar esos alocados sentimientos que lo impulsaban a matar a su hermano, a correr a casarse él mismo con Amanda, a llorar de impotencia y decepción. Tenía la imagen de la joven en la memoria, tal como se le aparecía cada vez que la zozobra del amor lo derrotaba. La veía entrando y saliendo de la casa, como una ráfaga de aire puro, llevando a su hermanito de la mano, oía su risa en la terraza, olía el imperceptible y dulce aroma de su piel y su pelo cuando pasaba por su lado a pleno sol del mediodía. La veía tal como la imaginaba en las horas ociosas en que soñaba con ella. Y, sobre todo, la evocaba en ese único momento preciso en que Amanda entró a su dormitorio y estuvieron solos en la intimidad de su santuario. Entró sin golpear, cuando él estaba echado en el camastro leyendo, llenó el túnel con el revoloteo de su pelo largo y sus brazos ondulantes, tocó los libros sin ninguna reverencia y hasta se atrevió a sacarlos de sus anaqueles sagrados, soplarles el polvo sin el menor respeto y después tirarlos sobre la cama, parloteando incansablemente, mientras él temblaba de deseo y de sorpresa, sin encontrar en todo su vasto vocabulario enciclopédico, ni una sola palabra para retenerla, hasta que por último ella se despidió con un beso que le plantó en la mejilla, beso que le quedó ardiendo como una quemadura, único y terrible beso, que le sirvió para construir un laberinto de sueños en que ambos eran príncipes enamorados.
— Tú sabes algo de medicina, Jaime. Tienes que hacer algo–rogó Nicolás.
— Soy estudiante, me falta mucho para ser médico. No sé nada de eso. Pero he visto a muchas mujeres que se mueren porque un ignorante las interviene–dijo Jaime.
— Ella confía en ti. Dice que sólo tú puedes ayudarla–dijo Nicolás.
Jaime agarró a su hermano por la ropa y lo levantó en el aire, sacudiéndolo como un pelele y gritando todos los insultos que se le pasaron por la mente, hasta que sus propios sollozos lo obligaron a soltarlo. Nicolás lloriqueó aliviado. Conocía a Jaime y había intuido que, como siempre, aceptaba el papel de protector.
— ¡Gracias, hermano!
Jaime le dio una cachetada sin ganas y lo sacó de su habitación a empujones. Cerró la puerta con llave y se acostó boca bajo en su camastro, estremecido por ese ronco y terrible llanto con que los hombres lloran las penas de amor.
Esperaron hasta el domingo. Jaime les dio cita en el consultorio del Barrio de la
siempre era el último en irse, de modo que pudo entrar sin dificultad, pero se sentía como un ladrón, porque no habría podido explicar su presencia allí a esa hora tardía. Desde hacía tres días, estudiaba cuidadosamente cada paso de la intervención que iba a efectuar. Podía repetir cada palabra del libro en el orden correcto, pero eso no le daba más seguridad. Estaba temblando. Procuraba no pensar en las mujeres que había visto llegar agonizando a la sala de emergencia del hospital, a las que había ayudado a salvar en ese mismo consultorio y las otras, las que habían muerto lívidas, en esas camas, con un río de sangre fluyendo entre las piernas, sin que la ciencia pudiera hacer nada para evitar que se les escapara la vida por ese grifo abierto. Conocía el drama de muy cerca, pero hasta ese momento nunca había tenido que plantearse el conflicto moral de ayudar a una mujer desesperada. Y mucho menos a Amanda. Encendió las luces, se puso la blanca túnica de su oficio, preparó el instrumental repasando en alta voz cada detalle que había memorizado. Deseaba que ocurriera una desgracia monumental, un cataclismo que sacudiera el planeta en sus cimientos, para que no tuviera que hacer lo que iba a hacer. Pero nada ocurrió hasta la hora señalada.
Entretanto, Nicolás había ido a buscara Amanda en el viejo Covadonga, que apenas andaba a tropezones con sus tuercas, en medio de una humareda negra de aceite quemado, pero que aún servía para los trances de emergencia. Ella lo estaba esperando sentada en la única silla de su cuarto tomada de la mano de Miguel, sumidos en una mutua complicidad de la cual, como siempre, Nicolás se sintió excluido. La joven se veía pálida y demacrada, debido a los nervios y a las últimas semanas de malestares e incertidumbres que había soportado, pero más tranquila que Nicolás, que hablaba atropelladamente, no podía estarse quieto y se esforzaba por animarla con una alegría fingida y con bromas inútiles. Le había llevado de regalo un anillo antiguo de granates y brillantes que había sacado del cuarto de su madre, en la seguridad de que ella nunca lo echaría de menos y, aunque lo viera en la mano de Amanda, sería incapaz de reconocerlo, porque Clara no llevaba la cuenta de esas cosas. Amanda se lo devolvió con suavidad.
— Ya ves, Nicolás, eres un niño–dijo sin sonreír.
En el momento de salir, el pequeño Miguel se puso un poncho y se aferró a la mano de su hermana. Nicolás tuvo que recurrir primero a su encanto y luego a la fuerza bruta para dejarlo en manos de la patrona de la pensión, que en los últimos días había sido definitivamente seducida por el supuesto primo de su pensionista, y, contra sus propias normas, había aceptado cuidar al niño esa noche.
Hicieron el trayecto sin hablar, cada uno sumido en sus temores. Nicolás percibía la hostilidad de Amanda como una pestilencia que se hubiera instalado entre los dos. En los últimos días ella había alcanzado a madurar la idea de la muerte y la^ temía menos que al dolor y a la humillación que esa noche tendría que soportar. Él conducía el Covadonga por un sector desconocido de la ciudad, callejuelas estrechas y oscuras, donde se amontonaba la basura junto a los altos muros de las fábricas, en un bosque de chimeneas que le cerraban el paso al color del cielo. Los perros vagos husmeaban la mugre y los mendigos dormían envueltos en periódicos en los nichos de las puertas. Le sorprendió que ése fuera el escenario diario de las actividades de su hermano.
Jaime los estaba esperando en la puerta del consultorio. El delantal blanco y su propia ansiedad le daban un aire mucho mayor. Los llevó a través de un laberinto de helados corredores hasta la sala que había preparado, procurando distraer a Amanda de la fealdad del lugar, para que no viera las toallas amarillentas en los tarros esperando la lavandería del lunes, las palabrotas garabateadas en los muros, las baldosas sueltas y las oxidadas cañerías que goteaban incansablemente. En la puerta
del pabellón Amanda se detuvo con una expresión de terror: había visto el instrumental y la mesa ginecológica y lo que hasta ese momento era una idea abstracta y un coqueteo con la posibilidad de la muerte, en ese instante cobró forma. Nicolás estaba lívido, pero Jaime los tomó del brazo y los obligó a entrar.
— ¡No mires, Amanda! Te voy a dormir, para que no sientas nada–le dijo.
Nunca había colocado anestesia ni había intervenido en una operación. Como estudiante se limitaba a labores administrativas, llevar estadísticas, llenar fichas y ayudar en curaciones, suturas y tareas menores. Estaba más asustado que la misma Amanda, pero adoptó la actitud prepotente y relajada que le había visto a los médicos, para que creyera que todo ese asunto no era más que rutina. Quiso evitarle la pena de desnudarse y evitarse él mismo la Inquietud de observarla, de modo que la ayudó a acostarse vestida sobre la mesa. Mientras se lavaba e indicaba a Nicolás la forma de hacerlo también, trataba de distraerla con la anécdota del fantasma español que se había aparecido a Clara en una sesión de los viernes, con el cuento de que había un tesoro escondido en las fundaciones de la casa, y le habló de su familia: un montón de locos extravagantes por varias generaciones, de los cuales hasta los espectros se burlaban. Pero Amanda no lo escuchaba, estaba pálida como un sudario y le castañeteaban los dientes.
— ¿Para qué son esas correas? ¡No quiero que me amarres! — se estremeció.
— No te voy a amarrar. Nicolás te va a administrar el éter. Respira tranquila, no te asustes y cuando despiertes habremos terminado–sonrió Jaime con los ojos por encima de su máscara.
Nicolás acercó a la joven la mascarilla de la anestesia y lo último que ella vio antes de hundirse en la oscuridad, fue a Jaime mirándola con amor, pero creyó que lo estaba soñando. Nicolás le quitó la ropa y la ató a la mesa, consciente de que eso era peor que una violación, mientras su hermano aguardaba con las manos enguantadas, tratando de no ver en ella a la mujer que ocupaba todos sus pensamientos, sino tan sólo un cuerpo como tantos que pasaban a diario por esa misma mesa en un grito de dolor. Comenzó a trabajar con lentitud y cuidado, repitiéndose lo que tenía que hacer, mascullando el texto del libro que se había aprendido de memoria, con el sudor cayendo sobre los ojos, atento a la respiración de la muchacha, al color de su piel, al ritmo de su corazón, para indicar a su hermano que le pusiera más éter cada vez que gemía, rezando para que no se produjera alguna complicación, mientras hurgaba en su más profunda intimidad, sin dejar, en todo ese tiempo, de maldecir a su hermano con el pensamiento, porque si ese hijo fuera suyo y no de Nicolás, habría nacido sano y completo, en vez de irse en pedazos por el desagüe de ese miserable consultorio y él lo habría acunado y protegido, en vez de extraerlo de su nido a cucharadas. Veinticinco minutos después había terminado y ordenó a Nicolás que lo ayudara a acomodarla mientras se le pasaba el efecto del éter, pero vio que su hermano se tambaleaba apoyado contra la pared, presa de violentas arcadas.
— ¡Idiota! — rugió Jaime- ¡Anda al baño y después que vomites la culpa aguarda en la sala de espera, porque todavía tenemos para largo!
Nicolás salió a tropezones y Jaime se quitó los guantes y la máscara y procedió a soltar las correas de Amanda, ponerle delicadamente su ropa, ocultar los vestigios ensangrentados de su obra y retirar de su vista los instrumentos de su tortura. Luego la levantó en brazos, saboreando ese instante en que podía estrecharla contra su pecho, y la llevó a una cama donde había puesto sábanas limpias, que era más de lo que tenían las mujeres que acudían al consultorio a pedir socorro. La arropó y se sentó a su lado. Por primera vez en su vida podía observarla a su antojo. Era más pequeña y
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sonajera de abalorios, y, tal como siempre lo había sospechado, en su cuerpo delgado los huesos eran apenas una sugerencia entre las pequeñas colinas y los lisos valles de su feminidad. Sin su melena escandalosa y sus ojos de esfinge, parecía de quince años. Su vulnerabilidad pareció a Jaime más deseable que todo lo que en ella antes lo había seducido. Se sentía dos veces más grande y pesado que ella y mil veces más fuerte, pero se sabía derrotado de antemano por la ternura y las ansias de protegerla. Maldijo su invencible sentimentalismo y trató de verla como la amante de su hermano a quien acababa de practicar un aborto, pero de inmediato comprendió que era un intento inútil y se abandonó al placer y al sufrimiento de amarla. Acarició sus manos transparentes, sus finos dedos, la caracola de sus orejas, recorrió su cuello oyendo el rumor imperceptible de a vida en sus venas. Acercó la boca a sus labios y aspiró con avidez el olor de la anestesia, pero no se atrevió a tocarlos.
Amanda regresó del sueño lentamente. Sintió primero el frío y luego la sacudieron las arcadas. Jaime la consoló hablándole en el mismo lenguaje secreto que reservaba para los animales y para los niños más pequeños del hospital de pobres, hasta que se fue calmando. Ella comenzó 1 llorar y él siguió acariciándola. Se quedaron en silencio, ella oscilando entre la modorra, las náuseas, la angustia y el dolor que empezaba a atenazar su vientre, y él deseando que esa noche no terminara nunca.
— ¿Crees que podré tener hijos? — preguntó ella por último.
— Supongo que sí–respondió él-. Pero búscales un padre responsable.
Los dos sonrieron aliviados. Amanda buscó en el rostro moreno de Jaime, inclinado tan cerca del suyo, alguna semejanza con el de Nicolás, pero no pudo encontrarla. Por primera vez en su existencia de nómade se sintió protegida y segura, suspiró contenta y olvidó la sordidez que la rodeaba, las paredes descascaradas, los fríos armarios metálicos, los pavorosos instrumentos, el olor a desinfectante y también ese ronco dolor que se había instalado en sus entrañas.
— Por favor, acuéstate a mi lado y abrázame–dijo.
Él se tendió tímidamente en la angosta cama rodeándola con sus brazos. Procuraba mantenerse quieto para no molestarla y no caerse. Tenía la ternura torpe de quien nunca ha sido amado y debe improvisar. Amanda cerró los ojos y sonrió. Estuvieron así, respirando juntos en completa calma, como dos hermanos, hasta que comenzó a aclarar y la luz de la ventana fue más fuerte que la de la lámpara. Entonces Jaime la ayudó a ponerse en pie, le colocó el abrigo y la llevó del brazo hasta la antesala donde Nicolás se había quedado dormido en una silla.
— ¡Despierta! Vamos a llevarla a casa, para que la cuide mi madre. Es mejor no dejarla sola por unos días–dijo Jaime.
— Sabía que podíamos contar contigo, hermano–agradeció Nicolás, emocionado.
— No lo hice por ti, desgraciado, sino por ella–gruñó Jaime dándole la espalda.
En la gran casa de la esquina los recibió Clara sin hacer preguntas, o tal vez se las hizo directamente a los naipes o a los espíritus. Tuvieron que despertarla, porque estaba amaneciendo y nadie se había levantado aún.
— Mamá, ayude a Amanda–pidió Jaime con la seguridad que daba la larga complicidad que tenían en esos asuntos-. Está enferma y se quedará aquí unos días.
— ,Y Miguelito? — preguntó Amanda.
— Yo iré a buscarlo–dijo Nicolás y salió.
Prepararon uno de los cuartos de huéspedes y Amanda se acostó. Jaime le tomó la temperatura y dijo que debía descansar. Hizo ademán de retirarse, pero se quedó
parado en el umbral de la puerta, indeciso. En eso volvió Clara con una bandeja con café para los tres. — Supongo que le debemos una explicación, mamá–murmuró Jaime.
— No, hijo–respondió Clara alegremente-. Si es pecado, prefiero que no me lo cuenten. Vamos a aprovechar para regalonear un poco a Amanda, que mucha falta le hace.
Salió seguida por su hijo. Jaime vio a su madre avanzar por el corredor, descalza, con el pelo suelto en la espalda, arropada con su bata blanca y notó que no era alta y fuerte como la había visto en su infancia. Estiró la mano y la retuvo de un hombro. Ella volteó la cabeza, sonrió, y Jaime la abrazó compulsivamente, estrechándola contra su pecho, raspando su frente con el mentón donde su barba imposible ya reclamaba otra afeitada. Era la primera vez que le hacía una caricia espontánea desde que era una criatura prendida por necesidad a sus pechos y Clara se sorprendió al darse cuenta lo grande que era su hijo, con un tórax de levantador de pesas y unos brazos como martillos que la estrujaban en un gesto temeroso. Emocionada y feliz, se preguntó cómo era posible que ese hombronazo peludo con la fuerza de un oso y el candor de una novicia, hubiera estado alguna vez en su barriga y además en compañía de otro.
En los días siguientes Amanda tuvo fiebre. Jaime, asustado, vigilaba a toda hora y le administraba sulfa. Clara la cuidaba. No dejó de observar que Nicolás preguntaba por ella discretamente, pero no hacía ningún amago de visitarla, en cambio Jaime se encerraba con ella, le prestaba sus libros más queridos y andaba como iluminado, hablando incoherencias y rondando por la casa como nunca lo había hecho, hasta el punto que el jueves olvidó la reunión de los socialistas.
Así fue como Amanda pasó a formar parte de la familia durante un tiempo y como Miguelito, por una circunstancia especial, estuvo presente escondido en el armario, el día que nació Alba en la casa de los Trueba y nunca más olvidó el grandioso y terrible espectáculo de la criatura apareciendo al mundo envuelta en sus mucosidades ensangrentadas, entre los gritos de su madre y el alboroto de mujeres que se afanaban a su alrededor.
Entretanto, Esteban Trueba había partido de viaje a Norteamérica. Cansado del dolor de huesos y de aquella secreta enfermedad que sólo él percibía, tomó la decisión de hacerse examinar por médicos extranjeros, porque había llegado a la prematura conclusión de que los doctores latinos eran todos unos charlatanes más cercanos al brujo aborigen que al científico. Su empequeñecimiento era tan sutil, tan lento y solapado, que nadie más se había dado cuenta. Tenía que comprar los zapatos un número más chico, tenía que hacer acortar los pantalones y mandar hacer alforzas a las mangas de sus camisas. Un día se puso el calañé que no había usado en todo el verano y vio que le cubría completamente las orejas, de donde dedujo horrorizado que si estaba encogiendo el tamaño de su cerebro, probablemente también se achicarían sus ideas. Los médicos gringos le midieron el cuerpo, le pesaron las presas una por una, lo interrogaron en inglés, le inyectaron líquidos con una aguja y se los extrajeron con otra, lo fotografiaron, lo dieron vuelta al revés como un guante y hasta le metieron una lámpara por el ano. Al final concluyeron que eran puras ideas suyas, que no pensaba estarse encogiendo, que siempre había tenido el mismo tamaño y que seguramente había soñado que alguna vez midió un metro ochenta y calzó cuarenta y dos. Esteban Trueba acabó de perder la paciencia y regresó a su patria dispuesto a no prestar atención al problema de la estatura, puesto que todos los grandes políticos de la historia habían sido pequeños, desde Napoleón hasta Hitler. Cuando llegó a su casa, vio a Miguel jugando en el jardín y a Amanda más delgada y ojerosa, desprovista de sus collares y sus pulseras, sentada con Jaime en la terraza. No hizo preguntas,
porque estaba acostumbrado a ver gente extraña a la familia viviendo bajo su propio techo.