La infancia de Blanca transcurrió sin grandes sobresaltos, alternando aquellos calientes veranos en Las Tres Marías, donde descubría la fuerza de un sentimiento que crecía con ella, y la rutina de la capital, similar a la de otras niñas de su edad y su medio, a pesar de que la presencia de Clara ponía una nota extravagante en su vida. Todas las mañanas aparecía la Nana con el desayuno a sacudirle la modorra y vigilarle el uniforme, estirarle los calcetines, ponerle el sombrero, los guantes y el pañuelo, ordenar los libros en el bolsón, mientras intercalaba oraciones murmuradas por el alma de los muertos, con recomendaciones en voz alta para que Blanca no se dejara embaucar por las monjas.
— Esas mujeres son todas unas depravadas–le advertía–que eligen a las alumnas más bonitas, más inteligentes y de buena familia, para meterlas al convento, afeitan la cabeza a las novicias, pobrecitas, y las destinan a perder su vida haciendo tortas para vender y cuidando viejitos ajenos.
El chofer llevaba a la niña al colegio, donde la primera actividad del día era la misa y la comunión obligatoria. Arrodillada en su banco, Blanca aspiraba el intenso olor del incienso y las azucenas de María, y padecía el suplicio combinado de las náuseas, la culpa y el aburrimiento. Era lo único que no le gustaba del colegio. Amaba los altos corredores de piedra, la limpieza inmaculada de los pisos de mármol, los blancos muros desnudos, el Cristo de fierro que vigilaba la entrada. Era una criatura romántica y sentimental, con tendencia a la soledad, de pocas amigas, capaz de emocionarse hasta las lágrimas cuando florecían las rosas en el jardín, cuando aspiraba el tenue olor a trapo y jabón de las monjas que se inclinaban sobre sus tareas, cuando se quedaba rezagada para sentir el silencio triste de las aulas vacías. Pasaba por tímida y melancólica. Sólo en el campo, con la piel dorada por el sol y la barriga llena de fruta tibia, corriendocon Pedro Tercero por los potreros, era risueña y alegre. Su madre decía que ésa era la verdadera Blanca y que la otra, la de la ciudad, era una Blanca en hibernación.
Debido a la agitación constante que reinaba en la gran casa de la esquina, nadie, excepto la Nana, se dio cuenta de que Blanca estaba convirtiéndose en una mujer. Entró en la adolescencia de golpe. Había heredado de los Trueba la sangre española y árabe, el porte señorial, el rictus soberbio, la piel aceitunada y los ojos oscuros de sus genes mediterráneos, pero teñidos por la herencia de la madre, de quien sacó la dulzura que ningún Trucha tuvo jamás. Era una criatura tranquila que se entretenía sola, estudiaba, jugaba con sus muñecas y no manifestaba la menor inclinación natural por el espiritismo de su madre o por las rabietas de su padre. La familia decía en tono de chanza que ella era la única persona normal en varias generaciones y, en verdad, parecía ser un prodigio de equilibrio y serenidad. Alrededor de los trece años comenzó a desarrollársele el pecho, afinársele la cintura, adelgazó y estiró como una planta abonada. La Nana le recogió el pelo en un moño, la acompañó a comprar su primer corpiño, su primer par de medias de seda, su primer vestido de mujer y una colección de toallas enanas para lo que ella llamaba la demostración. Entretanto su madre seguía haciendo bailar las sillas por toda la casa, tocando Chopin con el piano cerrado
y declamando los bellísimos versos sin rima, argumento ni lógica, de un poeta joven que había acogido en la casa, de quien se comenzaba a hablar por todas partes, sin enterarse de los cambios que se producían en su hija, sin ver el uniforme del colegio con las costuras reventadas, ni darse cuenta que la cara de fruta se le había sutilmente transformado en un rostro de mujer, porque Clara vivía tnás atenta del aura y los fluidos, que de los kilos o los centímetros. Un día la vio entrar al costurero con su vestido de salir y se extrañó de que aquella señorita alta y morena fuera su pequeña Blanca. La abrazó, la llenó de besos y le. advirtió que pronto tendría la menstruación.
— Siéntese y le explico lo que es eso–dijo Clara.
— No se moleste, mamá, ya va a hacer un año que me viene todos los meses–se rió Blanca.
La relación de ambas no sufrió grandes cambios con el desarrollo de la muchacha, porque estaba basada en los sólidos principios de la total aceptación mutua y la capacidad para burlarse juntas de casi todas las cosas de la vida.
Ese año el verano se anunció temprano con un calor seco y bochornoso que cubrió la ciudad con una reverberación de mal sueño, por eso adelantaron en un par de semanas el viaje a Las Tres Marías. Como todos los años, Blanca esperó ansiosamente el momento de ver a Pedro Tercero y como todos los años, al bajarse del coche lo primero que hizo fue buscarlo con la vista en el lugar de siempre. Descubrió su sombra escondida en el umbral de la puerta y saltó del vehículo, precipitándose a su encuentro con el ansia de tantos meses de soñar con él, pero vio, sorprendida, que el niño daba media vuelta y escapaba.
Blanca anduvo toda la tarde recorriendo los lugares donde se reunían, preguntó por él, lo llamó a gritos, lo buscó en la casa de Pedro García, el viejo, y; por último, al caer la noche se acostó vencida, sin comer. En su enorme cama de bronce, dolida v extrañada, hundió la cara en la almohada y lloró con desconsuelo. La Nana le llevó un vaso de leche con miel y adivinó al instante la causa de su congoja.
— ¡Me alegro! — dijo con una sonrisa torcida-. ¡Ya no tienes edad para jugar con ese mocoso pulguiento!
Media hora más tarde entró su madre a besarla v la encontró sollozando los últimos estertores de un llanto melodramático. Por un instante Clara dejó de ser un ángel distraído y se colocó a la altura de los simples mortales que a los catorce años sufren su primera pena de amor. Quiso indagar, pero Blanca era muy orgullosa o demasiado mujer ya y no le dio explicaciones, de modo que Clara se limitó a sentarse un rato en la cama y acariciarla hasta que se calmó.
Esa noche Blanca durmió mal y despertó al amanecer, rodeada por las sombras de la amplia habitación. Se quedó mirando el artesonado del techo hasta que escuchó el canto del gallo Y entonces se levantó, abrió las cortinas y dejó que entrara la suave luz del alba v los primeros ruidos del mundo. Se acercó al espejo del armar¡o y se miró detenidamente. Se quitó la camisa y observó su cuerpo por primera vez en detalle, comprendiendo que todos esos cambios eran la causa de que su amigo hubiera huido. Sonrió con urna nuera v delicada sonrisa de mujer. Se puso la ropa vieja del verano pasado, que casi no le cruzaba, se arropó con una manta y salió de puntillas para no despertar a la familia. Afuera el campo se sacudía la modorra de la noche y los primeros rayos del sol cruzaban cono sablazos los picos de la cordillera, calentando la tierra y evaporando el rocío en una fina espuma blanca que borraba los contornos de las cosas y convertía el paisaje en una visión de ensueño. Blanca echó a andar en dirección al río. Todo estaba todavía en calma, sus pisadas aplastaban las hojas caídas y las ramas secas, produciendo un leve crepitar, único sonido en aquel vasto espacio
dormido. Sintió que las alamedas imprecisas, los trigales dorados y los lejanos cerros morados perdiéndose en el cielo translúcido de la mañana, eran un recuerdo antiguo en su memoria, algo que había visto antes exactamente así y que ese instante ya lo había vivido. La finísima llovizna de la noche había empapado la tierra y los árboles, sintió la ropa ligeramente húmeda y los zapatos fríos. Respiró el perfume de la tierra mojada, de las hojas podridas, del humus, que despertaba un placer desconocido en sus sentidos.
Blanca llegó hasta el río y vio a su amigo de la infancia sentado en el sitio donde tantas veces se habían dado cita. En ese año, Pedro Tercero no había crecido como ella, sino que seguía siendo el mismo niño delgado, panzudo y moreno, con una sabia expresión de anciano en sus ojos negros. Al verla, se puso de pie y ella calculó que medía media cabeza más que él. Se miraron desconcertados, sintiendo por primera vez que eran casi dos extraños. Por un tiempo que pareció infinito, se quedaron inmóviles, acostumbrándose a los cambios y a las nuevas distancias, pero entonces trinó un gorrión y todo volvió a ser como el verano anterior. Volvieron a ser dos niños que corren, se abrazan y ríen, caen al suelo, se revuelcan, se estrellan contra los guijarros murmurando sus nombres incansablemente, dichosos de estar juntos una vez más. Por fin se calmaron. Ella tenía el pelo lleno de hojas secas, que él quitó una por una.
— Ven, quiero mostrarte algo–dijo Pedro Tercero.
La llevó de la mano. Caminaron, saboreando aquel amanecer del mundo, arrastrando los pies en el barro, recogiendo tallos tiernos para chuparles la savia mirándose y sonriendo, sin hablar, hasta que llegaron a un potrero lejano. El sol aparecía por encima del volcán, pero el día aún no terminaba de instalarse y la tierra bostezaba. Pedro le indicó que se tirara al suelo y guardara silencio. Reptaron acercándose a unos matorrales, dieron un corto rodeo y entonces Blanca la vio. Era una hermosa yegua baya, dando a luz, sola en la colina. Los niños inmóviles, procurando que no se oyera ni su respiración, la vieron jadear y esforzarse hasta que apareció la cabeza del potrillo y luego, después de un largo tiempo, el resto del cuerpo. El animalito cayó a tierra y la madre comenzó a lamerlo, dejándolo limpio y brillante como madera encerada, animándolo con el hocico para que intentara pararse. El potrillo trató de ponerse en pie, pero se le doblaban sus frágiles patas de recién nacido y se quedó echado, mirando a su madre con aire desvalido, mientras ella relinchaba saludando al sol de la mañana. Blanca sintió la felicidad estallando en su pecho y brotando en lágrimas de sus ojos.
— Cuando sea grande, me voy a casar contigo y vamos a vivir aquí, en Las Tres Marías–dijo en un susurro.
Pedro se la quedó mirando con expresión de viejo triste y negó con la cabeza. Era todavía mucho más niño que ella, pero ya conocía su lugar en el mundo. También sabía que amaría a aquella niña durante toda su existencia, que ese amanecer perduraría en su recuerdo y que sería lo último que vería en el momento de morir.
Ese verano lo pasaron oscilando entre la infancia, que aún los retenía, y el despertar del hombre y de la mujer. Por momentos corrían como criaturas, soliviantando gallinas y alborotando vacas, se hartaban de leche tibia recién ordeñada y les quedaban bigotes de espuma, se robaban el pan salido del horno, trepaban a los árboles para construir casitas arbóreas. Otras veces se escondían en los lugares más secretos y tupidos del bosque, hacían lechos de hoja y jugaban a que estaban casados, acariciándose hasta la extenuación. No habían perdido la inocencia para quitarse la ropa sin curiosidad y bañarse desnudos en el río, como lo habían hecho siempre, zambulléndose en el agua fría y dejando que la corriente los arrastrara sobre las
piedras lustrosas del fondo. Pero había cosas que ya no compartían como antes. Aprendieron a tenerse vergüenza. Ya no competían para ver quién era capaz de hacer el charco más grande de orina y Blanca no le habló de aquella materia oscura que le manchaba los calzones una vez al mes. Sin que nadie se lo dijera, se dieron cuenta de que no podían tener familiaridades delante de los demás. Cuando Blanca se ponía su ropa de señorita y se sentaba en las tardes en la terraza a beber limonada con su familia, Pedro Tercero la observaba de lejos, sin acercarse. Comenzaron a ocultarse para sus juegos. Dejaron de andar tomados de la mano a la vista de los adultos y se ignoraban para no atraer su atención. La Nana respiró más tranquila, pero Clara empezó a observarlos más cuidadosamente.
Terminaron las vacaciones y los Trueba regresaron a la capital cargados de frascos de dulces, compotas, cajones de fruta, quesos, gallinas y conejos en escabeche, cestos con huevos. Mientras acomodaban todo en los coches que los llevarían al tren, Blanca y Pedro Tercero se escondieron en el granero para despedirse. En esos tres meses habían llegado a amarse con aquella pasión arrebatada que los trastornó durante el resto de sus vidas. Con el tiempo ese amor se hizo más invulnerable y persistente, pero ya entonces tenía la misma profundidad y certeza que lo caracterizó después. Sobre una pila de grano, aspirando el aromático polvillo del granero en la luz dorada y difusa de la mañana que se colaba entre las tablas, se besaron por todos lados, se lamieron, se mordieron, se chuparon, sollozaron y bebieron las lágrimas de los dos, se juraron eternidad y se pusieron de acuerdo en un código secreto que les serviría para comunicarse durante los meses de separación.
Todos los que vivieron aquel momento, coinciden en que eran alrededor de las ocho de la noche cuando apareció Férula, sin que nada presagiara su llegada. Todos pudieron verla con su blusa almidonada, su manojo de llaves en la cintura y su moño de solterona, tal como la habían visto siempre en la casa. Entró por la puerta del comedor en el momento en que Esteban comenzaba a trinchar el asado y la reconocieron inmediatamente, a pesar de que hacía seis años que no la veían y estaba muy pálida y mucho más anciana. Era un sábado y los mellizos, Jaime y Nicolás, habían salido del internado a pasar el fin de semana con su familia, de modo que también estaban allí. Su testimonio es muy importante, porque eran los únicos miembros de la familia que vivían alejados por completo de la mesa de tres patas, preservados de la magia y el espiritismo por su rígido colegio inglés. Primero sintieron un frío súbito en el comedor y Clara ordenó que cerraran las ventanas, porque pensó que era una corriente de aire. Luego oyeron el tintineo de las llaves y casi enseguida se abrió la puerta y apareció Férula, silenciosa y con una expresión lejana, en el mismo instante en que entraba la Nana por la puerta de la cocina, con la fuente de la ensalada. Esteban Trueba se quedó con el cuchillo y el tenedor de trinchar en el aire, paralizado por la sorpresa, y los tres niños gritaron ¡tía Férula! casi al unísono. Blanca alcanzó a pararse para ir a su encuentro, pero Clara, que se sentaba a su lado, estiró la mano y la sujetó de un brazo. En realidad Clara fue la única que se dio cuenta a la primera mirada de lo que estaba ocurriendo, debido a su larga familiaridad con los asuntos sobrenaturales, a pesar de que nada en el aspecto de su cuñada delataba su verdadero estado. Férula se detuvo a un metro de la mesa, los miró a todos con ojos vacíos e indiferentes y luego avanzó hacia Clara, que se puso de pie, pero no hizo ningún ademán de acercarse, sino que cerró los ojos y comenzó a respirar agitadamente, como si estuviera incubando uno de sus ataques de asma. Férula se acercó a ella, le puso una mano en cada hombro y la besó en la frente con un beso breve. Lo único que se escuchaba en el comedor era la respiración jadeante de Clara y el campanilleo metálico de las llaves en la cintura de Férula. Después de besar a su
cuñada, Férula pasó por su lado y salió por donde mismo había entrado, cerrando la puerta a sus espaldas con suavidad. En el comedor quedó la familia inmóvil, como en una pesadilla. De pronto la Nana comenzó a temblar tan fuerte, que se le cayeron los cucharones de la ensalada y el ruido de la plata al chocar contra el parquet los sobresaltó a todos. Clara abrió los ojos. Seguía respirando con dificultad y le caían lágrimas silenciosas por las mejillas y el cuello, manchándole la blusa.
— Férula ha muerto–anunció.
Esteban Trueba soltó los cubiertos de trinchar el asado sobre el mantel y salió corriendo del comedor. Llegó hasta la calle llamando a su hermana, pero no encontró ni rastro de ella. Entretanto Clara ordenó a un sirviente que fuera a buscar los abrigos y cuando su esposo regresó, estaba colocándose el suyo y tenía las llaves del automóvil en la mano.
— Vamos donde el padre Antonio–le dijo.
Hicieron el camino en silencio. Esteban conducía con el corazón oprimido, buscando la antigua parroquia del padre Antonio en esos barrios de pobres donde hacía muchos años que no ponía los pies. El sacerdote estaba pegando un botón a su raída sotana cuando llegaron con la noticia de que Férula había muerto.
— ¡No puede ser! — exclamó-. Yo estuve con ella hace dos días y estaba en buena salud y con buen ánimo.
— Llévenos a su casa, padre, por favor–suplicó Clara-. Yo sé por qué se lo digo. Está muerta.
Ante la insistencia de Clara, el padre Antonio los acompañó. Guió a Esteban por unas calles estrechas hasta el domicilio de Férula. Durante esos años de soledad, ella había vivido en uno de aquellos conventillos donde iba a rezar el rosario contra la voluntad de los beneficiados en los tiempos de su juventud. Tuvieron que dejar el coche a varias cuadras de distancia, porque las calles fueron haciéndose más y más estrechas, hasta que comprendieron que estaban hechas para andar sólo a pie o en bicicleta. Se internaron caminando, evitando los charcos de agua sucia que desbordaba de las acequias, sorteando la basura apilada en montones donde los gatos escarbaban como sombras sigilosas. El conventillo era un largo pasaje de casas ruinosas, todas iguales, pequeñas y humildes viviendas de cemento, con una sola puerta y dos ventanas, pintadas de parduzcos colores, desvencijadas, comidas por la humedad, con alambres tendidos a través del pasaje, donde en el día se colgaba la ropa al sol, pero a esa hora de la noche, vacíos, se mecían imperceptiblemente. En el centro de la callejuela había un único pilón de agua para abastecer a todas las familias que vivían allí y sólo dos faroles alumbraban el corredor entre las casas. El padre Antonio saludó a una vieja que se hallaba junto al pilón de agua esperando que se llenara un balde con el chorro miserable que salía del grifo.
— ¿Ha visto a la señorita Férula? — preguntó.
— Debe estar en su casa, padre. No la he visto en los últimos días–dijo la vieja.
El padre Antonio señaló una de las viviendas, igual a las demás, triste, descascarada y sucia, pero la única que tenía dos tarros colgando junto a la puerta donde crecían unas pequeñas matas de cardenales, la flor del pobre. El sacerdote golpeó la puerta.
— ¡Entren, no más! — gritó la vieja desde el pilón-. La señorita nunca pone llave en la puerta. ¡Ahí no hay nada que robar!
Esteban Trueba abrió llamando a su hermana, pero no se atrevió a entrar. Clara fue la primera en cruzar el umbral. Adentro estaba oscuro y les salió al encuentro el inconfundible aroma de lavanda y de limón. El padre Antonio encendió un fósforo. La
débil llama abrió un círculo de luz en la penumbra, pero antes que pudieran avanzar o darse cuenta de qué los rodeaba, se apagó.
— Esperen aquí–dijo el cura-. Yo conozco la casa.
Avanzó a tientas y al rato encendió una vela. Su figura se destacó grotescamente y vieron su rostro deformado por la luz que le daba desde abajo flotando a media altura, mientras su gigantesca sombra bailoteaba contra las paredes. Clara describió esta escena con minuciosidad en su diario, detallando con cuidado las dos habitaciones oscuras, cuyos muros estaban manchados por la humedad, el pequeño baño sucio y sin agua corriente, la cocina donde sólo quedaban sobras de pan viejo y un tarro con un poco de té. El resto de la vivienda de Férula pareció a Clara congruente con la pesadilla que había comenzado cuando su cuñada apareció en el comedor de la gran casa de la esquina para despedirse. Le dio la impresión de ser la trastienda de un vendedor de ropa usada o las bambalinas de una mísera compañía de teatro en gira. De unos clavos en los muros colgaban trajes anticuados, boas de plumas, escuálidos pedazos de piel, collares de piedras falsas, sombreros que habían dejado de usarse hacía medio siglo, enaguas desteñidas con sus encajes raídos, vestidos que fueron ostentosos y cuyo brillo ya no existía, inexplicables chaquetas de almirantes y casullas de obispos, todo revuelto en una hermandad grotesca, donde anidaba el polvo de años. Por el suelo había un trastorno de zapatos de raso, bolsos de debutante, cinturones de bisutería, suspensores y hasta una flamante espada de cadete militar. Vio pelucas tristes, potiches con afeites, frascos vacíos y un descomedimiento de artículos imposibles sembrados por todos lados.
Una puerta estrecha separaba las únicas dos habitaciones. En el otro cuarto, yacía Férula en su cama. Engalanada como reina austríaca, vestía un traje de terciopelo apolillado, enaguas de tafetán amarillo y sobre su cabeza, firmemente encasquetada, brillaba una increíble peluca rizada de cantante de ópera. Nadie estaba con ella, nadie supo de su agonía y calcularon que hacía muchas horas que había muerto, porque los ratones comenzaban ya a mordisquearle los pies y a devorarle los dedos. Estaba magnífica en su desolación de reina y tenía en el rostro la expresión dulce y serena que nunca tuvo en su existencia de pesadumbre.
— Le gustaba vestirse con ropa usada que conseguía de segunda mano o recogía en los basurales, se pintaba y se ponía esas pelucas, pero nunca le hizo mal a nadie, por el contrario, hasta el final de sus días rezaba el rosario para la salvación de los pecadores–explicó el padre Antonio.
— Déjeme sola con ella–dijo Clara con firmeza.
Los dos hombres salieron al pasaje, donde ya comenzaban a juntarse los vecinos. Clara se sacó el abrigo de lana blanca y se subió las mangas, se acercó a su cuñada, le quitó con suavidad la peluca y vio que estaba casi calva, anciana y desvalida. La besó en la frente tal como ella la había besado pocas horas antes en el comedor de su casa y enseguida procedió, con toda calma, a improvisar los ritos de la muerte. La desnudó, la lavó, la jabonó meticulosamente sin olvidar ningún resquicio, la friccionó con agua de colonia, la empolvó, cepilló sus cuatro pelos amorosamente, la vistió con los más estrafalarios y elegantes andrajos que encontró, le puso su peluca de soprano, devolviéndole en la muerte esos infinitos servicios que le había prestado Férula en la vida. Mientras trabajaba, luchando contra el asma, le iba contando de Blanca, que ya era una señorita, de los mellizos, de la gran casa de la esquina, del campo «y si vieras cómo te echamos de menos, cuñada, la falta que me haces para cuidar a esa familia, ya sabes que yo no sirvo para las tareas de la casa, los muchachos están insoportables, en cambio Blanca es una niña adorable, y las hortensias que tú plantaste con tu propia mano en Las Tres Marías se han puesto maravillosas, hay
algunas azules, porque puse monedas de cobre en la tierra de abono, para que brotaran de ese color, es un secreto de la naturaleza, y cada vez que las coloco en los floreros me acuerdo de ti, pero también me acuerdo de ti cuando no hay hortensias, me acuerdo siempre, Férula, porque la verdad es que desde que te fuiste de mi lado nunca más nadie me ha dado tanto amor».
Terminó de acomodarla, se quedó un rato hablándole y acariciándola y después llamó a su marido y al padre Antonio, para que se ocuparan del entierro. En una caja de galletas encontraron intactos los sobres con el dinero que Esteban había enviado mensualmente a su hermana durante esos años. Clara se los dio al sacerdote para sus obras piadosas, segura de que ése era el destino que Férula pensaba darles de todos modos.
El cura se quedó con la muerta para que los ratones no le faltaran el respeto. Era cerca de la medianoche cuando salieron. En la puerta se habían aglomerado los vecinos del conventillo para comentar la noticia. Tuvieron que abrirse paso apartando a los curiosos y espantando a los perros que olisqueaban entre la gente. Esteban se alejó a grandes zancadas llevando a Clara del brazo casi a rastras, sin fijarse en el agua sucia que salpicaba sus impecables pantalones grises del sastre inglés. Estaba furioso porque su hermana, aún después de muerta, conseguía hacerlo sentirse culpable, igual como cuando era un niño. Recordó su infancia, cuando lo rodeaba de sus oscuras solicitudes, envolviéndolo en deudas de gratitud tan grandes, que en todos los días de su vida no alcanzaría a pagarlas. Volvió a sufrir el sentimiento de indignidad que a menudo lo atormentaba en su presencia y a detestar su espíritu de sacrificio, su severidad, su vocación de pobreza y su inconmovible castidad, que él sentía como un reproche de su naturaleza egoísta, sensual y ansiosa de poder. ¡Que te lleve el diablo, maldita!, masculló, negándose a admitir, ni en lo más íntimo de su corazón, que su mujer tampoco llegó a pertenecerle después que él echó a Férula de la casa.
— ;Por qué vivía así, si le sobraba el dinero? — gritó Esteban.
— Porque le faltaba todo lo demás–replicó Clara dulcemente.
Durante los meses que estuvieron separados, Blanca y Pedro Tercero intercambiaron por correo misivas inflamadas que él firmaba con nombre de mujer y ella ocultaba apenas llegaban. La Nana logró interceptar una o dos, pero no sabía leer y aunque hubiera sabido, el código secreto le impedía enterarse del contenido, afortunadamente para ella, porque su corazón no lo hubiera resistido. Blanca pasó el invierno tejiendo un chaleco de punto con lana de Escocia en la clase de labores del colegio, pensando en las medidas del muchacho. En la noche dormía abrazada al chaleco, aspirando el olor de la lana y soñando que era él quien dormía en su cama. Pedro Tercero, a su vez, pasó el invierno componiendo canciones en la guitarra para cantar a Blanca y tallando su imagen en cuanto trocito de madera caía en sus manos, sin poder separar el recuerdo angélico de la muchacha con aquellas tormentas que le hervían en la sangre, le ablandaban los huesos, le estaban haciendo cambiar la voz y salir pelos en la cara. Se debatía inquieto entre las exigencias de su cuerpo, que se estaba transformando en el de un hombre, y la dulzura de un sentimiento que todavía estaba teñido por los juegos inocentes de la infancia. Ambos esperaron la llegada del verano con una impaciencia dolorosa y finalmente, cuando éste llegó y volvieron a encontrarse, el chaleco que había tejido Blanca no le entraba a Pedro Tercero por la cabeza, porque en esos meses había dejado atrás la niñez y alcanzado sus proporciones de hombre adulto, y las tiernas canciones de flores y amaneceres que él había compuesto para ella, le sonaron ridículas, porque tenía el porte de una mujer y sus urgencias.
Pedro Tercero seguía siendo delgado, con cabello tieso y los ojos tristes, pero al cambiar la voz adquirió una tonalidad ronca y apasionada con la que sería conocido más tarde, cuando cantara a la revolución. Hablaba poco y era hosco y torpe en el trato, pero tierno y delicado con las manos, tenía largos dedos de artista con los que tallaba, arrancaba lamentos a las cuerdas de la guitarra y dibujaba con la misma facilidad con que sujetaba las riendas de un caballo, blandía el hacha para cortar la leña o guiaba el arado. Era el único en Las Tres Marías que hacía frente al patrón. Su padre, Pedro Segundo, le dijo mil veces que no mirara al patrón a los ojos, que no le contestara, que no se metiera con él y en su deseo de protegerlo legó a darle rotundas palizas para agacharle el moño. Pero el hijo era rebelde. A los diez años ya sabía tanto como la maestra de la escuela de Las Tres Marías y a los doce insistía en hacer el viaje al liceo del pueblo, a caballo o a pie, saliendo de su casita de ladrillos a las cinco de la mañana, lloviera o tronara. Leyó y releyó mil veces los libros mágicos de los baúles encantados del tío Marcos, y siguió alimentándose con otros que le prestaban los sindicalistas del bar y el padre José Dulce María, quien también le enseñó a cultivar su habilidad natural para versificar y a traducir en canciones sus ideas.
— Hijo mío, la Santa Madre Iglesia está a la derecha, pero Jesucristo siempre estuvo a la izquierda–le decía enigmáticamente, entre sorbo y sorbo de vino de misa con que celebraba las visitas de Pedro Tercero.
Así fue como un día Esteban Trucha, que estaba descansando en la terraza después del almuerzo, lo escuchó cantar algo de unas gallinas organizadas que se unían para enfrentar al zorro y lo vencían. Lo llamó.
— Quiero oírte. ¡Canta, a ver! — le ordenó.
Pedro Tercero cogió la guitarra con gesto amoroso, acomodó la pierna en una silla y rasgueó las cuerdas. Se quedó mirando fijamente al patrón mientras su voz de terciopelo se elevaba apasionada en el sopor de la siesta. Esteban Trueba no era tonto y comprendió el desafío.
— ¡Ajá! Veo que la cosa más estúpida se puede decir cantando–gruñó-. ¡Aprende mejor a cantar canciones de amor!
A mí me gusta, patrón. La unión hace la fuerza, como dice el padre José Dulce María. Si las gallinas pueden hacerle frente al zorro, ¿qué queda para los humanos?
Y tomó su guitarra y salió arrastrando los pies sin que el otro discurriera qué decirle, a pesar de que ya tenía la rabia a flor de labios y empezaba a subirle la tensión. Desde ese día, Esteban Trueba lo tuvo en la mira, lo observaba, desconfiaba. Trató de impedir que fuera al liceo inventándole tareas de hombre grande, pero el muchacho se levantaba más temprano y se acostaba más tarde, para cumplirlas. Fue ese año que Esteban lo azotó con la fusta delante de su padre porque llevó a los inquilinos las novedades que andaban circulando entre los sindicalistas del pueblo, ideas de domingo de asueto, de sueldo mínimo, de jubilación y servicio médico, de permiso maternal para las mujeres preñadas, de votar sin presiones, y, lo más grave, la idea de una organización campesina que pudiera enfrentarse a los patrones.
Ese verano, cuando Blanca fue a pasar las vacaciones a Las Tres Marías, estuvo a punto de no reconocerlo, porque medía quince centímetros más y había dejado muy atrás al niño vientrudo que compartió con ella todos los veranos de la infancia. Ella se bajó del coche, se estiró la falda y por primera vez no corrió a abrazarlo, sino que le hizo una inclinación de cabeza a modo de saludo, aunque con los ojos le dijo lo que los demás no debían escuchar y que, por otra parte, ya le había dicho en su impúdica
correspondencia en clave. La Nana observó la escena con el rabillo del ojo y sonrió burlona. Al pasar frente a Pedro Tercero le hizo una mueca.
— Aprende, mocoso, a meterte con los de tu clase y no con señoritas–se burló entre dientes.
Esa noche Blanca cenó con toda la familia en el comedor la cazuela de gallina con que siempre los recibían en Las Tres Marías, sin que se vislumbrara en ella ninguna ansiedad durante la prolongada sobremesa en que su padre bebía coñac y hablaba sobre vacas importadas y minas de oro. Esperó que su madre diera la señal de retirarse, luego se paró calmadamente, deseó las buenas noches a cada uno y se fue a su habitación. Por primera vez en su vida, le puso llave a la puerta. Se sentó en la cama sin quitarse la ropa y esperó en la oscuridad hasta que se acallaron las voces de los mellizos alborotando en el cuarto del lado, los pasos de los sirvientes, las puertas, los cerrojos, y la casa se acomodó, en el sueño. Entonces abrió la ventana y saltó, cayendo sobre las matas de hortensias que mucho tiempo atrás había plantado su tía Férula. La noche estaba clara, se oían los grillos y los sapos. Respiró profundamente y el aire le llevó el olor dulzón de los duraznos que se secaban en el patio para las conservas. Esperó que se acostumbraran sus ojos a la oscuridad y luego comenzó a avanzar, pero no pudo seguir más lejos, porque oyó los ladridos furibundos de los perros guardianes que soltaban en la noche. Eran cuatro mastines que se habían criado amarrados con cadenas y que pasaban el día encerrados, a quienes ella nunca había visto de cerca y sabía que no podrían reconocerla. Por un instante sintió que el pánico la hacía perder la cabeza y estuvo a punto de echarse a gritar, pero entonces se acordó que Pedro García, el viejo, le había dicho que los ladrones andan desnudos, para que no los ataquen los perros. Sin vacilar se despojó de su ropa con toda la rapidez que le permitieron sus nervios, se la puso bajo el brazo y siguió caminando con paso tranquilo, rezando para que las bestias no le olieran el miedo. Los vio abalanzarse ladrando y siguió adelante sin perder el ritmo de la marcha. Los perros se aproximaron, gruñendo desconcertados, pero ella no se detuvo. Uno, más audaz que los otros, se acercó a olerla. Recibió el vaho tibio de su aliento en la mitad de la espalda, pero no le hizo caso. Siguieron gruñendo y ladrando por un tiempo, la acompañaron un trecho y, por último, fastidiados, dieron media vuelta. Blanca suspiró aliviada y se dio cuenta que estaba temblando y cubierta de sudor, tuvo que apoyarse en un árbol y esperar hasta que pasara la fatiga que había puesto sus rodillas de lana. Después se vistió a toda prisa y echó a correr en dirección al río.
Pedro Tercero la esperaba en el mismo sitio donde se habían juntado el verano anterior y donde muchos años antes Esteban Trueba se había apoderado de la humilde virginidad de Pancha García. Al ver al muchacho, Blanca enrojeció violentamente. Durante los meses que habían estado separados, él se curtió en el duro oficio de hacerse hombre y ella, en cambio, estuvo recluida entre las paredes de su hogar y del colegio de monjas, preservada del roce de la vida, alimentando sueños románticos con palillos de tejer y lana de Escocia, pero la imagen de sus sueños no coincidía con ese joven alto que se acercaba murmurando su nombre. Pedro Tercero estiró la mano y le tocó el cuello a la altura de la oreja. Blanca sintió algo caliente que le recorría los huesos y le ablandaba las piernas, cerró los ojos y se abandonó. La atrajo con suavidad y la rodeó con sus brazos, ella hundió la nariz en el pecho de ese hombre que no conocía, tan diferente al niño flaco con quien se acariciaba hasta la extenuación pocos meses antes. Aspiró su nuevo olor, se frotó contra su piel áspera, palpó ese cuerpo enjuto y fuerte y sintió una grandiosa y completa paz que en nada se parecía a la agitación que se había apoderado de él. Se buscaron con las lenguas, como lo hacían antes, aunque parecía una caricia recién inventada, cayeron hincados besándose con desesperación y luego rodaron sobre el blando lecho de tierra húmeda.
Se descubrían por vez primera y no tenían nada que decirse. La luna recorrió todo el horizonte, pero ellos no la vieron, porque estaban ocupados en explorar su más profunda intimidad, metiéndose cada uno en el pellejo del otro, insaciablemente.
A partir de esa noche, Blanca y Pedro Tercero se encontraban siempre en el mismo lugar a la misma hora. En el día ella bordaba, leía y pintaba insípidas acuarelas en los alrededores de la casa, ante la mirada feliz de la Nana, que por fin podía dormir tranquila. Clara, en cambio, presentía que algo extraño estaba ocurriendo, porque podía ver un nuevo color en el aura de su hija y creía adivinar la causa. Pedro Tercero hacía sus faenas habituales en el campo y no dejó de ir al pueblo a ver a sus amigos. Al caer la noche estaba muerto de fatiga, pero la perspectiva de encontrarse con Blanca le devolvía la fuerza. No en vano tenía quince años. Así pasaron todo el verano y muchos años más tarde los dos recordarían esas noches vehementes como la mejor época de sus vidas.
Entretanto, Jaime y Nicolás aprovechaban las vacaciones haciendo todas aquellas cosas que estaban prohibidas en el internado británico, gritando hasta desgañitarse, peleando con cualquier pretexto, convertidos en dos mocosos mugrientos, zarrapastrosos, con las rodillas llenas de costras y la cabeza de piojos, hartos de fruta tibia recién cosechada, de sol y de libertad. Salían al alba y no volvían a la casa hasta el anochecer, ocupados en cazar conejos a pedradas, correr a caballo hasta perder el aliento y espiar a las mujeres que jabonaban la ropa en el río.
Así transcurrieron =res años, hasta que el terremoto cambió las cosas. Al final de esas vacaciones, los mellizos regresaron a la capital antes que el resto de la familia, acompañados por la Nana, los sirvientes de la ciudad y gran parte del equipaje. Los muchachos iban directamente al colegio mientras la Nana y los otros empleados arreglaban la gran casa de la esquina para la llegada de los patrones.
Blanca se quedó con sus padres en el campo unos días más. Fue entonces cuando Clara comenzó a tener pesadillas, a caminar sonámbula por los corredores y despertar gritando. En el día andaba como idiotizada, viendo signos premonitorios en el comportamiento de las bestias: que las gallinas no ponen su huevo diario, que las vacas andan espantadas, que los perros aúllan a la muerte y salen las ratas, las arañas y los gusanos de sus escondrijos, que los pájaros han abandonado los nidos y están alejándose en bandadas, mientras sus pichones gritan de hambre en los árboles. Miraba obsesivamente la tenue columna de humo blanco del volcán, escrutando los cambios en el color del cielo. Blanca le preparó infusiones calientes y baños tibios y Esteban recurrió a la antigua cajita de píldoras homeopáticas para tranquilizarla, pero los sueños continuaron.
— ¡La tierra va a temblar! — decía Clara, cada vez más pálida y agitada.
— ¡Siempre tiembla, Clara, por Dios! — respondía Esteban.
— Esta vez será diferente. Habrá diez mil muertos.
— No hay tanta gente en todo el país–se burlaba él.
Comenzó el cataclismo a las cuatro de la madrugada. Clara despertó poco antes con una pesadilla apocalíptica de caballos reventados, vacas arrebatadas por el mar, gente reptando debajo de las piedras y cavernas abiertas en el suelo donde se hundían casas enteras. Se levantó lívida de terror y corrió a la habitación de Blanca. Pero Blanca, como todas las noches, había cerrado con llave su puerta y se había deslizado por la ventana en dirección al río. Los últimas días antes de volver a la ciudad, la pasión del verano adquiría características dramáticas, porque ante la inminencia de una nueva separación, los jóvenes aprovechaban todos los momentos posibles para amarse con
desenfreno. Pasaban la noche en el río, inmunes al frío o el cansancio, retozando con la fuerza de la desesperación, y sólo al vislumbrar los primeros rayos del amanecer, Blanca regresaba a la casa y entraba por la ventana a su cuarto, donde llegaba justo a tiempo para oír cantar a los gallos. Clara llegó hasta la puerta de su hija y trató de abrirla, pero estaba atrancada. Golpeó y como nadie respondió, salió corriendo, dio media vuelta a la casa y entonces vio la ventana abierta de par en par y las hortensias plantadas por Férula pisoteadas. En un instante comprendió la causa del color del aura de Blanca, sus ojeras, su desgano y su silencio, su somnolencia matinal y sus acuarelas vespertinas. En ese mismo momento comenzó el terremoto.
Clara sintió que el suelo se sacudía y no pudo sostenerse en pie. Cayó de rodillas. Las tejas del techo se desprendieron y llovieron a su alrededor con un estrépito ensordecedor. Vio la pared de adobe de la casa quebrarse como si un hachazo le hubiera dado de frente, la tierra se abrió, tal como lo había visto en sus sueños, y una enorme grieta fue apareciendo ante ella, sumergiendo a su paso los gallineros, las artesas del lavado y parte del establo. El estanque de agua se ladeó y cayó al suelo desparramando mil litros de agua sobre las gallinas sobrevivientes que aleteaban desesperadas. A lo lejos, el volcán echaba fuego y humo como un dragón furioso. Los perros se soltaron de las cadenas y corrieron enloquecidos, los caballos que escaparon al derrumbe del establo, husmeaban el aire y relinchaban de terror antes de salir desbocados a campo abierto, los álamos se tambalearon como borrachos y algunos cayeron con las raíces al aire, despachurrando los nidos de los gorriones. Y lo tremendo fue aquel rugido del fondo de la tierra, aquel resuello de gigante que se sintió largamente, llenando el aire de espanto. Clara trató de arrastrarse hacia la casa llamando a Blanca, pero los estertores del suelo se lo impidieron. Vio a los campesinos que salían despavoridos de sus casas, clamando al cielo, abrazándose unos con otros, a tirones con los niños, a patadas con los perros, a empujones con los viejos, tratando de poner a salvo sus pobres pertenencias en ese estruendo de ladrillos y tejas que salían de las entrañas mismas de la tierra, como un interminable rumor de fin de mundo.
Esteban Trueba apareció en el umbral de la puerta en el mismo momento en que la casa se partió como una cáscara de huevo y se derrumbó en una nube de polvo, aplastándolo bajo una montaña de escombros. Clara reptó hasta allá llamándolo a gritos, pero nadie respondió.
La primera sacudida del terremoto duró casi un minuto y fue la más fuerte que se había registrado hasta esa fecha en ese país de catástrofes. Tiró al suelo casi todo lo que estaba en pie y el resto terminó de desmoronarse con el rosario de temblores menores que siguió estremeciendo el mundo hasta que amaneció. En Las Tres Marías esperaron que saliera el sol para contar a los muertos y desenterrar a los sepultados que aún gemían bajo los derrumbes, entre ellos a Esteban Trueba, que todos sabían dónde estaba, pero nadie tenía esperanza de encontrar con vida. Se necesitaron cuatro hombres al mando de Pedro Segundo, para remover el cerro de polvo, tejas y adobes que lo cubría. Clara había abandonado su distracción angélica y ayudaba a quitar las piedras con fuerza de hombre.
— ¡Hay que sacarlo! ¡Está vivo y nos escucha! — aseguraba Clara y eso les daba ánimo para continuar.
Con las primeras luces aparecieron Blanca y Pedro Tercero, intactos. Clara se fue encima de su hija y le dio un par de bofetadas, pero luego la abrazó llorando, aliviada por saberla a salvo y tenerla a su lado.
— ¡Su padre está allí! — señaló Clara.
Los muchachos se pusieron a la tarea con los demás y al cabo de una hora, cuando ya había salido el sol en aquel universo de congoja, sacaron al patrón de su tumba. Eran tantos sus huesos rotos, que no se podían contar, pero estaba vivo y tenía los ojos abiertos.
— Hay que llevarlo al pueblo para que lo vean los médicos–dijo Pedro Segundo.
Estaban discutiendo cómo trasladarlo sin que los huesos se le salieran por todos lados como de un saco roto, cuando llegó Pedro García, el viejo, que gracias a su ceguera y su ancianidad, había soportado el terremoto sin conmoverse. Se agachó al lado del herido y con gran cautela le recorrió el cuerpo, tanteándolo con sus manos, mirando con sus dedos antiguos, hasta que no dejó resquicio sin contabilizar ni rotura sin tener en cuenta.
— Si lo mueven, se muere–dictaminó.
Esteban Trueba no estaba inconsciente y lo oyó con toda claridad, se acordó de la plaga de hormigas y decidió que el viejo era su única esperanza.
— Déjenlo, él sabe lo que hace–balbuceó.
Pedro García hizo traer una manta y entre su hijo y su nieto colocaron al patrón sobre ella, lo alzaron con cuidado y lo acomodaron sobre una improvisada mesa que habían armado al centro de lo que antes era el patio, pero ya no era más que un pequeño claro en esa pesadilla de cascotes, de cadáveres de animales, de llantos de niños, de gemidos de perros y oraciones de mujeres. Entre las ruinas rescataron un odre de vino, que Pedro García distribuyó en tres partes, una para lavar el cuerpo del herido, otra para dársela a tomar y otra que se bebió él parsimoniosamente antes de comenzar a componerle los huesos, uno por uno, con paciencia y calma, estirando por aquí, ajustando por allá, colocando cada uno en su sitio, entablillándolos, envolviéndolos en tiras de sábanas para inmovilizarlos, mascullando letanías de santos curanderos, invocando a la buena suerte y a la Virgen María, y soportando los gritos y blasfemias de Esteban Trueba, sin cambiar para nada su beatífica expresión de ciego. A tientas le reconstituyó el cuerpo tan bien, que los médicos que lo revisaron después no podían creer que eso fuera posible.
— Yo ni siquiera lo habría intentado–reconoció el doctor Cuevas al enterarse.
Los destrozos del terremoto sumieron al país en un largo luto. No bastó a la tierra con sacudirse hasta echarlo todo por el suelo, sino que el mar se retiró varias millas y regresó en una sola gigantesca ola que puso barcos sobre las colinas, muy lejos de la costa, se llevó caseríos, caminos y bestias y hundió más de un metro bajo el nivel del agua a varias islas del Sur. Hubo edificios que cayeron como dinosaurios heridos, otros se deshicieron como castillos de naipes, los muertos se contaban por millares y no quedó familia que no tuviera alguien a quien llorar. El agua salada del mar arruinó las cosechas, los incendios abatieron zonas enteras de ciudades y pueblos y por último corrió la lava y cayó la ceniza como coronación del castigo, sobre las aldeas cercanas a los volcanes. La gente dejó de dormir en sus casas, aterrorizada con la posibilidad de que el cataclismo se repitiera, improvisaban carpas en lugares desiertos, dormían en las plazas y en las calles. Los soldados tuvieron que hacerse cargo del desorden y fusilaban sin más trámites a quien sorprendían robando, porque mientras los más cristianos atestaban las iglesias clamando perdón por sus pecados y rogando a Dios para que aplacara su ira, los ladrones recorrían los escombros y donde aparecía una oreja con un zarcillo o un dedo con un anillo, los volaban de una cuchillada, sin considerar que la víctima estuviera muerta o solamente aprisionada en el derrumbe. Se desató un zafarrancho de gérmenes que provocó diversas pestes en todo el país. El resto del mundo, demasiado ocupado en otra guerra, apenas se enteró de que la
naturaleza se había vuelto loca en ese lejano lugar del planeta, pero así y todo llegaron cargamentos de medicinas, frazadas, alimentos y materiales de construcción, que se perdieron en los misteriosos vericuetos de la administración pública, hasta el punto de que años después, todavía se podían comprar los guisos enlatados de Norteamérica y la leche en polvo de Europa al precio de refinados manjares en los almacenes exclusivos.
Esteban Trueba pasó cuatro meses envuelto en vendas, tieso de tablillas, parches y garfios, en un atroz suplicio de picores e inmovilidad, devorado por la impaciencia. Su carácter empeoró hasta que nadie lo pudo soportar. Clara se quedó en el campo para cuidarlo y cuando se normalizaron las comunicaciones y se restauró el orden, enviaron a Blanca interna a su colegio, porque su madre no podía hacerse cargo de ella.
En la capital, el terremoto sorprendió a la Nana en su cama y a pesar de que allí se sintió menos que en el Sur, igual la mató el susto. La gran casa de la esquina crujió como una nuez, se agrietaron sus paredes y la gran lámpara de lágrimas de cristal del comedor cayó con un clamor de mil campanas, haciéndose añicos. Aparte de eso, lo único grave fue la muerte de la Nana. Cuando pasó el terror del primer momento, los sirvientes se dieron cuenta que la anciana no había salido huyendo a la calle con los demás. Entraron a buscarla y la encontraron en su camastro, con los ojos desorbitados y el poco pelo que le quedaba erizado de pavor. En el caos de esos días, no pudieron darle un sepelio digno, como ella hubiera deseado, sino que tuvieron que enterrarla a toda prisa, sin discursos ni lágrimas. No asistió a su funeral ninguno de los numerosos hijos ajenos que ella con tanto amor crió.
El terremoto marcó un cambio tan importante en la vida de la familia Trueba, que a partir de entonces dividieron los acontecimientos en antes y después de esa fecha. En Las Tres Marías, Pedro Segundo García volvió a asumir el cargo de administrador, ante la imposibilidad del patrón de moverse de su cama. Le tocó la tarea de organizar a los trabajadores, devolver la calma y reconstruir la ruina en que se había convertido la propiedad. Comenzaron por enterrar a sus muertos en el cementerio al pie del volcán, que milagrosamente se había salvado del río de lava que descendió por las laderas del cerro maldito. Las muevas tumbas dieron un aire festivo al humilde camposanto y plantaron hileras de abedules para que dieran sombra a los que visitaban a sus muertos. Reconstruyeron las casitas de ladrillo una por una, exactamente como eran antes, los establos, la lechería y el granero y volvieron a preparar 1a tierra para las siembras, agradecidos de que la lava y la ceniza hubieran caído para el otro lado, salvando la propiedad. Pedro Tercero tuvo que renunciar a sus paseos al pueblo, porque su padre lo requería a su lado. Lo secundaba de mal humor, haciéndole notar que se partían el lomo por volver a poner en pie la riqueza del patrón, pero que ellos seguían siendo tan pobres corno antes.
— Siempre ha sido así, hijo. Usted no puede cambiar la ley de Dios–le replicaba su padre.
— Sí se puede cambiar, padre. Hay gente que lo está haciendo, pero aquí ni siquiera sabemos las noticias. En el mundo están pasando cosas importantes–argüía Pedro Tercero y le soltaba sin pausas el discurso del maestro comunista o del padre José Dulce María. Pedro Segundo no respondía y continuaba trabajando sin vacilaciones. Hacía la vista gorda cuando su hijo, aprovechando que la enfermedad del patrón había relajado la vigilancia, rompía el cerco de censura e introducía en Las Tres Marías los folletos prohibidos de los sindicalistas, los periódicos políticos del maestro y las extrañas versiones bíblicas del cura español.
Por orden de Esteban Trucha, el administrador comenzó la reconstrucción de la casa patronal siguiendo el mismo plano que tenía originalmente. Ni siquiera cambiaron los
adobes de paja y barro cocido por modernos ladrillos, o modificaron el ancho de las ventanas demasiado estrechas. La única mejora fue incorporar agua caliente en los baños y cambiar la antigua cocina de leña por un artefacto a parafina al cual, sin embargo, ninguna cocinera llegó a habituarse y terminó sus días relegado en el patio para uso indiscriminado de las gallinas. Mientras se construía la casa, improvisaron un refugio de tablas con techo de zinc, donde acomodaron a Esteban en su lecho de inválido y desde allí, a través de una ventana, él podía observar los progresos de la obra y gritar sus instrucciones, hirviendo de rabia por su forzada inmovilidad.
Clara cambió mucho en esos meses. Debió ponerse junto a Pedro Segundo García a la tarea de salvar lo que pudiera ser salvado. Por primera vez en su vida se hizo cargo, sin ninguna ayuda, de los asuntos materiales, porque ya no contaba con su marido, con Férula o con la Nana. Despertó al fin de una larga infancia en la que había estado siempre protegida, rodeada de cuidados, de comodidades y sin obligaciones. Esteban Trucha adquirió la maña de que todo lo que comía le caía mal, excepto lo que cocinaba ella, de modo que pasaba una buena parte del día metida en la cocina desplumando gallinas para hacer sopitas de enfermo y amasando pan. Tuvo que hacer de enfermera, lavarlo con una esponja, cambiarle los vendajes, quitarle la bacinilla. Él se puso cada día más furibundo y despótico, le exigía ponme una almohada aquí, no, más arriba, tráeme vino, no, te dije que quería vino blanco, abre la ventana, ciérrala, me duele aquí, tengo hambre, tengo calor, ráscame la espalda, más abajo. Clara llegó a temerlo mucho más que cuando era el hombre sano y fuerte que se introducía en la paz de su vida con un olor a macho ansioso, su vozarrón de huracán, su guerra sin cuartel, su prepotencia de gran señor, imponiendo su voluntad y estrellando sus caprichos contra el delicado equilibrio que ella mantenía entre los espíritus del Más Allá y las almas necesitadas del Más Acá. Llegó a detestarlo. Apenas soldaron los huesos y pudo moverse un poco, le volvió a Esteban el deseo tormentoso de abrazarla y cada vez que ella pasaba por su lado, le lanzaba un manotazo, confundiéndola en su perturbación de enfermo con las robustas campesinas que en sus años mozos lo servían en la cocina y en la cama. Clara sentía que ya no estaba para esos trotes. Las desgracias la habían espiritualizado y la edad y la falta de amor por su marido, la habían llevado a considerar el sexo como un pasatiempo algo brutal, que le dejaba adoloridas las coyunturas y producía desorden en el mobiliario. En pocas horas, el terremoto la hizo aterrizar en la violencia, la muerte y la vulgaridad y la puso en contacto con las necesidades básicas, que antes había ignorado. De nada le sirvieron la mesa de tres patas o la capacidad de adivinar el porvenir en las hojas del té, frente a la urgencia de defender a los inquilinos de la peste y el desconcierto, a la tierra de la sequía y el caracol, a las vacas de la fiebre aftosa, a las gallinas del moquillo, a la ropa de la polilla, a sus hijos del abandono y a su esposo de la muerte y de su propia incontenible ira. Clara estaba muy cansada. Se sentía sola y confundida y en los momentos de las decisiones, al único que podía recurrir en busca de ayuda, era a Pedro Segundo García. Ese hombre leal y silencioso, estaba siempre presente, al alcance de su voz, dando algo de estabilidad al bamboleo borrascoso que había entrado en su vida. A menudo, al final del día, Clara lo buscaba para ofrecerle una taza de té. Se sentaban en sillas de mimbres bajo un alero, a esperar que llegara la noche a aliviar la tensión del día. Miraban la oscuridad que caía suavemente y las primeras estrellas que comenzaban a brillar en el cielo, oían croar a las ranas y se quedaban callados. Tenían muchas cosas que hablar, muchos problemas que resolver, muchos acuerdos pendientes, pero ambos comprendían que esta media hora en silencio era un premio merecido, sorbían su té sin apurarse, para hacerlo durar, y cada uno pensaba en la vida del otro. Se conocían desde hacía más de quince años, estaban cerca todos los veranos, pero en total habían intercambiado muy pocas frases. Él había visto a la patrona como una luminosa
aparición estival, ajena a los afanes brutales de la vida, de una especie diferente a las demás mujeres que había conocido. Incluso entonces, con las manos hundidas en la masa o el delantal ensangrentado por la gallina del almuerzo, le parecía un espejismo en la reverberación del día. Sólo al atardecer, en la calma de esos momentos que compartían con sus tazas de té, podía verla en su dimensión humana. Secretamente le había jurado lealtad y, como un adolescente, a veces fantaseaba con la idea de dar la vida por ella. La apreciaba tanto como odiaba a Esteban Trueba.
Cuando fueron a colocarles el teléfono, a la casa le faltaba mucho para estar habitable. Hacía cuatro años que Esteban Trucha luchaba por conseguirlo y se lo fueron a poner justamente cuando no tenía ni un techo para protegerlo de la intemperie. El artefacto no duró mucho, pero sirvió para llamar a los mellizos y escucharles la voz como si estuvieran en otra galaxia, en medio de un ensordecedor ronroneo y las interrupciones de la operadora del pueblo, que participaba en la conversación. Por teléfono se enteraron de que Blanca estaba enferma y las monjas no querían hacerse cargo de ella. La niña tenía una tos persistente y le daba fiebre con frecuencia. El terror de la tuberculosis estaba presente en todos los hogares, porque no había familia que no tuviera un tísico que lamentar, de modo que Clara decidió ir a buscarla. El mismo día que Clara viajaba, Esteban Trueba destrozó el teléfono a bastonazos, porque empezó a repicar y le gritó que ya iba, que se callara, pero el aparato siguió sonando y él, en un arrebato de furia, le cayó encima a golpes, dislocándose, de paso, la clavícula que a Pedro García, el viejo, tanto le había costado remendar.
Era la primera vez que Clara viajaba sola. Había hecho el mismo trayecto por años, pero siempre distraída, porque contaba con alguien que se hiciera cargo de los detalles prosaicos, mientras ella soñaba observando el paisaje por la ventanilla. Pedro Segundo García la llevó hasta la estación y la acomodó en el asiento del tren. Al despedirse, ella se inclinó, lo besó ligeramente en una mejilla y sonrió. Él se llevó la mano a la cara para proteger del viento aquel beso fugaz y no sonrió, porque lo había invadido la tristeza.
Guiada por la intuición, más que por el conocimiento de las cosas o por la lógica, Clara consiguió llegar hasta el colegio de su hija sin contratiempos. La Madre Superiora la recibió en su escritorio espartano, con un Cristo enorme y sangrante en el muro y un incongruente ramo de rosas rojas sobre la mesa.
— Hemos llamado al médico, señora Trueba–le dijo — . La niña no tiene nada en los pulmones, pero es mejor que se la lleve, el campo le sentará bien. Nosotras no podemos asumir esa responsabilidad, comprenda.
La monja tocó una campanilla y entró Blanca. Se veía más delgada y pálida, con sombras violáceas bajo los ojos que habrían impresionado a cualquier madre, pero Clara comprendió de inmediato que la enfermedad de su hija no era del cuerpo, sino del alma. El horrendo uniforme gris la hacía ver mucho menor de lo que era, a pesar de que sus formas de mujer rebasaban por las costuras. Blanca se sorprendió al ver a su madre, a quien recordaba como un ángel vestido de blanco, alegre y distraído y que en pocos meses se había convertido en una mujer eficiente, con las manos callosas y dos profundas arrugas en las comisuras de la boca.
Fueron a ver a los mellizos al colegio. Era la primera vez que se encontraban después del terremoto y tuvieron la sorpresa de comprobar que el único lugar del territorio nacional que no había sido tocado por el cataclismo fue el viejo colegio, donde lo ignoraron por completo. Allí los diez mil muertos pasaron sin pena ni gloria,
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por las noticias que llegaban de Gran Bretaña con tres semanas de atraso. Extrañadas, vieron que esos dos muchachos que llevaban sangre de moros y españoles en las venas y que habían nacido en el último rincón de América, hablaban el castellano con acento de Oxford y la única emoción que eran capaces de manifestar era la sorpresa, levantando la ceja izquierda. No tenían nada en común con los dos rapaces exuberantes y piojosos que pasaban el verano en el campo. «Espero que tanta flema sajona no me los ponga idiotas», balbuceó Clara al despedirse de sus hijos.
La muerte de la Nana, que a pesar de sus años era la responsable de la gran casa de la esquina en ausencia de los patrones, produjo el desbande de los sirvientes. Sin vigilancia, abandonaron sus tareas y pasaban el día en una orgía de siesta y chismes, mientras se secaban las plantas por falta de riego y se paseaban las arañas por los rincones. El deterioro era tan evidente, que Clara decidió cerrar la casa y despedirlos a todos. Después se dio con Blanca a la tarea de cubrir los muebles con sábanas y poner naftalina por todos lados. Abrieron una por una las jaulas de los pájaros y el cielo se llenó de caturras, canarios, jilgueros y cristofué, que revolotearon enceguecidos por la libertad y finalmente emprendieron el vuelo en todas direcciones. Blanca notó que en todos esos afanes, no apareció fantasma alguno detrás de las cortinas, no llegó ningún rosacruz advertido por su sexto sentido, ni poeta hambriento llamado por la necesidad. Su madre parecía haberse convertido en una señora común y silvestre.
— Usted ha cambiado mucho, mamá–observó Blanca.
— No soy yo, hija. Es el mundo que ha cambiado–respondió Clara.
Antes de irse fueron al cuarto de la Nana en el patio de los sirvientes. Clara abrió sus cajones, sacó la maleta de cartón que usó la buena mujer durante medio siglo y revisó su ropero. No había más que un poco de ropa, unas viejas alpargatas y cajas de todos los tamaños, atadas con cintas y elásticos, donde ella guardaba estampitas de primera comunión y de bautizo, mechones de pelo, uñas cortadas, retratos desteñidos y algunos zapatitos de bebé gastados por el uso. Eran los recuerdos de todos los hijos de la familia Del Valle y después de los Trueba, que pasaron por sus brazos y que ella acunó en su pecho. Debajo de la cama encontró un atado con los disfraces que la Nana usaba para espantarle la mudez. Sentada en el camastro, con esos tesoros en el regazo, Clara lloró largamente a esa mujer que había dedicado su existencia a hacer más cómoda la de otros y que murió sola.
— Después de tanto intentar asustarme a mí, fue ella la que se murió de susto — observó Clara.
Hizo trasladar el cuerpo al mausoleo de los Del Valle, en el Cementerio Católico, porque supuso que a ella no le gustaría estar enterrada con los evangélicos y los judíos y hubiera preferido seguir en la muerte junto a aquellos que había servido en la vida. Colocó un ramo de flores junto a la lápida y se fue con Blanca a la estación, para regresar a Las Tres Marías.
Durante el viaje en el tren, Clara puso al día a su hija sobre las novedades de la familia y la salud de su padre, esperando que Blanca le hiciera la única pregunta que sabía que su hija deseaba hacer, pero Blanca no mencionó a Pedro Tercero García y Clara tampoco se atrevió a hacerlo. Tenía la idea de que al poner nombre a los problemas, éstos se materializan y ya no es posible ignorarlos; en cambio, si se mantienen en el limbo de las palabras no dichas, pueden desaparecer solos, con el transcurso del tiempo. En la estación las esperaba Pedro Segundo con el coche y Blanca se sorprendió al oírlo silbar durante todo el trayecto hasta Las Tres Marías, pues el administrador tenía faena de taciturno.
Encontraron a Esteban Trueba sentado en un sillón tapizado en felpa azul, al cual le habían acomodado ruedas de bicicleta, en espera que llegara de la capital la silla de ruedas que había encargado y que Clara traía en el equipaje. Dirigía con enérgicos bastonazos e improperios los progresos de la casa, tan absorto, que las recibió con un beso distraído y olvidó preguntar por la salud de su hija.
Esa noche comieron en una rústica mesa de tablas, alumbrados por una lámpara de petróleo. Blanca vio a su madre servir la comida en platos de arcilla hechos artesanalmente, tal como hacían los ladrillos, porque en el terremoto había perecido toda la vajilla. Sin la Nana para dirigir los asuntos en la cocina, se habían simplificado hasta la frugalidad y sólo compartieron una espesa sopa de lentejas, pan, queso y dulce de membrillo, que era menos que lo que ella comía en el internado los viernes de ayuno. Esteban decía que apenas pudiera pararse en sus dos piernas, iba a ir en persona a la capital a comprar las cosas más finas y costosas para alhajar su casa, porque ya estaba harto de vivir como un patán por culpa de la maldita naturaleza histérica de ese país del carajo. De todo lo que se habló en la mesa, lo único que Blanca retuvo fue que había despedido a Pedro Tercero García con orden de no volver a pisar la propiedad, porque lo sorprendió llevando ideas comunistas a los campesinos. La muchacha palideció al oírlo y se le cayó el contenido de la cuchara sobre el mantel. Sólo Clara percibió su alteración, porque Esteban estaba enfrascado en su monólogo de siempre sobre los mal nacidos que muerden la mano que les da de comer «¡y todo por culpa de esos politicastros del demonio! Como ese nuevo candidato socialista, un fantoche que se atreve a cruzar el país de Norte a Sur en su tren de pacotilla, soliviantando a la gente de paz con su fanfarria bolchevique, pero más le vale que aquí no se acerque, porque si se baja del tren, nosotros lo hacemos puré, ya estamos preparados, no hay un solo patrón en toda la zona que no esté de acuerdo, no vamos a permitir que vengan a predicar contra el trabajo honrado, el premio justo para el que se esfuerza, la recompensa de los que salen adelante en la vida, no es posible que los flojos tengan lo mismo que nosotros, que laboramos de sol a sol y sabemos invertir nuestro capital, correr los riesgos, asumir las responsabilidades, porque si vamos al grano, el cuento de que la tierra es de quien la trabaja, se les va a dar vuelta, porque aquí el único que sabe trabajar soy yo, sin mí esto era una ruina y seguiría siéndolo, ni Cristo dijo que hay que repartir el fruto de nuestro esfuerzo con los flojos y ese mocoso de mierda, Pedro Tercero, se atreve a decirlo en mi propiedad, no le metí una bala en la cabeza porque estimo mucho a su padre y en cierta forma le debo la vida a su abuelo, pero ya le advertí que si lo veo merodeando por aquí lo hago papilla a escopetazos».
Clara no había participado en la conversación. Estaba ocupada en poner y sacar las cosas de la mesa y vigilar a su hija con el rabillo del ojo, pero al quitar la sopera con el resto de las lentejas oyó las últimas palabras de la cantinela de su marido.
— No puedes impedir que el mundo cambie, Esteban. Si no es Pedro Tercero García, será otro el que traiga las nuevas ideas a Las Tres Marías–dijo.
Esteban Trueba dio un bastonazo a .la sopera que su mujer tenía en las manos y la lanzó lejos, desparramando su contenido por el suelo. Blanca se puso de pie horrorizada. Era la primera vez que veía el mal humor de su padre dirigido contra Clara y pensó que ella entraría en uno de sus trances lunáticos y echaría a volar por la ventana, pero nada de eso ocurrió. Clara recogió los restos de la sopera rota con su calma habitual, sin dar muestras de escuchar las palabrotas de marinero que escupía Esteban. Esperó que terminara de rezongar, le dio las buenas noches con un beso tibio en la mejilla y salió llevándose a Blanca de la mano.
Blanca no perdió la tranquilidad por la ausencia de Pedro Tercero. Iba todos los días al río y esperaba. Sabía que la noticia de su regreso al campo llegaría al muchacho tarde o temprano y el llamado del amor lo alcanzaría dondequiera que estuviera. Así fue, en efecto. Al quinto día vio llegar a un tipo zarrapastroso, cubierto con una manta invernal y un sombrero de ala ancha, arrastrando un burro cargado de utensilios de cocina, ollas de peltre, teteras de cobre, grandes marmitas de fierro esmaltado, cucharones de todos los tamaños, con una sonajera de latas que anunciaba su paso con diez minutos de anticipación. No lo reconoció. Parecía un anciano miserable, uno de esos tristes viajeros que van por la provincia con su mercadería de puerta en puerta. Se le paró al frente, se quitó el sombrero y entonces ella vio los hermosos ojos negros brillando en el centro de una melena y una barba hirsutas. El burro se quedó mordisqueando la yerba con su fastidio de ollas ruidosas, mientras Blanca y Pedro Tercero saciaban el hambre y la sed acumulados en tantos meses de silencio y de separación, rodando por las piedras y los matorrales y gimiendo como desesperados. Después se quedaron abrazados entre las cañas de la orilla. Entre el zumzum de los matapiojos y el croar de las ranas, ella le contó que se había puesto cáscaras de plátano y papel secante en los zapatos para que le diera fiebre y había tragado tiza molida hasta que le dio tos de verdad, para convencer a las monjas de que su inapetencia y su palidez eran síntomas seguros de la tisis.
— ¡Quería estar contigo! — dijo, besándolo en el cuello.
Pedro Tercero le habló de lo que estaba sucediendo en el mundo y en el país, de la guerra lejana que tenía a media humanidad sumida en un destripadero de metralla, una agonía de campo de concentración y un regadero de viudas y huérfanos, le habló de los trabajadores en Europa y en Norteamérica, cuyos derechos eran respetados, porque la mortandad de sindicalistas y socialistas de las décadas anteriores había producido leyes más justas y repúblicas como Dios manda, donde los gobernantes no roban la leche en polvo de los damnificados.
— Los últimos en darse cuenta de las cosas, somos siempre los campesinos, no nos enteramos de lo que pasa en otros lados. A tu padre aquí lo odian. Pero le tienen tanto miedo que no son capaces de organizarse para hacerle frente. ¿Entiendes, Blanca?
Ella entendía, pero en ese momento su único interés era aspirar su olor a grano fresco, lamerle las orejas, hundir los dedos en esa barba tupida, oír sus gemidos enamorados. También tenía miedo por él. Sabía que no solamente su padre le metería la bala prometida en la cabeza, sino que cualquiera de los patrones de la región haría lo mismo con gusto. Blanca le recordó a Pedro Tercero la historia del dirigente socialista, que un par de años antes andaba recorriendo la región en bicicleta, introduciendo panfletos en los fundos y organizando a los inquilinos, hasta que lo atraparon los hermanos Sánchez, lo mataron a palos y lo colgaron de un poste del telégrafo en el cruce de dos caminos, para que todos pudieran verlo. Allí estuvo un día y una noche columpiándose contra el cielo, hasta que llegaron los gendarmes a caballo y lo descolgaron. Para disimular, echaron la culpa a los indios de la reservación, a pesar de que todo el mundo sabía que eran pacíficos y que si tenían miedo de matar una gallina, con mayor razón lo tenían de matar a un hombre. Pero los hermanos Sánchez lo desenterraron del cementerio y volvieron a exhibir el cadáver y esto ya era demasiado para atribuir a los indios. Ni por eso la justicia se atrevió a intervenir y la muerte del socialista fue rápidamente olvidada.
— Te pueden matar–suplicó Blanca abrazándolo.
— Me cuidaré–la tranquilizó Pedro Tercero-. No me quedaré mucho tiempo en el mismo sitio. Por lo mismo no podré verte todos los días. Espérame en este mismo lugar. Yo vendré cada vez que pueda.
— Te quiero–dijo ella sollozando.
— Yo también.
Volvieron a abrazarse con el ardor insaciable propio de su edad, mientras el burro seguía masticando la yerba.
Blanca se las arregló para no regresar al colegio, provocándose vómitos con salmuera caliente, diarrea con ciruelas verdes y fatigas apretándose la cintura con una cincha de caballo, hasta que adquirió fama de mala salud, que era justamente lo que andaba buscando. Tan bien imitaba los síntomas de las más diversas enfermedades, que hubiera podido engañar a una junta de médicos y ella misma llegó a convencerse de que era muy enfermiza. Todas las mañanas, al despertar, hacía una revisión mental de su organismo, para ver dónde le dolía y qué nuevo mal la aquejaba. Aprendió a aprovechar cualquier circunstancia para sentirse enferma, desde un cambio en la temperatura hasta el polen de las flores, y a convertir todo malestar menor en una agonía. Clara era de opinión que lo mejor para la salud era tener las manos ocupadas, así es que mantuvo a raya los malestares de su hija dándole trabajo. La muchacha tenía que levantarse temprano, como todos los demás, bañarse en agua fría y dedicarse a sus quehaceres, que incluían enseñar en la escuela, coser en el taller y hacer todos los oficios de la enfermería, desde poner encinas hasta suturar heridas con aguja e hilo del costurero, sin que le valieran de nada los desmayos a la vista de la sangre, ni los sudores fríos cuando había que limpiar un vómito. Pedro García, el viejo, que ya tenía cerca de noventa años y apenas arrastraba sus huesos, compartía la idea de Clara de que las manos son para usarlas. Así fue como un día que Blanca andaba lamentándose de una terrible jaqueca, la llamó y sin preámbulos le colocó una bola de barro en la falda. Pasó la tarde enseñándole a moldear la arcilla para hacer cacharros de cocina, sin que la muchacha se acordara de sus dolencias. El viejo no sabía que le estaba dando a Blanca lo que más tarde sería su único medio de vida y su consuelo en las horas más tristes. Le enseñó a mover el torno con el pie mientras hacía volar las manos sobre el barro blando, para fabricar vasijas y cántaros. Pero muy pronto Blanca descubrió que lo utilitario la aburría y que era mucho más entretenido hacer figuras de animales y de personas. Con el tiempo se dedicó a fabricar un mundo en miniatura de bestias domésticas y personajes dedicados a todos los oficios, carpinteros, lavanderas, cocineras, todos con sus pequeñas herramientas y muebles.
— ¡Eso no sirve para nada! — dijo Esteban Trucha cuando vio la obra de su hija.
— Busquémosle la utilidad–sugirió Clara.
Así surgió la idea de los Nacimientos. Blanca empezó a producir figuritas para el pesebre navideño, no sólo los reyes magos y los pastores, sino una muchedumbre de personas de la más diversa calaña y toda clase de animales, camellos y cebras del África, iguanas de América y tigres del Asia, sin considerar para nada la zoología propia de Belén. Después agregó animales que inventaba, pegando medio elefante con la mitad de un cocodrilo, sin saber que estaba haciendo con barro lo mismo que su tía Rosa, a quien no conoció, hacía con hilos de bordar en su gigantesco mantel, mientras Clara especulaba
que si las locuras se repiten en la familia, debe ser que existe una memoria genética que impide que se pierdan en el olvido. Los multitudinarios Nacimientos de Blanca se convirtieron en una. curiosidad. Tuvo que entrenar a dos muchachas para que la ayudaran, porque no daba abasto con los pedidos, ese año todo el mundo quería tener uno para la noche de Navidad, especialmente porque eran gratis. Esteban Trucha determinó que la manía del barro estaba bien como diversión de señorita, pero que si
se convertía en un negocio, el nombre de los Trucha sería colocado junto a los de los comerciantes que vendían clavos en las ferreterías y pescado frito en el mercado.
Los encuentros de Blanca y Pedro Tercero eran distanciados e irregulares, pero por lo mismo más intensos. En esos años, ella se acostumbró al sobresalto y a la espera, se resignó a la idea de que siempre se amarían a escondidas y dejó de alimentar el sueño de casarse y vivir en una de las casitas de ladrillo de su padre. A menudo pasaban semanas sin que supiera de él, pero de repente aparecía por el fundo un cartero en bicicleta, un evangélico predicando con una Biblia en el sobaco, o un gitano hablando en media lengua pagana, todos ellos tan inofensivos, que pasaban sin levantar sospechas al ojo vigilante del patrón. Lo reconocía por sus negras pupilas. No era la única: todos los inquilinos de Las Tres Marías y muchos campesinos de otros fundos lo esperaban también. Desde que el joven era perseguido por los patrones, ganó fama de héroe. Todos querían esconderlo por una noche, las mujeres le tejían ponchos y calcetines para el invierno y los hombres le guardaban el mejor aguardiente y el mejor charqui de la estación. Su padre, Pedro Segundo García, sospechaba que su hijo violaba la prohibición de Trueba y adivinaba las huellas que dejaba a su paso. Estaba dividido entre el amor por su hijo y su papel de guardián de la propiedad. Además temía reconocerlo y que Esteban 7 rueba se lo leyera en la cara, pero sentía una secreta alegría al atribuirle algunas de las cosas extrañas que estaban sucediendo en el campo. Lo único que no se le pasó por la imaginación, fue que las visitas de su hijo tuvieran algo que ver con los paseos de Blanca Trueba al río, porque esa posibilidad no estaba en el orden natural del mundo. Nunca hablaba de su hijo, excepto en el seno de su familia, pero se sentía orgulloso de él y prefería verlo convertido en prófugo que uno más del montón, sembrando papas y cosechando pobrezas como todos los demás. Cuando escuchaba canturrear algunas de las canciones de gallinas y zorros, sonreía pensando que su hijo había conseguido más adeptos con sus baladas subversivas que con los panfletos del Partido Socialista que repartía incansablemente.