El despertar Capítulo XI

Alrededor de los dieciocho años Alba abandonó definitivamente la infancia. En el momento preciso en que se sintió mujer, fue a encerrarse a su antiguo cuarto, donde todavía estaba el mural que había comenzado muchos años atrás. Buscó en los viejos tarros de pintura hasta que encontró un poco de rojo y de blanco que todavía estaban frescos, los mezcló con cuidado y luego pintó un gran corazón rosado en el último espacio libre de las paredes. Estaba enamorada. Después tiró a la basura los tarros y los pinceles y se sentó un largo rato a contemplar los dibujos, para revisar la historia de sus penas y alegrías. Sacó la cuenta que había sido feliz y con un suspiro se despidió de la niñez.

Ese año cambiaron muchas cosas en su vida. Terminó el colegio y decidió estudiar filosofía, para darse el gusto, y música, para llevar la contra a su abuelo, que consideraba el arte como una forma de perder el tiempo y predicaba incansablemente las ventajas de las profesiones liberales o científicas. También la prevenía contra el amor y el matrimonio, con la misma majadería con que insistía para que Jaime se buscara una novia decente y se casara, porque se estaba quedando solterón. Decía que para los hombres es bueno tener una esposa, pero, en cambio, las mujeres como Alba siempre salían perdiendo con el matrimonio. Las prédicas de su abuelo se volatilizaron cuando Alba vio por primera vez a Miguel, en una memorable tarde de llovizna y frío en la cafetería de la universidad.

Miguel era un estudiante pálido, de ojos afiebrados, pantalones desteñidos y botas de minero, en el último año de Derecho. Era dirigente izquierdista. Estaba inflamado por la más incontrolable pasión: buscar la justicia. Eso no le impidió darse cuenta de que Alba lo observaba. Levantó la vista y sus ojos se encontraron. Se miraron deslumbrados y desde ese instante buscaron todas las ocasiones para juntarse en las alamedas del parque, por donde paseaban cargados de libros o arrastrando el pesado violoncelo de Alba. Desde el primer encuentro ella notó que él llevaba una pequeña insignia en la manga: una mano alzada con el puño cerrado. Decidió no decirle que era nieta de Esteban Trueba y, por primera vez en su vida, usó el apellido que tenía en su cédula de identidad: Satigny. Pronto se dio cuenta que era mejor no decírselo tampoco al resto de sus compañeros. En cambio, pudo jactarse de ser amiga de Pedro Tercero García, que era muy popular entre los estudiantes, y del Poeta, en cuyas rodillas se sentaba cuando niña y que para entonces era conocido en todos los idiomas y sus versos andaban en boca de los jóvenes y en el graffiti de los muros.

Miguel hablaba de la revolución. Decía que a la violencia del sistema había que oponer la violencia de la revolución. Alba, sin embargo, no tenía ningún interés en la política y sólo quería hablar de amor. Estaba harta de oír los discursos de su abuelo, de asistir a sus peleas con su tío Jaime, de vivir las campañas electorales. La única participación política de su vida había sido salir con otros escolares a tirar piedras a la Embajada de los Estados Unidos sin tener motivos muy claros para ello, debido a lo cual la suspendieron del colegio por una semana y a su abuelo casi le da otro infarto. Pero en la universidad la política era ineludible. Como todos los jóvenes que entraron ese año, descubrió el atractivo de las noches insomnes en un café, hablando de los

cambios que necesitaba el mundo y contagiándose unos a otros con la pasión de las ideas. Volvía a su casa tarde en la noche, con la boca amarga y la ropa impregnada de olor a tabaco rancio, con la cabeza caliente de heroísmos, segura de que, llegado el momento, podría dar su vida por una causa justa. Por amor a Miguel, y no por convicción ideológica, Alba se atrincheró en la universidad junto a los estudiantes que se tomaron el edificio en apoyo a una huelga de trabajadores. Fueron días de campamento, de discursos inflamados, de gritar insultos a la policía desde las ventanas hasta quedar afónicos. Hicieron barricadas con sacos de tierra y adoquines que desprendieron del patio principal, tapiaron las puertas y ventanas con la intención de transformar el edificio en una fortaleza y el resultado fue una mazmorra de la cual era mucho más difícil para los estudiantes salir, que para la policía entrar. Fue la primera vez que Alba pasó la noche fuera de su casa, acunada en los brazos de Miguel, entre montones de periódicos y botellas vacías de cerveza, en la cálida promiscuidad de los compañeros, todos jóvenes, sudados, con los ojos enrojecidos por el sueño atrasado y el humo, un poco hambrientos y sin nada de miedo, porque aquello. se parecía más a un juego que a una guerra. El primer día lo pasaron tan ocupados haciendo barricadas y movilizando sus cándidas defensas, pintando pancartas y hablando por teléfono, que no tuvieron tiempo para preocuparse cuando la policía les cortó el agua y la electricidad.

Desde el primer momento, Miguel se convirtió en el alma de la toma, secundado por el profesor Sebastián Gómez, quien a pesar de sus piernas baldadas, los acompañó hasta el final. Esa noche cantaron para darse ánimos y cuando se cansaron de las arengas, las discusiones y los cantos, se acomodaron en grupos para pasar la noche lo mejor posible. El último en descansar fue Miguel, que parecía ser el único que sabía cómo actuar. Se hizo cargo de la distribución del agua, juntando en recipientes hasta la que había almacenada en los estanques de los excusados, improvisó una cocina y produjo, nadie sabe de dónde, café instantáneo, galletas y unas latas de cerveza. Al día siguiente, el hedor de los baños sin agua era terrible, pero Miguel organizó la limpieza y ordenó que no se ocuparan: había que hacer sus necesidades en el patio, en un hoyo cavado junto a la estatua de piedra del fundador de la universidad. Miguel dividió a los muchachos en cuadrillas y los mantuvo todo el día ocupados, con tanta habilidad, que no se notaba su autoridad. Las decisiones parecían surgir espontáneamente de los grupos.

— ¡Parece que fuéramos a quedarnos por varios meses! — comentó Alba, encantada con la idea de estar sitiados.

En la calle, rodeando el antiguo edificio, se colocaron estratégicamente los carros blindados de la policía. Comenzó una tensa espera que iba a prolongarse por varios días.

— Se plegarán los estudiantes de todo el país, los sindicatos, los colegios profesionales. Tal vez caiga el gobierno–opinó Sebastián Gómez.

— No lo creo–replicó Miguel-. Pero lo que importa es establecer la protesta y no dejar el edificio hasta que se firme el pliego de peticiones de los trabajadores.

Comenzó a llover suavemente y muy temprano se hizo de noche dentro del edificio sin luz. Encendieron algunas improvisadas lámparas con gasolina y una mecha humeante en tarros. Alba pensó que también habían cortado el teléfono, pero comprobó que la línea funcionaba. Miguel explicó que la policía tenía interés en saber lo que ellos hablaban y los previno respecto a las conversaciones. De todos modos, Alba llamó a su casa para avisar que se quedaría junto a sus compañeros hasta la victoria final o la muerte, lo cual le sonó falso una vez que lo hubo dicho. Su abuelo arrebató el aparato de la mano de Blanca y con la entonación iracunda que su nieta

conocía muy bien, le dijo que tenía una hora para llegar a la casa con una explicación razonable por haber pasado toda la noche afuera. Alba le replicó que no podía salir y aunque pudiera, tampoco pensaba hacerlo.

— ¡No tienes nada que hacer allá con esos comunistas! — gritó Esteban Trueba. Pero en seguida dulcificó la voz y le rogó que saliera antes que entrara la policía, porque él estaba en posición de saber que el gobierno no iba a tolerarlos indefinidamente-. Si no salen por las buenas, se va a meter el Grupo Móvil y los sacarán a palos–concluyó el senador.

Alba miró por una rendija de la ventana, tapiada con tablas y sacos de tierra, y vio las tanquetas alineadas en la calle y una doble fila de hombres en pie de guerra, con cascos, palos y máscaras. Comprendió que su abuelo no exageraba. Los demás también los habían visto y algunos temblaban. Alguien mencionó que había unas nuevas bombas, peores que las lacrimógenas, que provocaban una incontrolable cagantina, capaz de disuadir al más valiente con la pestilencia y el ridículo. A Alba la idea le pareció aterradora. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no llorar. Sentía punzadas en el vientre y supuso que eran de miedo. Miguel la abrazó, pero eso no le sirvió de consuelo. Los dos estaban cansados y empezaban a sentir la mala noche en los huesos y en el alma,

— No creo que se atrevan a entrar–dijo Sebastián Gómez-. El gobierno ya tiene bastantes problemas. No va a meterse con nosotros.

— No sería la primera vez que carga contra los estudiantes–observó alguien.

— La opinión pública no lo permitirá–replicó Gómez-. Ésta es una democracia. No es una dictadura y nunca lo será.

— Uno siempre piensa que esas cosas pasan en otra parte–dijo Miguel-. Hasta que también nos pase a nosotros.

El resto de la tarde transcurrió sin incidentes y en la noche todos estaban más tranquilos, a pesar de la prolongada incomodidad y del hambre. Las tanquetas seguían fijas en sus puestos. En los largos pasillos y las aulas los jóvenes jugaban al gato o a los naipes, descansaban tirados por el suelo y preparaban armas defensivas con palos y piedras. La fatiga se notaba en todos los rostros. Alba sentía cada vez más fuertes los retortijones en el vientre y pensó que si las cosas no se resolvían al día siguiente, no tendría más remedio que utilizar el hoyo en el patio. En la calle seguía lloviendo y la rutina de la ciudad continuaba imperturbable. A nadie parecía importar otra huelga de estudiantes y la gente pasaba delante de las tanquetas sin detenerse a leer las pancartas que colgaban de la fachada de la universidad. Los vecinos se acostumbraron rápidamente a la presencia de los carabineros armados y cuando cesó la lluvia salieron los niños a jugar a la pelota en el estacionamiento vacío que separaba el edificio de los destacamentos policiales. Por momentos, Alba tenía la sensación de estar en un barco a vela en un mar inmutable, sin una brisa, en una eterna y silenciosa espera, inmóvil, oteando el horizonte durante horas. La alegre camaradería del primer día se transformó en irritación y constantes discusiones a medida que transcurrió el tiempo y aumentó la incomodidad. Miguel registró todo el edificio y confiscó los víveres de la cafetería.

— Cuando esto termine, se los pagaremos al concesionario. Es un trabajador como cualquier otro–dijo.

Hacia frío. El único que no se quejaba de nada, ni siquiera de la sed, era Sebastián Gómez. Parecía tan incansable como Miguel, a pesar de que lo doblaba en edad y tenía aspecto de tuberculoso. Era el único profesor que quedó con los estudiantes cuando tomaron el edificio. Decían que sus piernas baldadas eran la consecuencia de una

ráfaga de metralla en Bolivia. Era el ideólogo que hacía arder en sus alumnos la llama que la mayoría vio apagarse cuando abandonaron la universidad y se incorporaron al mundo que en su primera juventud creyeron poder cambiar. Era un hombre pequeño, enjuto, de nariz aguileña y pelo ralo, animado por un fuego interior que no le daba tregua. A él le debía Alba el apodo de «condesa», porque el primer día su abuelo tuvo la mala idea de mandarla a clases en el automóvil con chofer y el profesor la divisó. El apodo era un acierto casual, porque Gómez no podía saber que, en el caso improbable de que ella algún día quisiera hacerlo, podía desenterrar el título de nobleza de Jean de Satigny que era una de las pocas cosas auténticas que tenía el conde francés que le dio el apellido. Alba no le guardaba rencor por el sobrenombre burlón, por el contrario, algunas veces había fantaseado con la idea de seducir al esforzado profesor. Pero Sebastián Gómez había visto a muchas niñas como Alba y sabía distinguir esa mezcla de compasión y curiosidad que provocaban sus muletas sosteniendo sus pobres piernas de trapo.

Así pasó todo el día, sin que el Grupo Móvil moviera sus tanquetas y sin que el gobierno cediera ante las demandas de los trabajadores. Alba empezó a preguntarse qué diablos estaba haciendo en ese lugar, porque el dolor de vientre se estaba haciendo insoportable y la necesidad de lavarse en un baño con agua corriente empezaba a obsesionarla. Cada vez que miraba hacia la calle y veía a los carabineros se le llenaba la boca de saliva. Para entonces ya se había dado cuenta que los entrenamientos de su tío Nicolás no eran tan efectivos en el momento de la acción como en la ficción de los sufrimientos imaginarios. Dos horas después Alba sintió entre las piernas una viscosidad tibia y vio sus pantalones manchados de rojo. La invadió tina sensación de pánico. Durante esos días el temor de que eso ocurriera la atormentó casi tanto como el hambre. La mancha en sus pantalones era como una bandera. No intentó disimularla. Se encogió en un rincón sintiéndose perdida. Cuando era pequeña, su abuela le había enseñado que las cosas propias de la función humana son naturales y podía hablar de la menstruación como de la poesía, pero más tarde, en el colegio, se enteró que todas las secreciones del cuerpo, menos las lágrimas, son indecentes. Miguel se dio cuenta de su bochorno y su angustia, salió a buscar a la improvisada enfermería un paquete de algodón y consiguió unos pañuelos, pero al poco rato se dieron cuenta que no era suficiente y al anochecer Alba lloraba de humillación y de dolor, asustada por las tenazas en sus entrañas y por ese gorgoriteo sangriento que no se parecía en nada a lo de otros meses. Creía que algo se le estaba reventando dentro. Ana Díaz, una estudiante que, como Miguel, llevaba la insignia del puño alzado, hizo la observación de que eso sólo duele a las mujeres ricas, porque las proletarias no se quejan ni cuando están pariendo, pero al ver que los pantalones de Alba eran un charco y que estaba pálida como un moribundo, fue a hablar con Sebastián Gómez. Éste se declaró incapaz de resolver el problema.

— Esto pasa por meter a las mujeres en cosas de hombres–bromeó.

— ¡No! ¡Esto pasa por meter a los burgueses en las cosas del pueblo! — replicó la joven indignada.

Sebastián Gómez fue hasta el rincón donde Miguel había acomodado a Alba y se deslizó a su lado con dificultad, debido a las muletas.

— Condesa, tienes que irte a tu casa. Aquí no contribuyes en nada, al contrario, eres una molestia–le dijo.

Alba sintió una oleada de alivio. Estaba demasiado asustada y ésa era una honrosa salida que le permitiría volver a su casa sin que pareciera cobardía. Discutió un poco con Sebastián Gómez para salvar la cara, pero aceptó casi enseguida que Miguel saliera con una bandera blanca a parlamentar con los carabineros. Todos lo observaron

desde las mirillas mientras cruzaba el estacionamiento vacío. Los carabineros habían estrechado filas y le ordenaron, con un altoparlante, detenerse, depositar la bandera en el suelo y avanzar con las manos en la nuca.

— ¡Esto parece una guerra! — comentó Gómez.

Poco después regresó Miguel y ayudó a Alba a ponerse en pie. La misma joven que antes había criticado los quejidos de Alba, la tomó de un brazo y los tres salieron del edificio sorteando las barricadas y los sacos de tierra, iluminados por los potentes reflectores de la policía. Alba apenas podía caminar, se sentía avergonzada y le daba vueltas la cabeza. Una patrulla les salió al paso a medio camino y Alba se encontró a pocos centímetros de un uniforme verde y vio una pistola que la apuntaba a la altura de la nariz. Levantó la vista y enfrentó un rostro moreno con ojos de roedor. Supo al punto quién era: Esteban García.

— ¡Veo que es la nieta del senador Trueba! — exclamó García con ironía.

Así se enteró Miguel de que ella no le había dicho toda la verdad. Sintiéndose traicionado, la depositó en las manos del otro, dio media vuelta y regresó arrastrando su bandera blanca por el suelo, sin darle ni una mirada de despedida, acompañado por Ana Díaz, que iba tan sorprendida y furiosa como él.

— ¿Qué te pasa? — preguntó García señalando con su pistola los pantalones de Alba-. ¡Parece un aborto!

Alba enderezó la cabeza y lo miró a los ojos.

— Eso no le importa. ¡Lléveme a mi casa! — ordenó copiando el tono autoritario que empleaba su abuelo con todos los que no consideraba de su misma clase social.

García vaciló. Hacía mucho tiempo que no oía una orden en boca de un civil y tuvo la tentación de llevarla al retén y dejarla pudriéndose en una celda, bañada en su propia sangre, hasta que le rogara de rodillas, pero en su profesión había aprendido la lección de que había otros mucho más poderosos que él y que no podía darse el lujo de actuar con impunidad. Además, el recuerdo de Alba con sus vestidos almidonados tomando imonada en la terraza de Las Tres Marías, mientras él arrastraba los pies desnudos en el patio de las gallinas y se sorbía los mocos, y el temor que todavía le tenía al viejo Trueba, fueron más fuertes que su deseo de humillarla. No pudo sostener la mirada de la muchacha y agachó imperceptiblemente la cabeza. Dio media vuelta, ladró una breve frase y dos carabineros llevaron a Alba de los brazos hasta un carro de la policía. Así llegó a su casa. Al verla, Blanca pensó que se habían cumplido los pronósticos del abuelo y la policía había arremetido a palos contra los estudiantes. Empezó a chillar y no paró hasta que Jaime examinó a Alba y le aseguró que no estaba herida y que no tenía nada que no se pudiera curar con un par de inyecciones y reposo.

Alba pasó dos días en la cama, durante los cuales se disolvió pacíficamente la huelga de los estudiantes. El ministro de Educación fue relevado de su puesto y lo trasladaron al Ministerio de Agricultura.

— Si pudo ser ministro de Educación sin haber terminado la escuela, igual puede ser ministro de Agricultura sin haber visto en su vida una vaca entera–comentó el senador Trueba.

Mientras estuvo en la cama, Alba tuvo tiempo para repasar las circunstancias en que había conocido a Esteban García. Buscando muy atrás en las imágenes de la infancia, recordó a un joven moreno, la biblioteca de la casa, la chimenea encendida con grandes leños de espino perfumando el aire, la tarde o la noche, y ella sentada sobre sus rodillas. Pero esa visión entraba y salía fugazmente de su memoria y llegó a dudar

de haberla soñado. El primer recuerdo preciso que tenía de él era posterior. Sabía la fecha exacta porque fue el día que cumplió catorce años y su madre lo anotó en el álbum negro que inició su abuela cuando ella nació. Para la ocasión se había encrespado el pelo y estaba en la terraza, con el abrigo puesto, esperando que llegara su tío Jaime para llevarla a comprar su regalo. Hacía mucho frío, pero a ella le gustaba el jardín en invierno. Se sopló las manos y se subió el cuello del abrigo para protegerse las orejas. Desde allí podía ver la ventana de la biblioteca, donde su abuelo hablaba con un hombre. El vidrio estaba empañado, pero pudo reconocer el uniforme de los carabineros y se preguntó qué podía estar haciendo si¡ abuelo con uno de ellos en su despacho. El hombre daba la espalda a la ventana y estaba sentado rígidamente en la punta de una silla, con la espalda tiesa y un aire patético de soldadito de plomo. Alba estuvo mirándolos un rato, hasta que calculó que su tío estaba por llegar, entonces caminó por el jardín hasta una glorieta semidestruida, golpeándose las manos para entrar y se sentó a esperar. Poco después, la encontró allí mismo Esteban García, cuando salió de la casa y tuvo que cruzar el jardín para dirigirse a la reja. Al verla se detuvo bruscamente. Miró hacia todos lados, vaciló y luego se acercó.

— ¿Te acuerdas de mí? — preguntó García.

— No… — dudó ella.

— Soy Esteban García. Nos conocimos en Las Tres Marías.

Alba sonrió mecánicamente. Le traía un mal recuerdo a la memoria. Había algo en sus ojos que le producía inquietud, pero no pudo precisarlo. García barrió con la mano las hojas y se sentó a su lado en la glorieta, tan cerca, que sus piernas se tocaban.

— Este jardín parece una selva–dijo, respirándole muy cerca. Se quitó la gorra del uniforme y ella vio que tenía el pelo muy corto y tieso, peinado con gomina. De pronto, la mano de García se posó sobre su hombro. La familiaridad del gesto desconcertó a la muchacha, que por un momento se quedó paralizada, pero en seguida se echó hacia atrás, tratando de zafarse. La mano del carabinero le apretó el hombro, enterrándole los dedos a través de la gruesa tela de su abrigo. Alba sintió que el corazón le latía como una máquina y el rubor le cubrió las mejillas.

— Has crecido, .Alba, pareces casi una mujer–susurró el hombre en su oreja.

— Tengo catorce años, hoy los cumplo–balbuceó ella.

— Entonces tengo un regalo para ti–dijo Esteban García sonriendo con la boca torcida.

Alba trató de quitar la cara, pero él la sujetó firmemente con las dos manos, obligándola a enfrentarlo. Fue su primer beso. Sintió una sensación caliente, brutal, la piel áspera y mal afeitada le raspó la cara, sintió su olor a tabaco rancio y cebolla, su violencia. La lengua de García trató de abrirle los labios mientras con una mano le apretaba las mejillas hasta obligarla a despegar las mandíbulas. Ella visualizó esa lengua como un molusco baboso y tibio, la invadió la náusea y le subió una arcada del estómago, pero mantuvo los ojos abiertos. Vio la dura tela del uniforme y sintió las manos feroces que le rodearon el cuello y, sin dejar de besarla, sus dedos comenzaron a apretar. Alba creyó que se ahogaba y lo empujó con tal violencia que consiguió apartarlo. García se separó del banco y sonrió con burla. Tenía manchas rojas en las mejillas y respiraba agitadamente.

— ¿Te gustó mi regalo? — se rió.

Alba lo vio alejarse a grandes trancos por el jardín y se sentó a llorar. Se sentía sucia y humillada. Después corrió a la casa a lavarse la boca con jabón y cepillarse los dientes como si eso pudiera quitar la mancha de su memoria. Cuando llegó su tío

Jaime a buscarla, se colgó de su cuello, hundió la cara en su camisa y le dijo que no quería ningún regalo, porque había decidido meterse a monja. Jaime se echó a reír con una risa sonora y honda que le nacía de las entrañas y que ella sólo le había oído en muy pocas ocasiones, porque su tío era un hombre taciturno.

— ¡Te juro que es verdad! ¡Voy a meterme a monja! — sollozó Alba.

— Tendrías que nacer de nuevo–replicó Jaime-. Y además tendrías que pasar por encima de mi cadáver.

Alba no volvió a vera Esteban García hasta que lo tuvo a su lado en el estacionamiento de la universidad, pero nunca pudo olvidarlo. No contó a nadie de aquel beso repugnante ni de los sueños que tuvo después, en los que él aparecía como una bestia verde dispuesta a estrangularla con sus patas y asfixiarla introduciéndole un tentáculo baboso en la boca.

Recordando todo eso, Alba descubrió que la pesadilla había estado agazapada en su interior todos esos años y que García seguía siendo la bestia que la acechaba en las sombras, para saltarle encima en cualquier recodo de la vida. No podía saber que eso era una premonición.

A Miguel se le esfumó la decepción y la rabia de que Alba fuera nieta del senador Trueba, la segunda vez que la vio deambular como alma perdida por los pasillos cercanos a la cafetería donde se habían conocido. Decidió que era injusto culpar a la nieta por las ideas del abuelo y volvieron a pasear abrazados. Al poco tiempo los besos interminables se hicieron insuficientes y comenzaron a citarse en la pieza donde vivía Miguel. Era una pensión mediocre para estudiantes pobres, regentada por una pareja de edad madura con vocación para el espionaje. Observaban a Alba con indisimulada hostilidad cuando subía de la mano con Miguel a su habitación y para ella era un suplicio vencer su timidez y enfrentar la crítica de esas miradas que le arruinaban la dicha del encuentro. Para evitarlos prefería otras alternativas, pero tampoco aceptaba la idea de ir juntos a un hotel, por la misma razón que no quería ser vista en la pensión de Miguel.

— ¡Eres la peor burguesa que conozco! — se reía Miguel.

A veces él conseguía una moto prestada y se escapaban unas horas, viajando a una velocidad suicida, acaballados en la máquina, con las orejas heladas y el corazón ansioso. Les gustaba ir en invierno a las playas solitarias, andar sobre la arena mojada dejando sus huellas que el agua lamía, espantar a las gaviotas y respirar a bocanadas el aire del mar. En verano preferían los bosques más tupidos, donde podían retozar impunemente una vez que eludían a los niños exploradores y a los excursionistas. Pronto Alba descubrió que el lugar más seguro era su propia casa, porque en el laberinto y el abandono de los cuartos traseros, donde nadie entraba, podían amarse sin perturbaciones.

— Si las empleadas oyen ruidos, creerán que han vuelto los fantasmas–dijo Alba y le contó del glorioso pasado de espíritus visitantes y mesas voladoras de la gran casa de la esquina.

La primera vez que lo condujo a través de la puerta posterior del jardín, abriéndose paso en la maraña y sorteando las estatuas manchadas de musgo y cagadas de pájaro, el joven tuvo un sobresalto al ver la triste casona. «Yo he estado aquí antes», murmuró, pero no pudo recordar, porque esa selva de pesadilla y esa lúgubre mansión apenas guardaban semejanza con la luminosa imagen que había atesorado en la memoria desde su infancia.

Los enamorados probaron uno por uno los cuartos abandonados y terminaron improvisando un nido para sus amores furtivos en las profundidades del sótano. Hacía varios años que Alba no entraba allí y llegó a olvidar su existencia, pero en el momento en que abrió la puerta y respiró el inconfundible olor, volvió a sentir la mágica atracción de antes. Usaron los trastos, los cajones, la edición del libro del tío Nicolás, los muebles y los cortinajes de otros tiempos para acomodar una sorprendente cámara nupcial. Al centro improvisaron una cama con varios colchones, que cubrieron con unos pedazos de terciopelo apolillado. De los baúles extrajeron incontables tesoros. Hicieron sábanas con viejas cortinas de damasco color topacio, descosieron el suntuoso vestido de encaje de Chantilly que usó Clara el día en que murió Barrabás, para hacer un mosquitero color del tiempo, que los preservara de las arañas que se descolgaban bordando desde el techo. Se alumbraban con velas y hacían caso omiso de los pequeños roedores, del frío y de ese tufillo de ultratumba. En el crepúsculo eterno del sótano, andaban desnudos, desafiando a la humedad y a las corrientes de aire. Bebían vino blanco en copas de cristal que Alba sustrajo del comedor y hacían un minucioso inventario de sus cuerpos y de las múltiples posibilidades del placer. Jugaban como niños. A ella le costaba reconocer en ese joven enamorado y dulce que reía y retozaba en una inacabable bacanal, al revolucionario ávido de justicia que aprendía, en secreto, el uso de las armas de fuego y las estrategias revolucionarias. Alba inventaba irresistibles trucos de seducción y Miguel creaba nuevas y maravillosas formas de amarla. Estaban deslumbrados por la fuerza de su pasión, que era como un embrujo de sed insaciable. No alcanzaban las horas ni las palabras para decirse los más íntimos pensamientos y los más remotos recuerdos, en un ambicioso intento de poseerse mutuamente hasta la última estancia. Alba descuidó el violoncelo, excepto para tocarlo desnuda sobre el lecho de topacio, y asistía a sus clases en la universidad con un aire alucinado. Miguel también postergó su tesis y sus reuniones políticas, porque necesitaban estar juntos a toda hora y aprovechaban la menor distracción de los habitantes de la casa para deslizarse hacia el sótano. Alba aprendió a mentir y disimular. Pretextando la necesidad de estudiar de noche, dejó el cuarto que compartía con su madre desde la muerte de su abuela y se instaló en una habitación del primer piso que daba al jardín, para poder abrir la ventana a Miguel y llevarlo en puntillas a través de la casa dormida, hasta la guarida encantada. Pero no sólo se juntaban en las noches. La impaciencia del amor era a veces tan intolerable, que Miguel se arriesgaba a entrar de día, arrastrándose entre los matorrales, como un ladrón, hasta la puerta del sótano, donde lo esperaba Alba con el corazón en un hilo. Se abrazaban con la desesperación de una despedida y se escabullían a su refugio sofocados de complicidad.

Por primera vez en su vida, Alba sintió la necesidad de ser hermosa y lamentó que ninguna de las espléndidas mujeres de su familia le hubiera legado sus atributos, y la única que lo hizo, la bella Rosa, sólo le dio el tono de algas marinas a su pelo, lo cual, si no iba acompañado por todo lo demás, parecía más bien un error de peluquería. Cuando Miguel adivinó su inquietud, la llevó de la mano hasta el gran espejo veneciano que adornaba un rincón de su cámara secreta, sacudió el polvo del cristal quebrado y luego encendió todas las velas que tenía y las puso a su alrededor. Ella se miró en los mil pedazos rotos del espejo. Su piel, iluminada por las velas, tenía el color irreal de las figuras de cera. Miguel comenzó a acariciarla y ella vio transformarse su rostro en el caleidoscopio del espejo y aceptó al fin que era la más bella de todo el universo, porque pudo verse con los ojos que la miraba Miguel.

Aquella orgía interminable duró más de un año. Al fin, Miguel terminó su tesis, se graduó y empezó a buscar trabajo. Cuando pasó la apremiante necesidad del amor insatisfecho, pudieron recuperar la compostura y normalizar sus vidas. Ella hizo un

esfuerzo para interesarse otra vez en los estudios y él se volcó nuevamente a su tarea política, porque los acontecimientos estaban precipitándose y el país estaba jalonado por las luchas ideológicas. Miguel alquiló un pequeño departamento cerca de su trabajo, donde se juntaban para amarse, porque en el año que pasaron desnudos brincando por el sótano contrajeron ambos una bronquitis crónica que restaba una buena parte del encanto a su paraíso subterráneo. Alba ayudó a decorarlo, poniendo cojines caseros y afiches políticos por todos lados y hasta llegó a sugerir que podría irse a vivir con él, pero en ese punto Miguel fue inflexible.

— Se avecinan tiempos muy malos, mi amor–explicó-. No puedo tenerte conmigo, porque cuando sea necesario, entraré en la guerrilla.

— Iré contigo adonde sea–prometió ella.

— A eso no se va por amor, sino por convicción política y tú no la tienes–replicó Miguel-. No podemos darnos el lujo de aceptar aficionados.

A Alba aquello le pareció brutal y tuvieron que pasar algunos años para que pudiera comprenderlo en toda su magnitud.

El senador Trueba ya estaba en edad de retirarse, pero esa idea no le pasaba por la cabeza. Leía el periódico del día y mascullaba entre dientes. Las cosas habían cambiado mucho en esos años y sentía que los acontecimientos lo sobrepasaban, porque no pensó que iba a vivir tanto como para tener que enfrentarlos. Había nacido cuando no existía la luz eléctrica en la ciudad y le había tocado ver por televisión a un hombre paseando por la luna, pero ninguno de los sobresaltos de su larga vida lo habían preparado para enfrentar la revolución que se estaba gestando en su país, bajo sus propias barbas, y que tenía a todo el mundo convulsionado.

El único que no hablaba de lo que estaba ocurriendo, era Jaime. Para evitar las peleas con su padre había adquirido el hábito del silencio y pronto descubrió que le resultaba más cómodo no hablar. Las pocas veces que abandonaba su laconismo trapense era cuando Alba iba a visitarlo en su túnel de libros. Su sobrina legaba en camisa de dormir, con el pelo mojado después de la ducha, y se sentaba a los pies de su cama a contarle asuntos felices, porque, tal como ella decía, él era un imán para atraer los problemas ajenos y las miserias irremediables, y era necesario que alguien lo pusiera al día sobre la primavera y el amor. Sus buenas intenciones se estrellaban con la urgencia de discutir con su tío todo lo que la preocupaba. Nunca estaban de acuerdo. Compartían los mismos libros, pero a la hora de analizar lo que habían leído, tenían opiniones totalmente encontradas. Jaime se burlaba de sus ideas políticas, de sus amigos barbudos y la regañaba por haberse enamorado de un terrorista de cafetín. Era el único en la casa que conocía la existencia de Miguel.

— Dile a ese mocoso que venga un día a trabajar conmigo en el hospital, a ver si le quedan ganas de andar perdiendo el tiempo con panfletos y discursos–decía a Alba.

— Es abogado, tío, no médico–replicaba ella.

— No importa. Allá necesitamos cualquier cosa. Hasta un fontanero nos sirve.

Jaime estaba seguro que triunfarían finalmente los socialistas, después de tantos años de lucha. Lo atribuía a que el pueblo había tomado conciencia de sus necesidades y de su propia fuerza. Alba repetía las palabras de Miguel, que sólo a través de la guerra se podía vencer a la burguesía. Jaime tenía horror de cualquier forma de extremismo y sostenía que los guerrilleros sólo se justifican en las tiranías, donde no queda más remedio que batirse a tiros, pero que son una aberración en un país donde los cambios se pueden obtener por votación popular.

— Eso no ha ocurrido nunca, tío, no seas ingenuo–replicaba Alba-. jamás dejarán que ganen tus socialistas!

Ella trataba de explicar el punto de vista de Miguel: que no se podía seguir esperando el lento paso de la historia, el laborioso proceso de educar al pueblo y organizarlo, porque el mundo avanzaba a saltos y ellos se quedaban atrás, que los cambios radicales nunca se implantaban por las buenas y sin violencias. La historia lo demostraba. La discusión se prolongaba y ambos se perdían en una oratoria confusa que los dejaba agotados, acusándose mutuamente de ser más testarudos que una mula, pero al final se daban las buenas noches con un beso y quedaban ambos con la sensación de que el otro era un ser maravilloso.

Un día a la hora de la cena, Jaime anunció que ganarían los socialistas, pero como hacía veinte años que pronosticaba lo mismo, nadie le creyó.

— Si tu madre estuviera viva, diría que van a ganar los de siempre–le respondió el senador Trueba desdeñosamente.

Jaime sabía por qué lo decía. Se lo había dicho el Candidato. Hacía muchos años que eran amigos y Jaime iba a menudo a jugar ajedrez con él en la noche. Era el mismo socialista que había estado postulando a la Presidencia de la República desde hacía dieciocho años. Jaime lo había visto por primera vez a espaldas de su padre, cuando pasaba en medio de una nube de humo en los trenes del triunfo, durante las campañas electorales de su adolescencia. En aquellos tiempos el Candidato era un hombre joven y robusto, con mejillas de perro cazador, que gritaba exaltados discursos entre las pifias y la silbatina de los patrones y el silencio rabioso de los campesinos. Era la época en que los hermanos Sánchez colgaron en el cruce de los caminos al dirigente socialista y que Esteban Trueba azotó a Pedro Tercero García delante de su padre, por repetir ante los inquilinos las perturbadoras versiones bíblicas del padre José Dulce María. Su amistad con el Candidato nació por casualidad, un domingo en la noche que lo mandaron del hospital a atender una emergencia a domicilio. Llegó a la dirección indicada en una ambulancia del servicio, tocó el timbre y el Candidato en persona abrió la puerta. Jaime no tuvo dificultad en reconocerlo, porque había visto su imagen muchas veces y porque no había cambiado desde que lo viera pasar en su tren.

— Pase, doctor, lo estamos esperando–saludó el Candidato.

Lo condujo a la habitación de servicio, donde sus hijas intentaban ayudar a una mujer que parecía estar asfixiándose, tenía la cara amoratada, los ojos desorbitados y una lengua monstruosamente hinchada que le colgaba fuera de la boca.

— Comió pescado–le explicaron.

— Traigan el oxígeno que está en la ambulancia–dijo Jaime mientras preparaba una jeringa.

— Se quedó con el Candidato, los dos sentados al lado de la cama, hasta que la mujer empezó a respirar normalmente y pudo meter la lengua dentro de su boca. Hablaron del socialismo y de ajedrez y ése fue el comienzo de una buena amistad. Jaime se presentó con el apellido de su madre, que siempre usaba, sin pensar que al día siguiente los servicios de seguridad del Partido entregarían al otro la información de que era hijo del senador Trueba, su peor enemigo político. El Candidato sin embargo, nunca lo mencionó y hasta la hora final, cuando ambos se estrecharon la mano por última vez en el fragor del incendio y de las balas, Jaime se preguntaba si alguna vez tendría el valor de decirle la verdad.

Su larga experiencia en la derrota y su conocimiento del pueblo, permitieron al Candidato darse cuenta antes que nadie que en esa ocasión iba a ganar. Se lo dijo a Jaime y agregó que la consigna era no divulgarlo, para que la derecha se presentara a

las elecciones segura del triunfo, arrogante y dividida. Jaime replicó que aunque se lo dijeran a todo el mundo, nadie iba a creerlo, ni los mismos socialistas, y para probarlo se lo anunció a su padre.

Jaime siguió trabajando catorce horas diarias, incluso los domingos, sin participar en la contienda política. Estaba acobardado por el rumbo violento de aquella lucha, que estaba polarizando las fuerzas en dos extremos, dejando al centro sólo un grupo indeciso y voluble, que esperaba ver perfilarse al ganador para votar por él. No se dejó provocar por su padre, que aprovechaba todas las ocasiones en que estaban juntos para advertirlo sobre las maniobras del comunismo internacional y el caos que azotaría a la patria en el caso improbable que triunfara la izquierda. La única vez que Jaime perdió la paciencia fue cuando una mañana encontró la ciudad tapizada de afiches truculentos donde aparecía una madre barrigona y desolada, que intentaba inútilmente arrebatar su hijo a un soldado comunista que se lo llevaba a Moscú. Era la campaña del terror organizada por el senador Trueba y sus correligionarios, con ayuda de expertos extranjeros importados especialmente para ese fin. Aquello fue demasiado para Jaime. Decidió que no podía vivir bajo el mismo techo que su padre, cerró su túnel, se llevó su ropa y se fue a dormir al hospital.

Los acontecimientos se precipitaron en los últimos meses antes de la elección. En todas las murallas estaban los retratos de los candidatos, tiraron volantes desde el aire con aviones y taparon las calles con una basura impresa que caía como nieve del cielo, las radios aullaban las consignas políticas y se cruzaron las apuestas más descabelladas entre los partidarios de cada bando. En las noches salían los jóvenes en pandillas para tomar por asalto a sus enemigos ideológicos. Se organizaron concentraciones multitudinarias para medir la popularidad de cada Partido y con cada una se atochaba la ciudad y se apiñaba la gente en igual medida. Alba estaba eufórica, pero Miguel le explicó que la elección era una bufonada y que cualquiera que ganara daba lo mismo, porque se trataba de la misma jeringa con distinto bitoque y que la revolución no se podía hacer desde las urnas electorales, sino con la sangre del pueblo. La idea de una revolución pacífica en democracia y con plena libertad era un contrasentido.

— ¡Ese pobre muchacho está loco! — exclamó Jaime cuando Alba se lo contó -. Vamos a ganar y tendrá que tragarse sus palabras.

Hasta ese momento, Jaime había conseguido eludir a Miguel. No quería conocerlo. Unos secretos e inconfesables celos lo atormentaban. Había ayudado a nacer a Alba y la había tenido mil veces sentada en sus rodillas, le había enseñado a leer, le había pagado el colegio y celebrado todos sus cumpleaños, se sentía como su padre y no podía evitar la inquietud que le producía verla convertida en mujer. Había notado el cambio en los últimos años y se engañaba con falsos argumentos, a pesar de que su experiencia cuidando a otros seres humanos le había enseñado que sólo el conocimiento del amor puede dar ese esplendor a una mujer. De la noche a la mañana había visto madurara Alba, abandonando las formas imprecisas de la adolescencia, para acomodarse en su nuevo cuerpo de mujer satisfecha y apacible. Esperaba con absurda vehemencia que el enamoramiento de su sobrina fuera un sentimiento pasajero, porque en el fondo no quería aceptar que necesitara a otro hombre más que a él. Sin embargo, no pudo seguir ignorando a Miguel. En esos días, Alba le contó que su hermana estaba enferma.

— Quiero que hables con Miguel, tío. Él te va a contar de su hermana. ¿Harías eso por mí? — pidió Alba.

Cuando Jaime conoció a Miguel, en un cafetín del barrio, toda su suspicacia no pudo impedir que una oleada de simpatía lo hiciera olvidar su antagonismo, porque el

hombre que tenía al frente revolviendo nerviosamente su café no era el extremista petulante y matón que había esperado, sino un joven conmovido y tembloroso, que mientras explicaba los síntomas de la enfermedad de su hermana, luchaba contra las lágrimas que nublaban sus ojos.

— Llévame a verla–dijo Jaime.

Miguel y Alba lo condujeron al barrio bohemio. En pleno centro, a escasos metros de los edificios modernos de acero y cristal, habían surgido en la ladera de una colina las empinadas calles de los pintores, ceramistas, escultores. Allí habían hecho sus madrigueras dividiendo las antiguas casas en minúsculos estudios. Los talleres de los artesanos se abrían al cielo por los techos vidriados y en los oscuros cuchitriles sobrevivían los artistas en un paraíso de grandezas y miserias. En las callecitas jugaban niños confiados, hermosas mujeres con largas túnicas cargaban a sus criaturas en la espalda o afirmadas en las caderas y los hombres barbudos, somnolientos, indiferentes, veían pasar la vida sentados en las esquinas y en los umbrales de las puertas. Se detuvieron frente a una casa estilo francés decorada como una torta de crema con angelotes en los frisos. Subieron por una escalera estrecha, construida como salida de emergencia en caso de incendio, y que las numerosas divisiones del edificio había transformado en el único acceso. A medida que ascendían, la escalera se doblaba sobre sí misma y los envolvía un penetrante olor a ajo, marihuana y trementina. Miguel se detuvo en el último piso, frente a una puerta angosta pintada de naranja, sacó una llave y abrió. Jaime y Alba creyeron entrar a una pajarera. La habitación era redonda, coronada por una absurda cúpula bizantina y rodeada de vidrios, desde los cuales se podía pasear la vista por los techos de la ciudad y sentirse muy cerca de las nubes. Las palomas habían anidado en el alféizar de las ventanas y contribuido con sus excrementos y sus plumas al jaspeado de los vidrios. Sentada en una silla frente a la única mesa, había una mujer con una bata adornada con un triste dragón en hilachas bordado sobre el pecho. Jaime necesitó unos segundos para reconocerla.

Amanda… Amanda… — balbuceó.

No había vuelto a verla desde hacía más de veinte años, cuando el amor que los dos sentían por Nicolás pudo más que el que se tenían entre ellos. En ese tiempo el joven atlético, moreno, con el pelo engominado y siempre húmedo, que se paseaba leyendo en alta voz sus tratados de medicina, se había transformado en un hombre ligeramente encorvado por el hábito de inclinarse sobre las camas de los enfermos, con el cabello gris, un rostro grave y gruesos lentes con montura metálica, pero básicamente era la misma persona. Para reconocer a Amanda, sin embargo, se necesitaba haberla amado mucho. Se veía mayor que los años que podía tener, estaba muy delgada, casi en los huesos, su piel macilenta y amarilla y las manos muy descuidadas, con los dedos teñidos de nicotina. Sus ojos estaban abotagados, sin brillo, enrojecidos, con las pupilas dilatadas, lo que le daba un aspecto desvalido y aterrorizado. No vio a Jaime ni a Alba, sólo tuvo ojos para Miguel. Trató de levantarse, tropezó y se tambaleó. Su hermano se acercó y la sostuvo, apretándola contra su pecho.

— ¿Se conocían? — preguntó Miguel extrañado.

— Sí, hace mucho tiempo–dijo Jaime.

Pensó que era inútil hablar del pasado y que Miguel y Alba eran muy jóvenes para comprender la sensación de pérdida irremediable que él sentía en ese momento. De una plumada se había borrado la imagen de la gitana que había guardado todos esos años en su corazón, único amor en la soledad de su destino. Ayudó a Miguel a tender a

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sujetó la bata con las manos, defendiéndose débilmente y balbuceando incoherencias. Estaba sacudida por temblores convulsivos y acezaba como perro cansado. Alba la observó horrorizada y sólo cuando Amanda estuvo acostada, quieta y con los ojos cerrados, reconoció a la mujer que sonreía en la pequeña fotografía que Miguel siempre llevaba en su billetera. Jaime le habló con una voz desconocida y poco a poco consiguió tranquilizarla, la acarició con gestos tiernos y paternales como los que empleaba a veces con los animales, hasta que la enfermase relajó y permitió que subiera las mangas de la vieja bata china. Aparecieron sus brazos esqueléticos y Alba vio que tenía millares de minúsculas cicatrices, moretones, pinchazos, algunos infectados y supurando pus. Luego descubrió sus piernas y sus muslos estaban también torturados. Jaime la observó con tristeza, comprendiendo en ese instante el abandono, los años de miseria, los amores frustrados y el terrible camino que esa mujer había recorrido hasta llegar al punto de desesperanza donde se encontraba. La recordó cómo era en su juventud, cuando lo deslumbraba con el revoloteo de su pelo, la sonajera de sus abalorios, su risa de campana y su candor para abrazar ideas disparatadas y perseguir las ilusiones. Se maldijo por haberla dejado ir y por todo ese tiempo perdido para ambos.

— Hay que internarla. Sólo una cura de desintoxicación podrá salvarla–dijo-. Sufrirá mucho–agregó.

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